CAPITULO XXXVII
Tesoros en la Tierra y en el Cielo

El tema de esta sección del Sermón del Monte es, como se recordará, la relación del cristiano con Dios en cuanto Padre suyo. Nada hay más importante que esto. El gran secreto de la vida, según nuestro Señor, es vernos a nosotros mismos y considerarnos siempre como hijos de nuestro Padre celestial. Si lo hacemos, nos veremos librados de inmediato de dos de las tentaciones principales que nos asedian a todos en la vida.
Estas tentaciones nos las presenta así. La primera es la tentación muy sutil que asedia a todo cristiano en el asunto de su piedad personal. Como cristiano tengo una vida privada, personal, de devoción. A este respecto nuestro Se¬ñor dice que lo único que importa, y lo único que he de considerar, es que los ojos de Dios están puestos en mí. No me debe importar lo que la gente diga, ni me debo interesar por mí mismo. Si doy limosna, no debo darla para que los otros me alaben. Lo mismo se aplica a la oración. No debo querer dar la impresión de que soy un gran hombre de oración. Si lo hago, de nada sirve. No me debo interesar por lo que la gente piense de mí como hombre de oración. El Señor nos llama la atención sobre todo esto. Debo orar como quien está en la presencia de Dios. Los mismos principios se aplican a la cuestión del ayuno; y se recordará como los examinamos en detalle en el capítulo tercero. Estas consideraciones nos han conducido al final del versículo 18 de Mateo 6.
Ahora llegamos al versículo 19 en el que nuestro Señor inicia el segundo aspecto de este gran tema, a saber, el cristiano que vive su vida en este mundo en relación con Dios como Padre suyo, envuelto en sus problemas, lleno de preocupaciones, tensiones y presiones. Es, de hecho, todo el problema de lo que tan a menudo en la Biblia se ha llamado 'el mundo'. Frecuentemente decimos que el cristiano en esta vida tiene que enfrentarse con el mundo, la carne y el demonio; y nuestro Señor utiliza esta descripción triple de nuestro problema y conflicto. Al tratar de esta cuestión de la piedad personal, se ocupa primero de las tentaciones que provienen de la carne y del demonio. El demonio vigila mucho cuando alguien es piadoso, cuando alguien se ocupa en manifestar su piedad. Una vez tratado esto, nuestro Señor pasa a mostrar que hay otro problema, el problema del mundo mismo.
Ahora bien, ¿qué quiere decir la Biblia con la expresión 'el mundo'? No quiere decir el universo físico, o simplemente todo el conjunto de personas; significa una perspectiva y una mentalidad, significa una forma de ver las cosas, una forma de ver la vida toda. Uno de los problemas más delicados de los que tiene que ocuparse el cristiano es este de su relación con el mundo. Nuestro Señor subraya a menudo que no es fácil ser cristiano. Él mismo durante su visita terrenal se vio tentado por el diablo. También tuvo que hacer frente al poder y sutileza del mundo. El cristiano se encuentra en la misma posición. Hay ataques que le llegan cuanto está solo, en privado; hay otros que le llegan cuando está en el mundo. Obsérvese el orden que utiliza nuestro Señor. Es muy significativo. Uno se prepara a sí mismo en el secreto de su propia habitación. Uno ora y hace otras cosas —ayunar, dar limosna, obras buenas que se hacen sin que nadie se entere—. Pero también hay que vivir la vida en el mundo. El mundo hará todo lo que pueda para derrotarlo, hará todo lo que pueda para echar a perder su vida espiritual. Por esto hay que estar muy atentos. Es una lucha de fe, y se necesita toda la armadura de Dios, porque si uno no la tiene, quedará derrotado. "No tenemos lucha contra carne y sangre!' Es una lucha seria, es un conflicto violento.
Nuestro Señor enseña que este ataque del mundo, o esta tentación de la mundanalidad, generalmente asume dos formas principales. En primer término, puede haber un amor declarado por el mundo. En segundo lugar, puede haber ansiedad, un espíritu de preocupación ansiosa respecto al mismo. Veremos que nuestro Señor muestra que ambos son igualmente peligrosos. Se ocupa del amor por el mundo desde el versículo 19 al 24, y del problema de verse dominado por la ansiedad y preocupación por las cosas del mundo, a su vida y a todos sus asuntos, desde el versículo 29 hasta el final del capítulo.
Debemos recordar, sin embargo, que sigue ocupándose de ambos aspectos del problema en función de nuestra relación hacia nuestro Padre celestial. Así pues, al adentrarnos en los detalles de su enseñanza, nunca debemos olvidar los grandes principios de lo gobiernan todo. Debemos tener sumo cuidado de no reducir esta enseñanza a una serie de reglas y normas. Si lo hiciéramos, caeríamos de inmediato en el error del monasticismo. Hay algunas personas tan preocupadas por los cuidados y asuntos de esta vida, que sólo pueden hacer una cosa: apartarse de todo. Por esta razón se encierran en monasterios y se hacen monjes, o viven como eremitas en sus solitarias celdas. Por eso es una idea falsa que no se encuentra en ningún lugar de la Biblia; en ella se nos muestra cómo vencer al mundo permaneciendo en medio de él.
Nuestro Señor presenta primero su enseñanza a modo de afirmación radical, que es también un mandato. Establece una ley, un gran principio. Y una vez dado el principio, en su infinita bondad y condescendencia, nos ofrece varias razones y consideraciones que nos ayudarán a poner en práctica el mandato. Al leer palabras como éstas, no cabe duda de que debemos sentirnos sorprendidos ante tanta condescendencia. Tiene derecho a establecer leyes sin más; pero nunca lo hace así. Establece la ley, nos da el principio, y luego en su bondad nos da las razones, nos ofrece los argumentos que nos pueden ayudar y fortalecernos.
No hay que depender de ellos, pero son de gran ayuda y, a veces, si nuestra fe es débil, son de valor inestimable. Ante todo, pues, he aquí el mandato: "No os hagáis tesoros en la tierra... sino haceos tesoros en el cielo". Este es el mandato, esta es la exhortación. El resto, como veremos, pertenece al campo de las razones y explicaciones. "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan!' Pero veamos ante todo la exhortación misma. Es doble: negativa y positiva. Nuestro Señor presenta la verdad de tal forma que no nos queda excusa alguna. Si cualquiera de nosotros, cristianos, al llegar al gran juicio de la recompensa, nos encontramos con que la nuestra es muy pobre, no tendremos excusa alguna.
En forma negativa, pues, dice, "No os hagáis tesoros en la tierra". ¿Qué quiere decir con esto? Ante todo debemos evitar interpretarlo sólo respecto al dinero. Ha muchos que lo han hecho, y han considerado que tal afirmación se dirige sólo a los ricos. Me parece que esto es necio. Va dirigida a todos. No dice, "No os hagáis de dinero", sino, "No os hagáis tesoros". 'Tesoros' es un término muy amplio y comprensivo. Incluye el dinero, pero no sólo el dinero. Significa algo mucho más importante. Nuestro Se¬ñor se ocupa aquí no tanto de nuestras posesiones, como de nuestra actitud hacia esas posesiones. No importa lo que el hombre pueda tener, sino lo que piensa de su riqueza, la actitud que tiene hacia ella. En sí mismo no hay nada malo en poseer riqueza; lo que puede andar mal es la relación del hombre con su riqueza. Y lo mismo se puede decir de cualquier cosa que el dinero pueda comprar.
De hecho, vamos más allá. El problema es la actitud de uno hacia la vida en este mundo. Nuestro Señor se ocupa aquí de las personas que procuran, en esta vida, su satisfacción principal, o incluso total, por medio de las cosas que pertenecen al mundo solamente. Lo que le preocupa y advierte, en otras palabras, es que el hombre no debería limitar su ambición, sus intereses y esperanzas a esta vida. Visto de esta forma, pasa a ser un tema mucho más importante que la simple posesión de dinero. Los pobres necesitan tanto como los ricos esta exhortación acerca de no hacerse tesoros en la tierra. Todos tenemos tesoros en alguna forma o manera. Quizá no sea dinero. Quizá sea el esposo, la esposa o los hijos; quizá sea algún regalo que tenemos y que tiene un valor monetario limitado. Para algunos su tesoro es la casa. También aquí se ocupa de este peligro de estar apegados a la casa, de vivir por la casa y el hogar. No importa lo que sea, o lo pequeño que sea, si lo es todo para ti, es tu tesoro, es aquello para lo cual tú vives. Ese es el peligro en contra del cual nuestro Señor nos pone sobre aviso en este pasaje.
Esto nos da una idea de lo que quiere decir con 'tesoros en la tierra', y vemos cómo es algo que casi no tiene límite. No sólo amor por el dinero, sino amor por el honor, por la posición, por la situación económica, por el trabajo en un sentido ilegítimo; sea lo que fuere, todo lo que se limita a esta vida y a este mundo. Esas son las cosas acerca de las cuales debemos tener cuidado para que no se conviertan en nuestro tesoro.
Así, llegamos a un punto muy práctico. ¿Cómo hace uno, de estas cosas, tesoros en la tierra? De nuevo, no podemos más que dar algunas indicaciones generales en cuanto a su significado. Puede querer decir vivir para atesorar y acumular la riqueza en cuanto riqueza. Muchas lo hacen así, y nuestro Señor quizá tuvo a estas personas en mente. Pero no cabe duda de que se refiriera a algo más amplio. El mandato de nuestro Señor significa evitar todo lo que se centra solamente en este mundo. Como hemos visto, lo abarca todo. Se aplica a las personas que, aunque no estén interesadas para nada en la riqueza o el dinero, están interesadas en otras cosas que, en último término son completamente mundanas. Hay personas que a menudo han sido culpables de caídas tristes y graves en su vida espiritual debido a esto que estamos considerando. El dinero no las tienta, pero las puede tentar la posición social. SÍ el demonio se les acerca para ofrecerles algún soborno material, se sonreirán. Pero si les llega con engaño, y, en conexión con su servicio cristiano les ofrece alguna posición elevada, les persuade de que su único interés es el trabajo, lo aceptan, y pronto se comienza a observar un descenso gradual en su autoridad y poder espiritual. La promoción ha causado daños sin fin en la iglesia de Dios a hombres que han sido muy honestos y sinceros, pero que no han estado vigilantes en contra de este peligro. Han estado haciéndose tesoros en la tierra sin saberlo. Su interés ha pasado, de repente, de estar centrado en agradar a Dios y en trabajar por su honor y su gloria, a estar, casi sin notarlo, centrados en sí mismos y en su dedicación al trabajo. De esta manera, puede alguien estar haciéndose tesoros en la tierra, y es algo tan sutil que incluso personas buenas pueden ser el mayor enemigo del hombre. Más de un predicador ha sido perjudicado por su propia congregación. Las alabanzas, los estímulos que le han ofrecido como hombre, casi lo han echado a perder como mensajero de Dios, y se ha vuelto culpable de hacerse tesoros en la tierra. Tiende casi inconscientemente a verse controlado por el deseo de conseguir la alabanza de su gente, y en cuanto esto sucede, ese hombre está haciéndose tesoros en la tierra. Los ejemplos son casi inagotables. Estoy tratando simplemente de ofrecer alguna indicación del ámbito de este mandato sorprendente. "No os hagáis tesoros en la tierra!' Cualquiera que sea la forma que adopte, lo que importa es el principio.
Examinemos ahora el aspecto positivo del mandato, "Haceos tesoros en el cielo". Es muy importante que seamos muy claros en cuanto a esto. Algunos lo han interpretado en el sentido de que nuestro Señor enseña que el hombre puede alcanzar su propia salvación. "Tesoros en el cielo", dicen, "significa la salvación del hombre y su destino eterno. Por consiguiente, ¿acaso nuestro Señor no está exhortando al hombre a que dedique toda su vida a asegurarse el destino eterno?" Es evidente que están equivocados. Esto sería negar la gran doctrina del Nuevo Testamento de la justificación por la fe solamente. Nuestro Se¬ñor no puede querer decir esto, porque se está dirigiendo a personas en quienes se cumplen las Bienaventuranzas. Es el hombre pobre de espíritu, el que no tiene nada, el que es bienaventurado. Es el que llora debido a su pecado el que sabe que, al final, a pesar de lo que puede haber hecho o dejado de hacer, nunca puede alcanzar su propia salvación. Esta interpretación, por consiguiente, es abiertamente errónea. ¿Qué significa, pues? Su significado se reitera en muchos otros lugares de la Biblia; nos ayudarán a entender esta enseñanza dos pasajes de la misma. El primero se encuentra en Lucas 16 donde nuestro Señor cita el caso del administrador injusto, el hombre que utilizó en forma hábil su posición. Recordarán que lo resume así. "Ganad amigos',' dice, "por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas!' Nuestro Señor enseña que los hijos de este mundo son más prudentes en su generación que los hijos de la luz. Se aseguran sus propios fines. Ahora bien, dice nuestro Señor, voy a tomar esto como principio y aplicároslo a vosotros. Si tenéis dinero, usadlo mientras estáis en este mundo para que cuando lleguéis a la gloria, las personas que se beneficiaron del mismo estén allí para recibiros.
El apóstol Pablo lo explica en 1 Timoteo 6:17-19; "A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna!' En otras palabras, si uno ha recibido la bendición de las riquezas, que las utilice de tal forma en este mundo que vaya edificándose un balance favorable para el venidero. Nuestro Señor dice exactamente lo mismo al final de Mateo 25, donde habla acerca de las personas que le dieron de comer cuando tuvo hambre y que lo visitaron en la cárcel. Estos preguntan, "¿Cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos?... ¿o cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?" Y dice el Señor, "En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis." No caéis en la cuenta de ello, pero al hacer buenas obras en favor de estas personas, habéis estado edificando para el cielo, donde recibiréis la recompensa y entraréis en el gozo de su Señor.
Este es el principio que Él subraya constantemente. Dijo a sus discípulos, después de su encuentro con el ¡oven rico, "¡Cuan difícil les es entrar en el reino de Dios, a los que confían en las riquezas!". Es este confiar en las riquezas, es esta fatal auto confianza, que le hace imposible a uno ser pobre de espíritu. O también, como lo dijo a la gente una tarde cuando afirmó, "Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece". Esta es la idea que quiso decir con "haceos tesoros en el cielo".
¿Cómo podemos hacerlo en la práctica? Lo primero es tener una perspectiva justa de la vida, y sobre todo una perspectiva adecuada de 'la gloria'. Tal es el principio con el cual comenzamos. El gran hecho que nunca debemos Perder de vista es que en esta vida somos solamente peregrinos. Andamos en este mundo bajo la vigilancia de Dios, en dirección hacia Dios y hacia nuestra esperanza eterna.
Ese es el principio. Si siempre pensamos acerca de nosotros mismos de esta forma, ¿cómo podemos desviarnos? Entonces todo encajará bien. Este es el gran principio que se enseña en Hebreos 11. Los hombres poderosos, los grandes héroes de la fe tenían un sólo propósito. Andaban "como viendo al Invisible". Decían que eran "extranjeros y peregrinos en la tierra", se dirigían hacia la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por eso cuando Dios llamó a Abraham, éste respondió. Dios se volvió a un hombre como Moisés que tenía grandes posibilidades en la corte egipcia, y le mandó que lo abandonara todo para convertirse en miserable pastor durante cuarenta años, y Moisés obedeció, "porque tenía puesta la mirada en el galardón". Y así todos los demás. ¿Qué hizo que Abraham estuviera dispuesto a sacrificar a su amado hijo Isaac? ¿Qué hizo a todos los otros héroes de la fe estar dispuestos a hacer las cosas que hicieron? Fue que deseaban una patria "mejor, esto es, celestial".
Siempre hay que comenzar con ese gran principio. Si tenemos una idea adecuada de nosotros mismos en este mundo como peregrinos, como hijos de Dios que van hacia su Padre, todas las cosas se ven en la perspectiva adecuada. De inmediato tendremos una idea adecuada de nuestros dones y de nuestras posesiones. Comenzamos a pensar en nosotros mismos como administradores que deben dar cuenta de todo. No somos los poseedores permanentes de estas cosas. No importa que sea dinero o inteligencia o nosotros mismos o nuestra personalidad o cualquier don que podamos poseer. El hombre mundano piensa que es él quien lo posee todo. Pero el cristiano comienza diciendo, "no soy el poseedor de estas cosas, las tengo solamente en depósito, y en realidad no me pertenecen. No puedo llevar las riquezas conmigo, no puedo llevar mis dones conmigo. No soy sino el guarda de estas cosas". Y de inmediato se plantea la gran pregunta: "¿Cómo puedo utilizar estas cosas para la gloria de Dios? Es a Dios a quien tengo que dar cuenta, es Dios ante quien tengo que presentarme, es Él quien es mi juez eterno y mi Padre. A Él tendré que dar cuenta de la administración de todas las cosas con que me ha bendecido!' "Por consiguiente", se dice el cristiano a sí mismo, "debo tener cuidado de cómo uso estas cosas, y mi actitud hacia ellas. Debo hacer todas las cosas que me dice que haga a fin de agradarle!'
He ahí pues la forma en que podemos hacernos tesoros en el cielo. Todo se reduce a la pregunta de cómo me veo a mí mismo y de cómo veo mi vida en este mundo. ¿Me digo todos los días de la vida que este día no es sino un hito más que paso, y que nunca volverá a presentárseme? Ese es el gran principio del que siempre debo acordarme —que soy hijo del Padre, colocado aquí para Él, no para mí mismo. No escogí venir; no me he puesto yo mismo aquí; en todo ello hay un propósito. Dios me ha dado el gran privilegio de vivir en este mundo, y si me ha dotado de bienes, tengo que darme cuenta de que, si bien en un cierto sentido todas estas cosas son mías, en último término, como Pablo muestra al final de 1 Corintios 3, son de Dios. Por consiguiente, al verme a mí mismo como alguien que tiene este gran privilegio de ser administrador de Dios, su custodio y guarda, no me apego a estas cosas. No se convierten en el centro de mi vida y existencia. No vivo para ellas ni me ocupo de ellas constantemente; no absorben mi vida. Por el contrario, las tengo como quien no las tiene; vivo en un estado de despego de las mismas. No me dominan ellas, sino que yo las domino; y al hacer esto voy asegurándome, voy haciéndome "tesoros en el cielo".
"¡Pero qué perspectiva tan egoísta!", dice alguien. Mi respuesta es que no estoy sino obedeciendo la exhortación del Señor Jesucristo. Él nos dice que nos hagamos tesoros en el cielo, y los santos siempre lo han hecho así. Creían en la realidad de la gloria que les esperaba. Esperaban alcanzarla y su único deseo era disfrutarla en toda su perfección y plenitud. Si deseamos seguir sus pasos y disfrutar de la misma gloria, es mejor que escuchemos la exhortación de nuestro Señor, "No os hagáis tesoros en la tierra... sino haceos tesoros en el cielo"


***


Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
Biblioteca
www.iglesiareformada.com