CAPITULO   XXVIII
Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo

En este capítulo quiero volver a examinar los versículos 38-42. Ya los hemos estudiado dos veces. Primero, los examinamos en general, aplicando algunos principios que rigen la interpretación. Luego estudiamos las afirmaciones una por una, y vimos que nuestro Señor se preocupa de que nos libremos de todo deseo de venganza personal. Nada hay más trágico que la forma en que muchos, cuando llegan a este pasaje, se fijan tanto en los detalles, y están tan dispuestos a argumentar sobre si está bien o mal hacer esto o aquello, que pierden por completo de vista el gran principio que el texto contiene, a saber, la actitud del cristiano respecto a sí mismo. Estas ilustraciones las emplea nuestro Señor simplemente para poner de manifiesto su enseñanza respecto a ese gran principio básico. 'Vosotros', viene a decir, 'debéis tener una idea justa de vosotros mismos. Los problemas que tenéis vienen de que soléis andar equivocados en ese punto concreto.' En otras palabras, la preocupación primaria de nuestro Señor en este pasaje es lo que somos, y no tanto lo que hacemos. Lo que hacemos es importante, porque indica lo que somos. Lo ilustra diciendo: 'Si sois lo que pretendéis ser, debéis comportaros así.' Por tanto debemos concentrarnos no tanto en las acciones cuanto en el espíritu que conduce a la acción. Por esto, repitámoslo una vez más, es esencial que tomemos la enseñanza del Sermón del Monte en el orden en que se nos presenta. No podemos estudiar estos mandatos concretos a no ser que hayamos captado y asimilado la enseñanza de las Bienaventuranzas, y que nos hayamos sometido a las mismas.
En este pasaje se presenta nuestra actitud para con nosotros mismos en una forma negativa; en el pasaje que sigue se presenta en forma positiva. En él nuestro Señor dice: 'Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen.' Pero de momento nos vamos a fijar en lo negativo, y esta enseñanza es de importancia tan básica en el Nuevo Testamento que debemos analizarla una vez más.
Hemos descubierto ya en más de una ocasión que el Sermón del Monte está lleno de doctrina. Nada hay tan patético como la forma en que algunos solían decir hace unos treinta o cuarenta años (y algunos todavía siguen diciéndolo) que la única parte del Nuevo Testamento en que realmente creían y que les gustaba era el Sermón del Monte, y esto porque no contenía teología o doctrina. Era práctico, decían; sólo un manifiesto ético, que no contenía doctrinas ni dogmas. Nada hay más triste que esto, porque este Sermón del Monte está lleno de doctrina. La tenemos en este párrafo. Lo importante no es tanto que vuelva la otra mejilla, como que esté en un estado tal que esté dispuesto a hacerlo. La doctrina incluye toda la idea que tengo de mí mismo.
Nadie puede practicar lo que nuestro Señor ilustra aquí a no ser que haya concluido con el yo, con su derecho respecto a sí mismo, el derecho a decidir qué ha de hacer, y sobre todo debe concluir con lo que solemos llamar los 'derechos del yo.' En otras palabras, no debemos preocuparnos para nada por nosotros mismos. Todo el problema de la vida, como hemos visto, consiste en última instancia en esa preocupación por el yo, y lo que nuestro Señor inculca en este pasaje es que es algo de lo que debemos librarnos por completo. Debemos librarnos de esta tendencia constante de velar por los intereses del yo, de estar al tanto de los agravios y ofensas, siempre a la defensiva. Esto tiene en mente. Todo debe desaparecer, y esto desde luego significa que debemos dejar de ser tan sensibles en cuanto al yo. Esta sensibilidad morbosa, esta situación en que el yo está 'de puntillas', tan en delicado equilibrio que la más mínima perturbación puede alterar ese equilibrio, debe descartarse. La situación que nuestro Señor describe es tal que en ella el hombre no se puede sentir herido. Quizás esta es la forma más radical de presentar esa afirmación. Les recordé en el capítulo anterior lo que el apóstol Pablo dice de sí mismo en 1 Corintios 4:3. Escribe: 'Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, y por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo.' Ha puesto en manos de Dios todo este problema del juzgar, y de Este modo ha adquirido un estado, está en una situación en la que no pueden herirlo. Este es el ideal que hay que buscar — esta indiferencia al yo y a sus intereses.
Una afirmación que el gran George Müller hizo en cierta ocasión acerca de sí mismo parece ilustrar esto muy claramente. Escribe así: 'Hubo un día en que morí, morí completamente, morí a George Müller y a sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad; morí al mundo, a su aprobación o crítica; morí a la aprobación o censura de incluso mis hermanos y amigos; y desde entonces he procurado solamente presentarme como aprobado para Dios.' Esta es una afirmación que hay que ponderar a fondo. No puedo imaginar una síntesis más perfecta y adecuada de la enseñanza de nuestro Señor en este pasaje que ésta. Müller pudo morir al mundo y a su aprobación o censura, a morir incluso a la aprobación o censura de sus amigos y compañeros más íntimos. Y deberíamos advertir el orden en que lo expresa. Primero, la aprobación o censura del mundo ; luego la aprobación o censura de sus amigos e íntimos. Pero dijo que había conseguido ambas cosas, y el secreto de ello, según Müller, fue que había muerto a sí mismo, a George Müller. No cabe duda de que hay una secuencia concreta en esto. Lo más remoto es el mundo; luego vienen los amigos y asociados. Pero lo más difícil es morir a sí mismo, a la propia aprobación o censura de sí mismo. Hay muchos grandes artistas que muestran desdén por la opinión del mundo. ¿Que el mundo no aprueba sus obras? 'Peor para el mundo', dice el gran artista. 'La gente es tan ignorante que no entiende'. Se puede uno volver inmune a la opinión de las masas, del mundo. Pero luego está la aprobación o censura de los seres queridos, de los que están asociados íntimamente con uno. Se valora mucho su opinión, y por tanto es uno sensible a ello. Pero el cristiano debe alcanzar la fase en que supera incluso esto y se da cuenta de que no debe dejarse dominar por ello. Y luego pasa a la fase final, es decir, a lo que uno piensa de sí mismo — a la aprobación o censura de sí mismo, a la forma en que uno se juzga a sí mismo. Mientras estemos preocupados por esto no estamos a salvo de las otras dos formas. De modo que la clave de todo, como nos lo recuerda George Müller, es que debemos morir a nosotros mismos. George Müller había muerto a sí mismo, a su opinión, a sus preferencias, a sus gustos, a su voluntad. Su única preocupación, su única idea, fue mostrarse aprobado para Dios.
Ahora bien, esto enseña nuestro Señor aquí, que el cristiano ha de llegar a una situación y estado en que pueda decir esto.
El siguiente punto es obviamente que sólo el cristiano puede hacer esto. Ahí encontramos la doctrina de este pasaje. Nadie puede llegar a esto a no ser el cristiano. Es la antítesis misma de lo que es verdad del hombre natural. Es difícil imaginar algo más alejado de lo que el mundo describe como un caballero. Caballero, según el mundo, es el que lucha por su honor y por su nombre. Aunque ya no desafía a duelo en cuanto es ofendido porque la ley lo prohíbe, esto haría si pudiera. Esta es la idea que tiene el mundo del caballero y del honor; y siempre implica autodefensa. Se aplica no sólo al hombre como individuo sino también a su país y a todo lo que le pertenece. Es cierto que el mundo desprecia al que no actúa así, y admira a la persona agresiva, a la persona que sale por sus derechos y que está siempre dispuesto a defenderse y a defender su honor. Decimos, por tanto, con sencillez y sin pedir excusas, que nadie puede poner en práctica esta enseñanza a excepción del cristiano. El hombre tiene que nacer de nuevo y ser una criatura nueva antes de poder vivir así. Nadie puede morir a sí mismo excepto el que puede decir, 'Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.' Es la doctrina del nuevo nacimiento. En otras palabras, nuestro Señor dice: 'Tenéis que vivir así, pero lo podréis conseguir sólo cuando hayáis recibido al Espíritu Santo y haya una vida nueva en vosotros. Tenéis que llegar a ser completamente diferentes; tenéis que cambiar por completo; tenéis que llegar a ser un ser nuevo.' Al mundo no le gusta esta enseñanza y quisiera que creyéramos que sin ayuda ninguna el hombre puede acercarse a ello. Pero es algo que sólo es posible para el que ha sido regenerado, que ha recibido al Espíritu del Señor Jesucristo.
Una vez establecida la doctrina, debemos ahora hacer una pregunta práctica. ¿Cómo he de vivir así? Alguien quizá diga: 'Nos ha presentado la enseñanza; pero la hallo difícil, suelo fallar en la práctica. ¿Cómo puede uno vivir esa clase de vida?
Ante todo, consideremos el problema en un nivel puramente práctico. Lo primero que debemos hacer es enfocar todo este problema del yo en una forma honesta. Debemos dejar de presentar excusas, dejar de tratar de eludirlo. Ha de ser examinado en una forma honesta y directa. Debemos tener presente toda esta enseñanza y examinarnos a la luz de la misma. Pero no basta que lo hagamos en una forma general; ha de ser también concreta. En cuanto advierta en mí una reacción de autodefensa, o un sentimiento de incomodo y agravio, o de que he sido ofendido y de que me están haciendo injusticia — en cuanto sienta que este mecanismo defensivo se pone en movimiento, debo enfrentarme conmigo mismo y preguntarme lo siguiente. '¿Por qué me molesta esto? ¿Por qué me siento agraviado por ello? ¿Cuál es mi verdadera preocupación respecto a esto? ¿Me preocupa de verdad algún principio general de justicia? ¿Me siento perturbado porque hay una causa muy querida a mi corazón o, debo decirlo honestamente, sólo por mí mismo? ¿Es solamente este egoísmo terrible, esta situación morbosa en la que me encuentro? ¿No es más que un orgullo insano y desagradable?' Este auto examen es esencial si hemos de triunfar en esta materia. Todos lo sabemos por experiencia. Qué fácil es explicarlo en alguna otra forma. Debemos escuchar la voz que habla dentro de nosotros, y que dice: 'Sabes perfectamente bien que es tu yo, ese orgullo horrible, esa preocupación por ti mismo, por tu reputación, por tu grandeza' — si es eso, debemos admitirlo y confesarlo. Será sumamente doloroso, desde luego; y con todo, si queremos elevarnos hasta la enseñanza de nuestro Señor, tenemos que pasar por ese proceso. Es la negación del yo.
Otra cosa de la mayor importancia en el nivel práctico es caer en la cuenta de hasta qué punto el yo controla mi vida. ¿Han tratado alguna vez de hacerlo? Examinen su vida, su trabajo ordinario, las cosas que hacen, los contactos que tienen que establecer con la gente. Piensen por unos momentos hasta qué punto e! yo entra en todo esto. Es un descubrimiento sorprendente y terrible ver hasta qué extremo el interés propio y la preocupación por sí mismo están implicados, incluso en la predicación del evangelio. Es un descubrimiento horrible. Queremos hacerlo bien. ¿Por qué? ¿Por la gloria de Dios, o por la gloria propia? Todo lo que decimos y hacemos, la impresión que producimos incluso cuando nos encontramos con gente de paso — ¿qué nos preocupa en realidad? Si analizan toda su vida, no sólo sus acciones y conducta, sino su ropa, su aspecto, todo, se sorprenderá en descubrir hasta qué punto esta actitud insana respecto al yo entra en todo.
Demos un paso más. Me pregunto si alguna vez nos hemos dado cuenta de hasta qué punto la infelicidad, los problemas, los fracasos de nuestra vida se deben a una sola cosa, a saber, el yo. Recordemos lo ocurrido durante la semana pasada, los momentos o períodos tristes, de tensión, la irritabilidad, el mal carácter, las cosas hechas y dichas de las que se avergüenzan, las cosas que los turbaron y que los desequilibraron. Examínenlas una por una, y se sorprenderán de descubrir que casi todas ellas tienen relación con este problema del yo, de la sensibilidad, del buscar siempre el yo. No cabe la menor duda de esto. El yo es la causa principal de infelicidad en la vida. 'Ah', dicen, 'pero no es culpa mía; es lo que otro me ha hecho.' Muy bien; examínense a sí mismos y examinen a las otras personas, y verán cómo la otra persona actuó como lo hizo probablemente debido al yo, y que ustedes sienten como sienten por lo mismo. Si ustedes tuvieran una actitud adecuada respecto a la otra persona, como el Señor nos enseña en el pasaje siguiente, tendrían compasión de ella y orarían por ella. De modo que en último término la culpa es de ustedes. Es muy conveniente en el nivel práctico considerar esto con honestidad y directamente. La mayor parte de la infelicidad y dolor, la mayor parte de nuestros problemas en la vida y en nuestra experiencia, nacen de esta causa y fuente últimas, este yo.
Vayamos a un nivel mas elevado, sin embargo, y examinemos esto bajo el punto de vista doctrinad. Es muy bueno examinar el yo de una forma doctrinal y teológica. Según la enseñanza de la Escritura, el yo fue responsable por la caída. De no haber sido por él, el pecado no hubiera entrado nunca en el mundo. El diablo fue suficientemente astuto para conocer su poder, de modo que tentó atacando por ahí. Dijo: 'Dios no os está tratando bien; tenéis motivos para sentiros agraviados'. Y el hombre estuvo de acuerdo, y esta fue la causa de la caída. No habría necesidad de Asambleas Internacionales hoy día para tratar de resolver los problemas de las naciones de no haber sido por la caída. Y el problema es precisamente el yo. Esto es considerar el yo doctrinalmente. El yo siempre significa desafiar a Dios; siempre significa ponerme a mí mismo en el pedestal en vez de a Dios, y por ello es siempre algo que me separa de El.
Todos los momentos de infelicidad en la vida se deben en último término a esta separación. Una persona que está en verdadera comunión con Dios y con el Señor Jesucristo es feliz. No importa que esté en una cárcel, que tenga los pies amarrados al cepo, que se esté quemando en una hoguera; es feliz si está en comunión con Dios. ¿No es ésta la experiencia de los santos a lo largo de los siglos? De modo que la causa última de toda aflicción o de la falta de gozo es la separación de Dios, y la única causa de la separación de El es el yo. Cuantas veces nos sentimos infelices, quiere decir que, de una forma u otra nos buscamos a nosotros mismos o pensamos en nosotros mismos, en lugar de buscar la comunión con Dios. El hombre, según la Biblia, fue hecho para vivir por completo para la gloria de Dios. Fue hecho para amar al Señor Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas. Todo el ser del hombre fue hecho para glorificar a Dios. Por consiguiente, todo deseo de glorificarse a sí mismo o de proteger los propios intereses es por necesidad pecaminosa, porque me miro a mí mismo en lugar de mirar a Dios y de buscar su honor y gloria. Y es esto mismo lo que Dios ha condenado en el hombre. Esto es lo que está bajo la maldición y la ira de Dios. Y tal como yo entiendo la enseñanza de la Biblia, la santidad, viene a significar esto, liberación de esta vida centrada en el yo. La santidad, en otras palabras, no hay que concebirla primordialmente en función de actos, sino en función de una actitud hacia sí mismo. No quiere decir básicamente que no haga ciertas cosas y trate de hacer otras. Hay personas que nunca hacen ciertas cosas que se consideran pecaminosas; pero están llenas de orgullo. Por esto debemos considerar la santidad en función del yo y de nuestra relación para con nosotros mismos, y debemos caer en la cuenta de que la esencia de la santidad es que podamos decir con George Müller que hemos muerto, muerto completamente, a este yo que ha causado tanta ruina en nuestra vida.
Finalmente, pasemos al nivel más elevado y examinemos el problema del yo a la luz de Cristo. ¿Por qué el Señor Jesucristo el Hijo de Dios vino a este mundo? Vino en última instancia para librar del yo al género humano. Vemos en El tan perfectamente esta vida desinteresada. Consideremos su venida de la gloria del cielo al establo de Belén. ¿Por qué vino? Hay una sola respuesta para esta pregunta. No pensó en sí mismo. Esta es la médula de la afirmación que Pablo hace en Filipenses 2. Era eternamente el Hijo de Dios y era 'igual a Dios' desde la eternidad, pero no pensó en esto; no se aferró a ello y al derecho que tenía de manifestar siempre esa gloria. Se humilló y negó a sí mismo. Nunca hubiera habido la encarnación de no haber sido porque el Hijo de Dios puso el yo, por así decirlo, de lado.
Luego veamos esa vida desinteresada suya en la tierra. A menudo repitió que las palabras que pronunciaba no hablaban de sí mismo, y que las acciones que realizaba no eran suyas, sino que el Padre se las había dado. Así entiendo la enseñanza de Hablo acerca de la humillación voluntaria de la cruz. Significa que, al venir a semejanza de hombre, se hizo voluntariamente dependiente de Dios; no pensó para nada en sí mismo. Dijo: 'He venido a hacer tu voluntad, oh Dios,' y dependió por completo de Dios en todo, en las palabras que pronunció y en todo lo que hizo. El mismo Hijo de Dios se humilló a sí mismo hasta ese extremo. No vivió para sí ni por sí en lo más mínimo. Y la argumentación del apóstol es, 'Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.'
Lo vemos sobre todo, desde luego, en su muerte en la cruz. Era inocente y sin culpa, nunca había pecado ni hecho daño alguno, y con todo 'cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente' (1 P.2:23). Eso es. La cruz de Cristo es el ejemplo supremo, y la argumentación del Nuevo Testamento es ésta, que si decimos que creemos en Cristo y creemos en que murió por nuestros pecados, significa que nuestro mayor deseo debería ser morir al yo. Este es el propósito último de su muerte, no sólo que pudiéramos recibir perdón, o que pudiéramos ser salvados del infierno. Fue más bien que se pudiera constituir un pueblo nuevo, una nueva humanidad, una nueva creación, y que se constituyera un reino nuevo con gente como El. El es el 'primogénito entre muchos hermanos', es el modelo. Dios nos hizo, dice Pablo a los efesios: 'Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús'. Hemos de ser 'hechos conforme a la imagen de su Hijo'. Así habla la Biblia. De modo que podemos decir que la razón de su muerte en la cruz fue que ustedes y yo pudiéramos ser salvos y librados de la vida del yo. 'Murió por todos', dice otra vez el apóstol en 2 Corintios 5. Creemos que 'si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió'. ¿Por qué? Por esta razón, dice Pablo: 'para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquél que murió y resucitó por ellos'. Esta es la vida a la que hemos sido llamados. No la vida de autodefensa o de sensibilidad, sino una vida tal que, incluso si nos ofenden, no tomemos represalias; si recibimos una bofetada en la mejilla derecha estemos dispuestos a presentar la otra también; si alguien nos levanta pleito y nos quita la túnica estemos dispuestos a darle también la capa; si nos obligan a llevar una carga por una milla, vayamos dos; si alguien viene a pedirme algo no diga, 'Esto es mío'; sino más bien, 'Si tiene necesidad y lo puedo ayudar, lo haré.' He acabado con el yo, he muerto a mí mismo, y mi única preocupación es la gloria y honor de Dios.
Esta es la vida a la que nos llama el Señor Jesucristo; murió a fin de que ustedes y yo podamos vivirla. Gracias a Dios que el evangelio nos dice también que resucitó de nuevo y que ha enviado a la Iglesia, y a cada uno de los que creen en él, al Espíritu Santo con todo su poder renovador y fortalecedor. Si tratamos de vivir esta clase de vida por nosotros mismos, estamos condenados al fracaso; lo estamos antes de comenzar. Pero con la promesa bendita del Espíritu Santo de venir a morar y actuar en nosotros, tenemos esperanza. Dios ha hecho posible esta vida Si George Müller pudo morir a George Müller, por qué no deberíamos cada uno de nosotros que somos cristianos morir del mismo modo al yo que es tan pecador, que conduce a tanta calamidad, desdicha y dolor, y que en último término es una negación tal de la obra bendita del Hijo de Dios en la cruz en la colina del Calvario.


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Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
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