CAPÍTULO XLIX
La Regla de Oro

Al comenzar a examinar la gran afirmación de 7:12, a la que se suele llamar "Regla de Oro para la vida", lo prime¬ro que debe atraer nuestra atención es lo que podríamos describir como cuestión de mecánica, a saber, la relación de esta afirmación con el resto de este Sermón del Monte. Aquí, al comienzo del versículo 12, encontramos las pala¬bras 'así que'. ¿Por qué 'así que'? Obviamente, nos dice que no se trata de una afirmación aislada, que tiene claramente una cierta conexión con lo que ha precedido. "Así que, to¬das las cosas que queráis que los hombres hagan con vo¬sotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas!' En otras palabras, nuestro Señor trata todavía del tema del juicio sobre los demás. Nunca lo ha abandonado. Si consideramos los versículos 7-11 co¬mo un paréntesis, debemos tener muy en cuenta que están ahí para recordarnos que necesitamos esa provisión de gra¬cia a causa de esta cuestión del juicio. Habiéndonos mos¬trado cómo podemos recibir bendición y ser capacitados para ayudarnos unos a otros, y cómo vivir la vida cristia¬na en toda su plenitud, vuelve al tema original y dice 'Así que", en este asunto del juicio, en toda esta cuestión de nues¬tra relación con los demás, que ésta sea la regla. Segui¬mos, pues, examinando este tema general de nuestro jui¬cio sobre los demás. Esto justifica que señalemos que hay esta unidad interna concreta en este capítulo; y, además justifica la perspectiva que tomamos acerca de las instruc¬ciones respecto a la oración. No es una afirmación aisla¬da, sino parte de un gran argumento que tiene como propósito colocarnos en la posición adecuada respecto a este tema.
Pero quizá alguien diga. "Si usted arguye que este ver¬sículo es continuación del tema de nuestro juicio sobre los demás, ¿por qué no hizo Jesús esta afirmación inmedia¬tamente después del versículo sexto? ¿Por qué introdujo el tema de la oración y así sucesivamente? ¿Por qué no haberlo dicho así: no deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las piso¬teen, y se vuelvan y os despedacen; así que, todas las co¬sas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos?"
La respuesta, cuando uno la busca, no es difícil. La afir¬mación que estamos versando, que viene a ser el resumen de todo este asunto del juicio, nos llega con mucha mayor fuerza y lógica cuando la examinamos a la luz de esta bre¬ve afirmación acerca de la oración. Sólo después de que se nos ha recordado lo que Dios ha hecho por nosotros a pesar de nuestro pecado, y la actitud de Dios hacia no¬sotros y la forma en que nos trata, podemos asimilar el argumento tremendo de esta exhortación. Consideraremos este punto más ampliamente cuando lleguemos al estudio de las exhortaciones en detalle.
Así pues, nos encontramos frente a frente del aforismo final de nuestro Señor respecto a todo este asunto del juz¬gar a los otros y de nuestra relación con ellos. Se le aplica bien el título "Regla de Oro". Es una afirmación extraor¬dinaria y notable. No es sino, claro está, un epítome de los mandamientos que nuestro Señor ha resumido en otro lugar con las palabras, "ama a tu prójimo como a ti mis¬mo". En realidad, dice esto: si tienes algún problema en cuanto a cómo deberías tratar a los demás, a cómo debe¬rías comportarte con los demás, así es como hay que ac¬tuar. No hay que comenzar con la otra persona; hay que comenzar preguntándote a ti mismo, "¿Qué me gusta? ¿Cuáles son las cosas que me agradan? ¿Cuáles son las cosas que me ayudan y estimulan?" Luego se pregunta uno: "¿Cuáles son las cosas que me desagradan? ¿Cuáles son las cosas que me alteran y me hacen reaccionar mal? ¿Cuá¬les son las cosas que me resultan odiosas y desalentado¬ras?" Tú haces una lista de todas estas cosas, las que agra¬dan y las que desagradan, y las elaboras en detalle —no sólo las acciones, sino también los pensamientos y las palabras— respecto a toda la vida y actividades. "¿Qué me gusta que la gente piense acerca de mí? ¿Qué es lo que suele herirme?"
Nuestro Señor desciende a los detalles y, en consecuen¬cia, es esencial que también nosotros tratemos un punto como éste en detalle. Todos sabemos lo fácil que es leer una afirmación así, o escuchar una exposición acerca de la misma, o leer una explicación de la misma en un libro, o contemplar algún cuadro que la represente, y decir, "Sí; maravilloso, estupendo", y con todo, no ponerlo en abso¬luto en práctica en la vida real. Por eso nuestro Señor, el Maestro incomparable en lo moral y ético, sabiendo esto, enseña que lo primero que tenemos que hacer es estable-cei una regla para nosotros mismos acerca de estas cosas. Y así es como lo hacemos. Una vez hecha la lista de lo que nos agrada y desagrada, cuando pasamos a tratar a otras personas, lo único que tenemos que hacer es decir simplemente: "esa otra persona es exactamente como yo en estas cosas". Debemos colocarnos constantemente en su posición. En nuestra conducta y comportamiento res¬pecto a ellos, debemos tener cuidado en hacer y no hacer todo lo que hemos visto que nos agrada o desagrada a no¬sotros mismos. "Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced voso¬tros con ellos!' Si uno hace esto, dice nuestro Señor, nun¬ca se equivocará. ¿No te gusta que digan cosas desagra¬dables acerca de tí mismo? Bien, no las digas acerca de los demás. ¿No te gustan las personas que son difíciles y que hacen la vida difícil, y te crean problemas, y constantemente te colocan en tensión? Bien; exactamente en la mis¬ma forma, no permitas que tu conducta sea tal que te con¬viertas en algo así para los demás. Así es de sencillo, se¬gún nuestro Señor. A esto se pueden reducir todos los gran¬des libros de texto acerca de ética y relaciones sociales y moralidad, y acerca de todos los demás temas que se re¬fieren a los problemas de las relaciones humanas en el mun¬do moderno.
Esto es algo de importancia apremiante en los tiempos actuales. Todos los pensadores están de acuerdo en que el gran problema del siglo XX es, después de todo, el pro¬blema de las relaciones. A veces tendemos a pensar tonta¬mente que nuestros problemas internacionales y otros pro¬blemas son de carácter económico, social o político; pero en realidad todos se reducen a nuestras relaciones con las personas. No es el dinero. El dinero forma parte de ello, pero es sólo una especie de ficha que se emplea. No; es una cuestión de lo que yo deseo, y lo que la otra persona desea; y en último término, todos los choques y disturbios e infelicidades de la vida se deben a esto. Y nuestro Señor formula toda la verdad respecto a este punto con esa afir¬mación curiosa y lacónica: "Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos." Ésta es la afirmación definitiva acer¬ca de esta cuestión. Si tuviéramos este enfoque de las co¬sas, comenzando con uno mismo, y luego aplicándolo a los demás, se resolverían todos los problemas.
Pero, por desgracia, no podemos dejarlo ahí. Hay per¬sonas, como veremos, que parecen pensar que es lo único que se necesita. Y todavía hay personas (y es sorprenden¬te que existan, pero existen) que creen que lo único que hay que hacer es presentar una norma a la gente y dirán: "Esto está muy bien; ahora vamos a hacerlo!' Pero el mun¬do de hoy demuestra claramente que éste no es el caso, de modo que debemos proseguir con nuestras consideraciones.
El evangelio de Jesucristo comienza en la base misma que acabamos de enunciar, a saber, que no es suficiente simplemente decir a las personas cuál es el camino justo. Ése no es el problema; es mucho más profundo que esto. Sigamos la forma que nuestro Señor tiene de plantearlo. Se han dado cuenta del comentario que hace acerca de la regla de oro; "Esto —dice— es la ley y los profetas". En otras palabras, éste es el resumen de la ley y los profetas; abarca todo el objeto y propósito que tuvieron. ¿Qué quiere decir con esto? Es otro ejemplo de la manera en que lla¬ma la atención, como lo ha hecho tan a menudo en el Ser¬món del Monte, acerca de la forma trágica en que la ley de Dios se ha entendido mal. Probablemente sigue tenien¬do la mirada puesta en los fariseos y escribas, los docto¬res de la ley y los instructores del pueblo. Recordaremos cómo en el capítulo quinto tomó muchos puntos de los que dijo, "Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo". Su gran preocupación era dar a estas personas la idea adecuada de la ley; y ahora vuelve una vez más a ello. La mitad de nuestros problemas se deben al hecho de que no entendemos el significado de la ley de Dios, su verdadero carácter e intención. Tendemos a pensar que no es más que una serie de reglas y normas que se supone que cumplimos; olvidamos constantemente su espíritu. Pensa¬mos en la ley comí) en algo que hay que observar mecáni¬camente, como algo que está aislado y es casi impersonal; la consideramos como si fuera una serie de regulaciones que una máquina ha emitido. Se compra la máquina, se sacan de ella las reglas y normas y lo único que hay que hacer es cumplirlas. Nuestra tendencia es considerar la ley de Dios para nuestra vida en una forma más o menos pa¬recida. Ó, para decirlo de otra manera, el peligro siempre existe de considerar la ley como algo en sí mismo y por sí mismo, y de pensar que lo único que hay que hacer es observar todas las reglas y que, si así lo hacemos y nunca nos desviamos de ellas, si nunca nos excedemos en cum¬plirlas ni las cumplimos deficientemente, todo irá bien. Sin embargo, todas estas ideas acerca de la ley son completa¬mente falsas.
Quizá podemos ir más allá y decir que el peligro en que estamos es pensar en la ley como en algo negativo, algo prohibitivo. Claro que hay aspectos de la ley que son ne¬gativos; pero lo que nuestro Señor enfatiza aquí es —como ha dicho por extenso en el capítulo quinto— que la ley que Dios dio a los hijos de Israel por medio de los ángeles y de Moisés es algo muy positivo, es algo espiritual. Nunca quiso ser algo mecánico, y la falacia básica de los fariseos y de los escribas, y de todos sus seguidores, fue que redu¬jeron algo esencialmente espiritual y vivo a nivel de lo me¬cánico, a algo que era un fin en sí mismo. Pensaron que como no habían matado a nadie habían observado la ley respecto al homicidio, y que, como no habían cometido adulterio físico, todo estaba bien en el sentido moral. Se hicieron culpables de no ver el designio espiritual, el ca¬rácter espiritual de la ley, y sobre todo de no ver el gran fin y objetivo para el que se había dado la ley.
Aquí, nuestro Señor dice todo en esta síntesis perfecta. ¿Por qué nos dice la ley que no codiciemos los bienes del prójimo, ni su esposa, ni ninguna otra cosa? ¿Por qué nos dice la ley "No matarás"; "No hurtarás"; "No cometerás adulterio" ¿Qué quiere decir con todo esto? ¿Tiene como fin solamente el que todos observemos estas cosas como reglas y normas, o como sub-secciones dentro de las Leyes del Estado que nos gobiernan y controlan y mantienen den¬tro de ciertos límites? No. Esto no es en absoluto el obje¬tivo. El propósito básico y el espíritu verdadero que está en la raíz de todo esto es que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, que tenemos que amarnos unos a otros.
Siendo como somos, sin embargo, no basta que se nos diga que nos amemos unos a otros; hay que detallarlo. Co¬mo resultado de la Caída somos pecadores; en consecuencia no basta decir, "Amaos unos a otros". Nuestro Señor, en consecuencia, lo detalla y dice: Del mismo modo que va¬loras tu propia vida, recuerda que los demás también va¬loran la suya, y que si tu actitud hacia ese hombre es ade¬cuada, no matarás a ese hombre, porque sabes que valora su vida como tú valoras la tuya. Lo vital, después de todo, es que ames a ese hombre, que lo comprendas y desees el bienestar de tu prójimo del mismo modo como deseas tu propio bienestar. Ésta es la ley y los profetas. Todo se re¬duce a esto. Las normas detalladas que se dan en la ley en el Antiguo Testamento —lo que te dice que hagas, por ejemplo, si ves que el buey de tu vecino se extravía, cómo tienes que llevárselo, o si ves que algo va mal en sus culti¬vos, cómo tienes que informarle de inmediato y hacer to¬do lo posible para ayudarle— no tienen como fin el ha¬cernos decir: "La ley dice que si veo que el buey de mi ve¬cino se extravía tengo que llevárselo, por consiguiente así debo hacerlo". En absoluto; es más bien para que uno se pueda decir a sí mismo: "este hombre es como yo, y sería algo muy grave, como una gran pérdida para él, si se le extraviara ese buey. Bien, es hombre como yo, y a mi me agradaría mucho si alguien me devolviera mi buey. Por con¬siguiente se lo voy a hacer!' En otras palabras, hay que in¬teresarse por el prójimo, hay que amarlo, desear ayudar-, lo, preocuparse por su felicidad. El objeto de la ley es conducirnos a eso, y todas estas normas detalladas no son si- ; no ilustraciones de ese gran principio. En cuanto dejamos de darnos cuenta de que este es el espíritu y el propósito de la ley, vamos completamente desencaminados.
Ésta, pues, es la exposición que nuestro Señor hace de ello. Fue muy necesaria en este tiempo; y sigue siendo muy necesaria hoy. Constantemente, olvidamos el espíritu de la ley y de la vida que Dios quiso que viviéramos.
Ahora debemos aplicar todo esto al mundo moderno y a nosotros mismos. Las personas oyen la regla de oro, la alaban como maravillosa y estupenda, y como una síntesis perfecta de un tema importante y complicado. Pero la tragedia es que, después de haberla alabado, no la cumplen. Y, después de todo, la ley no fue dada para ser ala¬bada sino para ser practicada. Nuestro Señor no predicó el Sermón del Monte para que ustedes y yo pudiéramos comentarlo, sino para que lo cumpliéramos. Esto se nos inculcará más adelante cuando dice que el hombre que es¬cucha estas cosas y las cumple es como el que edifica su casa sobre roca, pero el que las escucha y no las cumple es como el que la edifica sobre arena. El mundo moderno es así; admira estas afirmaciones maravillosas de Cristo pero no las pone en práctica. Esto nos lleva al punto cru¬cial. ¿Por qué desechan los hombres esta regla de oro? ¿Por qué no la cumplen? ¿Por qué no viven su vida de esta for¬ma? ¿Por qué hay problemas y disputas no sólo entre na¬ciones, sino también entre clases diferentes de una misma nación; incluso entre familias; y aun entre las personas? ¿Por qué hay disputas o querellas e infelicidades? ¿Por qué se oye decir que dos personas no se hablan, y que incluso evitan mirarse? ¿Por qué hay celos y críticas, y todas las demás cosas que sabemos que se dan en la vida?
¿Cuál es el problema? La respuesta es teológica, y pro¬fundamente bíblica. Como hemos visto, hay gente necia que a menudo ha repetido que no les gusta la teología, y sobre todo la teología del apóstol Pablo. Dicen que les gusta el evangelio sencillo y sobre todo el Sermón del Monte, por¬que es práctico y en ello no hay teología. Ahora bien, este simple versículo demuestra cuan vacía es la idea que dice que lo único que hay que hacer es instruir a las personas, decirles lo que tienen que hacer, presentarles la regla de oro, darles una preparación inteligente, y que lo entende¬rán y cumplirán en la práctica. La respuesta simple a esto es que la regla de oro ha sido presentada al género huma¬no por casi dos mil años, y en los últimos cien años, sobre todo, hemos hecho todo lo que hemos podido por medio de legislaciones y educación para mejorar a los hombres, y éstos siguen sin obedecerla.
¿Por qué es así? Ahí es donde entra precisamente la teo¬logía. La primera afirmación del evangelio es que el hom¬bre es pecador y pervertido. Es una criatura a la que el mal ata y controla tanto, que no puede observar la regla de oro. El evangelio siempre parte de ahí. El primer prin¬cipio de la teología es la Caída del hombre y el pecado del hombre. Podría decirlo así. El hombre no cumple la regla de oro, que es la síntesis de la ley y los profetas, porque toda su actitud hacia le ley es errónea. No le gusta la ley; de hecho la odia. "La mente carnal (natural) es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tam¬poco puede" (Ro. 8:7). De modo que de nada sirve pre¬sentar la ley a esas personas. Oyen la ley, pero no la quie¬ren. Desde luego, cuando se sientan cómodamente en un sillón para escuchar una afirmación abstracta acerca de cómo tendría que ser la vida, dicen que les gusta. Pero si se les aplica la ley, inmediatamente la odian y reaccionan contra ella. En cuanto se les aplica, les desagrada y se resienten.
¿Pero por qué debería ser así? Según la Biblia todos so¬mos así por naturaleza porque, antes de que nos desagra¬dara la ley, y antes de tener esta actitud equivocada frente a la ley, existe nuestra actitud equivocada hacia Dios mis¬mo que es el dador de la ley. La ley es una expresión de la voluntad santa de Dios; es expresión, en cierto sentido, de la persona misma, del carácter de Dios. Y al hombre le desagrada la ley de Dios porque naturalmente odia a Dios. Este es el argumento del Nuevo Testamento: "La men¬te carnal es enemistad contra Dios". El hombre natural, el hombre tal como es, como consecuencia de la Caída, es enemigo de Dios, le es extraño. Está "sin Dios en el mun¬do"; le desagrada Dios, le odia a Él y a todo lo que proce¬de de Él. ¿Y por qué es así? La respuesta única es que la actitud que tiene hacia sí mismo es errónea. Ésta es la ra¬zón por la que todos los hombres, por instinto y naturale¬za, no se apresuran a poner en práctica esta regla de oro.
Todo se puede reducir a una palabra, el 'yo'. Nuestro Se¬ñor lo dice afirmando que deberíamos "amar al prójimo como a nosotros mismos". Pero eso es lo que no hacemos, y no queremos hacerlo, porque amamos el yo demasiado y en una forma equivocada. No hacemos a los demás co¬mo quisiéramos que ellos nos hicieran a nosotros, porque siempre estamos pensando sólo acerca de nosotros mis¬mos, y nunca nos dedicamos a pensar en los demás. Es decir, en otras palabras, la condición del hombre en peca¬do es el resultado de la Caída. Está totalmente centrado en sí mismo. No piensa en nada ni en nadie sino en sí mis¬mo; no se preocupa por nada sino por su propio bienes¬tar. Esto no lo digo yo; es la verdad, la verdad simple y literal, acerca de todos los que no son cristianos; y, lamen¬tablemente, también se aplica a menudo incluso a los cris¬tianos. Por instinto, todos estamos centrados en el yo. Nos duele lo que se dice y piensa de nosotros, pero parece que nunca caemos en la cuenta de que los demás también son así, porque nunca pensamos en los demás. Todo el tiem¬po pensamos en el yo, y nos desagrada Dios porque Dios es alguien que interfiere con esta independencia y posición de que todo gire en torno al yo. Al hombre le gusta pensar que es completamente autónomo, pero hay Alguien que le desafía esto, y al hombre por naturaleza le desagrada.
Así pues, el fracaso del hombre en vivir según la regla de oro y cumplirla se debe al hecho de que está centrado en el yo. Esto, a su vez, conduce a la satisfacción del yo, la protección del yo, la preocupación por el yo. El yo está siempre en primer plano, porque el hombre lo desea todo para sí. En último término, ¿no es esta la causa real de los problemas en las disputas laborales? En realidad todo se reduce a esto. Una parte dice: "Tengo derecho a recibir más". La otra parte dice, "Bien, si recibe más, yo tendré menos". Y, en consecuencia, objetan los unos contra los otros y hay disputas, porque cada parte piensa sólo en sí misma. No digo nada acerca de quién puede tener razón en disputas específicas. Ha habido casos en los que los obre¬ros han tenido derecho a recibir más, pero siempre hay ten¬siones debido al pecado y al yo. Si fuéramos suficiente¬mente sinceros para analizar nuestra actitud respecto a to¬das estas situaciones, tanto políticas, como sociales, eco¬nómicas, nacionales, o internacionales, encontraríamos que todo se reduce a esto. Se ve en las naciones. Dos naciones desean lo mismo, y por ello se vigilan mutuamente. Todas las naciones tratan de verse a sí mismas simplemente co¬mo las protectoras y salvaguardas de la paz general del mundo. Siempre hay un elemento de egoísmo en el patrio¬tismo. Es 'mi país', 'mi derecho'; y la otra nación dice lo mismo; y por estar todos tan centrados en sí mismos hay guerras. Todas las disputas y tensiones e infelicidades, tanto entre individuos como entre grupos sociales, o entre na¬ciones o grupos de naciones, todo, a fin de cuentas, se re¬duce a esto. La solución para los problemas del mundo de hoy es esencialmente teológica. Todas las reuniones y todas las propuestas acerca del desarme y de todo lo de¬más resultarán infructuosas mientras el pecado en el co¬razón humano sea la fuerza dominante en individuos, gru¬pos y naciones. El fracaso de poner en práctica la regla de oro se debe solamente a la Caída y al pecado.
Digámoslo ahora en forma positiva. ¿Cómo puede al¬guien poner en práctica esta regla de oro? La respuesta real¬mente es, ¿cómo puede nuestra actitud y -conducta con¬formarse jamás a lo que nuestro Señor dice aquí? La res¬puesta del evangelio es que hay que comenzar con Dios. ¿Cuál es el mandamiento mayor? Es éste: "Amarás al Se¬ñor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente". Y el segundo es semejante: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Adviértase el orden. No se comienza con el prójimo, se comienza con Dios. Y las relaciones en este mundo nunca serán lo que deben ser, tanto entre individuos, como entre grupos de naciones, has¬ta que todos comencemos con Dios. No se puede amar al prójimo como a sí mismo hasta que se ame a Dios. Nunca se verá uno a sí mismo o al prójimo rectamente hasta que uno los vea primero a ambos a la luz de Dios. Tenemos que tomar estas cosas en el orden justo. Debemos comen¬zar por Dios. Dios nos creó, y nos creó para Él, y sólo po¬demos vivir de verdad en relación con Dios.
Así pues, empezamos por Dios. Nos apartamos de to¬das las disputas y disensiones y problemas y miramos su rostro. Comenzamos a verlo en toda su santidad y omni¬potencia, y en todo su poder como creador, y nos humi¬llamos delante de Él. Es digno de ser alabado, y sólo Él lo es. Y, sabiendo que ante Él incluso las naciones no son sino como langostas y como "mota de polvo en las balan¬zas", pronto comenzamos a caer en la cuenta de que toda la pompa y gloria del hombre se convierte en nada cuan¬do vemos verdaderamente a Dios. Y, además, comenza¬mos a vernos a nosotros mismos como pecadores. Nos ve¬mos como pecadores tan viles que olvidamos que tuviéra¬mos derechos. Ciertamente, vemos que no tenemos nin¬gún derecho delante de Dios. Somos detestables, impuros y feos. Esto no es sólo la enseñanza de la Biblia; la expe¬riencia de todos los que han llegado a conocer a Dios en algún sentido verdadero lo confirma abundantemente. Es la experiencia de todos los santos, y si uno no se ha visto a sí mismo como criatura indigna dudaría mucho de que sea de verdad cristiano. Nadie puede realmente llegar a la presencia de Dios sin decir, 'soy impuro'. Todos somos im¬puros, el conocimiento de Dios nos humilla hasta el pol¬vo; y en esa posición uno no piensa en derechos y en dig¬nidades. Uno ya no necesita más protegerse a sí mismo, porque se siente indigno de todo.
Pero, a su vez, también nos ayuda a ver a los demás co¬mo se debe. Los vemos, ya no como gente odiosa que tra¬ta de despojarnos de nuestros derechos, o trata de derro¬tarnos en la carrera por el dinero, por la posición o la fa¬ma; los vemos, como nos vemos a nosotros mismos, como-víctimas del pecado y de Satanás, como víctimas del "dios de este mundo", como criaturas semejantes a noso¬tros, que están bajo la ira de Dios y en camino al infierno. Tenemos una visión completamente nueva de ellos. Vemos que son exactamente como nosotros mismos, y que todos nos hallamos en una situación terrible. Y nada podemos hacer; pero tanto ellos como nosotros debemos acudir a Cristo y servirnos de su maravillosa gracia. Comenzamos a disfrutarla juntos y deseamos compartirla. Así es como funciona. Es la única manera de poder hacer a los demás como quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Cuando realmente amamos a nuestro prójimo como a nosotros mis¬mos porque hemos sido librados de la esclavitud del yo, entonces comenzamos a disfrutar "la gloriosa libertad de los hijos de Dios".
Y claro está, finalmente, funciona así. Cuando miramos a Dios y descubrimos algo de la verdad acerca de Él, y acer¬ca de nosotros mismos en nuestra relación con Él, la úni¬ca cosa de que somos conscientes es que Dios nunca nos trata de acuerdo con nuestros méritos. Ése no es su méto¬do. Esto es lo que nuestro Señor nos decía en los versícu¬los anteriores: "¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si le pide un pes¬cado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo ma¬los, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas co¬sas a los que le pidan?" Éste es el argumento. Dios no nos da lo que merecemos; Dios nos da buenas cosas, a pesar de ser lo que somos. No se limita a mirarnos como somos. Si lo hiciera, todos seríamos condenados. Si Dios nos vie¬ra sólo como somos, todos nosotros estaríamos condena¬dos para siempre sin remedio. Pero está interesado en no¬sotros a pesar de estas cosas externas; nos ve como Padre amoroso. Nos mira en su gracia y misericordia. Por ello no nos trata simplemente como somos. Nos trata en gracia.
Por esto nuestro Señor retuvo este argumento para utilizarlo después de esa maravillosa oración. Así es como nos trata Dios. "Ahora —dice de hecho— tratad del mis¬mo modo a los demás. Ved no sólo lo ofensivo y lo difícil y lo feo. Ved más allá de todo esto!' Observemos, pues, a los seres humanos en su relación con Dios, destinados como están para la eternidad. Aprendamos a mirarlos de esta forma nueva, de esta forma divina. "Miradlos —dice Cristo de hecho— como yo os he mirado, y a la luz de lo que me ha traído del cielo por vosotros, para dar mi vida por vosotros". Mirémoslos así. Cuando uno lo hace, en¬contrará que no es difícil cumplir la regla de oro, porque uno ya se halla liberado del yo y de su terrible tiranía, y ve a los hombres con ojos nuevos y de una forma diferen¬te. Podrá uno decir con Pablo, "De aquí en adelante a na¬die conocemos según la carne". Vemos a todos en una for¬ma espiritual. Sólo cuando llegamos a esto, después de co¬menzar por Dios y el pecado y el yo, podremos realmente cumplir esta síntesis sorprendente de la ley y de los profe¬tas: "Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos". A es¬to hemos sido llamados en Cristo Jesús. Tenemos que cum¬plirlo, tenemos que practicarlo, y al hacerlo mostraremos al mundo la única forma de poder resolver problemas. Se¬remos al mismo tiempo misioneros y embajadores de Cristo.


***


www.iglesiareformada.com
Biblioteca
Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión