CAPITULO XXXIV
Cuando ores

Volvemos ahora al examen de la enseñanza de nuestro Señor respecto a la oración. Mateo 6, como recordarán, contiene lo que nuestro Señor dice de la cuestión general de la vida cristiana. Divide el tema en tres secciones que en realidad vienen a cubrir la totalidad de nuestra justicia o vida religiosa. Primero está el aspecto de la limosna — nuestra relación hacia otros, luego la cuestión de la oración y de nuestra relación con Dios, y por fin el asunto de la disciplina personal, que nos presenta bajo el título general del ayuno. Ya hemos examinado por separado estos tres aspectos de la vida religiosa o vida de piedad; y al considerar el tema de la oración, dijimos que estudiaríamos más tarde lo que se suele llamar el Padre Nuestro. Porque nuestro Señor vio claramente la necesidad, no sólo de poner sobre aviso a sus seguidores en contra de ciertos peligros referentes a la oración, sino también de darles instrucción positiva.
El Señor ha advertido, como se recordará, que no hay que ser como los hipócritas, que oran de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para que los hombres los vean. Ha dicho que las repeticiones vanas de nada valen en sí mismas y por sí mismas, y que la simple cantidad en la oración no produce beneficios especiales. También ha dicho que hay que orar en secreto, y que nunca hay que preocuparse acerca de los hombres ni acerca de lo que los hombres podrían pensar, sino que lo que es vital y esencial en esto de la oración es no sólo que hay que dejar aparte a los demás, sino encerrarse con Dios, y concentrarse en Él y en su relación con Él. Pero, como hemos dicho, el Señor ve claramente que una advertencia general de esta índole no es suficiente, y que sus discípulos necesitan instrucción más detallada. Por ello agrega. "Vosotros, pues, orareis así", y pasa a darles esta instrucción respecto al método de oración.
Nos encontramos aquí ante uno de los temas más vitales en relación con nuestra vida cristiana. La oración es, sin lugar a dudas, la actividad más elevada del alma humana. El hombre nunca es más grande que cuando, de rodillas, se halla frente a frente con Dios. No es que queramos perder el tiempo en comparaciones vanas. La limosna es excelente, es una actividad noble, y el hombre que se siente guiado a ayudar a los demás en este mundo, y que responde a esta dirección, es un hombre bueno. También el ayuno en sus varias formas es una actividad elevada y noble. El hombre del mundo desconoce esto, desconoce la autodisciplina. Se entrega a todos los impulsos, al placer y a la pasión, y vive más o menos como un animal, con respuestas simplemente mecánicas de los instintos que hay en él. Nada sabe de la disciplina. El hombre que se disciplina a sí mismo sobresale y posee la señal de la grandeza; es algo muy importante que el hombre discipline su vida en todo tiempo; y en ocasiones especiales, que adopte medidas excepcionales para su bien espiritual.
Estas cosas, sin embargo, palidecen en su significado cuando uno contempla al hombre en oración. Cuando el hombre habla a Dios está en la cima. Es la actividad más elevada del alma humana, y en consecuencia, es también la piedra de toque final de la condición espiritual genuina del hombre. Nada hay que nos revele mejor la verdad sobre nosotros, en cuanto personas cristianas, que la vida de oración. Todo lo que hagamos en la vida cristiana es más fácil que orar. No es tan difícil dar limosna —el hombre natural también hace eso, y uno puede poseer un verdadero espíritu de filantropía sin ser cristiano—. Algunos parecen haber nacido con una naturaleza y espíritu generosos; para ellos el dar limosna no ofrece ninguna dificultad. Lo mismo se aplica a la cuestión de la autodisciplina —al abstenerse de ciertas cosas y asumir ciertos deberes y tareas—. Dios sabe que es mucho más fácil predicar desde un pulpito que orar. La oración es, sin duda alguna, la piedra de toque final, porque el hombre puede hablar a los demás con mayor facilidad de lo que puede hablar con Dios. En último término, por consiguiente, el hombre descubre la verdadera condición de su vida espiritual cuando se examina a sí mismo en privado, cuando está a solas con Dios. Vimos en el capítulo segundo, que el verdadero peligro para el hombre que dirige a una congregación en un acto público de oración, es que quizá se esté dirigiendo a la congregación en vez de dirigirse a Dios. Pero cuando estamos solos en la presencia de Dios, esto ya no es posible. ¿No hemos descubierto que, en cierto modo, tenemos menos que decirle a Dios cuando estamos solos que cuando estamos en presencia de otros? No debería ser así, pero a menudo lo es. De modo que nuestra posición verdadera en el sentido espiritual, la descubrimos cuando hemos abandonado el campo de actividades y procederse externos relacionados con otras personas, y nos hallamos a solas con Dios. No sólo es la actividad más elevada del alma, es también la piedra de toque final de nuestra verdadera condición espiritual.
Hay otra forma de decir lo mismo. Se puede decir que la característica más destacada de todas las personas santas que el mundo ha conocido ha sido que no sólo han dedicado mucho tiempo a la oración en privado, sino que han hallado una gran satisfacción en ello. No se lee la vida de ningún santo sin encontrar que así haya sucedido. Cuanto más santa es la persona, más tiempo dedica a la conversación con Dios. Así pues, es un asunto de importancia vital y absoluta. Y no cabe duda de que hace más falta la instrucción sobre este tema que sobre cualquier otro.
Así ha ocurrido en la experiencia del pueblo de Dios a lo largo de los siglos. Se refiere en los Evangelios, que Juan el Bautista había estado enseñando a sus discípulos a orar. Es evidente que se habían dado cuenta de la necesidad de recibir instrucción, y le habían pedido que les enseñara. Y Juan les había enseñado a orar. Los discípulos de nuestro Señor sintieron exactamente la misma necesidad. Acudieron a Él una tarde y le dijeron, de hecho, "Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos." No cabe duda de que nació en su corazón este deseo porque eran conscientes de esta clase de dificultad natural, instintiva, inicial, que todos experimentamos; pero sin duda alguna también éste deseo se incrementó al ver la vida de oración del Señor. Lo veían levantarse mucho antes del amanecer para ir a orar a las montañas, y dedicar noches enteras a la oración. Y a veces, no lo dudo, se decían entre sí: "¿De qué habla? ¿Qué hace?!' Quizá también pensarían, "a los pocos minutos de estar en oración ya me faltan las palabras. ¿Qué hace posible que Él se dedique tanto a la oración? ¿Qué lo conduce a este abandono y facilidad?". "Señor, enséñanos a orar", decían. Con esto expresaban que les gustaría poder orar como él lo hacía. '"Ojala conociéramos a Dios como tú lo conoces. Enséñanos a orar!' ¿Hemos experimentado esto alguna vez? ¿Nos hemos sentido alguna vez insatisfechos con nuestra vida de oración y deseando saber más lo que en realidad es orar? Si lo hemos sentido, es una señal alentadora.
No cabe duda de que ésta es nuestra necesidad mayor. Perdemos las bendiciones más importantes de la vida cristiana porque no sabemos orar bien. Necesitamos instrucción en todos los sentidos sobre esta cuestión. Necesitamos que se nos enseñe cómo orar, y para qué orar. Precisamente debemos dedicar algún tiempo a estudiar lo que se ha llegado a conocer entre nosotros como 'el Padre nuestro' porque abarca estas dos cosas de una forma sorprendente y maravillosa. Es una sinopsis perfecta de la instrucción que nuestro Señor ofrece acerca de cómo orar, y para qué orar.
Debemos dejar bien sentado ahora que esto es lo único que me propongo hacer. El tema de la oración es muy amplio y podríamos dedicarle mucho tiempo; sin embargo no podemos hacerlo porque en realidad lo que queremos es ir siguiendo punto por punto el Sermón del Monte, y por consiguiente sería erróneo dedicar demasiado tiempo a este aspecto particular. Lo único que pienso hacer es explicar la enseñanza de nuestro Señor en esta oración, e incluso no lo voy a hacer con mucho detalle. Simplemente tengo la intención de subrayar y poner de relieve los que creo son los grandes principios centrales que nuestro Señor indudablemente estaba ansioso de inculcar.
Hay ciertos aspectos generales referentes a esta oración que sin duda necesitan una palabra o dos de comentario. 'El Padre nuestro', como la llamamos, ha sido a menudo tema de gran controversia. Hay muchos que, por varias razones se niegan a recitarla en un acto de culto público. Hay quienes objetan en su contra por razones doctrínales, y otros que sienten que pertenece más bien al ámbito de la ley que al de la gracia, y que por tanto, no es algo adecuado para el pueblo cristiano. Tropiezan con la petición respecto al perdón de pecados. Examinaremos esto en detalle cuando lleguemos a ese punto; ahora no hago sino mencionar algunas de las dificultades preliminares que experimentan algunos amigos. Dicen que en ese pasaje parece que el perdón está condicionado por nuestro perdón, y esto, es ley y no gracia, y así sucesivamente. Es necesario, por tanto, hacer una serie de observaciones preliminares.
La primera es que esta oración es indudablemente una oración modelo. La misma forma que emplea nuestro Señor para presentarla lo indica así. "Vosotros, pues, oraréis así!' Bien, dice de hecho nuestro Señor, cuando acudáis a Dios a orar, ésta es la forma en que tenéis que hacerlo. Y lo sorprendente y extraordinario acerca de ello es que en realidad lo abarca en principio todo. En cierto sentido uno no puede agregarle nada al Padrenuestro; no deja nada por decir. Esto no significa, desde luego, que al orar simplemente debemos recurrir al Padrenuestro y nada más; ni el mismo Señor lo hizo. Como ya hemos dicho, dedicaba noches enteras a la oración; en muchas ocasiones se levantaba antes del alba y oraba durante horas seguidas. Siempre se observa en la vida de los santos que oraban horas y horas. John Wesley solía decir que le merecía una opinión muy pobre el cristiano que no orara por lo menos cuatro horas al día.
Al afirmar que esta oración lo abarca todo, y que es un sumario completo, se quiere decir simplemente que en realidad contiene todos los principios. Podríamos decir que tenemos, en el Padrenuestro, una especie de esqueleto. Tomemos, por ejemplo, este acto de predicar. Tengo ante mis ojos algunas notas; no cuento con el sermón completo. Simplemente poseo encabezamientos —los principios que hay que enfatizar. Pero yo no me contento con una simple enunciación de los principios; los explico y elaboro. Así habría que considerar el Padrenuestro. En él se contienen todos los principios y nada se puede agregar en este sentido. Uno puede tomar la oración más larga que cualquier santo haya elevado en su vida, y encontrará que toda ella se puede reducir a estos principios. No habrá ninguno adicional. Tomemos esa gran oración de nuestro Señor que aparece en Juan 17 —la oración sacerdotal del Señor—. Si se analiza en términos de principios, se verá que se puede reducir a los de esta oración modelo.
El Padrenuestro lo abarca todo; y todo lo que hacemos es tomar estos principios y utilizarlos y expandirlos y basar cada petición nuestra en ellos. Así es como hay que enfocarla. Y si se hace así, creo que estarán de acuerdo con San Agustín y Martín Lutero y muchos otros santos que han dicho que nada hay más maravilloso en toda la Biblia, que el Padrenuestro. La sobriedad, la forma en que lo sintetiza todo y en que ha reducido todo a unas pocas frases, es algo que, sin lugar a dudas, proclama el hecho de que su enunciador no es otro que el mismo Hijo de Dios.
Pasemos ahora a otra observación, la cual he venido subrayando a lo largo de este examen del sermón. Y es que esta oración, obviamente, les fue presentada no sólo a los discípulos sino a todos los cristianos de todos los lugares y de todos los tiempos. Al tratar de las bienaventuranzas, repetimos constantemente que son aplicables a todo cristiano. El Sermón del Monte no se dirigió sólo a los discípulos de ese tiempo y a los judíos de una era venidera del reino; es para el pueblo cristiano de ahora y de todos los tiempos, y siempre ha sido aplicable al mismo. De igual forma que tenemos que considerar la relación del cristiano con la ley, en el capítulo quinto, así también nos hallamos frente a esta oración, y a lo que nuestro Señor dice respecto a la oración en general: "Vosotros, pues, oraréis así!' Nos habla a nosotros, hoy, de la misma forma en que habló al pueblo que lo rodeaba en su tiempo. En realidad, como ya hemos visto, a no ser que nuestra oración se ajuste a esta pauta y forma específicas, no es verdadera oración.
Quizá subsistan en la mente de muchos, ciertos interrogantes respecto al recitar el Padrenuestro como acto de adoración pública. Es legítimo debatir esto, y es legítimo diferir de opinión. Me parece, sin embargo, que nunca podemos recordar con demasiada frecuencia esta forma particular de orar; y en cuanto a mí, siempre me ha confortado el pensamiento de que a pesar de que haya olvidado muchas cosas en mis propias oraciones privadas, si he dicho el Padrenuestro, de alguna forma he abarcado todos los principios. Con la condición, desde luego, de que no repita de forma simplemente mecánica las palabras, sino que las diga de corazón, con la mente y con todo mi ser.
El punto siguiente es que hay algunos que tienen problema en cuanto al Padrenuestro porque no dice "en nombre de Cristo", o porque no se ofrece de forma específica en el nombre de Cristo. Dicen que no puede ser oración para el pueblo cristiano porque los cristianos siempre deben orar en el nombre de Cristo. La respuesta a esto es, desde luego, que nuestro Señor, como hemos visto, simplemente quiso dejar establecidos los principios que deben siempre gobernar la relación del hombre con Dios. No quiso decir en ese instante todo lo que se podía decir acerca de esa relación. Lo que quería subrayar era que el que se pone en presencia de Dios debe siempre considerar esas cosas. Más adelante, en su vida y su ejemplo les enseñará de forma explícita a orar en su nombre. Pero es claro que incluso en el Padrenuestro, está implícito el orar en el nombre de Cristo. Nadie puede verdaderamente decir "Padre Nuestro que estás en los cielos", a no ser que conozca al Señor Jesucristo y esté en Cristo. De manera que esa cuestión está contemplada ya desde el comienzo mismo. De todos modos, esto no afecta los principios que nuestro Señor enseña aquí en forma tan clara.
En relación con la dificultad específica respecto al perdón, nos ocuparemos de ella en detalle cuando en nuestra exposición de la oración lleguemos a esa petición.
Resumamos las observaciones generales hechas repitiendo que nada hay más sublime y más elevado que la maravillosa oración que el Señor Jesucristo enseñó a su pueblo. Recordemos también que la enseñó, no para que la repitieran mecánicamente por el resto de la vida, sino más bien para que se dijeran a sí mismos, "hay ciertas cosas que siempre debo recordar al orar. No debo orar a la ligera; no debo comenzar a hablar de inmediato sin pensar en lo que estoy haciendo. No me deben guiar los impulsos y sentimientos. Hay ciertas cosas que siempre debo recordar. He aquí los puntos generales de mi oración; he aquí el esqueleto que tengo que revestir; estas son las pautas según las cuales debo proceder!' Confío, por tanto, en que ninguno de los lectores pensará que la señal distintiva del evangelicalismo genuino es hablar con cierto desdoro del Padrenuestro. Confío también en que ninguno de nosotros se hará reo de ese orgullo espiritual, por no decir arrogancia, que se niega a recitar el Padrenuestro con otros. Caigamos en la cuenta más bien de que nuestro Señor les decía a esa gente cómo oraba él mismo, que ese era su propio método, que esas eran las cosas que siempre tenía presentes, y que por consiguiente nada podemos hacer más elevado e importante que orar siguiendo las pautas del Padrenuestro. Nunca superaremos esta oración si oramos verdaderamente, por lo cual nunca debemos descartarla como legalismo, e imaginar que porque nos encontramos en la dispensación de la gracia ya la hemos superado. Al analizar la oración, descubriremos que está llena de gracia. De hecho, la ley de Dios estaba llena de gracia, como ya hemos visto. Nuestro Señor ha venido explicando la ley de Moisés y ha mostrado que, cuando se entiende de forma espiritual, está llena de la gracia de Dios, y que nadie la puede entender de verdad, a no ser que posea tal gracia en su corazón.
Examinemos ahora brevemente este tema de cómo orar y para qué orar. Respecto a lo primero, recordemos de nuevo la importancia vital del enfoque justo, porque esta es la clave para entender la oración fructuosa. La gente dice a menudo, "Sabe Ud., oré mucho pero no sucedió nada. No pude encontrar la paz. No encontré ninguna satisfacción en ello". Casi todo el problema radica en que se han acercado a la oración de forma equivocada, en que no han caído en la cuenta de lo que estaban haciendo. Al orar tendemos a estar tan centrados en nosotros mismos, que cuando nos arrodillamos ante Dios, pensamos sólo en nosotros, nuestros problemas y perplejidades. Comenzamos ha hablar sobre ellos de inmediato, y, claro está, no sucede nada. Según la enseñanza de nuestro Señor, no deberíamos esperar nada. Esta no es la forma de acercarse a Dios. Antes de hablar en oración debemos hacer una pausa.
Los grandes maestros de la vida espiritual, a lo largo de los siglos, tanto católicos como protestantes, han estado de acuerdo en cuanto a esto, que el primer paso en la oración ha sido siempre lo que han llamado 'recogimiento'. En cierto sentido, todo hombre, al comenzar a orar a Dios, debería ponerse la mano en la boca. Este fue el problema de Job. En medio de sus desgracias había estado hablando mucho. Sentía que Dios no lo había tratado bien, y él, Job, había expresado libremente su sentir. Pero cuando, hacia el final del libro, Dios comenzó a tratar con él de forma íntima, cuando comenzó a revelársele y manifestársele, ¿qué hizo Job? Sólo una cosa podía hacer. Dijo, "He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca!' Por extrañe que parezca, se comienza a orar no diciendo nada; uno se recoge para pensar en lo que va a hacer.
Sé lo difícil que es esto. No somos más que humanos, y vivimos bajo la presión de la situación en que nos encontramos, de los cuidados, ansiedades, problemas, angustias mentales, heridas emocionales, lo que sea. Estamos tan llenos de todo esto que, como niños, comenzamos a hablar de inmediato. Pero si uno quiere establecer contacto con Dios y sentir sus brazos alrededor, hay que ponerse la mano sobre la boca por unos instantes. ¡Recogimiento! Detenerse por un momento para recordar lo que uno va a hacer. Se puede hacer con una sola frase. ¿Sabemos que la esencia de la verdadera oración se encuentra en las dos palabras del versículo 9. 'Padre Nuestro'? Me parece que si uno puede decir de corazón, cualquiera que sea la condición en que se encuentre, 'Padre mío', en un cierto sentido la oración ya ha sido contestada. Lo que tristemente nos falta es precisamente tener conciencia de nuestra relación con Dios.
Quizá lo podríamos decir de otra forma. Hay quienes creen que es bueno orar porque siempre nos hace bien. Aducen varias razones sicológicas. Claro que esto no es la oración como la Biblia la entiende. La oración significa hablar a Dios, olvidarnos de nosotros mismos y darnos cuenta de su presencia. Hay otras personas también, y a veces creo que atribuirían a sí mismas un grado poco frecuente de espiritualidad, las cuales más bien creen que el distintivo de la verdadera vida de oración, de la facilidad en la oración, es que la oración debería ser muy breve y concreta. Que habría que hacer simplemente una petición específica. Pero esto no es lo que enseña la Biblia respecto a la oración. Tomemos cualquiera de las grandes oraciones que se encuentran en el Antiguo Testamento o en el Nuevo. Ninguna de ellas es lo que podríamos llamar esta clase de oración práctica que simplemente da a conocer a Dios una petición y ahí termina. Todas las oraciones que se mencionan en la Biblia, comienzan por una invocación. No importa lo desesperada que sea la circunstancia; no importa el problema específico en el que se encuentren los que oran. De forma variable comienzan con esta adoración, con esta invocación.
Un ejemplo maravilloso de esto se encuentra en el capítulo 9 de Daniel. El profeta, lleno de una angustia terrible, ora a Dios. Pero no comienza de inmediato con su petición; comienza alabando a Dios. Jeremías, también perplejo, hace lo mismo. Ante la orden de que compre un pedazo de tierra en un país al parecer condenado, Jeremías se quedó sin entenderlo; le parecía totalmente equivocado. Pero no se precipita a la presencia de Dios sólo para decirle esto; comienza adorando a Dios. Y lo mismo se encuentra en todas las oraciones de la Biblia. De hecho, incluso se ve en la gran oración sacerdotal de nuestro Señor mismo, recogida en Juan 17. También se recordará lo que Pablo escribió a los filipenses. Dice, "por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias" (Fil. 4:6). Éste es el orden: siempre hay que empezar con una invocación aun antes de pensar en la petición; y en esta oración modelo se nos expone, de una vez por todas, dicha enseñanza.
Tomaría demasiado tiempo explicar cómo me gustaría que se entendiera el significado de esta afirmación. 'Padre Nuestro'. Permítaseme decirlo de una forma que podría parecer dogmática: sólo los que son verdaderos creyentes en e1 Señor Jesucristo pueden decir, 'Padre Nuestro'. Sólo aquellos a quienes se aplican las Bienaventuranzas pueden decir con confianza, 'Padre Nuestro'. Yo sé que hoy día esta doctrina no es popular, pero es la doctrina de la Biblia. El mundo de hoy cree en la paternidad universal de Dios y en la hermandad universal de los hombres. Esto no se encuentra en la Biblia. Fue nuestro Señor quien dijo a ciertos judíos religiosos que eran de su 'padre el diablo', y no hijos de Abraham, hijos de Dios. Sólo a 'los que le recibieron' les da el derecho (la autoridad) 'de ser hechos hijos de Dios'.
"Pero —dirá alguno— ¿qué quiere decir Pablo cuando afirmó, 'linaje suyo somos'? ¿Acaso no significa esto que todos nosotros somos hijos suyos y que E 1 es el Padre Universal?" Bien, si se analiza este pasaje, se verá que Pablo habla de Dios como Creador de todas las cosas y de todas las personas, que Dios, en ese sentido, ha dado vida y ser a todo lo existente (Hch. 17). Pero ese no es el significado de Dios como Padre en el sentido en el que Pablo lo emplea en otros pasajes, aplicado a los creyentes, ni tampoco en el sentido en el que, como hemos visto, lo utiliza nuestro Señor mismo. La Biblia distingue claramente entre los que pertenecen a Dios y los que no le pertenecen. Se puede ver en la Oración Sacerdotal del Señor en Juan 17:9; "Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son!' Es una distinción absoluta, total; sólo aquellos que están en el Señor Jesucristo son verdaderamente los hijos de Dios. Pasamos a ser hijos de Dios sólo por adopción. Nacemos 'hijos de ira', 'hijos del diablo', 'hijos de este mundo'; y hemos de ser sacados de ese reino y transferidos a otro reino antes de poder llegar a ser hijos de Dios. Pero si creemos verdaderamente en el Señor Jesucristo, somos adoptados en la familia de Dios, y recibimos "el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!".
Al hombre del mundo no le gusta esta doctrina. Dice que todos somos hijos de Dios; y sin embargo, en su corazón se alberga odio hacia Dios, y cuando, desesperado, ora a Dios no tiene confianza de que está hablando con su Padre. Siente que Dios es alguien que está en contra de él. Habla acerca de la paternidad de Dios, pero no ha recibido el Espíritu de adopción. Sólo el que está en Cristo conoce esto.
Así pues, cuando nuestro Señor dice, 'Padre Nuestro', obviamente piensa en el pueblo cristiano, y por eso digo que esta oración es una oración cristiana. Cualquiera puede decir, 'Padre Nuestro', pero la cuestión es, ¿está consciente de ello, lo cree y lo experimenta? La piedra de toque final de la profesión que cualquier hombre haga es que pueda decir con confianza y seguridad, 'Padre Mío', 'Dios Mío'. ¿Es Dios su Dios? ¿Lo conocen realmente como Padre suyo? Y cuando acuden a Él en oración, ¿sienten realmente que acuden a su Padre? Esta es la forma de comenzar a darse cuenta, dice nuestro Señor, de que se ha pasado a ser hijo de Dios: por lo que Él ha hecho por uno a través del Señor Jesucristo. Esto se halla implícito en esta enseñanza de Cristo. Sugiere y esboza todo lo que iba a hacer por nosotros, todo lo que iba a hacer posible para los suyos, aunque en aquel momento no lo entendieran. Sin embargo, dice, esta es la forma de orar, así hay que orar, \ vais a orar así.
Fijémonos, sin embargo, que de inmediato agrega, 'Que estás en los cielos'. Esto es algo maravilloso —Padre nuestro que estás en los cielos'. Estas dos frases deben tomarse siempre juntas. Nuestras ideas acerca de la paternidad a menudo se han deteriorado y, en consecuencia, siempre necesitan correctivos. ¿Hemos advertido con qué frecuencia el apóstol Pablo utiliza en sus cartas una frase sumamente sorprendente? Habla acerca de 'Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo'. Esto es sumamente significativo. No es más que llamar la atención acerca de lo que nuestro Señor dice en este pasaje. 'Padre Nuestro'. Sí; pero debido a nuestro pobre concepto de la paternidad, se apresura a decir, 'Padre nuestro que estás en los cielos', el 'Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo'. Ésta es la clase de padre que tenemos.
Pero lamentablemente hay muchas personas en este mundo para quienes la idea de paternidad no es sinónima de amor. Imagínese al niño que es hijo de un borracho, que golpea a su esposa, y que no es más que una bestia cruel. Este niño no conoce nada en la vida sino golpes constantes e inmerecidos. Ve a su padre que se gasta todo el dinero en sí mismo y en sus placeres en tanto que en casa pasan hambre. Ésta es la idea que tiene de paternidad. Si uno le dice que Dios es su Padre, y no agrega nada más, de poco sirve, y es muy poco agradable. El pobre niño tiene necesariamente una idea equivocada acerca de la paternidad. Su noción de padre es la de un hombre cruel. Por ello nuestras ideas humanas y pecadoras de la paternidad necesitan corregirse constantemente.
Nuestro Señor dice, 'Padre nuestro que estás en los cielos'; y Pablo: 'el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo'. Cualquiera que sea como Cristo, dice Pablo, debe tener un Padre maravilloso, y, gracias a Dios, Dios es esa clase de Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es vital que cuando oremos a Dios y lo llamemos nuestro Padre, recordemos que es 'Nuestro Padre que está en los cielos', con toda su majestad, grandeza y poder absoluto. Cuando llenos de debilidad y de humildad caemos de rodillas delante de Dios, en medio de tormentas mentales y afectivas, recordemos que Él lo sabe todo sobre nosotros. La Biblia dice, "todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos a Aquel a quien tenemos que dar cuenta!' Recordemos también que si a veces acudimos a la presencia de Dios y deseamos algo para nosotros mismos, o pedimos perdón por un pecado cometido, Dios ya lo ha visto todo y lo sabe todo. No sorprende que, cuando escribió el salmo 51, David dijera en medio de la angustia del corazón: "Tú amas la verdad en lo íntimo". Si uno quiere las bendiciones de Dios, se debe ser completamente honesto; debemos tener presente que Él lo sabe todo, y que nada hay que se oculte a sus ojos. Recordemos también que tiene todo el poder para castigar, y todo el poder para bendecir. Puede salvar y puede destruir. En realidad, como lo escribió el sabio autor de Eclesiastés, es imprescindible que cuando oremos a Dios no olvidemos que 'Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra'.
Recordemos siempre su santidad y justicia, su justicia absoluta y total. Dice el autor de la Carta a los Hebreos, que siempre que nos acerquemos a Él debemos hacerlo "con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor;'
Para orar, dice Cristo, hay que tomar estas dos cosas juntas, nunca separar estas dos verdades. Recordemos que nos acercamos a Dios todopoderoso, eterno, y santo; pero también que ese Dios, en Cristo, es nuestro Padre, quien conoce todo lo que respecta a nosotros porque es omnisciente y también porque un padre lo sabe todo acerca de su hijo. Sabe lo que es bueno para el hijo. Juntemos estas dos cosas. Dios en su omnipotencia nos mira con amor santo y conoce todas nuestras necesidades. Oye todos nuestros suspiros y nos ama con amor imperecedero. Nada desea tanto como nuestra felicidad, gozo y prosperidad. Luego recordemos esto, que él es "poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos". Como 'Padre nuestro, que está en los cielos', está mucho más ansioso de bendecirnos de lo que nosotros lo estamos de ser bendecidos. Tampoco su omnipotencia tiene límites. Nos puede bendecir con todas las bendiciones de los cielos. Las ha puesto todas en Cristo, y nos ha puesto a nosotros en Cristo. Por ello nuestra vida se puede ver enriquecida con toda la gloria y las riquezas de la gracia de Dios mismo.
Ésta es la forma de orar. Antes de comenzar a formular cualquier petición, antes de comenzar a pedir, incluso el pan de cada día, antes de empezar a pedir cualquier cosa, debemos ser conscientes de que nosotros, tal como somos, estamos en la presencia de un Ser así, de nuestro Padre que está en los cielos, del Padre de nuestro Señor Jesucristo. 'Dios mío'. 'Padre mío'.


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Biblioteca
Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión