CAPITULO XLV
'No Juzguéis'

Llegamos ahora a la última sección principal del Sermón del Monte. Existe muy poco acuerdo en cuanto a la forma adecuada de enfocarla. Algunos consideran el capítulo 7 del Evangelio de Mateo como una recopilación de afirmaciones aforísticas con muy poca conexión interna entre ellas. Pero a mí me parece que este punto de vista acerca de esta sección del Sermón es erróneo, porque hay evidentemente un tema subyacente en todo el capítulo: el del juicio. Es el tema que constantemente se presenta en la enseñanza de nuestro Señor y que plantea de formas distintas. No es difícil hallar el nexo entre esta sección y la anterior. De hecho, como hemos visto repetidas veces, es muy importante considerar siempre el Sermón como un todo antes de tratar de interpretar específicamente cualquier sección, o cualquier afirmación dentro de esta parte. Para ello, será bueno que pasemos revista a todo el Sermón en una forma muy rápida. Primero, tenemos la descripción del hombre cristiano, de su carácter. Luego, se nos muestra el efecto en él de todo lo que sucede en el mundo en el cual vive y su reacción ante este mundo. Posteriormente, se le recuerda su función en el mundo como sal de la tierra y como luz puesta para que todos la vean, y así sucesivamente. En seguida después de haber descrito al cristiano en esta forma, tal como es y en su ambiente, nuestro Se¬ñor pasa a darle instrucciones específicas respecto a su vida en este mundo. Comienza con la relación del cristiano con la Ley. Esto era muy necesario, debido a la falsa enseñanza de los fariseos y los escribas. Éste es el tema de esa larga sección del capítulo quinto en la que nuestro Señor, en forma de seis principios fundamentales, presenta su idea e interpretación de la Ley frente a las de los fariseos y escribas. De este modo, se le enseña al hombre cristiano cómo tiene que comportarse en general, cómo se le aplica la Ley, y lo que se espera de él.
Una vez, hecho esto, en el capítulo sexto, nuestro Señor contempla a este hombre cristiano que acaba de describir, como viviendo su vida en este mundo, y viviéndola, sobre todo, en intimidad con su Padre. Tiene que recordar siempre que el Padre le está cuidando. Tiene que recordarlo cuando está a solas y cuando está decidiendo qué bien va a hacer: dar limosna, oración, ayuno; todo lo que tiene como fin producir el crecimiento y el cultivo de su vida y ser espirituales. Siempre ha de hacerlo como dándose cuenta de que la mirada del Padre está puesta en él. Estas cosas no tienen ni valor ni mérito si no nos damos cuenta de esto; si lo que queremos es agradarnos a nosotros mismos o impresionar a los demás, sería mejor no hacer nada.
Luego pasamos a otra sección, en la cual nuestro Señor nos muestra el peligro del impacto de la vida de este mundo sobre nosotros, el peligro de la mundanalidad, el peligro de vivir para las cosas de esta vida y este mundo, ya sea que tengamos demasiado o demasiado poco, y especialmente, la sutileza de ese peligro.
Una vez tratado todo esto pasa ahora a la sección final. Y en ella, me parece, insiste de nuevo en la importancia absoluta de recordar que estamos caminando bajo la mirada del Padre. El tema particular que desarrolla se refiere sobre todo a nuestra relación con otras personas; pero lo importante sigue siendo caer en la cuenta de que nuestra relación con Dios es el punto fundamental. Es como si nuestro Señor dijera que lo que realmente importa no es lo que los hombres piensen de nosotros, sino lo que Dios piense de nosotros. En otras palabras, se nos recuerda en todo momento que nuestra "ida aquí es un viaje, un peregrinar, y que conduce a un juicio final, a una evaluación última, y a la determinación y proclamación de nuestro destino final y eterno.
Todos debemos estar de acuerdo en que esto es algo que necesitamos que se nos recuerde constantemente. La mitad de nuestros problemas se deben al hecho de que vivimos como asumiendo que ésta es la única vida y el único mundo. Claro que sabemos que ello no es así; pero hay una gran diferencia entre saber una cosa y guiarse y gobernarse realmente por este conocimiento en la vida y perspectivas ordinarias. Si se nos preguntara si creemos que vamos a vivir después de la muerte, y que tendremos que presentarnos delante del juicio de Dios, sin duda responderíamos con un 'sí'. Pero en nuestra vida, hora tras hora, ¿pensamos en eso? No se puede leer la Biblia sin llegar a la conclusión de que lo que realmente distingue al pueblo cristiano de los demás es que siempre han sido personas que han andado conscientes de su destino eterno. Al hombre natural no le preocupa su futuro eterno; para él éste es el único mundo. Es el único mundo acerca del cual piensa; vive para él y se deja controlar por él. Pero el cristiano es un nombre que debería andar por la vida consciente de que está sólo de paso, como un transeúnte, que está como en una especie de escuela preparatoria. Debería saber siempre que camina en la presencia de Dios, y que va a encontrarse con Dios; y este pensamiento debería determinar y controlar toda su vida. Nuestro Señor se esfuerza por mostrarnos aquí, como lo hizo en la sección anterior, que siempre necesitamos que se nos recuerde en detalle. Debemos recordar este hecho en todo momento de la vida; debemos tener presente que cada parte de nuestra existencia, debe ser vista en esa relación. Estamos en todo momento bajo un proceso de juicio, porque se nos prepara para el juicio final; y como cristianos debemos hacer todas las cosas con esa idea bien presente en la mente, recordando que tendremos que rendir cuentas.
Éste es el tema central de este capítulo. Nuestro Señor lo trata de distintas formas que conducen al gran punto culminante, a ese cuadro llamativo de las dos casas. Estas representan a dos hombres que escuchan estas cosas; uno las pone en práctica y el otro no. Una vez más podemos ver la grandeza de este Sermón del Monte, su índole penetrante, la profundidad de su enseñanza, más aún su índole verdaderamente alarmante. Nunca ha habido un sermón como éste. Nos sale al encuentro de alguna manera, en alguna parte. No hay posibilidad de escape; nos va sacando de nuestros escondrijos y nos coloca bajo la luz de Dios. No hay nada, como hemos visto varias veces ya, tan poco inteligente y fatuo como la afirmación de aquellos que dicen que lo que realmente les gusta en el Nuevo Testamento es el Sermón del Monte. No les gusta la teología de Hablo y todo ese hablar acerca de doctrina. Dicen, "Déme el Sermón del Monte, algo práctico, algo que el hombre puede hacer!' ¡Bien, pues aquí lo tienen! No hay nada que nos condene tanto como el Sermón del Monte; no hay nada tan completamente imposible, tan aterrador, tan lleno de doctrina. De hecho, no vacilo en decir que, si no fuera porque conozco la doctrina de la justificación por fe sola, nunca miraría este Sermón del Monte, porque es un sermón frente al cual todos nos hallamos por completo desnudos y totalmente sin esperanza. Lejos de ser algo práctico que podemos cumplir, es la más imposible de todas las enseñanzas si quedamos a merced de nuestras fuerzas. Este gran sermón está lleno de doctrina y conduce a doctrina; es una especie de prólogo a toda la doctrina del Nuevo Testamento.
Nuestro Señor inicia su consideración de esta gran cuestión acerca de nuestro andar en este mundo bajo un sentido de juicio, en función del punto específico de juzgarse unos a otros. "No juzguéis". Nuestro Señor sigue usando, como advertirán, el mismo método que ha usado a lo largo de este sermón. Hace un pronunciamiento y luego nos lo razona, p nos lo presenta en una forma más lógica y detallada. Éste es su método. Ha sido su método respecto a la mundanalidad; y aquí vuelve al mismo. Hace primero el pronunciamiento deliberado — "No juzguéis".
Se nos presenta aquí una afirmación que a menudo, ha conducido a mucha confusión. Hay que reconocer que es un tema que muy fácilmente se puede entender mal, y se puede entender mal de dos maneras y desde dos perspectivas, como suele ocurrir casi siempre con la verdad. La cuestión es, ¿qué quiere decir nuestro Señor exactamente cuando afirma, "No juzguéis"? La forma de contestar esta pregunta no consiste en buscar en el diccionario. El simple mirar el significado de la palabra 'juzgar' no nos puede satisfacer. Tiene muchos significados diferentes, de modo que no se puede decidir de esta manera. Pero es de importancia vital que sepamos exactamente qué significa. Nunca, quizás, ha sido más importante una interpretación correcta de este mandato que en los momentos actuales. Períodos diferentes en la historia de la iglesia necesitan énfasis diferentes, y si se me preguntara cuál es en particular la necesidad de hoy, diría que es la de considerar esta afirmación específica. Así es porque toda la atmósfera de la vida de hoy, especialmente en círculos religiosos, es tal que hace que sea vitalísima una interpretación correcta de esta afirmación. Vivimos en una época en la que las definiciones poco valen, una época a la que no le gusta pensar, y que odia la teología, la doctrina y el dogma. Es una era que se caracteriza por el amor a las cosas fáciles y a los términos medios —"Lo que sea con tal de estar tranquilos", como se suele decir—. Es una época de apaciguamiento. Ese término ya no es popular en el sentido político, pero subsiste la mentalidad que se complace en él. Es una época a la que no le gustan los hombres fuertes porque, según dicen, causan trastornos. No le gusta el hombre que sabe lo que cree y realmente lo cree. Lo descarta como persona difícil con la que es 'imposible entenderse'.
Esto se puede ilustrar fácilmente, como he sugerido, en la esfera política. El hombre al que ahora se aclama y casi se idolatra en Gran Bretaña es el hombre que, antes de la guerra, recibió críticas severas por considerársele persona imposible. Se le cerraron las puertas a puestos oficiales por qué se le consideraba un individualista con puntos de vista extremos y con el cual era imposible trabajar. La misma mentalidad que condujo a tratar así a Winston Churchill en los años treinta controla ahora el campo de los asuntos cristianos y el campo de la iglesia cristiana de hoy. Ha habido épocas en la historia de la iglesia en que se alababa a los hombres que sostenían sus principios a toda costa. Pero hoy día no es así. Hoy día se considera a esos hombres como difíciles, poco cooperadores, y así sucesivamente. Hoy se glorifica al hombre al que se puede describir como 'del centro', no en un extremo o en otro, al hombre agradable, que no crea dificultades ni problemas debido a sus puntos de vista. La vida, se nos dice, ya es bastante difícil y compleja como es, sin necesidad de tomar posturas firmes respecto a doctrinas específicas. Ésta es la mentalidad de hoy, y no es incorrecto decir que es la mentalidad predominante. Es muy natural, en un sentido, porque hemos pasado por muchos problemas, perturbaciones y desastres; también es natural que las personas quieran apartarse de los hombres con principios que saben dónde están y lo que quieren, y busquen paz y comodidad. Recordemos los años veinte y treinta de este siglo en la esfera política internacional y verán exactamente qué estoy describiendo. La gente clamaba por tranquilidad y calma; de ello se siguió en forma natural e inevitable el evadir problemas. Con el tiempo, la idea dominante llegó a ser: conseguir la paz a cualquier precio, incluso a costa de humillaciones y traiciones de otros.
En una época como ésta, pues, tiene suma importancia el poder interpretar correctamente esta afirmación respecto al juzgar, porque hay muchos que dicen que ese 'no juzguéis' debe tomarse simple y literalmente como es, con el significado de que el cristiano verdadero nunca debe expresar opiniones acerca de los demás. Dicen que no se debe juzgar nunca, que debemos ser blandos, indulgentes y tolerantes, y permitir prácticamente todo en pro de la paz y la tranquilidad, y sobre todo, de la unidad. Esta época no es época para este tipo de juicios, dicen; lo que se necesita hoy día es unidad y comunión. Todos debemos ser uno. A menudo se arguye en esta dirección en función del peligro del comunismo. Algunos están tan alarmados por el comunismo que afirman que, a toda costa, se debe aceptar a todos los que, en cualquier sentido, emplean el nombre de cristiano. Todos debemos ponernos de acuerdo debido a ese peligro y enemigo común.
Se suscita, pues, el problema de si ésta es una interpretación posible. Yo diría, en primer lugar, que no puede serlo; y no puede serlo, bien claramente, debido a la enseñanza misma de la Biblia. Tomemos el contexto propio de esta afirmación y veremos de inmediato que esta interpretación del 'no juzguéis' es completamente imposible. Veamos el versículo 6, "No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen". ¿Cómo puedo poner en práctica esto si no ejercito el juicio? ¿Cómo puedo saber qué clase de persona se puede describir de esta forma como 'perro'? En otras palabras, la recomendación que sigue inmediatamente a esta afirmación acerca de juzgar me obliga de inmediato a ejercitar el juicio y la discriminación. Luego, tomemos la conexión más remota en el versículo 15: "Guardaos dé los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces." ¿Cómo hay que interpretar esto? No puedo 'guardarme de los falsos profetas' si no pienso, y si tengo tango miedo de juzgar que nunca evalúo su enseñanza. Esa gente viene 'con vestido de ovejas'; son muy atractivos y emplean la terminología cristiana. Parecen inofensivos y honestos y nunca dejan de ser 'muy buenos'. Pero no hemos de dejarnos engañar por esta clase de cosas — guardémonos de esa gente. Nuestro Señor también dice 'por sus frutos los conoceréis'; pero si no tengo ninguna norma ni empleo el discernimiento, ¿cómo puedo poner a prueba el fruto y distinguir entre lo verdadero y lo falso? Así pues, sin ir más lejos, esa interpretación no puede ser la interpretación verdadera porque dice que significa sólo ser 'libre y fácil', y tener una actitud blanda e indulgente hacia cualquiera que en forma vaga se llame cristiano. Es completamente imposible.
Este punto de vista, sin embargo, se sostiene con tanta tenacidad que no podemos detenernos aquí. Debemos ir más allá y decir lo siguiente: la Biblia misma nos enseña que hay que ejercitar el juicio en relación con los asuntos del Estado. La Biblia nos enseña que los jueces y magistrados reciben el poder de Dios y que el magistrado debe pronunciar juicio, y que ese es su deber. Es parte del método que Dios tiene para frenar el mal y el pecado y los efectos de los mismos en este mundo temporal. Por tanto, si alguien dice que no cree en los tribunales de justicia, contradice la Biblia. No significa siempre el emplear la fuerza, pero hay que juzgar, y si alguien no lo hace, o no quiere hacerlo, no sólo no cumple con su deber, sino que es antibíblico.
Se encuentra también la misma enseñanza en la Biblia respecto a la iglesia. La Biblia muestra muy claramente que hay que ejercitar el juicio en el ámbito de la iglesia. Esto merecería un estudio completo, porque, debido a nuestras ideas y nociones flojas, casi resulta verdad decir que la disciplina en la iglesia cristiana resulta inexistente hoy en día. ¿Cuándo oyeron por última vez que una persona había sido excomulgada? ¿Cuándo oyeron por última vez que se le ha negado a alguien la participación en la Santa Cena? Si uno se remonta a las primeras épocas del protestantismo se ve que la definición protestante de la iglesia es, "que la iglesia es un lugar donde se predica la Palabra, se administran los Sacramentos y se ejerce la disciplina".
La disciplina era, para los Padres protestantes, señal tan distintiva de la iglesia como la predicación de la Palabra y la administración de los Sacramentos. Pero sabemos muy poco acerca de la disciplina. Es el resultado de esta noción floja y sentimental de que no hay que juzgar, y que pregunta, "¿Quién eres tú para juzgar?" Pero la Biblia nos exhorta a hacerlo.
La cuestión de juzgar se aplica también al campo de la doctrina. Aquí tenemos ese asunto de los falsos profetas acerca de los cuales nuestro Señor llama la atención. Se supone que hemos de descubrirlos y eludirlos. Pero esto es imposible sin el conocimiento de la doctrina, y el empleo de ese conocimiento en juicio. Pablo, escribiendo a los galanas, dice. "Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema!' Este pronunciamiento está bien claro. Luego hay que recordar lo que dice el apóstol en 1 Corintios 15 acerca de los que niegan la resurrección. Dice lo mismo en 2 Timoteo 2 cuando afirma que algunos niegan la resurrección, diciendo que ya ha pasado, "de los cuales son Himeneo y Mileto"; y también respecto a esto juzga y exhorta a Timoteo que también lo haga. Al escribir a Tito dice, "Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo!' ¿Cómo se sabe si el hombre causa divisiones o es hereje si uno tiene la idea de que, con tal de que se llame cristiano, debe ser cristiano, y no hay que preocuparse por lo que crea? Luego pasemos a las cartas de Juan; Juan "el apóstol del amor". En la primera carta, da instrucciones respecto a los falsos maestros y a los anticristos a los que había que evitar y rechazar. En la segunda carta, lo afirma con energía con estas palabras: "Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que dice: ¡Bienvenido! participa en sus malas obras." Se ve bien lo que dice el apóstol. Si alguien viene a nosotros y no presenta la verdadera doctrina, no hay que recibirlo en la casa, no hay que darle la bienvenida ni darle dinero para que predique su falsa doctrina. Pero hoy se le llamaría a esto falta de caridad, ser demasiado meticuloso y criticón. Esta idea moderna, sin embargo, es una contradicción directa de la enseñanza bíblica respecto al juzgar.
Luego, se encuentra lo mismo en las palabras de nuestro Señor a los judíos: "No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio" (Jn. 7:24). Mira a los fariseos y dice, "Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación" (Le. 16:15). Recordarán su mandato respecto a lo que hemos de hacer si nuestro hermano nos ofende; hemos de ir a él y decirle su falta 'estando tú y él solos'. Si no quiere escuchar hay que llevar testigos, a fin de que se pueda demostrar todo de boca de dos o tres testigos: pero si sigue sin escuchar, entonces hay que llevarlo a la iglesia, y si no quiere escuchar a la iglesia hay que considerarlo como pagano y publicano. Ya no hay que seguir tratándolo. En 1 Corintios 5 y 6 encontrarán que Pablo ofrece exactamente la misma enseñanza. Dice a los corintios que no se junten con los idólatras, sino que se parten de ellos. Esto requiere siempre juzgar. La pregunta es pues: ¿Cómo podemos poner en práctica todas estas recomendaciones si no juzgamos, si no pensamos, si no tenemos normas, si no estamos dispuestos a evaluar? Estos no son más que unos pocos ejemplos de toda una serie de pasajes bíblicos que podríamos citar, pero con esto es suficiente para demostrar que la afirmación de nuestro Señor no se puede interpretar en el sentido de que no debemos juzgar nunca, de que nunca debemos llegar a conclusiones ni aplicarlas.
Si, pues, no significa esto, ¿qué significa? Lo que nuestro Señor enfatiza es justamente esto. No nos dice que no hemos de evaluar basados en juicios, pero está muy preocupado por el asunto de condenar. Al tratar de evitar esta tendencia al condenar, algunas personas han llegado al otro extremo, y con ello se encuentran también en una posición falsa. La vida cristiana no es tan fácil. La vida cristiana es siempre vida de equilibrio. Tienen bastante razón los que dicen que andar por fe significa andar por el filo de un cuchillo. Uno puede caerse a un lado o a otro; hay que mantenerse en el centro mismo de la verdad, evitando el error tanto de un lado como del otro. Por tanto, si bien decimos que no significa negarse a ejercitar el discernimiento o el juicio, debemos apresurarnos a decir que nos pone sobre aviso en contra del terrible peligro de condenar, de pronunciar juicios en un sentido definitivo.
La mejor forma de ilustrar esto es pensar en los fariseos. En este Sermón del Monte nuestro Señor tuvo a los fariseos presentes casi siempre. Les dijo a los suyos que se cuidaran mucho de no llegar a ser como los fariseos en su modo de ver la Ley y en su modo de vivir. Estos interpretaban mal la Ley. Eran exhibicionistas y jactanciosos al dar limosna; eran exhibicionistas al orar en las esquinas y al ensanchar sus filacterias; y proclamaban que ayunaban. Al mismo tiempo, eran mercenarios y materialistas en su manera de pensar acerca de las cosas de este mundo. Ahora nuestro Señor los tiene presentes también en este punto específico. Recordemos el cuadro que presenta en Lucas 18:9-14, cuando habla del fariseo y del publicano que fueron a orar al templo. El fariseo decía, "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres... ni aun como este publicano!' Lo peor de todo era aquella actitud que tenían los fariseos respecto a otros.
Pero el Nuevo Testamento indica bien claramente que esta actitud no era exclusiva de los fariseos. Estuvo perturbando constantemente a la iglesia primitiva; y ha estado perturbando a la iglesia de Dios hoy. Y al enfrentarnos con este tema deberíamos recordar la afirmación de nuestro Señor a ese respecto cuando dijo: "El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra". Supongo que no hay nada, en todo el Sermón del Monte, que nos llegue con un sentido tal de condenación como esta afirmación que estamos estudiando. ¡Qué culpables somos todos a este respecto! ¡Esto tiende a echar a perder nuestras vidas y a quitarnos la felicidad! ¡Qué estragos ha causado, y sigue causando, en la iglesia de Dios! Esta palabra se dirige a cada uno de nosotros, es un tema penoso pero necesario. El sermón nos habla, y nosotros le cerramos los oídos, como nuestro Señor nos lo recuerda aquí, a riesgo nuestro. Es un tema tan importante que debemos analizarlo más, aunque va a ser doloroso. La forma de tratar la herida no es no mirarla o aplicarle un remedio superficial; el tratamiento adecuado es limpiarla a fondo. Es doloroso, pero tiene que hacerse. Si uno quiere limpiarse y purificarse y estar sano, hay que aplicar la sonda. Sondeemos, por tanto, esta herida, esta llaga putrefacta, que está en el alma de todos nosotros, a fin de purificarnos.
¿Qué es este peligro acerca del cual nuestro Señor nos pone sobre aviso? Podemos decir ante todo que es una especie de espíritu, un espíritu que se manifiesta de ciertos modos. ¿Qué es este espíritu que condena? Es el espíritu orgulloso de su propia rectitud. El yo está siempre en la raíz del mismo, y es siempre una manifestación de auto-justificación, un sentido de superioridad, un sentido de que nosotros andamos bien mientras que los otros no. Esto conduce entonces al espíritu de censura, al espíritu que siempre está dispuesto a expresarse en forma detractora. Y luego, junto con esto, se da la tendencia a despreciar a los demás, a tenerlos en menos. No sólo estoy describiendo a los fariseos, estoy describiendo a todos los que tienen el espíritu farisaico.
Me parece, además, que una parte de importancia vital de este espíritu es la tendencia a ser hipercrítico. Hay una diferencia enorme entre ser crítico y ser hipercrítico. El verdadero espíritu de crítica es algo excelente. Por desgracia, existe muy poco. Pero la crítica genuina en literatura, o en arte, o en música, o en cualquier otra cosa, es uno de los ejercicios más elevados de la mente humana. La crítica verdadera nunca es simplemente destructora; es constructora, es una apreciación. Hay una diferencia enorme entre ejercitar la crítica y ser hipercrítico. El hombre que es reo del juzgar, en el sentido en que nuestro Señor emplea el término aquí, es el hipercrítico, lo cual significa que se deleita en la crítica por la crítica misma y con ello disfruta. Me temo que debo ir más allá y decir que es el hombre que se ocupa de lo que es criticable con la esperanza de encontrar faltas, casi anhelando encontrarlas.
La forma más sencilla, quizás, de presentar todo esto es leer 1 Corintios 13. Miremos el aspecto negativo de todo lo positivo que Pablo dice del amor. El amor «todo lo espera», pero este espíritu espera lo peor; se procura una satisfacción maliciosa y maligna en encontrar faltas y defectos. Es un espíritu que siempre los espera, y casi sufre una decepción si no los encuentra. No puede haber dudas acerca de esto, el espíritu hipercrítico nunca se siente realmente feliz a no ser que encuentre estas faltas. Y, desde luego, el resultado de todo esto es que tiende a fijar la atención en asuntos que son indiferentes para convertirlos en asuntos de importancia vital. El mejor comentario a este respecto se encuentra en Romanos 14, donde Pablo les dice a los romanos en detalle que eviten el juzgarse unos a otros en asuntos como la comida y la bebida, y como el considerar un día más importante que otro. Habían situado estos asuntos en una posición destacada, y se juzgaban y condenaban en función de estas cosas. Pablo les dice que todo esto está mal. "El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo", dice (Ro. 14:17). Uno puede observar un día, y otro, otro día. "Cada uno esté plenamente convencido en su propiamente;' Pero lo que hay que recordar, dice, es que todos somos juzgados por Dios. El Señor es el juez. Además, uno no decide si alguien es cristiano o no, examinando las ideas que tiene acerca de asuntos como éstos, los cuales no son importantes, sino más bien indiferentes. Hay asuntos esenciales en conexión con la fe, asuntos acerca de los cuales no deben existir dudas en tanto que otros son indiferentes. Nunca debemos convertir estos últimos en asuntos de importancia vital.
Este es más o menos el espíritu del hombre que se hace reo de juicio. No estoy sacando aplicaciones a todo esto a medida que lo voy exponiendo. Confío en que el Espíritu Santo nos ayudará a hacerlo. Si en alguna ocasión siento que más bien me place el escuchar algo desagradable acerca de otro, ahí existe espíritu equivocado. Si estamos celosos, o envidiosos, y de repente oímos que uno de los que estamos celosos o envidiosos ha cometido un error y descubrimos que ello nos produce placer, ahí esta. Esa es la actitud que conduce a este espíritu de juicio.
Pero veámoslo en la práctica. Se manifiesta en la propensión a emitir juicios cuando el asunto no nos atañe en absoluto. ¿Cuánto tiempo gastamos en expresar nuestras opiniones acerca de personas con las cuales no tenemos trato directo? Para nosotros no son nada, pero experimentamos un placer malicioso en opinar acerca de ellas. Esto es en parte una forma práctica en que se manifiesta este espíritu.
Otra manifestación de este espíritu es que coloca al prejuicio en lugar del principio. Hemos de juzgar en función de principios, porque de lo contrario no podemos disciplinar a la iglesia. Pero si alguien toma sus propios prejuicios y los presenta como principios, se hace reo de este espíritu de juicio.
Otra forma en que se manifiesta es en la tendencia a colocar personas en lugar de principios. Todos sabemos lo fácil que es en una discusión osara fijarse en personas o personalidades y alejarse de los principios. Se puede decir con verdad que los que objetan en contra de la doctrina son generalmente los más culpables en ese sentido. Colmo no captan o entienden la doctrina, pueden hablar sólo en términos de personas; y por ello, en el momento en que alguien defiende principios de doctrina, comienzan a decir que es una persona difícil. Colocan a la persona en una posición en la que tiene que hacer intervenir los principios, y esto, a su vez, conduce a la tendencia a imputar motivos. Como no entienden por qué otro defiende principios, se le imputan motivos; e imputar motivos es siempre manifestación de este espíritu de juicio.
Otra forma de poder conocer si somos culpables de esto, es preguntar si solemos expresar nuestras opiniones sin conocer todos los hechos. No tenemos derecho de emitir ningún juicio sin antes familiarizarnos con ellos. Deberíamos averiguar todos los hechos y luego juzgar. Si no se hace así, se cae en este espíritu farisaico.
Otra indicación de ello es que nunca se toma la molestia de entender las circunstancias, y nunca se está dispuesto a excusar; nunca se está dispuesto a ejercitar la misericordia. El hombre de espíritu caritativo posee discernimiento y está dispuesto a ejercitarlo. Está dispuesto a escuchar para ver si hay una explicación, si hay una excusa, para descubrir si hay quizá circunstancias atenuantes. Pero el hombre que juzgue dice, "No, no necesito nada más". En consecuencia, rechaza toda explicación, y no escucha ni razones ni argumentos.
Quizá podemos concluir la descripción y culminarla diciendo: este espíritu en realidad se manifiesta en la tendencia a emitir juicios definitivos acerca de las personas como tales. Esto significa que no es tanto un juicio de lo que hacen o creen o dicen, sino de las personas mismas. Es un juicio definitivo de la persona, y lo que lo hace tan terrible es que para ser así se arroga algo que pertenece a Dios. Recordemos cuando nuestro Señor envió mensajeros a los pueblos de los samaritanos para que se prepararan para su llegada, y al no recibirlos, Santiago y Juan, al enterarse dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?" Eso es; querían destruir a estos samaritanos. Pero nuestro Señor se volvió a ellos y los censuró diciendo, "Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas!' Fueron culpables de formar y emitir un juicio definitivo acerca de estas personas y de proponer su destrucción. Existe una diferencia enorme entre hacer esto y expresar una crítica inteligente e ilustrada de los puntos de vista y teorías de un hombre, de su doctrina, de su enseñanza o de su modo o estilo de vida. Se es-. pera que hagamos esto último; pero en cuanto condenamos y rechazamos a la persona, nos arrogamos un poder que pertenece sólo a Dios y a nadie más.
Es un tema penoso, y hasta ahora hemos examinado solo el mandato. No hemos estudiado todavía la razón que nuestro Señor agrega al mandato. Simplemente, hemos tomado las dos palabras, y confío en que siempre las recordaremos. "No juzguéis". Al cumplirlo, agradezcamos a Dios por tener un evangelio que nos dice que "siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros", que nadie se sostiene por su propia justicia, sino por la justicia de Cristo. Sin Él estamos condenados, completamente perdidos. Nos hemos condenado a nosotros mismos al juzgar a otros. Dios el Señor es nuestro Juez, y Él nos ha proporcionado una forma de pasar del juicio a la vida. La exhortación es a vivir nuestra vida en este mundo como personas que han pasado por el juicio 'en Cristo', y que ahora viven por Él y como Él, dándose cuenta de que han sido salvados por su gracia y misericordia maravillosas.


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Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
Biblioteca
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