CAPITULO XIX
Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos

Pasamos ahora a ocuparnos de la afirmación del versículo 20 en el que nuestro Señor define su actitud respecto a la ley y a los profetas, y sobre todo quizá respecto a la ley. Hemos visto lo vital que es este corto párrafo, que va del versículo 17 al 20, en su ministerio, y lo mucho que ha de influir en toda nuestra perspectiva del evangelio cristiano. Nada fue más importante que el que formulara con claridad y precisión, desde el comienzo mismo, las características de su ministerio. Por muchas razones la gente de su tiempo podía tener ideas erróneas acerca de eso. Jesucristo mismo era insólito; no pertenecía al grupo de escribas y fariseos; no era doctor oficial de la ley. Con todo ahí estaba ante ellos como maestro. No sólo esto, sino que era maestro que no vacilaba en criticar, como lo hizo en este caso, la enseñanza de los maestros reconocidos y, en un sentido, acreditados. Además, su conducta era extraña en ciertos puntos. Lejos de evitar la compañía de los pecadores, procuraba juntarse con ellos. Era conocido como 'amigo de publícanos y pecadores.' En su enseñanza, además, ponía de relieve la doctrina llamada 'gracia.' Todo esto parecía distinguir lo que El decía de todo lo que el pueblo había oído hasta entonces, por lo que era comprensible que hubiera ciertos malos entendidos en cuanto a su mensaje y al contenido general del mismo.
Hemos visto, por tanto, que lo define en este pasaje con la formulación de dos principios básicos. Primero, su enseñanza no contradice en modo alguno a la ley y los profetas. Segundo, es muy distinta de la de los escribas y fariseos.
Hemos visto, también, que nuestra actitud respecto a la ley es, por consiguiente, muy importante. Nuestro Señor no ha venido a hacérnosla fácil ni a suavizar sus exigencias. El propósito de su venida fue capacitarnos para cumplirla, no abrogarla. Por esto subraya la necesidad de conocer la ley para luego cumplirla: 'Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.' No necesitamos pasar mucho tiempo en averiguar el significado de 'muy pequeños' aplicado a los mandamientos. Es obvio que hay ciertas categorías en ellos. Todos son mandamientos de Dios, y, como lo pone bien de relieve en este pasaje, incluso los muy pequeños son de importancia vital. Además, como nos recuerda Santiago, quien quebranta un punto de la ley la quebranta toda.
Pero al mismo tiempo hay una cierta división de la ley en dos secciones. La primera se refiere a nuestra relación con Dios; la segunda a nuestra relación con el hombre. Hay una cierta diferencia en importancia entre ambas. Nuestra relación con Dios es obviamente de mayor importancia que nuestra relación con el hombre. Recuerdan que cuando el escriba le preguntó a nuestro Señor cuál era el mandamiento mayor, nuestro Señor no le contestó, 'No debes hablar de mayor y menor, de primero y segundo.' Dijo, 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.' Muy bien; al leer la ley se ve que tiene sentido esta distinción entre los mandamientos mayores y menores. Lo que nuestro Señor dice, por tanto, es que debemos cumplir todas y cada una de las partes de la ley, que debemos cumplirlas y enseñarlas todas.
Llegado a este punto, centra nuestra atención en la enseñanza de los escribas y fariseos, porque si la ley es de importancia tan vital para nosotros, y si, en última instancia, todo el propósito de la gracia de Dios en Jesucristo es capacitarnos para cumplir y observar la justicia de la ley, entonces es evidente que debemos tener una idea bien clara de qué es la ley, y de qué nos exige. Hemos visto que esta es la doctrina bíblica de la santidad. Santidad no es experimentar algo; quiere decir cumplir y observar la ley de Dios. Las experiencias nos pueden ayudar a ello, pero no podemos recibir santidad y santificación como experiencias. Santidad es algo que se practica en la vida diaria. Es honrar y observar la ley, como el Hijo de Dios mismo hizo durante su vida en la tierra. Es ser como El. Esto es santidad. Ven, pues, que tiene una relación íntima con la ley, y que debe siempre concebirse en función de cumplimiento de la ley. Aquí vienen a cuento los fariseos y escribas, porque parecían personas muy santas. Pero nuestro Señor sabe demostrar con claridad que carecían de justicia y santidad. Era así sobre todo porque no interpretaban ni entendían bien la ley. En los versículos que estamos analizando, nuestro Señor refuerza su enseñanza con una negación. Las palabras del versículo 20 tuvieron que resultar sorprendentes y chocantes para aquellos a quienes se dirigieron. 'No imaginen,' dice nuestro Señor de hecho, 'que he venido a simplificar las cosas con una reducción en las exigencias de la ley. Antes al contrario, estoy aquí para decirles que a no ser que su justicia supere a la de los escribas y fariseos, no esperen entrar en el reino de los cielos, ni siquiera ser el más pequeño de él.'
¿Qué quiere decir esto? Debemos recordar que los escribas y fariseos eran en muchos sentidos las personas más notables de la nación. Los escribas eran hombres que se dedicaban exclusivamente a explicar y a enseñar la ley; eran las grandes autoridades en la ley de Dios. Dedicaban toda la vida al estudio e ilustración de la misma. Más que ningún otro grupo de personas, podían, por tanto, pretender estar preocupados por ella. La copiaban con sumo cuidado. Pasaban la vida ocupados de la ley, y todos los tenían en gran consideración por esta misma razón.
Los fariseos eran hombres notables y famosos por su santidad. La palabra misma 'fariseo' significa 'separado'. Eran personas que se consideraban aparte porque habían compuesto un código ceremonial relacionado con la ley que era más riguroso que la misma ley de Moisés. Habían establecido reglas y normas de vida y conducta que en su rigor excedían todo cuanto se contenía en las Escrituras del Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el caso que nuestro Señor presenta del fariseo y el publicano que suben al templo a orar, el fariseo dice que ayunaba dos veces por semana. Pero en el Antiguo Testamento no hay ningún pasaje que requiera esto. De hecho pide que se ayune una vez al año. Pero poco a poco esos hombres habían elaborado un sistema propio y habían conseguido imponerlo al pueblo, al cual exhortaban y mandaban que ayunaran dos veces por semana en vez de una vez al año. De este modo habían llegado a formar su código riguroso de moral y conducta y, como consecuencia de ello, todos tenían a los fariseos como modelos de virtud. El hombre corriente decía de sí mismo, 'Ah, no tengo esperanza de llegar a ser nunca como los escribas o los fariseos. Son excelentes; viven como santos. Esta es su profesión; este es su único objetivo en el sentido religioso, moral y espiritual.' Pero ahí interviene nuestro Señor; anuncia a esa gente que a no ser que su justicia sea mayor que la de los escribas y fariseos no podrán jamás entrar en el reino de los cielos.
Estamos, pues, frente a uno de los puntos más vitales que se puedan estudiar. ¿Qué concepto tenemos de la santidad? ¿Qué entendemos por ser religioso? ¿Qué es para nosotros ser cristiano? Nuestro Señor establece aquí como postulado, que la justicia del cristiano, del más pequeño de los cristianos, debe exceder la de los escribas y fariseos. Examinemos, pues, nuestra profesión de fe cristiana a la luz de este análisis de Jesucristo. A menudo tiene que haberles sorprendido el hecho de que en los cuatro Evangelios se dedique tanto espacio a lo que dijo nuestro Señor acerca de los escribas y fariseos. Se podría decir que se refería a ellos constantemente. La razón de esto no fue que ellos lo criticaran; fue sobre todo porque sabía que la gente ordinaria se apoyaba en ellos y en sus enseñanzas. En un sentido, lo único que nuestro Señor tenía que hacer era mostrar lo vacío de su enseñanza, y luego presentar al pueblo la verdadera enseñanza. Y esto hace en estas palabras.
Echemos, pues, un vistazo a la religión de los fariseos para poder descubrir sus defectos y también para poder ver qué se nos pide. Una de las mejores maneras de hacerlo es examinando ese cuadro que nuestro Señor describió del fariseo y del publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, como recordarán, se situó de pie en lugar prominente, y le dio gracias a Dios por no ser como los otros hombres, sobre todo como ese publicano. Luego empezó a decir ciertas cosas de sí mismo; que no explotaba a nadie, que no era injusto, que no era adúltero, que no era como el publicano. Todo esto era verdad. Nuestro Señor lo aceptó; por esto lo repitió. Estos hombres poseían esa clase de justicia externa. No sólo esto, sino que ayunaba dos veces por semana, como les dije antes. También daba el diezmo, la décima parte, de todo lo que poseía a Dios y a su causa. Daban el diezmo de todo lo que tenían incluso de las hierbas, menta, eneldo y comino. Además de esto eran muy religiosos, y sumamente detallistas en la observancia de ciertos servicios y ceremonias religiosos. Todo esto era verdad de los fariseos. No sólo lo decían, sino que lo cumplían. Sin embargo nadie puede leer los cuatro Evangelios, incluso en forma sumaria, sin ver que no hubo nada que despertara más ira en nuestro Señor que esa religión de los escribas y fariseos. Tomen el capítulo 23 del Evangelio de Mateo con sus terribles ayees lanzados sobre los escribas y fariseos, y verán resumida la acusación de estas personas por parte de nuestro Señor y su crítica de la actitud general de los mismos respecto a Dios y a la religión. Por esto dice, 'si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.'
Debemos darnos cuenta de que este es uno de los asuntos más serios e importantes que podemos examinar juntos. Existe la posibilidad real y terrible de engañarnos. A los fariseos y escribas los acusó nuestro Señor de hipócritas. Sí; pero eran hipócritas inconscientes. No se daban cuenta de que lo eran, pensaban que vivían bien. No se puede leer la Biblia sin que se le recuerda a uno constantemente ese terrible peligro. Existe la posibilidad de confiar en lo que no sirve, de confiar en cosas que pertenecen al verdadero culto en vez de estar situados en la posición de verdaderos adoradores.
Y permítanme recordarles, de paso, que esto es algo de lo cual nosotros que no sólo nos decimos evangélicos, sino que nos sentimos orgullosos en llamarnos así, podemos muy bien ser culpables.
Prosigamos, pues, con el análisis de la religión de los escribas y fariseos que nuestro Señor hace. He tratado de extraer ciertos principios que les propongo en la forma siguiente. La acusación primera y, en un sentido, básica contra ellos es que su religión era completamente externa y formal en lugar de ser una religión de corazón. Se volvió un día a ellos para decirles, 'Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los nombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominable' (Le. 16:15). Recordemos que todo esto que nuestro Señor dice de los fariseos son acusaciones judiciales. No hay contradicción entre el amor de Dios y la ira de Dios. El Señor Jesucristo estaba tan lleno de amor que nunca se quejó de nada de lo que le hicieron a su persona. Pero sí acusó judicialmente a los que desfiguraban a Dios y a la religión. Esto no implica contradicción en su naturaleza. Santidad y amor deben ir juntos; es parte del amor santo desenmascarar lo falso y espurio y acusar al hipócrita.
En otra ocasión nuestro Señor les dijo algo así. Algunos fariseos se sorprendieron por las acciones de los discípulos quienes, apenas llegados de la plaza pública, se sentaron a la mesa y comenzaron a comer sin lavarse las manos. 'Ah,' les dijo, 'vosotros fariseos tenéis mucho cuidado de lo externo, pero sois tan negligentes con lo interno. No es lo que entra en el hombre lo que lo contamina, sino lo que procede de él. El corazón es lo que importa, porque de él proceden los malos pensamientos, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y todas estas cosas.' Pero recuerden cómo lo refiere más tarde Mateo 23. Nuestro Señor dice a los fariseos que son como sepulcros blanqueados; lo externo parece muy bien, pero ¡veamos lo interior! Es posible ser muy fieles en asistir a la casa de Dios y con todo ser envidiosos y vengativos. De esto acusa nuestro Señor a los fariseos. Y a no ser que nuestra justicia sea superior a estas exigencias externas no pertenecemos al reino de Dios. El reino de Dios se preocupa del corazón; no son mis acciones externas, sino lo que hay dentro de mí lo que importa. Alguien dijo en una ocasión que la mejor definición de la religión es ésta: 'Religión es lo que alguien hace con su soledad.' En otras palabras, si uno quiere saber lo que realmente es, puede hallar la respuesta cuando uno está solo con sus pensamientos, deseos e imaginaciones. Lo que importa es lo que uno se dice a sí mismo. Tenemos cuidado en lo que decimos a otros; pero ¿qué nos decimos a nosotros mismos? Lo que uno hace con su propia soledad es lo que en último término cuenta. Lo que hay dentro, que ocultamos del mundo exterior porque nos avergonzamos de ello, esto proclama finalmente lo que realmente somos.
La segunda acusación que nuestro Señor hizo a los escribas y fariseos fue que se preocupaban más por lo ceremonial que por lo moral; y esto, desde luego, siempre se sigue de lo primero. Estas personas eran muy cuidadosas externamente; eran sumamente meticulosas en lavarse las manos y en los aspectos ceremoniales de la ley. Pero no se preocupaban tanto de los aspectos morales de la ley. ¿Me hace falta recordarles que esto sigue siendo un peligro terrible? Hay una clase de religión —y, por desgracia, me parece que se va haciendo más común— que no vacila en enseñar que mientras uno vaya a la iglesia los domingos por la mañana no importa mucho lo que uno haga el resto del día. No pienso sólo en aquellos que dicen que lo que uno necesita es sólo ir a la santa cena por la mañana y luego uno está libre para hacer lo que quiera. Me pregunto si tenemos la conciencia tranquila en cuanto a esto. Me parece que existe esta tendencia creciente de decir, 'Desde luego que lo que importa es el servicio matutino; necesito la enseñanza e instrucción. Pero el servicio de la noche es sólo evangelístico, por tanto prefiero pasar el tiempo en escribir cartas y leer.' Creo que esto es caer en el error de los fariseos. El día del Señor es un día que ha de dedicarse lo más posible a Dios. En este día deberíamos dejar de lado todo lo que podamos, a fin de honrar y glorificar a Dios y de que su causa prospere y florezca. El fariseo se sentía satisfecho con cumplir sus deberes externos. Sí, había asistido al servicio y esto le bastaba.
Otra característica de la religión de los fariseos fue que era de confección humana, compuesta de reglas y normas basadas en privilegios que habían decidido darse a sí mismos y que en realidad violaban la ley que pretendían observar. Algunos de ellos incluso eran culpables de descuidar sus deberes de hijos. Decían, 'Hemos dedicado esta cantidad de dinero al Señor, por tanto no lo podemos dar a nuestros padres para ayudarlos en sus necesidades.' 'Hipócritas,' dice nuestro Señor en efecto, 'así es como tratáis de eludir las exigencias de la ley que os pide honrar padre y madre.' Se basaban en tradiciones, y la mayoría de estas tradiciones no eran sino formas sutiles y hábiles de eludir las exigencias de la ley. Eludían tales exigencias diciendo que las habían satisfecho en esa forma determinada, lo cual quería decir que no lo habían hecho en absoluto. Creo que todos sabemos algo de esto. Nosotros protestantes criticamos mucho a los católicos   y   sobre todo a sus maestros de la Edad Media llamados casuistas. Estos hombres eran expertos en hacer distinciones sutiles y delicadas, sobre todo respecto a asuntos de conciencia y conducta. A menudo parecían saber reconciliar cosas que parecían irremediablemente contradictorias. Seguro que lo han visto en los periódicos. Vemos obtener el divorcio a un católico que no cree en él. ¿Qué ha sucedido? Probablemente lo ha conseguido con casuística — por medio de una explicación escrita que parece satisfacer la letra de la ley. Pero mi intención no es censurar esa clase de religión. Dios sabe que no soy experto en ella. Todos sabemos racionalizar nuestros propios pecados y justificarlos, y excusarnos por lo que hacemos y por lo que no hacemos. Esto fue lo típico de los fariseos.
La siguiente acusación que nuestro Señor les hace, sin embargo, es que se preocupaban principalmente de sí mismos y de su justicia, con el resultado de que la mayoría de ellos se sentían satisfechos de sí mismos. En otras palabras el objetivo final de los fariseos no era glorificar a Dios, sino a sí mismos. En el cumplimiento de los deberes religiosos pensaban en sí mismos y en el cumplimiento del deber, no en la gloria y honor de Dios. Nuestro Señor muestra, en esa presentación del fariseo y el publicano en el templo, que el fariseo lo hizo y dijo todo sin adorar a Dios en absoluto. Dijo, 'Te doy gracias porque no soy como los otros hombres.' Fue ofender a Dios; no hubo adoración. El hombre estaba lleno de sí mismo, de sus acciones, de su vida religiosa y de lo que hacía. Desde luego que si uno empieza por ahí y tiene sus propias normas, se escoge las cosas que uno cree que hay que hacer. Y mientras uno se conforme a esas cosas específicas se siente satisfecho. Los fariseos se sentían satisfechos de sí mismos y se concentraban siempre en sus logros y no en su relación con Dios. Me pregunto si a veces no somos culpables de esta misma actitud. ¿No es este uno de los pecados que acecha más a los que nos llamamos evangélicos? Vemos a otros que niegan la fe y viven vidas alejadas de Dios. Qué fácil es sentirse satisfecho de uno mismo por ser mejor que esas personas — 'Te doy gracias por no ser como otros hombres y sobre todo como ese modernista.' Nuestro problema es que nunca nos contemplamos frente a Dios; no nos acordamos del carácter, del ser y de la naturaleza de Dios. Nuestra religión consiste en unas cuantas cosas que hemos decidido hacer; y una vez que las hacemos pensamos que todo está bien. Complacencia, volubilidad, autocomplacencia se encuentran demasiado entre nosotros.
Esto nos lleva a considerar la actitud lamentable y trágica de los fariseos respecto a los demás. La censura final del fariseo es que en su vida hay una ausencia completa, del espíritu propuesto en las Bienaventuranzas. Ahí radica la diferencia entre él y el cristiano. El cristiano es alguien que reproduce las Bienaventuranzas. Es 'pobre en espíritu,' 'manso', 'misericordioso'. No queda satisfecho por haber llevado a cabo una tarea determinada. No; 'tiene hambre y sed de justicia.' Anhela ser como Cristo. Esta es la piedra de toque según la que hemos de juzgarnos. En última instancia nuestro Señor censura a estos fariseos por no cumplir la ley. Los fariseos, dice, dan el diezmo de la menta, el enceldo y el comino, pero se olvidan de los puntos más graves de la ley, que son el amor de Dios y el amor al hombre. Este es el centro mismo de la religión y el propósito de nuestra adoración de Dios. Les recordaré una vez más que lo que Dios nos pide es que lo amemos a El con todo el corazón, con todo el alma, y con todas las fuerzas, y con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos. El hecho de que demos el diezmo de la menta, el eneldo y el comino, de que uno insista en estas cuestiones de diezmos hasta el más mínimo detalle, esto no es santidad. La prueba de la santidad es la relación que uno tiene con Dios, nuestra actitud con El y nuestro amor por El. ¿Cómo salimos de esta prueba? Ser santo no quiere decir simplemente evitar ciertas cosas, ni tampoco pensar ciertas cosas; significa la actitud del corazón del hombre respecto a ese Dios santo y amoroso, y en segundo lugar, nuestra actitud respecto a los demás.
El problema de los fariseos fue que se interesaban por los detalles y no por los principios, por las acciones y no por los motivos, por hacer y no por ser. El resto de este Sermón del Monte no es más que una exposición de esto. Nuestro Señor les dijo de hecho, 'Os sentís satisfechos de vosotros mismos porque no cometéis adulterio; pero si miráis con deseo, eso es adulterio.' Es el principio, no la acción sola, lo que importa; es lo que uno piensa y desea, es el estado del corazón lo importante. Uno no es cristiano por abstenerse de ciertas acciones y hacer otras; el cristiano es alguien que tiene una relación específica con Dios y cuyo deseo supremo es conocerlo mejor y amarlo más de verdad. Esta no es una ocupación para ratos, por así decirlo, no se consigue con la observancia religiosa de una parte del domingo; exige todo el tiempo y la atención que tenemos. Lean las vidas de los grandes hombres de Dios y verán que este es el principio que siempre aparece.
Permítanme ahora hacerles una pregunta que probablemente les está bullendo en la mente. ¿Qué enseña entonces nuestro Señor? ¿Enseña la salvación por obras? ¿Dice que tenemos que vivir una vida mejor que la de los fariseos a fin de entrar en el reino? Desde luego que no, porque 'no hay justo, ni aun uno.' La ley de Dios dada a Moisés condenó a todo el mundo; 'para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios'; todos 'están destituidos de la gloria de Dios.' Nuestro Señor no vino para enseñarnos la justificación o salvación por obras, por nuestra propia justicia. 'Muy bien,' dice la escuela contraria; '¿acaso no enseña que la salvación es por medio de la justicia de Cristo solo, de modo que no importa en absoluto lo que hagamos? El lo ha hecho todo y por tanto nosotros no tenemos que hacer nada.' Este es el error opuesto. Respecto a esto digo que este versículo no se puede explicar así debido a la partícula 'porque' con la que comienza el versículo 20. Va unido al versículo 19 donde se dice, 'Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.' Subraya el cumplimiento práctico de la ley. Este es el propósito del párrafo. No es hacérnoslo fácil ni permitirnos poder decir, 'Cristo lo ha hecho todo por nosotros y por tanto no importa lo que hagamos.' Siempre tendemos en nuestra necedad a considerar como opuestas cosas que son complementarias. Nuestro Señor enseña que la prueba de que hemos recibido de verdad la gracia de Dios en Jesucristo es que vivimos una vida justa. Conocemos la antigua discusión acerca de la fe y las obras. Unos dicen que lo importante es lo primero y otros lo segundo. La Biblia enseña que ambas ideas son erróneas; la señal del verdadero cristiano es la fe que se manifiesta en obras.
Para que no piensen que esta es mi doctrina, permítanme citar al apóstol Pablo, quien es el apóstol por excelencia de la fe y de la gracia.   'No erréis,' dice —no al mundo, sino a los miembros de la iglesia de Corinto— 'no erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros... ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.' 'De nada vale que digáis, "Señor, Señor," si no hacéis lo que os mando,' dice Cristo. Se resume en esto, que si mi vida no es justa, debe tener sumo cuidado antes de alegar que estoy bajo la gracia de Dios en Jesucristo. Porque recibir la gracia de Dios en Jesucristo significa no sólo que mis pecados son perdonados a causa de su muerte por mí en la cruz del Calvario, sino también que Cristo se está formando en mí, que me he convertido en partícipe de la naturaleza divina, que todo lo viejo ha pasado y todo ha sido hecho de nuevo. Significa que Cristo mora en mí, y que el Espíritu de Dios está en mí. El que ha nacido de nuevo, el que tiene en sí la naturaleza divina, es justo y su justicia sí excede a la de los escribas y fariseos. Ya no vive para sí y para sus propios intereses, ya no se siente satisfecho de sí mismo. Se ha convertido en pobre en espíritu, manso y misericordioso; tiene hambre y sed de justicia; se ha convertido en pacificador. Su corazón es purificado. Ama a Dios, sí, indignamente, pero lo ama y ansia su honor y gloria. Desea glorificar a Dios y cumplir, honrar y guardar la ley. Los mandamientos de Dios no le resultan gravosos al hombre así. Desea observarlos, porque los ama. Ya no está en enemistad con Dios; ve la santidad de la ley y nada lo atrae tanto como vivir esta ley y ser ejemplo de la misma en su vida diaria. Es una justicia que supera en mucho a la de los escribas y fariseos.
Algunas de las preguntas más vitales que se pueden plantear son, pues, éstas. ¿Conocemos a Dios? ¿Amamos a Dios? ¿Podemos decir sinceramente que lo primero y más importante de la vida es glorificarlo y que deseamos tanto hacerlo que no nos importa lo que nos pueda costar? ¿Sentimos que lo primero no es que seamos mejores que otros sino que honremos, amemos y glorifiquemos a ese Dios que, aunque hemos pecado contra El gravemente, ha enviado a su único Hijo a la cruz del Calvario para que muriera por nosotros, a fin de que pudiéramos conseguir perdón y volver a estar en armonía con El? Que cada uno se examine.



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Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
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