CAPITULO XXXII
Cómo Orar

En los versículos 5-8 nos encontramos con el segundo ejemplo que nuestro Señor emplea para ilustrar su enseñanza referente a la piedad o a la conducta de la vida religiosa. Éste, como hemos visto, es el tema que examina en los primeros dieciocho versículos de este capítulo. "Guardaos", dice en general, "de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos." He aquí la segunda ilustración de este principio. A continuación del tema de dar limosna viene el de orar a Dios, de nuestra comunión e intimidad con Él. También aquí nos encontraremos con la misma característica general que nuestro Señor ha descrito ya, y que vuelve a presentarse con mucho relieve. Este pasaje de la Escritura, pienso a veces, es uno de los más penetrantes de toda la Escritura, de los que más humillación produce. Pero se puede leer estos versículos de forma tal que uno pase por alto el punto central, y ciertamente sin caer bajo la condenación que contienen. Al leer este pasaje existe siempre la tendencia de considerarlo como una denuncia de los fariseos, del auténtico hipócrita. Leemos, y pensamos en la clase de persona ostentosa que en forma obvia trata de atraer la atención sobre sí misma, como lo hicieron los fariseos. En consecuencia lo consideramos solamente como denuncia de esta hipocresía manifiesta sin aplicárnoslo a nosotros mismos. Pero esto es no comprender el verdadero sentido de la enseñanza que estos versículos contienen, la cual es la denuncia devastadora que nuestro Señor hace de los efectos terribles del pecado en el alma humana, y sobre todo del pecado del orgullo. Esa es la enseñanza.
El pecado, según nos muestra aquí, es algo que nos acompaña siempre, incluso cuando estamos en la presencia misma de Dios. El pecado no es algo que suela acometernos y afligirnos cuando estamos separados de Dios, en un país lejano, por así decirlo. El pecado es algo tan terrible, según la denuncia que nuestro Señor hace de él, que no sólo nos sigue hasta las puertas del cielo, sino que —si fuera posible— nos sigue hasta el mismo cielo. De hecho, ¿acaso no es ésta la enseñanza bíblica respecto al origen del pecado? El pecado no es algo que comenzó en la tierra. Antes de que el hombre cayera, ya había habido una Caída previa. Satanás era un ser perfecto, brillante, angélico, que moraba en la gloria; y había caído antes de que el hombre cayera. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor en estos versículos. Es una denuncia terrible de la naturaleza horrorosa del pecado. No hay nada que sea tan falaz como pensar en el pecado sólo en función de actos; y mientras pensemos en el pecado sólo en función de cosas que de hecho se hacen, no llegamos a comprenderlo. La entraña de la enseñanza bíblica acerca del pecado es que es esencialmente una disposición. Es un estado del corazón. Creo que podría sintetizarlo diciendo que el pecado es en último término el adorarse a sí mismo, el adularse a sí mismo; y nuestro Señor muestra (lo cual para mí resulta algo alarmante y terrible) que esta tendencia nuestra a la auto adoración es algo que nos sigue incluso hasta la misma presencia de Dios. A veces produce el resultado de que incluso cuando tratamos de persuadirnos de que estamos adorando a Dios, en realidad nos adoramos a nosotros mismos y nada más.
Ésta es la índole terrible de su enseñanza a este respecto. Eso que ha entrado en nuestra naturaleza y constitución mismas como seres humanos, es algo que contamina tanto todo nuestro ser, que cuando el hombre se dedica a la forma más elevada de actividad, todavía tiene que luchar con ello. Siempre se ha estado de acuerdo, me parece, en que la imagen más elevada que se pueda formar de un hombre es cuando se lo ve de rodillas delante de Dios. Éste es el logro más sublime del hombre, es su actitud más noble. Nunca es mayor el hombre que cuando se halla en comunión y contacto con Dios. Ahora bien, según nuestro Señor, el pecado es algo que nos afecta tan profundamente que incluso cuando nos dedicamos a esa actividad, está con nosotros para tentarnos. En realidad, no nos queda sino estar de acuerdo, basados en la enseñanza del Nuevo Testamento, en que sólo así se puede empezar a entender el pecado.
Propendemos a pensar en el pecado en la forma que lo vemos en las manifestaciones más bajas de la vida. Vemos a un borracho, el pobre, y decimos: he ahí el pecado; esto es pecado. Pero eso no es la esencia del pecado. Para formarnos una idea exacta del mismo y comprenderlo, debemos ver a algún gran santo, a algún hombre fuera de lo corriente en su devoción y dedicación a Dios. Mirémoslo ahí de rodillas, en la presencia misma de Dios. Incluso en esas circunstancias el 'yo' lo está asediando, y la tentación para él consiste en pensar acerca de sí mismo, pensar en forma placentera acerca de sí mismo, y en realidad adorarse a sí mismo en vez de adorar a Dios. Esa, y no la otra, es la verdadera imagen del pecado. Lo otro es pecado, desde luego, pero no es el pecado en su forma más aguda; no se ve en ello el pecado en su esencia misma. O para decirlo de otra manera, si uno quiere verdaderamente entender algo acerca de la naturaleza de Satanás y de sus actividades, lo que hay que hacer no es moverse en los estratos más bajos de la vida; si uno quiere saber algo acerca de Satanás hay que ir al desierto donde nuestro Señor pasó cuarenta días y cuarenta noches. Esa es la imagen verdadera de Satanás cuando lo vemos tentando al mismo Hijo de Dios.
Todo esto se resume en esta afirmación. El pecado es algo que nos sigue incluso hasta la presencia misma de Dios.
Antes de entrar a analizar esto, quisiera hacer otra observación preliminar que me parece del todo inevitable. Si este cuadro no nos persuade acerca de nuestra condición total de pecadores, de nuestra desesperanza y de nuestra incapacidad, si no nos hace ver la necesidad profunda de la gracia de Dios en cuanto a la salvación, y la necesidad de perdón, del nuevo nacimiento y de la nueva naturaleza, entonces no conozco nada que nos pueda llegar a persuadir de ello. Ahí encontramos un argumento poderoso en favor de la doctrina del Nuevo Testamento acerca de la necesidad absoluta de nacer de nuevo, porque el pecado es asunto de disposición, algo que forma una parte tan profunda y vital de nosotros mismos, que nos acompaña incluso hasta la presencia de Dios. Pero sigamos la argumentación más allá de esta vida y de este mundo, más allá de la muerte y del sepulcro, y contemplémonos en la presencia de Dios, en la eternidad, para siempre. ¿Acaso no es el nuevo nacimiento algo esencial? Aquí, pues, en estas instrucciones acerca de la piedad y de la conducta de la vida religiosa, tenemos en forma implícita, en casi todas las afirmaciones, esta doctrina definitiva de la regeneración y de la naturaleza del hombre nuevo en Cristo Jesús. De hecho, podemos ir más allá y decir que incluso si hemos nacido de nuevo, y hemos recibido una vida nueva y una naturaleza nueva, todavía necesitamos estas enseñanzas. Esto es enseñanza del Señor al pueblo cristiano, no al no cristiano. Es su advertencia a aquellos que han nacido de nuevo. También ellos han de ser cuidadosos, no sea que en sus mismas oraciones y devociones se hagan culpables de esta hipocresía de los fariseos.
Primero, pues, examinemos este tema en general antes de entrar a considerar lo que se suele llamar el Padre Nuestro. Vamos a repasar simplemente lo que se podría llamar la introducción a la oración tal como nuestro Señor la enseña en estos versículos, y creo que también aquí la forma mejor de enfocar el tema es dividiéndolo en dos secciones. Hay una forma equivocada y otra genuina de orar. Nuestro Señor se ocupa de ambas.
El problema de la forma equivocada es que su mismo enfoque es erróneo. El error esencial es que se concentra en sí misma. Es el centrar la atención en el que está orando en vez de centrarla en Aquel a quien se ofrece la oración. Ese es el problema, y nuestro Señor lo muestra en este pasaje en una forma muy gráfica y pertinente. Dice: "Cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres!' Se colocan de pie, en las sinagogas, en una posición prominente, se paran en frente. Recordemos la parábola de nuestro Señor acerca del fariseo y del publicano que fueron al templo a orar. Aquí indica exactamente lo mismo. Nos dice que el fariseo se puso lo más adelante que pudo, en el lugar más prominente, para orar desde allí. El publica-no, por otro lado, estaba tan avergonzado y lleno de contrición que se quedó lo más lejos que pudo sin levantar la cabeza hacia el cielo, sino tan sólo exclamando "Oh Dios, ten misericordia de mí, pecador!' También aquí nos dice nuestro Señor que los fariseos se ponen de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, en los lugares más visibles, y oran para que los hombres los vean. "De cierto os digo que ya tienen su recompensa."
Según nuestro Señor, la razón para que oren en las esquinas de las calles es más o menos la siguiente. El hombre que se dirige hacia el templo para orar está deseoso de producir la impresión de que es un alma tan devota que ni siquiera puede esperar hasta llegar al templo. De modo que se detiene a orar en la esquina de la calle. Por esta misma razón, cuando entra al templo pasa hacia adelante al lugar más visible que puede. Ahora bien, lo que nos importa es extraer el principio, por ello, presento esto como el primer cuadro.
El segundo se contiene en las siguientes palabras: "Orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos." Si tomamos estos dos cuadros juntos, veremos que hay dos errores básicos en la raíz de esta forma de orar a Dios. El primero es que mi interés, si soy como el fariseo, está en mí mismo, que soy el que ora. El segundo es que creo que la eficacia de mi oración depende de lo mucho que ore, o de la forma particular en que ore.
Examinemos estos dos puntos por separado. El primer problema, pues, es el peligro de interesarse por uno mismo. Esto se manifiesta de diferentes formas. El problema primero y básico es que esa persona está deseosa de que los demás sepan que ora. Éste es el principio de todo. Está deseosa de disfrutar de una reputación de hombre de oración; está deseosa de esto y lo ambiciona, lo cual, de por sí, ya es malo. Uno no debería estar interesado en sí mismo, como nuestro Señor explica. Así pues, si existe alguna sospecha de interés en uno mismo como persona de oración, ando equivocado, y esa condición viciará todo lo que me proponga hacer.
El siguiente paso en este proceso es que el que otros nos vean en oración, se convierte en deseo positivo y real. Lo anterior, a su vez, conduce a lo siguiente: a hacer cosas que garanticen que los otros nos vean. Esto es algo muy sutil. No siempre es evidente, como lo vimos en el caso del dar limosna. Hay un tipo de persona que se exhibe constantemente y se pone en una posición prominente de forma que siempre atrae la atención sobre sí misma. Pero hay también maneras sutiles de hacer esto mismo. Permítanme ilustrarlo.
A principio de siglo hubo un autor que escribió un libro bastante conocido sobre el Sermón del Monte. Al tratar la presente sección, señala este sutil peligro —la tendencia exhibicionista incluso en el asunto de la oración—, y cómo asedia al hombre sin que se dé cuenta de ello. Es evidente que es el comentario obvio que hay que hacer. Pero recuerdo que al leer la biografía de este comentarista, me encontré con una interesante afirmación. El biógrafo, deseoso a toda costa de mostrar la santidad de esa persona, la ilustraba así: "En él nada había tan característico — decía— como la manera en que de repente, se arrodillaba para orar, cuando iba de una habitación a otra. Luego se levantaba y proseguía el camino" Para el biógrafo, ésta era una prueba de la santidad-y devoción de esa persona.
No creo que necesite explicar qué quiero decir. El problema de los fariseos era que trataban de dar la impresión de que no podían ni siquiera esperar para llegar al templo; tenían que detenerse donde estaban, en las esquinas de las calles, para orar de inmediato, en forma pública. Sí, pero ¡si uno cae de rodillas en el corredor de una casa, también es cosa maravillosa! Quiero mostrar, basado en la enseñanza de nuestro Señor, que ese hombre hubiera sido más santo si no se hubiera arrodillado, si hubiera elevado su oración a Dios mientras caminaba por el corredor. Hubiera sido una oración igualmente sincera, y nadie la hubiera advertido. ¡Qué delicado es esto! El mismo hombre que nos pone sobre aviso en contra de ese pecado es culpable del mismo. Que cada uno se auto examine.
Este pecado toma otra forma muy sutil. Alguien se dice a sí mismo, "Claro que no voy a caer de rodillas en un corredor cuando voy de una habitación a otra; ni tampoco voy a detenerme en las esquinas de las calles; no voy a exhibirme en el templo ni en la sinagoga; siempre voy a orar en secreto. Nuestro Señor dijo: 'Entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora; Mi oración va a ser siempre oración secreta." Sí, pero alguien puede orar en secreto de tal forma que todo el mundo sepa que está orando en secreto, porque da la impresión, al dedicar tanto tiempo para orar, que es un gran hombre de oración. No estoy exagerando. Ojala fuera así. ¿Qué les parece esto? Cuando uno se encuentra en su aposento con la puerta cerrada, ¿cuáles son los pensamientos que le vienen a la mente? Son pensamientos acerca de que otras personas saben que uno está ahí, y lo que está haciendo y así sucesivamente. Uno debe descartar para siempre la idea de que estas cosas solamente se aplican al estilo llamativo y palpable de los fariseos, en otros tiempos. Hoy es lo mismo, por muy tenue u oculta que sea la forma.
Claro que no debemos ser excesivamente escrupulosos acerca de estos puntos, pero el peligro es tan sutil que siempre debemos tenerlo presente. Recuerdo haber oído hablar a algunas personas acerca de un hombre que asistía a ciertas reuniones y del que decían con gran admiración que se habían dado cuenta de que después de las reuniones siempre se subía a una colina lejos de todos, y se ponía de rodillas para orar. Bien, ese buen hombre ciertamente hacía eso, y no me corresponde a mí juzgarlo. Pero me pregunto si en ese gran esfuerzo de subir a la colina no había una cierta mezcla de lo mismo que nuestro Señor pone de manifiesto aquí. Todo lo que se sale de lo corriente, en último término, atrae la atención. Si no me detengo en las esquinas de las calles, pero me hago notar al subirme a una colina, estoy llamando la atención hacia mí mismo. Este es el problema; lo negativo se convierte en positivo en una forma casi imperceptible antes de darse uno cuenta de lo que está haciendo.
Pero vayamos un poco más allá. Otra forma que asume esto es el terrible pecado de orar en público para producir algún efecto en las personas presentes y no con el deseo de acercarse a Dios con reverencia y temor religioso. No estoy seguro, porque a menudo me he sentido indeciso en cuanto a ello, y por eso hablo con cierta vacilación, de si todo esto es aplicable o no a las llamadas 'hermosas oraciones' que las personas dicen que ofrecen. Pondría en tela de juicio si las oraciones deben ser alguna vez hermosas. Quiero decir que no me siento satisfecho con alguien que presta atención a la forma de la oración. Admito que es un punto muy debatible. Lo someto a consideración. Hay personas que dicen que cualquier cosa que se ofrezca a Dios debería ser hermosa, y por consiguiente uno debería tener mucho cuidado en cuanto a la construcción de las frases, a la dicción y a la cadencia en el momento de orar. Nada, dicen, puede ser demasiado hermoso para ofrecérselo a Dios. Admito que el argumento tiene cierta fuerza, pero me parece que queda completamente contrarrestado por la consideración de que la oración es, en último término, una charla, una conversación, una comunión con mi Padre; y uno no se dirige a alguien a quien ama en esta forma perfecta y esmerada, prestando atención a las frases, a las palabras y a todo lo demás. La comunión e intimidad genuinas tienen en sí algo esencialmente espontáneo.
Por eso nunca he creído en imprimir las así llamadas oraciones pastorales. Claro que esto abarca temas mucho más amplios en los que no vamos a entrar ahora. Simplemente planteo el problema para que lo examinen. Yo sugeriría, sin embargo, que el principio rector es que todo el ser de la persona que ora debería concentrarse en Dios, debería centrarse en Él, y olvidar todo lo demás. En lugar de desear que la gente nos agradezca las llamadas oraciones hermosas, deberíamos más bien sentirnos inquietos cuando lo hacen. La oración pública debería ser tal que las personas que están orando en silencio y el que está pronunciando en voz alta las palabras, deberían dejar de estar conscientes el uno del otro, y ser conducidos en alas de la oración hasta la presencia misma de Dios. Creo que si comparásemos y contrastáramos los siglos XVIII y XIX a este respecto, veríamos lo que quiero decir. No tenemos muchas oraciones que nos hayan quedado de los grandes evangelistas del siglo XVIII; pero poseemos muchas de las oraciones populares de los llamados gigantes del pulpito del siglo XIX. No estoy del todo seguro, pero quizá esto indique que se había producido un cambio en la vida de la iglesia cristiana, cambio que ha conducido a la actual falta de espiritualidad y al estado actual de la iglesia cristiana en general. La iglesia se había convertido en una entidad digna, educada, refinada, y los que venían a dar culto en ella inconscientemente se ocupaban de sí mismos olvidando que estaban en comunión con el Dios vivo. Es algo muy sutil.
El segundo problema en relación con este enfoque equivocado, surge cuando tendemos a concentrarnos en la forma de la oración, o en la cantidad de tiempo pasado en oración. "Y orando —dice— no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos!' Todos sabemos lo que quiere decir este término 'vanas repeticiones'. Todavía se practica en muchos países orientales donde tienen ruedas de oración. La misma tendencia se muestra también en el catolicismo, en llevar la cuenta del rosario. Pero también esto nos puede ocurrir a nosotros en una forma mucho más imperceptible. Hay personas que a menudo dan gran importancia a dedicar un tiempo determinado a la oración. En cierto sentido es bueno reservar determinado tiempo para orar; pero si lo que nos preocupa es ante todo orar durante ese tiempo determinado, y no el hecho de orar, más valdría que no lo hiciéramos. Fácilmente podemos caer en el hábito de seguir una rutina y olvidarnos de lo que en realidad estamos haciendo. Como los mahometanos, que a ciertas horas del día se postran de rodillas; también muchas personas que tienen un tiempo determinado para orar, acuden a Dios en ese momento específico, y a menudo se incomodan si alguien trata de impedírselo. Deben ponerse a orar a esa hora tan específica. Mirándolo objetivamente, ¡qué necio es esto! También que cada uno se examine al respecto.
Pero no se trata sólo del tiempo determinado; el peligro se muestra también en otra forma. Por ejemplo, grandes santos han dedicado siempre mucho tiempo a la oración y a estar en la presencia de Dios. Por consiguiente, tendemos a pensar que la forma de ser santos, es dedicar mucho tiempo a la oración y a estar en la presencia de Dios. Pero el punto importante para el gran santo no es que dedicaba mucho tiempo a orar. No se pasaba el tiempo mirando el reloj. Sabía que estaba en la presencia de Dios, había entrado en la eternidad, por así decirlo. La oración era su vida, no podía vivir sin ella. No le preocupaba recordar la duración. Cuando empezamos a hacer esto, se convierte en algo mecánico y echamos todo a perder.
Lo que nuestro Señor dice acerca de esto es: "De cierto os digo que ya tienen su recompensa:' ¿Qué deseaban? Deseaban alabanza de los hombres, y la consiguieron. Y también hoy día se habla de ellos como de grandes hombres de oración, se habla de ellos como de personas que elevan oraciones bellas, maravillosas. Sí, obtienen todo eso. Pero, pobres almas, es todo lo que conseguirán. "De cierto os digo que ya tienen su recompensa." Al morir se hablará de ellos como gente maravillosa en esto de la oración; no obstante, créanme, la pobre alma humilde que no puede completar una frase, pero que ha clamado a Dios en angustia, lo ha alcanzado de algún modo, y obtendrá recompensa, lo que el otro nunca conseguirá. "Ya tienen su recompensa." Lo que deseaban era la alabanza de los hombres, y eso es lo que obtienen.
Pasemos ahora a la forma correcta. Hay un modo adecuado de orar, y también en esto el secreto radica en el enfoque. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor. "Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta ora a tu padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis". ¿Qué quiere decir? Si se formula en función del principio esencial significa lo siguiente: lo único importante al orar en cualquier lugar es que debemos caer en la cuenta de que nos estamos acercando a Dios. Esto es lo único que importa. Es simplemente este punto de 'recogimiento', como ha sido llamado. Con tal de que cayéramos en la cuenta de que nos acercamos a Dios, todo lo demás andaría bien.
Pero necesitamos instrucción un poco más detallada, y afortunadamente nuestro Señor nos la da. La divide en la forma siguiente. Primero hay el proceso de exclusión. Para asegurarme de que caigo en la cuenta de que me acerco a Dios, tengo que excluir ciertas cosas. He de entrar en ese aposento retirado. "Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto!' ¿Qué significa esto?
Hay algunos que quisieran persuadirse a sí mismos de que estas palabras contienen una prohibición de todas las reuniones de oración. Dicen, "No voy a reuniones de oración, oro en secreto!' Pero aquí no se prohíben las reuniones de oración. No es prohibir la oración en público, por qué Dios mismo la enseñó y en la Biblia se recomienda. En ella se mencionan reuniones de oración que pertenecen a la esencia y vida mismas de la iglesia. No es esto lo que prohíbe. El principio es que hay ciertas cosas que debemos excluir, ya sea que oremos en público o en secreto. He aquí una de ellas. Hay que excluir y olvidar a los demás. Entonces uno se excluye y se olvida de sí mismo. Esto es lo que significa entrar en el aposento. Se puede entrar en ese aposento mientras se camina por una calle muy transitada, o mientras uno va de una habitación a otra de la casa. Se entra en ese aposento cuando se está en comunión con Dios y nadie sabe lo que uno está haciendo. Pero se puede hacer lo mismo si se trata de un acto público de oración. Me refiero a mí mismo y a todos los predicadores. Lo que trato de hacer cuando subo al pulpito es olvidarme de la congregación en cierto sentido. No estoy orando para ellos o dirigiéndome a ellos; no estoy hablándoles a ellos. Estoy hablando a Dios, estoy dirigiendo la oración a Dios, de modo que tengo que excluir y olvidarme de los demás. Sí, y una vez hecho esto, me excluyo y me olvido de mí mismo. Eso es lo que nuestro Señor nos dice que hagamos. De nada sirve entrar en el aposento y cerrar la puerta si todo el tiempo estoy lleno de mí mismo y pensando acerca de mí mismo, y me enorgullezco de mi oración. Para eso lo mismo podría estar en la esquina de la calle. No, tengo que excluirme tanto a mí mismo como a los demás; mi corazón ha de estar abierto única y totalmente a Dios. Digo con el salmista: "Afirma mi corazón para que tema tu nombre. Te alabaré, oh Jehová Dios mío, con todo mi corazón!' Esto pertenece a la esencia misma de la oración. Cuando oramos debemos recordar expresamente que vamos a hablar con Dios. Por consiguiente hay que excluir, dejar afuera a los demás y también a uno mismo.
El siguiente paso es comprensión. Después de la exclusión, la comprensión. ¿Comprender qué? Bien, debemos comprender que estamos en la presencia de Dios. ¿Qué significa esto? Significa comprender quién es Dios y qué es Dios. Antes de comenzar a pronunciar palabras deberíamos siempre hacer esto. Deberíamos decirnos a nosotros mismos: "Ahora voy a entrar en la presencia de Dios, el Todopoderoso, el Absoluto, el Eterno y gran Dios con todo su poder y majestad; de ese Dios que es un fuego que consume; de ese Dios que es luz, y en el cual no hay tinieblas; el Dios total y absolutamente santo. Eso es lo que voy a hacer!' Debemos concentrarnos y entender todo esto. Pero sobre todo, nuestro Señor insiste en que deberíamos comprender que, además de eso, El es nuestro Padre. "Y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!' La relación es la de Padre e hijo, "porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis!' ¡Oh si comprendiéramos esto! Si comprendiéramos que este Dios todopoderoso es nuestro Padre por medio del Señor Jesucristo. Si comprendiéramos que somos en realidad hijos suyos y que cuantas veces oramos es como el hijo que acude a su Padre. El lo sabe todo respecto a nosotros; conoce todas nuestras necesidades antes de que se las digamos. Del mismo modo que el padre se preocupa por el hijo y lo cuida, y se adelanta a las necesidades del hijo, así es Dios respecto a todos aquellos que están en Cristo Jesús. Desea bendecirnos muchísimo más de lo que nosotros deseamos ser bendecidos. Tiene un plan y programa para nosotros. Con reverencia lo digo, tiene una ambición para nosotros, que transciende nuestros pensamientos e imaginaciones más elevadas. Debemos recordar que es nuestro Padre. El Dios grande, santo, todopoderoso, es nuestro Padre. Cuida de nosotros. Ha contado los mismos cabellos de nuestra cabeza. Ha dicho que nada nos puede suceder que El no lo permita.
Luego debemos recordar lo que Pablo dijo tan magníficamente en Efesios 3: El es "poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos!' Esta es la verdadera idea de la oración, dice Cristo. Uno no va simplemente a darle vueltas a una rueda. No se trata de pasar las cuentas de un rosario. Uno no dice: "debo dedicar horas a la oración, así lo he decidido y lo debo hacer!' Uno no debe decir que la forma de conseguir una bendición es pasar noches enteras en oración, y que como la gente no lo hace por eso no se pueden esperar bendiciones. Debemos descartar para siempre esta idea matemática de la oración. Lo que debemos hacer ante todo es comprender quién es Dios, qué es, y nuestra relación con El.
Finalmente debemos tener confianza. Debemos acudir siempre con la confianza del niño. Necesitamos una fe infantil. Necesitamos esta seguridad de que Dios es verdaderamente nuestro Padre, y por consiguiente debemos excluir de verdad toda idea de que es necesario seguir repitiendo nuestras peticiones porque ello va a producir la bendición. Dios gusta que mostremos nuestro deseo, nuestra ansiedad de algo. Nos dice que tengamos 'hambre y sed de justicia' y que la busquemos; nos dice que oremos y no desfallezcamos; se nos dice que oremos 'sin cesar'. Sí; pero esto no quiere decir repeticiones mecánicas; no quiere decir creer que se nos escuchará si hablamos mucho. No quiere decir eso en absoluto. Significa que cuando oro sé que Dios es mi Padre, que se complace en bendecirme, y que está mucho más dispuesto a darme, de lo que yo estoy a recibir; y que siempre se preocupa por mi bienestar. Debo descartar ese pensamiento de que Dios se interpone entre mí mismo y mis deseos y lo que es mejor para mí. Debo ver a Dios como mi Padre, que ha comprado mi bien definitivo en Cristo, y que está esperando bendecirme con su propia plenitud en Cristo Jesús.
Así pues, excluimos, comprendemos, y entonces con confianza, presentamos ante Dios nuestras peticiones, sabiendo que El lo sabe todo antes de que empecemos a hablar. Así como al padre le complace que su hijo acuda a él repetidas veces para pedirle algo, y no que el hijo diga, "mi padre siempre me lo da"; así como al padre le gusta que el hijo siga viniendo porque le agrada el contacto personal; así Dios desea que acudamos a su presencia. Pero no debemos acudir con dudas; debemos saber que Dios está mucho más dispuesto a dar, que nosotros a recibir. La consecuencia será que "tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!' ¡Cuántas bendiciones están acumuladas en la diestra de Dios para los hijos de Dios! Deberíamos avergonzarnos de seguir siendo pobres cuando estamos destinados a ser príncipes; deberíamos avergonzarnos por albergar tan a menudo pensamientos equivocados e indignos acerca de Dios a este respecto. Todo se debe al temor, y a la falta de esta sencillez, de esta fe, de esta confianza, de este conocimiento de Dios como Padre nuestro. Con sólo que tuviéramos esto, las bendiciones de Dios comenzarían a descender sobre nosotros, y quizá llegarían a ser tan abrumadoras que al igual que D.L. Moody sentiríamos que son casi más de lo que nuestro cuerpo puede resistir, y clamaríamos a El diciendo "Basta, Dios!'
El puede hacer por nosotros mucho más de lo que nosotros podemos pedir o pensar. Creamos esto y entonces vayamos a El con confianza sencilla.


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Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
Biblioteca
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