CAPITULO XX

DE LA ORACIÓN.
ELLA ES EL PRINCIPAL EJERCICIO DE LA FE Y POR ELLA RECIBIMOS CADA DIA LOS BENEFICIOS DE DIOS
Parte 2
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CONSIDERACIONES DIVERSAS RELATIVAS A LA ORACIÓN

28. 1º. La alabanza y acción de gracias deben ir siempre unidas a nuestras oraciones
Aunque hablando propiamente, la oración no comprende más que las peticiones y súplicas, sin embargo hay tanto parentesco entre las peticiones y la acción de gracias, que muy bien se puede comprender a ambas cosas bajo el mismo nombre. Porque las especies de oración de que hace mención san Pablo (1 Tim. 2, 1) se reducen a la primera clase, o sea, suplicar y pedir a Dios. Al hacerlo así nosotros, le manifestamos nuestros deseos, pidiéndole no solamente lo que se refiere al aumento de su gloria y a ensalzar su nombre, sino también lo que mira a nuestro servicio y provecho. Al darle gracias, celebramos con alabanzas sus beneficios y mercedes, protestando que todo el bien que tenemos lo hemos recibido de su liberalidad. Estas dos partes las comprendió David cuando dijo: “Invócame en el día de la angustia, te libraré y tú me honrarás” (Sal. 50,15).
No sin motivo nos advierte la Escritura que nos ejercitemos sin cesar en ambas. Porque, como ya lo hemos dicho, y la experiencia lo demuestra claramente, nuestra necesidad es tan grande y tantas y tales son las angustias que por todas partes nos afligen y atormentan, que todos tenemos motivo para gemir y suspirar de continuo a Dios, y de suplicarle su ayuda y favor. Porque aunque haya algunos que no sienten lo que es la adversidad, no obstante aun a los más santos les debe punzar el sentimiento de sus pecados, y los continuos sobresaltos, y la alarma de las tentaciones, para que llamen a Dios.
En cuanto al sacrificio de alabanza y acción de gracias, no se puede hacer interrupción alguna en él sin que ofendamos gravemente a la divina majestad, ya que Dios nunca cesa de acumular sobre nosotros beneficios sobre beneficios, para obligarnos de esta manera a permanecer sometidos a Él por gratitud, por más torpes y perezosos que seamos. Finalmente, es tan grande y admirable su magnificencia para con nosotros, que no tenemos nada que no esté cubierto con ella; tantos y tan grandes sus milagros, que adonde quiera que miremos, jamás falta motivo suficiente para glorificarle y darle gracias.
A fin de entender esto mejor, como quiera que toda nuestra esperanza y todo nuestro bien de tal manera se apoyan en Dios — según lo hemos probado suficientemente — que no podemos prosperar, ni nosotros ni cosa alguna de cuantas hay en nosotros, si Él no lo bendice, es necesario que de continuo nos encomendemos a Él, nosotros mismos y todo cuanto hay en nosotros.
Asimismo, todo cuanto nos proponemos, hablamos y hacemos, todo nos lo propongamos, hablemos y hagamos bajo su mano y voluntad y con la esperanza de que Él nos ha de ayudar y asistir. Porque el Señor maldice a todos aquellos que confiando en sí mismos o en otro cualquiera proponen y ejecutan sus consejos; y a los que al margen de su voluntad y sin invocarle emprenden cualquier empresa (Sant. 4,12-15; Is. 30,1; 31,1).
Y puesto que ya queda dicho que no se le da el honor que se le debe, si no se le reconoce como autor de todo bien, de aquí se sigue que hemos de recibir de tal manera todos las mercedes de su mano, que al hacerlo a la vez le demos continuamente gracias por ellas; y que no hay otro modo posible de gozar de continuo de las mercedes que nos hace, si por nuestra parte no seguimos glorificándole por su liberalidad y dándole gracias por ello. Porque cuando san Pablo dice, que todos los beneficios de Dios nos son santificados por la Palabra y por la oración (1 Tim. 4, 5), con ello nos da a entender que sin la Palabra y la oración, de ningún modo nos son santos y puros. Por Palabra entiende, en virtud de la figura llamada metonimia, la fe, la cual tiene correspondencia con la Palabra, a la que hemos de creer. Por esta causa David nos da una buena enseñanza, cuando habiendo él recibido una nueva merced de la mano del Señor, dice que puso en su boca un cántico nuevo (Sal. 40, 3); con lo cual sin duda nos da a entender, que nuestro silencio es muy censurable, si al recibir algún beneficio lo dejamos pasar por alto y no lo glorificamos, siendo así que cuantas veces nos hace algún favor, otras tantas nos da ocasión de bendecirlo. Y así también Isaías al promulgar un nuevo beneficio de Dios, exhorta a los fieles a cantar un cántico nuevo y no común (Is. 42, l0). Y en el mismo sentido dice David en otro lugar; Señor, abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza (Sal. 51,15). Igualmente Ezequías y Jonás declaran que el fin de su libertad había de ser celebrar la bondad de Dios con cánticos en su templo (Is. 38,20; Jon. 2,9). La misma regla prescribe David en general a todos los fieles: “¿Qué”, dice, “pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de salvación, e invocaré el nombre de Jehová” (Sal. 116, 12-13), Esta misma norma sigue la Iglesia en otro salmo: “Sálvanos, Jehová, Dios nuestro, . . . para que alabemos tu santo nombre, para que nos gloriemos en tus alabanzas (Sal. 106.47). Y: “Habrá considerado la oración de los desvalidos no habrá desechado el ruego de ellos. Se escribirá esto para la generación venidera, y el pueblo que está por nacer alabará a Jah”, “para que publique en Sión el nombre de Jehová y su alabanza en Jerusalén” (Sal. 102, 17-18.21).
Más aún; siempre que los fieles suplican a Dios por Su nombre que haga lo que le piden, así como ellos confiesan ser indignos de alcanzar cualquier cosa que en su propio nombre pidan, por lo mismo se obligan a dar gracias, y prometen usar limpiamente y como conviene de los beneficios de Dios, siendo pregoneros de ellos. De la misma manera Oseas, hablando de la redención de que en el porvenir había de gozar la iglesia, dice: “Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios” (Os. 14,2).
Ciertamente, los beneficios y mercedes que Dios nos ha hecho no solamente requieren que los honremos con los labios, sino que naturalmente nos fuerzan a amarle: “Amo”, dice David, “a Jehová, pues ha oído mi voz y mis súplicas” (Sal. 116,1). Y en otro lugar, enumerando los auxilios y socorros que había experimentado: “Te amo, oh Jehová, fortaleza mía” (Sal. 18, 1). Porque es cierto que jamás agradarán a Dios las alabanzas que no procedieren de esta fuente del amor.
Además hemos de tener presente aquella regla que nos da san Pablo: Todas las peticiones que no van acompañadas de acción de gracias son perversas y malas; pues él habla así: “sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Flp. 4. 6). Porque como quiera que muchos son impulsados por una especie de desabrimiento, descontento, impaciencia, excesivo dolor y miedo a murmurar cuando oran, expresamente advierte el Apóstol a los fieles que moderen sus afectos de tal manera, que aun antes de haber alcanzado lo que piden, bendigan y alaben al Señor con alegría, Y si las peticiones y acciones de gracias que parecen ser cosas contrarias, deben ir siempre a la par, con cuánta mayor razón nos obliga Dios a que le bendigamos cuando nos concede lo que le pedimos.
Según lo hemos ya demostrado, — que de cualquier otra manera estarían mancilladas — las peticiones son consagradas por la intercesión de Jesucristo. Por eso el Apóstol, al mandamos que por Cristo ofrezcamos sacrificio de alabanza (Heb. 13,15), nos advierte que nuestros labios no serán puros para celebrar y santificar el nombre del Señor, si no anda por medio el sacerdocio de Cristo. De aquí concluimos cuán extrañamente se hallan hechizados los hombres del papado donde la mayoría se espantan de que Cristo sea llamado abogado e intercesor.
Esta es la causa por la que san Pablo manda que oremos sin cesar y demos gracias en todo (1 Tes. 5 17-18), queriendo sin duda que con toda la diligencia posible, en todo tiempo, en todo lugar, en todo cuanto hacemos y tratamos, todos nuestros deseos estén levantados a Dios para esperar de El todo bien y para darle las gracias por cuanto de Él recibimos; puesto que Él de continuo nos da motivo para pedirle y alabarle.

29. 2°. La oración debe ser pública y privada
Aunque esta oración ininterrumpida ha de entenderse principalmente de cada persona particular, no obstante también en cierta manera se refiere a las oraciones públicas de la Iglesia, aunque no pueden ser continuas y han de hacerse de acuerdo con el orden dispuesto por el consentimiento común de la Iglesia. De aquí viene que haya ordenadas ciertas horas, las cuales en cuanto a Dios son indiferentes, pero al hombre le es necesario servirse de ellas, a fin de tener en cuenta la comodidad general, y que como dice el Apóstol, todo se haga decentemente y con orden (1 Cor. 14,40). Pero esto no impide que cada Iglesia se estimule a una mayor frecuencia en el ejercicio de la oración, singularmente cuando se vea oprimida por alguna particular necesidad.
En cuanto a la perseverancia, que tiene gran parentesco con la continuidad, al fin tendremos ocasión de hablar de ella.

¡Nada de redundancias! Pero esto no sirve en absoluto para mantener la supersticiosa y prolongada repetición de palabras en la oración, que Cristo nos prohibió (Mt. 6,7). Él, en efecto, no nos prohíbe que insistamos en la oración por mucho tiempo, una y otra vez y con gran afecto; lo que nos enseña es que no confiemos en que obligamos a Dios a concedernos lo que le pedimos, importunándolo con una excesiva locuacidad, como si El pudiese cambiar y dejarse convencer con nuestras razones, cual si fuese un hombre. Bien sabemos que los hipócritas, que no se dan cuenta que tratan con Dios, despliegan gran pompa y se conducen llamativamente cuando oran, no de otra manera que si celebrasen un triunfo. Como aquel fariseo que daba gracias a Dios porque no era como los otros; éste sin duda alguna se ensalzaba ante los hombres, como si por medio de la oración quisiera ganar fama de santidad (Lc. 18, 11-12).
De aquí la repetición de palabras que actualmente por la misma causa reina en el papado; los unos pasan el tiempo repitiendo en vano una misma oración, recitando avemaría tras avemaría, o un padrenuestro tras otro; otros hojeando día y noche sus libros de coro y sus breviarios, venden sus largas oraciones al pueblo.1 Puesto que esta palabrería no sirve más que para burlarse de Dios, como si fuese un niño de pecho, no es de extrañar que Jesucristo cierre la puerta para que no tenga lugar en su Iglesia, donde no se debe oír cosa que no esté hecha con seriedad y nazca de lo íntimo del corazón.

1 Sacan una ganancia exagerada de su cargo (por alusión a las conchas que se llevan de las peregrinaciones).

a. Cualidades de la oración privada. Existe un segundo abuso muy semejante a éste, que también condena Jesucristo; a saber, que los hipócritas para mayor ostentación procuran ser vistos por muchos y prefieren más ir a orar a la plaza pública, que consentir que sus oraciones no sean alabadas por todo el mundo. Mas como el fin de la oración es — según lo hemos expuesto antes — que nuestro espíritu se eleve hasta Dios para bendecirlo y pedirle socorro, se puede por ello comprender que lo principal de la oración radica en el corazón y en el espíritu; o. mejor dicho, que la oración propiamente no es otra cosa que este afecto interno del corazón que se manifiesta delante de Dios, quien escudriña los corazones.
Esa es la causa de que nuestro celestial Doctor, Cristo, queriendo establecer una ley perfecta de oración mandó que entremos en nuestro aposento y allí, cerrada la puerta, oremos al Padre que está en secreto, para que nuestro Padre que ve en lo secreto, nos recompense (Mt. 6,6). Porque después de prohibirnos imitar a los hipócritas, que con ambiciosa pretensión de orar pretenden lograr crédito entre los hombres, añade lo que debemos hacer; a saber, entrar en nuestro aposento y allí, con la puerta cerrada, orar. Palabras con las que, a mi parecer, nos enseñó que hemos de buscar un lugar apartado que nos ayude a entrar en nuestro corazón, prometiéndonos que estos afectos de nuestro corazón serán bendecidos por Dios, de quien nuestros cuerpos deben ser templos. Pues Él no quiere negar que no sea lícito orar en ningún otro sitio que en nuestros aposentos; sino solamente enseñarnos que la oración es una cosa secreta, que radica principalmente en el corazón y el espíritu, y que requiere sosiego y que echemos afuera todos los afectos y cuidados que tenemos. No sin razón el mismo Señor, queriendo entregarse a la oración, se retiraba del tumulto de los hombres a un lugar apartado (Mt. 14,23; Lc. 5, 16); pero esto lo hacía ante todo para advertirnos con su ejemplo que no menospreciemos esas ayudas con las cuales nuestro espíritu, de suyo tan frágil, se eleve más fácilmente para orar más de veras. Sin embargo, así como El no se abstenía de orar en medio de grandes multitudes, si la ocasión se ofrecía, igualmente nosotros no sintamos dificultad en elevar nuestras manos al cielo en cualquier lugar que sea, siempre que fuere menester. También hemos de estar convencidos de que todo el que rehusa orar en la congregación de los fieles no sabe lo que es orar a solas, o en un lugar apartado, o en su casa. Por el contrario, el que no hace caso de orar a solas, por mucho que frecuente las congregaciones públicas, sepa que sus oraciones son vanas y frívolas. Y la causa es, porque da más valor a la opinión de los hombres, que al juicio secreto de Dios.

b. Necesidad de las oraciones públicas. Sin embargo, para que las oraciones públicas de la Iglesia no fuesen menospreciadas, Dios las ha adornado de títulos excelsos, sobre todo al llamar a su templo “casa de oración” (Is. 56,7). Pues con esto nos enseña que la oración es el elemento principal del culto y servicio con que quiere ser honrado; y que a fin de que los fieles de común acuerdo se ejercitasen en este culto, El les había edificado el templo, que había de servirles a modo de bandera, bajo la cual se acogieran. Y además se añadió una preciosa promesa: “Tuya es la alabanza en Sión, oh Dios, y a ti se pagarán los votos” (Sal.65, 1); palabras con las que el profeta nos advierte que nunca son vanas las oraciones de la Iglesia, porque Dios siempre da a su pueblo motivo para alabarle con alegría. Ahora bien, aunque las sombras de la Ley han cesado y tenido fin, no obstante, como Dios ha querido mantenernos con esta ceremonia en la unidad de la fe, no hay duda que también se refiere a nosotros esta promesa que por lo demás Cristo mismo ha ratificado por su boca y san Pablo afirma que tendrá perpetuamente fuerza y valor.

30. Oraciones públicas y litúrgicas en el culto de la Iglesia
Y como Dios en su Palabra ha ordenado que los fieles oren unidos, por la misma razón, es necesario que haya templos designados para hacerlo, y que de ese modo todos los que rehusen orar en ellos en compañía de los fieles, no puedan excusarse con el pretexto de que van a orar en sus aposentos, conforme al mandamiento del Señor, a quien pretenden que obedecen. Porque Cristo, que promete que hará todo cuando dos o tres congregados en su nombre le suplicaren (Mt. 18,19-20), da a entender bien claramente que no rechazará las oraciones hechas por toda la Iglesia, con tal de que se excluya de ellas toda ambición y vanagloria, y, por el contrario, haya un verdadero y sincero afecto, que resida en lo intimo del corazón.
Si tal es el uso legitimo de los templos, — como evidentemente así es —, debemos también guardarnos de tenerlos — como durante mucho tiempo se ha hecho — por morada propia de Dios, en los que mucho más de cerca puede oírnos. Guardémonos de atribuirles una cierta especie de santidad oculta, que haga nuestra oración mucho más pura delante de Dios. Porque siendo nosotros los verdaderos templos de Dios, es menester que oremos dentro de nosotros mismos, si queremos invocar a Dios en su santo templo. Dejemos esa opinión vulgar y carnal a los judíos y gentiles, pues nosotros tenemos el mandamiento de invocar a Dios “en espíritu y en verdad” sin distinción alguna de lugar (Jn. 4,23).
Es cierto que el templo antiguamente se dedicaba por mandato de Dios, para en él invocarle y ofrecerle sacrificios; pero eso era cuando la verdad estaba escondida bajo las sombras que la figuraban; pero ahora que se nos ha manifestado claramente y a lo vivo, no consiente que nos detengamos en ningún templo material. Además, el templo no fue recomendado a los judíos con la condición de que encerrasen la presencia de Dios entre las paredes del templo; sino a fin de ejercitarlos en contemplar la forma y figura del verdadero templo. Por eso son duramente reprendidos por Isaías y Esteban todos aquellos que creían que Dios de algún modo habitaba en los templos edificados por mano de hombres (Is. 66, 1; Hch. 7,48).

31. 3º.  La palabra y el canto en la oración
Asimismo se ve claramente por esto, que la voz y el canto, si se usan en la oración, no tienen valor alguno delante de Dios, ni sirven de nada, si no nacen de un íntimo afecto del corazón. Al contrario, irritan a Dios y provocan su cólera si sólo salen de los labios; porque esto no es otra cosa que abusar de su sacrosanto nombre y burlarse de su majestad, como ti lo afirma por el profeta Isaías. Porque, si bien El habla en general, no obstante lo que dice viene a propósito para corregir este abuso. “Este pueblo”, dice, “se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mi no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado; por tanto, he aquí que yo excitará de nuevo la admiración de este pueblo con un prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos” (Is. 29,13-14; Mt. 15, 8-9).
Sin embargo, no condenamos aquí ni la voz ni el canto; antes los apreciamos mucho, con tal de que vayan acompañados del afecto del corazón. Porque de esta manera ayudan al espíritu a pensar en Dios y lo mantienen en El; pues siendo deleznable y frágil, fácilmente se distraería con diversos pensamientos, si no recibiese auxilios varios. Además, como la gloria de Dios debe resplandecer en todos los miembros de nuestro cuerpo, conviene que la lengua, creada especialmente por Dios para anunciar y glorificar su santo nombre, se emplee en hacer esto, sea hablando o cantando. Pero principalmente ha de emplearse en las oraciones que públicamente se hacen en las asambleas de los fieles; en las cuales precisamente lo que se hace es glorificar todos en común y a coro al Dios que honramos con un mismo espíritu y una misma fe (Rom. 15,5-6).

32. El canto en el culto público
En cuanto a la costumbre de cantar en las iglesias — sobre lo cual quiero decir unas palabras de paso — no solamente consta que es muy antigua en la Iglesia, sino también que se usó en tiempo de los apóstoles, como claramente se puede colegir de lo que dice san Pablo: Cantaré con la boca, pero cantaré también con el entendimiento (1 Cor. 14, 15). Y a los colosenses: “Enseñándoos y exhortándoos unos a otros, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Col. 3,16). En el primer pasaje manda que cantemos con la voz y con el corazón; en el segundo, alaba las canciones espirituales con que los fieles se edifican unos a otros.
Sin embargo vemos por lo que dice san Agustín, que esto no era general en todas las iglesias. Pues cuenta que en la iglesia de Milán se comenzó a usar el canto en tiempo de san Ambrosio, cuando Justina, madre del emperador Valentiniano, perseguía a los cristianos, y que de allí pasó la costumbre a las demás iglesias occidentales.1 Pero poco antes había dicho que esta costumbre procedía de los orientales. También en el libro segundo de sus Retractaciones2 afirma que esa costumbre fue recibida en su tiempo en África. “Un cierto Hilario”, dice, “varón tribunicio, hablaba todo lo mal que podía de la costumbre, que entonces se había comenzado a usar en Cartago, de decir himnos tomados del libro de los salmos delante del altar, o antes de la ofrenda, o cuando se distribuía al pueblo lo que había sido ofrecido; a éste por mandato de los hermanos respondí”.
Ciertamente, si el canto se acomoda a la gravedad que se debe tener ante el acatamiento de Dios y de los ángeles, no solamente es un ornamento que da mayor gracia y dignidad a los misterios que celebramos, sino que además sirve mucho para incitar los corazones e inflamarlos en mayor afecto y fervor para orar. Pero guardémonos mucho de que nuestros oídos estén más atentos a la melodía, que nuestro corazón al sentido espiritual de las palabras. Lo cual el mismo san Agustín confiesa haber temido, diciendo que algunas veces había deseado que se guardase la costumbre de cantar que usaba Atanasio, el cual mandaba que el lector pronunciase tan bajo sus palabras, que más bien pareciese una lectura que un cántico; pero añade también que cuando se acordaba del fruto y edificación que había recibido oyendo cantar a la asamblea, se inclinaba más bien a la parte contraria; es decir, a aprobar el cántico.3
Por tanto, usado con moderación, no hay duda que el canto es una institución muy útil y santa. Y, al contrario, todos los cantos y melodías compuestos únicamente para deleitar el oído — como son los favordones, madrigales, canciones, contrapuntos y toda la música a cuatro voces, de que están llenos lo que los papistas llaman oficios divinos, de ningún modo convienen a la majestad de la Iglesia, y no se pueden cantar en ella, sin que disgusten a Dios sobremanera.

1 Confesiones, lib. IX, cap. vii, 15.
2 Cap. ix.
3 Confesiones, lib. 31, cap. xxxiii, 50.

33. Toda oración debe ser inteligible
Por aquí se ve también claramente que las oraciones públicas no se deben hacer en griego entre los latinos, ni en latín entre los franceses, españoles e ingleses, como es costumbre desde hace ya muchos tiempo; sine que se deben hacer en la lengua del país que usa la asamblea y que todos pueden entender, puesto que se hacen para edificación de toda la iglesia, la cual ningún fruto recibe cuando oye el sonido de las palabras y no las entiende. Pero los que para nada tienen en cuenta la caridad y la humanidad, deberían por lo menos con moverse un poco con la autoridad de san Pablo, cuyas palabras son bien claras: “Si bendices”, dice, “sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el amén a tu acción de gracias?; pues no sabe lo que has dicho. Porque tú, a la verdad, bien das gracias; pero el otro no es edificado” (1 Cor. 14,16). ¿Quién, pues, podrá extrañarse de la desenfrenada licencia que se han tomado los papistas, quienes, contra la manifiesta prohibición del Apóstol no temen cantar en lengua extraña lo que ni siquiera ellos mismos muchas veces entienden? Pero muy distinto es el orden que el Apóstol nos manda seguir, cuando dice: “¿Qué, pues? Oraré con la voz, pero oraré también con el entendimiento” (1 Cor. 14, 15). En ese texto el Apóstol usa el término espíritu — que traducimos por voz —, por el cual entiende él el singular don de lenguas del que muchos, queriéndose gloriar, abusaban separándolo del entendimiento.

El ardor del corazón es quien debe mover la lengua. Concluyamos, pues, que es imposible, se trate de oración pública o privada, que la lengua sin el corazón no desagrade a Dios en gran manera. Y además, que el corazón debe estimularse con el fervor de lo que piensa e ir mucho más allá de lo que la lengua puede pronunciar. Finalmente, que en la oración particular la lengua no es necesaria, sino en cuanto el entendimiento es insuficiente para elevarse por sí solo, o bien con la vehemencia de la elevación fuerce a la lengua a hablar. Porque aunque algunas veces las mejores oraciones se hagan sin hablar, sucede sin embargo muchas veces que cuando el afecto del corazón está muy encendido, la lengua se suelta, y los demás miembros igual; y esto sin pretensión alguna, sino espontáneamente. De ahí sin duda aquel movimiento de labios (1 Sm. 1,13) de Ana, la madre de Samuel, cuando oraba; y los fieles experimentan continuamente lo mismo, que cuando oran se les escapan impensadamente algunas palabras y suspiros.
En cuanto a los gestos y actitudes exteriores del cuerpo que se suelen hacer al orar — como arrodillarse y descubrirse — son ejercicios con los que procuramos elevarnos a una mayor reverencia de Dios.

LA ORACIÓN DOMINICAL

34. Al darnos esta oración, el Padre nos atestigua su bondad, y asegura nuestra oración
Es conveniente que aprendamos ahora, no solamente la manera y el orden de orar, sino también la fórmula misma que el Padre celestial nos enseñó por boca de su propio Hijo Jesucristo (Mt. 6,9; Lc. 11,2), por la cual podemos conocer su inmensa bondad y dulzura. Porque además de amonestarnos y exhortarnos a acogernos a El en todas nuestras necesidades, como los hijos suelen acogerse a sus padres siempre que se encuentran en alguna aflicción, viendo que no podíamos ni siquiera entender cuánta es nuestra necesidad y miseria, ni tampoco qué sería lo que realmente deberíamos pedirle, y lo que es útil y provechoso, quiso remediar esta nuestra ignorancia y suplir por si mismo todo lo que a nosotros nos faltaba. Nos señaló, pues, una fórmula de oración, en la cual como en una tabla, nos propuso todo cuanto nos es lícito desear de Él, todo cuanto nos puede ser útil y de provecho, y todo cuanto nos es necesario pedirle.
De esta su bondad podemos recibir un gran consuelo. Porque vemos y estamos seguros que no le pedimos algo ilícito, importuno o extraño, ni tampoco algo que le resulta desagradable; pues siguiendo la fórmula que Él nos ha prescrito, le rogamos como por su propia boca.
Platón, viendo la ignorancia de los hombres en las peticiones y súplicas que dirigían a Dios, las cuales muchas veces, si les fueran concedidas, no podrían por menos de causarles gran daño, afirma que la más perfecta manera de orar es, según Lo formuló un poeta antiguo, rogar a Dios que nos haga bien, se lo pidamos o no; y que aparte de nosotros el mal, aun cuando nosotros se lo pidamos.1 Cierto que este hombre pagano es muy sabio en este punto, pues entiende cuán peligroso es pedir al Señor lo que a nuestro apetito se le antojare; y a la vez descubre con ello nuestra desgracia; pues no podemos ni siquiera abrir la boca delante de Dios sin gran peligro nuestro, a no ser que el Espíritu Santo nos guíe a la forma debida de orar (Rom. 8,26-27). Y por eso debemos tanto mas apreciar este privilegio de que el Hijo Unigénito de Dios nos ponga en la boca las palabras que libran nuestro espíritu de todo temor y de toda duda.

1 Alcibiades, 1, 142 E, 143 A.

35. La oración dominical se divide en seis peticiones, que forman dos partes
Esta fórmula o norma de oración contiene seis peticiones.
La razón que me mueve a no dividirla en siete, es que el evangelista al decir: no nos metas en tentación, mas líbranos del mal, liga dos miembros, para hacer una petición; como si dijera: no permitas que seamos vencidos de la tentación; antes bien ayuda nuestra debilidad y líbranos para que no caigamos. Los antiguos Doctores de la Iglesia son de esta misma opinión y lo exponen como hemos dicho.1 Por donde se ve, que lo que añade san Mateo, y algunos han tomado por una séptima petición, no es más que una explicación de la sexta, y a ella se ha de referir.
Ahora bien, aunque esta oración es tal, que en cualquier parte de la misma se tiene en cuenta principalmente la gloria de Dios, no obstante las tres primeras peticiones están particularmente dedicadas a la gloria de Dios, la cual únicamente hemos de considerar en ellas sin tener para nada en cuenta nuestro provecho. Las otras tres miran a nosotros y contienen propiamente lo que tenemos necesidad de pedir. Así cuando oramos que el nombre del Señor sea santificado, porque Dios quiere probar si le amamos gratuitamente o por la esperanza de la recompensa y el salario, nada entonces hemos de pensar tocante a nuestro provecho, sino solamente considerar la gloria de Dios, en la cual sola debemos fijar nuestros ojos, Y la misma disposición debemos tener en las otras dos siguientes.
Ciertamente de esto se sigue un gran provecho para nosotros. Porque cuando el nombre de Dios es — como se lo pedimos — santificado, juntamente con ello se opera nuestra santificación. Pero es preciso, según lo acabamos de señalar, que no tengamos en cuenta este provecho, como si no existiese; de tal manera, que aunque no tuviésemos esperanza de alcanzar bien alguno, sin embargo no deberíamos cesar de desear y pedir en nuestras oraciones esta santificación del nombre del Señor) y todo cuanto se refiere a la gloria de Dios. Así lo podemos ver en el ejemplo de Moisés y de san Pablo, a los cuales no les fue molesto ni duro no mirarse a sí mismos, sino con un vehemente y ardoroso celo desear su propia muerte y destrucción a fin de que aun a costa de ellos la gloria de Dios fuese ensalzada y su reino multiplicado.
Por otra parte cuando pedimos que nos sea dado nuestro pan de cada día, aunque esto lo hacemos principalmente para nuestro provecho, con todo debemos buscar primeramente en ello la gloria de Dios.
Y ahora, comencemos a explicar esta oración.

1 San Agustín, Enquiridión, cap. xxx, 13.

36. Lo que encierra en sí la invocación “Padre nuestro”
Primeramente al principio mismo de ella, se nos presenta lo que ya hemos dicho, que es necesario que ofrezcamos a Dios todas nuestras oraciones solamente en el nombre de Cristo y por ningún otro medio; porque ninguna de ellas puede ser acepta a Dios, sino la que se hace en su nombre. Porque al llamar Padre a Dios, nos dirigimos a El en nombre de Jesucristo; pues, ¿quién podría tener confianza para llamar a Dios Padre? ¿Quién seria tan atrevido, que usurpase el honor del Hijo de Dios, si no hubiéramos sido adoptados por hijos de gracia en Cristo, el cual, siendo su Hijo verdadero y por naturaleza, ha sido dado a nosotros por hermano para que lo que es suyo propio por naturaleza, por el beneficio de la adopción se haga nuestro, si con verdadera fe aceptamos esta tan grande magnificencia? Como afirma san Juan, que a los que creen en el nombre del Unigénito Hijo de Dios les ha sido dada potestad de ser hechos hijos y herederos de Dios (Jn. 1,12).
Por esto se llama a sí mismo nuestro Padre, y así quiere que le llamemos nosotros, librándonos con la dulzura que encierra su nombre, de toda desconfianza; porque no se puede hallar en ninguna cosa un amor mayor que el de un padre. Por eso no nos pudo dar una prueba más cierta de su inmensa caridad y amor para con nosotros, que querer que seamos llamados sus hijos (1 Jn. 3,1).
Y este su amor para con nosotros, es tanto más excelente que el amor con que nuestros padres nos aman, cuanto excede a todos los hombres en bondad y misericordia; de tal manera que aunque aconteciese que todos los padres del mundo perdiesen su amor y afecto paternales y desamparasen a sus hijos, El jamás nos desamparará, porque no se puede negar así mismo (Sal. 27,10; Is. 63,16; 2 Tim. 2,13). Porque tenemos su promesa; “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (Mt. 7,11). Y lo mismo por el profeta; “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz?; aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” (Is. 49, 15). Y si somos sus hijos, como el hijo no puede acogerse a la protección y defensa de un extraño, sin que con ello demuestre la crueldad o la pobreza y miseria de su padre; de la misma manera no podemos buscar socorro fuera de nuestro Padre celestial, sino deshonrándolo e infamándolo como pobre y miserable, o como austero y cruel.

37. Nuestros pecados no nos impiden llamar “Padre” a nuestro Dios
Ni tampoco aleguemos que nuestros pecados nos acusan y nos hacen temer presentarnos delante de su acatamiento, y por eso, aunque El sea un Padre benigno y afable, sin embargo con nuestras ofensas le irritamos a cada momento. Porque si entre los hombres el hijo no podría tener mejor abogado e intercesor para con su padre ofendido a fin de reconciliarle con él y devolverlo a su gracia, que reconocer con humildad y obediencia su falta y pedirle perdón — porque el afecto y las entrañas del padre no podrían de hacerlo así su hijo disimular que no se conmovían por ello — ¿qué no hará entonces aquel “Padre de misericordia y Dios de toda consolación” (1 Cor. 1,3)? ¿Cómo no va a oír los gemidos y las lágrimas de los hijos que le ruegan por si mismos siendo así que Él mismo nos convida y exhorta a hacerlo así mucho mejor que todos los ruegos que otros podrían hacer por ellos, a cuya intercesión se acogieran, no sin una especie de desesperación, por desconfiar de la mansedumbre y clemencia de su Padre?
Dios nos da a entender y nos describe a lo vivo esta su inagotable misericordia paternal en la parábola en que se nos presenta como un padre que con los brazos abiertos recibe al hijo que se había alejado de él y que había disipado en la disolución sus bienes y que de innumerables maneras le había ofendido. Y no espera a que el hijo le pida perdón, sino que él mismo se adelanta, lo reconoce de lejos cuando volvía, sale a recibirlo él mismo, lo consuela y recibe en su gracia (Lc. 15,20). Porque al proponernos en un hombre un ejemplo de tanta clemencia y dulzura, quiso enseñarnos cuánta mayor gracia, gentileza y benignidad debemos esperar de Él, que no solamente es Padre, sino tal padre, que excede a todos los demás en clemencia y bondad, aunque nosotros hayamos sido ingratos, rebeldes, desobedientes y malos hijos; pero esto, con tal que acudamos a su misericordia.
Y para darnos mayor seguridad de que si nosotros somos cristianos, Él es nuestro Padre, no solamente quiso que le llamáramos con ese nombre, sino también expresamente que le llamemos nuestro; como si le dijésemos: Padre, que eres tan dulce para con tus hijos, y tan fácil en perdonarles sus faltas, nosotros tus hijos te llamamos y a ti dirigimos nuestras súplicas, seguros y del todo convencidos de que no hay en ti más afecto y voluntad que los de un Padre, por más indignos que seamos de ti. Mas como la pequeñez de nuestro corazón no puede recibir ni comprender tan infinito favor, Cristo no solamente nos sirve de prenda y garantía de nuestra adopción, sino que además nos da su Santo Espíritu como testigo de la misma, por el cual nos es dada la libertad de invocarle: “Abba, Padre” (Gál. 4,6).
Así que siempre que nuestra pereza y negligencia nos oponga dificultades, acordémonos de suplicarle que corrija nuestra debilidad, que nos hace ser tímidos, y nos dé como guía a este su Espíritu de magnanimidad pata que nos atrevamos a invocarle.

38. Por qué debemos llamarle nuestro en común
El que aquí no se nos enseñe que cada uno en particular le llame Padre, sino más bien todos en común, es una exhortación de cuán fraterno afecto debemos tener los unos para con los otros, pues todos somos hijos de un mismo Padre, y con el mismo título y derecho de gratuita liberalidad. Porque si todos tenemos por Padre a Aquel de quien procede todo cuanto bien podemos recibir (Mt. 23,9), no es lícito que nada en nosotros haya dividido y separado, que no estemos dispuestos y preparados de corazón y con toda alegría a comunicarla a los demás, en cuanto la necesidad lo requiera. Y si estamos preparados como se debe, a asistirnos y ayudarnos los unos a los otros, no hay nada con que más podamos aprovechar a nuestros hermanos, que encomendarlos al cuidado y providencia de nuestro buen Padre, pues, si nos es propicio y favorable, nada nos puede faltar. Y ciertamente esto se lo debemos también a El. Porque así como todo el que de veras y de corazón ama al padre de la familia, ama también a todos los que la integran; de la misma manera nosotros, si amamos a nuestro Padre celestial y deseamos servirle, es necesario que mostremos nuestro afecto y amor a su pueblo, a su familia y posesión, que Él ha honrado, y a la que llama plenitud de su Hijo Unigénito (Ef. 1,23).
Regulará, pues, el cristiano y adaptará su oración a esta regla de modo que sea común y comprenda a todos aquellos que son hermanos suyos en Cristo; y no solamente a los que él sabe y ve que son tales, sino a cuantos viven sobre la tierra, acerca de los cuales no sabemos lo que Dios les ha deparado, sino solamente que debemos desearles todo bien y esperar para ellos cada día lo mejor.
Pero de modo particular estamos obligados a amar y servir a los que son domésticos de la fe; a los cuales especialmente nos manda san Pablo que los tengamos muy presentes (Gál. 6,10).
En suma, todas nuestras oraciones deben ser de tal manera comunes, que tengan siempre los ojos puestos en aquella comunidad que nuestro Señor estableció en su reino y su casa.

39. Con qué espíritu debemos orar por nosotros mismos y por los demás
Esto no impide que nos sea lícito orar por nosotros y por otras personas en particular; con tal que nuestro entendimiento no aparte su consideración de esta comunidad, sino que todo lo refiera a ella. Porque aunque esas oraciones se hagan en particular, como tienden a este blanco, no dejan de ser comunes.
Todo esto lo podremos fácilmente entender con un ejemplo. El mandamiento de Dios de socorrer a los pobres en sus necesidades es general; sin embargo, a este mandamiento obedecen los que con este fin ejercitan la caridad para con aquellos que ven y saben que se encuentran necesitados; y ello, porque o no pueden conocer a todos los que lo están, o porque sus recursos no son suficientes para socorrerlos a todos. Así de la misma manera, no obran contra la voluntad de Dios los que considerando la comunidad de la Iglesia, usan tales oraciones particulares, con las cuales, con palabras particulares, pero con un afecto común y público, se encomiendan a Dios a sí mismos, y a los otros, cuya necesidad Dios ha querido que conocieran más de cerca.
Sin embargo no todo es semejanza entre la oración y la limosna; porque la liberalidad no la podemos ejercer más que con aquellos cuya necesidad conocemos; en cambio podemos ayudar con nuestra oración aun a los más extraños y alejados de nosotros, por grande que sea la distancia. Esto se hace por la generalidad de la oración, en la que están contenidos todos los hijos de Dios, en el número de los cuales quedan también comprendidos aquéllos. A esto se puede reducir lo que san Pablo recomienda a los fieles de su tiempo, que levanten al cielo sus manos santas, sin ira ni contienda (1 Tim. 2,8); pues al advertirles que cuando existen diferencias se cierra la puerta a la oración, les manda que oren unánimes en toda paz y amistad.

40. Qué significa: “que estás en los cielos”
Sigue luego: “Que estás en los cielos”. De lo cual no debemos concluir que Dios está encerrado y contenido en el circuito del cielo, como dentro de un límite o término. Pues el mismo Salomón confiesa que los cielos de los cielos no le pueden contener (1 Re. 8,27). Y el mismo Dios dice por su profeta: “El ciclo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies” (Is. 66, 1). Con lo cual sin duda quiere decir que no está limitado ni contenido en un lugar determinado, sino que se encuentra en todas partes, y que todo lo llena. Mas como nuestro entendimiento según su debilidad no puede comprender de otra manera su gloria inefable, El nos la da a entender por el cielo, que es la cosa más alta y más llena de gloria celestial y de majestad que podemos imaginar y concebir. Y como quiera que nuestros sentidos, donde aprehenden una cosa, la suelen ligar a aquel lugar, Dios nos es colocado por encima de todo lugar, a fin de que cuando queramos buscarlo nos elevemos por encima de todos los sentidos del alma y del cuerpo. Además, con esta manera de expresarse queda libre de toda corrupción y cambio. Finalmente se nos da a entender que Él contiene todo el mundo y que con su potencia lo rige y gobierna todo. Por lo cual: “que estás en los cielos”, es tanto como si dijera, que eres de un tamaño y altura infinitos, de una esencia incomprensible, de una potencia inmensa y de una eterna inmortalidad.
Por tanto, cuando oigamos esta expresión, nuestro entendimiento y espíritu deben elevarse, puesto que hablamos de Dios; y no debemos imaginarnos en El cosa alguna carnal y terrena, ni hemos de querer acomodarlo a nuestra razón humana, ni supongamos que su voluntad se rige de acuerdo con nuestros deseos. Juntamente con esto hemos de confirmar nuestra confianza en El, por cuya providencia y potencia vemos que el cielo y la tierra son gobernados.
La conclusión, pues, es que bajo este nombre de Padre se nos propone aquel Dios que se nos manifestó en la imagen de su Hijo, para que con la certidumbre de la fe lo invoquemos; y que ha de servirnos este nombre de Padre, según lo familiar que es, no solamente para confirmar nuestra confianza, sino también para retener nuestro espíritu, a fin de que no se distraigan con dioses desconocidos o imaginarios, antes bien, que guiados por su Unigénito Hijo, suban derechos a Aquel que es único Padre de los ángeles y de los hombres.
En segundo lugar, cuando se coloca su trono en el cielo se nos advierte que puesto que El gobierna el mundo, de ninguna manera nos acercaremos a El en vano, ya que espontáneamente se presenta y ofrece a nosotros. “Es necesario”, dice el Apóstol, “que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb. 11,6). Ambas cosas atribuye Cristo en este lugar a su Padre, a fin de que nuestra fe se funde y apoye en Él, y para que nos convenzamos de veras que se preocupa de nuestra salvación, puesto que tiene a bien extender su providencia hasta nosotros. Tales son los principios con los que san Pablo nos dispone a orar bien, Porque antes de exhortarnos a manifestar nuestras peticiones a Dios, pone esta introducción: “Por nada estéis afanosos”. “El Señor está cerca” (Flp. 4,6. 5). Por donde se ve que los que no están bien convencidos de que los ojos del Señor están sobre los que le temen (Sal. 33, 18), revuelven en su corazón sus oraciones con grandes dudas y perplejidades.

41. 1º. Santificado sea tu Nombre
La primera petición es que el Nombre del Señor sea santificado; necesidad que debiera de darnos vergüenza. Porque, ¿qué cosa se puede pensar más vil ni más baja que ver la gloria de Dios oscurecida, parte por nuestra ingratitud, parte por nuestra malicia? Y lo que es más de considerar, que por nuestro atrevimiento, orgullo y desenfreno, en cuanto de nosotros depende, sea destruida y aniquilada. Es cierto que la santidad del Nombre de Dios resplandece a despecho de todos los impíos, aunque ellos con su sacrílega disolución revienten. Y no sin motivo exclama el Profeta: “Conforme a tu nombre, oh Dios, así es tu loor hasta los fines de la tierra” (Sal.48, 10). Porque dondequiera que Dios se dé a conocer es imposible que no se manifiesten sus virtudes; su potencia, bondad, sabiduría, justicia, misericordia y verdad, las cuales nos fuerzan a maravillarnos, y nos incitan a alabarlo. Mas ya que tan indignamente se le quita a Dios su santidad en la tierra, si no la podemos mantener como debiera, se nos manda que al menos tengamos cuidado de pedir a Dios que la mantenga.
En resumen, que pidamos que le sea dado a Dios el honor que se le debe, de modo que nunca hablen ni piensen de El los hombres, sino con gran reverencia: a lo cual se opone la profanación que siempre ha reinado en el mundo, como incluso hoy en día lo vemos. De aquí la necesidad que tenemos de hacer esta petición, que sería superflua, si en nosotros hubiese alguna piedad y religión.
Y si el Nombre del Señor es santificado, ensalzado y glorificado como conviene cuando es separado de todos, no solamente se nos manda aquí rogar a Dios que conserve su nombre en su integridad y perfección libre de todo menosprecio e ignominia, sino también que obligue a todo el mundo a honrarlo y reconocerlo por Señor. Y como Dios se nos ha manifestado, parte en su Palabra, y parte en sus obras, no es santificado por nosotros como conviene, si en alguno de ambos aspectos no le damos lo que es suyo y de esta manera comprendemos todo cuanto hemos recibido de Él, y que su severidad no sea menos estimada por nosotros que su clemencia, puesto que en la variedad de sus obras ha imprimido por todas partes clarísimas huellas de su gloria, capaces de forzar con toda razón a todos las lenguas a que le alaben. De esta manera la Escritura tendrá entre nosotros todo su valor y autoridad; y suceda lo que quiera, nada impedirá que Dios sea glorificado como se debe en todo el curso del gobierno del mundo.
También tiende esta petición a que toda la impiedad que profana este sacrosanto Nombre cese y tenga fin; que todas las detracciones y murmuraciones, y todos los escarnios que oscurecen esta santificación y atentan contra ella, sean exterminados, y que Dios, reprimiendo y poniendo bajo sus pies todo género de sacrilegios, haga que su majestad y excelencia crezcan de día en día.

42. 2°. Venga tu reino
La segunda petición es que venga el reino de Dios. Aunque no contiene nada de nuevo, sin embargo con justa razón se diferencia y distingue de la primera. Porque si consideramos atentamente nuestra negligencia en un asunto de tanta importancia, es preciso que se nos repita muchas veces lo que por sí mismo debiéramos haber comprendido. Por eso, después de habernos sido mandado que pidamos a Dios que abata y totalmente destruya todo cuanto mancha su sacrosanto nombre, se añade aquí una segunda petición semejante y casi idéntica a la primera: que venga su reino.
Aunque ya hemos declarado qué cosa es este reino, lo repetiré ahora en pocas palabras. Dios reina, cuando los hombres, renunciando a sí mismos y menospreciando el mundo y esta vida terrestre, se someten a la justicia de Dios para aspirar a la vida celestial. Y por eso este reino tiene dos partes; una es que Dios, con la virtud y potencia de su Espíritu, corrija y domine todos los apetitos de la carne, que en tropel le hacen la guerra; la otra, que forme todos nuestros sentidos para que obedezcan sus mandamientos. Por tanto, solamente se atiene al orden legítimo en esta petición el que comienza por sí mismo; es decir, deseando ser limpio de toda corrupción que pueda perturbar el sereno estado del reino de Dios, e infectar su pureza y perfección.
Y como la Palabra de Dios es a modo de cetro real, se nos manda aquí que le pidamos que domine el corazón y el espíritu de todos, para que voluntariamente le obedezcan; lo cual se verifica cuando Él les toca y mueve con una secreta inspiración, dándoles a entender cuán grande es el poder de su Palabra, a fin de que ella tenga la preeminencia y sea tenida en el grado de honor que le corresponde.
Después de esto es menester reducir a los impíos, que obstinadamente y con un furor desesperado resisten a su imperio. Así que Dios eleva su reino abatiendo a todo el mundo, pero de diversas maneras; porque a unos doma sus bríos y apetitos, y a otros les quebranta su indomable soberbia.
Debemos desear que esto se haga cada día, a fin de que Dios reúna a todas sus iglesias de todas las partes del mundo, las multiplique y aumente en número, las enriquezca con sus dones, y establezca en ellas buen orden; y, por el contrario, que derribe a todos los enemigos de la pura doctrina y religión, disipe sus propósitos y abata sus empresas.
Por esto se ve que no sin causa se nos manda que deseemos el continuo progreso y aumento del reino de Dios; ya que jamás las cosas de los hombres van tan bien, que limpias y despojadas de toda la suciedad de los vicios, florezcan y permanezcan en su integridad y perfección; antes bien, esta plenitud y perfección se extiende hasta el último día de la venida de Cristo, cuando, como dice san Pablo, “Dios sea todo en todos” (1 Cor. 15,28). Y así esta oración debe apartarnos de todas las corrupciones del mundo que nos separan de Dios, para que su reino florezca entre ‘nosotros; y a la vez debe encendemos en su vivo deseo de mortificar nuestra carne; y finalmente, debe enseñarnos a llevar con paciencia nuestra cruz, ya que Dios quiere propagar su reino de este modo.
Y no debe pesarnos que el hombre exterior se corrompa, con tal que se renueve el interior; porque toda la condición del reino de Dios es tal, que cuando nos sometemos a su justicia, nos hace partícipes de su gloria. Esto se realiza cuando de día en día hace más resplandecer su luz y verdad, a fin de que las tinieblas y mentiras de Satanás y de su reino se disipen, desvanezcan y destruyan; cuando ampara a los suyos, los guía con la asistencia del Espíritu por el recto camino, y los confirma en la perseverancia; y, al contrario, cuando destruye las implas conspiraciones de los enemigos, descubre sus engaños y asechanzas, sale al encuentro de su malicia y abate su rebeldía, hasta que finalmente mate con el espíritu de su boca al anticristo y destruya con el resplandor de su venida toda impiedad (2 Tes. 2,8).

43. 3º. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo
La tercera petición es que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Lo cual, aunque depende de su reino y no se puede separar de 61, no obstante se pone aparte no sin motivo a causa de nuestra ignorancia, que no comprende pronto ni fácilmente lo que significa reinar Dios en el mundo. Por lo cual no está mal tomar esto como una exposición de que Dios será rey del mundo, cuando todos se hubieren sometido a su voluntad.
Y no se trata aquí de la secreta voluntad con la que modera las cosas y las conduce al fin que le agrada; porque aunque Satanás y los impíos se le oponen con gran animosidad, Él sabe muy bien con su incomprensible consejo, no solamente rechazar sus golpes, sino también dominarlos, y por medio de ellos hacer lo que ha determinado. Por lo cual aquí debemos entender otra voluntad de Dios, a saber, aquella a la que se debe una perfecta obediencia voluntaria. Por eso expresamente se compara el cielo con la tierra; porque, como dice el salmo, los ángeles voluntariamente obedecen a Dios y están atentos a hacer lo que les manda (Sal. 103,21).
Se nos manda, pues, que deseemos que así como en el cielo no se hace cosa ninguna sino como Dios quiere, y los ángeles están siempre preparados para conducirse siempre con toda rectitud, de la misma manera la tierra, alejando de si toda contumacia y maldad, se someta al imperio de Dios.
Ciertamente, al pedir esto renunciamos a los apetitos y deseos de nuestra carne; porque todo el que no somete del todo sus afectos a Dios, se opone y resiste en cuanto está de su parte a la voluntad de Dios, puesto que cuanto procede de nosotros es vicioso y malo. Igualmente somos inducidos con esta oración a negarnos a nosotros mismos, a fin de que Dios nos rija y gobierne conforme a su beneplácito. Y no solamente esto, sino también para que cree en nosotros un espíritu y un corazón nuevos, después de haber destruido los nuestros, a fin de que no sintamos en nosotros movimiento alguno de deseo que le sea contrario, sino que halle en nosotros una perfecta ordenación a su voluntad. En suma, que no queramos cosa alguna por nosotros mismos, sino que su espíritu gobierne nuestros corazones, y que enseñándonos Él interiormente, aprendamos a amar lo que le agrada y a aborrecer lo que le disgusta; de lo cual también se sigue, que deshaga, anule y abrogue todos los apetitos que en nosotros resisten a su voluntad.

Conclusión de la primera parte. He aquí las tres primeras partes de la oración, en las cuales conviene que tengamos delante de nuestros ojos exclusivamente la gloria de Dios sin tener en cuenta en absoluto a nosotros mismos, ni nuestro provecho; que si bien de aquí se deriva hacia nosotros abundantemente, sin embargo no debemos en este lugar pretenderlo. Y aunque todas estas cosas sin duda alguna llegarán a su tiempo, sin que nosotros pensemos en ellas, las deseemos, o se las pidamos, sin embargo debemos deseadas y pedírselas. Y tenemos gran necesidad de hacerlo así, para testimoniar de ese modo que somos siervos e hijos de Dios, y que en cuanto está en nosotros le procuramos el honor que como a Señor y Padre se le debe. Por eso, todos aquellos que no se sienten movidos por este afecto y deseo de orar para que la gloria de Dios sea ensalzada, que su Nombre sea santificado, que venga su reino y que se haga su voluntad, no se deben contar entre los hijos de Dios, ni siquiera entre sus siervos. Y como estas cosas sucederán mal que les pese, vendrán sin duda para su confusión y ruina.

44. 4°. Danos hoy nuestro pan cotidiano
Sigue luego la segunda parte de la oración, en la cual descendemos a nuestra utilidad y provecho; no que dejando a un lado la gloria de Dios y prescindiendo de ella, — la cual, según san Pablo, aun cuando comemos y bebemos hemos de buscar (1 Cor. 10, 31) — nos dediquemos exclusivamente a lo que nos conviene; sino que, según queda apuntado, la diferencia consiste en que Dios, atribuyéndose especialmente a si mismo las tres primeras peticiones, nos atrae del todo a Él, a fin de probar mejor de este modo la honra que le damos. Después nos permite que nos preocupemos también de lo que a nosotros nos conviene; mas a condición de que no deseemos poseer ninguna cosa para otro fin, sino el de que en todos los beneficios y mercedes que de Él recibimos, resplandezca su gloria; porque no hay cosa más justa que vivir y morir por El.
Por lo demás, en esta petición pedimos al Señor las cosas que necesitamos, y que remedie nuestras necesidades, suplicándole en general todo aquello que nuestro cuerpo requiere, mientras vivimos en este mundo; no solamente ser mantenidos y vestidos, sino también todo aquello que ti sabe nos es provechoso y útil para usar de las mercedes que nos hace con toda paz y tranquilidad.
En suma, en esta petición nos ponemos en sus manos y nos dejamos dirigir por su providencia, para que nos alimente, mantenga y conserve. Porque nuestro buen Padre no se desdeña de tomar bajo su protección y amparo, incluso nuestro cuerpo, para ejercitar nuestra fe en estas cosas humildes y pequeñas, cuando todo lo esperamos de El, hasta una migaja de pan o una gota de agua. Pues como quiera que nuestra perversidad es tal, que siempre tenemos mucho más en cuenta y nos tomamos mayor cuidado de nuestro cuerpo que de nuestra alma, muchos que se atreven a confiar su alma a Dios, no dejan sin embargo de estar preocupados por su cuerpo, y siempre están dudando si tendrán qué comer y con qué vestirse; y si no tienen siempre a mano gran abundancia de vino, trigo y aceite están temblando, creyendo que les ha de Faltar. Esto es lo que decimos; que hacemos mucho mayor caso de la sombra de esta vida corruptible, que de la perpetua inmortalidad. En cambio, los que confiados en Dios han alejado de si esta congoja de estar preocupados del cuerpo, juntamente con esto esperan de El cosas de mucha mayor importancia, incluyendo la salvación y la vida eterna.
Así pues, no es pequeño ejercicio de fe esperar de Dios estas cosas, que por otra parte nos acongojarían y afligirían sobremanera; y no es poco lo que hemos avanzado cuando hemos logrado despojarnos de esta infidelidad, que está arraigada hasta en la médula de los huesos en casi todos los hombres.
Respecto a lo que algunos sutilizan, entendiendo esto del pan supersustancial,1 me parece que no está muy de acuerdo con la intención de Cristo; más aún, que si incluso en esta vida frágil y caduca no atribuimos a Dios el oficio de Padre, que nos sustenta y mantiene, la oración sería manca e imperfecta. La razón que dan es muy profana; dicen que no conviene que los hijos de Dios, que deben ser espirituales, no solamente empleen su entendimiento en cuidados terrenos, sino que a la vez metan en ellos a Dios. ¡Como si su bendición y favor paternales no brillaran hasta en la comida y la bebida que nos procura, o que estuviese escrito en vano; “La piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente y de la venidera” (1 Tim.4, 8)! Y aunque la remisión de los pecados sea muy más preciosa que el mantenimiento del cuerpo, no obstante Jesucristo puso en primer lugar lo que era de menos importancia, para elevarnos poco a poco a las dos peticiones que siguen, que son particulares de la vida celestial; con lo cual ha soportado nuestra pereza. Nos manda, pues, que pidamos el pan nuestro cotidiano, para que nos demos por satisfechos con la ración que el Padre celestial tiene a bien dar a cada uno. Y para que no procuremos obtener ganancia ninguna por medios y artes ilícitos.
Además hemos de entender que el pan se hace nuestro por título de donación; porque ni nuestro trabajo, ni nuestra industria, ni nuestras manos, — como lo dice Moisés — pueden adquirir cosa alguna, si no nos lo da la bendición de Dios (Lv. 26, 19-20); e incluso sostengo, que ni siquiera la abundancia de pan nos serviría de nada, si por la voluntad del Señor no se convirtiese en alimento. Por tanto, esta liberalidad del Señor no es menos necesaria a los ricos y poderosos, que a los pobres y necesitados, ya que con sus graneros y bodegas llenos, perderían sus fuerzas si con Su gracia no les hiciese gozar del pan.
La palabra “hoy” o “cada día”, como dice otro evangelista (Le. 11,3), y el epíteto “cotidiano”, ponen un cierto freno al deseo y la codicia desordenada de las cosas transitorias, con que solemos encendemos sobremanera, y que lleva consigo otros muchos males. Porque si tenemos gran abundancia, somos deliberadamente pródigos en placeres, deleites, ostentación y otros géneros de prodigalidad. Por esta causa se nos manda, que tan sólo pidamos lo que se requiere para satisfacer nuestra necesidad, como durante la jornada; y con la confianza de que cuando nuestro Padre celestial nos haya mantenido ese día tampoco nos olvidará al siguiente. Por tanto, por mucha abundancia que tengamos, incluso aunque nuestras bodegas y graneros estén rebosantes, siempre debemos pedir nuestro pan cotidiano; porque debemos estar seguros de que cuantos bienes hay en el mundo de nada valen, ni nada son, sino en cuanto el Señor los multiplica y aumenta, derramando sobre ellos su bendición; y que la misma abundancia de que gozamos no es nuestra, sino en cuanto le place al Señor repartírnosla de hora en hora, y permitirnos su uso.
Mas como la soberbia de los hombres difícilmente se convence de esto, el Señor declara que ha dado un ejemplo muy notable, que sirva para siempre; y es cuando mantuvo a su pueblo en el desierto con maná; para advertirnos que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Dt. 8,3; Mt. 4,4). Con lo cual se nos da a entender que solamente su virtud es con lo que nuestras vidas se mantienen y robustecen; aunque El nos la dispensa y da por elementos corporales. Como por el contrario nos los muestra cuando quita la fuerza al pan, de tal manera que incluso los que lo comen perecen de hambre (Lv. 26,26); y a la bebida su sustancia, de modo que los mismos que la beben, se mueren de sed.
En cuanto a los que no contentos con su pan de cada día apetecen por su desenfrenada codicia una infinidad de ello; o los que hartos con su abundancia, y seguros y confiados en sus grandes riquezas, no obstante dirigen esta petición a Dios, lo único que hacen es burlase de El. Porque los primeros piden lo que no querrían que les fuese concedido y en gran manera aborrecen, a saber, el solo pan cotidiano; y en lo que pueden disimulan y ocultan a Dios su insaciable avaricia, cuando en la verdadera oración se debe manifestar a Dios nuestro corazón y cuanto en él se esconde. Los otros piden lo que no esperan de Él, pues creen que ya tienen lo que piden.
Al llamarle pan nuestro, se muestra y da a entender mucho más ampliamente la gracia y liberalidad de Dios, la cual hace nuestro lo que por ningún derecho se nos debe. Aunque tampoco me opongo mucho a aquellos que piensan que con esta palabra “nuestro”, se entiende ganado con nuestro justo trabajo y sudor, sin engañar ni hacer daño alguno al prójimo; porque todo lo que se gana injustamente, jamás es nuestro; siempre es ajeno.
Cuando decimos “danos”, se nos quiere significar que es puro y gratuito don de Dios, venga de donde viniere, por más que parezca que lo hemos ganado con nuestro ingenio, nuestra industria y nuestras manos; porque Su bendición sola es la que hace que nuestros trabajos tengan éxito.

1 Alusión a la traducción de la Vulgata: “panem supersubstantialem”, para Mt. 6. 11. Hay que notar que en Lucas 11,3, la misma petición es traducida en la Vulgata: “panem quotidianum”. Parece, pues, que san Jerónimo estuvo perplejo entre las dos traducciones.

45. 5º. Perdónanos nuestras deudas
Sigue luego, perdónanos nuestras deudas. En esta petición y en la siguiente Jesucristo compendió en pocas palabras todo cuanto se puede decir de la salvación de nuestras almas, puesto que en estos dos miembros y puntos consiste el pacto espiritual que Dios ha hecho con su Iglesia:
“Dará”, dice, “mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón, y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí” (Jer. 31,33; 33,8).
Aquí comienza Cristo por la remisión de los pecados; y luego añade la segunda gracia: que Dios nos defienda con la virtud de su Espíritu y nos ampare con su ayuda, para que permanezcamos invencibles contra todas las tentaciones.
Llama deudas a los pecados, porque por ellos debemos la pena y el castigo, que nos era imposible pagar y satisfacer de no haber sido liberados por esta remisión, que es el perdón de su gratuita misericordia, en cuanto le ha placido borrar liberalmente estas deudas sin recibir de nosotros cosa alguna, sino dándose por satisfecho por su misericordia en Jesucristo, el cual se entregó a si mismo en compensación y satisfacción (Rom. 3,24). Por tanto, todos aquellos que con sus merecimientos o con los de otros, confían en satisfacer a Dios y creen que tales satisfacciones pueden comprar la remisión de los pecados, de ningún modo pueden llegar a conseguir La gratuita remisión y al orar a Dios de esta forma no hacen otra cosa que firmar su propia acusación y ratificar con su propio testimonio su condenación. Se confiesan deudores, a no ser que por un perdón gratuito se les perdone la deuda; empero, este perdón ellos no lo aceptan; más bien lo rehúsan al presentar ante Dios sus méritos y satisfacciones; porque de esta manera no imploran su misericordia, sino apelan a su juicio.
En cuanto a los que sueñan una perfección que los exima de la necesidad de pedir perdón, éstos tengan los discípulos que quieran, pero sepan que todos ellos son arrebatados a Cristo; puesto que El al inducirlos a todos a confesar su pecado, no admite más que a los pecadores;’no porque El aliente los pecados con halagos, sino porque sabe que jamás los fieles se verán del todo despojados de los vicios de la carne, sino que siempre serán deudores ante el juicio de Dios.
En verdad deberíamos desear y procurar con todo ahínco cumplir plenamente nuestro deber, para poder de veras felicitarnos delante de Dios de estar puros y limpios de toda mancha; pero como quiera que la voluntad de Dios es reformar poco a poco su imagen en nosotros, de modo que siempre queda en nuestra carne algún contagio del pecado, no debemos menospreciar el remedio. Y si Cristo, conforme a la autoridad que el Padre le ha dado, nos manda que durante todo el curso de nuestra vida recurramos a El, pidiéndole perdón de nuestras Paltas y pecados, ¿quién podrá aguantar a estos nuevos maestros, que con pretexto de una perfecta inocencia procuran cegar los ojos de la gente sencilla 1 haciéndoles creer que no hay en ellos falta alguna, sino que están limpios de todo pecado? Lo cual, según el testimonio de san Juan, no es otra cosa que hacer pasar a Dios por mentiroso (1 Jn. 1, 10).
Por el mismo procedimiento estos malditos embrollones dividen en dos partes el pacto de Dios, en el que se contiene nuestra salvación; porque de los dos puntos suprimen uno, con lo cual lo deshacen todo, obrando no solamente de modo sacrílego al separar dos cosas tan enlazadas y unidas entre sí, sino que además son impíos y crueles, porque arrastran a las pobres almas a la desesperación; e incluso, desleales y traidores a sí mismos y a los que son semejantes a ellos, procurando adormecerse en una negligencia, directamente contraria a la misericordia del Señor.
En cuanto a su objeción, que al desear que venga el reino de Dios pedimos también la abolición del pecado, es una trivialidad. Porque en la primera tabla de la oración se nos manda que busquemos la suma perfección, y aquí se nos pone ante los ojos nuestra flaqueza y debilidad. De esta manera ambas cosas concuerdan perfectamente entre sí, pues al aspirar al fin y meta que pretendemos, no menospreciamos el remedio que nuestra necesidad requiere.

Como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Finalmente pedimos que esta remisión nos sea otorgada, como nosotros perdonamos a nuestros deudores; es decir, como nosotros perdonamos a todos aquellos que nos han hecho algún agravio o injuria, sea de palabra o de hecho. No que nosotros podamos perdonar la culpa del delito y la ofensa; pues esto pertenece sólo a Dios; sino que la remisión y perdón que hemos de hacer consiste en arrojar voluntariamente de nuestro corazón toda ira, odio y deseo de venganza, y olvidar definitivamente toda injuria y ofensa que nos hayan hecho sin guardar rencor alguno contra nadie.
Por tanto, de ningún modo debernos pedir a Dios perdón de nuestros pecados, si no perdonamos a todos las ofensas que nos han hecho. Si, por el contrario, guardamos en nuestro corazón algún odio, o pensamos vengarnos y procuramos la ocasión de hacer mal a nuestros enemigos; más aún, si no nos esforzamos en volver a su amistad, reconciliarnos con ellos, prestarles todos los servicios y gustos posibles, vivir en buena armonía, amistad y caridad con ellos, pedimos en esta oración a Dios que no nos perdone nuestros pecados; pues le suplicamos que haga con nosotros, como lo hacemos nosotros con los demás. Y esto no es otra cosa que pedirle que no nos perdone, si nosotros no perdonamos. ¿Qué alcanzan, pues, éstos con su oración, sino una más grave condenación?
Finalmente hemos de notar que esta condición de que nos perdone Dios nuestros pecados como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no se ha puesto porque por la remisión que nosotros concedemos a los demás merezcamos que nuestro Señor nos perdone, como si esto fuese la causa; sino que el Señor quiso con estas palabras solamente ayudar la flaqueza de nuestra fe; pues la añade como una señal que nos confirme en que hemos sido perdonados por nuestro Señor tan ciertamente como de cierto sabemos que hemos nosotros perdonado a los demás, cuando nuestro corazón está vacío de todo odio, rencor y venganza. Y además quiso con esta nota dar a entender que El borra del número de sus hijos a aquellos que fáciles para vengarse y difíciles en perdonar, se obstinan en sus enemistades; y que guardando su mal corazón contra el prójimo piden a Dios que se les perdone, mientras ellos mantienen su ira contra los demás; para que no se atrevan a invocado como Padre, conforme Cristo mismo lo ha declarado por san Lucas. 1

1 Quizás Lc. 6, 37-38.

46. 6°. No nos dejes caer en la tentación
La sexta petición responde, como hemos dicho) a la promesa que Dios nos ha hecho de imprimir su Ley en nuestros corazones. Mas por cuanto no obedecemos a Dios sin una continua batalla y con duros y crueles encuentros, pedimos aquí que nos provea de fuertes armas, y que nos ampare con su asistencia para que podamos alcanzar la victoria. Con ello se nos advierte que no solamente tenemos necesidad de que la gracia del Espíritu Santo ablande nuestros corazones, los enderece y encamine en el servicio de Dios, sino que también necesitamos su socorro, que nos haga invencibles contra las asechanzas de Satanás y sus violentos ataques.
Son muchas y de muy diversas clases las tentaciones. Porque todos los malos pensamientos de nuestra mente que suscita nuestra concupiscencia o los atiza el Demonio, que nos inducen a transgredir la Ley, son tentaciones; y las mismas cosas que en sí no son malas, sin embargo por arte e industria de Satanás se convierten en tentaciones cuando se nos ponen ante los ojos, a fin de que mediante ellas nos apartemos de Dios (Sant. 1, 2,14; Mt. 4,1 .3; 1 Tes. 3,5). De éstas últimas, unas están a la derecha, y otras a la izquierda. A la derecha, las riquezas, el poder, el honor y otras semejantes, que muchas veces bajo la apariencia de bien y majestad que parecen tener, ciegan los ojos y engañan con sus halagos, para que cogidos en tales astucias y embriagados en su dulzura, se olviden de Dios. Ala izquierda, cosas como la pobreza, la ignominia, el menosprecio, las aflicciones y otras por el estilo, con cuya aspereza y dificultad se desaliente, pierda el ánimo y toda confianza y esperanza, apartándose finalmente por completo de Dios.
Así que pedimos en esta sexta petición a Dios nuestro Padre, que no permita que seamos vencidos por las tentaciones que luchan contra nosotros, bien sea aquellas que nuestra concupiscencia produce en nosotros mismos, bien aquellas a las que somos inducidos por la astucia de Satanás; sino que con su mano nos mantenga y levante, para que animados por su esfuerzo y virtud, podamos mantenernos firmes contra todos los asaltos de nuestro maligno enemigo, sean cuales sean los pensamientos a los que nos quiera inducir. E igualmente, que todo cuanto se nos presenta de una parte o de otra, lo convirtamos en bien; es decir, que no nos ensoberbezcamos con la prosperidad, ni perdamos el ánimo en la adversidad.
Sin embargo no pedimos aquí que no sintamos tentación alguna, pues ‘nos es muy necesario que seamos estimulados y aguijoneados por ellas, para que no nos durmamos en el ocio. Porque no sin razón deseaba David ser tentado (Sal. 26,2), y no sin motivo prueba el Señor a los suyos, castigándolos cada día con afrentas, pobreza, tribulación y otros géneros de cruces (Gn. 22, 1; Dt. 8, 2; 13, 3; 2 Pe. 2, 9). Pero Dios tienta de otra manera que Satanás. Éste tienta para perder, destruir, confundir y aniquilar; Dios tienta para probar y experimentar la sinceridad de los suyos, para corroborar su fuerza con el ejercicio, mortificar su carne, purificarla y abrasarla; pues si no fuese tratada de esta manera, se revolvería y desmandaría. Además Satanás acomete a traición a los que están desapercibidos, desarmados, para destruirlos. Pero Dios no permite que seamos tentados más de lo que podemos resistir, y hace que la tentación termine felizmente para que los suyos puedan sufrir con paciencia todo cuanto les envía (1 Cor. 10, 13).

Mas líbranos del Maligno. Que entendamos por este nombre de Maligno al Diablo o al pecado, poco hace al caso; porque el Diablo es el enemigo que maquina nuestra ruina y perdición; y el pecado, las armas que emplea para destruirnos (2 Pe. 2, 9).
Nuestra petición es, pues, que no seamos vencidos y arrollados por ninguna tentación, sino que con la virtud y potencia de Dios permanezcamos fuertes contra todo el poder enemigo que nos combate; o sea, no caer en las tentaciones, para que recibidos bajo Su amparo y defensa, y asegurados con ello, quedemos vencedores contra el pecado, la muerte, las puertas del infierno y contra todo el reino de Satanás. Esto es ser librado del maligno. En lo cual hemos también de notar, que nuestras fuerzas no son tan grandes que podamos pelear con el Demonio, tan gran guerrero, ni podamos resistir a su fuerza. Pues de otra manera sólo en vano o por burla pediríamos a Dios lo que por nosotros mismos poseeríamos.
Ciertamente, los que confiados en si mismos se disponen a pelear con el Diablo no saben bien con qué enemigo han de entenderse; lo fuerte y bien pertrechado que está. Aquí pedimos vernos libres de su poder, como de la boca de un león cruel y furioso (1 Pe. 5, 8), por cuyas uñas y dientes seríamos al momento despedazados, si el Señor no nos librara de la muerte; entendiendo a la vez, que sí el Señor está presente y pelea por nosotros sin nuestras fuerzas, en su poder haremos proezas (Sal. 60, 12). Confíen los otros, si les place, en las facultades y fuerzas de su libre albedrío, las cuales en su opinión proceden de ellos mismos; a nosotros bástenos permanecer firmes en la sola virtud del Señor, y en El poder cuanto podemos.
Esta petición contiene mucho más de lo que parece a primera vista.
Porque si el Espíritu de Dios es nuestra fuerza para pelear contra Satanás, evidentemente no podremos conseguir la victoria, sin que, despojados de la flaqueza de nuestra carne, estemos llenos de El. Por eso, cuando pedimos ser liberados de Satanás y del pecado, pedimos que de continuo se aumenten en nosotros nuevas gracias de Dios, hasta que llegando a su plenitud triunfemos de todo mal.
Duro les parece a algunos pedir a Dios que no nos deje caer en la tentación, puesto que es contrario a su naturaleza tentarnos, como lo asegura Santiago (1, 13—14). En cierto modo ya hemos contestado a esta cuestión. La solución es que propiamente hablando, nuestra concupiscencia es la causa de todas las tentaciones por las que somos vencidos, y, por tanto, que a ella se le debe echar la culpa. Realmente Santiago no quiere decir otra cosa, sino que en vano e injustamente se echa la culpa a Dios de los vicios y pecados, que debemos achacarnos a nosotros mismos, puesto que nuestra propia conciencia nos acusa de ellos.
De todas formas, esto no impide que Dios, cuando le parece, nos someta a Satanás y nos precipite en un sentido réprobo y en enormes concupiscencias, poniéndonos de esta manera en la tentación; y ciertamente por justo juicio, muchas veces oculto; porque con frecuencia tos hombres ignoran la causa de que Dios haga esto, aunque El la conoce muy bien.
De aquí se concluye que no es una manera impropia de hablar, si nos convencemos de que no son amenazas de niños, cuando Dios tantas veces anuncia que ejecutará su ira y su venganza sobre los réprobos hiriéndolos con ceguera y dureza de corazón.

47. Resumen de la segunda parte
Estas tres últimas peticiones, en las que especialmente nos encomendamos a Dios a nosotros mismos y todas nuestras cosas, claramente demuestra lo que antes dijimos, que las oraciones de los cristianos deben ser comunes para la pública edificación de la Iglesia, y para el bien y provecho comunes de la comunión de los fieles. Porque en estas peticiones no se pide el provecho y bien particulares, sino que todos en común pedimos nuestro pan, la remisión de los pecados, que no seamos puestos en la tentación, y vernos libres del maligno.

Doxología final. Después de las peticiones se pone la causa de donde proviene el atrevimiento para pedir y la confianza de alcanzar lo que pedimos. Esta causa, aunque no se indique en algunos ejemplares latinos,1 sin embargo es tan propia y a propósito, que no se debe omitir; a saber, que de Dios es el reino, la potencia y la gloria por los siglos de los siglos. Es éste un firme y seguro apoyo de nuestra fe. Porque si nuestras oraciones se recomendaran ante Dios por nuestra dignidad, ¿quién se atrevería a ni siquiera abrir la boca delante de Dios? Pero ahora, cuanto más miserables somos y más indignos y por más que no tengamos de qué alabarnos delante de Dios, sin embargo siempre tendremos motivo para rogarle y nunca perderemos la confianza, puesto que a nuestro Padre jamás le será quitado el reine, ni la potencia, ni la gloria.

Amén. Se añade al fin, Amén. Con esta palabra se denota el ardor del deseo que tenemos de alcanzar todo lo que hemos pedido a Dios, y se confirma nuestra esperanza de haberlas alcanzado todas y de que ciertamente se realizará, puesto que lo ha prometido Dios, el cual no puede mentir. Esto está de acuerdo con la fórmula que hemos expuesto: Haz, Señor, lo que te pedimos por tu nombre, no por nosotros, ni por nuestra justicia. Pues al hablar de esta manera, los santos no solamente muestran el fin para el que oran, sino también confiesan que no merecen alcanzar cosa ninguna, si Dios no busca en si mismo la causa, y que por esto toda la confianza que tienen de ser oídos consiste en la sola bondad de Dios, la cual Él tiene por su misma naturaleza.

1 Esta doxología no se encuentra, en efecto, en la Vulgata, como tampoco en Tertuliano y san Cipriano. Se encuentra en los Padres griegos a partir de san Juan Crisóstomo, pero falta en la mayoría de los manuscritos antiguos griegos de los evangelios (Sinaíticus, Vaticanus, Codex Bezae).

48. Perfección y plenitud de la oración dominical
Tenemos en esta oración todo cuanto debemos y podemos pedir; ella es la fórmula y regla que nos ha dado nuestro buen Maestro Jesucristo, al cual el Padre nos ha dado por Doctor, para que a l solo oigamos (Mt. 17,5). Porque Cristo siempre ha sido la sabiduría eterna del Padre, y al hacerse hombre ha sido dado a los hombres como mensajero del gran consejo.
Y es tan perfecta y completa esta oración, que todo cuanto se le añada, que a ella no se pueda referir ni en ella se pueda incluir, va contra Dios, es impío y no merece que Dios lo apruebe. Porque Él en esta oración nos ha demostrado todo lo que le es agradable, todo cuanto nos quiere otorgar.
Por tanto, aquellos que se atreven a ir más allá y presumen pedir a Dios lo que no se contiene en esta oración, primeramente pretenden añadir algo a la sabiduría de Dios, lo cual es una grave blasfemia; en segundo lugar, no se someten a la voluntad de Dios, sino al contrario, se apartan mucho de ella y no hacen caso de la misma. Finalmente, jamás alcanzarán lo que piden, puesto que oran sin fe. Y que tales oraciones son hechas sin fe es indudable, porque falta en ellas la Palabra de Dios, en la cual si no se funda la fe, no puede ser auténtica. Ahora bien, los que sin tener en cuenta la norma que su Maestro les ha dado siguen sus propios apetitos y piden lo que se les antoja, no solamente no tienen la Palabra de Dios, sino en cuanto está en ellos, se oponen a ella. Por eso Tertuliano1 se expresó admirablemente al llamarla oración legítima, dando tácitamente a entender que todas las demás oraciones son ilegítimas e ilícitas.

1 La Huida en las Persecuciones1 cap. II.

49. El espíritu de la oración dominical debe presidir todas nuestras oraciones
Con esto, sin embargo, no queremos ni es nuestra intención dar a entender que debamos atarnos a esta forma de oración, de tal manera que no nos sea lícito cambiar una sola palabra. Porque a cada paso leemos en la Escritura oraciones bien diferentes de ésta, cuyo uso nos es saludable, y sin embargo han sido dictadas por el mismo Espíritu. El mismo Espíritu sugiere a los fieles numerosas oraciones, que en cuanto a las palabras se parecen muy poco. Solamente queremos enseñar que nadie pretenda, espere, ni pida nada fuera de aquello que en resumen se contiene en ésta; y que aunque sus oraciones sean distintas en cuanto a las palabras, no varíe sin embargo el sentido; y asimismo es cierto que todas las oraciones que se hallan en la Escritura y todas cuantas hacen los fieles se reducen a ésta; e igualmente, que no hay oración alguna que se pueda comparar ni igualar a ésta, y mucho menos sobrepujarla. Porque nada falta en ella de cuanto se puede pensar para alabar a Dios, y de cuanto el hombre debe desear para su bien y provecho. Y esto tan perfectamente está comprendido en ella, que con toda razón se le ha quitado al hombre toda esperanza de poder inventar otra mejor.
En suma, concluyamos que ésta es la doctrina de la sabiduría de Dios, que ha enseñado lo que ha querido y ha querido lo que ha sido necesario.

50. Tiempo y ocasiones de orar
Aunque ya arriba hemos dicho que hay que tener siempre el corazón elevado a Dios y debemos orar sin cesar, sin embargo como nuestra debilidad es tal, que muchas veces necesita ser ayudada, y nuestra pereza tan grande, que ha de ser estimulada, conviene que cada uno de nosotros determine ciertas horas para ejercitarse, en las cuales no dejemos de orar y de concentrar todo el afecto de nuestro corazón; a saber, por la mañana al levantarnos antes de comenzar ninguna acción; cuando nos sentamos a tomar el alimento que Dios por su liberalidad nos ofrece, y después de haberlo tomado; y cuando nos vamos a acostar. Con tal, no obstante, que todo esto no se convierta en una observancia de horas supersticiosa; y como si con ello hubiésemos ya cumplido nuestro deber para con Dios, pensemos que ya es suficiente para el resto del día; sino más bien, que ello sea una especie de disciplina y aprendizaje de nuestra debilidad con que se ejercite y estimule lo más posible.
Principalmente hemos de tener cuidado siempre que nos veamos oprimidos por alguna aflicción particular, de acogernos al momento a Él con el corazón, y pedirle su favor. Asimismo no hemos de dejar pasar ninguna prosperidad que nos sobreviniere, o que sepamos que ha sucedido a otros, sin que al momento reconozcamos con alabanzas y acción de gracias que procede de su mano liberal.

Nuestras oraciones no deben imponer ley alguna a Dios. Finalmente, debemos guardarnos con toda diligencia en todas nuestras oraciones de no sujetar ni ligar a Dios a unas determinadas circunstancias, ni limitarle el tiempo, el lugar, ni el modo de realizar lo que le pedimos; como en esta oración se nos enseña a no darle leyes, ni imponerle condición alguna, sino dejar del todo a su beneplácito que haga lo que debe, de la forma, en el tiempo y el lugar que lo tuviere a bien. Por esta razón, antes de hacer alguna oración por nosotros mismos, le pedimos que se haga su voluntad; con lo cual ya sometemos nuestra voluntad a la suya, a manera de freno, para que no presuma de someter a Dios a sí misma, sino que lo constituya árbitro y moderador de todos sus afectos y deseos.

51. Perseverancia y paciencia en la oración
Si teniendo nuestros corazones ejercitados en la obediencia nos dejamos regir por las leyes de la providencia divina, fácilmente aprenderemos a perseverar en la oración, y dominando nuestros afectos pacientemente esperaremos al Señor, seguros de que aunque no se deje ver, sin embargo está siempre con nosotros y que a su tiempo mostrará queja más ha estado sordo a nuestras oraciones, que a los hombres parecían ser rechazadas. Esto nos servirá de admirable consuelo, para que no desmayemos ni desfallezcamos de desesperación, si a veces no satisface nuestros deseos tan pronto como se lo pedimos, como suelen hacerlo aquellos que movidos solamente de su propio ardor, de tal manera invocan a Dios, que si a la primera no les responde y asiste, se imaginan que está airado y enojado con ellos, y perdiendo toda esperanza de que les oiga, cesan de invocarle; sino más bien, prolongando con una debida moderación de corazón nuestra esperanza, insistamos en aquella perseverancia que tan encarecidamente se nos encarga en la Escritura. Porque muchas veces podemos ver en los salmos cómo David y los demás fieles, cuando ya casi cansados de orar no parecía sino que habían hablado al viento y que Dios, a quien suplicaban estaba sordo, no por eso dejan de orar (Sal. 22,2). Y realmente no se le da a la Palabra de Dios la autoridad que se merece, si no se le da fe y crédito cuando todo lo que se ye parece contrario.
Asimismo esto nos servirá de excelente remedio para guardarnos de tentar a Dios y de provocarlo e irritarlo contra nosotros con nuestra impaciencia e importunidad, como hacen aquellos que no quieren acordarse de Dios, Si no con ciertas condiciones; y como si Dios fuese su criado, que estuviese sujeto a sus antojos, quieren someterlo a las leyes de su petición; y si no obedece al momento, se indignan, rugen, murmuran y se alborotan. A éstos Dios les concede muchas veces en su furor lo que en su misericordia y favor niega a otros. Un ejemplo de ello lo tenemos en los hijos de Israel, a quienes les hubiera ido mucho mejor que el Señor no les concediera lo que le pedían, que no corner la carne que en su ira les envió (Nm.11,18—20.33).

52. La absoluta certeza de la concesión
Y si incluso al fin nuestro sentido, aun después de haber esperado mucho tiempo, no comprende lo que hemos aprovechado orando, o si siente provecho alguno, a pesar de ello nuestra fe nos certificará lo que nueStro sentido no ha podido comprender; a saber, que habremos alcanzado de Dios lo que nos convenla, ya que tantas veces y tan de veras promete el Señor tener en cuenta nuestras desgracias, con tal que nosotros, siquiera una vez, se las hayamos expuesto y así hará que tengamos en la pobreza abundancia, y en La aflicción consuelo. Porque, suponiendo que todo el mundo nos faite, Dios nunca nos faltará ni desamparará, pues jamás puede defraudar la esperanza y la paciencia de los suyos. Él solo nos servirá más que todos, pues El contiene en si mismo cuanto bien existe; bien que al fin nos lo revelará en el día del juicio, en el cual manifestará su reino con toda claridad.
Además hay que notar que aunque Dios nos conceda al momento lo que le pedimos, no obstante no siempre nos responde conforme a la forma expresa de nuestra petición, sino que teniéndonos en apariencia suspensos, nos oye de una manera admirable y demuestra que no hemos orado en vano. Esto es lo que entendió san Juan al decir: “Si sabernos que El nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn. 5, 15). Esto parece mera superfluidad de palabras pero en realidad es una declaración muy útil para advertirnos que Dios, aun cuando no condesciende con nosotroS concediéndonos lo que le pedimos, no por eso deja de sernos propicio y favorable; de manera que nuestra esperanza, al apoyarse en su Palabra, no será jamás confundida ni nos engañará.
Es tan necesario a los fieles mantenerse con esta paciencia, que si no se apoyasen en ella, no permanecerían en pie. Porque el Señor prueba a los suyos con no ligeras experiencias y no solamente no les trata delicadamente, sino que muchas veces incluso les pone en gravísimos aprietos y necesidades, y así abatidos les deja hundirse en el lodo por largo tiempo antes de darles un cierto gusto de su dulzura. Y como dice Ana: “Jehová mata, y él da vida; él hace descender al Seol, y hace subir” (1 Sm. 2, 6). ¿Qué les quedaría al verse afligidos de esta manera, sino perder el ánimo, desfallecer y caer en la desesperación, de no ser porque cuando se encuentran así afligidos, desconsolados y medio muertos, los consuela y pone en pie la consideración de que Dios tiene sus ojos puestos en ellos, y que al fin triunfarán de todos los males que al presente padecen y sufren? Sin embargo, aunque ellos se apoyen en la seguridad de la esperanza que tienen, a pesar de ello no dejan entretanto de orar; porque si en nuestra oración no hay constancia de perseverancia nuestra oración no vale nada.

(Para Parte 1, Oprima aquí)

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