CAPITULO XXI

LA ELECCION ETERNA CON LA QUE DIOS
HA PREDESTINADO A UNOS PARA SALVACION Y A OTROS PARA PERDICION

1. Necesidad y utilidad de la doctrina de la elección y de la predestinación
En la diversidad que hay en el modo de ser predicado el pacto a todos los hombres, y que donde se predica no sea igualmente recibido por todos, se muestra un admirable secreto del juicio de Dios; porque no hay duda que esta diversidad sirve también al decreto de la eterna elección de Dios. Y si es evidente y manifiesto que de la voluntad de Dios depende el que a unos les sea ofrecida gratuitamente la salvación, y que a otros se les niegue, de ahí nacen grandes y muy arduos problemas, que no es posible explicar ni solucionar, si los fieles no com-prenden lo que deben respecto al misterio de la elección y predestinación.1
Esta materia les parece a muchos en gran manera enrevesada, pues creen que es cosa muy absurda y contra toda razón y justicia, que Dios predestine a unos a la salvación, y a otros a la perdición. Claramente se vera por la argumentación que emplearemos en esta materia, que son ellos quienes por falta de discernimiento se enredan. Y lo que es más, veremos que en la oscuridad misma de esta materia que tanto les asombra y espanta, hay no solo un grandísimo provecho, sino además un fruto suavísimo.
Jamás nos convenceremos como se debe de que nuestra salvación procede y mana de la fuente de la gratuita misericordia de Dios, mientras no hayamos comprendido su eterna elección, pues ella, por comparación, nos ilustra la gracia de Dios, en cuanto que no adopta indiferentemente a todos los hombres a la esperanza de la salvación, sino que a unos da lo que a otros niega. Se ye claro hasta qué punto la ignorancia de este principio (el de poner toda la causa de nuestra salvación solo en Dios) rebaja su gloria y atenta contra la verdadera humildad.
Pues bien; esto que tanto necesitamos entender, san Pablo niega que podamos hacerlo, a no ser que Dios, sin tener para nada en cuenta las obras, elija a aquel que en si mismo ha decretado. “En este tiempo”, dice, “ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia; y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Rom. 11,5-6). Si debemos remontarnos al origen y fuente de la elección de Dios para entender que no podemos alcanzar la salvación, sino por la mera liberalidad de Dios, los que pretenden sepultar esta doctrina, en cuanto en su mano está, oscurecen indebidamente lo que a boca llena deberían engrandecer y ensalzar, y arrancan de raíz la humildad. San Pablo claramente afirma que cuando la salvación del pueblo es atribuida a la elección gratuita de Dios, entonces se ye que El por pura benevolencia salva a los que quiere, y que no les paga salario ninguno, pues no se les puede deber.
Los que cierran la puerta para que nadie ose llegar a tomar gusto a esta doctrina, no hacen menor agravio a los hombres que a Dios; porque ninguna cosa fuera de ésta, será suficiente para que nos humillemos como debemos, ni tampoco sentiremos de veras cuán obligados estamos a Dios. Realmente, como el mismo Señor b afirma, en ninguna otra cosa tendremos entera firmeza y confianza; porque para asegurarnos y librarnos de todo temor en medio de tantos peligros, asechanzas y ataques mortales, y para hacernos salir victoriosos, promete que ninguno de cuantos su Padre le ha confiado perecerá (Jn. 10, 27-30).

De aquí concluimos que todos aquellos que no se reconocen parte del pueblo de Dios son desgraciados, pues siempre están en un continuo temor; y por eso, todos aquellos que cierran los ojos y no quieren ver ni oír estos tres frutos que hemos apuntado y querrían derribar este fundamento, piensan muy equivocadamente y se hacen gran daño a si mismos y a todos los fieles. Y aún más; afirmo que de aquí nace la Iglesia, la cual, como dice san Bernardo,2 sería imposible encontrarla ni reconocerla entre las criaturas, pues que está de un modo admirable escondida en el regazo de la bienaventurada predestinación y entre la masa de la miserable condenación de los hombres.
Pero antes de seguir adelante con esta materia es preciso que haga dos prenotandos para dos clases diversas de personas.

1º. En guardia contra los indiscretos y los curiosos. Como quiera que esta materia de la predestinación es en cierta manera oscura en si misma, la curiosidad de los hombres la hace muy enrevesada y peligrosa; porque el entendimiento humano no se puede refrenar, ni, por más limites y términos que se le señalen, detenerse para no extraviarse por caminos prohibidos, y elevarse con el afán, Si le fuera posible, de no dejar secreto de Dios sin revolver y escudriñar. Mas como vemos que a cada paso son muchos los que caen en este atrevimiento y desatino, y entre ellos algunos que por otros conceptos no son realmente malos, es necesario que les avisemos oportunamente respecto a cómo deben conducirse en esta materia.
Lo primero es que se acuerden que cuando quieren saber los secretos de la predestinación, penetran en el santuario de la sabiduría divina, en el cual todo el que entre osadamente no encontrará cómo satisfacer su curiosidad y se meterá en un laberinto del que no podrá salir. Porque no es justo que lo que el Señor quiso que fuese oculto en si mismo y que El solo lo entendiese, el hombre se meta sin miramiento alguno a hablar de ello, ni que revuelva y escudriñe desde la misma eternidad la majestad y grandeza de la sabiduría divina, que El quiso que adorásemos, y no que la comprendiésemos, a fin de ser para nosotros de esta manera admirable. Los secretos de su voluntad que ha determinado que nos sean comunicados nos los ha manifestado en su Palabra. Y ha determinado que es bueno comunicarnos todo aquello que vela sernos necesario y provechoso.

1 Se advertirá que Calvino pone su enseñanza sobre la doctrina de la elección en el libro que trata de la salvación y de la participación de la gracia de Jesucristo, y no en el libro primero, que contenla la doctrina sobre Dios. No se trata, pues, para él de una doctrina metafísica.
2 Sermón sobre el Cantar de los Cantares, ser. LXXVIII, 4.

2. La advertencia de san Agustín
“Hemos llegado al camino de la fe”, dice san Agustín, “permanezcamos constantemente en ella, y nos llevará hasta la habitación del rey de la gloria, en la cual todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría están escondidos. Porque el Señor Jesús no tenia envidia a los discípulos que había exaltado a tan gran dignidad cuando les decía: Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar (Jn. 16,12). Es preciso que caminemos, que aprovechemos, que crezcamos, para que nuestros corazones sean capaces de aquellas cosas que al presente no podemos entender. Y si el último día nos cogiere aprovechando, allá fuera de este mundo aprenderemos lo que no pudimos entender aquí.”1
Si reina en nosotros el pensamiento de que la Palabra de Dios es el único camino que nos lleva a investigar todo cuanto nos es licito saber de El, y la única y sola luz que nos alumbra para ver todo cuanto es menester que veamos, fácilmente nos podrá refrenar y detener, de tal manera que no caigamos en ninguna temeridad. Porque sabremos que en el momento en que traspasemos los limites señalados por la Escritura, vamos perdidos, fuera de camino y entre grandes tinieblas; y, por tanto, que no podremos hacer otra cosa que errar, resbalar y tropezar a cada paso.
Ante todo, pues, tengamos delante de los ojos, que no es menos locura apetecer otra manera de predestinación que la que nos está expuesta en la Palabra de Dios, que si un hombre quisiera andar fuera de camino por rocas y peñascos, o quisiese ver en medio de las tinieblas. Y no nos avergoncemos de ignorar algo, si en ello hay una ignorancia docta. Más bien, abstengámonos voluntariamente de apetecer aquella ciencia, cuya búsqueda es loca y peligrosa, e incluso la ruina total. Y si la curiosidad de nuestro entendimiento nos acucia, tengamos siempre a mano para retenerla aquella admirable sentencia: “Comer mucha miel no es bueno, ni el buscar la propia gloria es gloria” (Prov. 25,27). Porque tenemos motivo para detestar este atrevimiento, ya que no puede hacer otra cosa que precipitarnos en la ruina y la perdición.

1 Agustín, Evangelio de Juan, LIII, 7.

3. 2°. Los tímidos descuidan una parte de la Escritura
Hay otros, que queriendo poner remedio a este mal se esfuerzan en sepultar todo recuerdo de la predestinación; por lo menos enseñan que los hombres se deben guardar de cualquier cuestión sobre la predestinación, como de algo muy peligroso. Y aunque esta modestia de querer que los hombres no se metan en investigaciones sobre los secretos misterios de Dios, sino con gran sobriedad es mucho más digna de alabanza, sin embargo corno descienden demasiado bajo, de poco aprovecha al espíritu humano, a quien no es fácil vendarle los ojos.
Por tanto, para guardar también aquí la mesura y el orden debidos, es preciso que nos volvamos a la Palabra del Señor, en la cual tenemos una regla ciertísima para una debida inteligencia. Porque la Escritura es la escuela del Espíritu Santo en la cual ni se ha dejado de poner cosa alguna necesaria y útil de conocer, ni tampoco se enseña más que lo que es preciso saber. Debemos, pues, guardarnos mucho de impedir que los fieles quieran saber todo cuanto en la Palabra de Dios está consignado referente a la predestinación, a fin de que no parezca que queremos defraudarlos o privarles del bien y del beneficio que Dios ha querido comunicarles, o acusar al Espíritu Santo de haber manifestado cosas que hubiera sido preferible mantener secretas.
Permitamos, pues, al cristiano que abra sus oídos y su entendimiento a todo razonamiento y a las palabras que Dios ha querido decirle, con tal que el cristiano use tal templanza y sobriedad, que tan pronto como vea que el Señor ha cerrado su boca sagrada, cese él también y no lleve adelante su curiosidad haciendo nuevas preguntas. Tal es el limite de la sobriedad que hemos de guardar: que al aprender, sigamos a Dios, dejándole hablar primero; y si el Señor deja de hablar, tampoco nosotros queramos saber más, ni pasar más adelante.
El peligro que éstos temen no es tampoco de tanta importancia que por eso debamos dejar de oír todo cuanto el Señor quiera decirnos. Célebre es el dicho de Salomón: “Gloria de Dios es encubrir un asunto” (Prov. 25,2). Mas como la piedad y el sentido común nos enseñan que esto no se debe entender en general de todas las cosas, debemos hacer alguna distinción para no engañarnos bajo pretexto de modestia y sobriedad, y contentarnos con una ignorancia brutal. Esta distinción en pocas y muy breves palabras la establece Moisés, cuando dice: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová, nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre” (Dt. 29,22). Vemos, pues, cOmo él exhorta a su pueblo a que se aplique al estudio de la Ley, porque Dios ha tenido a bien manifestársela. Pero, no obstante, mantiene a ese mismo pueblo dentro de los límites y términos de la enseñanza que se le había dado, en virtud de esta única razón: que no es lícito a los mortales la curiosidad de saber los secretos de Dios.

4. 3°. Otros se escandalizan de todo
Confieso que la gente maliciosa encuentra en seguida en esta materia de la predestinación motivo para acusar, discutir, morder y burlarse. Mas si hemos de temer su petulancia y desvergüenza, ya podemos callarnos y sepultar los artículos principales de nuestra fe, de los cuales no dejan ni uno sin contaminarlo con sus blasfemias. Un espíritu rebelde y contumaz se mofará no menos insolentemente al oír decir que en la esencia única de Dios hay tres Personas, que Si oye que Dios creó al hombre previendo lo que había de ser de él. Ni tampoco dejará de burlarse, si se le dice que hace poco más de cinco mil años1 que fue creado el mundo; porque preguntarán cuál es la causa de que la virtud y potencia de Dios hayan estado durante tanto tiempo ociosas y sin hacer nada. En fin; no será posible afirmar nada de lo que no se rían y hagan burla.
¿Para evitar estos sacrilegios debemos por ventura dejar de hablar de la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo? ¿Hemos de callar la creación del mundo? Muy al contrario; la verdad de Dios no solamente en este punto, sino en todas las cosas, es tan poderosa, que no teme las malas lenguas de los impíos, corno lo demuestra muy admirablemente san Agustín en el libro que tituló Del don de la Perseverancia.2 Porque vemos que los falsos profetas, blasfemando e infamando la doctrina de san Pablo no han podido conseguir que él se avergonzase de ella.

4°. Otros, en fin, se inquietan por las consecuencias psicológicas de la predestinación. En cuanto a lo que aducen algunos, que esta doctrina es muy peligrosa, incluso para los mismos fieles, porque es contraria a las exhortaciones, porque echa por tierra la fe, y porque revuelve y hace desfallecer el corazón de los hombres, todo esto que alegan es vano.

1 Calvino adopta la cronología tradicional de su época para establecer el origen del mundo. Los descubrimientos científicos todavía no han obligado a los exegetas de este siglo XVI a abandonar la interpretación literal de esta cuestión. Cfr. Institución, I, xiv, 1. [nota del editorial FELiRe, no del traductor ni de Calvino]
2 Caps. XV a XX.

El mismo san Agustín1 no disimula que le han reprendido por todas estas razones, porque explicaba con toda libertad la predestinación; pero él los refutó suficientemente, como era capaz de hacerlo.

Respuesta. En cuanto a nosotros, como se nos objetan muy diversos absurdos respecto a esta doctrina, será muy conveniente que respondamos a cada uno de ellos oportunamente. Por el momento solo deseo conseguir de todos los hombres en general, que no escudriñemos ni queramos saber lo que el Señor ha escondido y no quiere que se sepa; y que no menospreciemos lo que El nos ha manifestado y declarado en su Palabra; y ello, para que por una parte no seamos condenados por nuestra excesiva curiosidad, y de otra, por nuestra ingratitud. Porque dice muy bien san Agustín,2 que con toda seguridad podemos seguir la Escritura, la cual, como una madre con su criatura, va poco a poco conociendo nuestra debilidad, para no dejarnos atrás.
En cuanto a los que son tan cautos y tímidos, que querrían que la Palabra de Dios fuese del todo sepultada y jamás se hablase de ella para no perturbar a los corazones tímidos, ¿bajo qué pretexto, pregunto yo, pueden ocultar su arrogancia cuando indirectamente tachan a Dios de loca inconsideración, como si no hubiera visto antes el peligro, que ellos con su prudencia creen que van a evitar?
Por tanto, todo el que hace odiosa la materia de la predestinación clara y abiertamente habla mal de Dios, como si inadvertidamente se le hubiera escapado manifestar algo que no puede menos de hacer gran daño a la Iglesia.

5. La doctrina de la predestinación se funda en la Escritura y en la experiencia
Nadie que quiera ser tenido por hombre de bien y temeroso de Dios se atreverá a negar simplemente la predestinación, por la cual Dios ha adoptado a los unos para salvación, y a destinado a los otros a la muerte eterna; pero muchos la rodean de numerosas sutilezas; sobre todo los que quieren que la presciencia sea causa de la predestinación. Nosotros admitimos ambas cosas en Dios, pero lo que ahora afirmamos es que es del todo infundado hacer depender la una de la otra, como si la presciencia fuese la causa y la predestinación el efecto. Cuando atribuimos a Dios la presciencia queremos decir que todas las cosas han estado y estarán siempre delante de sus ojos, de manera que en su conocimiento no hay pretérito ni futuro, sino que todas las cosas le están presentes; y de tal manera presentes, que no las imagina con una especie de ideas o formas
— a la manera que nos imaginamos nosotros las cosas cuyo recuerdo retiene nueStro entendimiento —, sino que las ye y contempla como si verdaderamente estuviesen delante de El. Y esta presciencia se extiende por toda la redondez de la tierra, y sobre todas las criaturas.

1Ibid., cap. XVI, 34 y ss.; XX, 52 etc.; Carta CCXXVI, 8 — De Hilario a Agustín.
2 Sobre el Génesis en sentido literal, lib. V, cap. in, 6.

Definición. Llamamos predestinación al eterno decreto de Dios, por el que ha determinado lo que quiere hacer de cada uno de los hombres. Porque El no los crea a todos con la misma condición, sino que ordena a unos para la vida eterna, y a otros para condenación perpetua. Por tanto, según el fin para el cual el hombre es creado, decimos que está predestinado a vida o a muerte.

1°. La elección de las naciones. Pues bien, Dios ha dado testimonio de esta predestinación, no solamente respecto a cada persona particular, sino también a toda la raza de Abraham, a la cual ha propuesto como ejemplo para que todo el mundo comprenda que es El quien ordena cuál ha de ser la condición y estado de cada pueblo y nación. “Cuando el Altísimo”, dice Moisés, “hizo herederar a las naciones; cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los limites de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó” (Dt. 32, 8—9). Aquí se ye claramente la elección; y es que en la persona de Abraham, como en un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y apartado de los demás, que son rechazados. Pero la causa no aparece, sino que Moisés, a fin de suprimir toda ocasión de gloriarse, enseña a sus sucesores que toda su dignidad consiste únicamente en el amor gratuito de Dios. Porque pone como razón de su libertad, que Dios amó a sus padres y escogió a su descendencia después de ellos (Dt. 4,37). Y en otro lugar habla todavía más claramente: No por ser vosotros más en número que todos los pueblos os ha escogido, sino porque Jehová os amó (Dt. 7,7—8). Esta advertencia la repite muchas veces: “He aquí, de Jehová, tu Dios, son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra y todas las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a nosotros, de entre todos los pueblos” (Dt. 10,14—15). Y en otro lugar les manda que sean puros y santos, porque son elegidos como pueblo peculiar de Dios (Dt.26, 18—19). Y lo mismo en otro pasaje repite que el amor que Dios les profesaba era la causa de que fuera su protector (Dt. 23,5). Lo cual los fieles también confiesan a una voz: El nos eligió nuestra heredad, la hermosura de Jacob, al cual amó (Sal. 47, 4). Pues ellos atribuyen a este amor gratuito todos los ornamentos con que Dios les había adornado. Y esto no solamente porque sabían que no los habían adquirido por ningún mérito suyo, sino también porque conocían que ni el mismo santo patriarca Jacob tuvo virtud suficiente para adquirir para Si y para su posteridad tan singular prerrogativa y dignidad. Y para mejor suprimir toda ocasión de orgullo y de soberbia, les echa en cara a los judíos que ninguna cosa han merecido menos que ésta de ser amados por Dios, puesto que eran un “pueblo duro de cerviz” (Dt. 9,6).
También los profetas hacen muchas veces mención de esta elección para más afrentar a los judíos por haberse apartado de ella tan vilmente.
Como quiera que sea, respondan ahora los que quieren ligar la elección de Dios a la dignidad de los hombres, o a los méritos de las obras. Al ver que una nación es preferida a las demás, y comprender que Dios no se movió por consideración de ninguna clase a inclinarse a una nación tan pequeña y menospreciada, y lo que es peor, de gente mala y perversa, ¿van a emprenderla con Dios porque tuvo a bien dar tal ejemplo de misericordia? Mas con todas sus murmuraciones y lamentos no podrán impedir la obra de Dios; ni arrojando contra el cielo su despecho, cual si fueran piedras, herirán ni perjudicarán Su justicia; antes bien les caerán en la cara.
Se les recuerda también a los israelitas este principio de la elección gratuita cuando se trata de dar gracias a Dios, o de confirmarse en una esperanza respecto al futuro. “El nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos, y ovejas de su prado” (Sal. 100,3). La negación que emplea no es superflua, sino que se añade para excluirnos a nosotros mismos, a fin de que entendamos que de todos los bienes de que gozamos no solamente es Dios el autor, sino además que El mismo se ha movido a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros que las mereciera.
Nos exhorta también a que nos contentemos con el solo beneplácito de Dios, diciendo: “Descendencia somos de Abraham, su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos” (Sal. 105,6). Y después de haber enumerado los continuos beneficios que habían recibido como fruto de su elección, concluye que Dios se ha portado tan liberalmente con ellos por haberse acordado de su pacto. A esta doctrina responde el cántico de toda la Iglesia: Tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro dieron esta tierra a tus padres, porque te complaciste en ellos (Sal. 44,3). Sin embargo hemos de notar que cuando se hace mención de la tierra, se da como señal y marca visible de la secreta elección de Dios, por la que fueron adoptados.
A la misma gratitud exhorta David al pueblo: “Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para si” (Sal. 33,12). Y Samuel los anima a tener esperanza: “Jehová no desamparará a su pueblo, por su grande nombre; porque Jehová ha querido hacernos pueblo suyo” (1 Sm. 12,22). De la misma manera se anima a si mismo David, pues viendo su fe asaltada, se arma para poder resistir, diciendo: “Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti para que habite en tus atrios” (Sal. 65,4).
Mas como la elección que de otra manera permanecería escondida en Dios ha sido ratificada, tanto con la primera libertad del cautiverio de los judíos, como con la segunda y con otros diversos beneficios que tuvieron lugar, la palabra elegir se aplica algunas veces a estos testimonios manifiestos, los cuales, sin embargo, llevan implícita esta elección. Como en Isaías: “Jehová tendrá piedad de Jacob y todavía escogerá a Israel” (Is. 14, 1). Porque hablando del futuro dice que la reunión que verificará del resto del pueblo, al que parecía haber desheredado, será una señal de que su elección permanecerá firme y estable, aunque parecía que ya había perdido su fuerza y valor. Y cuando en otro lugar dice: “Te escogí, y no te deseché” (Is. 41,9), engrandece el curso ininterrumpido de su amor paternal, que con tantos beneficios y mercedes había mostrado. Y aún más claramente lo dice el ángel en Zacarías: “Y Jehová poseerá a Judá su heredad en la tierra santa, y escogerá aún a Jerusalem” (Zac. 2, 12), como si al castigarla ásperamente la hubiese reprobado, o que el destierro y cautiverio hubiese interrumpido la elección, que siempre queda en su integridad e inviolable, aunque no siempre se vean las señales.

6. 2°. La elección en el seno mismo de las doce tribus de Israel
Añadamos ahora un segundo grado de elección, que no se extiende tanto, a fin de que la gracia de Dios se vea y conozca más en particular, en el hecho de haber Dios repudiado a algunos de la misma raza de Abraham y haber mantenido a otros en el seno de su Iglesia para mostrar que los conservaba como suyos.
Ismael al principio fue igual que su hermano Isaac, puesto que el pacto espiritual no menos había sido sellado en su cuerpo con el sacramento de la circuncisión. Es separado Ismael, y después Esaú, y finalmente una infinidad de gente, y casi todo Israel. La posteridad se suscitó en Isaac (Gn. 2l, 12); la misma vocación continuó en Jacob. Un ejemplo semejante demostró Dios reprobando a Saúl (1 Sm. 15,23; 16,1); lo cual en el salmo se ensalza sobremanera: “Desechó”, dice, “la tienda de José, y no escogió la tribu de Efraín, sino que escogió la tribu de Judá” (Sal. 78,67). Lo cual la historia sagrada repite muchas veces, para que con este cambio se vea bien claro el admirable secreto de la gracia de Dios.
Confieso que Ismael, Esaú, y otros semejantes, por su culpa fueron excluidos de la elección; porque se puso como condición que por so parte guardasen el pacto de Dios, el cual ellos deslealmente traspasaron. Sin embargo fue un singular privilegio de Dios que tuviera a bien preferirlos a todas las gentes, como se dice en el salmo: “No ha hecho así con ninguna otra de las naciones; y en cuanto a sus juicios, no los conocieron” (Sal. 147, 20).
No sin motivo he dicho que hay que advertir aquí dos grados; porque ya en la elección de todo el pueblo de Israel mostró Dios que cuando El usa de su mera liberalidad no tiene nada que ver con ley alguna, sino que es libre y obra como le agrada; de modo que por ningún concepto se le puede exigir que reparta su gracia por igual a todos; ya que la misma desigualdad muestra que su liberalidad es verdaderamente gratuita. Por esta causa el profeta Malaquías, queriendo agravar la ingratitud del pueblo de Israel, les reprocha que no solamente han sido escogidos entre todo el género humano, sino que perteneciendo a la casa sagrada de Abraham y siendo puestos aparte, no obstante han menospreciado vilmente a Dios, que era para ellos un padre liberal y munífico. “¿No era Esaú hermano de Jacob?, dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (Mal. 1,2—3). Dios da por supuesto aquí como algo evidente, que habiendo sido ambos hermanos engendrados de Isaac, y siendo por consiguiente, herederos del pacto celestial y ramas de una raíz santa, sin embargo los hijos de Jacob estaban tanto más obligados, en cuanto que habían sido elevados a tan alta dignidad; mas, puesto que habiendo rechazado a Esaú, que era el primogénito, su padre Jacob, que era inferior a su hermano según el orden natural, fue no obstante hecho único heredero, les acusa de doble ingratitud, quejándose de que ni siquiera con este doble lazo han podido ser mantenidos en sujeción.

7. 3°. La elección de las personas particulares
Aunque se ye ya claramente que Dios en su secreto consejo elige a aquellos que le agrada, rechazando a los demás, sin embargo no queda del todo expuesta su elección gratuita, mientras no descendamos a cada persona en particular, a las cuales Dios no solamente ofrece la salvación, sino que además la sella de tal manera, que la certidumbre de conseguir su efecto no queda en suspenso ni dudosa. Estos son contados en aquella posteridad única que menciona san Pablo (Rom. 9,8; Gál. 3, 16. 19—20). Porque si bien la adopción fue puesta en manos de Abraham como en un depósito, como quiera que muchos de sus descendientes fueron cortados, como miembros podridos, a fin de que la elección consiga su eficacia y sea verdaderamente firme, es necesario que subamos hasta la cabeza, en la cual el Padre celestial ha unido entre sí a los fieles y los ha ligado a sí con un nudo indisoluble.
De esta manera se mostró el favor gratuito de Dios en la adopción del linaje de Abraham, lo cual negó a otros; pero la gracia que se ha concedido a los miembros de Cristo tiene otra preeminencia de dignidad; porque habiendo sido injertados en su Cabeza, jamás serán cortados ni perecerán. Por eso san Pablo argumenta muy bien del texto de Malaquias, poco antes aducido, y en el cual Dios, invitando a si a un cierto pueblo y prometiéndole la vida eterna, tiene sin embargo una especial manera de elegir a una parte del mismo, de suerte que no todos son elegidos realmente con una misma gracia. Lo que dice: amé a Jacob, se refiere a toda la descendencia del patriarca, la cual Malaquias opone a los descendientes de Esaú. Pero esto no impide que en la persona de un hombre se nos haya propuesto un ejemplo de elección, que en modo alguno puede frustrarse, sino que siempre liega a su pleno efecto. No sin causa advierte san Pablo que los que pertenecen al cuerpo de Jesucristo son llamados “un remanente” (Rom. 11,5), puesto que la experiencia demuestra que de la gran multitud que forma la Iglesia, la mayoría de ellos se extravía, y se van unos por un sitio, otros por otro, de forma que no quedan sino muy pocos.
Si alguno pregunta cuál es la causa de que la elección general del pueblo no sea firme y no consiga su efecto, la respuesta es fácil; la causa es porque a aquellos con quienes Dios pacta, no les da en seguida su Espíritu de regeneración, en virtud del cual perseveren hasta el fin en el pacto y alianza; pero la vocación externa sin la interna eficacia del Espíritu Santo, que es lo que da fuerzas para seguir adelante, les sirve como de gracia intermedia entre la exclusión del género humano y la elección de un pequeño número de fieles.1 Todo el pueblo de Israel fue llamado heredad de Dios, a la cual sin embargo muchos fueron extraños y ajenos; mas como no en vano Dios había prometido que serla su Padre y Redentor, ha querido, al darle este titulo, tener en cuenta más bien Su favor gratuito que la deslealtad de los muchos que habían apostatado y se habían separado de El; los cuales sin embargo no pudieron abolir Su verdad; porque al conservar un remanente se vio que su vocación fue irrevocable, pues el hecho de que Dios haya formado su Iglesia de los descendientes de Abraham en vez de las naciones paganas, prueba que tuvo en cuenta su pacto, el cual, violado por la mayoría, lo limitó a pocos, a fin de que no fuese del todo anulado y sin valor.
Finalmente, aquella común y general adopción de la raza de Abraham ha sido como una imagen visible de un beneficio mucho mayor, del que hizo partícipes a algunos en particular, sin tener en cuenta a la generalidad. Esta es la razón por la que san Pablo distingue tan diligentemente entre los hijos de Abraham según la carne, y sus hijos según el espíritu, que han sido llamados conforme al ejemplo de Isaac (Rom. 9,7-8). No que haber sido hijos de Abraham haya sido una cosa simplemente vana e inútil — lo cual no se puede decir sin ofender gravemente al pacto divino —, sino porque el inmutable consejo de Dios con el cual predestinó para si a aquellos que tuvo a bien, ha demostrado su eficacia y virtud para salvación de aquellos que decimos ser hijos de Abraham según el espíritu.
Ruego y exhorto a los lectores a que no se anticipen a adherirse a ninguna opinión hasta que oyendo los testimonios de la Escritura que citaré, sepan a qué han de atenerse.

Resumen del presente capítulo y de los tres siguientes. Decimos, pues,
— como la Escritura lo demuestra con toda evidencia — que Dios ha designado de una vez para siempre en su eterno e inmutable consejo, a aquellos que quiere que se salven, y también a aquellos que quiere que se condenen. Decimos que este consejo, por lo que toca a los elegidos, se funda en la gratuita misericordia divina sin respecto alguno a la dignidad del hombre; al contrario, que la entrada de la vida está cerrada para todos aquellos que El quiso entregar a la condenación; y que esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual, sin embargo, es justo e irreprochable.
Asimismo enseñamos que la vocación de los elegidos es un testimonio de su elección; y que la justificación es otra marca y nota de ello, hasta que entren a gozar de la gloria, en la cual consiste su cumplimiento. Y así como el Señor señala a aquellos que ha elegido, llamándolos y justificándolos; así, por el contrario, al excluir a los réprobos del conocimiento de su nombre o de la santificación de su Espíritu, muestra con estas señales cuál será su fin y qué juicio les está preparado.
No haré aquí mención de muchos desatinos que hombres vanos se han imaginado, para echar por tierra la predestinación, ya que ellos mismos muestran su falsedad y mentira con el simple enunciado de sus opiniones. Solamente me detendré a considerar las razones que se debaten entre la gente docta, o las que podrían causar algún escrúpulo o dificultad a las personas sencillas, o los que tienen cierta apariencia, que podría hacer creer que Dios no es justo, si fuese tal como nosotros creemos que es referente a esta materia de la predestinación.

1 Calvino tratará de la vocación general externa y de la vocación particular, interior y eficaz, en el capitulo XXIV.
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POR JUAN CALVINO

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