CAPITULO XX

DE LA ORACIÓN.
ELLA ES EL PRINCIPAL EJERCICIO DE LA FE Y POR ELLA RECIBIMOS CADA DIA LOS BENEFICIOS DE DIOS
Parte 1
(Para Parte 2, Oprima aquí)

1. Lugar de la oración en el conjunto de la vida cristiana
Por lo que hasta ahora hemos expuesto se ye claramente cuán necesitado está el hombre y cuán desprovisto de toda suerte de bienes, y cómo le falta cuanto es necesario para su salvación. Por tanto, si quiere procurarse los medios para remediar su necesidad, debe salir de si mismo y buscarlos en otra parte.
También hemos demostrado que el Señor voluntaria y liberalmente se nos muestra a si mismo en Cristo, en el cual nos ofrece la felicidad en vez de la miseria y toda clase de riquezas en vez de la pobreza; en el cual nos abre y presenta los tesoros del cielo, a fin de que nuestra fe ponga sus ojos en su amado Hijo; que siempre estemos pendientes de El y que toda nuestra esperanza se apoye y descanse en El. Esta, en verdad, es una secreta y oculta filosofía que no se puede entender por silogismos; solamente la entienden y aprenden aquéllos a quienes Dios ha abierto los ojos, para que vean claro con su luz.
Sabiendo, pues, nosotros por la fe, que todo el bien que necesitamos y de que carecemos en nosotros mismos se encuentra en Dios y en nuestro Señor Jesucristo, en quien el Padre ha querido que habitase la plenitud de su liberalidad para que de El, como de fuente abundantísima, sacásemos todos, solo queda que busquemos en El y que mediante la oración le pidamos lo que sabemos que está en El. Porque de otra manera, conocer a Dios por autor, señor y dispensador de todos los bienes, que nos convida a pedírselos, y por otra parte, no dirigirnos a El, ni pedirle nada, de nada nos servirla. Como si una persona no hiciese caso y dejase enterrado y escondido bajo tierra un tesoro que le hubieran enseñado.
Y así el Apóstol, para probar que no puede existir verdadera fe sin que de ella brote la invocación, señaló este orden: como la fe nace del Evangelio, igualmente por ella somos instruidos para invocar a Dios (Rom. 10, 14). Que es lo mismo que poco antes habla dicho: El espíritu de adopción, el cual sella en nuestros corazones el testimonio del Evangelio, hace que se atrevan a elevar a Dios sus deseos, suscitando en nosotros gemidos indecibles, y que clamen confiadamente: Padre (Rom.8, 15.26).
Debemos, pues, tratar ahora más por extenso este último punto, del que hasta ahora sólo incidentalmente hemos hablado.

2. Definición, necesidad y utilidad de la oración
Así que por medio de la oración logramos llegar hasta aquellas riquezas que Dios tiene depositadas en si mismo. Porque ella es una especie de comunicación entre Dios y los hombres, mediante la cual entran en el santuario celestial, le recuerdan sus promesas y le instan a que les muestre en ha realidad, cuando la necesidad lo requiere, que lo que han creído simplemente en virtud de su Palabra es verdad, y no mentira ni falsedad. Vemos, pues, que Dios no nos propone cosa alguna a esperar de El, sin que a la vez nos mande que se la pidamos por la oración; tan cierto es lo que hemos dicho, que con la oración encontramos y desenterramos los tesoros que se muestran y descubren a nuestra fe por el Evangelio.
No hay palabras lo bastante elocuentes para exponer cuán necesario, útil y provechoso ejercicio es orar al Señor. Ciertamente no sin motivo asegura nuestro Padre celestial que toda la seguridad de nuestra salvación consiste en invocar su nombre (Jl. 2,32); pues por ella adquirimos la presencia de su providencia, con la cual vela, cuidando y proveyendo cuanto nos es necesario; y de su virtud y potencia, con la cual nos sostiene a nosotros, flacos y sin fuerzas; y asimismo la presencia de su bondad, por la cual a nosotros miserablemente agobiados por los pecados, nos recibe en su gracia y favor; y, por decirlo en una palabra, lo llamamos, a fin de que nos muestre que nos es favorable y que está siempre con nosotros.
De aquí nos proviene una singular tranquilidad de conciencia, porque habiendo expuesto al Señor la necesidad que nos acongojaba, descansamos plenamente en El, sabiendo que conoce muy bien todas nuestras miserias Aquel de quien estamos seguros que nos ama y que puede absolutamente suplir a todas nuestras necesidades.

3. Objeción sacada de la omnisciencia de Dios. Respuesta
Nos dirá alguno: ¿Es que no sabe El muy bien sin necesidad de que nadie se lo diga las necesidades que nos acosan y qué es lo que nos es necesario? Por ello podría parecer en cierta manera superfluo solicitarlo con nuestras oraciones, como si El hiciese que nos oye, o que permanece dormido hasta que se lo recordamos con nuestro clamor.
Los que así razonen no consideran el fin por el que el Señor ha ordenado la oración tanto por razón de El, cuanto por nosotros. El que quiere, como es razonable, conservar su derecho, quiere que se le dé lo que es suyo; es decir, que los hombres comprendan, confiesen y manifiesten en sus oraciones, que todo cuanto desean y yen que les sirve de provecho les viene de El. Sin embargo todo el provecho de este sacrificio con el que es honrado revierte sobre nosotros. Por eso los santos patriarcas, cuanto más atrevidamente se gloriaban de los beneficios que Dios a ellos y a los demás les había concedido, tanto más vivamente se animaban a orar.
En confirmación de esto basta alegar el solo ejemplo de Elías, el cual, seguro del consejo de Dios, después de haber prometido sin temeridad al rey Acab que llovería, no por eso deja de orar con gran insistencia; y envía a su criado siete veces a mirar si asomaba la lluvia (1 Re. 18, 41—43); no que dudase de la promesa que por mandato de Dios había hecho, sino porque sabia que su deber era proponer su petición a Dios, a fin de que su fe no se adormeciese y decayera.

Seis razones principales de orar a Dios. Por tanto, aunque Dios vela y está atento para conservarnos, aun cuando estamos distraídos y no sentimos nuestras miserias, y si bien a veces nos socorre sin que le roguemos, no obstante nos importa grandemente invocarle de continuo.
Primeramente, a fin de que nuestro corazón se inflame en un continuo deseo de buscarle, amarle y honrarle siempre, acostumbrándonos a acogernos solamente a El en todas nuestras necesidades, como a puerto segurísimo.
Asimismo, a fin de que nuestro corazón no se vea tocado por ningún deseo, del cual no nos atrevamos al momento a ponerlo como testigo, conforme lo hacemos cuando ponemos ante sus ojos todo lo que sentimos dentro de nosotros y desplegamos todo nuestro corazón en presencia suya sin ocultarle nada.
Además, para prepararnos a recibir sus beneficios y mercedes con verdadera gratitud de corazón y con acción de gracias; ya que por la oración nos damos cuenta de que todas estas cosas nos vienen de su mano.
Igualmente, para que una vez que hemos alcanzado lo que le pedimos nos convenzamos de que ha oído nuestros deseos, y por ellos seamos mucho más fervorosos en meditar su liberalidad, y a la vez gocemos con mucha mayor alegría de las mercedes que nos ha hecho, comprendiendo que las hemos alcanzado mediante la oración.
Finalmente, a fin de que el uso mismo y la continua experiencia confirme en nosotros, conforme a nuestra capacidad, su providencia, comprendiendo que no solamente promete que jamás nos Faltará, que por su propia voluntad nos abre la puerta para que en el momento mismo de la necesidad podamos proponerle nuestra petición y que no nos da largas con vanas palabras, sino que nos socorre y ayuda realmente.
Por todas estas razones nuestro Padre Clementísimo, aunque jamás se duerme ni está ocioso, no obstante muchas veces da muestras de que es así y de que no se preocupa de nada, para ejercitamos de este modo en rogarle, pedirle e importunarle, porque ve que esto es muy conveniente para poner remedio a nuestra negligencia y descuido.
Muy fuera, pues, de camino van aquellos que a fin de alejar a los hombres de la oración objetan que la divina providencia está alerta para conservar todo cuanto ha creado, y que, por tanto, es superfluo andar insistiendo con nuestras peticiones e importunidades; ya que el Señor por el contrario afirma: “Cercano está Jehová a todos los que le invocan” (Sal. 145, 18).
No ofrece más consistencia la otra objeción, de que es cosa superflua pedir al Señor lo que El está pronto a darnos por su propia voluntad; ya que El quiere que atribuyamos a la oración todo cuanto alcanzamos de su liberal magnificiencia. Lo cual confirma admirablemente aquella sentencia del salmista: “Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos” (Sal. 34, 15), Esto demuestra que Dios procura la salvación de los fieles por Su propia voluntad, de tal manera que sin embargo desea que ejerciten su fe en pedirle, a fin de purificar sus corazones de todo olvido o negligencia.
Velan, pues, los ojos del Señor para socorrer la necesidad de los ciegos; pero quiere, no obstante, que nosotros de nuestra parte gimamos, para mejor mostrarnos el amor que nos tiene. De esta manera ambas cosas son verdad: No se dormirá el que guarda a Israel (Sal. 121,3); y que no obstante, se retira como si nos hubiese olvidado cuando nos ve perezosos y mudos.

LAS REGLAS DE LA ORACIÓN

4. 1º. El entendimiento y el corazón
a. Los pensamientos requeridos para hablar con Dios. Sea, pues, ésta la primera ley para orar conveniente y debidamente: que vayamos preparados con tal disposición y voluntad, cual deben tenerla los que han de hablar con Dios.
Por lo que respecta a nuestra alma tendría efecto, si libre de los pensamientos y cuidados de la carne, con los cuales puede apartarse o estorbarse para ver bien a Dios, no solamente toda ella se entrega a orar, sino además, en cuanto fuese posible, se levanta y sube sobre si misma.
Por lo demás, tampoco exijo yo un ánimo tan desprendido, que no tenga cosa alguna que le acongoje ni le apene; ya que, por el contrario, es preciso que nuestro fervor para orar se inflame y encienda en nosotros con las angustias y pesares. Como lo vemos en los santos siervos de Dios, quienes aseguran que se encontraban entre grandísimos tormentos — ¡cuánto más entre inquietudes! —, cuando dicen que desde lo profundo del abismo claman al Señor (Sal. 130,1). Mas sí creo que es necesario arrojar de nosotros todas las preocupaciones ajenas, que pueden desviar nuestra atención hacia otro lado y hacer que descienda del cielo para arrastrarse por la tierra. Asimismo sostengo que es preciso que el alma se levante por encima de sí misma; quiero decir, que no debe llevar ante la presencia divina ninguna de las cosas que nuestra loca y ciega razón suele forjarse; y que no debe encerrarse dentro de su vanidad, sino que ha de elevarse a una pureza digna de Dios y tal como Él la exige.

5. Seria aplicación y concentración del espíritu ante la majestad de Dios
Hay que advertir muy bien dos cosas.
En primer lugar, que todo el que se prepara a orar ha de aplicar u este propósito todos sus sentidos y entendimiento, y que no se distraiga — como suele acontecer — con fantasías y pensamientos ligeros Porque no hay cosa más contraria a la reverencia que debemos a Dios, que la ligereza que procede de la libertad que nos tomamos para andar divagando, según suele decirse, “como moro sin señor”, cual si no nos importara gran cosa Dios. Y tanto más hemos de aplicar todas nuestras fuerzas a esto, cuan Lo más difícil vemos que es por experiencia. Porque no hay nadie tan concentrado en la oración, que no sienta cómo penetran furtivamente en su espíritu numerosas fantasías, que interrumpen el hilo de la oración, o la detienen con una especie de rodeos.
Así pues, hemos de recordar cuán vil e indigna cosa es cuando nos llama Dios y nos admite a hablar familiarmente con Él, abusar de tanta bondad y gentileza, mezclando el cielo con la tierra, lo sagrado con lo profano; de manera, que no se pueda retener nuestra atención en El; y como si estuviéramos tratando con un hombre cualquiera interrumpamos la conversación cuando oramos distrayéndonos con cuanto se nos ocurre.
Comprendamos, pues, que solamente se prepara y dispone a orar como es menester aquel a quien la majestad de Dios toca, para que, desentendiéndose de todo cuidado y afecto terreno, se llegue a Él. Es lo que significa la ceremonia de alzar las manos, que usamos al orar; a fin de que los hombres recuerden que están muy lejos de Dios si no alzan sus sentidos al cielo. Como se dice en el salmo: “A ti, oh Jehová, levantaré mi alma” (Sal. 25, 1). Y con mucha frecuencia usa la Escritura expresiones como elevar oración (Is. 37,4), a fin de que los que desean que Dios los oiga no se entretengan en su miseria.
En resumen; cuanto más liberalmente se conduce Dios con nosotros, invitándonos graciosamente a descargar todos nuestros cuidados en su seno, tanta menor excusa tenemos, si no hacemos mucho más caso de un beneficio tan excelente e incomparable para atraernos a sí, que de ninguna otra cosa, y no ponemos todo nuestro afán y sentidos en orar; lo cual de ningún modo podrá llegar a efecto, si nuestro entendimiento no resiste fuerte y firmemente a todos los impedimentos y estorbos que le salen al paso, hasta someterlos y ponerlos a sus pies.

Sobriedad: no pedir nada que Dios no permita. El segundo punto es que no pidamos a Dios más de lo que Él nos permite. Porque aunque su Majestad nos manda que le abramos nuestros corazones (Sal. 62,9; 145,8), no por ello permite que indiferentemente demos rienda suelta a nuestros afectos inconsiderados y hasta perversos. Y cuando promete realizar los deseos de los fieles, no extiende su indulgencia y benignidad hasta someterse a sus caprichos.
En esto ciertamente se falta corrientemente; porque muchos no solamente se atreven a importunar a Dios con sus desvaríos sin reverencia ni pudor alguno, y a exponer sin reparo delante de su tribunal cuantos sueños pasan por su mente; sino que esta necedad y estupidez los tiene tan preocupados, que no sienten escrúpulo alguno en pedir a Dios que cumpla sus deseos, aunque sean tan torpes, que se sentirían grandemente abochornados, si llegaran a conocimiento de los hombres. Entre los paganos hubo algunos que se mofaron de este atrevimiento y hasta abominaron de él; no obstante, siempre ha reinado este vicio. De ahí que los ambiciosos tomaron a Júpiter por patrono; los avarientos, a Mercurio; los ansiosos de ciencia y sabiduría, a Apolo y Minerva; los belicosos, a Marte; los lujuriosos, a Venus. También actualmente, según hace poco indiqué, los hombres se toman mayor libertad en sus ilícitos apetitos cuando oran, que si estuviesen entre iguales y compañeros, hablando de pasatiempos y vanidades. Pero Dios no consiente que nadie se burle de su bondad y clemencia; sino que reteniendo su derecho de preeminencia, somete nuestros deseos a su voluntad y los reprime como con un freno. Por eso debemos observar esta regla de san Juan: “Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, nos oye” (1 Jn. 5,14).

b. Los afectos del corazón bajo el dominio del Espíritu. Mas como nuestras facultades son muy débiles para poder llegar a tal perfección debemos buscar el remedio necesario. De la misma manera que es preciso que el entendimiento se fije en Dios, igualmente es necesario que el afecto del corazón le siga. Pero ambos andan arrastrándose por la tierra, o mejor dicho, están muy fatigados y desfallecidos y van del todo descaminados. Por eso Dios, para socorrer esta nuestra flaqueza, cuando oramos nos da su Espíritu por Maestro que nos dicte lo que es recto y justo y modere nuestros afectos. Pues como quiera que nosotros no sabemos ni qué hemos de pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles (Rom. 8,26). No que El literalmente ore y gima, sino que suscita en nosotros una confianza, unos deseos y tales suspiros, que las fuerzas naturales no podrían en modo alguno concebir. Y no sin motivo san Pablo llama gemidos indecibles a los que los fieles dan, guiados por el Espíritu de Dios. Porque no ignoran los que de veras tienen práctica de oración, que muchas veces se hallan tan enredados en tales perplejidades y angustias, que con gran dificultad hallan cómo comenzar. E incluso cuando se esfuerzan en balbucir algo se sienten de tal manera embarazados, que no saben seguir adelante; de donde se sigue que el don de orar bien es muy singular.
Todo esto no lo he dicho para que resignemos en el Espíritu Santo la obligación de orar y nosotros nos durmamos en nuestro descuido y negligencia, al que estamos por naturaleza tan inclinados; como algunos, que impíamente afirman que debemos esperar hasta que Dios atraiga a si nuestros entendimientos, que están ocupados en otras cosas; sino más bien para que disgustados de nuestro descuido y negligencia esperemos la ayuda y el socorro del Espíritu. Ciertamente cuando san Pablo manda que oremos en Espíritu, no deja por ello de exhortarnos a que seamos diligentes y cuidadosos (1 Cor. 14,15; Ef. 6,18), queriendo decir, que el Espíritu Santo de tal manera ejercita su potencia cuando nos incita a orar, que no impide ni detiene nuestra diligencia; y el motivo es que Dios quiere experimentar con cuánta fuerza la fe excita nuestros corazones.

6. Es necesario un vivo sentimiento de nuestra indigencia y de sus remedios
La segunda regla debe ser que cuando oremos sintamos siempre de veras nuestra necesidad y pobreza y considerando conscientemente que tenemos necesidad de todo lo que pedimos, acompañemos nuestras peticiones de un ardiente afecto. Porque son muchos los que murmuran entre dientes sus oraciones, leyéndolas o recitándolas de memoria, como si cumpliesen con Dios. Y aunque confiesan que la oración debe proceder de lo íntimo del corazón, porque sería un gran mal carecer de la asistencia y ayuda de Dios que le piden, sin embargo se ve claro que hacen esto como por rutina, ya que entretanto, sus corazones están fríos y sin calor alguno, y no prestan atención a lo que piden. Es verdad que un sentimiento confuso y general de su necesidad los lleva a orar, pero no les urge como si sintiesen su necesidad en el momento y pidiesen en consecuencia ser aliviados de su miseria. Ahora bien, ¿qué cosa pensamos puede haber más odiosa y detestable a la majestad divina que este fingimiento, cuando el que pide perdón de sus pecados, al mismo tiempo está pensando que no es pecador, o no piensa que lo es? Evidentemente con esta ficción abiertamente se burlan de Dios. De hecho, todo el mundo, según poco hace lo he dicho, esta lleno de esta perversidad; cada cual pide a Dios, solamente como por cumplir con El, aquello que ya están seguros de conseguir de otros, o de tenerlo ya en la mano como cosa propia.
El defecto de otros que voy a exponer parece ser más ligero, pero tampoco se puede tolerar: consiste en que muchos recitan sus oraciones sin reflexión alguna. La causa de esto es que no se les ha instruido más que en que deben ofrecer a Dios sus sacrificios de esta manera. Es, pues, necesario que los fieles tengan mucho cuidado de no presentarse jamás delante de la divina majestad para pedir cualquier cosa, a no ser que la deseen de corazón y quieran obtenerla de El. Y más aún; incluso aquellas cosas que pedimos solamente para gloria de Dios y que no nos parecen a primera vista decir relación con nuestras necesidades, no obstante es necesario que las pidamos con no menor fervor y vehemencia. Como cuando pedimos que su nombre sea santificado debemos, por así decirlo, tener hambre y sed de esta santificación.

7. Siempre es oportuno rogar
Si alguno replicare que no siempre nos vemos oprimidos por una necesidad de idéntica manera, sino unas veces más que otras, admito que es así. Santiago ha notado muy bien esta distinción. “¿Está alguno de vosotros afligido?”, dice, “Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante alabanzas” (Sant. 5, 13). Así pues, el mismo sentido común nos enseña que por ser nosotros tan excesivamente perezosos, según es la necesidad, así nos incita Dios a rogarle. Este es el tiempo oportuno de que habla David (Sal. 32,6): porque, como él en muchos lugares lo enseña, cuanto más fuertemente nos oprimen las molestias, las incomodidades, los temores y todos los demás géneros de tentaciones, tanto más libre entrada tenemos a Dios como si Él nos llamase personalmente a ello.
No obstante no deja de ser muy cierto lo que dice san Pablo, que en todo tiempo debemos orar (Ef. 6,18; 1 Tes. 5,17); porque aunque todo nos suceda a pedir de boca y conforme a nuestros deseos, y nada nos dé más contento, a pesar de ello no hay un solo momento en el que nuestra miseria no nos incite a orar. Si uno tiene gran abundancia de vino y trigo, no podrá disfrutar de un solo pedazo de pan si la bendición de Dios no continúa sobre él; ni sus graneros le dispensarán de pedir el pan de cada día. Además, si consideramos cuántos son los peligros que nos amenazan a cada momento, el mismo miedo nos enseñará que no hay instante en que no tengamos gran necesidad de orar.
Esto podemos conocerlo mucho mejor en las necesidades espirituales. Porque, ¿cuándo tantos pecados de los que nuestra propia conciencia nos acusa nos permitirán estar ociosos sin pedir humildemente perdón? ¿Cuándo las tentaciones harán treguas con nosotros, de suerte que no tengamos necesidad de acogernos a Dios, buscando socorro? Además, el deseo de ver el reino de Dios prosperado y su nombre glorificado, de tal manera debe apoderarse de nosotros, y no a intervarlos, sino de manera continua, que tengamos siempre presente la oportunidad y ocasión de orar. Por eso no sin causa, tantas veces se nos manda que seamos asiduos en la oración. No hablo aún de la perseverancia, de la cual luego haré mención. Mas la Escritura, al exhortarnos a orar de continuo, condena nuestra negligencia, porque no sentimos hasta qué punto nos es necesaria esta diligencia y cuidado.

La verdadera oración exige el arrepentimiento. Con esta regla se cierra del todo la puerta a la hipocresía y a todas las astucias y sofismas que los hombres inventan para mentir a Dios. Pro mete el Señor que estará cerca de todos los que le invocaren de verdad, y dice que lo hallarán aquéllos que de corazón le buscaren (Sal. 145,18; Jn. 9,31). No ponen sus ojos en esto los que se sienten tan contentos con su suciedad.
Así que la legítima oración requiere penitencia. De ahí aquello tan corriente en la Escritura: que Dios no oye a los malvados; que sus oraciones le son abominables, como también sus sacrificios. Porque es justo que hallen cerrados los oídos de Dios los que le cierran sus corazones; y que los que con su dureza y obstinación provocan el rigor de Dios, lo sientan inexorable. Dios, por el profeta Isaías los amenaza de esta manera: “Cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos” (Is. 1,15), Y por Jeremías: “Solemnemente protesté: . . .oid mi voz; pero no oyeron: ...y clamarán a mí, y no los oiré” (Jer. 11,7-8.11); porque El considera como muy grave injuria que los impios, que durante toda su vida manchan su nombre sacrosanto, se gloríen de ser de los suyos. Por esta causa se queja por Isaías, diciendo que los judíos se acercan a El con su boca y con sus labios le honran, pero su corazón está lejos de El (Is. 29. 13). El Señor no limita esto n las solas oraciones, sino afirma que aborrece todo fingimiento en cualquier parte de su culto y servicio. A esto se refiere lo que dice Santiago: “Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Sant. 4,3). Es verdad — como algo más abajo lo trataremos otra vez — que las oraciones de los fieles no se apoyan en su dignidad personal; no obstante no es superfluo el aviso de san Juan: “Cualquier cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos” (1 Jn. 3,22), ya que la mala conciencia nos cierra la puerta. De donde se sigue que ni oran bien, ni son oídos, más que los que con corazón limpio sirven a Dios.
Por tanto, todo el que se dispone a orar, que se arrepienta de sus pecados y se revista de la persona y afecto de un pobre que va de puerta en puerta; lo cual nadie podrá hacer sin penitencia.

8. 3°. La humildad: ni sentimiento de propia justicia, ni confianza en si mismo
A estas dos reglas hay que añadir una tercera: que todo el que se presenta delante de Dios para orar se despoje de toda opinión de su propia dignidad, y, en consecuencia, arroje de si la confianza en si mismo, dando con su humildad y abatimiento toda la gloria a Dios; y esto por miedo a que si nos atribuimos a nosotros mismos alguna cosa, por pequeña que sea, no caigamos delante de la majestad divina con nuestra hinchazón y soberbia.
Tenemos innumerables ejemplos de esta sumisión, que abate toda elevación en los siervos de Dios; de los cuales cuanto más santo es alguno, tanto más, al presentarse delante de Dios se abate y humilla. De esta manera Daniel, tan ensalzado por boca del mismo Dios, dice; “No elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias. Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído Señor, y hazlo y no tardes por amor de ti mismo, Dios mío; porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo” (Dan.9, 18—19). Ni tampoco se debe decir que, según la costumbre común. él se pone entre los demás contándose como uno de ellos, sino más bien que en su propia persona se declara pecador y se acoge a la misericordia de Dios, como él mismo abiertamente lo atestigua diciendo: después de haber confesado mis propios pecados y los de mi pueblo. De esta humildad también David nos sirve de ejemplo: “No entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal. 143,2).
De la misma forma oraba Isaías: “He aquí, tú te enojaste porque pecamos; en los pecados hemos perseverado por largo tiempo: ¿podremos acaso ser salvos? Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti; por lo cual escondiste de nosotros tu rostro, y nos dejaste marchitar en poder de nuestras maldades. Ahora, pues, oh Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros. No te enojes sobremanera, Jehová, ni tengas perpetua memoria de la iniquidad; he aquí, mira ahora, pueblo tuyo somos todos nosotros” (Is. 64,5—9). He aquí cómo ellos en ninguna otra confianza se apoyan más que en ésta: que considerándose del número de los siervos de Dios, no desesperan que Dios haya de mantenerlos debajo de su amparo y protección.
No habla de otra manera Jeremías cuando dice: “Aunque nuestras iniquidades testifican contra nosotros, oh Jehová, actúa por amor de tu nombre” (Jer. 14,7). Por tanto, lo que está escrito en la profecía de Baruc,
— aunque no se sabe quién es su autor es muy grande verdad y está dicho muy santamente: “El alma triste y desolada por la grandeza de su mal, el alma agobiada, débil y hambrienta, y los ojos que desfallecen te dan a ti, oh Señor, la gloria. No según las justicias de nuestros padres presentamos delante de ti nuestras oraciones, ni pedimos ante tu acatamiento misericordia; mas porque tú eres misericordioso, ten misericordia de nosotros, puesto que hemos pecado delante de ti”.1

1 Baruc, 2, 18—20.

9. Es necesario, por el contrario, confesar nuestras faltas y pedir perdón
En suma; el principio y preparación para orar bien es pedir perdón a Dios de nuestros pecados humilde y voluntariamente, confesando nuestras faltas. Porque no debemos esperar que nadie, por más santo que sea, alcance cosa alguna de Dios, hasta que gratuitamente haya sido reconciliado con El. Ahora bien, es imposible que Dios sea propicio más que a aquellos a quienes perdona los pecados. Por lo cual no es de extrañar que los fieles abran con esta llave la puerta para orar, según se ve claramente por muchos pasajes de los salmos; porque David, al pedir otra cosa distinta de la remisión de los pecados, con todo dice: “De los pecados de mi juventud y de mis rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí por tu bondad, oh Jehová”. Y: “Mira mi aflicción y mi trabajo, y perdona todos mis pecados” (Sal. 25,7,18). En lo cual asimismo vemos que no basta llamarse a si mismo a cuentas cada día por los pecados cometidos durante él, sirio que es también necesario traer ala memoria aquellos de los que por el mucho tiempo pasado podríamos haber olvidado. Porque el mismo profeta, habiendo en otro lugar confesado un grave delito, con este motivo se mueve a volver hasta el seno de su madre, en el cual ya mucho antes recibió la corrupción general (Sal. 51,5): y ello, no para disminuir la culpa con el pretexto de que todos estamos corrompidos en Adán, sino para amontonar todos los pecados que durante toda su vida había cometido, a fin de que cuanto más severo se muestra contra sí mismo, tanto más fácil encuentre a Dios para perdonarle.

Confesión general y confesión especial. Y aunque no siempre los santos pidan con palabras expresas perdón de sus pecados, sin embargo, si consideramos diligentemente las oraciones que de ellos refiere la Escritura, en seguida veremos que es verdad lo que digo: que siempre han cobrado ánimos para orar por la sola misericordia de Dios, y que han comenzado procurando apaciguar su ira y aplacarlo. Porque si cada uno se pone la mano en el pecho y pregunta a su conciencia, tan lejos está de atreverse familiarmente a descargar ante Dios sus congojas, que sentirá horror de dar un paso adelante para acercarse a El, a no ser que confíe que Dios por su pura misericordia lo ha recibido en su favor.
Es verdad que hay otra confesión especial, cuando pidiendo a Dios que aparte su mano y no los castigue, reconocen el castigo que han merecido. Porque seria gran absurdo y confusión de todo orden, querer quitar el efecto dejando la causa. Pues debemos guardarnos muy bien de imitar a los enfermos ignorantes, los cuales procuran cuanto pueden quitar lo accidental y no tienen cuidado alguno de la causa y raíz de la enfermedad. Por tanto, lo que ante todas las cosas debemos procurar es que Dios nos sea propicio y no que nos muestre su favor con señales externas; porque él quiere guardar este orden; y poco nos aprovecharía sentir su liberalidad, si nuestra conciencia no lo sintiese aplacado e hiciese que nos fuera amable. Lo cual se nos declara por lo que dice Jesucristo, cuando habiendo determinado curar al paralítico, declara: “Tus pecados te son perdonados” (Mt. 9,2). Al hablar de esta manera levanta el corazón a lo que principalmente debemos desear; a saber, que Dios nos reciba en su gracia y después nos muestre el fruto de nuestra reconciliación ayudándonos.
Además de esta confesión especial que los fieles hacen de sus culpas y pecados, la introducción general por la que se confiesan pecadores y que hace que la oración sea acepta, en modo alguno ha de omitirse; porque jamás nuestras oraciones serán oídas, si no van fundadas en la gratuita misericordia de Dios. A este propósito puede referirse lo que dice san Juan: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1,9). De aquí nació que en la Ley, las oraciones para ser aceptas, eran consagradas con efusión de sangre, a fin de que el pueblo fuese advertido que no merecía tan excelente privilegio como es invocar a Dios, hasta tanto que, limpio de todas sus manchas, pusiese toda su confianza para orar, en la sola misericordia divina.

10. ¿En qué sentido los santos alegan su buena conciencia al orar?
Es verdad que algunas veces parece que los santos alegan su propia justicia como ayuda, a fin de alcanzar más fácilmente de Dios lo que piden; como cuando dice David: “Guarda mi alma, porque soy piadoso” (Sal. 86,2). Y Ezequías: “Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho las cosas que te agradan” (2 Re. 20,3). Sin embargo, tales expresiones no querían significar otra cosa, sino testimoniar que ellos eran por su regeneración siervos e hijos de Dios, a los cuales Él promete serles propicio. Él enseña por su profeta, según lo hemos visto, que tiene sus ojos sobre los justos y sus oídos atentos a su clamor (Sal. 34, 17). Y por un apóstol, que alcanzaremos cuanto pidiéremos, si guardamos sus mandamientos (1 Jn. 3,22); expresiones, que no quieren decir que las oraciones serán estimadas conforme a los méritos de las obras, sino que de esta manera quiere establecer y confirmar la confianza de aquellos que sienten sus conciencias puras y limpias y sin hipocresía alguna, lo cual debe realizarse en todos los fieles en general. Porque lo que dice san Juan al ciego, al cual le había sido devuelta la vista, está tomado de la verdad misma: que “Dios no oye a los pecadores” (Jn. 9,31); si por pecadores entendemos, conforme a la manera común de hablar de la Escritura, los que se adormecen y reposan totalmente en sus pecados sin deseo alguno de obrar bien; puesto que jamás brotará del corazón una invocación, si a la vez no anhela la piedad y aspira a ella y a servir a Dios. Estas protestas, pues, que hacen los santos, con las que traen a la memoria su santidad e inocencia, responden a tales promesas, a fin de que sientan que se les concede aquello que todos los siervos de Dios deben esperar.
Además se ve claramente que ellos han usado esta manera de orar cuando ante el Señor se comparaban con sus enemigos, pidiendo a Dios que los librase de su maldad. Ahora bien, no hay que extrañarse de que en esta comparación hayan alegado la justicia y sinceridad de su corazón, a fin de mover a Dios a que a la vista de la equidad y justicia de su causa, los socorriese.
No quitamos, pues, al alma fiel que goce delante del Señor de la pureza y limpieza de corazón para consolarse en las promesas con que el Señor sustenta y consuela a aquellos que con recto corazón le sirven; lo que enseñamos es que la confianza que tenemos de alcanzar alguna cosa de Dios se apoya en la sola clemencia divina sin consideración alguna de nuestros méritos.

11. 4°. La firme seguridad de ser oídos
La cuarta regla será que estando así abatidos y postrados con verdadera humildad, tengamos sin embargo buen ánimo para orar, esperando que ciertamente seremos escuchados. Parecen cosas bien contrarias a primera vista unir con el sentimiento de la justa cólera de Dios, la confianza en su favor; y, sin embargo, ambas cosas están muy de acuerdo entre sí, si oprimidos por nuestros propios vicios, somos levantados por la sola bondad de Dios, Porque, como ya hemos enseñado, la penitencia y la fe van siempre de la mano y están atadas con un lazo indisoluble; aunque no obstante, de ellas, una nos espanta y la otra nos regocija; y así de la misma manera es preciso que vayan acompañadas y de la mano en nuestras oraciones.
Esta armonía y conveniencia entre el temor y la confianza, la expone en pocas palabras David: “Yo”, dice, “por la abundancia de tu misericordia entraré en tu casa, adoraré hacia tu santo templo en tu temor” (Sal. 5,7). Bajo la expresión bondad de Dios, David entiende la fe, sin excluir, sin embargo, el temor. Porque no solamente Su majestad nos induce y nos fuerza a que nos sometamos a Él, sino incluso nuestra propia indignidad, haciéndonos olvidar toda presunción y seguridad, nos mantiene en el temor. Y hay que saber que por confianza yo no entiendo una cierta seguridad que libre al alma de todo sentimiento de congoja y la mantenga en un perfecto y pleno reposo; porque semejante quietud es propia de aquellos a quienes todo les sucede a pedir de boca; por lo que no sienten cuidado ninguno ni deseo alguno los angustia, ni el temor los atormenta. Ahora bien, el mejor estímulo para mover a los fieles a que le invoquen es la gran inquietud que les atormenta al verse apretados por la necesidad, hasta tal punto, que se sienten desfallecer mientras no reciben la oportuna ayuda de la fe. Porque entre tales angustias, de tal manera resplandece la bondad de Dios, que, agobiados por el peso de los males que en el momento padecen, aún temen otros mayores y se sienten atormentados; y sin embargo, confiados en la bondad de Dios, superan la dificultad y se consuelan esperando llegar a buen término.
Es necesario, pues, que la oración fiel proceda de estos dos afectos y que los contenga a ambos; a saber, que gima por los males que sufre al presente, y tema otros nuevos; pero a la vez, que se acoja a Dios sin dudar en modo alguno que él está preparado y dispuesto a ayudarle. Porque ciertamente Dios se irrita sobremanera con nuestra desconfianza, si le pedimos algún favor, pensando que no lo podremos alcanzar de Él. Por tanto, no hay nada más conforme a la naturaleza de la oración que imponerle la ley de que no traspase temerariamente sus límites, sino que siga como guía a la fe.
A este principio nos conduce nuestro Redentor cuando dice: “Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mt. 21,22). Y lo mismo confirma en otro lugar: “Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Mc. 11,24). Con lo cual está de acuerdo Santiago cuando dice: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada; pero pida con fe no dudando nada” (Sant. 1,5-6); donde oponiendo el apóstol la fe a la duda, con toda propiedad declara la fuerza y naturaleza de la fe. Y no menos se debe notar lo que luego añade: que no en vano se esfuerzan y emprenden alguna cosa los que invocan a Dios entre dudas y perplejidades, y no deciden en sus corazones si serán oídos o no; a los cuales compara con las olas del mar, que son llevadas por el viento de acá para allá; y ésta es la causa de que en otro lugar llame “oración de fe” a aquella que es legítima y bien regulada para ser oída por Dios (Sant. 5, 15). Además, como quiera que Dios tantas veces afirma que dará a cada uno conforme a su fe (Mt. 8,13; 9,29), con ello nos da a entender que nada podremos alcanzar sin la fe. En conclusión; la fe es quien alcanza todo cuanto se concede a nuestras oraciones.
Eso es lo que quiere decir aquella admirable sentencia del apóstol san Pablo, que los hombres insensatos no consideran debidamente: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?. . . Así que la fe es por el oir, y el oir por la Palabra de Dios” (Rom. 10, 14. 17). Porque deduciendo de grado en grado el principio de la oración de la fe, demuestra con toda claridad que no es posible que nadie invoque sinceramente a Dios, excepto aquellos de quienes su clemencia y bondad es conocida por la predicación del Evangelio; e incluso, familiarmente propuesta y declarada.

12. Con la Escritura, hay que mantener siempre esta seguridad en la oración
No tienen en cuenta nuestros adversarios esta necesidad. Por esta razón cuando enseñamos a los fieles que oren al Señor con una confianza llena de seguridad, convencidos de que les es propicio y los ama, les parece que decimos una cosa del todo fuera de razón y completamente absurda. Pero si tuviesen alguna experiencia de la verdadera oración, ciertamente comprenderían que es imposible invocar a Dios como conviene sin esta convicción de que Dios les ama. Mas como quiera que nadie puede comprender la virtud y la fuerza de la fe, sino aquel que por experiencia la ha sentido ya en su corazón, ¿de qué sirve disputar con una clase de hombres, que claramente deja ver que jamás ha experimentado más que una yana imaginación? Cuán importante y necesaria es esta certidumbre de que tratamos, se puede comprender principalmente por la invocación de Dios. El que no entendiere esto demuestra que tiene una conciencia sobremanera a oscuras.
Nosotros, pues, dejando aparte a esta gente ciega, confirmémonos en aquella sentencia de san Pablo; que es imposible que Dios sea invocado, excepto por aquellos que mediante el Evangelio han experimentado su misericordia y se han asegurado de que la hallarán siempre que la busquen. Porque, ¿qué clase de oración sería ésta; Oh Señor, yo ciertamente dudo si me querrás oír o no; pero como estoy muy afligido, me acojo a ti, para que si soy digno, me socorras? Ninguno de los santos, cuyas oraciones nos propone la Escritura, oró de esta manera, ni tampoco nos la enseñó el Espíritu Santo, el cual por el Apóstol nos manda que nos lleguemos confiadamente a su trono celestial para alcanzar la gracia (Heb. 4,16): yen otro lagar dice que “tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Ef.3,l2). Por tanto, si queremos orar con algún fruto es preciso que retengamos firmemente con ambas manos esta seguridad de que alcanzaremos lo que pedimos, la cual Dios por su propia boca nos manda que tengamos, y a la que todos los santos nos exhortan con su ejemplo. Así que no hay otra oración grata y acepta a Dios, sino aquella que procede de tal presunción — si presunción puede llamarse — de la fe, y que se funda en la plena certidumbre de la esperanza. Bien podría el Apóstol contentarse con el solo nombre de fe; pero no solamente añade confianza, sino que además la adorna y reviste de la libertad y el atrevimiento, para diferenciarnos con esta nota de los incrédulos que a la vez que nosotros oran, pero a bulto y a la ventura.
Por esta causa ora toda la Iglesia en el salmo: “Sea tu misericordia sobre nosotros, oh Jehová, según esperamos en ti” (Sal. 33,22). La misma condición pone el profeta en otro lugar: “El día que yo clamare; esto sé, que Dios está por mi” (Sal. 56,9). Y: “De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Sal. 5,3). Por estas palabras se ve claro que nuestras oraciones son vanas y sin efecto alguno, si no van unidas a la esperanza, desde la cual, como desde una atalaya, tranquilamente esperamos en el Señor. Con lo cual está de acuerdo el orden que san Pablo sigue en su exhortación. Porque antes de instar a los fieles n orar en espíritu en todo tiempo con toda vigilancia y asiduidad, les manda que sobre todo tomen el escudo de la fe y el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef. 6, 16. 18).
Recuerden aquí, sin embargo, los lectores lo que antes he dicho, que la fe no sufre detrimento cuando va acompañada del sentimiento de la propia miseria del hombre, de su necesidad y bajeza. Porque por muy grande que sea la carga bajo la cual los fieles se sientan agobiados, de tal modo, que no solamente se sientan vacíos de todos aquellos bienes que podían reconciliarlos con Dios, sino, al contrario cargados de tantos pecados que son causa de que con toda justicia se enoje el Señor con ellos, a pesar de ello no deben dejar de presentarse delante de l, ni han de perturbarles tanto ese sentimiento, que les impida acogerse a Él; y a que ésta, y ninguna otra, es la entrada para llegar al Señor. Porque la oración no se nos ordena para que con ella nos glorifiquemos arrogantemente delante de Dios, o para que no nos preocupemos para nada de nosotros; sino para que confesando nuestros pecados, lloremos nuestras miserias delante de Dios, como suelen familiarmente los hijos exponer sus quejas, para que los padres las remedien.
Y aún más; el gran cúmulo de nuestros pecados debe estar lleno de estímulos que nos punzen e inciten a orar, como con su propio ejemplo nos lo enseña el profeta diciendo: “Sana mi alma, porque contra ti he pecado” (Sal. 41,4). Confieso que ciertamente las punzadas de tales aguijones serian mortales, si Dios no nos socorriese. Pero nuestro buen Padre, según es de infinitamente misericordioso, aplica a tiempo el remedio con el que aquietando nuestra perturbación, apaciguando nuestras congojas y quitando de nosotros el temor, con toda afabilidad nos invita a llegamos a Él; y, no solamente nos quita los obstáculos, sino aun todo escrúpulo para de esa manera hacernos el camino más fácil y hacedero.

13. Esta seguridad se funda en ¡a bondad de Dios, que une la promesa al mandato de orar
En primer lugar, al mandarnos orar nos acusa con ello de impía contumacia, si no le obedecemos. No se podría dar mandamiento más preciso y explícito, que el que se contiene en el salmo: “Invócame en el día de la angustia” (Sal. 50,15). Mas como en todo lo que se refiere ala religión y al culto divino no hay cosa alguna que más insistentemente nos sea mandada en la Escritura, no hay motivo para detenerme mucho en probar esto. “Pedid”, dice el Señor, “y se os dará;. . .llamad, y se os abrirá” (Mt. 7,7). Aquí, además del precepto se añade la promesa, como es necesario. Porque aunque todos confiesan que hemos de obedecer al mandamiento de Dios, sin embargo la mayor parte volvería las espaldas cuando Dios los llamase, si El no prometiese ser accesible a ellos, y que incluso saldría a recibirlos. Supuesto, pues, esto, es absolutamente cierto que los que andan tergiversando o con rodeos para no ir directamente a Dios, son rebeldes y salvajes, y además reos de incredulidad, pues no se fían de las promesas de Dios. Y esto se debe notar más, porque los hipócritas, so pretexto de humildad y modestia, desvergonzadamente menosprecian el mandamiento de Dios y no dan crédito a su Palabra, cuando Él tan afablemente los llama a sí; y, lo que es peor, le privan de la parte principal de su culto. Porque después de haber repudiado los sacrificios, en los cuales entonces parecía consistir toda la santidad, Dios declara que lo sumo y lo más precioso ante sus ojos es que en el día de la necesidad se le invoque. Por tanto, cuando Él pide lo que es suyo y nos insta a que le obedezcamos alegremente, no hay pretextos, por bonitos y hermosos que parezcan, que nos excusen.
Así que todos los testimonios que nos presenta la Escritura a cada paso, en los que se nos manda invocar a Dios, son otras tantas banderas puestas ante nuestros ojos, para inspirarnos confianza. Ciertamente sería una gran temeridad presentarnos delante de la majestad divina sin que Él mismo nos hubiera invitado con su llamada. Por eso Él mismo nos abre y muestra el camino, asegurándonos por el profeta: “Diré: Pueblo mío; y él dirá: Jehová es mi Dios” (Zac. 13,9). Vemos cómo previene a sus fieles y cómo quiere que le sigan; y por esto no debemos temer que esta medida que Él mismo dicta, no le resulte gratísima. Traigamos principalmente a nuestra memoria aquel insigne título que con toda facilidad nos hará superar todo impedimento: “Tú oyes la oración; a ti vendrá toda carne” (Sal. 65,2). ¿Qué puede haber más suave y amable que el que Dios se revista de este título para asegurarnos que nada es más propio y conforme a su naturaleza que despachar las peticiones de aquellos que le suplican? De ahí deduce el profeta que la puerta se abre, no a unos pocos, sino a todos los hombres, puesto que a todos los llama con su voz:
“Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Sal. 50,15). Conforme a esta regla David, para alcanzar lo que pide, le recuerda a Dios la promesa que le había hecho: “Porque tú,... Dios de Israel, revelaste al oído de tu siervo.. .por esto tu siervo ha hallado en su corazón valor para hacer delante de ti esta súplica” (2 Sm. 7,27); de donde deducimos que él estaba perplejo, a no ser por la promesa que le daba seguridad. Y en otro lugar, lo confirma con esta doctrina general: “Cumplirá (el Señor) el deseo de los que le temen” (Sal. 145, 19).
También podemos notar en los salmos, que se corta el hilo de la oración mediante una digresión acerca de la potencia de Dios, de su bondad o de la certeza de sus promesas. Podría parecer que David al entrelazar estas sentencias interrumpe las oraciones; pero los fieles, por el uso y la experiencia que tienen, comprenden que su fervor se enfría bien pronto, si no atizan el fuego procurando confirmarse. Por tanto, no es superfluo que mientras oramos meditemos acerca de la naturaleza de Dios y de su Palabra. No desdeñemos, pues, entremezclar, a ejemplo de David, todo aquello que pueda confirmar y enfervorizar nuestro espíritu debilitado y frío.

14. Dejemos que nos toquen tantas gracias; obedezcamos y oremos con atrevimiento y seguridad
Ciertamente maravilla que la dulzura de tantas promesas no nos conmueva sino muy fríamente o nada en absoluto, de manera que la mayor parte prefiere dando vueltas de un sitio para otro cavar cisternas secas y dejar la fuente de agua viva, a abrazar la liberalidad que Dios tan muníficamente nos ofrece (Jer. 2, 13). “Torre fuerte”, dice Salomón, “es el nombre de Jehová; a El correrá el justo y será levantado” (Prov. 18,10). Y Joel, después de haber profetizado la horrible desolación que muy pronto había de acontecer, añade aquella memorable sentencia:
“Todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo” (Jl. 2,32), la cual sabemos que pertenece propiamente al curso del Evangelio (Hch. 2,21). Apenas uno, de ciento, se mueve a salir al encuentro de Dios. Él mismo clama por halas diciendo: Me invocaréis y os oiré; incluso antes que claméis a mí, yo os oiré (Is. 58,9; 65,24). En otro lugar honra con este mismo titulo a toda su Iglesia en general; porque lo que Él dice se aplica a todos los miembros de Cristo: “Me invocará y yole responderé; con él estaré yo en la angustia” (Sal.91, 15).
Pero tampoco es mi intento — según ya lo he dicho — citar todos los textos concernientes a este propósito, sino solamente entresacar algunos de los más notables, para que por ellos gustemos cuán gentilmente nos convida a sí el Señor y cuán estrechamente encerrada se encuentra nuestra ingratitud sin poderse escabullir, ya que nuestra pereza es tanta, que estimulada por tales acicates, aún se queda parada. Por tanto, resuenen de continuo en nuestros oídos estas palabras: “Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Sal. 145,18). Y asimismo las que hemos citado de Isaías y de Joel, en las cuales Dios afirma que está atento a escuchar las oraciones y que se deleita como con un sacrificio de suavísimo olor, cuando en él descargamos nuestros cuidados y congojas. Este fruto singular recibimos de las promesas de Dios: que no hacemos nuestras oraciones con dudas y tibiamente, sino confiados en la Palabra de Aquel, cuya majestad de otra manera no aterraría; nos atrevemos a llamarle Padre, puesto que Él tiene a bien ordenarnos que le invoquemos con este suavísimo nombre. Sólo queda que nosotros, convidados con tales exhortaciones, nos persuadamos por esto que tenemos motivos de sobra para ser oídos, cuando nuestras oraciones no van fundadas ni se apoyan en ningún mérito nuestro, sino que toda su dignidad y la esperanza de alcanzar lo que pedimos descansa en las promesas de Dios y de ellas depende; de modo que no es necesario otro apoyo ni pilar alguno, ni es preciso andar mirando de un lado a otro.
Convenzámonos, por tanto, de que aunque no sobresalgamos en santidad, tal cual la que se alaba en los santos patriarcas, profetas y apóstoles, no obstante, como el mandato de orar nos es común con ellos e igualmente la fe, si nos apoyamos en la Palabra de Dios, somos compañeros suyos en disfrutar de este privilegio. Porque, como ya lo hemos dicho, Dios al declarar que será propicio y benigno para con todos, da una cierta esperanza aun a los más miserables del mundo, de que alcanzarán lo que pidieren, Por eso han de notarse estas sentencias generales por las que ninguno, del más bajo al más alto, queda excluido; solamente tengamos sinceridad de corazón, disgusto de nosotros mismos, humildad y fe, a fin de que nuestra hipocresía no profane con una falsa invocación el nombre de Dios. No desechará nuestro buen Padre a aquellos a quienes no solamente Él mismo exhorta y convida a que vayan a Él, sino que de todas las formas posibles les induce a ello.
De ahí aquella forma de orar de David, que poco hace cité: “Tú. . . Dios de Israel, revelaste al oído de tu siervo… por esto tu siervo ha hallado en su corazón valor para hacer delante de ti esta súplica. Ahora, pues, Jehová Dios, tú eres Dios, y tus palabras son verdad, y tú has prometido este bien a tu siervo; ten ahora a bien bendecir la casa de tu siervo. . . porque tú Jehová lo has dicho” (2 Sm. 7,27-29). Y todo el pueblo de Israel en general, siempre que se escudan en la memoria del pacto que Dios había hecho con ellos, deja ver bien claramente que no se debe orar tímidamente cuando Dios nos manda que le pidamos. En esto los israelitas imitaron el ejemplo de los santos patriarcas, y principalmente de Jacob, el cual, después de haber confesado que estaba muy por debajo de todas las gracias que había recibido de la mano de Dios, no obstante dice que se atreve a pedir cosas aún mayores, por cuanto Dios le había prometido escucharle (Gn. 32, 10-12).
Por excelentes, pues, que parezcan los pretextos que aducen los incrédulos, al no acogerse a Dios siempre que la necesidad los fuerza, no de otra manera privan a Dios del honor que se le debe, que si fabricasen nuevos dioses e ídolos; porque de este modo niegan que Dios haya sido el autor de todos sus bienes. Por el contrario, no hay cosa más eficaz para librar a los fieles de todo escrúpulo, que animarse del sentimiento de que al orar obedecen el precepto de Dios, el cual afirma que no hay cosa que más le satisfaga que la obediencia; por lo cual no debe existir cosa alguna que nos detenga.
Por aquí se ve también más claramente lo que arriba he expuesto, que el atrevimiento para orar que en nosotros causa la fe, está muy de acuerdo con el temor, reverencia y solicitud que en nosotros engendra la majestad de Dios, y que no debe resultarnos extraño que Dios levante a los que han caído.
De esta manera concuerdan perfectamente las diversas expresiones que usa la Escritura, y que a primera vista parecen contradecirse. Jeremías y Daniel dicen que presentan sus ruegos en presencia de Dios (Jer. 42,9; Dan. 9, 18); yen otro lugar dice el mismo Jeremías: caiga mi oración delante del acatamiento divino, a fin de que tenga misericordia del residuo de su pueblo (Jer. 42,2-4). Por el contrario, muchas veces se dice que los fieles elevan su oración. Ezequías, rogando al profeta Isaías que interceda por Jerusalem, habla de la misma manera (2 Re. 19,4). David desea que su oración suba a lo alto como perfume de incienso (Sal. 141,2). La razón de esta diversidad es que los fieles, aunque persuadidos del amor paternal de Dios, alegremente se ponen en sus manos y no dudan en pedir el socorro que Él mismo voluntariamente les ofrece y con todo no se ensoberbecen con una excesiva seguridad, como si ya hubieran perdido el pudor; sino que de tal manera van subiendo grado por grado, de escalón en escalón por las promesas, que siempre permanecen abatidos en la humildad.

15. Por qué escucha Dios a veces plegarias no conformes a su Palabra
De aquí nacen numerosas cuestiones. Porque la Escritura refiere que Dios a veces ha cumplido los deseos de algunos, que no obstante no habían procedido de un espíritu pacífico. Es cierto que Jotam muy justamente maldijo a los habitantes de Siquem y les deseó que fueran destruidos, como así sucedió (Jue. 9,20); mas como se dejó llevar por la cólera y el deseo de venganza, parece que Dios al otorgarle lo que pedía, aprueba las pasiones desordenadas e impetuosas. Semejante fue también el ardor que arrebaté a Sansón, al decir: “Señor Jehová. . . fortaléceme, te ruego para que de una vez tome venganza de los filisteos” (Jue. 16,28). Porque aunque se mezcló una parte de buen celo, sin embargo fue excesivo, y por tanto, un apetito culpable de venganza reiné en él; sin embargo Dios le otorga lo que le pide. De lo cual parece poder deducirse que, aunque las oraciones no vayan hechas conforme a la norma de la Palabra de Dios, a pesar de todo consiguen su efecto.
Respondo que la ley general que Dios ha establecido no puede quedar perjudicada por algunos ejemplos particulares. E igualmente, que Dios a veces ha inspirado a algunos en particular, movimientos de espíritu especiales, de donde procede esta diversidad, y que de este modo los ha exceptuado del orden común. Porque debemos advertir aquella respuesta que Cristo dio a sus discípulos, cuando inconsideradamente desearon imitar el ejemplo de Elías: que no sabían de qué espíritu eran (Lc. 9,55).
Pero es necesario pasar incluso más adelante y afirmar que no todos los deseos que Dios cumple le agradan; mas que en cuanto lo hace para ejemplo e instrucción con testimonios del todo evidentes, claramente se ve que es verdad lo que la Escritura enseña: que Dios socorre a los afligidos y oye los gemidos de aquellos que injustamente oprimidos, le piden su favor, y que por esta causa ejecuta sus juicios cuando los pobres afligidos le dirigen sus ruegos, aunque sean indignos de alcanzar cosa alguna. ¡Cuántas veces castigando la crueldad de los impíos, sus rapiñas, violencias, excesos y otras abominaciones semejantes; refrenando el atrevimiento y furor, y echando por tierra la potencia tiránica, ha atestiguado que ha defendido a aquellos que eran indignamente oprimidos, aunque los tales no fuesen más que pobres ciegos, que al orar no hacían más que pegar en el aire!
Por un solo salmo, aunque no hubiese otra cosa, se podría claramente ver que incluso las oraciones que no penetran por la fe en los cielos, no dejan de cumplir su oficio. Porque reúne este salmo las oraciones que por un sentimiento natural, la necesidad fuerza a hacer tanto a los incrédulos como a los fieles, a los cuales, sin embargo los hechos demuestran que Dios les es propicio (Sa1. 107, 6. 13. 19). ¿Da por ventura Dios a entender con esta facilidad, que tales oraciones le son gratas? Más bien ilustra su misericordia la circunstancia de que incluso las oraciones de los incrédulos no son desechadas; y además estimula más eficazmente a los suyos a orar, viendo que aun los gemidos de los impíos no dejan a veces de conseguir efecto.
Sin embargo, no por eso los fieles han de apartarse de la ley que Dios les ha dado, ni han de envidiar a los impíos, como si hubieran conseguido gran cosa al obtener lo que deseaban. De esta manera hemos dicho que Dios se movió por la falsa penitencia de Acab (1 Re. 21,29), a fin de declarar con este testimonio cuán dispuesto está a escuchar a los suyos, cuando para aplacarlo se vuelven a Él con un verdadero arrepentimiento. Por eso se enoja por el profeta David con los judíos, porque sabiendo ellos por experiencia cuán propicio e inclinado era a escuchar sus peticiones, poco después se volvieron a su malicia y rebeldía (Sal. 106,43). Lo cual se ve también claramente por la historia de los Jueces; pues siempre que los israelitas lloraron, aunque en sus lágrimas no había más que hipocresía y engallo, Dios los libré de las manos de sus enemigos (Jue. 2,18; 3,9).
Así, pues, como Dios “hace salir su sol sobre buenos y malos” (Mt. 5,45), de la misma manera no menosprecia los gemidos de aquellos cuya causa es justa, y cuyas miserias merecen ser socorridas, aunque sus Corazones no sean rectos. Sin embargo, Él no los oye para salvarlos, sino más bien por lo que demuestra salvar a aquellos que cuando los mantiene, menosprecian su bondad.

Cómo Abraham, Samuel y Jeremías han podido orar contra la voluntad de Dios. Mucho más difícil parece la cuestión de Abraham y de Samuel, de los cuales el uno, sin tener mandamiento de Dios, oró por los de Sodoma (Gn. 18,23-32), y el otro por Saúl, habiéndoselo Dios prohibido expresamente (1 Sm. 15,11.35; 16,1). Y lo mismo se ve en Jeremías, el cual con su oración pretendía salvar a Jerusalem de ser destruida (Jer. 32, l6ss.). Porque, aunque no fueron oídos, con todo parece bien duro decir que estas oraciones fueron hechas sin fe. Espero que esta solución satisfará a los lectores modestos; y es, que ellos se fundaron en el principio general de que Dios nos manda tener piedad aun de aquellos que no la merecen, y por esta causa no carecieron de todo punto de fe, aunque respecto al caso particular se engañaron.
San Agustín habla muy prudentemente a este propósito. “¿Cómo”, dice, “oran los santos con fe cuando piden algo a Dios contra lo que ha decretado? Porque ciertamente ellos oran conforme a la voluntad de Dios; no conforme a aquella su oculta e inmutable voluntad, sino de acuerdo con aquella que El les inspira para oírlos de otra manera, como El sabe muy bien distinguir en su sabiduría.”1 Ciertamente es una admirable sentencia; porque Dios de tal manera, conforme a su incomprensible designio, modera todo cuanto acontece en el mundo, que las oraciones de los santos, aunque haya en ellas alguna inadvertencia o error mezclado con la fe, no son vanas ni sin fruto. A pesar de ello, no se debe tomar esto como ejemplo que imitar; como tampoco excusa a los santos, pues con ello pasaron de la medida.
Por tanto, cuando no tuviéremos una promesa cierta que nos asegure, debemos orar a Dios condicionalmente. Así nos lo advierte David cuando dice: “Despierta en favor mío el juicio que mandaste” (Sal. 7,6). Porque él prueba que tenia una especial promesa para pedir el beneficio temporal.

1 La Ciudad de Dios, 1, XXII, cap. II, 25.

16. Dios no rechaza, sin embargo, nuestras plegarias no conformes con estas reglas
También hay que notar que lo que he expuesto referente a las cuatro reglas para orar bien, no se ha de entender tan rigurosamente como si Dios rechazara las oraciones en las que no hallare fe o penitencia perfecta juntamente con un ardiente deseo y tal moderación, que no se les pueda achacar falta alguna.
Hemos dicho que aunque la oración sea un coloquio familiar entre los fieles y Dios, no obstante deben mantenerse respetuosos y reverentes; que no deben aflojar las riendas a cualquier deseo y pedir cuanto se les ocurra, y que no han de desear más que lo que El permitiere; asimismo, para no despreciar la majestad divina, debemos elevar a lo alto nuestro espíritu, y dejando a un lado las preocupaciones terrenas, honrarle pura y castamente. Esto no lo ha hecho ninguno de cuantos han vivido en este mundo con la integridad y perfección que se requieren. Porque, dejando aparte la gente corriente, ¿cuántas quejas no vemos en David, que nos dejan ver una cierta demasía? No que él deliberadamente haya querido quejarse de Dios y murmurar de sus juicios; sino en cuanto que al verse desfallecer por su flaqueza, no halló mejor remedio y alivio que descargar de esta manera sus dolores. E incluso Dios soporta nuestro balbucir y perdona nuestra ignorancia y necedad, cuando algo se nos escapa involuntariamente; pues realmente ninguna libertad tendríamos para orar, si Dios no condescendiese con nosotros.
Por lo demás, aunque David estaba bien decidido a someterse a la voluntad de Dios y oraba con no menor paciencia que deseo tenía de alcanzar lo que pedía, no obstante a veces manifestaba, incluso hasta el exceso, ciertos deseos turbulentos, que se alejaban no poco de la primera regla que hemos expuesto. Se puede ver, principalmente al fin del salmo treinta y nueve, la vehemencia del dolor por el que este santo profeta se sintió arrastrado, hasta el punto de no poderse contener y guardar la medida: Retírate, dice a Dios, hasta que me vaya y perezca (Sal. 39, 13). Se diría que era un hombre desesperado que no deseaba otra cosa que pudrirse en su mal, con tal de no sentir la mano de Dios. No que con un corazón obstinado y endurecido se arrojara en tal desesperación, ni que quisiera, como suelen los réprobos, que Dios se apartara de él y le dejara; sino solamente que se quejaba de que la ira de Dios le resultaba insoportable.
Del mismo modo en semejantes tentaciones se les suelen escapar a los fieles muchas veces ciertos deseos no muy de acuerdo con la Palabra de Dios, y en los cuales no consideran bien qué es lo bueno y lo que les conviene. Ciertamente, todas las oraciones mancilladas con tales vicios merecen ser repudiadas. Mas Dios perdona semejante faltas, silos fieles se duelen de su miseria, se corrigen y vuelven en sí mismos.
Igualmente pecan contra la segunda regla, porque muchas veces han de luchar contra su tibieza, y su necesidad y miseria no les incitan de veras a orar como debían. Les ocurre lo mismo muchas veces que su espíritu anda vagando de un lado para otro, y como extraviado; es, pues, necesario que también Dios les perdone esto, a fin de que sus oraciones débiles, imperfectas y lánguidas no dejen de ser admitidas. Dios naturalmente ha imprimido en el corazón de los hombres este principio de que las oraciones no son legítimas y como debieran si nuestros espíritus no están levantados hacia lo alto. De aquí surgió, según lo hemos ya dicho, la ceremonia de alzar las manos, que en todo tiempo y en todos los pueblos ha sido usada y perdura hasta el presente. Mas, ¿quién es el que mientras eleva sus manos no se siente culpable de indolencia y torpeza, viendo que su corazón está aún encenagado en la tierra?
En cuanto a pedir perdón de sus pecados, aunque ningún fiel se olvide de este punto cuando ora, no obstante aquellos que de veras tienen práctica de oración saben que apenas ofrecen la décima parte del sacrificio de que habla David: “El sacrificio grato a Dios es el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51, 17). Así que continuamente debemos pedir doble perdón; el primero, que al sentir que sus conciencias les acusan de muchos pecados y, sin embargo, no los sienten tan a lo vivo como debieran para aborrecerlos, suplican a Dios no les tenga en cuenta en su juicio esta tardanza y negligencias; y luego, que penetrados de muy justo dolor por los pecados que han cometido, según lo que han adelantado en la penitencia y el temor de Dios, le piden ser admitidos en su favor.
Pero sobre todo la flaqueza de la fe y la imperfección de los fieles echan a perder las oraciones, si la bondad de Dios no les asistiese. Y no hay que extrañarse de que Dios les perdone esta falta, ya que a veces los prueba tan ásperamente y les ocasiona tales sobresaltos, que no parece sino que deliberadamente quiere extinguir su fe. Durísima tentación es aquella en la que los fieles se ven obligados a exclamar: “¿Hasta cuándo mostrarás tu indignación contra la oración de tu pueblo?” (Sal. 80,4); como si las mismas oraciones le irritasen más. Así cuando Jeremías dice: “Cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración” (Lam. 3,8), no hay duda de que el profeta estaba profundamente turbado. Son infinitos los ejemplos semejantes a éstos que se hallan en la Escritura, por los cuales se ve claramente, que la fe de los fieles se vio muchas veces mezclada de dudas y de tal manera acosada, que aun creyendo y esperando, descubrieron que existían en ellos todavía ciertos indicios de incredulidad. Pero cuando los fieles no llegan a aquella perfección que debieran, han de esforzarse tanto más en corregir sus faltas, a fin de poder acercarse más a la regla de la perfecta oración; y entretanto han de comprender en qué piélago de miserias están anegados, pues aun buscando el remedio no hacen más que caer en nuevas enfermedades, y que no hay oración que Dios no debiera rechazar justamente, si no cerrara los ojos y disimulara las numerosas manchas que la afean.
No digo esto para que los fieles se empeñen en tener la seguridad de que no dejan pasar por alto la mínima falta; lo digo para que, acusándose a si mismos con severidad, se animen a superar todos los obstáculos e impedimentos. Y aunque Satanás se esfuerce en cerrarles todos los caminos para que oren, sigan ellos adelante, convencidos de veras de que aunque no les falten dificultades en el camino, sin embargo su .afecto y deseo no dejan de agradar a Dios, ni sus oraciones de ser aprobadas, con tal que se esfuercen y animen a ganar el puesto al que no pueden llegar tan pronto.

LA ORACIÓN EN NOMBRE DE CRISTO,
ÚNICO MEDIADOR

17. Jesucristo es nuestro único Mediador ante el Padre
Mas como no hay hombre alguno que sea digno de presentarse delante de Dios, el mismo Padre celestial, para hacernos perder este temor que podría abatir nuestro ánimo, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo nuestro Señor, a fin de que sea Abogado y Mediador (1 Tim. 2,5; 1 Jn. 2,1) delante de su majestad y bajo cuya guía podamos llegar seguramente a Él, confiados en que no pediremos cosa alguna en su nombre que nos sea negada, puesto que nada le puede negar a Él el Padre.
A esto hay que referir cuanto hasta aquí hemos enseñado de la fe. Porque como la promesa nos muestra a Jesucristo como Mediador nuestro, si la esperanza de alcanzar lo que pedimos no se funda sobre Él, se priva del beneficio de orar. Pues tan pronto como se nos representa la terrible majestad de Dios, no podemos por menos de aterrarnos, y el conocimiento de nuestra propia indignidad nos rechaza muy lejos, basta que Jesucristo nos sale al camino para cambiar el trono de gloria aterradora en trono de gracia; como el Apóstol nos exhorta a acercamos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y bailar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4,16). Y así como se nos manda que invoquemos a Dios, y se ha prometido a todos los que le invocan que serán oídos, igualmente se nos manda particularmente que le invoquemos en nombre de Cristo, y tenemos la promesa de que alcanzaremos todo lo que en su nombre pidiéremos. “Hasta ahora”, dice Jesucristo, “nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis”. “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn. 16,24; 14,13).
De aquí se concluye sin duda alguna, que todos aquellos que invocan a Dios en otro nombre que en el de Jesucristo, quebrantan el mandamiento de Dios, no hacen caso de su voluntad, y no tienen promesa alguna de alcanzar lo que pidieren. Porque, como dice san Pablo, “todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén” (2 Cor. 1,20); es decir, que en Cristo son firmes, ciertas y perfectas.

18. Cristo glorificado es nuestro único intercesor
Conviene también notar diligentemente la circunstancia de tiempo, pues Jesucristo manda a sus discípulos que se acojan a Él como a su intercesor, después, que hubiere subido al cielo. “En aquel día”, dice, “pediréis en mi nombre” (Jn. 16,26). Es cierto que desde el principio nadie ha sido escuchado, sino por la gracia del Mediador. Por esta razón determinó Dios en la Ley, que sólo el sacerdote, cuando entrase en el santuario, llevase sobre sus hombros los nombres de las doce tribus de Israel y otras tantas piedras preciosas delante de su pecho (Éx. 28,9-12. 21), y que el pueblo permaneciese alejado en el patio y desde allí orase juntamente con el sacerdote. Más aún; los mismos sacrificios servían para confirmar y ratificar las oraciones. Así que aquella ceremonia y figura nos enseña que todos estaban alejados de Dios, y por tanto, teníamos necesidad de mediador, que se presentase en nuestro nombre y nos llevase sobre sus hombros y nos tuviese ligados a su pecho, a fin de ser oídos en su persona; e igualmente, que nuestras oraciones, a las que según hemos dicho, nunca les faltan imperfecciones, quedasen purificadas con aspersión de sangre. Y vemos que los santos cuando deseaban alcanzar algo pusieron su esperanza en los sacrificios, porque sabían que son una confirmación de todas las súplicas. Haga memoria, dice David, de todas tus ofrendas y acepte tu holocausto. De aquí se concluye que Dios, desde el principio fue aplacado por la intercesión de Jesucristo para escuchar las oraciones de los suyos.
¿Por qué, pues, señala Cristo una nueva hora para que los fieles comiencen a orar en su nombre, sino porque esta gracia, como es mas evidente al presente, es tanto más digna de ser ensalzada? Esto es lo que poco antes había dicho en este mismo sentido: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid...” (Jn. 16,24). No que no hubiesen oído hablar jamás del oficio de Mediador, puesto que todos los judíos aceptaban este principio; sino porque aún no habían entendido de veras que Jesucristo, cuando hubiera subido al cielo, abogaría de una manera mucho más particular que antes por su Iglesia. Y así, a fin de mitigar el dolor de su ausencia, se atribuye a sí mismo el oficio de abogado, y les advierte que hasta entonces habían estado privados de un singular beneficio, del cual gozarían cuando confiando en su intercesión invocasen con más libertad a Dios, como dice el Apóstol, que por su sangre nos abrió un camino nuevo (Heb. 10, 19—20). Y así no admite excusa nuestra maldad, si no nos aferramos firmemente a este inestimable beneficio directamente destinado a nosotros.

19. Como quiera, pues, que Él es el único camino y la sola entrada para llegar a Dios, todos los que se apartan de este camino y no entran por esta puerta, no tienen manera de llegar a Dios, porque no hay otra ninguna; y no podrán hallar ante su trono otra cosa que ira, juicio y terror. Finalmente, habiéndolo señalado y constituido el Padre como nuestra cabeza, todos los que se apartan de El, por poco que sea, pretenden en cuanto está de su mano destruir y falsear la señal de Dios. De esta manera Jesucristo es constituido como único Mediador, por cuya protección el Padre nos es propicio y favorable.

Nuestras intercesiones dependen siempre de la intercesión de Jesucristo.
Sin embargo, no por eso se suprimen las intercesiones de los santos, mediante las cuales los unos por los otros recomiendan a Dios su salvación; como lo menciona san Pablo (Ef. 6, 18-19; 1 Tim. 2, 1); pero siempre de modo que dependan de la sola intercesión de Cristo, tanto menos que la rebajen o suprimen lo más mínimo, Porque como procede de un sentimiento de caridad mediante el cual nos unimos los unos a los otros como miembros de su cuerpo, también ellos se reducen a la unión con nuestra cabeza; y como están hechas en nombre de Cristo, ¿qué otra cosa testifican, sino que nadie puede ser ayudado por ninguna oración, sito en cuanto que Cristo es el Mediador e Intercesor? Y así como Cristo no impide con su intercesión que el uno ayude al otro con sus oraciones, igualmente hay que tener por cierto que todas las intercesiones de la Iglesia deben ir dirigidas a esta única intercesión. Más aún; hemos de guardarnos muy bien de no caer en la ingratitud; pues Dios, al soportar nuestra indignidad, no solamente permite que cada cual ore por si mismo, sino además consiente que lo hagan los unos por los otros. Pues, ¿qué soberbia no sería que haciéndonos Él tan señalada merced como es constituirnos procuradores de su Iglesia, cuando nosotros muy bien merecemos ser rechazados al orar por nosotros mismos, abusemos sin embargo de tal merced oscureciendo el honor de Jesucristo?

20. Los cristianos no son de ningún modo (os mediadores de su intercesión
No es, pues, otra cosa que ficción y mentira lo que propalan los sofistas, que Cristo es Mediador de redención, y los fieles lo son de intercesión. Como si Cristo, habiendo ejercido el oficio de Mediador, por algún tiempo haya dejado de serlo y haya confiado en lo porvenir para siempre tal cargo a los suyos. ¡Gran honor el que le hacen al asignarle una pequeña parte de todo lo que se le debe!
Pero de muy distinta manera procede la Escritura, a cuya simplicidad han de atenerse los fieles sin hacer caso de estos falsarios. Porque cuando san Juan dice: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo” (1 Jn. 2, 1), no quiere decir que Cristo nos haya sido dado en el pasado como Abogado, sino afirma que es un perpetuo Intercesor. ¿Y qué diremos a lo que afirma san Pablo, cuando dice que Cristo, aun cuando sentado a la diestra de Dios intercede por nosotros? (Rom. 8,34). Y cuando en otro lugar lo llama único Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2,5), ¿por ventura no lo hace así teniendo en cuenta las oraciones de que poco antes había hecho mención? Porque después de decir que se debe orar a Dios por todos los hombres, luego, para confirmar esta sentencia, añade que hay un solo Dios y un solo Mediador para dar entrada a El a todos los hombres.
San Agustín no expone esto de otra manera, cuando dice: “Los cristianos se encomiendan a Dios en sus oraciones rogando los unos por los otros; pero Aquel por quien ninguno intercede, sino El por todos, Ése es el único y verdadero Mediador”.1 Y el Apóstol san Pablo, aun siendo uno de los principales miembros, sin embargo, como era miembro del cuerpo de Cristo y sabía que el Señor Jesús, sumo y verdadero pontífice, había entrado por toda la Iglesia en lo íntimo del santuario de Dios, no en figura sino en realidad, se encomienda también a las oraciones de los fieles, y no se constituye a sí mismo mediador entre Dios y los hombres sino suplica que todos los miembros del cuerpo de Cristo oren por él, como él también ora por ellos; puesto que los miembros deben preocuparse los unos de los otros, y si un miembro padece, los otros han de padecer también con él (Rom. 15,30; Ef. 6, 19; Col.4,3; 1 Cor. 12,25). De esta manera las oraciones de todos los miembros que aún militan en la tierra, y que hacen unos por otros, deben subir a su Cabeza, que les precedió al cielo, en la cual tenemos la remisión de los pecados. Porque si san Pedro fuese mediador, sin duda lo serían también los demás apóstoles; y si hubiese muchos mediadores, no estaría de acuerdo con lo que el Apóstol había dicho, que hay “un solo Mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim. 2, 5), en el cual nosotros también somos una misma cosa si procuramos “guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef. 4,3). Todo esto está tomado de san Agustín en el libro segundo contra Parmeniano.2 De acuerdo con esta doctrina, él mismo dice sobre el salmo noventa y cuatro: “Si tú buscas a tu sacerdote, en los cielos está; allí ora por ti, el que en la tierra murió por ti”.3
Es verdad que no nos imaginamos que esté postrado de hinojos delante del Padre orando por nosotros, sino que, de acuerdo con el Apóstol, entendemos que de tal manera se presenta delante de Dios, que la virtud y eficacia de su muerte vale para interceder perpetuamente por nosotros; y que habiendo entrado en el santuario del cielo, Él solo presenta a Dios las oraciones del pueblo que permanece en el patio a lo lejos.

1 Contra Parmeniano, lib. II, cap. viii, 16.
2 Contra Parmeniano, lib. II, cap, vi», 16.
3 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. XCVI, 6.


REFUTACIÓN DE LA INTERCESIÓN DE LOS SANTOS

21. La intercesión de los santos no se enseña en la Escritura; tal intercesión deshonra al Padre y al Hijo
Por lo que toca a los santos que han pasado de este mundo y viven con Cristo, si les atribuimos alguna oración, no nos imaginemos que tienen otro modo de orar que a Cristo, que es el único camino; ni supongamos que sus oraciones sean aceptas a Dios en nombre de nadie más que Cristo.
Siendo, pues, así que la Escritura nos aparta de todos los demás para que acudamos solamente a Cristo, porque el Padre celestial quiere reunir todas las cosas en El, sería gran necedad, por no decir locura, pretender tener acceso y entrada a Él por medio de ellos y que nos apartásemos de Aquel sin el cual ni ellos mismos tendrían acceso. ¿Y quién puede negar que esto se viene haciendo desde hace ya muchos años, y que actualmente se practica dondequiera que reina el papismo? Para tener a Dios propicio le ponen delante los méritos de los santos, y se invoca a Dios en su nombre sin hacer de ordinario mención de Cristo. ¿No es esto, pregunto yo, transferir a ellos el oficio de intercesión exclusiva, que ya hemos probado conviene a Cristo solo?
Además, ¿quién, sea ángel o demonio, les ha revelado jamás a ninguno de ellos, ni siquiera una sola palabra de esta intercesión de los santos, que ellos se forjan? Porque en la Escritura no se hace mención alguna. ¿Qué razón tuvieron, pues, para inventarla? Ciertamente cuando el ingenio del hombre busca socorros que no están conformes con la Palabra de Dios, bien a las claras descubre su desconfianza. Y si se llama como testigo a la conciencia de aquellos que se apoyan en la intercesión de los santos, veremos que esto viene únicamente de que están perplejos, como si Cristo les fuese a faltar o fuese muy severo. Con semejante perplejidad deshonran a Cristo y lo despojan del titulo de único Mediador; honor que por habérselo dado como singular prerrogativa, no se debe atribuir a nadie más que a Él. De esta manera oscurecen la gloria de su nacimiento, anulan su cruz, y, en fin, lo despojan del honor de cuanto ha hecho y padecido; porque todo ello tiende a que sea reconocido como único Mediador.
Además tampoco tienen en cuenta la voluntad de Dios, que les demuestra ser un Padre para ellos. Porque Dios no es su Padre si no reconocen a Cristo como hermano; lo cual claramente niegan si no estiman que Cristo los ama con un amor fraterno y tan tierno como no puede haber otro en el mundo. Por esto singularmente nos lo presenta la Escritura, a Él nos envía y en El separa, sin pasar adelante. “Él”, dice san Ambrosio, “es nuestra boca, con la que hablamos al Padre; nuestros ojos, con los que vemos al Padre; nuestra mano derecha, con la que ofrecemos al Padre; si El no intercediese, ni nosotros, ni ninguno de cuantos santos existen tendrían acceso a Dios”.1
Se defienden alegando que cuantas oraciones hacen en sus iglesias terminan pidiendo que sean aceptas a Dios por Jesucristo nuestro Señor. Es éste un refugio muy frívolo. Porque no menos se profana la intercesión de Cristo cuando la mezclan con las oraciones y méritos de los muertos, que si la dejasen completamente a un lado y no hiciesen mención más que de ellos. Además de esto, en todas sus letanías, himnos y prosas, engrandecen cuanto pueden a los santos, y no hacen mención alguna de Cristo.

1 Isaac, o del Alma, cap. viii, 75.

22. Lleva consigo numerosos errores y supersticiones
El desvarío ha llegado tan lejos, que en ellos podemos contemplar a lo vivo la propiedad y naturaleza de la superstición, la cual una vez que se desmanda, no cesa de correr fuera de camino. Porque desde que pusieron su atención en la intercesión de los santos, poco a poco han ido dando a cada uno de ellos su cargo particular, de forma que según la diversidad de los asuntos, ora ponen a uno, ora a otro, como intercesor.
Además, cada uno elige su propio santo, poniéndose bajo su patrocinio, como si los santos fuesen dioses tutelares. Y no solamente han erigido tantos dioses cuantas son las ciudades que hay, lo cual el profeta reprochaba a los israelitas (Jer. 2,28; 11, 13), sino tantos cuantas personas existen; porque cada cual tiene el suyo.
Ahora bien, si es verdad que los santos tienen la verdad de Dios como norma y regla de todos sus deseos, y que en ella tienen puestos sus ojos, cualquiera que asigna otra oración que la de desear que venga el reino de Dios, los estima de una manera muy inconveniente, carnal, e incluso afrentosa. Por aquí se ve cuán gran desatino es lo que ellos les atribuyen, al creer que los santos se aficionan e inclinan más a quien más los honra.
Finalmente, muchos no se contentan con cometer este horrendo sacrilegio de invocarlos como intercesores, sino que también los consideran como rectores de su salud. He ahí hasta donde llega la miseria de los hombres, una vez que pasa el límite de la Palabra de Dios.
Omito aquí otros enormes monstruos de impiedad por los cuales los papistas son detestables a Dios, a los ángeles y a los hombres; sin embargo ellos no se avergüenzan ni se inquietan. Se hincan de rodillas delante de la imagen o la estatua de santa Bárbara o de santa Catalina y otros santos semejantes, y murmuran entre dientes un paternoster. Y tan lejos están sus pastores de remediar y curar este desenfreno, que ellos mismos los mantienen en ella, por las ganancias que de aquí obtienen. Mas, aunque procuren lavarse las manos de tan grave sacrilegio, diciendo que eso no se hace ni en la misa ni en las horas canónicas, ¿qué pretexto les servirá para encubrir lo que ellos rezan o a voz en cuello cantan, cuando ruegan a san Eloy o a san Medardo, que miren desde el cielo y ayuden a sus siervos, y que la Virgen María mande a su Hijo que haga lo que ellos piden?
Se prohibió antiguamente en el concilio cartaginense que ninguna oración que se hace en el altar se dirigiera a los santos.1 Es verosímil que los buenos obispos de aquel tiempo, no pudiendo reprimir por completo el ímpetu de la mala costumbre procuraran al menos poner esta limitación, de que las oraciones públicas no fuesen mancilladas con esta desatinada forma de orar que los santurrones habían introducido: “Sancta Maria, o Sancte Petre, ora pro nobis”. Pero la diabólica importunidad de los demás fue tanta, que no duda en atribuir a uno u otro lo que es propio de Dios y de Jesucristo.

1 Concilio III Cartaginense, 337, 23.

23. Los san tos fallecidos no son ángeles
En cuanto al esfuerzo de algunos que quieren demostrar que esta intercesión de los santos se funda en la Escritura, ciertamente se fatigan en vano.
Muchas veces se hace mención, dicen, de las oraciones de los ángeles. Y no solamente esto, que también se lee que las oraciones de los fieles son presentadas por las manos de los ángeles delante de Dios. Sea como ellos quieren. Pero si quieren comparar a los santos que han dejado esta vida con los ángeles es necesario que prueben primero que son espíritus encargados de procurar nuestra salvación (Heb. 1, 14), y que se les ha dado el cargo de guardarnos en todos nuestros caminos (Sal. 91, 11), que estén en torno a nosotros, que nos aconsejen y consuelen y que velen por nosotros (Sal. 34, 8); porque todas esas cosas se atribuyen a los ángeles, no a los hombres.
Mas cuán sin propósito mezclan a los santos fallecidos con los ángeles, se ve muy claro por los diversos oficios con que la Escritura los designa. Nadie se atreverá a hacer de abogado delante de un juez terreno, si no es admitido primero. ¿De dónde, pues, se toman la libertad estos infelices gusanos para constituir y nombrar abogados delante de Dios a aquellos a quienes Dios no ha confiado tal cargo? Quiso Dios dar a los ángeles el oficio de que tuvieran cuidado de nuestra salvación; de aquí que estén presentes en las asambleas cuando los fieles se juntan para invocar a Dios, y que la Iglesia les sea como un teatro en el que admiran la inmensa y sorprendente sabiduría de Dios. Pero los que atribuyen a otros lo que es peculiar y propio de los ángeles confunden y trastornan el orden establecido por Dios, que debe ser inviolable.

Jer. 15,1 no prueba la intercesión de los difuntos. Con la misma destreza siguen citando testimonios. Aducen lo que Dios dijo a Jeremías: “Si Moisés y Samuel se pusieran delante de mí para suplicarme, no estaría mi voluntad con este pueblo” (Jer. 15,1). De aquí forman su argumento como sigue: ¿Cómo iba a hablar de esta manera de los ya fallecidos, si no supiera que intercedían por los vivos? Yo, por el contrario, concluyo que como por este texto se ve claro que ni Moisés ni Samuel intercedieron entonces por el pueblo de Israel, es señal de que los muertos no oran por los vivos. Porque ¿quién entre los santos podemos pensar que esté solícito y preocupado por la salvación de su pueblo, si Moisés no se preocupa, siendo así que mientras vivió sobrepasó con mucho en este aspecto a todos los demás? Por tanto si ellos buscan estas nimias sutilezas para concluir que los muertos oran por los vivos, porque Dios dijo, si intercediesen; yo argumentaré, al contrario, y con mayoría de razón; en la extrema necesidad del pueblo Moisés no intercedía, — pues se dice “si intercediese” —, luego es verosímil que ninguno otro lo hiciera, dado que todos los demás eran muy inferiores a Moisés por lo que hace a humanidad, bondad y paterna solicitud.
He aquí lo que ganan con sus cavilaciones; ser heridos por las mismas armas con que pensaban defenderse. Ciertamente es bien ridículo querer retorcer una sentencia clara; porque el Señor no dice otra cosa, sino que no perdonaría las iniquidades del pueblo, aunque tuviesen por abogados a otro Moisés u otro Samuel, por cuyas oraciones El en el pasado tanto había hecho.
Que éste es el sentido se puede concluir claramente de otro pasaje semejante de Ezequiel: “Si estuviesen”, dice, “en medio de ella (Jerusalem) estos tres varones, Noé, Daniel y Job, ni a sus hijos ni a sus hijas librarían; ellos solos serían librados” (Ez. 14,14. 16). En este texto no hay duda que Dios ha querido decir que si aconteciese que los dos resucitasen y viviesen en la ciudad; porque el tercero aún vivía, y es sabido que estaba en la flor de la edad y había dado una admirable muestra de su piedad.
Dejemos, pues, a un lado a aquellos de quienes la Escritura dice claramente que han terminado el curso de sus días. Por eso san Pablo, hablando de David no dice que con sus oraciones ayuda a sus sucesores, sino solamente que sirvió a su propia generación (Hch. 13,36).

24. El ministerio de amor de los santos fallecidos no implica en modo alguno que se comuniquen con nosotros
Replican a esto silos queremos despojar de todo afecto, cuando durante todo el curso de su vida fueron tan afectuosos y compasivos.
Como no quiero andar investigando sobre lo que hacen o lo que dejan de hacer, respondo que no es verosímil que los agiten una multitud de deseos; al contrario, sí lo es que con firme y constante voluntad buscan el reino de Dios, el cual no menos consiste en la destrucción de los impíos que en la conservación de los fieles, Y si esto es verdad, no hay duda que su caridad se contiene en la comunión del cuerpo de Cristo; y que no se extiende más de lo que esta comunión permite. Pero aunque yo les concediera que oran de esa manera por nosotros, aun así no se seguiría que pierdan su tranquilidad y que anden distraídos con preocupaciones de aquí abajo; y mucho menos, que por esto hayan de ser invocados por nosotros. Tampoco se sigue que se haya de hacer así, porque los hombres que viven en el mundo pueden encomendarse los unos a los otros en sus oraciones, pues este ejercicio sirve para mantener entre ellos la caridad y el amor, al repartirse entre si sus necesidades, y cada uno toma parte en ellas. Y ciertamente esto lo hacen por el mandamiento que tienen de Dios, y no está desprovisto de promesa, que son los dos puntos principales de la oración.
Todas estas razones no se dan en los muertos con los cuales el Señor, al separarlos de nosotros, nos dejó sin comunicación alguna; ni tampoco, por lo que se puede conjeturar, se la dejó a ellos con nosotros (Ecl.
9,5-6).
Y si alguno replica que es imposible que no nos amen con la misma caridad con que nos amaron cuando vivieron, porque están unidos a nosotros en una misma fe, preguntaré quién nos ha revelado que tengan orejas tan largas, que se extiendan hasta nuestras palabras, y ojos tan perspicaces, que vean nuestras necesidades. Es verdad que los sofistas se imaginan y fingen que el resplandor del rostro de Dios es tan grande, que despide ingentes destellos, y que los santos, contemplando este resplandor ven en él desde el cielo, como en un espejo, todo cuanto pasa aquí abajo.1 Pero afirmar esto, y principalmente con el atrevimiento con que elfos lo hacen, ¿qué otra cosa es sino querer con nuestros desvaríos y sueños penetrar en los secretos juicios de Dios sin su Palabra y poner bajo nuestros pies la Escritura, la cual tantas veces nos advierte que “la mente carnal es enemistad contra Dios” (Rom. 8,7) y que, echando por tierra nuestra razón, quiere que solamente pongamos nuestros ojos en la vida de Dios?

1 Tomás de Aquino, Suma Teológica, supl. eu. 72, art. 1.

25. En qué sentido el nombre de los patriarcas del Antiguo Testamento era invocado por sus sucesores
Los otros textos de la Escritura que aducen en confirmación de sus mentiras, los corrompen perversamente. Jacob, dicen, pidió en la hora de su muerte que su nombre y el de sus padres fuese invocado sobre su posteridad (Gn. 48,16).
Primeramente veamos qué clase de invocación es ésta entre los israelitas. Ellos no llaman a sus padres para que les ayuden, sino solamente piden a Dios que se acuerde de sus siervos Abraham, Isaac y Jacob. Por tanto, su ejemplo no sirve de nada para los que dirigen sus palabras a los santos. Mas como estos necios no entienden — tan torpes son — lo que es invocar el nombre de Jacob, ni por qué ha de ser invocado, no es de maravillar que de la misma forma divaguen tanto.
Para mejor comprender esto hay que notar que este modo de hablar se encuentra algunas veces en la Escritura. Así Isaías dice, que el nombre de los hombres es invocado por las mujeres, cuando ellas los tienen y reconocen por sus maridos y viven bajo la protección y el amparo de los mismos (Is. 4, 1). La invocación, pues, del nombre de Abraham sobre los israelitas consiste en que teniéndole por autor de su linaje retienen la memoria solemne de su nombre como su padre y autor.
Ni tampoco hace esto Jacob porque estuviese preocupado de que su recuerdo fuese celebrado y conservado, sino que, comprendiendo que toda la felicidad de su posteridad consistía en que ellos, como por herencia, gozasen del pacto que Dios había establecido con él, les desea lo que él sabía que había de darles la felicidad; que fuesen contados y tenidos por hijos suyos. Lo cual no es otra cosa que entregarles en la mano la sucesión del pacto.
Por su parte también los sucesores cuando sus oraciones tienen este recuerdo, no se acogen a la intercesión de los difuntos, sino que presentan al Señor la memoria del pacto que Él había hecho, en el cual prometió que les seria Padre propicio y liberal por causa de Abraham, Isaac y Jacob. Pues por lo demás, cuán poca confianza han depositado los fieles en los méritos de sus padres se ve claramente por el profeta, cuando en nombre de toda la Iglesia dice: “Tú eres nuestro padre, si bien Abraham nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro padre; nuestro redentor perpetuo es tu nombre”. Y no obstante, aunque la Iglesia habla de esta manera, añade luego: “Vuélvete por amor de tus siervos” (Is. 63, 16-17); con lo cual no quiere decir que tenga en cuenta intercesión de ninguna clase, sino que traiga a la memoria el beneficio del pacto. Y como ahora tenemos al Señor Jesús, por cuya mano el eterno pacto de misericordia ha sido no solamente verificado, sino también confirmado, ¿qué otro nombre podemos pretender en nuestras oraciones?
Mas tomo estos venerables doctores querrían con estas palabras constituir a los patriarcas como intercesores, quisiera saber cuál es la causa de que entre tal multitud de santos, Abraham, padre de la Iglesia, no haya encontrado un hueco. Es bien sabido de qué chusma sacan ellos sus abogados. Que me digan si es decente que Abraham, al cual Dios prefirió a todos los demás y a quien ensalzó con el supremo honor y dignidad, sea de tal manera menospreciado, que no se haga caso alguno de él. La causa es ciertamente que todos sabían muy bien que esta costumbre jamás se usó en la Iglesia antigua; por eso para encubrir su novedad, prefirieron no hacer mención alguna de los patriarcas del Antiguo Testamento, como si la diversidad de los nombres excusase la nueva y bastarda costumbre.
En cuanto a lo que algunos alegan del salmo en el que los fieles ruegan a Dios, que por amor de David tenga misericordia de ellos (Sal. 132, 1 . 10), tan lejos está de confirmar la intercesión de los santos, que el mismo salmo es precisamente muy eficaz y apto para refutar tal error. Porque si consideramos el lugar que ha ocupado la persona de Dios, veremos que en este Lugar es separado de la compañía de todos los santos, para que Dios confirmase y ratificase el pacto que con él había establecido. De esta manera el Espíritu Santo tuvo el pacto más en cuenta que el hombre, y bajo esta figura dejó entrever la intercesión única de Jesucristo. Porque es del todo cierto que lo que fue singular y propio de David en cuanto figura de Cristo, no pudo convenir a los otros.

26. La eficacia de las súplicas de los santos aquí abajo no prueba su intercesión en el otro mundo
Pero lo que a muchos mueve es el hecho de que muchas veces se lee que las oraciones de los santos han sido escuchadas. ¿Por qué? Ciertamente, porque oraron. “En ti”, dice el profeta, “esperaron nuestros padres; esperaron, y tú los libraste. Clamaron a ti, y fueron librados; confiaron en ti, y no fueron avergonzados” (Sal. 22,4-5). Oremos, pues, nosotros como ellos oraron, para ser también oídos como elLos. Mas, ¡cuán fuera de razón argumentan nuestros adversarios, cuando dicen que nadie será oído, sino solamente aquel que ya lo haya sido! ¡Cuánto mejor argumenta Santiago! “Elías”, dice, “era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y cr6 fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto” (Sant. 5, 17-18). ¿Vamos a decir que Santiago deduce una cierta prerrogativa de Elías, a la cual nos debemos acoger? Evidentemente que no; sino que nos enseña la continua y gran virtud que tiene la oración piadosa y pura, exhortándonos con ello a que oremos como él, Porque entenderíamos muy mal la prontitud y liberalidad con que Dios oye a los suyos, si con tales experiencias de los santos no nos confirmamos en una mayor confianza en sus promesas, en las cuales afirma que su oído estará atento para oír no a uno o dos, o a unos pocos, sino a cuantos invocaren su nombre. Y por esto tanto menos admite excusa su ignorancia, pues parece como si deliberadamente despreciaran los avisos de la Escritura.
David fue muchas veces librado por la virtud y poder de Dios; ¿acaso fue para atraerle a sí, y que por su intercesión fuésemos nosotros librados? Muy de otra manera habla él: En mí tienen los justos puestos sus ojos, por ver cuándo me oirás (Sal. 142, 7). Y: “Verán esto muchos y temerán, y confiarán en Jehová; bienaventurado el hombre que puso en Jehová su confianza” (Sal. 40,3-4). “Este pobre clamó, y le oyó Jehová” (Sal. 34,6).
Muchas oraciones hay en los salmos semejantes a éstas, en las que suplica a Dios que le oiga, a fin de que los fieles no sean confundidos, sino que con su ejemplo se animen a esperar. Bástenos por ahora uno: “Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado” (Sal. 32,6). Este texto lo cito con tanto mayor placer, porque estos indoctos abogados que han vendido su lengua para defender la tiranía del papado, no han tenido vergüenza de alegarlo para sostener su intercesión de los difuntos. Como si Dios quisiera hacer otra cosa, que mostrar el fruto que se sigue de la clemencia y facilidad de Dios cuando concede lo que se le pide. En general hemos de notar que la experiencia de la gracia de Dios, tanto para nosotros como para los demás, es una ayuda no pequeña para confirmar la fidelidad de sus promesas.
No citaré los numerosos textos en los que David expone los beneficios que de la mano de Dios ha recibido, para tener motivo de confianza, porque todo el que leyere los salmos los encontrará a cada paso. Esto lo había aprendido David del patriarca Jacob, quien decía: “Menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo; pues con mi cayado pasé este Jordán, y ahora estoy sobre dos campamentos” (Gn. 32, 10). Es verdad que alega la promesa; pero no solamente ella, pues juntamente añade el efecto, a fin de confiar más animosamente, que Dios había de ser para él en el futuro el mismo que habla sido antes. Porque Dios no es como los mortales, que les pesa haber sido liberales y que se les acaben sus riquezas, sino que hemos de considerarlo de acuerdo con su naturaleza, como prudentemente lo hace David: “Tú me has redimido, Jehová, Dios de verdad” (Sal. 31,5). Después de haber atribuido David a Dios la gloria de su salvación, añade que es veraz, porque si no fuese perpetuamente semejante a sí mismo, el argumento que se tomaría de sus beneficios no sería lo suficientemente firme para confiar en Él e invocarle. Mas sabiendo que siempre que nos socorre y nos ayuda nos da una muestra y una prueba de su bondad y fidelidad, no hay motivo para temer que nuestra esperanza se vea confundida, ni que nos veamos burlados cuando nos presentemos delante de Él.

27. Conclusión de los párrafos 1 a 26
Sea la conclusión de todo esto, que siendo así que la Escritura nos enseña que invocar a Dios es la parte principal y más importante del culto con que le debemos honrar — pues estima en más este deber que todos los restantes sacrificios — es un manifiesto sacrilegio que dirijamos nuestras oraciones a otro que no sea ti. Por esta razón se dice en el salmo; “Si hubiésemos alzado nuestras manos a dios ajeno, ¿no demandarla Dios esto? (Sal. 44, 20-21).
Asimismo, como quiera que Dios no desea ser invocado sino con fe, y que expresamente manda que nuestras oraciones se funden en la regla de su Palabra; y finalmente, puesto que la fe fundada en su Palabra es la madre de la verdadera oración, por fuerza, tan pronto como nos apartamos de su Palabra nuestra oración ha de ser bastarda y no puede agradar a Dios. Y ya hemos demostrado que en todo la Escritura se reserva este honor exclusivamente a Dios.
Por lo que se refiere a la intercesión, también hemos visto que es oficio peculiar de Cristo y que ninguna otra oración le agrada, sino la que este Mediador santifica.
Hemos demostrado también que aunque los fieles hagan oraciones recíprocamente los unos por los otros, esto en nada deroga la intercesión exclusiva de Cristo; porque todos, desde el primero al último, se apoyan en ella para encomendarse, a sí mismos y a sus hermanos, a Dios.
Asimismo hemos probado que esto se aplica muy neciamente y sin propósito a los difuntos, a los cuales jamás vemos que se les haya encargado el orar por nosotros. La Escritura nos exhorta muchas veces a que oremos los unos por los otros; pero en cuanto a los difuntos, no hace mención de ello ni por asomo; por el contrario, Santiago al unir estas dos cosas: que confesemos nuestros pecados y que oremos los unos por los otros (Sant. 5, 16), tácitamente excluye a los difuntos. Basta, pues, para condenar este error, la sola razón de que el principio de orar bien y como es debido nace de la fe, y que la fe procede de oír la Palabra cíe Dios, en ninguna parte de la cual se hace mención de que los santos ya difuntos intercedan por nosotros. Pues no es más que una mera superstición atribuir a los difuntos el oficio y el cargo que Dios en modo alguno les ha confiado. Porque si bien en la Escritura hay muchas formas de oración, no se encontrará en ella ni un solo ejemplo, que confirme la intercesión de los santos difuntos, sin la cual en el papado ninguna oración se tiene por valedera y eficaz.
Además se ve claramente que esta superstición ha nacido de una cierta incredulidad, porque o no se han dado por satisfechos con que Cristo fuese el Mediador, o que lo han despojado por completo de este honor. Y esto último ciertamente se deduce de su desvergüenza; porque no tienen otro argumento más fuerte que alegar para probar y sostener esta fantasía de la intercesión de los santos, sino que son indignos de tratar familiarmente con Dios. Lo cual nosotros no negamos, sino que lo tenemos por muy gran verdad; pero de ahí concluimos que ellos no hacen caso alguno de Jesucristo, pues tienen su intercesión por de ningún valor, si no la acompañan con la de san Jorge, la de san Hipólito y otros espantajos semejantes.



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