CAPÍTULO IV

ESTADO DE LA IGLESIA PRIMITIVA
Y
MODO DE GOBIERNO USADO ANTES DEL PAPA

1. La forma de gobierno de la Iglesia primitiva
Hasta ahora hemos hablado del modo de gobernar la Iglesia, según se nos manda en la pura Palabra de Dios. También hemos tratado de los ministerios, conforme Jesucristo lo ordenó. Ahora, para mejor entender esto e imprimirlo en la memoria será preciso comprender de qué modo la Iglesia primitiva ha procedido respecto a estas cosas, pues ella nos podrá representar perfectamente, como un espejo, esta institución divina. Porque, aunque los obispos antiguos han formulado muchos cánones o reglas con los cuales les parecía que exponían las cosas más por extenso de lo que están en la Escritura, sin embargo acomodaron toda su disciplina a la regla de la Palabra de Dios, de tal modo que se puede ver fácilmente que no ordenaron nada contrario a aquélla. Y aunque haya habido algo censurable en sus constituciones, sin embargo, por el celo con que se esforzaron en conservar la institución del Señor y por no haberse apenas apartado de ella, nos será de gran, provecho exponer aquí en resumen el orden que siguieron para llevarla a la práctica.

Tres órdenes de ministros. Según hemos dicho, la Escritura habla de tres clases de ministros. También la Iglesia primitiva los retuvo. Del orden del presbiteriado tomaron los pa5tores y doctores; los otros se ocupaban de la disciplina y las correcciones. Los diáconos tenían por cometido servir a los pobres y distribuir las limosnas. En cuanto a los lectores y acólitos, no eran nombres de oficio ninguno, sino que a los clérigos los ejercitaban desde su juventud en el servicio de la Iglesia, para que mejor pudieran comprender el fin a que estaban dedicados, y así se preparasen mejor al desempeño de su oficio, cuando fueran llamados, como lo probaré luego más por extenso. Y así san Jerónimo, después de afirmar que en la Iglesia hay cinco clases de personas, las va nombrando por orden: primero los obispos, luego los presbíteros, detrás los diáconos, a continuación los fieles, y por fin los catecúmenos, que aún no estaban bautizados, pero se presentaban en la Iglesia para ser instruidos en la religión cristiana y recibir después el bautismo. San Jerónimo1 no hace mención alguna de otros clérigos, ni de los frailes.

2. Los presbíteros y los obispos
Llamaban ellos presbíteros a cuantos tenían el oficio de enseñar. Estos elegían uno de su compañía en cada ciudad, al cual daban, especialmente el título de obispo, a fin de que le la igualdad no fuese causa, como suele acontecer, de discusiones. Sin embargo, el obispo no era en modo alguno superior en dignidad y honor a sus compañeros, de tal manera que tuviese autoridad sobre ellos, sino que su oficio era como el del presidente de un consejo; o sea, proponer los asuntos, pedir pareceres, guiar a los demás con oportunos avisos y amonestaciones, impedir con su autoridad que se produjesen desórdenes, y poner en ejecución lo que de común consentimiento se había determinado. Tal era el oficio del obispo entre los présbíteros.2
Los Padres antiguos confiesan que esto se introdujo por acuerdo de los hombres en fuerza de la necesidad. San Jerónimo,3 comentando la epístola a Tito, dice estas palabras: "Lo mismo es presbítero que obispo; y antes de que por instigación del Diablo naciesen las discordias, en la religión y se dijese entre los hombres: Yo soy de Pablo, yo de Cefas, las iglesias se regían por el común ,acuerdo de los presbíteros. Mas después, para suprimir toda ocasión de discusiones, todo el cargo se dio a uno. Por tanto, como los presbíteros saben por la costumbre introducida en la Iglesia, que están sometidos al obispo que preside; así ni más ni menos, sepan los obispos que son superiores a los presbíteros más por costumbre que por institución divina, y que los obispos deben gobernar la iglesia de común acuerdo con los presbíteros.” Sin embargo, en otro lugar muestra el mismo san Jerónimo cuán antigua era esa costumbre.4 Asegura que en Alejandría, desde el tiempo de san Marcos evangelista (hasta Eracleas y Dionisio), los presbíteros elegían siempre uno del grupo para que presidiese entre ellos, al cual llamaban obispo.
Así pues, en cada ciudad habla un colegio formado por pastores y doctores. Todos éstos tenían el oficio que san Pablo impone a los obispos:
enseñar, exhortar y corregir; y para dejar sucesores después de ellos, instruían a la juventud, que era recibida entre el clero, para sucederles en el oficio. Cada ciudad tenia su diócesis, a la cual proveía de presbíteros; y por tanto los de la ciudad como los de las aldeas formaban todos un solo cuerpo de Iglesia. Cada colegio, según queda dicho, obedecía a su obispo solamente por razón de orden y disciplina y para conservar la paz. El obispo precedía a los demás en dignidad, pero estaba sometido a la asamblea de los hermanos. Si la diócesis era tan grande que el obispo no podía cumplir su oficio con todos, elegían presbíteros en algunos pueblos, los cuates en asuntos de poca importancia hacían las veces del obispo. Se les llamaba obispos de aldeas, porque representaban al obispo fuera de la ciudad.

1 Comentario sobre Isaías, lib. IV, 19, 18.
2 Cipriano, Cartas, XIV, cap. iv; XIX, XXXIV, cap. iv.
3 Comentario a Tito, cap. 1.
4 Carta CXLIV, a Evangelus.

3. Presbíteros y obispos dispensaban la Palabra de Dios y los sacramentos
Sin embargo, par lo que hace al oficio que ahora tratamos era menester que tanto el obispo, como los presbíteros dispensasen la Palabra de Dios y los sacramentos. Solamente en Alejandría se ordenó que el presbítero no predicase; y esto porque Arrio había revuelto aquella iglesia, como lo refiere Sócrates en su Historia Tripartita, en el libro nono; lo cual reprueba san Jerónimo,1 y con razón.
Evidentemente, sería cosa monstruosa que alguien se jactara de ser obispo y no cumpliera con las obligaciones de su cargo. Tal fue la severidad y disciplina de aquellos tiempos, que todos los ministros eran forzados a cumplir con su oficio tal como Dios lo había ordenado. Y no digo que esto fuera así solamente durante un período de tiempo; sino siempre. Pues aun en tiempo de san Gregorio, cuando la Iglesia iba ya decayendo y degenerando de su estado primero, era cosa inadmisible que el obispo no predicase. Dice en cierto lugar,2 que el obispo está muerto si no se oye su voz, porque provoca la ira de Dios contra sí mismo si no hace que su predicación sea escuchada. Y en otro lugar: “Cuando san Pablo protesta que estaba limpio de la sangre de todos (Hch. 20,26), con estas palabras todos nosotros, los que nos llamamos obispos, somos citados, acusados y declarados culpables, puesto que, además de nuestros propios pecados, somos culpables de la muerte de otros; porque a tantos matamos, a cuantos con nuestra tibieza y nuestro silencio vemos cada día ir a la muerte.”1 Dice que él y los demás se callan, cuando no cumplen su oficio con la debida diligencia. Si, pues, él no perdona a aquellos que cumplían con su oficio simplemente a medias, ¿qué creemos que hubiera hecho en el caso de que alguno lo hubiera descuidado por completo?
En conclusión, durante mucho tiempo se mantuvo en la iglesia que el oficio principal del obispo era apacentar a su pueblo con la Palabra de Dios y edificar la Iglesia con la sana doctrina, así en público como en privado.

1 Carta LII, 7.
2 Cartas, lib. 1, carta XXIV.
3 Homilías sobre Ezequiel, hom. XI.

4. Los arzobispos y patriarcas
En cuanto a que cada provincia, además de los obispos tenía un arzobispo, y que el Concilio Niceno dispuso que hubiese patriarcas, que en dignidad y honor estuviesen incluso por encima de los arzobispos, todo esto tenía como finalidad la conservación de la disciplina. Sin inconveniente alguno podría omitir estos temas, por no haber sido usados frecuentemente; sin embargo no vendrá mal llamar la atención sobre él como de pasada.
Estos grados se establecieron principalmente, a fin de que si acontecía algo en una Iglesia, que no pudiese ser solucionado por pocos, se remitiese al Sínodo provincial; y si el asunto era de tanta importancia y dificultad que era necesario pasar adelante, se daba parte de ello a los patriarcas, que reunían en Sínodo a todos los obispos. De ahí no se podía apelar más que al Concilio general.
Algunos denominaron esta clase de gobierno, “jerarquía”; impropiamente, a mi parecer, o por lo menos con un nombre inusitado en la Escritura. Porque el Espíritu Santo ha querido evitar que, cuando se tratase del modo de gobernar la Iglesia, nadie inventase dominio o señorío alguno. Sin embargo, atendiendo a la realidad misma y dejándonos de palabras, veremos que los obispos antiguos no quisieron inventar una nueva forma de gobierno de la Iglesia, diversa de la que Dios había ordenado en su Palabra.

5. Los diáconos, subdiáconos y arcedianos
Asimismo el estado de los diáconos no era en su tiempo distinto de lo que había sido en tiempo de los apóstoles. Cada día recibían las limosnas que entregaban los fieles, y también las rentas anuales, para darles buen uso; a saber, una parte, para el mantenimiento de los ministros, y la otra, para los pobres. Y todo esto se hacía con la autorización del obispo, al cual cada año daban cuentas. Porque lo que ordenan los Cánones, que el obispo distribuyera los bienes de la iglesia, no se ha de entender como si el obispo tuviese el cargo de distribuir por sí mismo los bienes de la Iglesia; sino porque ellos ordenaban a los diáconos a qué personas habían de mantener con los bienes de la comunidad, y a cuáles otras habían de distribuir el resto; y porque ellos tenían la superintendencia para saber cómo marchaba todo.
Entre los Cánones, que llaman de los Apóstoles, hay uno que dice así: “Ordenamos que el obispo tenga en su poder los bienes de la Iglesia; porque si le son encomendadas las almas de los hombres, que son mucho más preciosas, con mayor razón pueden tener el gobierno del dinero, a fin de que todo se distribuya con su autoridad por los presbíteros y diáconos con temor y solicitud”. Y en el Concilio de Antioquía se ordenó que se corrigiera a los obispos que se hacían cargo del manejo de los bienes de la Iglesia, sin tener presbíteros o diáconos como coadjutores.
Pero no hay por qué hablar más de esto, dado que bien claramente aparece por numerosas cartas de san Gregorio, en cuyo tiempo las cosas se iban ya corrompiendo, y sin embargo aún se mantenía la costumbre de que los diáconos dispensasen los bienes de la Iglesia con autorización de sus obispos.
Es muy verosímil que ya desde el principio se les diera a los subdiáconos para ayudarles a servir a los pobres; pero esta diferencia poco a poco se fue perdiendo.
Los arcedianos comenzaron cuando los bienes de la Iglesia fueron en aumento; con lo cual la carga era mayor y requería una manera de gobernar más delicada; aunque ya san Jerónimo1 hace mención de ellos en su tiempo. En sus manos se depositaban las posesiones, rentas, alhajas y limosnas cotidianas. Así san Gregorio2 escribe al arcediano de Salona que si algo se perdía de los bienes de la Iglesia, por negligencia o por fraude, él seria el responsable.
En cuanto a que se les ordenaba que leyesen el Evangelio, que exhortasen al pueblo a orar, que distribuyesen el cáliz a los fieles en la Cena, todo esto se hacía para dar autoridad a su estado y que cumpliesen su deber con mayor reverencia y temor de Dios, en cuanto que con tales ceremonias se les advertía que su cargo no era político, ni profano, sino espiritual y consagrado a Dios.

1 Carta CXLVI.
2 Carta X.

6. Uso y administración de los bienes de la Iglesia
De aquí es fácil hacerse una idea acerca del uso de los bienes eclesiásticos y cómo eran dispensados.
Muchas veces dicen, tanto los cánones, como los doctores antiguos, que todo cuanto la Iglesia tenía en posesiones, o en dinero, era patrimonio de los pobres. En consecuencia se repite frecuentemente a los obispos y diáconos, que las riquezas que ellos manejan no son suyas, sino destinadas a las necesidades de los pobres; y que son dignos de muerte, si las disipan indebidamente, o las retienen para ellos. Y son amonestados para que distribuyan lo que se les ha encomendado, a aquellos para quienes es, sin ninguna acepción de personas, con temor y reverencia, como ante el acatamiento de Dios. De aquí las públicas protestas de Crisóstomo, Ambrosio, Agustín y los demás, atestiguando ante el pueblo su integridad.
Y como quiera que es justo y está ordenado por la Ley de Dios que los que se emplean en el servicio de la Iglesia sean alimentados de los bienes comunes; y como en aquel tiempo había muchos presbíteros, que ofrecían a Dios sus patrimonios, haciéndose voluntariamente pobres, la distribución se verificaba de tal manera que se proveía a los ministros, y se tenía en cuenta a los pobres. Sin embargo se ponía mucho cuidado en que los ministros, que deben servir de ejemplo a los demás de sobriedad y templanza, no tuviesen salarios excesivos de los cuales pudieran abusar para lulo y delicadezas: sino que simplemente proveyesen a sus necesidades. Por esta razón dice Jerónimo: “Los clérigos que pueden mantenerse con su patrimonio, si toman bienes de los pobres, comenten un sacrilegio y comen y beben su condenación”.1

1 Decretos de Graciano, pie. II, dist. 1, que cita este pasaje de san Jerónimo.

7. Libre al principio, la administración de los bienes eclesiásticos fue bien pronto regulada
Al principio la distribución era libre y voluntaria, porque se podían fiar perfectamente de la buena conciencia de los obispos y diáconos, ya que su integridad de vida era para ellos ley. Después, con el correr del tiempo, la avaricia de algunos, y la mala dispensación, de lo cual nacían graves escándalos, fueron la causa de que se promulgasen ciertos cánones, que distribuían la renta de la Iglesia en cuatro partes: la primera era para los ministros; la segunda, para los pobres; la tercera, para reparación de las iglesias y cosas similares; y la cuarta para los extranjeros y pobres accidentales. No se opone a esta división el que otros cánones apliquen al obispo la última parte; pues no querían decir que tal parte fuese propiedad del obispo, para que él la consumiese o gastara a su gusto, sino para que pudiese mostrarse liberal y dar hospitalidad con los huéspedes, como lo manda san Pablo (1 Tim. 3,2).
Así lo interpretan también Gelasio y Gregorio.1 El primero no da otra razón para que el obispo pueda tomar algo. sino para tener el modo de socorrer con largueza a los extranjeros y a los encarcelados. San Gregorio habla aún más claramente. “La costumbre”, dice, “de la Sede Apostólica es mandar al obispo, cuando es constituido, que haga cuatro partes de toda la renta de la Iglesia; la primera, para el obispo; la segunda, para los clérigos; la tercera, para los pobres; la cuarta, para reparación de los templos”.
Así pues, no era lícito al obispo tomar cosa alguna, sino únicamente lo que necesitaba para vivir sobriamente y para vestir sin lujo. Y si alguno comenzaba a excederse y se pasaba de la raya en la abundancia, la suntuosidad y la pompa, al momento era amonestado por los otros obispos vecinos; y si no se corregía era depuesto.2

1 Ibid., pie. II, que cita la Carta X de  Gelasio.
2 Ibid., cita a Carta LXVI de san Gregorio.

8. En caso de necesidad los ornamentos sagrados servían para socorrer a los pobres
Lo que se dedicaba al adorno de los templos, al principio era bien poco. Incluso después que la Iglesia se enriqueció bastante, no se dejó de observar cierta moderación en esto, Sin embargo, todo el dinero que se destinaba a este fin, se depositaba y dedicaba a los pobres, cuando la necesidad lo requería. Así Cirilo, obispo de Jerusalem, como no podía socorrer de otra manera la necesidad de los pobres en tiempo de hambre, vendió todos los vasos y ornamentos sagrados.1 Asimismo Acacio, obispo de Amida, viendo una gran multitud de persas en tan gran necesidad, que casi se morían de hambre, convocó a los clérigos, y después de dirigirles una admirable exhortación, exponiéndoles que Dios no tiene necesidad ni de platos ni de cálices, puesto que Él ni come ni bebe, lo fundió todo y dio toda la plata para rescatar y alimentar a los pobres.2 Y san Jerónimo, reprendiendo el exceso que ya en su tiempo se usaba en adornar los templos, ataba a Exuperio, obispo de Tolosa, su contemporáneo, porque llevaba el cuerpo de nuestro Señor en una canastilla de mimbre, y la sangre en un vaso de cristal, al mismo tiempo que ordenaba que ningún pobre padeciese hambre.3
Lo que he referido de Acacio, lo cuenta san Ambrosio4 de sí mismo. Como los arrianos le reprochasen que había roto los vasos sagrados para pagar el rescate de los prisioneros que los infieles habían hecho cautivos, él da esta admirable excusa, digna de perpetua memoria: “El que envió a sus apóstoles sin oro, ha reunido también a su Iglesia sin oro. La Iglesia tiene oro, no para guardarlo, sino para distribuirlo y remediar las necesidades; ¿a qué guardar lo que no sirve de nada? ¿No sabemos cuánto oro y plata robaron los asirios del templo del Señor? ¿No es mejor que el sacerdote lo convierta en dinero para ayudar y mantener a los pobres, que el que un enemigo sacrílego se lo lleve? ¿No dirá Dios: por qué has consentido que tantos pobres murieran de hambre, teniendo oro con que comprarles alimentos? ¿Por qué has dejado llevar cautivos a tanta pobre gente, y no los has rescatado? ¿Por qué has permitido que se matara a tantos? ¿No hubiera sido mejor conservar los vasos vivos, que no los vasos muertos de metal? ¿Qué se podría responder a esto? Si contestáis: Yo temía que no quedaran ya ornamentos en el templo, Dios responderá: Los sacramentos no tienen necesidad de oro; y como no se los compra con oro, tampoco son agradables por el oro. El ornamento de los sacramentos es redimir cautivos.”
En conclusión, vemos que en aquel tiempo era verdad lo que él mismo dice en otro lugar: que todo cuanto la iglesia posee es para socorrer a los pobres; y que todo cuanto tiene el obispo es de los pobres.5

1 Casiodoro, Historia Tripartita, lib. Y. cap. xxxvii.
2 Ibid., lib. XI, cap. xvi.
3 San Jerónimo, Carta CXXV.
4 De Oficiis, lib. II, cap. xxviii.
5 Carta XVIII y XX.

9. La institución de los clérigos
Tales son los ministerios y oficios que antiguamente hubo en la Iglesia. Los otros estados del clero que muchas veces se mencionan en los libros de los doctores y en los Concilios, más bien eran ejercicios y preparaciones que oficios. Porque para que hubiese siempre en la Iglesia semilla y nunca se encontrase desprovista de ministros, los jóvenes que con consentimiento y autorización de sus padres se ofrecían para servir a la Iglesia en el futuro, eran admitidos en la clerecía, y los llamaban clérigos. Durante aquel tiempo los instruían y los acostumbraban a todas las cosas buenas, a fin de que no se encontrasen ignorantes y sin experiencia alguna, cuando les encomendasen algún cargo en la Iglesia.
Yo hubiera preferido que les hubieran dado otro nombre más conveniente, puesto que san Pedro llama a toda la Iglesia el clero1 del Señor (1 Pe. 5,2), que quiere decir heredad; por tanto ese nombre no conviene a un estado determinado. Sin embargo el modo de proceder era santo y útil; a saber, que todos aquellos que deseaban dedicarse a la Iglesia fuesen educados bajo la disciplina del obispo, para que ninguno entrase al servicio de la Iglesia antes de haber sido bien instruido en la buena y santa doctrina desde su juventud) y de haberse, ejercitado en llevar el yugo y en ser humilde y obediente; y también, ocupado en cosas santas para olvidarse de todas las profanas. Y así como se acostumbra a los jóvenes que quieren ejercitarse en las armas con justas y torneos y otros ejercicios semejantes, para que sepan cómo han de conducirse en el combate real frente al enemigo, igualmente había antiguamente entre el clero ciertos ejercicios, para preparar a los que aún no tenían oficio.
Primeramente les encargaban que abrieran y cerraran los templos; a éstos los llamaban porteros; después los denominaban acólitos, cuando asistían al obispo, acompañándolo tanto por honestidad, como para evitar toda sospecha, a fin de que el obispo, dondequiera que fuese no estuviese solo y sin testigos. Después, para que poco a poco fuesen conocidos del pueblo y comenzasen a ser respetados y asimismo aprendiesen a conducirse ante el pueblo y perdiesen el miedo a hablar públicamente, para que cuando fuesen promovidos al presbiterio no se apocasen ni turbasen al predicar, les hacían leer los salmos en el púlpito. De esta manera gradualmente los ejercitaban en todos los oficios antes de hacerlos subdiáconos.
Mi intención es que se sepa que estas cosas fueron preparaciones y aprendizaje, y no oficios verdaderos, según ya lo he expuesto.

10. La vocación de los ministros
Según lo que hemos dicho, el primer punto en la elección de los ministros es cómo deben ser los que han de ser elegidos; y el segundo, con qué madura deliberación se debe proceder en la elección. En lo uno y lo otro ha observado la Iglesia antigua lo qué ha ordenado san Pablo.
La costumbre era reunirse con gran reverencia, e invocar el nombre del Señor para elegir a los pastores. Además seguían una especie de formulario para investigar la vida y doctrina de los que hablan de elegir, conforme a la misma regla de san Pablo. Solamente hubo en esto un defecto; que con el tiempo usaron de excesiva severidad, exigiendo en un obispo aún más de lo que san Pablo requiere (1 Tim. 3,2-7); y principalmente cuando ordenaron que el ministro no se casase. En todo lo demás se conformaron a la descripción de san Pablo, que hemos indicado.
Por lo que hace al tercer punto: a quién toca elegir los ministros) en esto los Padres antiguos no han observado una misma regla. Al principio no se recibía a ninguno, ni aun para ser clérigo, sin el consentimiento de todo el pueblo; de tal manera que san Cipriano se excusa muy diligentemente de haber constituido lector a un cierto Amelia, sin haberlo comunicada con la iglesia; porque, según dice, esto era contra la costumbre, aunque no sin razón, Pone, pues, esta introducción: “Solemos, hermanos, amadísimos, pedir vuestro parecer en la elección de los clérigos, y después de haber oído el parecer de toda la iglesia, considerar y pesar los méritos y costumbres de cada uno”.1 Tales son sus palabras. Mas como en estos pequeños ejercicios de lectores y acólitos no había gran peligro, puesto que se trataba de cosas de poca importancia y después debían ser probados por largo tiempo, no se pidió para ellos el consentimiento del pueblo.
Lo mismo sucedió después en los otros estados y órdenes. Excepto en la elección de los obispos, & pueblo casi permitió al obispo y a los presbíteros, que ellos decidiesen quiénes eran idóneos y hábiles, y quiénes no; menos cuando había que elegir sacerdote para una parroquia; porque entonces era preciso que el pueblo diese su consentimiento.
No es de extrañar que el pueblo descuidase mantener su derecho en las elecciones, porque ninguno era ordenado subdiácono sin que fuera probado por largo tiempo en su clericato con toda la severidad que hemos indicado. Después de haber sido probado como subdiácono, lo promovían a diácono; y si cumplía fiel y debidamente este oficio, lo hacían presbítero. Así que ninguno era promovido sin haber sido examinado muy a la larga, y además en presencia del pueblo.
Había asimismo muchos cánones para corregir los vicios; de modo que la Iglesia no se podía cargar de malos ministros ni de malos diáconos, a no ser que dejara a un lado los remedios que se habían dictado.
Por lo demás, para elegir los presbíteros siempre se requería el consentimiento del pueblo deL que habían de ser ministros, según lo atestigua el canon primero, llamado de Anacleto, que se contiene en los Decretos, distinción 67.
Las ordenaciones se celebraban en ciertos períodos determinados del año, a fin de que ninguno fuese ordenado en secreto sin el consentimiento del pueblo, y que nadie fuese promovido a la ligera sin tener un buen testimonio.

1 Cipriano, Carta XXXVIII.

11. La elección de los obispos
En cuanto a la elección de los obispos, el pueblo usó de su derecho por mucho tiempo, y ninguno era admitido sino por el común consentimiento de todos. Por esto el Concilio de Antioquía prohíbe que ninguno sea ordenado contra la voluntad del pueblo. León I confirma esto diciendo: “Elijase aquel que el clero y el pueblo han querido, o por lo menos la mayor parte”. Y: “Aquel que debe presidir a todos, sea elegido por todos; porque el que es ordenado sin ser conocido y examinado, es introducido a la fuerza”. Y también: “Elijase el que ha sido elegido por el clero y pedido por el pueblo, y sea consagrado por los obispos de la provincia con la autorización del metropolitano”.1
Los santos Padres se preocupaban tanto de que esta libertad del pueblo no fuese menoscabada, que el mismo Concilio universal congregado en Constantinopla no quiso ordenar a Nectario como obispo sin la aprobación de todo el clero y del pueblo, según consta por la carta enviada al obispo de Roma.2
Y por eso cuando algún obispo nombraba un sucesor, tal acto no era válido si no lo ratificaba el pueblo. De lo cual no solamente tenemos numerosos ejemplos, sino además un formulario en el nombramiento que hizo san Agustín3 de Eraclio, para que fuese su sucesor. Y el historiador Teodoreto,4 al referir que Atanasio nombró a Pedro como sucesor suyo, añade luego que los ancianos ratificaron el nombramiento, aprobándolo el magistrado, los nobles y todo el pueblo.

1 León I, Cartas, XIV, cap. v; X, cap. vi.
2 Teodoreto, Historia Eclesiástica, lib. y, cap. ix.
3 Carta CCXXVI.
4 Teodoreto, Historia Eclesiástica, lib. IV, cap. xx.

12. Admito que fue muy razonable la disposición del Concilio de Laodicea, que no se permitiese la elección al pueblo, pues es muy difícil que se pongan de acuerdo tantas personas para llevar a término un asunto. Y casi siempre es verdad aquel proverbio: “el vulgo inconstante se divide en diversas opiniones”.1 Pero había un buen remedio para evitar este inconveniente. Primeramente elegía el clero solo; después presentaban el elegido al magistrado y a los nobles; después de deliberar de común acuerdo ratificaban la elección si les parecía buena, y si no elegían otro. Después se daba la noticia al pueblo, el cual, aunque no estaba obligado a admitir la elección ya hecha, sin embargo no tenía ya ocasión de promover tumulto ninguno; o si comenzaban por el pueblo, se hacia para saber a quién prefería; y así, conocidas sus preferencias, el clero procedía a la elección. De este modo el clero no tenía libertad de elegir a quien le pareciese, y sin embargo no se sujetaba a complacer el desordenado capricho del pueblo.
León I en otro lugar hace mención de este orden, diciendo: “Hay que contar con la voz de los ciudadanos, el testimonio del pueblo, la autoridad del magistrado y la elección del clero”. Y: “Téngase el testimonio de los gobernadores, la aprobación del clero, el consentimiento del senado y del pueblo, porque la razón no permite que se haga de otra manera”.2 Y realmente, el sentido del canon del Concilio de Laodicea, ya citado, no es sino que los gobernadores y los clérigos no se dejen llevar por el vulgo, que es inconsiderado; más bien, que deben reprimir con gravedad y prudencia su loco apetito, cuando fuere menester.

1 Virgilio, Eneida, II, 39.
2 Carta X.

13. Esta forma de elegir se observó aún en tiempo de San Gregorio; y es verosímil que haya durado todavía mucho tiempo después. Hay muchas cartas en su registro, que claramente lo atestiguan así. Porque siempre que se trataba de elegir obispo en alguna parte tenía por costumbre escribir al clero y al cabildo del pueblo, y algunas veces al príncipe o señor, según el modo de gobierno de la ciudad a la que se dirigía. Y cuando a causa de alguna revuelta o diferencia, da al obispo del lugar la superintendencia en la elección, siempre exige que haya decreto solemne confirmado por el consentimiento de todos. Más aún; una vez que habían elegido a Constancio por obispo de Milán, como a causa de las guerras, muchos milaneses se habían retirado a Génova, no permitió que la elección fuese tenida por legítima hasta que los que estaban fuera se reunieron y dieron su consentimiento a la misma.
Y todavía más importante es que aún no hace quinientos años que un Papa, llamado Nicolás, dio este decreto respecto a la elección del Papa:
que los cardenales fuesen los primeros, luego los obispos, que después congregasen al resto de los clérigos, y, finalmente, que la elección fuese confirmada por el consentimiento del pueblo. Y al fin alega el decreto de León I, poco antes mencionado, mandando que se observe en el porvenir. Y si llega a tanto la maldad de algunos, que el clero se ve forzado a salir de la ciudad para hacer una buena elección, ordena que en tal caso se hallen presentes algunos representantes del pueblo en la elección.
El consentimiento del emperador se requería solamente en dos ciudades, en Roma y en Constantinopla, por ser, como se puede conjeturar, las dos sedes del imperio. Porque cuando san Ambrosio fue enviado a Milán por el emperador Valentiniano, para que como lugarteniente del emperador presidiese la elección, fue un caso extraordinario debido a las grandes diferencias reinantes entre los ciudadanos.
En Roma la autoridad del emperador era de tanta importancia en la creación del obispo, que san Gregorio escribe al emperador Mauricio, que él había sido hecho obispo por su mandato, bien que había sido pedido solemnemente por el pueblo. La costumbre era que luego que uno había sido elegido obispo de Roma por el clero, el senado y el pueblo, el electo lo hacía saber al emperador, el cual aprobaba o anulaba la elección.
No son contrarios a esto los Decretos recopilados por Graciano, pues no dicen sino que de ninguna manera se debe consentir que si la elección no es canónica, el rey constituya obispos según su parecer; y que los metropolitanos no deben consagrar al que hubiere sido promovido de esta manera a la fuerza. Porque una cosa es privar a la Iglesia de su derecho, para que un solo hombre haga todo según a él se le antojare, y otra conceder al rey o al emperador el honor de que él con su autoridad confirme la elección legítimamente hecha.

14. La ceremonia de la ordenación en la Iglesia antigua
Queda por exponer qué ceremonias usaban antiguamente en la ordenación de los ministros, después de haberlos elegido. Los latinos llamaban a esto ordenación o consagración; los griegos empleaban dos términos que significaban imposición de manos.
Existe un decreto del Concilio Niceno que ordena al metropolitano y a todos los obispos de la provincia, que se reúnan para ordenar al electo; y que si alguno de ellos no puede por enfermedad o por dificultad del viaje, por lo menos se hallen presentes tres, y que los ausentes manifiesten su consentimiento por carta. Como este canon no se observaba desde hacía ya mucho tiempo fue renovado más tarde en muchos concilios. Se ordena a todos, o por lo menos a los que no tenían excusa, que se hallen presentes en la elección, para que el examen de la doctrina y costumbres se hiciese con mayor madurez, pues no era consagrado antes de ser examinado de esta manera.
Lo mismo se ve por las cartas de san Cipriano, que antiguamente no llamaban a los obispos después de la elección, sino que estaban presentes a ella, para que fuesen como superintendentes, a fin de que el pueblo no decidiese nada provocando tumultos. Porque después de decir que el pueblo tiene autoridad para elegir a los que saben que son dignos, añade: “Por tanto, es menester que retengamos y guardemos lo que el Señor y sus apóstoles nos han trasmitido, como lo observamos en casi todas las provincias: que todos los obispos comarcanos se reúnan en el lugar donde ha de verificarse la elección del obispo, y que sea elegido estando presente el pueblo”.1
Mas como tal reunión a veces se retrasaba demasiado, y mientras tanto los ambiciosos tenían oportunidad de poner por obra sus malas intenciones, advierte que basta con que después de hecha la elección, se junten los obispos para consagrar al electo, después de haberlo examinado ellos.

1 Cipriano, Carta LXVII, 5.

15. Esto se hacía en todas partes sin excepción alguna. Después se introdujo un procedimiento muy distinto: el elegido iba a la ciudad
metropolitana para ser confirmado. Esto se hizo por ambición y corrupción, y no por razón alguna que lo justificara.
Poco después de que la Sede romana creciera, se introdujo otro procedimiento aún peor: todos los obispos de Italia iban a Roma para ser consagrados así se puede leer en las cartas de san Gregorio. Solamente algunas ciudades mantuvieron su antiguo derecho y se negaron a someterse: como Milán, según puede verse por una carta.1 Puede que las ciudades metropolitanas conservaran su privilegio y su derecho. Porque la costumbre antigua fue que todos los obispos de la provincia se juntaran en la ciudad principal para consagrar a su metropolitano.
Por lo demás, la ceremonia era la imposición de las manos. Yo no he leído otras, sino que los obispos usaban un vestido especial para ser diferenciados de los otros presbíteros. Asimismo ordenaban a los presbíteros y diáconos con la sola imposición de las manos. Pero cada obispo ordenaba a los presbíteros de su diócesis con el consejo de los demás presbíteros. Y aunque en general esto lo hacían todos, sin embargo como el obispo presidía y todo se hacía bajo su dirección, por eso decía que él ordenaba. Y así dicen muchas veces los doctores antiguos que el presbítero no difiere del obispo, sino en cuanto que no tiene el poder de ordenar.

1 Gregorio, Cartas XXX y XXXI.

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