CAPÍTULO III

DE LOS DOCTORES Y MINISTROS DE LA IGLESIA
SU ELECCIÓN Y OFICIO

1. Para gobernar su Iglesia, Dios se sirve del ministerio de los hombres
Es preciso que tratemos ahora del orden según el cual ha querido
Dios que fuese gobernada su Iglesia. Porque aunque Él solo debe gobernaría y regirla y tener toda la preeminencia, ejerciendo este gobierno e imperio sólo con su Palabra; sin embargo, como no habita entre nosotros con su presencia visible, de modo que podamos escuchar su voluntad de sus propios labios, se sirve para ello del ministerio y servicio de los hombres, haciéndolos sus lugartenientes (Lc. 10, 16); no que resigne en ellos su honor y superioridad, sino que por medio de ellos realiza su obra, ni más ni menos como un obrero se sirve de su instrumento.
  Me veo forzado a repetir lo que ya he dicho. Es, cierto que Él podía hacer esto perfectamente por sí mismo sin ayuda o instrumento alguno, o por medio de sus ángeles; pero son numerosas las razones de por qué no ha procedido así, y lo ha hecho por medio de los hombres.
  Primeramente, con esto les declara sus amistosos sentimientos, al escoger entre los hombres aquellos a quienes desea hacer sus embajadores, con encargo de exponer su voluntad al mundo y de representar su misma persona; así demuestra que no en vano nos llama tantas veces templos suyos (1 Cor. 3,16; 2 Cor. 6,16), puesto que por boca de los hombres nos habla como desde el cielo.
  En segundo lugar, nos sirve de admirable y muy útil ejercicio de humildad que nos acostumbre a obedecer a su Palabra, aunque sea predicada por hombres semejantes a nosotros, y a veces incluso inferiores en dignidad. Si Él mismo hablase desde el cielo, no sería maravilla que todo el mundo aceptase su voluntad con temor y reverencia. Porque, ¿quién no quedaría atónito al ver su potencia? ¿Quién no se sentiría sobrecogido de temor al contemplar por primera vez su gran majestad? ¿Quién no quedaría deslumbrado con su infinita claridad? Pero cuando es un simple hombre de humilde condición y desprovisto de autoridad en su propia persona quien habla en nombre de Dios, entonces, según prueba la experiencia, demostramos nuestra humildad y la honra y estima en que tenemos a Dios, al ser dóciles sin resistencia alguna a su ministro, aunque por lo que hace a su propia persona no tenga mayor excelencia que nosotros. Y por esta razón, el Señor esconde el tesoro de su sabiduría celestial en vasos frágiles de barro (2 Cor. 4, 7), para probar en qué estima le tenemos.
  En tercer lugar, no hay cosa más apropiada pata mantener la caridad fraterna entre nosotros, que unirnos mediante este vínculo: que uno sea constituido pastor para enseñar a los demás, y que éstos reciban la doctrina y la instrucción de él. Porque si cada uno tuviese en sí mismo cuanto le es preciso sin necesidad de recurrir a los otros, según somos naturalmente de orgullosos, cada uno de nosotros despreciaría a sus prójimos, siendo a su vez despreciado por ellos.
  Por eso Dios ha unido a su Iglesia con el vínculo que le pareció más apropiado para mantener en ella la unión, confiando la salvación y la vida eterna a hombres, a fin de que por su medio les fuese comunicada a los demás.

Explicación de Efesios 4, 4-16. A esto apuntaba san Pablo, cuando en la Epístola a los Efesios dijo: "(Vosotros sois) un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme ala medida del don de Cristo. Por lo cual dice: subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y  dio dones a los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la Cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre si por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor" (Ef.4,4-16).

  2. Con estas palabras muestra primeramente que el ministerio de los hombres, del cual Dios se sirve para el gobierno de su Iglesia, es el nervio principal para unir a los fieles en un cuerpo. Muestra también que la Iglesia no puede conservarse en su ser y perfección más que ayudándose de los medios que el Señor ha ordenado para su conservación. Dice que Jesucristo subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Ahora bien, el medio de conseguirlo es que dispensa y distribuye a su Iglesia sus gracias por medio de sus ministros, a los cuales ha confiado este oficio, dándoles la facultad de poder realizarlo; e incluso, en cierta manera Él mismo se presenta a su Iglesia, dando eficacia a su ministerio por la virtud de su Espíritu, a fin de que su trabajo no sea estéril.
  He aquí cómo se realiza la restauración de los santos. He aquí cómo se edifica el cuerpo de Cristo; cómo somos unidos unos con otros; cómo somos llevados a la unión con Cristo: cuando la profecía tiene lugar entre nosotros, cuando recibimos a los apóstoles, cuando no despreciamos la doctrina que nos es presentada.
  Por tanto, todo el que pretende destruir este orden y modo de gobierno, o lo menosprecia como si no fuese necesario, procura la destrucción y la ruina total de la Iglesia. Porque ni el sol, ni los alimentos y la bebida son tan necesarios para la conservación de la vida presente, como lo es el oficio de los apóstoles y pastores para la conservación de la Iglesia.

3. Dignidad y excelencia de los ministerios de la Palabra
Ya antes he advertido que nuestro Señor ensalzó la dignidad de este estado con todas las alabanzas posibles, a fin de que lo estimemos como una cosa superior a todas en excelencia.
  Cuando el Señor manda a su profeta exclamar: ¡Cuán hermosos los pies del que trae alegres nuevas! (Is. 52,7), Y que su venida es muy feliz; cuando llama a sus apóstoles "luz del mundo" y "sal de la tierra" (Mt. 5,14.13), demuestra con ello que otorga un singular beneficio y merced u los hombres al enviarlos como maestros. Finalmente, no podía demostrar mayor aprecio hacia este estado, que diciendo a sus apóstoles: "El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha" (Lc. 10,16). Pero no hay lugar más notable que el testimonio de san Pablo en su segunda Epístola a los Corintios, donde expresamente trata esta materia. Prueba allí el Apóstol que no hay en la Iglesia vocación ni dignidad más excelente que el ministerio del Evangelio, puesto que es ministerio del Espíritu, de la salvación y la vida eterna (2 Cor. 3,6; 8,4.6).
  Todas estas sentencias tan admirables y otras semejantes vienen a parar a lo mismo: que con nuestra negligencia no destruyamos ni menospreciemos la manera de gobernar y conservar la Iglesia por el ministerio de los hombres, que el Señor ha instituido para que permanezca siempre.
  Además, no solamente con la palabra, sino también con el ejemplo ha declarado cuán necesario es en su Iglesia este ministerio. Cuando quiso iluminar al centurión Cornelio de una manera más completa en la doctrina del Evangelio, le envía un ángel para que lo conduzca a san Pedro (Hch.10,3). Cuando quiso llamar a sí a san Pablo y recibirlo en su Iglesia, es verdad que él mismo le habla por su propia boca; sin embargo le envía un hombre mortal para que reciba la doctrina de la salvación y ser por él bautizado (Hch. 9,6.17-19). Si no es de ningún modo temerario que un ángel, cuyo oficio es ser embajador de la voluntad divina, se abstenga de anunciarle el Evangelio, sino que para ello el ángel lo envía a un hombre; y que Jesucristo, que es el único Maestro de los fieles, en lugar de enseñar a san Pablo, lo envía a que le enseñe un hombre, - a san Pablo, a quién Él arrebató hasta el tercer cielo para revelarle secretos inefables (2 Cor. 12,2) -, ¿quién se atreverá a menospreciar el ministerio de los hombres, o prescindir de él como cosa superflua, cuando el Señor ha demostrado de tantos modos cuán necesario es en su Iglesia?

4. Diversidad de los ministerios de la Palabra
Por lo que hace a los que deben presidir la Iglesia para gobernarla conforme a la institución de Jesucristo, san Pablo pone en primer lugar a los apóstoles, luego a los profetas, a continuación a los evangelistas, después a los pastores, y finalmente a los doctores (Ef. 4, 11). De todo éstos, solamente los dos últimos desempeñan un ministerio ordinario en la Iglesia; los otros tres los suscitó el Señor con su gracia al principio, cuando el Evangelio comenzó a ser predicado. Aunque no deja de suscitarlos de vez en cuando, según lo requiere la necesidad.

  a. Los ministerios de la Iglesia apostólica. Si se me pregunta cuál es el oficio de los apóstoles, se ve claro por lo que el Señor les mandó: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" (Mc. 16, 15). No les señala el Señor límite alguno; sino que los envía para que reduzcan a todo el mundo a su obediencia, a fin de que sembrando el Evangelio por doquier, ensalzasen su reino por todas las naciones. Por esto san Pablo, queriendo justificar su apostolado, no dice que haya conquistado para Cristo una ciudad u otra, sino que ha predicado el Evangelio por todas partes, y que no ha edificado sobre fundamento ajeno, sino que ha edificado las iglesias donde el nombre del Señor no había sido nunca oído (Rom.15,19-20). Los apóstoles, pues, fueron enviados para apartar al mundo de la perdición en que se encontraba y llevarlo a la obediencia de Dios, y por la predicación del Evangelio edificar por todo el mundo su reino; o, para decirlo con otras palabras, para echar por todo el mundo los fundamentos de la Iglesia, como primeros y principales maestros y artífices del edificio.
  San Pablo llama profetas, no a todos los que en general declaran la voluntad de Dios, sino a los que recibían alguna revelación particular (Ef. 2,20; 4,11): De éstos, en nuestro tiempo no los hay, o son menos manifiestos.
  Por el nombre de evangelistas entiendo a los que en oficio y dignidad venían después de los apóstoles, y hacían sus veces. De este número fueron Lucas, Timoteo, Tito u otros semejantes; incluso es posible que lo fueran también los setenta discípulos que Jesucristo eligió para que ocupasen el segundo lugar después de los apóstoles (Lc.10,1).
  Si admitimos esta interpretación - y debe serlo en mi opinión, como muy conforme con las palabras y la intención del Apóstol -, aquellos tres oficios no han sido instituidos para ser permanentes en la Iglesia, sino únicamente para el tiempo en que fue necesario implantar iglesias donde no existían, o para anunciar a Jesucristo entre los judíos, a fin de atraerlos a Él como a su Redentor. Aunque no niego con esto que Dios no haya después suscitado apóstoles o evangelistas en su lugar, como vemos que lo ha hecho en nuestro tiempo. Porque fue necesaria su presencia para reducir a la pobre Iglesia al buen camino del que el Anticristo la había apartado. Sin embargo sostengo que este ministerio fue extraordinario, puesto que no tiene cabida en las iglesias bien ordenadas.

  b. Ministerios necesarios en todo tiempo en la Iglesia. Vienen finalmente los pastores y doctores, de los cuales la Iglesia nunca puede prescindir. La diferencia que establezco entre estos dos oficios es que los doctores no tienen a su cargo la disciplina, ni la administración de los sacramentos, ni hacer exhortaciones ni avisos; su cargo únicamente es exponer la Escritura, a fin de que se conserve y mantenga la pura y sana doctrina en la Iglesia; en cambio, el oficio y cargo pastoral abraza todas estas cosas.

5. Profetas y doctores; apóstoles y pastores
Ya sabemos qué oficios han sido temporales en el gobierno de la
Iglesia, y cuáles han de permanecer para siempre. Si equiparamos a los apóstoles y evangelistas, nos quedan dos pares de oficios que se corresponden entre sí. Porque la semejanza que nuestros doctores tienen con los profetas antiguos, la tienen a su vez los pastores con los apóstoles.
  El oficio de profeta fue mucho más excelente a causa del don particular de revelación que comportaba. Pero el oficio de doctores persigue absoluta ente el mismo fin, y casi se ejerce mediante los mismos medios. Así los doce apóstoles que el Señor eligió para publicar su Evangelio por todo el mundo, excedieron a todos los demás en dignidad y en orden (Mt. 10,1; Lc. 6, 13). Porque, aunque según la etimología o derivación del nombre todos los ministros de la Iglesia pueden ser llamados apóstoles por ser enviados de Dios y sus mensajeros, sin embargo, como era de suma importancia saber con certeza quiénes fueron enviados por el Señor a una misión tan nueva y nunca oída, convino que los doce que tenían esta comisión - a los cuales se añadió después san Pablo  (Gál. 1,1; Hch. 9,150 - tuviesen un titulo mucho más excelente que los otros. Es verdad que san Pablo concede este honor a Andrónico y a Junias, declarándolos incluso excelentes entre los otros (Rom. 16, 7). Pero cuando quiere hablar con toda propiedad no atribuye este nombre más que a aquellos que tenían la preeminencia que hemos indicado. Y así comúnmente se emplea en la Escritura.
  Sin embargo los pastores tienen el mismo cargo que tenían los apóstoles, exceptuando que cada pastor tiene a su cargo una iglesia determinada. Esto es necesario exponerlo con mayor amplitud.

6. El ministerio de los pastores es semejante al de los apóstoles
El Señor, cuando envió a sus apóstoles, les mandó, según ya hemos dicho, que predicasen el Evangelio por todo el mundo y que bautizasen, a todos los creyentes en la remisión de tos pecados (Mí. 28,19). Y antes les había ordenado que distribuyesen el sacramento de su cuerpo y de su sangre a ejemplo suyo (Lc. 22, 19). He ahí una ley inviolable impuesta a todos los sucesores de los apóstoles: predicar el evangelio y administrar los sacramentos. De aquí concluyo que cuantos menosprecian una u otra de estas cosas afirman falsamente que son sucesores de los apóstoles.
  ¿Qué hay que decir de los pastores? San Pablo no habla solamente de sí mismo, sino de todos los pastores, cuando dice:. "Téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios!” (l Cor.4,1). Y en otro lugar: "(Es menester que el obispo retenga) la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen" (Tito 1,9). De estas dos sentencias y otras semejantes podemos concluir que el oficio de pastor comprende estas dos cosas: predicar el Evangelio y administrar los sacramentos.
  El modo de enseñar no consiste solamente enseñar en publico, sino también en exhortar en particular.  Por esto san Pablo pone a los efesios por testigos de que no ha rehusado anunciarles todo cuanto les con venía saber, enseñándoles en público y en sus propias casas, recomendando a los judíos y a los gentiles la conversión a Dios y la fe en Jesucristo (Hch. 20,20-21); y poco después protesta que no ha cesado de amonestar con lágrimas a cada uno de ellos (Hch. 20,31).
  No es mi intención enumerar aquí todas las virtudes de un buen pastor, sino únicamente exponer brevemente cuál es la profesión de los que se llaman pastores, y por tales quieren ser tenidos; a saber, presidir la iglesia en forma tal que su dignidad no permanezca ociosa; que instruyan al pueblo en la doctrina cristiana; que administren los sacramentos, y que mediante oportunas amonestaciones corrijan las faltas, usando la disciplina paternal que Jesucristo ha ordenado. Porque Dios anuncia a todos aquellos que ha puesto como atalayas de su Iglesia, que si alguno perece en su ignorancia a causa de la negligencia de ellos demandará su sangre de sus manos (Ez. 3,17). Y a todos ellos se les aplica lo que el Apóstol dice de sí mismo: "¡Ay de mí, si no anunciare el evangelio!" (1 Cor. 9,16), porque se le ha encomendado tal misión.
  En conclusión: todo cuanto los apóstoles realizaron por todo el mundo, cada pastor está obligado a hacerlo en la iglesia a la cual es enviado.

7. A cada pastor se le confía la carga y el servicio de una iglesia
Aunque señalamos a cada pastor su iglesia, no negamos que el pastor que tiene a su cuidado una iglesia pueda ayudar a las demás, sea porque se haya producido algún tumulto que pueda apaciguar con su presencia, o porque deseen pedir su consejo en alguna dificultad. Mas como, para mantener la paz de las iglesias es necesario guardar esta disciplina: que cada uno sepa lo que ha de hacer y a dónde debe acudir a fin de que no anden de un lado para otro perturbándose entre sí, de lo cual nace la confusión, para que no desamparen a sus iglesias a su talante los que se preocupan más de su provecho, propio que de la edificación de la Iglesia, hay que mantener en cuanto es posible la aludida división de las iglesias, a fin de que cada uno se mantenga dentro de sus propios límites y de las obligaciones de su cargo, y no se entrometa y usurpe el de los demás.
  Y esto no es invención humana, sino institución del mismo Dios. Porque leemos que Pablo y Bernabé ordenaron ancianos en cada una de las iglesias de Listra, Antioquía, e Iconio (Hch.14,23). Asimismo Pablo manda a Tito que ordene ancianos en todas las ciudades (Tito1,5.). Y en otra parte hace mención de los obispos de Filipos (Flp. 1,1): y en otro, de Arquipo, obispo de los colosenses (Col. 4,17). Asimismo san Lucas refiere aquel excelente sermón que el Apóstol dirigió a los ancianos de la iglesia de Efeso (Hch. 20, 18-35).
  Por tanto, todo el que tenga a su cargo una iglesia sepa que está obligado a servirla conforme a la vocación a que Dios le ha llamado; no
que esté ligado de tal manera a ella que no pueda irse a otra parte, cuando
la necesidad pública lo exigiere, siempre que se haga por buen  orden.
Lo que quiero decir es que el que es llamado a un lugar, no debe pensar ya en cambiarse, ni tomar cada día nuevas decisiones en vistas a su provecho particular; y asimismo, que cuando sea necesario que el pastor cambie de lugar, no lo haga por su personal decisión, sino que debe regirse por la autoridad, pública de la iglesia.

8. Las palabras obispo, anciano, pastor, ministro, designan el mismo cargo en el Nuevo Testamento
En cuanto a que llamo indiferentemente obispos, ancianos, pastores
y ministros a los que gobiernan la Iglesia, lo he hecho conforme al uso de la Escritura, que tema todos estos vocablos por una misma cosa. Porque a todos los que tienen el cargo de anunciar la Palabra de Dios los llama obispos. Así san Pablo, después de haber mandado a Tito que ordene ancianos en cada lugar, añade enseguida: "Porque es necesario que el obispo sea irreprensible" (Tit. 1, 7). Y de acuerdo con esto sa1uda a los obispos de Filipos (Flp. 1, 1), como si en un mismo lugar hubiera varios. Y san Lucas, después de decir que san Pablo convocó a los ancianos de Efeso, poco después los llama obispos (Hch. 20,17-28).

  Otras funciones y cargos eclesiásticos. Lo que hemos de notar aquí es que hasta el presente no he hablado más que de los oficios que consisten en administrar la Palabra de Dios. Tampoco san Pablo hace mención alguna en el capítulo alegado más que de éstos. Pero en la Carta a los Romanos y en la primera a los Corintios nombra otros, como potestades, don de curar las enfermedades, interpretación, gobierno, y cuidado de los pobres (Rom. 12,7-8; 1 Cor. 12,28). De entre éstos omitiremos los que fueron temporales, puesto que al presente no tienen ap1icación.
  Dos clases hay de oficios que durarán perpetuamente; a saber, el gobierno, y el cuidado de los pobres. En mi opinión, él llama, "gobernadores" a los ancianos del pueblo elegidos para asistir a los obispos en las amonestaciones, y mantener al pueblo en la disciplina. No se puede entender de otra manera, lo que él dice: El que gobierna, que lo haga con solicitud (Rom. 12,8). Por esta razón, al principio cada iglesia tenía su consejo o consistorio de hombres piadosos, prudentes, graves y de buena vida, los cuales estaban revestidos de autoridad para corregir los vicios, según lo veremos después. Y que este oficio no haya sido temporal, la misma experiencia lo demuestra. Hay, pues, que concluir que el oficio de gobernar es necesario en la Iglesia en todo tiempo y edad.

9. El cargo de diácono
La asistencia a los pobres fue encargada a los diáconos. Aunque san
Pablo, en la Epístola a los Romanos, distingue dos clases de diáconos: El que distribuye, dice, que lo haga con simplicidad; y el que hace misericordia, con alegría (Rom. 12,8). Ciertamente habla en este lugar de los oficios públicos de la Iglesia; por eso es necesario que haya dos clases diferentes de diáconos. Si no me engaño, en la primera cláusula entiende los diáconos que distribuían las limosnas; en la segunda, los que tenían cuidado de los pobres, asistiéndoles y sirviéndoles; de esto se encargaban las viudas de que habla Timoteo. Porque las mujeres no podían ejercer otro oficio público que el de encargarse de servir a los pobres (1 Tim. 5,9-10). Si aceptamos esta exposición, como debe hacerse, puesto que se apoya en una buena razón, debe de haber dos clases de diáconos: unos servirán a la iglesia administrando y distribuyendo los bienes de 1os pobres; los otros, asistiendo a los enfermos y demás necesitados. Aunque el nombre de diácono tiene un sentido más amplio, sin embargo la Escritura, llama especialmente diáconos a los que son constituidos por la iglesia pata distribuir las limosnas y cuidar de los pobres, como procuradores suyos. El origen, la institución y el  cargo de los diáconos lo refiere san Lucas en los Hechos de los apóstoles (Hch.6, 3). La causa fue las quejas de los griegos contra los hebreos, porque no se tenía en cuenta a sus viudas en el servicio de los pobres. Los apóstoles, excusándose de que no podían cumplir a la vez con dos oficios, piden al pueblo que elija siete hombres de buena vida, para que se hagan cargo de esto.
  He aquí la misión de los diáconos en tiempo de los apóstoles, y cómo debemos tenerlos conforme al ejemplo de la Iglesia primitiva.

10. Vocación de los ministros de la Iglesia
Y si lodo debe hacerse en la Iglesia "decentemente y con orden" (1 Cor.14,40), esto principalmente se ha de observar en cuanto al gobierno eclesiástico, pues en esto había mayor peligro que en lo demás de producir algún desorden. Y por eso, para que no se entrometan temerariamente en el oficio de enseñar o regir la Iglesia ciertos espíritus ligeros y sediciosos, el Señor ha ordenado expresamente que no entre nadie en un oficio público eclesiástico sin vocación.
  Así pues para que uno pueda ser legítimo ministro de la iglesia es menester que sea llamado debidamente (Heb. 5, 4); y que luego responda a su vocación; es decir; que cumpla bien el cargo que ha aceptado. Esto se puede ver en muchos pasajes de san Pablo. Siempre que quiere probar su apostolado, alega comúnmente su vocación y su fidelidad en cumplir su deber (Rom.1,1; 1 Cor.1,1). Si tan gran ministro de Jesucristo no se atreve a arrogarse autoridad para ser oído en la Iglesia, sino en cuanto es constituido por disposición del Señor, y fielmente, cumple con su vocación, ¿cuál no sería la desvergüenza del que, sea quien fuere, pretendiese usurpar esta dignidad sin ser llamado, y sin preocuparse de cumplir los deberes de su cargo? Pero como acabamos de tratar de lo que respecta al desempeño de este oficio, nos limitaremos ahora a exponer lo que se refiere a la vocación.

11. Vocación interna vocación externa
Esta materia se apoya en cuatro puntos: saber como han de ser los ministros que se eligen; cómo deben ser elegidos; quién los debe elegir; y ceremonias empleadas al conferirles el oficio. Hablo solamente de la vocación externa, que se refiere al orden público de la Iglesia. No menciono la vocación secreta e interna, de la que todo ministro debe tener el testimonio dé su conciencia delante de Dios, de la cual no pueden los hombres ser testigos.
  Esta vocación interior es una buena seguridad, que debemos tener en el corazón, de que no entramos en este estadio por ambición, ni por avaricia, sino por un verdadero temor de Dios y por el celo de edificar la Iglesia. Como he dicho, esto es absolutamente necesario en cada uno de los que somos ministros, si queremos que Dios apruebe nuestro ministerio. No obstante, si alguno entra en el ministerio con mala conciencia, no deja por eso de ser llamado legítimamente en cuanto a la Iglesia, si su maldad no es descubierta.
  Solemos también decir de algunos hombres particulares que son llamados al ministerio cuando vemos que son aptos para ello; porque la ciencia unida a la piedad y las demás virtudes necesarias en un buen
ministro son como una preparación para el ministerio; pues a los que
Dios escoge para el ministerio los pertrecha primero de las armas necesarias para desempeñar su oficio, a fin de que no vayan a él desprovistos y mal preparados.
  Por esto san Pablo, al tratar en la primera Epístola a los Corintios de los oficios, enumera primero los dones o gracias de que han de estar adornados los que son llamados (1 Cor. 1.2, 7). Pero pasemos a tratar de este punto, que es el primero que señalamos.

12. l°. Cómo han de ser aquellos que pueden ser elegidos para el santo ministerio
En dos sitios trata san Pablo por extenso acerca de cómo deben ser quienes han de ser elegidos obispos. En resumen, enseña que no deben ser elegidos más que los de sana doctrina y vida santa, que no estén manchados por ningún vicio notable que los haga despreciables y sea causa de afrenta para su ministerio (1 Tim. 3,2-7; Tit. 1,7-9). Y lo mismo respecto a los diáconos y ancianos.
  En primer lugar hay que tener siempre mucho cuidado de que no sean ineptos e incapaces de llevar la carga que se pone sobre sus hombros; es decir, que estén adornados de las gracias y dones requeridos para el cumplimiento de su oficio. Así nuestro Señor, cuando quiso enviar a sus discípulos, los dotó primero de las armas y demás requisitos sin los cuales no podían pasar (Lc.21, 15; 24,49; Mc. 16, 17-18; Hch.1, 8). Y san Pablo, después de hacer la descripción de un buen obispo, advierte a Timoteo que no se contamine eligiendo personas que no tengan las cualidades expuestas (1 Tim. 5,22).

  2°. Cómo hay que elegirlos. En cuanto a la manera de elegirlos, no hay que referirlo a las ceremonias, sino a la reverencia y solicitud que se ha de poner en la elección. A esto pertenecen los ayunos y oraciones que, como refiere san Lucas, hacían los fieles cuando había que elegir ancianos (Hch.14,23). Porque sabiendo ellos muy bien que era cosa de suma importancia, no se atrevían a intentarla sino con gran temor considerando detenidamente lo que tenían entre manos. Y cumplían su deber principalmente pidiendo a Dios que les diese espíritu de consejo y de discernimiento.

13. 3°. A quien pertenece elegir los ministros.- Vocación particular de
los apóstoles
El tercer punto de nuestra división es:  A quién pertenece elegir los ministros. En cuanto a la elección o institución de los apóstoles no se puede seguir una regla fija. Los apóstoles no fueron elegidos de la misma forma y manera que los demás. Siendo su ministerio extraordinario, para que tuviesen una cierta preeminencia y se distinguieran de los demás, fue preciso que fueran elegidos por la boca misma del Señor. Y por eso, cuando quisieron introducir otro apóstol el 1ugar de Judas, no se atrevieron a nombrar a ninguno, sino que eligieron a dos y pidieron a Dios que mediante la suerte declarase cuál de ellos quería que le sucediese (Hch.1,23-25). De la misma manera hay que entender lo que san Pablo dice a los gálatas, cuando, afirma haber sido elegido apóstol "no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre"  (Gál. 1,1).
  En primer lugar, el no haber sido elegido de hombres lo tuyo en común con todos los buenos ministros; porque ninguno debe ejercer el santo ministerio de la Palabra si no es llamado por Dios. Respecto a que no fue elegido por hombres, fue cosa particular y propia suya. Por eso, cuando se gloría de no haber sido elegido por hombres, no solamente se jacta de tener lo que todo buen ministro debe tener, sino que también presenta las credenciales de su apostolado. Porque, como hubiese entre los gálatas algunos que rebajaban su autoridad alegando que él no era más que un discípulo de tantos, elegido por los apóstoles, él, para mantener la dignidad de su predicación, que éstos maliciosamente pretendían socavar, intenta demostrar, por convenirle así, que en nada era inferior a los demás apóstoles. Y por eso afirma que no fue elegido por el juicio de los hombres, como lo son los pastores comunes, sino por decreto y disposición de Dios.

14. Los pastores deben ser elegidos por hombres
Que sea preciso en la vocación legítima de los pastores ser elegidos por los hombres, nadie que tenga algo de sentido lo podrá negar; ya que tantos testimonios hay de ella en la Escritura.
  A esto no se opone lo que, según acabamos de decir afirma san Pablo
de sí mismo: que no fue elegido de hombres ni por hombres (Gál. 1, 1);
puesto que él no habla en ese lugar de la elección ordinaria de los ministros, sino del privilegio especial de los apóstoles. Aunque, sin embargo, él mismo fue elegido por el Señor de tal manera que en su elección interviniera el orden eclesiástico. Porque san Lucas refiere que, mientras oraban y ayunaban los apóstoles, el Espíritu Santo les dijo: "Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado" (Hch.13,2). ¿Cuál era el fin de esta separación e imposición de manos, después de que el Espíritu Santo había testificado su elección; sino para mantenerla disciplina eclesiástica de que los ministros fuesen elegidos por los hombres? Y así Dios no pudo aprobar este orden con un ejemplo más notable y evidente que querer, después de haber elegido a san  Pablo por apóstol de los gentiles, que no obstante fuera nombrado por la Iglesia.
  Lo mismo se puede ver en la elección de Matías. Porque siendo tan alto el oficio de apóstol que la Iglesia no se atrevía: a poner en él a nadie,
por su propia decisión propone a dos para que sobre uno de ellos recaiga
la  suerte y así se ejerció la disciplina eclesiástica en esta elección al mismo tiempo que se dejaba a Dios el saber a cuál de aquellos dos había elegido.

15. La elección de los pastores debe ser hecha por otros pastores con la
aprobación de la iglesia
La cuestión ahora es saber si el ministro debe ser elegido por toda
la iglesia, o solamente por los otros ministros y ancianos, que son los
censores de la Iglesia, o si bien puede ser elegido por un hombre sólo.
  Los que sostienen que debe ser elegido por un hombre solo, alegan lo
que san Pablo escribe a Tito: Por esta causa te dejé en Creta, para que establecieses ancianos en cada ciudad (Tit.1,5), Y a Timoteo: "No impongas con ligereza las manos a ninguno" (1 Tim.5,22). Opinan ellos que Timoteo ha ejercido en Éfeso una autoridad regia, disponiendo de todo a su placer; y que Tito ha hecho lo mismo en Creta; pero se engañan grandemente. Porque ambos han presidido las elecciones, a fin de guiar al pueblo con su buen consejo, y no para excluir, hacer y deshacer a su capricho. Y para que no se crea que esto lo invento por mí mismo, mostraré con un ejemplo semejante que es realmente como digo.
  Refiere san Lucas que san Pablo y Bernabé eligieron ancianos en las iglesias; pero en seguida añade, de qué modo se verificó: por voto o por las voces del pueblo, como lo expresa, el Vocablo griego que usa san Lucas. Por tanto, ellos dos los elegían; pero el pueblo, según la costumbre del país, atestiguada por la historia, alzaba la mano para declarar a quién quería. Y esta es una manera corriente de expresarse; como los cronistas romanos relatan que el cónsul eligió nuevos magistrados u oficiales, escuchando las voces del pueblo y presidiendo la elección. Ciertamente no es de presumir que san Pablo permitiese más a Timoteo y a Tito de lo que él mismo se atrevía a hacer. Ahora bien, vemos que su manera de elegir los ministros era con el consentimiento y el voto del pueblo. Por lo tanto, hemos de entender los pasajes citados de tal manera que en nada se menoscabe ni disminuya la común libertad, y el derecho de la Iglesia.
  Por ello san Cipriano, afirmando que esto procede de la autoridad de Dios, dice muy bien que el anciano debe ser elegido delante de todos y en presencia de todo el pueblo, a fin de que sea aprobado como digno e idóneo por el testimonio de todos. Porque vemos que por mandato de Dios se observó esto mismo en cuanto a los sacerdotes levíticos, que eran llevados y presentados ante todo el pueblo antes de ser consagrados (Lv. 8, 3-4). Y de esta manera Matías fue añadido al grupo de los apóstoles; y los siete diáconos no de otra manera fueron elegidos, sino ante su vista y con su aprobación (Hch.1,26; 6,2.6). Estos ejemplos, dice san Cipriano, muestran que la elección del sacerdote no se debe hacer sino con la asistencia del pueblo, a fin de que la elección, examinada por el testimonio de todos, sea justa y legítima.
  Vemos, pues, que es legítima la vocación de los ministros por la Palabra de Dios, cuando las personas idóneas son elegidas con el consentimiento y aprobación del pueblo. Por lo demás, los pastores deben presidir la elección, a fin de que el pueblo no proceda a la ligera, por facciones o con tumultos.

16. 4°. La ceremonia de la ordenación
Queda el cuarto y último punto, que hemos señalado en la vocación de los ministros; o sea, la ceremonia de la ordenación.
  Bien claramente se ve que los apóstoles, al elegir a alguno como ministro, no usaron más ceremonias que la imposición de las manos. Yo creo que esto lo tomaron de la costumbre de los judíos, quienes mediante la imposición de las manos presentaban a Dios lo que querían consagrar o bendecir. Así, cuando Jacob quiso bendecir a Efraím y Manasés puso las manos sobre sus cabezas (Gn. 48,14). Otro tanto hizo nuestro Señor Jesucristo con los niños por los cuales oraba (Mt.l9,15). Y pienso que con el mismo fin se mandaba en la Ley que pusiesen las manos sobre los sacrificios que ofrecían.
  Por tanto los apóstoles, con la imposición de las manos significaban que ofrecían a Dios aquel a quien introducían en el ministerio. Aunque también lo hacían con aquellos a quienes distribuían las gracias visibles del Espíritu Santo (Hch.19,6). Sea de ello lo que fuere, los apóstoles usaron esta solemne ceremonia siempre que ordenaron a alguien para el ministerio de la Iglesia; como vemos por el ejemplo de los pastores, igual que el de los doctores y diáconos.
  Aunque no haya ningún mandamiento expreso en cuanto a la imposición de las manos, como quiera que los Apóstoles siempre la usaron, está muy puesto en razón que lo que ellos tan diligentemente observaron nosotros lo tengamos por mandamiento. Y ciertamente, es cosa muy provechosa enaltecer ante el pueblo la dignidad del ministerio con semejante ceremonia, y advertir con ella al ordenando que ya no se pertenece, sino que está dedicado al servicio de Dios y de su Iglesia.
  Además, esta ceremonia no sería inútil y sin valor reduciéndola a su verdadero origen. Porque si el Espíritu Santo no ha ordenado en su Iglesia cosa alguna en vano, comprenderemos que esta ceremonia de que Él se ha servido no es inútil, con tal que no se convierta en superstición.
  Finalmente debemos notar que no todo el pueblo ponía las manos sobre los elegidos, sino solamente los otros ministros; aunque no se sabe de cierto si eran muchos o uno sólo el que imponía las manos. Claramente se ve que se procedió así con los siete diáconos, con san Pablo y Bernabé, y con otros (Hch. 6, 6; 13,3). Pero san Pablo afirma que sólo él impuso las manos a Timoteo: "Te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos" (2 Tim. 1,6). Lo que en otro lugar dice de la imposición de las manos del presbiterio (1 Tim.4, 14), no lo entiendo, como algunos hacen, de la compañía de los ancianos, sino del estado y del oficio; como si dijese: Cuida de que la gracia que has recibido por la imposición de manos, cuando yo te elegí en el orden del presbiterado, no sea vana.

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