CAPÍTULO XVII

LA SANTA CENA DE JESUCRISTO.
BENEFICIOS QUE NOS APORTA
Parte 1 (Para Parte 2, Oprima aquí)

l. Por qué Cristo instituyó la Cena
     Después de recibimos Dios en su familia, y no para servirse de nosotros como criados, sino para tenemos en el número de sus hijos, a fin de conducirse como un buen padre de familia, que se preocupa de sus hijos y descendientes, piensa en el modo de sustentamos durante toda nuestra vida. Y no contento con esto, nos quiso dar seguridad de su perpetua liberalidad hacia nosotros, dándonos una prenda de ello. A este fin instituyó por medio de su Unigénito Hijo otro sacramento; a saber, un banquete espiritual, en el cual Cristo asegura que es pan de vida (Jn. 6, 51), con el que nuestras almas son mantenidas y sustentadas para la bienaventurada inmortalidad.
     Y como es muy necesario entender un misterio tan grande; y por ser tan alto requiere una explicación particular; y Satanás, por el contrario, a fin de privar a la Iglesia de este tesoro inestimable, hace ya mucho que lo ha oscurecido, primeramente con tinieblas, y luego con nieblas más espesas; y además ha suscitado discusiones y disputas, para disgustar a los hombres; e incluso en nuestros días se ha servido de las mismas armas y artificios, me esforzaré en primer lugar por explicar lo que se debe saber respecto a esta materia, conforme a la capacidad de la gente ruda e ignorante; y después expondré las dificultades con que Satanás ha procurado encizañar a todo el mundo.

     El pan y el vino signos de una realidad espiritual. Ante todo, los signos son el pan y el vino; los cuales representan el mantenimiento espiritual que recibimos del cuerpo y sangre de Cristo. Porque como en el Bautismo, al regeneramos Dios, nos incorpora a su Iglesia y nos hace suyos por adopción, así también hemos dicho que con esto desempeña el oficio de un próvido padre de familia, proporcionándonos de continuo el alimento con el que conservamos y mantenemos en aquella vida a la que nos engendró con su Palabra; Ahora bien, el único sustento de nuestras almas es Cristo; y por eso nuestro Padre celestial nos convida a que vayamos a Él, para que alimentados con este sustento, cobremos de día en día mayor vigor, hasta llegar por fin a la inmortalidad del cielo. Y como este misterio de comunicar con Cristo es por su naturaleza incomprensible, nos muestra Él la figura e imagen con signos visibles muy propios de nuestra débil condición. Más aún; como si nos diera una prenda, nos da tal seguridad de ello, como si lo viéramos con nuestros propios ojos; porque esta semejanza tan familiar: que nuestras almas son alimentadas con Cristo exactamente igual que el pan y el vino natural alimentan nuestros cuerpos, penetra en los entendimientos; por más rudos que sean.
      Vemos, pues, a qué fin se ha instituido este sacramento; a saber, para aseguramos que el cuerpo del Señor ha sido una vez sacrificado por nosotros, de tal manera que ahora lo recibimos, y recibiéndolo sentimos en nosotros la eficacia de este único sacrificio. Y asimismo, que su sangre de tal manera ha sido derramada por nosotros, que nos pueda servir de bebida perpetuamente. Esto es lo que dicen las palabras de la promesa, que allí se añade: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado" (Mt. 26, 26; Mc. 14,22; Lc. 22,19; 1 Coro 11,24). Así que se nos manda que tomemos y comamos el cuerpo que a la vez fue ofrecido por nuestra salvación, a fin de que viéndonos partícipes de él, tengamos plena confianza de que la virtud de este sacrificio se mostrará en nosotros. Y por eso llama al cáliz, pacto en su sangre; porque en cierta manera renueva el pacto que una vez hizo con su sangre; o mejor dicho, lo continúa en lo que se refiere a la confirmación de nuestra fe, siempre que nos da su preciosa sangre para que la bebamos.

2. Los frutos de la Santa Cena
      Nuestras almas pueden sacar de este sacramento gran fruto de confianza y dulzura; pues tenemos testimonio de que Jesucristo, de tal manera es incorporado a nosotros, y nosotros a Él, que todo cuanto es suyo lo podemos llamar nuestro; y todo cuanto es nuestro podemos decir que es suyo. Por eso con toda seguridad nos atrevemos a prometernos la vida eterna y que el reino de los cielos en el que Él ha entrado no puede dejar de ser nuestro, como no puede dejar de ser de Jesucristo; y, por el contrario, que no podemos ser condenados por nuestros pecados, puesto que Él nos ha absuelto de ellos, tomándolos sobre sí y queriendo que le fueran imputados, como si Él los hubiese cometido. Tal es el admirable trueque y cambio que Él, meramente por su infinita bondad, ha querido hacer con nosotros. Él, aceptando toda nuestra pobreza, nos ha transferido todas sus riquezas; tomando sobre sí nuestra flaqueza, nos ha hecho fuertes con su virtud y potencia; recibiendo en sí nuestra muerte, nos ha dado su inmortalidad; cargando con el peso de todos nuestros pecados, bajo los cuales estábamos agobiados, nos ha dado su justicia para que nos apoyemos en Él; descendiendo, a la tierra nos ha abierto el camino para llegar al cielo; haciéndose hijo del hombre, nos ha hecho a nosotros hijos de Dios.

3. La Cena demuestra nuestra redención y que Cristo es nuestro
Todas estas cosas nos las ha prometido Dios tan plenamente en este sacramento, que debemos estar ciertos y seguros que nos son figuradas en él, ni más ni menos que si Cristo estuviese presente y lo viésemos con nuestros propios ojos, y lo tocásemos con nuestras manos. Porque no puede fallar su palabra, ni mentir: Tomad, comed, y bebed; esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros; esto es mi sangre que es derramada para remisión de vuestros pecados. Al mandar que lo tomen, da a entender que es nuestro; al ordenar que lo coman y que beban, muestra que se hace una misma sustancia con nosotros. Cuando dice: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; esto es mi sangre, que es derramada por vosotros, nos declara y enseña que ellos no son tanto suyos como nuestros, pues los ha tomado y dejado, no para comodidad suya, sino por amor a nosotros y para nuestro provecho.
     Debemos notar diligentemente, que casi toda la virtud y fuerza del sacramento consiste en estas palabras: que por vosotros se entrega; que por vosotros se derrama; porque de otra manera no nos serviría de gran cosa que el cuerpo y la sangre del Señor se nos distribuyesen ahora, si no hubieran sido ya entregados una vez por nuestra salvación y redención. Y así nos son representados bajo el pan y el vino, para que sepamos que no solamente son nuestros, sino que también nos da la vida y el sustento espiritual. Ya hemos advertido que por las cosas corporales que se nos proponen en los sacramentos debemos dirigimos según una cierta proporción y semejanza, a las cosas espirituales. Y así cuando vemos que el pan nos es presentado como signo y sacramento del cuerpo de Cristo, debemos recordar en seguida la semejanza de que como el pan sustenta y mantiene el cuerpo, de la misma manera el cuerpo de Jesucristo es el único mantenimiento para alimentar y vivificar el alma. Cuando vemos que se nos da el vino como signo y sacramento de la sangre, debemos considerar para qué sirve el vino al cuerpo y qué bien le hace, para que entendamos que lo mismo hace espiritualmente la sangre de, Cristo en nosotros; nos confirma, conforta, recrea y alegra. Porque si consideramos atentamente qué provecho obtenemos de que el cuerpo sacrosanto de Cristo haya sido entregado, y su sangre preciosa derramada por nosotros, veremos claramente, que lo que se atribuye al pan y al vino les conviene perfectamente según la analogía y semejanza a que aludimos.

4. Cristo es nuestro pan y nuestra bebida de vida
     No es, pues, lo principal del sacramento damos simplemente el cuerpo de Jesucristo; lo principal es sellar y firmar esta promesa en la que Jesucristo nos dice que su carne es verdadera comida, y su sangre bebida, mediante las cuales somos alimentados para la vida eterna, y nos asegura que Él es el pan de vida, del cual el que hubiese comido, vivirá eternamente. Y para hacer esto, quiero decir, para sellar la mencionada promesa, el sacramento nos remite a la cruz de Cristo, donde esta promesa ha sido del todo realizada y cumplida. Porque no recibimos a Jesucristo con fruto, sino en cuanto Él ha sido crucificado, con una comprensión viviente de la virtud de su muerte. Porque Él se llama pan de vida, no por razón del sacramento, como muchos falsamente lo han entendido, sino porque nos ha sido dado como tal por el Padre; y se nos muestra tal, cuando habiéndose hecho partícipe de nuestra humana condición mortal, nos ha hecho participantes de su divina inmortalidad; cuando ofreciéndose en sacrificio, tomó sobre sí toda nuestra maldición, para llenarnos de su bendición; cuando con su muerte devoró a la muerte; cuando en su resurrección resucitó gloriosa e incorruptible nuestra carne corruptible, de la cual Él se había revestido.

5. Recibimos a Cristo, pan de vida, en el Evangelio y en la Cena
     Queda que esto se nos aplique a nosotros. Y se aplica cuando el Señor Jesús se ofrece a nosotros con todos cuantos bienes tiene y nosotros lo recibimos con fe verdadera, primero por el Evangelio; pero mucho más admirablemente por la Cena. Así que no es el sacramento el que hace que Jesucristo comience a ser para nosotros pan de vida, sino en cuanto nos recuerda que ya una vez lo fue, para que continuamente seamos alimentados de Él; nos hace sentir el gusto y sabor de este pan, para que nos alimentemos del mismo. Porque nos asegura que todo esto que Jesucristo ha hecho y padecido, es para vivificarnos. Y además, que esta vivificación es perpetua. Porque como Cristo no sería pan de vida si una vez no hubiera nacido, muerto y resucitado por nosotros, así también es menester que la virtud de estas cosas sea permanente e inmortal, a fin de que recibamos el fruto de las mismas.
     Esto lo expone muy bien en san Juan, cuando dice: "El pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo" (Jn. 6,51); donde sin duda alguna demuestra que su cuerpo había de ser pan para dar la vida espiritual a nuestras almas, en cuanto lo debía entregar a la muerte por nuestra salvación. Porque Él lo ha dado una vez por pan, cuando lo entregó para ser crucificado por la redención del mundo; y lo da cada día, cuando por la Palabra del Evangelio se ofrece y presenta, para que participemos de Él, en cuanto ha sido crucificado por nosotros; y, por consiguiente, sella una tal participación con el misterio de su Santa Cena; y cuando interiormente cumple lo que externamente significa.

    No despojemos a los signos de su realidad. Comulgar no es solamente creer. No hay nadie, a no ser que carezca absolutamente de sentimientos religiosos, que no admita que Jesucristo es el pan de vida, con el que los fieles son sustentados para la vida eterna; pero en lo que no están de acuerdo es en el modo de realizarse tal participación.
     Hay algunos que en una palabra definen que comer la carne de Cristo y beber su sangre no es otra cosa sino creer en Él. Pero a mi me parece que el mismo Cristo ha querido decir: en este notable sermón algo mucho más alto y sublime, al recomendarnos que comamos su carne; a saber, que somos vivificados por la verdadera participación que nos da en Él, la cual se significa por las palabras comer y beber, a fin de que ninguno pensase que consistía en un simple conocimiento. Porque, como el comer y beber, y no el mirado, es lo que da sustento al cuerpo, así también es necesario que el alma sea verdaderamente partícipe de Cristo para ser mantenida en vida eterna.
Sin embargo, confesamos que este comer no se verifica sino por la fe, pues no se puede imaginar ningún otro. Pero la diferencia que existe entre nosotros y los que exponen lo que yo he impugnado, es que precisamente para ellos comer no es otra cosa sino creer. Yo afirmo que nosotros comemos la carne de Cristo creyendo, y que este comer es un fruto y efecto de la fe. O más claramente dicho; ellos entienden que el comer es la fe misma; mas yo digo que procede de la fe. En cuanto a las palabras, la diferencia es pequeña, pero en cuanto a la realidad es grande. Porque si bien el Apóstol enseña que Jesucristo habita en nuestro corazón por la fe (Ef. 3, 17), sin embargo, nadie puede interpretar que tal inhabitación es la fe misma; sino que todos comprenden que ha querido expresar un singular beneficio y efecto de la fe, en cuanto que por ella los fieles alcanzan que Cristo habite en ellos. De este mismo modo el Señor, al llamarse pan de vida, no solamente ha querido denotar que nuestra salvación consiste en la fe en su muerte y resurrección, sino que por la verdadera comunicación que con Él tenemos, su vida es transferida a nosotros y hecha nuestra, no de otra manera como el pan, cuando se toma como alimento, da vigor y fuerza al cuerpo.

6. Testimonio de san Agustín y de Crisóstomo
Y cuando san Agustín, a quien ellos citan como defensor, escribió que comemos el cuerpo de Cristo creyendo en El,1 lo único que decía es que tal comer se hace con la fe, y no con la boca; yo no lo niego, pero a la vez añado, que nosotros con la fe abrazamos a Cristo, no mostrándosenos de lejos, sino uniéndose y haciéndose uno con nosotros; de tal manera que El es nuestra cabeza y nosotros sus miembros. No repruebo del todo esa manera de hablar, pero afirmo que no es una interpretación sana y perfecta, si se trata de definir qué cosa es comer la carne de Cristo. Porque come modo de expresarse, san Agustín lo usa muchas veces. Así cuando dice en el libro tercero de la Doctrina Cristiana: “‘Si no coméis la carne del Hijo del Hombre no tenéis vida en vosotros2 (Jn. 6,53), es una figura: manda que comuniquemos con la pasión del Señor y que imprimamos bien en la memoria que su carne ha sido crucificada por nosotros.” Y lo mismo cuando dice que aquellas tres mil personas, que se convirtieron por la predicación de san Pedro (Hch. 2,41), creyendo bebieron la sangre de Cristo, la cual habían cruelmente derramado persiguiéndolo. 2 Pero en muchos otros lugares enaltece cuanto puede esta comunión con Jesucristo por la fe; a saber, que nuestra alma no es mantenida con su carne, menos que nuestro cuerpo lo es con el pan que comemos.3
Así lo entendió también el Crisóstomo al decir que Cristo no solamente nos hace su cuerpo por la fe, sino realmente.4 Porque él no entiende que un bien tan grande proviene únicamente de la fe, sino que sólo quiere excluir que cuando se dice por la fe, que comuniquemos por una mera imaginación.
No expongo la opinión de los que tienen la Cena por un cierto signo con el cual proclamamos ante los hombres nuestra profesión de cristianos; porque me parece que ya he refutado suficientemente tal error al tratar de los sacramentos en general. Baste ahora advertir a los lectores, que cuando la copa es llamada pacto en la sangre de Cristo (Lc. 22,20), es necesario que haya promesa que sirva para confirmar la fe. De lo cual se sigue que no usamos bien de la Cena, si no ponemos los ojos en Dios y no aceptamos lo que Él nos ofrece.

1 Tratados sobre san Juan, tr. XXVI 1.
2 Ibid., XXXI, 9; XL, 2.
3 San Agustín, Sermón 131, 1.
4 Las antiguas ediciones indican: Homilía 60, al Pueblo. — Esta homilía, editada por Erasmo (Basilea, 1530 1. IV, p. 581), se omite en las ediciones modernas.

7. Comulgar no es simplemente participar del Espíritu de Cristo
Tampoco me satisfacen los que después de haber confesado que tenemos una cierta comunicación con el cuerpo de Cristo, al exponer tal comunicación, la reducen a una simple participación de su Espíritu, dejando a un lado todo el recuerdo de la carne y de la sangre, como si se hubiera dicho en vano que su carne es verdaderamente comida y su sangre verdadera bebida; que no tienen vida más que quienes hubieren comido esta carne y bebido esta sangre; y otras sentencias semejantes. Por eso, si es evidente que la comunicación de que aquí se trata, va mas allá de lo que éstos dicen, ex pondré sumariamente hasta dónde se extiende, antes de hablar del exceso contrario, pues habré de mantener una controversia más larga con ciertos doctores exagerados y amigos de hipérboles, quienes inventando conforme a su burdo ingenio una manera absurda de comer y de beber el cuerpo y la sangre de Cristo, despojan al Señor de su cuerpo y lo reducen a un fantasma. Lo intentaré, claro está, en cuanto tan alto misterio se puede explicar con palabras; pues bien veo que no Lo puedo comprender con mi entendimiento, y así lo confieso de buen grado, para que ninguno mida su grandeza por mis palabras, tan humildes, que no pueden llegar tan alto. Por eso exhorto a los lectores a no mantener sus sentidos en tan pequeños y estrechos límites, sino a que se esfuercen por subir mucho más alto de adonde yo les puedo llevar. Porque yo mismo, siempre que trato de esta materia, después de esforzarme en decir cuanto me es posible, creo que be dicho aún muy poco. Tan grande es su dignidad y excelencia, que no la puedo comprender. Y aunque el entendimiento pueda ir más allá de lo que la lengua puede declarar y exponer, el mismo entendimiento se queda corto y no puede llegar más allá. No queda, pues, más que admirar y adorar este misterio, que ni el entendimiento puede comprender, ni la lengua declarar. No obstante, propondré aquí el resumen de mi doctrina, la cual, como no dudo que es verdadera, así también espero que las personas sencillas y temerosas de Dios la aprobarán.

8. a. Cristo es el Verbo de vida, que habita en nosotros
Primeramente la Escritura nos enseña que Jesucristo desde el principio ha sido aquel Verbo vivificador del Padre, fuente de Vida y origen de donde todas las cosas han recibido su ser. Por lo cual san Juan, ora lo llama Verbo de vida (Jn. 1, 1-2), ora dice que en Él estaba la vida (Jn. 1,4); queriendo dar a entender que siempre ha derramado su Virtud y su fuerza sobre todas las criaturas para darles vida, vigor y ser. Sin embargo, luego añade que la vida se manifestó cuando el Hijo de Dios, habiendo tomado nuestra carne, se hizo visible y palpable. Porque aunque antes derramaba sus dones sobre las criaturas, sin embargo, como el hombre, apartado de Dios por el pecado, había perdido la comunicación de la vida y estaba cercado de la muerte por doquiera, tenía necesidad de ser recibido de nuevo en la comunión de este Verbo para recobrar alguna esperanza de inmortalidad. Porque, ¿qué confianza puede uno concebir, si oye que el Verbo de Dios tiene en si toda la plenitud de vida, y entretanto permanece apartado de Él, no viendo en si mismo ni en torno a él más que muerte? Pero después que aquella fuente de vida comenzó a habitar en nuestra carne, ya no está escondida ni lejos de nosotros, sino que se da y ofrece manifiestamente para que gocemos de ella. He aquí cómo Jesucristo ha acercado a nosotros el beneficio de la vida, cuya fuente y origen es Él mismo.

b. Ha hecho que la carne que ha tomado nos sea vivificadora. Asimismo ha hecho que la carne de que se revistió sea para nosotros vivificadora, a fin de que por la participación de la misma seamos sustentados en inmortalidad. Yo soy, dice Cristo, el pan de vida, que descendió del cielo; el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo (Jn. 6,48.5l). En estas palabras enseña que no sólo es vida en cuanto es Verbo eterno de Dios, que descendió del cielo hasta nosotros, sino también que al descender ha derramado esta virtud en la carne que ha tomado, para que la comunicación de vida pudiese llegar a nosotros. De ahí estas sentencias: que su carne es verdaderamente comida, y su sangre verdaderamente bebida; con las cuales los fieles son mantenidos para la vida eterna. ASÍ que los fieles tienen el gran consuelo de saber que en su propia carne hallan ahora la vida. Porque de tal manera no solamente penetran con gran facilidad hasta esta vida, sino que ella misma espontáneamente les sale al encuentro y se Les brinda, Simplemente con abrirle la puerta del corazón para recibirlo, la alcanzarán.

9. La plenitud de la vida habita incluso en su humanidad
Y aunque la carne de Jesucristo no tenga por si misma tanta virtud que nos pueda vivificar, puesto que en su primer estado y condición estuvo sujeta a morir, y ahora al ser inmortal, toma su vida y su fuerza de otra parte, sin embargo, con todo derecho se la llama vivificadora, por estar llena de vida, la cual se derrama sobre nosotros. En este sentido se debe entender lo que dice Cristo, y así lo interpreta san Cirilo: “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Jn. 5,26). Porque en este lugar no se habla de las propiedades que tuvo eternamente en su divinidad, sino de las que ha sido dotado en la carne, en la que se ha manifestado. Por tanto, demuestra que la plenitud de vida habita aun en su misma humanidad; de tal manera, que cualquiera que comunique con su carne y con su sangre gozará también de la participación de esta vida. Esto lo podemos exponer de una manera más clara con un ejemplo familiar. Como el agua de una fuente basta para que bebamos de ella y con ella reguemos, y para otros servicios a que la aplicamos, y, sin embargo, la fuente no tiene tal abundancia de si misma, sino que le viene del manantial, que perpetuamente mana y la llena, y así nunca se seca; del mismo modo la carne de Cristo es semejante a una fuente que nunca jamás se agota, en cuanto ella recibe la vida que brota y mana de la divinidad para hacerla fluir de su carne a nosotros.

¿Quién no ve ahora que la comunión de la carne y sangre de Jesucristo es necesaria a todos aquellos que aspiran a la vida celestial? A esto tienden todas estas sentencias del Apóstol: que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y su plenitud (Ef. 1,23); que El es la cabeza, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por las coyunturas que se ayudan mutuamente, recibe su crecimiento (Ef.4, 15—16). Todo lo cual de ningún modo puede verificarse, si El con su cuerpo y su Espíritu no se une plenamente a nosotros. Mas el Apóstol ha expuesto esta unión con la que somos incorporados a su carne de una manera más clara, diciendo que “somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Ef. 5,30). Y finalmente, para demostrar que esto supera todo entendimiento y no se puede declarar con palabras, concluye su razonamiento con esta exclamación:
¡grande es este misterio! (Ef. 5,32). Por tanto, seria gran locura no reconocer comunión alguna entre la carne y la sangre de Cristo y los fieles, cuando san Pablo dice que es tan grande, que más que explicarla se debe admirar.

10. La realidad se une a los signos por el Espíritu Santo
El resumen de todo esto es que nuestra alma no es menos alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, que sustentada por el pan y el vino la vida corporal. Pues de otra manera la semejanza del signo no convendría, si nuestra alma no encontrase en Jesucristo con qué saciarse. Lo cual no puede verificarse en modo alguno, si Cristo verdaderamente no se adhiere y une a nosotros, y nos mantiene y sustenta con la comida de su carne y la bebida de su sangre. Y aunque parezca increíble que la carne de Cristo, tan alejada de nosotros por la distancia, penetre hasta nosotros haciéndose alimento nuestro, pensemos hasta qué punto la oculta virtud del Espíritu excede y supera nuestro entendimiento, y cuán yana y loca cosa es querer medir su inmensidad con nuestra medida. Así pues, lo que nuestro entendimiento no puede comprender, recíbalo la fe: que el Espíritu verdaderamente junta las cosas que permanecen alejadas, y Jesucristo asegura y sella en la Cena esta participación de su carne y de su sangre, por la cual hace fluir y transfiere a nosotros su vida, ni más ni menos como si entrase en nuestros huesos y en nuestra médula. Y no nos ofrece un signo vacío y sin valor, sino que nos muestra en él la eficacia de su Espíritu, cumpliendo lo que promete. Y verdaderamente ofrece y da a todos los que toman parte en este espiritual banquete la realidad en él significada, aunque solamente los fieles la reciben con fruto, puesto que reciben tan inmensa liberalidad del Señor con verdadera fe y grande gratitud.

Por esto dijo el Apóstol: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no s la comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10, 16). Y no hay razón para replicar que se trata de una expresión metafórica, en la que el nombre de la cosa significada se da al signo de la misma. Admito que partir el pan es un signo y no la cosa misma; sin embargo, de aquí podemos concluir que, puesto que se nos da el signo, también se nos dará realmente la sustancia, que es lo significado por el signo. Porque nadie, a no ser que quiera llamar a Dios engañador, se atreverá jamás a decir que el Señor propone un signo vano. Por tanto, si el Señor por “partir el pan” verdaderamente representa la participación de su cuerpo, no hay duda de que lo da realmente. Por ello ésta es la regla que deben tener todos los fieles: siempre que vean el signo instituido por el Señor, convénzanse y tengan por cierto que la verdad de la cosa significada está presente. Porque, ¿con qué fin el Señor te pondría en la mano el signo de su cuerpo, sino para asegurarte que verdaderamente participas de él? Y si es verdad que se nos da la señal visible para sellar la donación invisible, tengamos por cierto que al recibir el signo de su cuerpo recibimos juntamente el mismo cuerpo.

11. Conclusión de esta primera parte
Digo, pues — lo cual siempre se ha profesado en la Iglesia, y así lo enseñan en el día de hoy cuantos aman la buena doctrina —, que hay dos cosas en la Santa Cena, en las que consiste: en los signos visibles que en ella nos son dados condescendiendo con nuestra débil capacidad; y en la verdad espiritual que en los signos es figurada y a la vez dada.
Al querer exponer esta verdad de un modo familiar, afirmo que hay tres cosas que considerar en los sacramentos, además del signo exterior del que ahora no trato: el significado, la materia o sustancia que de ella depende, y la virtud que de ambos procede.
El significado consiste en las promesas, que en cierta manera están impresas en el signo.
Materia o sustancia llamo a Cristo con su muerte y resurrección.
Por virtud o efecto entiendo la redención, justicia, santificación, vida eterna, y todos los demás beneficios y mercedes que Cristo nos hace. Y si bien todos estos beneficios se reciben por la fe, sin embargo de ningún modo admito el subterfugio de que, aunque recibimos a Jesucristo por la fe, lo recibimos solamente con el pensamiento y la imaginación. Porque las promesas nos lo ofrecen, no para que lo miremos únicamente entreteniéndonos con una simple y yana contemplación, sino para hacernos gozar verdaderamente de su comunión. Realmente no veo cómo un hombre puede confiar en que tiene su redención y justicia en la cruz de Cristo, y la vida en su muerte, si primero no mantiene una verdadera comunicación con El. Porque jamás se nos comunicarán estos bienes, si primeramente Cristo no se hace nuestro. Sostengo, pues, que en la Santa Cena, Jesucristo se nos da verdaderamente bajo los signos del pan y del vino, y que verdaderamente se nos da su cuerpo y sangre, en los cuales ha cumplido toda justicia con su obediencia para alcanzarnos la salvación, Y digo que esto se hace primeramente para hacer de Él y de nosotros un solo cuerpo; y en segundo lugar, a fin de que, siendo participes de su sustancia, sintamos también su virtud, comunicando con todos sus bienes.

12. No hay que ligar la realidad a los signos. La transustanciación
Es necesario hablar ahora de las hiperbólicas mezclas, quiero decir, de los grandes excesos, que la superstición ha introducido. Porque Satanás ha empleado aquí gran astucia y engaño para apartar del cielo el entendimiento de los hombres y retenerlos aquí abajo, haciéndoles creer que Jesucristo está encerrado y adherido al elemento del pan.
En primer lugar, guardémonos de imaginarnos una presencia de Cristo en el sacramento cual la forjada por los sofistas del Papa; como si el cuerpo de Cristo descendiese a la mesa y estuviese en ella con una presencia local, de modo que las manos pudiesen tocarlo, los dientes masticarlo, y la garganta tragarlo. Esta fue la fórmula que el papa Nicolás dictó a Berengario,1 para que diese prueba de su arrepentimiento al profesarla. Estas palabras del Papa son tan enormes y prodigiosas, que el glosador del Derecho Canónico se ve obligado a decir que, si tos lectores no son juiciosos y discretos, podría suceder que les hiciera caer en una herejía peor que la de Berengario. El Maestro de las Sentencias, aunque procura excusar tal absurdo, se inclina con todo a la opinión contraria. Porque como no dudamos que tiene su medida y cantidad, conforme lo requiere la naturaleza de su cuerpo humano, y que esté contenido en el cielo, en el cual una vez fue recibido, hasta que venga a juzgar; así también pensamos que es cosa del todo absurda y fuera de razón poner bajo unos elementos corruptibles o imaginar que su cuerpo esté presente en todo lugar. Desde luego, ésto no es necesario para gozar de su participación, ya que el Señor nos hace mediante su Espíritu el beneficio de que en cuerpo, espíritu y alma seamos una misma cosa con Él. Así que el vínculo de esta unión es el Espíritu de Cristo, mediante el cual somos unidos; y es como un canal por donde todo cuanto Cristo es y tiene fluye hacía nosotros. Porque si vemos con los ojos que el sol, al alumbrar toda la tierra envía con sus rayos en cierta manera su sustancia para engendrar, mantener y hacer crecer los frutos de la tierra, ¿por qué el resplandor e irradiación del Espíritu de Cristo va a tener menos eficacia para traernos la comunión de su carne y de su sangre? Por eso la Escritura, cuando habla de la participación que tenemos con Cristo, refiere toda la virtud de la misma al Espíritu. Entre muchos textos, baste aducir uno de san Pablo en la Carta a los Romanos, en el cual declara que Cristo no habita en nosotros sino por su Espíritu (Rom. 8,9, ss). Con ello, sin embargo, no suprime esta comunión de la carne y la sangre de que ahora tratamos; sino que enseña que el Espíritu es el medio por el cual poseemos a Cristo enteramente, y lo tenemos residiendo y habitando en nosotros.

1 Berengario de Tours, muerto en 1088, combatió la transustanciación y fue obligado por el concilio de Letrán, en 1059, a suscribir la fórmula citada.

13. La concepción de los escolásticos
Los teólogos escolásticos, sintiendo horror de tan bárbara impiedad, hablan algo más sobriamente, o con palabras más veladas; lo cual hacen simplemente para escabullirse sutilmente.
Conceden que Jesucristo no está encerrado en el pan y en el vino localmente, ni de manera corporal; pero inventan otra nueva, que ni ellos mismos entienden, ni la pueden hacer comprender a los demás. En resumen, todo se reduce a que hay que buscar a Cristo bajo la especie — como ellos la llaman — del pan.
Mas al decir que la sustancia del pan se convierte en Cristo, ¿no la vinculan a su blancura, que ellos afirman permanece? Según ellos, Cristo de tal manera se contiene en el pan, que a la vez está en el cielo, y llaman a esto presencia de habitud. Pero cualesquiera que sean las palabras que se imaginen para encubrir su mentira y darle visos de veracidad, siempre vienen a parar a que lo que era pan se convierte, por la consagración, en Cristo; de tal forma, que bajo el color del pan está Cristo oculto. Y no se avergüenzan de decirlo así públicamente; pues he aquí las palabras mismas del Maestro de las Sentencias: “El cuerpo de Cristo, que en sí es invisible, se oculta después de la consagración bajo la especie o apariencia de pan”.1 Así que la figura de aquel pan no es otra cosa sino una máscara que quita la vista deL cuerpo.
No hay para qué andar con conjeturas, a fin de comprender cómo han querido engañar al mundo con sus palabras, pues los hechos mismos lo muestran. Bien clara está la superstición en que desde hace no poco tiempo viven no solamente el vulgo y la gente corriente, sino aun los grandes doctores; como hoy mismo puede verse en las iglesias del papado. Porque haciendo poco caso de la verdadera fe mediante la cual únicamente llegamos a la unión con Cristo, con tal de gozar de su presencia carnal, como ellos se la han imaginado, creen que lo tienen lo bastante presente. Vemos, pues, que todo lo que han conseguido con esta su tibieza es que se tenga al pan por el mismo Dios.

1 Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. 10, cap. 2.

14. La transustanciación se opone a la enseñanza de la Escritura y de los Padres de la iglesia
De ahí ha salido su fantástica concepción de la transustanciación, por la cual los papistas combaten actualmente con mayor encarnizamiento que por todos los demás artículos de su fe.
Los primeros inventores de esta opinión no podían resolver de qué manera el cuerpo de Jesucristo podía estar mezclado con la sustancia del pan, sin que afloraran a su mente numerosos absurdos. Y así la necesidad misma los ha forzado a acogerse al miserable refugio de que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo; no que propiamente hablando, el pan se haga cuerpo de Cristo, sino en cuanto Cristo, para ocultarse bajo la especie de pan, destruye y aniquila la sustancia del pan. Es asombroso cómo han podido caer en tal ignorancia, o mejor dicho, en tal estupidez, que no sólo se han atrevido a contradecir a la Escritura, sino incluso alo que siempre se ha recibido en la Iglesia desde la antigüedad por común consentimiento; y todo para defender semejante monstruosidad.
Admito, desde luego, que algunos autores antiguos emplearon el término de conversión, no para aniquilar la sustancia de los signos externos, sino para enseñar que el pan dedicado a este misterio es diferente del pan común, y muy distinto del que antes allí había.1 Pero todos ellos afirman claramente que la Santa Cena consiste en dos cosas: una terrena y otra celestial. Y no tienen inconveniente en afirmar que el pan y el vino son el elemento terreno.
Ciertamente, digan lo que quieran, es evidente que en lo que respecta a esta materia, son bien contrarios a los Padres antiguos, a los cuales, sin embargo, muchas veces se atreven a oponer incluso a la misma autoridad de la Palabra de Dios. Porque esta imaginación no hace mucho tiempo que fue inventada; y es del todo cierto, que no solamente no se conoció cuando florecía la pura doctrina, sino ni siquiera cuando ya comenzaba a ir en decadencia.2 No hay uno solo entre los Padres, que no confiese expresa y claramente que el pan y el vino son los signos sagrados del cuerpo y la sangre de Cristo; aunque, según hemos indicado, a veces, para enaltecer la dignidad del misterio, les dan diversos títulos. Pues cuando dicen que en la consagración se verifica una secreta conversión, de tal manera que ya hay otra cosa que pan y vino, con esto no quieren decir que el pan y el vino se desvanezcan, sino que los debemos tener en una estima mayor que a los alimentos comunes, que solamente sirven para alimento del estómago; ya que en este pan y en este vino se nos da un alimento y una bebida espirituales. Esto tampoco nosotros lo negamos.
Pero si hay conversión, replican nuestros adversarios, necesariamente una cosa tiene que hacerse otra. Si quieren decir que se hace algo que antes no era, lo admito. Pero si lo quieren aplicar a sus fantasías y desvaríos, que me respondan qué mutación les parece que se verifica en el Bautismo. Porque también dicen los Padres que hay en él una admirable conversión, afirmando que del elemento corruptible se realiza una purificación espiritual de las almas; y sin embargo, ninguno negará que el agua permanece en su sustancia.
Contestan que sobre el Bautismo no hay un testimonio semejante al de la Cena: esto es mi cuerpo. Pero no se trata ahora de estas palabras, sino del término conversión, que no tiene más extensión en un lugar que en el otro. Que nos dejen, pues, en paz y no nos vengan con enredos de palabras, mediante los cuales sólo logran demostrar su necedad.
Realmente su significado no podría subsistir, si la verdad figurada no tuviese su viva imagen en el signo exterior. Jesucristo quiso demostrar visiblemente que su carne es alimento. Si no hubiera propuesto más que una apariencia de pan sin sustancia alguna, ¿dónde estaría la semejanza, que debe llevarnos de las cosas visibles al bien invisible por ellas representado? Porque de creerlos a ellos, no podemos concluir sino que somos alimentados con una yana apariencia de la carne de Cristo. Como si en el Bautismo no hubiese más que una figura de agua que engañase nuestros ojos, esto no nos serviría de testimonio y prenda de nuestra purificación: y lo que es peor. con tan vano espectáculo se nos daría gran ocasión de vacilar. En resumen, la naturaleza de los sacramentos se confundiría, si el signo terreno no correspondiese a la realidad celestial para significar debidamente lo que se debe entender. Así la verdad de este misterio quedaría destruida, sin que hubiese verdadero pan que representase el verdadero cuerpo de Cristo.
Repito, pues, que como la Cena no es más que una manifiesta confirmación de la promesa hecha en el capítulo sexto de san Juan: que Cristo es el pan de vida que descendió del cielo, es necesario que haya pan material y visible para figurar y representar el pan espiritual, a no ser que pretendamos que el medio que Dios nos ha dado para soportar nuestra flaqueza, se pierde sin que nos aprovechemos de él.
Asimismo, ¿cómo san Pablo podría concluir que nosotros, que participamos todos de un pan, somos hechos un pan y un cuerpo (1 Cor. 10, 17), si no hubiese más que una apariencia de pan, y no la propia sustancia y verdad del mismo?

1 Cfr. Cirilo de Jerusalem, Catequesis, XXII, 2; Gregorio de Nisa, Discursos Catequéticos, XXXVII; etc.
2 Alusión a la época de Gregorio Magno.

15. Los errores de la consagración eucarística romana
En verdad, jamás hubiesen sido tan torpemente engañados con las artes y astucia de Satanás, de no haberse dejado embaucar por el error de que el cuerpo de Cristo oculto bajo el pan se toma con la boca para pasarlo al estómago. La causa de esta crasa fantasía ha sido la palabra consagración, que les ha servido a modo de encantamiento o conjuro mágico. No han comprendido el principio de que el pan no es sacramento, sino respecto a los hombres, a los cuales se dirige la Palabra. El agua del Bautismo no cambia en si misma; mas cuando se la aplica a la promesa comienza a ser lo que antes no era.
Esto quedará más claro con el ejemplo de otro sacramento semejante. El agua que fluía de la roca en el desierto servia a los judíos de señal y marca de la misma cosa que a nosotros hoy nos figura el vino en la Cena. Porque san Pablo enseña que ellos “bebieron la misma bebida espiritual” (1 Cor. 10,4). Y sin embargo, la misma agua servia para abrevar el ganado. De donde fácilmente se deduce que cuando los elementos terrenos se aplican a un uso espiritual de fa fe, no se hace en ellos conversión alguna, sino solamente respecto a los hombres, en cuanto que les sirven de sello de las promesas de Dios.
Asimismo, que cómo el propósito de Dios es elevarnos hasta El por los medios que Él sabe convenientes, atentan contra el intento de Dios los que al llamarnos a Cristo quieren que lo busquemos estando invisiblemente encerrado en el pan. Para ellos no se trata de subir a Cristo, por estar separado de nosotros por una tan infinita distancia. Por eso han procurado enmendar con un remedio mucho más pernicioso lo que la naturaleza les había negado; a saber, que permaneciendo nosotros en la tierra no tengamos necesidad alguna de acercarnos celestialmente a Cristo. He aquí la necesidad que los forzó a transfigurar el cuerpo de Cristo. En tiempo de san Bernardo es cierto que se empleaba un lenguaje más tosco y duro; pero sin embargo, nunca se oyó el nombre de transustanciación. Y antes de él, el lenguaje común que todos empleaban era que el cuerpo y sangre de Cristo están unidos en la Cena con el pan y con el vino.
Les parece que tienen buenos subterfugios para rehuir el texto citado de la Escritura en el que expresamente las dos partes del sacramento se llaman pan y vino. Porque replican que la vara de Moisés, ya convertida en serpiente (Éx. 4,3; 7,10), aunque tenía el nombre de serpiente, sin embargo retenía su primer nombre, y se le llama van. De donde concluyen que no hay inconveniente alguno en que el pan, aunque esté cambiado en otra sustancia, en virtud de que a los ojos sigue pareciendo pan, retenga su nombre y así se le llame. Mas, ¿qué ven de semejante entre el milagro de Moisés, del todo claro, y su diabólica ilusión, que no hay ojo humano capaz de atestiguada? Los magos hacían sus encantamientos para engañar a los egipcios y convencerlos de que ellos poseían virtud divina para transformar las criaturas. Se enfrenta a ellos Moisés, que poniendo de manifiesto sus engaños demuestra que la invencible potencia de Dios está de parte de él, y no de la de ellos; y así solamente su van se traga todas las varas de los otros (Éx. 7, 12). Mas como la conversión de la vara se hizo en presencia de todos, no tiene nada que ver con ésta de que hablamos. Y así, la vara poco después volvió a ser lo que antes era (Ex. 7, 15). Además no se sabe si tal conversión fue de la sustancia realmente. Hay que notar también que Moisés opuso su vara a la de los magos; y por esta causa le dejó su nombre natural, para que no pareciese que admitía la conversión de aquellos embaucadores, que era nula, puesto que habían hecho que una cosa pareciera otra, engañando así con sus encantamientos los ojos de quienes los contemplaban.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver con esto las sentencias que dicen que el pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10,16); y: todas las veces que comiereis esta pan, la muerte del Señor anunciáis (1 Cor. 11,26); y: perseveraban en el partimiento del pan (Hch. 2,42); y otras semejantes? Es del todo cierto que los magos con sus encantamientos no hacían sino engañar a los ojos. En cuanto a Moisés, hay mucha mayor duda, pues a Dios no le fue más difícil hacer por su mano una varo serpiente, o viceversa, una serpiente vara, que vestir a los ángeles con cuerpos de carne y luego privarles de ellos. Si el misterio de la Cena tuviera algo que ver con esto, o se le pareciera en algo, esta gente tendría algún pretexto para justificar su solución. Mas como no lo hay, estemos seguros de que no habría razón ni fundamento alguno para figurarnos en la Cena que la carne de Jesucristo nos es verdaderamente alimento, si la verdadera sustancia del signo entero no correspondiese a ello.
Y como un error causa otro, tan desatinadamente han traído por los cabellos un texto de Jeremías para probar su transustanciación, que me da vergüenza citarlo. Se queja Jeremías de que le han echado leña en su pan, queriendo con ello decir que sus enemigos le han quitado cruelmente el gusto de lo que come. Así también David con una figura parecida se queja de que le han echado a perder el pan con hiel, y le han avinagrado la bebida (Sal. 69,21). Estos sutiles doctores exponen alegóricamente que el cuerpo de Cristo fue colgado del madero. Podrán alegar que así lo entendieron algunos Padres. A lo cual respondo que se les debe perdonar tal ignorancia y encubrirla en vez de añadir a ello la desvergüenza de tomarlos como defensores contra el sentido propio y natural del Profeta.

16. La consustanciación luterana
Los otros,1 al ver que no se puede destruir la relación que existe entre el signo o figura y lo figurado sin que caiga por tierra la verdad del misterio, confiesan que es Verdad que el pan de la Cena es verdaderamente sustancia del elemento terreno y corruptible, y que no sufre cambio alguno; pero dicen que el cuerpo de Cristo está encerrado en él. Si afirmasen que cuando el pan nos es presentado en la Cena, también se nos da verdaderamente el cuerpo, porque la verdad no se puede separar de su signo, no les contradiría. Mas como al encerrar el cuerpo en el pan, se imaginan que el cuerpo está en todo lugar, lo cual es totalmente contrario a su naturaleza, y al añadir que está debajo de él, lo encierran como si estuviese escondido allí, es necesario tratar expresamente esta materia; mas únicamente para echar el fundamento de la materia que a su tiempo se expondrá.
Quieren ellos que el cuerpo de Cristo sea invisible e infinito para que esté oculto bajo el pan; pues piensan que de ningún modo pueden recibirlo, si no desciende al pan. Mas no comprenden el modo de descender con el que nos eleva hasta sí. Es verdad que exponen muchos pretextos y paliativos; pero después de haberlo declarado todo, se ve que insisten en la presencia local de Cristo. ¿De dónde procede esto, sino de que no pueden concebir ninguna otra forma de participación del cuerpo y la sangre de Jesucristo, si no lo tienen aquí abajo, y lo tocan y manejan a su gusto?

1 Los teólogos luteranos,

17. Refutación de la ubicuidad del cuerpo de Crista
Y para mantener obstinadamente el error que han concebido no dudan algunos de ellos en afirmar que el cuerpo de Cristo jamás ha tenido más dimensión b medida que la extensión del cielo y de la tierra en su totalidad. En cuanto a que ha nacido del seno de su madre como un niño pequeño, que ha crecido, que fue crucificado y colocado en el sepulcro, dicen que todo esto tuvo lugar por una especie de privilegio, para cumplir en apariencia lo que se le exigía para nuestra salvación. Respecto a sus manifestaciones después de la resurrección, a su ascensión al cielo, y a que después de la ascensión fue visto por Esteban y Pablo (Hch. 1,3.9; 7,55; 9,3-5), dicen que ello se verificó en virtud del mismo privilegio para mostrar de una manera evidente a los hombres que era el supremo rey del cielo. Pero, ¿qué significa esto, sino levantar a Marción del infierno? Pues nadie dudará de que el cuerpo de Jesucristo no es una especie de fantasma, si fuera tal como éstos se lo figuran.
Otros se escapan con algo más de sutileza. Dicen que el cuerpo que se da en el sacramento es glorioso e inmortal; y por tanto no hay inconveniente alguno en que esté en diversos lugares, o en ninguno, y que no tenga forma alguna en e1 sacramento. Pero pregunto: ¿qué cuerpo dio Jesucristo a sus discípulos la noche antes de padecer? Las mismas palabras que Él pronunció ¿no declaran que era el mismo que poco después iba a ser entregado? Replican que ya había hecho ver su gloria a tres de los discípulos en el monte (Mt. 17,2). Es cierto; sin embargo, afirmo que ello no fue más que para darles un cierto gusto de su inmortalidad, y por un breve espacio de tiempo. Pero por ello no pueden ver allí un doble cuerpo, sino uno solo; aquel que adornado con nueva gloria tenía Cristo, y que en seguida volvió a su continente acostumbrado. Mas cuando distribuyó su Cuerpo en la última Cena, se acercaba la hora en que había de ser herido y humillado por Dios para ser desfigurado como un leproso, privado de todo atractivo y hermosura (Is. 53,2). ¡Tan lejos estaba de querer mostrar por entonces la gloria de su resurrección!
Además, ¿qué puerta no abrirían a la herejía de Marción, si el cuerpo de Jesucristo fuese visto en un lugar, mortal y sujeto a padecimientos; y en otro, inmortal y glorioso? Si se admite la opinión de éstos, así sucede cada día. Porque se ven forzados a confesar que el cuerpo de Jesucristo, que afirman encontrarse invisiblemente encerrado bajo la especie de pan, es sin embargo visible en si mismo. Y no obstante, los que profieren tan monstruosos disparates, no sólo no sienten rubor de su desvergüenza, sino que nos injurian terriblemente porque no somos de su opinión.

18. La consustanciación conduce a contradicciones insolubles
Además, si alguien quiere unir el cuerpo y la sangre de Cristo con el pan y el vino, será necesario que el cuerpo, estando unido con el pan, sea separado de la sangre contenida en el cáliz; y que el pan y el vino estén separados cada uno en su lugar; por más que sutilicen no pueden evitar que la sangre esté separada del cuerpo. Y lo que suelen responder, que la sangre está por concomitancia, según dicen, en el cuerpo, y el cuerpo en la sangre, es bien fútil; ya que los signos y señales en que están encerrados los ha distinguido el Señor.
Por lo demás, si elevamos nuestros ojos y nuestro entendimiento al cielo, y somos transportados allá para buscar a Cristo en la gloria de su reino, así como los signos nos conducen a El todo entero, igualmente bajo el signo del pan seremos distintamente alimentados con su cuerpo, y bajo el del vino, con su sangre, teniendo así plena participación en Él. Porque aunque El nos ha privado de La presencia de su carne y ha subido al cielo con el cuerpo, sin embargo esta sentado a la diestra del Padre; lo que quiere decir, que reina con el poder, majestad y gloria del Padre. Este reino no está limitado por espacios ni lugares de ninguna clase, ni tiene término ni medida alguna; Jesucristo muestra su virtud y potencia donde le place, en el cielo y en la tierra; está presente en todo lugar con su potencia y virtud; siempre está con los suyos, inspirándoles vida; vive en ellos, los sostiene y confirma; les da fuerza y vigor, ni más ni menos como si estuviese corporalmente presente con ellos; en suma, los apacienta con su cuerpo, haciendo que de Él fluya hasta ellos la participación del mismo por la virtud de su Espíritu. Tal es el modo como se recibe en el sacramento el cuerpo y la sangre de Cristo.

19. La verdadera presencia de Cristo en la Cena
Debemos, pues, establecer una presencia tal de Jesucristo en la Cena, que ni lo ate al pan, ni lo encierre dentro del mismo; que no lo ponga aquí abajo en estos elementos corruptibles — lo cual no conviene a su gloria celestial —, ni tampoco le prive de su extensión, haciendo su cuerpo infinito, para ponerlo en diversos lugares, o para hacer creer que está en todo lugar, en el cielo y en la tierra. Todo esto repugna a la verdad de su naturaleza humana.
Mantengamos, pues, firmemente estas dos excepciones: no permitir que se rebaje en nada la gloria celestial de nuestro Señor; lo cual se verifica, Cuando le atraemos a este mundo con la imaginación, o lo vinculamos a las criaturas terrenas; ni que se atribuya a su cuerpo nada que repugne a su naturaleza humana; lo que tiene lugar cuando se le proclama infinito, o se le pone en diversos lugares, Suprimidos estos dos inconvenientes, admito de buen grado cuanto pueda ayudar a explicar la verdadera comunicación que Jesucristo nos da por la Cena en su cuerpo y en su sangre. Cuando digo explicar, lo entiendo de suerte que se sepa que no se reciben solamente con la imaginación, sino que verdaderamente los recibimos para alimento de vida eterna.
No hay razón alguna para que esta doctrina sea tan odiada y aborrecida en el mundo; ni para que tan injustamente se prohíba protegerla y defenderla, excepto que Satanás ha embrujado con sus infernales encantamientos la inteligencia de muchos. Ciertamente, lo que enseñamos está plenamente de acuerdo con la Sagrada Escritura; y no contiene en sí oscuridad alguna, absurdo, ni perplejidad; ni es contraria a la verdadera piedad y a la regla de la fe. Finalmente, no contiene cosa alguna que pueda escandalizar ni ofender a nadie; sino que una luz tan clara y una tan evidente verdad han sido indignamente oprimidas desde hace ya muchos años, cuando la barbarie y sofistería reinaba en la Iglesia. Mas, como quiera que Satanás se esfuerza aún hoy día en oscurecerla con toda clase de calumnias y denuestos posibles, por medio de espíritus inquietos y revoltosos, y para conseguirlo pone en juego todas sus fuerzas, es preciso que también nosotros empleemos toda nuestra diligencia en mantenerla.

20. Las palabras de la institución de la Cena se oponen a la transustanciación y a la consustanciación
Antes de pasar más adelante es necesario considerar la institución de Cristo, y principalmente porque nuestros adversarios tienen siempre en la boca la objeción de que no estamos de acuerdo con las palabras de Cristo. Para descargarnos, pues, de esta acusación que nos hacen aunque falsamente — será conveniente comenzar por la interpretación de las tales palabras.
Refieren tres evangelistas, y san Pablo, que Jesucristo, habiendo tomado el pan, lo partió y, después de dar gracias, lo ofreció a sus discípulos diciendo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado. Respecto al cáliz, san Mateo y san Marcos dicen como sigue: Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados (Mt. 26, 28; Mc. 14,24). San Pablo y san Lucas cambian algo las palabras, diciendo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (Lc. 22,17.20; 1 Cor. 11, 24-25).
Los defensores de la transustanciación piensan que el término demostrativo “esto”, se refiere a la especie del pan, porque la consagración no se hace sino por todo el conjunto de la fórmula; y no hay, según ellos, sustancia alguna visible, que se pueda mostrar. Pero si la reverencia de las palabras los detiene hasta ese punto, como quiera que Jesucristo afirma que lo que daba con sus manos a sus discípulos era su cuerpo, evidentemente se apartan mucho de ello, al exponer que lo que era pan es ahora el cuerpo de Jesucristo. Sostengo además que Jesucristo afirma que lo que El había tomado entre sus manos para darlo a sus discípulos es su cuerpo. Ahora bien, Él había tomado el pan. ¿Quién, pues, no ve que es el mismo pan que Él mostraba? Por eso no hay cosa más fuera de razón que aplicar a una yana apariencia y a un fantasma lo que expresamente se dice del pan.
Los que interpretan “ser” como transustanciar, como si dijera: Esto se convierte en mi cuerpo, se sirven de una sutileza aún más forzada.
Por tanto, ni unos ni otros tienen pretexto alguno para decir que se atienen a las palabras de Cristo, y que sobre ellas se fundan. Pues nunca se ha oído en idioma ninguno, que el verbo sustantivo “ser” se tome por ser convertido en otra cosa.
En cuanto a los que confiesan1 que el pan permanece, mas con todo entienden que es el cuerpo de Cristo, evidentemente se contradicen a sí mismos.
Los que hablan más modestamente, aunque insisten excesivamente en la letra, diciendo que conforme a las palabras de Jesucristo: “Esto es mi cuerpo”, se debe tener al pan por su cuerpo, sin embargo, luego ceden de su rigor y explican las palabras como si quisieran decir que el cuerpo de Jesucristo está con el pan, en el pan y bajo el pan. Algo he dicho respecto a la opinión de éstos, y aún diré más. Ahora solamente me refiero a las palabras de Jesucristo, por las cuales dicen que se ven forzados a no admitir que el pan se llame cuerpo, por ser signo del mismo. Mas si rehuyen toda exposición, como si fuera necesario atenerse estrictamente a las palabras, ¿por qué, apartándose de lo que dice Cristo, siguen otros modos de hablar tan diferentes? Porque son cosas muy diferentes la una de la otra, que el pan sea cuerpo y que el cuerpo esté en el pan. Mas como ven que es imposible sostener esta simple proposición: el pan es verdadero cuerpo de Jesucristo, han intentado escaparse sirviéndose de estas expresiones como rodeos: que el cuerpo se da bajo el pan y con el pan.
Los otros, más atrevidos, no dudan en afirmar que propiamente hablando, el pan es el cuerpo, en lo cual se muestran verdaderamente literales. Si se les replica que de esta manera el pan es Cristo y Dios, lo niegan, porque tal cosa no se expresa en las palabras de Cristo. Pero de nada les vale negarlo, pues todos están de acuerdo en que Jesucristo todo entero se nos ofrece en la Cena. Ahora bien, es una blasfemia intolerable decir que sin figura alguna, un elemento caduco y corruptible sea Jesucristo. Yo les pregunto si estas dos proposiciones: Jesucristo es Hijo de Dios, y: el pan es cuerpo de Jesucristo, son equivalentes. Si dicen que son diferentes, como por más que les pese han de concederlo, que me respondan de dónde procede tal diferencia. Creo que no sabrán indicarme otra, sino que el pan se llama cuerpo al modo de los sacramentos. De lo cual se sigue que las palabras de Jesucristo no están sujetas a la regla general, y que no se deben examinar según la gramática.
Pregunto también a estos amigos de fantasías, que no pueden admitir interpretaciones de las palabras de Cristo, si cuando san Lucas y san Pablo dicen que la copa es el Nuevo Testamento en la sangre, esto quiere decir lo mismo que estaba dicho en el primer miembro: que el pan es el cuerpo. Ciertamente deben observar el mismo escrúpulo en un miembro como en otro; y como la brevedad resulta oscura, lo que se expone más ampliamente explica mejor el sentido. Por tanto, cuando combatan protegiéndose con una palabra, que el pan sea el cuerpo de Jesucristo, yo les aduciré la interpretación de san Pablo y de san Lucas a modo de aclaración de que el cuerpo de Jesucristo nos es dado. ¿Dónde encontrar interpretación mejor que ésta?
Sin embargo yo no pretendo disminuir en nada la participación que ya he admitido tenemos con el cuerpo de Jesucristo; sólo intento destruir su obstinación en combatir tan furiosamente por las palabras. Yo entiendo, siguiendo lo que san Lucas y san Pablo declaran, que el pan es el cuerpo de Cristo, porque es el testamento o pacto. Si ellos no admiten esto, que no se metan conmigo, sino con el Espíritu de Dios, por más que protesten que profesan tal reverencia a las palabras de Jesucristo, que no se atreven absolutamente a admitir figura alguna en lo que
tan claramente ha expresado. Este pretexto no es suficiente para hacer que tan orgullosamente reprueben todas las razones que nosotros alegamos en contrario. Mas debemos notar cuál es este testamento en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Porque de muy poco nos serviría que el pacto de gracia nos haya sido ratificado y confirmado por el sacrifico de su muerte, si esta comunicación, con la que somos hechos una misma cosa con Él, no estuviese al mismo tiempo unida.

1 Les teólogos luteranos.

21. La denominación sacramental de los signos
Queda, pues, que por la afinidad que existe entre la figura y lo figurado confesamos que el nombre de cuerpo se atribuye al pan, no simplemente como suenan las palabras, sino por una semejanza muy apropiada. No introduciré nuevas figuras ni parábolas, para que no me reprochen que busco subterfugios y modos de escaparme, apartándome del texto.
`Sostengo que esta manera de hablar es muy usada en la Escritura, cuando se trata de sacramentos. Porque no se puede entender de otra manera que la circuncisión es pacto de Dios (Gn. 17, 13); que el cordero es la salida de Egipto (tic. 12,11); los sacrificios de la Ley, las satisfacciones por los pecados (Lv. 17,11; Heb. 9,22); y, en fin, que la roca de la que brotó agua en el destierro era Jesucristo, sino en sentido figurado. Y no sólo se da a la cosa inferior el nombre de otra más excelente, sino también al revés, el de la cosa visible se atribuye a la cosa significada; como cuando se dice que Dios apareció a Moisés en la zarza (6.3, 2), que el asca de la alianza se llama Dios, y rostro de Dios (Sal. 84,7; 42,2), y a la paloma se la llama Espíritu Santo (Mt. 3,16). Porque aunque la señal difiere sustancialmente de la verdad figurada, en cuanto es corporal, visible y terrena, y lo figurado, espiritual e invisible; sin embargo, como no sólo figura la cosa a que está dedicada, como si fuese una simple y mera representación, sino que verdadera y realmente la representa, ¿cómo no le va a convenir el nombre? Porque si los signos inventados por los hombres, que más son imágenes de cosas ausentes que señales de las presentes, y en las que muchas veces no hay más que una vasta representación, sin embargo toman el nombre de las cosas que significan; con mayor razón las que Dios ha instituido podrán tomar los nombres de las cosas que significan sin engaño alguno, y cuya Verdad llevan consigo mismas para comunicárnosla.
En resumen: es tanta la semejanza y afinidad entre lo uno y lo otro, que no debe parecer extraño esta acomodación. Dejen, pues, nuestros adversarios de llamarnos neciamente “tropistas”, ya que exponemos las cosas de acuerdo con el uso de la Escritura cuando se refiere a los sacramentos. Porque como los sacramentos guardan entre sí gran semejanza, se parecen especialmente en la aplicación de los nombres.
Por ello, así como el Apóstol enseña que la roca de la que brotó la bebida espiritual para los israelitas era Cristo (1 Cor. 10,4), en cuanto que era una señal bajo la cual verdaderamente, aunque no a simple vista, estaba aquella bebida espiritual; igualmente en el día de hoy se llama al pan cuerpo de Cristo, en cuanto es símbolo y señal bajo el cual nuestro Señor nos presenta la verdadera comida de su cuerpo. Y para que ninguno tenga por una novedad mis afirmaciones, y por ello lo condene, vea que san Agustín no lo ha entendido, ni hablado de otra manera. “Si los sacramentos”, dice, “no tuviesen una cierta semejanza con las cosas de que son sacramentos, ciertamente no serían sacramentos. En Virtud de esta semejanza muchas veces toman los nombres de las cosas que figuran. Por eso, como el sacramento del cuerpo de Cristo es en cierta manera el cuerpo de Cristo, y el sacramento de la sangre de Cristo es la sangre de Cristo, así también el sacramento de la fe es llamado fe.”1 Muchas otras sentencias hay en sus obras a este propósito; reunirlas y exponerlas aquí sería superfluo; baste, pues, el lugar alegado. Solamente advertiré a los lectores que este santo doctor repite lo mismo en la Carta a Evodio
(169).
Lo que los adversarios replican a esto es bien fútil. Dicen que san Agustín al hablar de esta manera de los sacramentos no hace mención de la Cena. De ser esto así no valdría el argumento de) género a la especie o del todo a la parte. Si no quieren suprimir la razón, no se puede decir algo de los sacramentos en general, que no convenga por lo mismo a la Cena. Aunque el mismo doctor soluciona claramente la cuestión en otro lugar, diciendo que Jesucristo no tuvo dificultad en llamarlo su cuerpo cuando daba el signo del mismo.2 Y en otro lugar: “Admirable paciencia ha sido la de Jesucristo al admitir a Judas al banquete, en el cual instituyó y dio a sus discípulos la figura de su cuerpo y de su sangre”.3

1 Carta 98, 9.
2 Contra Adimanto, cap. XII, 3.
3 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 3, 1.

22. Sentido escriturario de “Esto es mi cuerpo”
Sin embargo, si algún obstinado, cerrando los ojos a todo, persiste solamente en las palabras “esto es mi cuerpo”, como si el verbo sustantivo “es” separase la Cena de los demás sacramentos, la solución es bien fácil.
Dicen que el verbo sustantivo tiene tanta fuerza, que no admite tropo ni figura de ninguna clase. Aunque admitiese esto, les replicaría que el apóstol San Pablo usa del verbo sustantivo cuando dice: El pan que partimos es la comunicación del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10,16). Ahora bien, comunicación es una cosa distinta del cuerpo de Cristo. Más aún; este verbo sustantivo casi siempre que se habla de los sacramentos se emplea en la Escritura. Así cuando se dice: Esto os será de pacto conmigo (Gn. 17,13); este cordero os será pascua o salida (Éx. 12,11). Para abreviar, cuando san Pablo dice que la piedra era Cristo (1 Cor. 10,4), ¿por qué el verbo sustantivo ha de tener aquí menos valor y fuerza que en las palabras de la Cena? Respóndanme qué significa el verbo era, cuando san Juan dice que el Espíritu aún no era (había) venido, porque Jesús no había sido aún glorificado (Jn. 7,39). Pues si aún siguen obstinados en adherir se a su regla, la esencia del Espíritu Santo no sería eterna, pues tendría su principio a partir de la ascensión del Señor. Respóndanme también cómo entienden el texto de san Pablo que dice: que el Bautismo es lavamiento de la regeneración y renovación (Tit. 3, 5); pues consta que a muchos no les aprovecha el Bautismo. No hay cosa más apta para refutarlos que lo que el mismo san Pablo dice en otro lugar: que la Iglesia es Jesucristo. Porque después de exponer la semejanza del cuerpo humano añade: “así también Cristo” (1 Cor. 12,12). Con las cuales palabras entiende al Unigénito Hijo de Dios, no en sí, sino en sus miembros.
Lo que he dicho me parece que es suficiente para que los hombres conscientes y desapasionados tengan horror de las calumnias de nuestros adversarios, cuando dicen que desmentimos a Jesucristo, no dando crédito alguno a sus palabras; las cuales tenemos en mucha mayor veneración y reverencia que ellos, y las consideramos con mucha mayor atención. La misma despreocupación suya muestra muy bien lo poco que les preocupa lo que Cristo ha querido dar a entender, con tal que les sirva de escudo para encubrir su propia obstinación; y por el contrario, la diligencia que nosotros ponemos en investigar el verdadero sentido demuestra en cuánto estimamos la autoridad de nuestro maestro Cristo.
Nos reprochan maliciosamente que el sentido humano no impide creer lo que Cristo ha pronunciado con su propia boca. Pero ya he demostrado, y lo demostraré más por extenso, la grave injuria que nos hacen al imputamos tal calumnia. Nada nos impide creer en Cristo, y tan pronto como Él diga algo dar crédito a su Palabra. Lo único de que ahora se trata es si es pecado investigar cuál es el verdadero sentido de sus palabras.

23. Error y contradicciones de la interpretación literal
Prohíben estos buenos doctores, para aparecer muy letrados, apartarse lo más mínimo de la letra. Yo replico por el contrario: cuando la Escritura llama a Dios Varón de guerra (Éx. 15,3), como esta manera de hablar sería muy áspera y dura, si se tornara al pie de la letra, no dudo en entenderla metafóricamente, y como una semejanza tomada de los hombres. De hecho, los herejes que antiguamente se llamaron antropomorfistas, la única razón que tenían para molestar y perturbar a la Iglesia era que entendían literalmente expresiones como éstas: los ojos del Señor ven; ha llegado a sus oídos; su mano está extendida; la tierra es escabel de sus pies (Prov. 15,3; Sal. 18,6; Is. 9, 12; 66, 1), clamando contra los santos Doctores, porque privaban a Dios del cuerpo que la Escritura sagrada le atribuía. Si se admitiese esta manera de interpretar literalmente y sin figuras la Escritura, ¿qué confusión y desvarío no habría en la religión cristiana? Porque no hay monstruosidad, por absurda que sea, que los herejes no puedan derivar de la Escritura, si se les permite, so pretexto de mala inteligencia de las palabras, determinar lo que les venga a la fantasía.
En cuanto a lo que alegan nuestros adversarios, que no es verosímil que Jesucristo, queriendo dar una singular consolación a sus discípulos en sus trabajos, les haya hablado oscuramente y como en enigmas, esto habla en nuestro favor. Porque si los discípulos no hubieran entendido que el pan era llamado cuerpo figuradamente, en cuanto era prenda y señal del mismo, se hubieran turbado grandemente con una cosa tan prodigiosa. San Juan refiere que los discípulos casi en el mismo momento dudaban y encontraban dificultad en cada palabra. Los que discuten de qué modo irá Cristo a su Padre y encuentran dificultad en cómo partirá de este mundo (Jn. 14,5.8; 16,17); los que no entienden nada de lo que se les dice del Padre celestial, ¿cómo iban a creer tan fácilmente lo que va contra toda razón humana; a saber, que Jesucristo, que estaba sentado a la mesa, según lo veían perfectamente con sus propios ojos, iba a estar a la vez encerrado en el pan invisiblemente? Por tanto, si se muestran de acuerdo, sin replicar nada a lo que se les dice, y comen el pan sin oponer reparo alguno, con ello se ve que entendían las palabras de Jesucristo como ahora nosotros las entendemos; porque sabían muy bien que es una cosa corriente en materia de sacramentos dar al signo el nombre de aquello que significa. Así que les sirvió a los discípulos de grande y seguro consuelo, como lo es para nosotros. Y la única razón de que nuestra interpretación no les parezca bien es que el Diablo los ha cegado con sus hechicerías; de modo que llaman tinieblas y enigmas a una interpretación tan clara y sencilla.
Además, si quisiéramos precisamente insistir en las palabras, estaría fuera de propósito que Jesucristo hable de una manera del pan, y de otra del vino. Al pan lo llama su cuerpo, y al vino su sangre. Esto es una repetición confusa, o es una separación de ambas cosas. E incluso se podrá decir con toda verdad de la copa, o del vino que en ella se contiene:
Esto es mi cuerpo; como del mismo pan; y exactamente igual se podría llamar a] pan su sangre.
Si responden que se debe considerar el fin para que han sido instituidos los sacramentos, también yo lo admito; sin embargo, ellos no podrán evitar que su error traiga como consecuencia que el pan es sangre y el vino es cuerpo.
Además, no sé cómo entienden que concediendo que el pan y el cuerpo son cosas diversas, sin embargo afirman que el pan es propiamente y sin figura alguna el cuerpo de Cristo. Como si uno dijera que el vestido es cosa diferente del hombre; y sin embargo se le llama y es propiamente hombre.
No obstante, como si su victoria consistiese en su obstinación y en proferir injurias, gritan que al buscar nosotros la verdadera interpretación de las palabras de Cristo le acusamos de mentiroso. Ahora podrán los lectores juzgar fácilmente cuán grave afrenta nos causan estos señores, al querer aferrarse a la letra hasta ese punto, haciendo creer a la gente vulgar e ignorante que nosotros escatimamos la autoridad de las palabras de Jesucristo, que ellos tan furiosamente pervierten y confunden, mientras nosotros las interpretamos como conviene, según he demostrado.

24. La explicación reformada de la Cena no es racionalista
Mas esta falsedad y mentira no se puede comprender bien, si no es refutando otra calumnia. Nos acusan nuestros adversarios de que nos regimos por la razón humana hasta tal punto que medimos la potencia de Dios conforme a lo que nuestra razón nos dicta, y no le atribuimos más que lo que ella nos enseña y demuestra.
Frente a tan impías calumnias yo apelo a la doctrina que he enseñado, la cual de modo suficientemente claro y evidente da testimonio de que no he medido ni pesado este misterio según los cálculos de la razón humana, ni lo he hecho depender del curso de la naturaleza. ¿Por ventura, pregunto yo, he aprendido de la filosofía natural que Jesucristo apacienta desde el cielo nuestras almas con su carne, como los cuerpos son sustentados con el pan y con el vino? ¿De dónde le viene a la carne esta fuerza y virtud de vivificar las almas? Nadie dirá que esto se hace naturalmente. Ni tampoco se le alcanzará a la razón humana que la carne de Cristo penetre de tal manera en nosotros, que se haga nuestro alimento. Finalmente, cualquiera que hubiere gustado nuestra doctrina se sentirá arrebatado de admiración ante la impenetrable potencia de Dios.
Pero estos buenos doctores tan llenos de celo, se imaginan un milagro sin el cual creen que Dios no puede hacer nada. De nuevo pido a los lectores que adviertan con toda diligencia y ponderen muy bien nuestra doctrina, y vean si depende de la razón humana, o si con las alas de la fe no transciende a todo el mundo, y llega de un vuelo hasta el mismo cielo. Decimos que Jesucristo desciende hasta nosotros, tanto por el signo exterior y visible, como por su Espíritu, para vivificar verdaderamente nuestras almas con la sustancia de su carne y de su sangre. Los que no entienden que esto puede realizarse sin muchos milagros, más que nada son unos necios e insensatos; ya que no hay cosa más contraría a la razón humana que afirmar que las almas reciben su vida espiritual y celestial de la carne, que tiene su origen y principio de ]a tierra y está sujeta a la muerte. No existe nada más increíble que afirmar que cosas tan distantes entre sí como lo están el cielo y la tierra, no solamente se juntan, sino que se unen de modo que nuestras almas reciben el alimento de la carne de Cristo, sin que ella baje del cielo.
Dejen, pues, estos amigos de fantasías de hacernos tal cargo, esforzándose con semejante calumnia en conseguir que los demás nos odien, como si nosotros adrede pusiéramos límites a la inmensa omnipotencia de Dios. Porque, o bien yerran lamentablemente, o mienten con todo descaro; pues no se trata ahora de lo que Dios ha podido hacer, sino de lo que ha querido hacer. Nosotros declaramos que se ha hecho lo que a ti bien le ha parecido. Ahora bien, Dios tuvo a bien que Jesucristo se hiciese semejante a sus hermanos en todas las cosas excepto el pecado (Heb. 4, 15), ¿Cómo es nuestra carne? ¿No es finita? ¿No tiene una determinada extensión? ¿No ocupa lugar, y se toca y se ve? Mas, ¿por qué, dicen ellos, no puede hacer Dios que una misma carne esté al mismo tiempo en diferentes lugares, en vez de estar vinculada a uno solo, y que carezca de toda forma y medida? ¡Qué desatino! ¿Qué es lo que piden de la potencia de Dios, sino que la carne al mismo tiempo sea y no sea carne? Esto es como si le pidieseis que la luz fuera a la vez luz y tinieblas. Mas Él quiere que la luz sea luz, y las tinieblas tinieblas; y quiere que la carne sea carne. Es verdad que El puede, cuando le plazca, convertir las tinieblas en luz, y la luz en tinieblas. Mas pedir que la luz y las tinieblas no difieran entre sí, ¿qué es, sino pervertir el orden y el curso de la sabiduría divina? Es preciso que la carne sea cuerpo, y que el espíritu sea espíritu; cada uno en el estado y condición en que Dios lo creó. Ahora bien, la condición y el estado de la carne es que esté y ocupe un determinado lugar con su propia forma y medida. Con esta condición Jesucristo tomó carne haciéndose hombre; y a ella, según el testimonio de san Agustín,1 le ha conferido gloria e incorrupción; pero no le ha quitado lo que naturalmente le pertenecía, ni su ser verdadero. Porque el testimonio de la Escritura es bien claro y manifiesto: El subió al cielo, de donde ha de volver del modo que lo vieron subir (Hch. 1, 11).

1 Carta 187.

25. Nosotros adoramos más que ellos la Palabra y el poder de Dios
Replican que ellos tienen la Palabra por la que la voluntad de Dios se ha manifestado. Así sería si se les permitiese desterrar de la Iglesia el don de interpretación (1 Cor. 12.10), por medio del cual la Palabra es entendida como se debe. Ciertamente alegan la Escritura para confirmar su opinión, pero al modo que lo hacían los antropomorfistas para reducir a Dios a un ser corpóreo; o como Marción y Maniqueo, que suponían el cuerpo de Cristo celestial o fantástico. Pues ellos aducían estos textos de la Escritura: “El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo” (l Cor. 15,47). Y también: “(Cristo) se despojó a si mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Flp. 2, 7). Pero éstos, semejantes a los jugadores de pasapasa, no piensan que existe la potencia de Dios, sino que por el engendro que se han forjado en su cerebro, quieren confundir todo el orden de la naturaleza. Lo cual es precisamente poner límites a Dios y señalarle términos para que se vea forzado a atenerse a nuestras fantasías. Porque, ¿de qué Palabra de Dios han deducido que el cuerpo de Jesucristo está visible en el cielo, y al mismo tiempo encerrado invisiblemente en la tierra bajo una infinidad de pedacitos y migajas de pan? Dirán que así lo exige la necesidad, para que el cuerpo de Cristo se distribuya en la Cena. Ciertamente, así es; porque ellos han querido deducir de las palabras de Cristo un modo carnal de comer su cuerpo; dejándose llevar de su fantasía se han visto obligados a echar mano de esta sutileza del todo contraria a la divina Escritura. Tan lejos estamos de aminorar la potencia de Dios, que no hay cosa que más la ensalce y enaltezca que la doctrina que proponemos.
Pero como no cesan de acusarnos de que privamos a Dios de su honra, al rechazar lo que difícilmente puede admitir el sentido común, aunque Jesucristo lo haya prometido con sus propios labios, respondo de nuevo, que nosotros no nos aconsejamos del sentido común en lo que toca a los misterios de la fe, sino que con toda docilidad y mansedumbre recibimos — como nos exhorta Santiago — todo cuanto el Espíritu de Dios ha revelado en su Escritura (Sant. 1,21). Sin embargo, no dejamos de permanecer en una útil moderación, para no caer en el error tan pernicioso de nuestros adversarios, Ellos, al oír las palabras de Cristo: “Esto es mi cuerpo”, se imaginan un milagro muy contrario al propósito de Jesucristo. De aquí nacen tan enormes absurdos en que han caído por su loca temeridad; para escapar de los cuales, recurren al abismo de la omnipotencia de Dios, oscureciendo de esta manera la luz de la verdad. De aquí les viene aquella presunción y desdén, diciendo que no quieren saber de qué manera el cuerpo de Cristo está encerrado debajo del pan, sino que se dan por contentos y satisfechos con estas palabras: “Esto es mi cuerpo”. Nosotros, en cambio, procuramos saber el verdadero sentido de este texto, lo mismo que el de los demás. A este fin empleamos toda nuestra diligencia, mas también la obediencia y sumisión; y no tomamos temerariamente y sin consideración lo primero que se presenta a nuestro entendimiento, sino que después de haber meditado bien y de haberlo considerado todo, admitimos el sentido que el Espíritu Santo nos dicta y enseña; descansando sobre tan excelente fundamento, no hacemos caso de cuanto la sabiduría mundana puede oponernos en contrario, y mantenemos cautivo y sumiso nuestro entendimiento, para que no se levante y proteste contra la voluntad de Dios. De aquí procede [a interpretación que damos de las palabras de Cristo, la cual todos los que están medianamente versados en la Sagrada Escritura saben y ven que es común y general a todos los sacramentos. De esta manera, siguiendo el ejemplo de la santa virgen, no creemos que esté prohibido en una cosa tan excelsa, preguntar cómo puede ser esto (Lc. 1,34).

26. La Escritura enseña que la naturaleza humana de Cristo es verdaderamente humana
Mas como no puede haber cosa más apta para confirmar la fe de los hijos de Dios, que demostrarles que la doctrina que hemos expuesto está plenamente sacada de la Escritura, y se funda en su autoridad, trataré brevemente esta materia.
No es Aristóteles, sino el Espíritu Santo, el que enseña que el cuerpo de Jesucristo, después de haber resucitado de entre los muertos, permanece con su extensión y medida, y es recibido en el cielo donde permanecerá hasta que venga a juzgar a los vivos y a los muertos. No ignoro que nuestros adversarios se burlan de todos los pasajes que nosotros alegamos en confirmación de esto. Siempre que Jesucristo dice que partirá de este mundo (Jn. 14,3.28; 16,7.28), replican que este su irse no es otra cosa que un cambio de su estado mortal. Mas si esto se hubiera de entender como ellos dicen, Jesucristo no enviaría al Espíritu Santo, para suplir la falta de su ausencia, puesto que no le sucede. Como tampoco Jesucristo descendió otra vez de su gloria celestial para tomar una condición terrena y mortal. Ciertamente la venida del Espíritu Santo a este mundo y la ascensión de Jesucristo son cosas diversas; por tanto es imposible que El habite en nosotros, según la carne, del modo como envía su Espíritu.
Además, claramente dice que no estará siempre con sus discípulos en este mundo (Mt. 26. 11). Les parece que se escapan de este texto diciendo que Jesucristo ha entendido simplemente, que no será siempre pobre y miserable, ni ha de tener necesidad de ser socorrido en esta vida. Pero se opone a ello la circunstancia del lugar; porque no se trata allí de pobreza, de necesidad, ni de otras miserias de esta vida temporal, sino de honrarlo. La unción con la que la mujer lo había ungido, no agradó a los discípulos; la razón era que aquel dispendio les parecía superfluo e inútil, e incluso una pompa excesiva y censurable. Mas Jesucristo dice que no siempre estará presente para recibir tal servicio. No de otra manera comenta el pasaje san Agustín, cuyas palabras no dejan lugar a duda: “Cuando Jesucristo decía: no me tendréis siempre con vosotros, hablaba de la presencia de su cuerpo. Porque según su majestad, según su providencia, según su gracia invisible se cumplió lo que en otra parte había prometido: Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo: mas según la carne que había tomado, según que nació de la Virgen, según que fue apresado por los judíos, según que fue crucificado, bajado de la cruz, amortajado, colocado en el sepulcro y resucitado, se cumplió esta sentencia: no siempre me tendréis con vosotros. ¿Por qué esto? Porque según el cuerpo vivió cuarenta días con sus discípulos y siguiéndolo ellos con la vista, pero sin ir en su seguimiento, subió al cielo. No está aquí, porque está sentado allí a la diestra del Padre. Y, sin embargo, está aquí en cuanto no se ha retirado de nosotros según la presencia de su majestad; según la presencia de su carne dijo: no siempre me tendréis. Porque la Iglesia lo tuvo presente por unos pocos días según el cuerpo; ahora lo tiene por la fe, mas no lo ve con los
ojos.”1
Vemos cómo este santo doctor hace consistir la presencia de Jesucristo con nosotros en tres cosas: en su majestad, en su providencia y en su gracia inefable; y bajo esta gracia comprendo yo esta admirable comunión de su cuerpo y de su sangre; con tal que entendamos que se verifica por virtud del Espíritu Santo, y no por aquella imaginaria inclusión del cuerpo debajo del elemento o signo. Porque el mismo Señor certificó de sí mismo que tenía carne y huesos, que podían ser tocados, palpados y vistos (Jn. 20,27). E irse y subir no significan aparentar irse o subir, sino que verdaderamente se fue y subió, como lo indican las mismas palabras.
Quizás pregunte alguno si hay que asignar alguna parte del cielo a Cristo. A esto respondo con san Agustín, que esta cuestión es demasiado superflua y curiosa; creamos que está en él, y es suficiente.2

1 Tratados sobre san Juan, L, 13.
2 Sobre la fe y el Símbolo, VI, 13.

27. ... Y que su ascensión también es real
¿Y qué significa la palabra ascensión, tantas Veces repetida, sino que Jesucristo se trasladó de un lugar a otro? Ellos lo niegan, porque en su opinión la altura no significa otra cosa que la majestad de su imperio. Pero de nuevo les pregunto, ¿cómo subió? ¿No se elevó hacia lo alto a la vista de sus discípulos? ¿No refieren claramente los evangelistas que entr6 en el cielo? Pero esta gente obstinada, para demostrar la agudeza de su sofistería, dice que una nube se interpuso entre ellos y no lo pudieron ver (Hch. 1,9.11; Mc. 16, 19; Lc. 24,51). ¡Como si no debiera desaparecer en un momento, si quería hacernos creer en su presencia invisible, o la nube no debiera cubrirlo, antes de que Él hubiera elevado un pie! Mas al ser elevado por el aire y al interponerse después entre Él y los discípulos la nube, demuestra que no lo debemos ya buscar en la tierra; de lo cual concluimos que ciertamente tiene su morada en el cielo. Así lo afirma también san Pablo, y nos manda que lo esperemos hasta que vuelva de allí (Flp. 3,20). Por esto advierten los ángeles a los discípulos que en vano siguen mirando a lo alto, porque aquel Jesucristo que ha sido llevado al cielo, habrá de volver del mismo modo que lo han visto subir (Hch. 1, 11).
También, queriendo nuestros enemigos evadirse, recurren a la tergiversación de decir que entonces volverá visible, porque no se ha ido de este mundo de tal manera que no permanezca invisible con los suyos. Como silos ángeles hablasen en este lugar de una doble presencia de Jesucristo y no fuese su intención quitar toda duda respecto a la ascensión de Cristo, de la que los discípulos eran testigos. Es como si dijeran: Cristo, según lo habéis visto con vuestros propios ojos, al penetrar en el cielo ha tomado posesión del reino celestial; sólo queda que le esperéis pacientemente hasta que vuelva de nuevo al mundo a juzgarlo; porque no ha entrado ahora en el cielo para ocuparlo El solo, sino para reuniros con Él a vosotros y a todos los demás fieles.

28. El testimonio de los Padres corrobora la doctrina reformada
Mas como esta gente no siente rubor de alegar en confirmación de su doctrina a los Padres antiguos, y principalmente a san Agustín, como si hablasen en su favor, demostraré brevemente cuán deslealmente se conducen en este punto. Como algunas personas piadosas y doctas han confirmado suficientemente la doctrina que exponemos como verdadera mediante el testimonio de los antiguos escritores, no recogeré aquí sus testimonios. El que los quiera ver, que lea los libros compuestos acerca de este tema. Ni siquiera citaré de san Agustín todo lo que puede servir de confirmación de nuestra doctrina; me contentaré con demostrar brevemente que está completamente de nuestro lado.
Ante todo nuestros adversarios, para quitárnoslo, pretenden que muchas veces se encuentra en los escritos de san Agustín esta afirmación: que la carne y la sangre de Cristo nos son administradas en la Cena; a saber, el sacrificio que una vez fue ofrecido en la cruz. Pero no pasa esto de un pretexto, puesto que también llama a los signos sacramentos del cuerpo y de la sangre.1 Por lo demás no hay para qué emplear largos razonamientos en investigar el sentido en el que el santo doctor toma las palabras de cuerpo y sangre, ya que él mismo lo declara diciendo:
“Los sacramentos toman los nombres de la semejanza que tienen con las cosas que significan; y así, el sacramento del cuerpo es en cierta manera el cuerpo”.2 Con lo cual está de acuerdo lo que el mismo san Agustín dice en otro lugar: “No dudó el Señor en decir: Esto es mi cuerpo, cuando daba el signo de su cuerpo.”3 Replican que san Agustín expresamente dice que el cuerpo de Cristo cae en tierra y entra en la boca.4 Ciertamente, en el mismo sentido, como lo expone a continuación, que se consume en el vientre.5 Ni les vale tampoco de nada lo que dice:
que acabado el misterio, el pan se consume; porque poco antes había dicho: “Dado que este misterio es patente y manifiesto, y es administrado por hombres, puede ser estimado y honrado como cosa santa, mas no como milagro.”6 Y lo mismo se dice en otro lugar, que nuestros adversarios retuercen cuanto pueden para su propósito: que Jesucristo al distribuir el pan en la Cena a sus discípulos, en cierta manera se ha llevado a sí mismo en sus propias manos.7 Porque al emplear el adverbio de semejanza: “en cierta manera”, demuestra claramente que el cuerpo de Cristo no ha sido encerrado realmente bajo el pan. Lo cual no debe parecer extraño, ya que en otro lugar abiertamente sostiene que si se quita a los cuerpos su medida y su ubicación, no estarán en ningún lugar; y, por tanto, no existirán en absoluto.8 Su argumento es muy débil, al decir que no trata de la Cena, en la cual Dios muestra una virtud especial. Porque la cuestión se había suscitado expresamente acerca del cuerpo de Cristo; y este santo doctor, respondiendo deliberadamente, dice que Jesucristo ha dado la inmortalidad a su cuerpo; pero que no le ha quitado su naturaleza. Por lo cual añade: “Según el cuerpo, Jesucristo no está en todos los lugares. Porque hemos de cuidar de afirmar la divinidad del Mediador, que se ha hecho hombre, sin que con ello destruyamos la verdad de su cuerpo. Porque no se sigue — aunque Dios esté en todo lugar — que todo cuanto hay en Dios esté también en todo lugar como Dios.” Y da luego la razón: “Porque Cristo, no siendo más que uno, es Dios y Hombre a la vez en su Persona, En cuanto es Dios está en todo lugar; en cuanto es Hombre, está en el cielo.”9 Hubiera sido un grave descuido no exceptuar el misterio de la Cena, que es cosa de tanta importancia, si hubiera sido algo que contradijera la materia que trataba. Y lo que es más de nota: si se lee con atención lo que luego sigue, se verá claramente que bajo aquella doctrina general se incluía también la Cena. Porque él dice que el Hijo único de Dios, siendo a la vez Hombre, está en todo lugar; y verdaderamente todo entero como Dios; está en su templo, a saber, en la Iglesia, como Dios que habita en ella; y está en algún lugar del cielo, en virtud de que tiene una determinada extensión por tener un cuerpo auténtico.10 Vemos cómo para unir a Cristo con su Iglesia no saca su cuerpo del cielo, lo cual ciertamente deberla hacer, si el cuerpo de Cristo no fuese verdaderamente nuestro mantenimiento sino encerrado bajo el pan. Y en otro lugar, queriendo dar a entender cómo poseen los fieles aquí a Cristo, dice: “Nosotros lo tenemos por el signo de la cruz, por el sacramento del Bautismo, y por el alimento y bebida del altar.”11 No discuto si ha estado bien igualar una necia superstición con las verdaderas señales de la presencia de Jesucristo; solamente digo que al comparar la presencia de la carne con la señal de la cruz demuestra suficientemente que no concibe dos cuerpos en Cristo, para ocultarlo, de una parte, en el pan, y de otra dejarlo visible en el cielo. Y si alguno quiere una exposición más amplia, luego añade que tenemos siempre a Jesucristo según la presencia de su majestad, pero no según la presencia de su carne; pues según esta última está dicho: no me tendréis siempre con vosotros.12
Nuestros adversarios replican que él dice estas palabras; “Según su gracia inefable e invisible se cumple lo que dice; que estará con nosotros hasta el fin del mundo.” Pero esto no prueba nada en su favor, porque no es más que una parte de esa majestad que opone al cuerpo, poniendo como distintas estas dos cosas: carne y virtud o gracia. Lo mismo que en otro lugar pone como opuestas estas dos cosas: que Jesucristo ha dejado a sus discípulos en cuanto a la presencia corporal, para estar entre ellos con la presencia espiritual. Por donde se ve que expresamente distingue la esencia de la carne de la virtud del Espíritu, la cual nos junta y une con Cristo, aunque estemos separados de El por una gran distancia. Muchas veces emplea este modo de hablar; como cuando dice: “Vendrá Cristo con su presencia corporal a juzgar a vivos y a muertos, conforme a la regla de la fe y la sana doctrina; porque con la presencia espiritual siempre está con su Iglesia.”13 Por tanto esta sentencia se dirige a los fieles, a quienes había comenzado a guardar cuando les estaba presente con su cuerpo, y a los que, al ausentarse, había de dejar privados de su presencia corporal, para guardarlos con su presencia espiritual. Es un error tomar corporal por visible; ya que él opone el cuerpo a la virtud divina; y al añadir que juntamente con el Padre los guarda, claramente demuestra que. Dios derrama sobre nosotros la gracia del cielo por el Espíritu Santo.

1 De la Trinidad, lib. III, cap. 4.
2 Carta 98.
3 Contra Adimanto, 12.
4 Pseudo-Agustín, Sermón 265, 4.
5 De la Trinidad, lib. III, cap. x, 19.
6 Ibid., cap. x, 20.
7 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 33.
8 Carta CLXXXVII, VI.
9 Ibid., III, 10.
10 Ibid., II-VI.
11 Tratados sobre san Juan, L, 12.
12 Ibid,, 13.
13 Ibid., CVI, 2.

29. Refinación de la presencia invisible en las especies
Mas como confían tanto en este escondrijo de la presencia invisible, veamos cómo la ocultan.
En primer lugar, no aducen una sola palabra de la Sagrada Escritura para probar que Cristo es invisible; sino que dan por plenamente seguro lo que nadie que tenga algo de sentido les concederá: que el cuerpo de Cristo no se puede dar en la Cena sino oculto bajo la máscara del pan. Pero éste es precisamente el punto de controversia entre ellos y nosotros; tan lejos estamos de tenerlo como un principio infalible.
Al hablar de esta manera se ven forzados a poner dos cuerpos en Cristo; porque según ellos está visible en el cielo, yen la Cena es invisible por una especie de dispensa especial. Si esto es concebible, se puede ver fácilmente por muchos pasajes de la Escritura; en particular por lo que dice san Pedro: Es menester que el cielo reciba a Cristo, hasta que venga otra vez (Hch. 3,21).
Enseña esta gente que Cristo está en todo lugar, pero sin forma. Dicen que no está bien someter la naturaleza de un cuerpo glorioso a las leyes comunes de la naturaleza. Esta respuesta lleva en si el error de Servet, a quien con razón abominan y detestan todos los que temen a Dios; a saber: que el cuerpo de Cristo después de su ascensión ha sido asumido por la divinidad. No digo que ellos sean de esta opinión. Mas si entre las dotes de un cuerpo glorificado se cuenta llenarlo todo de un modo invisible, es evidente que se le priva de la sustancia corporal y que no existirá diferencia alguna entre la divinidad y la humanidad. Además, si el cuerpo de Cristo es así de varias y de tan diferentes maneras, que en un lugar es visible y en otros invisible, ¿donde está su naturaleza de cuerpo, que debe tener sus dimensiones y extensión? ¿Dónde la unidad de su ser?
Mucho mejor se expresa Tertuliano al enseñar que Jesucristo tiene un verdadero cuerpo natural, puesto que la figura nos es dada en el misterio de la Cena por prenda y certidumbre de la vida espiritual. Porque la figura seria falsa si lo que en ella se representa no fuera verdad.1 Ciertamente, Jesucristo decía de su cuerpo glorioso: “Palpad y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos” (Lc. 24,39). He aquí cómo por la boca misma de Jesucristo se prueba la verdad de su carne, pues se puede palpar y ver. Quitad le esto, y al momento dejará de ser carne.
Ellos se acogen siempre al pretexto que han inventado, de la excepción. Pero nuestra obligación es aceptar de tal manera lo que Cristo ha expresado absolutamente, que tengamos como indudable y del todo cierto todo lo que Él ha querido decir. Prueba que no es un fantasma, como sus discípulos pensaban, puesto que es visible en su carne. Quítesele al cuerpo lo que le es propio según su naturaleza, y se verá que entonces resulta otra nueva definición del mismo. Además, por más vueltas que den, la dispensa que ellos se han forjado no tiene lugar en lo que dice san Pablo: Nosotros esperamos del cielo al Salvador, que conformará el cuerpo de nuestra humillación con su cuerpo glorioso (Flp. 3,20-2l). Porque no hemos de esperar una conformidad en aquellas cualidades que ellos se imaginan en Cristo; es decir, que cada uno tenga un cuerpo invisible e infinito. Y no se hallará hombre tan necio en el mundo al cual puedan convencer de semejante absurdo. Así que dejen de atribuir esta propiedad al cuerpo glorioso de Cristo, de estar al mismo tiempo en diversos lugares, y de no estar contenido en ningún lugar del espacio. En resumen, que nieguen abiertamente la resurrección de la carne, o concedan que Cristo vestido de gloria celestial no se despojó de la carne; y que en nuestra carne nos ha de hacer partícipes y compañeros de esta misma gloria; puesto que la resurrección nos ha de ser común con Él. Porque, ¿hay algo
en toda la Escritura más claro que el artículo de que así como Jesucristo se ha revestido de nuestra carne naciendo de la virgen María, y en ella padeció para destruir nuestros pecados, así también volvió a tomar esta misma carne al resucitar, y la subió al cielo? Porque la esperanza que tenemos de nuestra resurrección y subida al cielo es que Cristo resucitó y subió, y como dice Tertuliano, que ha llevado consigo al cielo las arras de nuestra resurrección.2 Muy débil sería nuestra esperanza si esta carne nuestra que Jesucristo ha tomado de nosotros, no hubiese resucitado y entrado en el cielo.
Por tanto, que cese el error que liga al pan tanto a Cristo cono al entendimiento de los hombres. Porque, ¿de qué sirve aquella oculta presencia bajo el pan, sino para que los que desean tener a Cristo consigo se detengan en el signe externo? Mas el Señor, no solamente quiso apartar de la tierra nuestros ojos, sino también todos nuestros sentidos, prohibiendo a las mujeres que habían ido al sepulcro que le tocaran, porque aún no había subido al Padre (Jn. 20, 17). Al ver que María iba, llena de piadoso afecto y reverencia, a besarle los pies, ¿por qué no le consiente, sino que le prohíbe que le toque, porque no ha entrado aún en el cielo? No hay otra razón sino que quiere que no lo busquen más que allí.
La objeción de que después fue visto de Esteban, es fácil de solucionar; para esto no fue necesario que cambiase de lugar, pues pudo dar una vista sobrenatural a los ojos de su discípulo, de suerte que penetrase en los cielos. Y lo mismo hay que decir de san Pablo (Hch. 9,4).
Lo que objetan que Cristo salió del sepulcro sellado, y que estando cerradas las puertas entró a donde estaban reunidos los discípulos, no sirve de nada para defender su error (Mt. 28, 6; Jn. 20,19). Porque así como el agua sirvió a Jesucristo de calle pavimentada cuando anduvo sobre el lago (Mt. 14,25), así también no debe parecerles extraño que la dureza de la piedra haya cedido para dejarle pasar; aunque parece ser más probable que la piedra, a su mandato, se separó; y después de pasar tI, volvió a su anterior lugar. Ni entrar con las puertas cerradas quiere decir lo mismo que penetrar por la materia sólida, sino que por virtud divina se abrió, de manera que milagrosamente se encontró en medie de sus discípulos, aunque las puertas estaban cerradas.
Lo que aducen de san Lucas, que Cristo súbitamente desapareció de la vista de sus discípulos, en compañía de los cuales había ido a Emaús (Lc. 24,31), no prueba en favor de ellos, sino de nosotros. Porque no se hizo invisible para impedirles que lo viesen, sino que simplemente desapareció. Como, según atestigua el mismo san Lucas, cuando caminó con ellos no tomó un rostro nuevo, para no ser reconocido, sino que “mantuvo sus ojos velados” (Lc. 24, 16). Mas nuestros adversarios no solamente transforman a Cristo para que permanezca en el mundo, sino que lo conciben diverso de sí mismo, y de modo distinto en el cielo que en la tierra. En suma, según sus desatinos, aunque no digan de palabra que la carne de Cristo es espíritu, sin embargo lo enseñan indirectamente. Y no contentos con esto, le atribuyen cualidades distintas y del todo contrarias. De donde se sigue que necesariamente hay dos Cristos.

1 Contra Marción, lib. IV, XL.
2 De la resurrección de la carne, LI.

30. El dogma de la ubicuidad conduce a concebir un “cuerpo infinito”...
Mas aunque les concedamos lo que charlan de la presencia invisible, con todo no habrán probado la inmensidad, sin la cual en vano intentarán encerrar a Cristo bajo el pan. Jamás harán creer que Cristo está encerrado bajo el pan de la Cena, mientras no hayan probado que el cuerpo de Cristo está al mismo tiempo en un mismo lugar, sin encontrarse en absoluto inscrito por él. Esta necesidad los ha forzado a introducir la monstruosa opinión de la ubicuidad, o cuerpo infinito. Porque ya hemos mostrado con firmes y claros testimonios de la Sagrada Escritura, que el cuerpo de Cristo se encuentra circunscrito y contenido en un determinado lugar exactamente igual que los demás cuerpos, según lo requiere la medida del cuerpo humano. Además, con su subida al cielo ha mostrado claramente que no está en todo lugar, sino que cuando se traslada a otro lugar abandona el primero donde estaba.
La promesa que alegan: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20), no se ha de entender del cuerpo. De ser así, seria menester que Jesucristo habitase en nosotros corporalmente fuera del uso de la Cena; pues en este texto se habla de una unión perpetua. Y así no tienen razón alguna para combatir tan furiosamente y encerrar a Cristo bajo el pan, dado que ellos mismos confiesan que también lo tenemos fuera de la Cena. Asimismo se ve claramente por el contexto que Jesucristo no habla aquí de su carne, sino que promete a sus discípulos un socorro invencible, con el que los defenderá y mantendrá contra todos los asaltos de Satanás y del mundo. Pues como les confiaba un cargo muy difícil y pesado, para que no duden en aceptarlo ni desfallezcan les asegura y confirma con la confianza de su presencia; como si les dijera: Mi socorro y asistencia invencibles, nunca os faltarán.
Si no se empeñaran en confundir todas las cosas, ¿no deberían distinguir esta clase de presencia? Pero prefieren dejar ver con todo descaro su necedad, que apartarse lo más mínimo de su error. No hablo de los papistas, cuya opinión es más tolerable, o al menos tiene alguna apariencia de verdad. Pero hay otros que arrebatados por el ardor de las disputas y la controversia no se avergüenzan de decir que a causa de la unión de las dos naturalezas, dondequiera que está la divinidad de Cristo, está también su carne, de la que es inseparable.1 Como si de tal unión se siguiera que de las dos naturalezas ha surgido una tercera, que ni es Dios ni hombre. Eutiques, y después de él Servet, así lo ha imaginado. Pero de la Escritura se concluye claramente que la Persona única de Cristo de tal manera consta de dos naturalezas, que cada una de ellas tiene enteramente sus propiedades. No dirán nuestros adversarios que Eutiques ha sido condenado sin razón; pero es extraño que no vean la causa de tal condena; a saber, que al suprimir la diferencia entre las dos naturalezas e insistir en la unidad de la Persona, hacía a Cristo en cuanto es Dios, hombre; y en cuanto es hombre, Dios. ¿Qué frenesí es éste de revolver el cielo y la tierra antes que renunciar a esta fantasía de querer sacar el cuerpo de Cristo del santuario celestial?
En cuanto a estos testimonios de la Escritura que alegan en su defensa:
“Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Jn. 3, 13); “El Unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1, 18), con ello demuestran su necedad, al menospreciar la comunicación de idiomas2 o propiedades, la cual no sin motivo ha sido inventada por los Padres antiguos. Ciertamente, cuando se dice que el Señor de la gloria ha sido crucificado (1 Cor. 2,8), no entiende san Pablo que haya padecido cosa alguna en cuanto a su divinidad; sino que Cristo, que humillado y menospreciado sufría en su carne, El mismo era Dios y Señor de la gloria. Del mismo modo, el Hijo del Hombre estaba en la tierra, porque el mismo Cristo según la carne estuvo aquí abajo lodo el tiempo de su vida mortal, y a la vez no dejaba de residir en el cielo, como Dios que era. Y por eso se dice en el mismo lugar que descendió del cielo según su divinidad; no que su divinidad haya bajado del cielo para encerrarse en el cuerpo, como en una mazmorra; sino porque si bien lo llenaba todo, sin embargo habitaba corporalmente, es decir, naturalmente en la humanidad de Cristo, y esto de un modo inefable.
Existe una distinción muy común entre los teólogos escolásticos, que no me da reparo citar: que aunque todo Cristo está en todo lugar, sin embargo no todo cuanto hay en El está en todo lugar. Ojalá que los escolásticos hubieran considerado y ponderado bien lo que esto quiere decir; de haberlo hecho así, su corrupción de la presencia carnal de Cristo en la Cena hubiera caído por tierra.
Así pues, nuestro Mediador, como está todo entero en todo lugar, siempre está con los suyos, y de modo particular se les presenta en la Cena; pero está de tal manera presente, que no trae consigo todo lo que hay en Él; porque, según hemos dicho, en cuanto a la carne necesariamente tiene que estar en el cielo, hasta que aparezca para el juicio.

1 Se trata de ciertos teólogos luteranos, que sostenían la consustanciación, apoyándose en la teoría de las dos naturalezas.
2 Se llama en teología “comunicación de propiedades” (koinonía, idiomatum) la teoría según la cual los caracteres de la divinidad se encuentran a veces en la humanidad de Cristo, por ejemplo cuando hace un milagro o tiene un conocimiento sobrenatural, sin que por ello haya confusión de naturalezas.


31.  . . .Y a excluir la acción del Espíritu que nos une a Jesucristo
Por lo demás, se engañan sobremanera los que no comprenden ni conciben presencia alguna de la carne de Cristo en la Cena, si no está vinculada al pan. Porque al obrar así, excluyen la acción secreta del Espíritu, que nos une con Cristo. Les parece que Cristo no está presente con nosotros, si no desciende a nosotros. Como si al elevarnos hasta Él, no nos hiciera también gozar de su presencia.
Por tanto, nuestra controversia y diferencia es sólo en cuanto al modo. Ellos ponen a Cristo en el pan; nosotros decimos que no es lícito hacer descender a Cristo del lugar que ocupa en el cielo. Quién de nosotros está en lo cierto, que lo juzguen los lectores; con tal que se evite la calumnia de quitar a Cristo de la Cena, silo encierran bajo el pan. Porque dado que este misterio es celestial, no es necesario que Jesucristo sea traído aquí abajo para que esté unido a nosotros.

32. El verdadero misterio de nuestra participación en Cristo
Si alguno insiste en preguntarme cómo se realiza esto, no tengo inconveniente en confesar que es un misterio tan profundo que ni mi entendimiento lo puede comprender, ni acierto a explicarlo con palabras. Y para decirlo más claramente: más bien lo experimento, que lo entiendo. Por ello, para no alargar más esta disputa, yo adoro y abrazo la promesa de Jesucristo, en la cual podemos descansar. El declara que su carne es el sustento de nuestra alma, y su sangre nuestra bebida. Yo le ofrezco mi alma para que la sustente y mantenga con ese alimento. Él ordena que en su Cena reciba su cuerpo y su sangre bajo los signos de pan y de vino; me manda que lo coma y que lo beba. Yo por mi parte no dudo, sino creo que verdaderamente me lo da, y que lo recibo. Solamente rechazo las absurdas y desatinadas fantasías que, o son indignas de tan gran majestad, o contrarias a la verdad de su naturaleza humana, porque también repugnan a la Palabra de Dios, la cual nos enseña que Jesucristo, después de entrar en la gloria celestial, no debe ser buscado aquí abajo (Lc. 24,26), y atribuye a su humanidad todo lo que conviene al hombre.
Y esto no debe parecer increíble. Porque como todo el reino de Cristo es espiritual, del mismo modo todo cuanto hace en su iglesia no se debe examinar conforme al orden natural de este mundo; o, para usar las palabras mismas de san Agustín: “Este misterio, como los demás, se trata por los hombres, mas de un modo divino; se administra en la tierra, mas de un modo celestial.”1 Digo que la presencia de Cristo es tal cual el sacramento la requiere; la cual afirmamos que se muestra aquí con tanta virtud y eficacia, que no solamente traerá a nuestras almas una indubitable confianza en la vida eterna, sino también nos dé la certeza y la seguridad de la inmortalidad de nuestra carne, que ya comienza a ser vivificada por la carne inmortal de Cristo, y en cierta manera le comunica su inmortalidad. Los que con su exagerada manera de hablar van más allá de esto, no hacen otra cosa sino oscurecer la verdad, que en si misma es tan simple y evidente.
Si aún hay alguno que no se dé por satisfecho, quisiera que considerase juntamente conmigo que ahora tratamos de un sacramento en el cual todo ha de referirse a la fe. Nosotros no alimentamos menos la fe con la participación del cuerpo que hemos expuesto, que los que creen necesario bajar a Cristo del cielo. Sin embargo confieso gustosamente que rechazo la mezcla que ellos quieren establecer de Jesucristo con nuestras almas, como si ella se introdujese por un alambique, pues nos debe bastar que Jesucristo, de la sustancia de su carne, inspire Vida en nuestra alma, y que su misma carne destile su vida en nosotros, aunque ella no entre en nosotros.
Además de esto, la analogía o regla de la fe, conforme a la cual san Pablo manda que se regule toda interpretación de la Escritura, nos apoya a nosotros en este punto. Por el contrario, todos los que contradicen una verdad tan manifiesta, vean y consideren a qué regla o medida de la fe se adhieren (Rom. 12,6). Porque no es de Dios el que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne (1 Jn. 4,3); y esta gente, aunque lo disimule, o no lo advierta, le despojan de su carne.

1 La Ciudad de Dios, XVI, 37.

(Para Parte 2, Oprima aquí)

INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO
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