CAPÍTULO XVII

LA SANTA CENA DE JESUCRISTO.
BENEFICIOS QUE NOS APORTA
Parte 2 (Para Parte 1, Oprima aquí)


33. El Espíritu Santo nos hace comunicar verdadera y realmente con el cuerpo y la sangre de Cristo
Lo mismo se ha de entender de la comunión, la cual creen que es nula si no toman la carne de Cristo bajo el pan. Mas se infiere una grave injuria al Espíritu Santo si no se cree que comunicar con el cuerpo y la sangre de Cristo se verifica por su virtud incomprensible. Asimismo, si la virtud de este sacramento, tal como nosotros la enseñamos y cual se enseñó también antiguamente en la Iglesia, hubiese sido durante estos cuatrocientos años como debía, tendríamos motivo bastante de satisfacción, y se hubiera cerrado la puerta a tan enormes desvaríos y desatinos, de los que han nacido las horribles discusiones con que la Iglesia se ha Visto tan atormentada, lo mismo en nuestro tiempo que en el pasado.
El mal está en que hombres curiosos en demasía, quieren un modo de presencia en el cual la Escritura nunca pensó. Y lo que es peor, se esfuerzan con todo ahínco por mantener el descarrío que loca y temerariamente han inventado; y no pueden sufrir, como si con ello se destruyese toda la religión, que Jesucristo no esté encerrado en el pan.
Lo que primero y principalmente se debería considerar es cómo el cuerpo de Cristo, según que una vez ha sido ofrecido en sacrificio por nosotros, es hecho nuestro, y cómo nosotros somos hechos participes de la sangre que Él ha derramado; porque esto es poseer todo entero a Cristo crucificado, para gozar de sus bienes. Pero estos curiosos, dejando a un lado estas cosas de tanta importancia, y aun menospreciándolas y casi sepultándolas, no encuentran placer sino en embrollarse en esta cuestión: cómo el cuerpo de Cristo está oculto debajo del pan, o de la apariencia del mismo.
Es del todo falso lo que nos echan en cara; que todo cuanto enseñamos sobre el comer del cuerpo de Cristo es contrario a la verdadera y real manducación, como ellos la llaman. Porque no se trata más que del modo, el cual para ellos es carnal, ya que encierran a Cristo en el pan; en cambio para nosotros es una comida espiritual, porque la arcana virtud del Espíritu Santo es el vínculo de nuestra unión con Cristo.
No encierra mayor verdad la otra objeción: que nosotros solamente, como de paso, tocamos el fruto y efecto que los fieles reciben de comer la carne de Cristo. Ya hemos dicho que Jesucristo es la materia o sustancia de la Cena, y que de aquí procede el efecto de ser absueltos de nuestros pecados por el sacrificio de su muerte; de ser lavados con su sangre, y elevados por su resurrección a la esperanza de la vida celestial. Mas el loco desenfreno con que los ha abrevado el Maestro de las Sentencias ha pervertido su entendimiento. He aquí sus palabras textuales: “El sacramento sin la cosa son las especies del pan y del vino; el sacramento y la cosa son la carne y la sangre de Cristo; la cesa sin sacramento es su carne mística”. Y poco después: “La cosa significada y contenida es la propia carne de Cristo; la significada y no contenida es su cuerpo místico”.1 En cuanto a distinguir entre la carne y la virtud que tiene de sustentar, estoy de acuerdo con él; pero sus fantasías de que la carne es el sacramento en cuanto está encerrada debajo del pan, es un error intolerable.

Refutación del comer sacramental de los incrédulos. He aquí de dónde Viene que hayan interpretado falsamente la palabra “comer sacramental”, Piensan que los malvados, aunque sean totalmente ajenos a Cristo y estén apartados de El, no dejan por eso de comer el cuerpo de Cristo. Pero la carne de Jesucristo en el misterio de la Cena no es cosa menos espiritual que nuestra salvación eterna. De donde concluyo, que todos aquellos que están vacíos del Espíritu de Cristo no pueden comer la carne de Cristo; como no pueden beber del vino que no tiene gusto ni sabor alguno. Evidentemente, con toda injusticia se destruye a Jesucristo al imaginarlo con un cuerpo muerto y sin vigor, que sin respeto alguno se da a los incrédulos. Sus palabras se oponen claramente a esto: “El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él” (Jn. 6,56). Replican que aquí no se trata del comer sacramental. Yo se lo concedo, con tal que no repitan siempre la misma canción: que se puede comer la carne de Jesucristo sin recibir fruto alguno. Quisiera que me dijeran cuánto tiempo la conservan en el estómago, después de haberla comido. Creo que a duras penas podrán responder a esta pregunta.
Objetan que la Verdad de las promesas de Dios no puede sufrir detrimento; y mucho menos fallar por la ingratitud de los hombres. También yo lo admito; e incluso afirmo que la Verdad de este misterio permanece siempre en su integridad, por más que los impíos se esfuercen cuanto pueden por destruirla. Otra cosa muy distinta es que la carne de Jesucristo nos sea ofrecida, y que nosotros la recibamos. Jesucristo da a todos en general esta comida y bebida espirituales; pero unos la comen con gran apetito y sabor, y a otros les causa hastío, como gente que tiene el paladar estragado, El que éstos lo rehusen, ¿hará que la comida y la bebida pierdan su naturaleza?
Dirán que esta semejanza les favorece a ellos, porque la carne de Jesucristo, aunque los incrédulos no le encuentren gusto ni sabor, no por eso deja de ser carne. Pero yo niego que esta carne se pueda comer sin gusto de fe; o para hablar como lo hace el mismo san Agustín, niego que los hombres puedan sacar más de! sacramento de lo que pueden sacar con el Vaso de la fe.’ Por lo cual nada se quita, ni en nada se menoscaba el sacramento; sino que quedan su Verdad, virtud y eficacia, aunque los impíos, después de haber participado externamente, se queden vacíos y sin provecho alguno.
Si nuestros adversarios replican a esto que de este modo se quita el Valor a las palabras de Cristo: Esto es mi cuerpo, por no recibir los impíos otra cosa sino pan corruptible, la solución es fácil. Dios no quiere ser reconocido veraz en que los impíos reciban lo que El les da, sino en la constancia de su bondad, cuanto está dispuesto, por más indignidad que haya en ellos, a hacerlos participes de aquello que desechan y que Él tan liberalmente les ofrece. He aquí cuál es la integridad y perfección del sacramento, y que nadie en modo alguno puede violar; a saber, que la carne y la sangre de Cristo son tan verdaderamente dados y ofrecidos a los impíos, como a los elegidos de Dios y a los infieles. Con tal que sepamos que, como la lluvia al caer sobre una piedra dura resbala por un lado y otro, no hallando entrada alguna en ella, así ni más ni menos, los impíos rechazan con su impiedad la gracia de Dios, para que no penetre en ellos. Ni hay más motivo para decir que Cristo es recibido sin fe, que afirmar que una semilla puede fructificar en el fuego.
En cuanto a su pregunta de cómo Jesucristo ha venido para condenación de muchos, sino porque ellos lo reciben indignamente, es un argumento muy fútil. Pues en ninguna parte de La Escritura leemos que Los hombres, al recibir indignamente a Cristo adquieran su perdición, sino más bien por rechazarlo. Y no pueden traer en su apoyo la parábola en que Jesucristo dice que alguna simiente nace entre las espinas, la cual se ahoga y después se corrompe (Mt. 13,7). Porque allí trata el Señor del valor de la fe temporal, la cual nuestros adversarios no estiman necesaria para comer la carne de Jesucristo, y beber su sangre, ya que respecto a esto ponen a Judas como compañero igual a san Pedro. Incluso su errónea opinión queda muy bien refutada con esta misma parábola, cuando se dice en ella que una parte de la semilla cayó sobre el camino, y la otra sobre las piedras, y que ninguna de las dos arraigó. De donde se sigue que la incredulidad es el obstáculo y el impedimiento para que Cristo sea recibido por los incrédulos.
Cualquiera que desee que nuestra salvación adelante con la Santa Cena, no hallará cosa más propia para guiar y encaminar a los fieles a la fuente de vida, que es Jesucristo, para sacar agua de El. La dignidad queda de sobra ensalzada cuando mantenemos y creemos que es una ayuda para incorporarnos a Cristo; o bien, que’ ya incorporados, somos mas firmemente fortalecidos, hasta que Él nos una perfectamente consigo en la vida celestial.
Cuando objetan que si los incrédulos no participaran del cuerpo y de la sangre de Cristo, san Pablo no los haría culpables (1 Cor .11, 29), respondo que no son condenados por haber comido y bebido, sino solamente por haber profanado el misterio, pisando con sus pies las arras y prenda de la sacrosanta unión que tenemos con Jesucristo, y que merecía ser ensalzada con toda reverenda.

1 Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. VIII, cap. iv.

34. El comer sacramento! no puede apelar a/testimonio de san Agustín
Y como quiera que san Agustín es uno de los principales doctores antiguos que han mantenido el artículo de que en nada se perjudica a los sacramentos por la infidelidad o la perversidad de los hombres, que la gracia que ellos figuran no sufre menoscabo, será muy conveniente probar sin lugar a dudas, por sus mismas palabras, que quienes quieren arrojar el cuerpo de Cristo a los perros para que lo coman, abusan indebidamente del testimonio de este santo doctor. El comer sacramental — si les hemos de dar crédito — consiste en que los impíos reciben el cuerpo y la sangre de Cristo sin la virtud de su Espíritu y el efecto de la gracia. San Agustín, por el contrario, examinando atentamente estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn. 6,54), pone esta exposición: “Ciertamente la virtud del sacramento, no el sacramento visible solamente; y esto, a la verdad, por dentro, no por fuera; el que lo come con el corazón, no con los dientes”. De donde concluye que el sacramento de la unión que tenemos con el cuerpo y la sangre de Jesucristo se propone en la Cena, a unos para vida, a otros para condenación; mas la cosa significada no puede en manera alguna ser dada sino para vida a todos cuantos de ella participan.1
Si nuestros adversarios quieren discutir que las palabras “cosa significada” no se toman ni deben entenderse del cuerpo, sino de la gracia del Espíritu, que no siempre va unida con él, este subterfugio desaparece por las palabras visible e invisible. Porque a despecho suyo, siguiendo su desvarío, será necesario que confiesen que el cuerpo de Cristo no puede estar comprendido bajo la palabra “visible”. De donde se sigue que los impíos no comunican sino el signo externo.
Para mejor quitar esta dificultad, san Agustín, después de haber dicho que este pan requiere un apetito y gusto del hombre interior, añade que Moisés, Aarón y otros muchos comieron del maná, y agradaron a Dios. ¿Y por qué? Porque tomaban espiritualmente el alimento visible, espiritualmente lo apetecían, espiritualmente lo gustaban, para quedar espiritualmente hartos y satisfechos. Porque también nosotros recibimos hoy el alimento visible; pero una cosa es el sacramento, y otra la virtud del sacramento.2 Y poco más abajo añade: “Por tanto, el que no permanece en Cristo, y aquel en quien Cristo no permanece, no come su cuerpo ni bebe su sangre espiritualmente, aunque carnal y visiblemente rompa con los dientes el signe del cuerpo y de la sangre.”3 Otra vez oímos aquí cómo el signo visible se opone al comer espiritual; con lo cual se refuta el error de que el cuerpo de Jesucristo, siendo invisible, se come realmente y de hecho, aunque no espiritualmente. Y asimismo vemos que él no deja nada a los impíos y profanos, sino la recepción del signo visible. Y por eso aquella su notable sentencia, que los otros discípulos comieron el pan que era Jesucristo, mas que Judas comió el pan de Jesucristo.4 Con lo cual excluye claramente a los incrédulos de la participación del cuerpo y de la sangre. Y a lo mismo viene a parar lo que dice en otro lugar: “,Por qué te maravillas de que el pan de Cristo se diera a Judas, por el cual fue sometido al Diablo, viendo que por el contrario, el ángel del Diablo fue dado a san Pablo, para que fuese perfeccionado en Cristo (2 Cor. 12,7)?”5 Y en otro lugar: “Es verdad que el pan de la Cena no dejó de ser el cuerpo de Jesucristo para aquellos que lo comían indignamente para su condenación; y que no dejaron de recibirlo, por haberlo recibido mal”. Pero en otro lugar declara su intención; porque al exponer por extenso de qué modo los malvados e impíos que con la boca hacen profesión de vida cristiana, y la niegan con la vida, comen el cuerpo de Cristo, y disputando contra algunos que pensaban que no solamente recibían el sacramento, sino también su realidad, que es el cuerpo, dice: “No es preciso pensar que estos tales coman el cuerpo de Cristo, pues no deben ser contados entre los miembros de Cristo. Porque dejando a un lado muchas otras razones, no pueden ser miembros de Cristo y una ramera (1 Cor. 6,15). Además, al decir el Señor: El que come mi cuerpo y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él; muestra qué cosa es comer verdaderamente su cuerpo, y no sólo sacramentalmente; a saber, permanecer en Cristo, a fin de que El permanezca en nosotros. Como si dijera: El que no permanece en mí, y aquel en quien yo no permanezco, no piense ni se gloríe de comer mi carne y beber mi sangre.”6 Pesen bien los lectores estas palabras en que se opone comer sacramentalmente y comer verdaderamente, y no les quedara duda alguna.
Aún mas claramente confirma esto mismo diciendo: “No preparéis vuestra garganta, sino disponed el corazón, porque para esto se nos da la Cena. Creemos en Jesucristo, y así lo recibimos por la fe; cuando lo recibimos, bien sabemos lo que pensamos; recibimos un pequeño pedazo de pan, y quedamos saciados en el corazón. No es, pues, lo que se ve lo que sacia, sino lo que se cree.”7 También en este lugar, como en el otro ya citado, limita al signo visible lo que reciben los impíos; y declara que Jesucristo no puede ser recibido de otra manera sino por la fe.
Lo mismo repite en otro lugar: que todos, buenos y malos, comunican los signos; pero excluye a los malos del verdadero comer de la carne de Cristo. Si no lo hiciera así, sería de la misma disparatada opinión que nuestros adversarios, a la cual ellos quieren traerle.
En otro lugar, tratando del comer y de su fruto, concluye de esta manera: “El cuerpo y la sangre de Cristo, son vida a cada uno si lo que se toma visiblemente se come y bebe espiritualmente.”8 Por tanto, los que quieren hacer a los incrédulos partícipes del cuerpo y de la sangre de Cristo, para estar de acuerdo con san Agustín, que nos presenten el cuerpo de Jesucristo visible; puesto que él dice que toda la verdad del sacramento es espiritual. Bien fácil sería probar con sus palabras que comer sacramentalmente no quiere decir otra cosa sino comer externa y visiblemente el signo, mientras que la incredulidad cierra la puerta a la sustancia y la verdad. Y ciertamente, si se pudiera comer verdaderamente el cuerpo de Cristo sin comerlo espiritualmente, ¿qué querría decir lo que él mismo afirma en otro lugar: “No habéis de comer este cuerpo que veis, ni habéis de beber la sangre que derramarán los que me han de crucificar; os he instituido un sacramento, que espiritualmente entendido os vivificará”?9 Evidentemente no quiso negar que no sea el mismo el cuerpo que se da en la Cena, que el que ofreció en sacrificio; sino que quiso poner de relieve el modo de comerlo; a saber, que este cuerpo de Cristo, aunque está en la gloria celestial, nos inspira vida por la secreta virtud y eficacia del Espíritu Santo. Admito que este santo doctor dice muchas veces que los infieles comen el cuerpo de Cristo; pero se explica diciendo que esto se hace sacramentalmente; y después declara que el comer espiritual se da cuando consumimos la gracia de Dios con nuestros bocados.10
Y para que los adversarios no digan que quiero aparecer victorioso a fuerza de amontonar citas, me gustaría saber cómo podrán resolver lo que el mismo san Agustín dice: que los sacramentos solamente en tos elegidos obran lo que figuran.11 Desde luego no pueden negar que el pan en la Cena figura el cuerpo de Cristo. De donde se sigue que los impíos no lo reciben.
Cuál haya sido el sentir de Cirilo, lo demuestran estas palabras: De la misma manera que si una persona echase más cera sobre otra cera ya derretida, mezclaría la una con la otra; así también es necesario que cualquiera que recibe el cuerpo y la sangre de Cristo se haga una cosa con El, para que se halle todo en Cristo, y Cristo en él.12
Creo que he probado suficientemente y aclarado que quienes sólo reciben el cuerpo de Cristo sacramentalmente están muy lejos de comer Verdadera y realmente su cuerpo, porque la esencia del cuerpo no se puede separar de su virtud; y que por esto la fe de las promesas de Dios no se menoscaba, puesto que El no deja de llover del cielo, aunque las piedras y las rocas no reciban dentro de sí líquido alguno.

1 Trazados sobre son Juan, XXVI, 12. 15.
2 Ibid., 11.
3 Ibid., 18.
4 Ibid., LIX, 1.
5 Ibid., LXII, 1.
6 La Ciudad de Dios, lib. XXI, xxv,
7 Sermón 112, 5.
8 Sermón 131, 1,
9 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 98, 9.
10 Tratados sobre san Juan, XXVII, 3.
11 De la pena y remisión de los pecados. lib. 1. xxi, 30.
12 Comentario sobre san Juan, VI, 5.

35. Cristo no debe ser adorado en el sacramento de la Cena
El conocimiento de estas cosas nos apartará fácilmente de la adoración carnal, que algunos con perversa temeridad han introducido en el sacramento. La causa de esto ha sido que ellos se hacían esta reflexión:
si está el cuerpo, necesariamente se sigue que también está juntamente con él el alma y su divinidad, que jamás pueden separarse; luego, se debe adorar aquí a Jesucristo.
Ante todo, si se les negase esta deducción que llaman concomitancia, ¿qué harán? Pues, por más que digan que es un absurdo separar el alma y la divinidad del cuerpo, sin embargo, ¿quién que esté en su sano juicio se convencerá de que el cuerpo de Cristo es Cristo? Creen que esta conclusión se sigue perfectamente de sus argumentos. Mas como quiera que Jesucristo habla claramente de su cuerpo y de su sangre, sin especificar el modo de su presencia, ¿qué pueden concluir de una cosa dudosa? Ciertamente, si su conciencia se viese atormentada con alguna fuerte tentación, fácilmente se quedarían atónitos y confusos con sus silogismos, viendo que no tienen en su favor una sola palabra de Dios, en la cual únicamente puede apoyarse nuestra alma cuando ha de dar cuenta y razón; y sin la cual al momento dan consigo en tierra y perecen, al ver que la doctrina y el ejemplo de los apóstoles les contradicen, y que ellos son los inventores de sus fantasías.
A estos asaltos se añadirán muchos otros remordimientos de conciencia. ¿Es cosa de poca importancia adorar a Dios de esta manera, sin que se nos haya ordenado nada? ¿Se debe hacer tan inconsideradamente aquello sobre lo que no existe palabra alguna de Dios, cuando se trata del culto divino y de su gloria? Si los inventores de tales argumentos hubiesen refrenado su inteligencia con la humildad que debían, sometiéndola a la Palabra de Dios, sin duda hubiesen escuchado lo que Él dice: Tomad, comed, y bebed; y habrían obedecido al mandamiento de que sea recibido el sacramento y no adorado. Por eso quienes lo toman sin adoración, como el Señor lo mandó, están seguros y ciertos de que no se apartan de la disposición de Dios. Esta certidumbre es el mejor consuelo que podemos tener cuando emprendemos alguna cosa. Tienen el ejemplo de los apóstoles. Nunca leemos que adoraran de rodillas el sacramento, sino que lo tomaron y comieron sentados, como antes se hacia. Tienen la costumbre de la Iglesia apostólica, la cual, según refiere san Lucas, comunicaba, no en la adoración, sino en la fracción del pan (Hch. 2,42). Tienen la doctrina apostólica, con la que san Pablo instruye a la iglesia de los corintios, protestando que él habla recibido del Señor lo que les enseñaba (1 Cor. 11,23).

36. Esta adoración es contraria a la enseñanza de la Iglesia antigua y de la Escritura
Todas estas cosas van encaminadas al fin de que los cristianos adviertan muy bien cuán grave peligro hay en andar haciendo conjeturas con nuestras Fantasías en cosas tan altas y de tanta trascendencia sin tener el apoyo de la Palabra de Dios. Lo que hasta ahora hemos expuesto debe suprimir en esta materia toda duda y escrúpulo. Porque para que los fieles reciban en este sacramento a Cristo como conviene, es preciso que eleven su espíritu al cielo. Y si el oficio de este sacramento es ayudar al entendimiento del hombre, que por si mismo es débil, a que se levante hacia lo alto para recibir la grandeza de estos misterios espirituales, los que se detienen en el signo externo se alejan muchísimo del verdadero camino para hallar a Cristo.
¿Quién, pues, podrá negar que es un culto y un vicio del todo supersticioso hincarse de rodillas delante del pan, para adorar en él a Cristo? No hay duda de que el Concilio Niceno quiso prevenir el remedio a tal inconveniente, prohibiendo a los cristianos detener su entendimiento con humildad en los signos visibles.1 Y no hay otra razón para explicar la disposición de la Iglesia antigua, de que el diácono exhortase en voz alta y clara al pueblo antes de la consagración, a que cada uno levantase a lo alto su corazón.2 Y la misma Escritura, además de exponernos diligentemente la ascensión del Señor, cuando hace mención de Él nos exhorta a levantar nuestro corazón a lo alto y buscarlo en el cielo sentado a la diestra del Padre, a fin de apartar de nosotros todo pensamiento carnal. De acuerdo con esta regla, más bien hay que adorar espiritualmente al Señor en la gloria celestial, que inventar este peligroso género de adoración, que procede de una crasa concepción de Dios.
De ahí que los que inventaron la adoración del sacramento, no solamente la soñaron ellos mismos sin apoyo alguno de la Escritura, pues no existe ni mención de ello en la misma — cosa que no dejaría de hacer si fuera grato a Dios —, sino que aun contradiciéndoles claramente, se han forjado un nuevo Dios, dejando al Dios eterno. Ahora bien, ¿qué es idolatría, sino adorar los dones en vez de Aquel que los da? Con lo cual han cometido un doble pecado. Porque han quitado el honor a Dios, dándoselo a una criatura; y además han deshonrado también a Dios, profanando su don y beneficio, al hacer de su santísimo sacramento un ídolo abominable.
Nosotros, por el contrario, para no caer en la misma fosa, fijemos por completo nuestros oídos, nuestros ojos, nuestro corazón y pensamientos en la sagrada doctrina de Dios. Porque ella es la escuela del Espíritu Santo, que es un excelente Maestro, en la que se aprovecha de tal manera que no es menester aprender de ningún otro; y de buen grado se ha de ignorar todo cuanto en esta escuela no se enseñe.

1 Canon 20.
2 ¡Sursum corda!, Cipriano, Oración dominical, XXXI.

37. La reserva de las especies y su uso fuera de la Cena
Mas como la superstición, después de superar sus limites, no sabe poner fin a su maldad, ellos han ido mucho más allá. Se han imaginado ritos y ceremonias muy extraños a la institución de la Cena, solamente para honrar el signo como si fuera Dios. Y cuando nosotros les ponemos esto ante los ojos, dicen que es a Jesucristo a quien ellos honran.
En primer lugar, si esto se hiciese en la Cena, aun entonces les diría que la verdadera adoración no se debe hacer al signo, sino a Jesucristo que está en el cielo, Y puesto que ellos hacen esto fuera de la Cena, ¿qué pretexto o excusa pueden tener para decir que honran a Jesucristo dentro del pan cuando no tienen promesa alguna de ello? Consagran la hostia para llevarla en procesión, para mostrarla con gran pompa, y la enseñan al pueblo, para que la adore e invoque. Yo les pregunto en virtud de qué piensan que esta hostia está bien consagrada. Dirán que en virtud de aquellas palabras: “Esto es mi cuerpo”. Pero yo replico que juntamente con estas palabras dijo el Señor: “Tomad y comed”. Y tengo buena razón para hacerlo; porque como quiera que la promesa va unida al mandamiento, afirmo que de tal manera está encerrada en él que, si los separan, la promesa no es nada. Esto se entenderá mejor con el ejemplo siguiente.
El Señor nos mandó que le invocásemos, y luego añadió la promesa, diciendo: Yo te oiré (Sal. 50. 15). Si alguno. invocando a san Pedro o a san Pablo, se gloriase de esta promesa, ¿no le dirían los demás que no sabia lo que hacía? ¿Pues qué es lo que hacen los que dejando a un lado el mandamiento de Dios del comer, se aferran a la promesa: “Esto es mi cuerpo”, que sin el mandamiento es yana, para abusar de ella empleando nuevos ritos extraños a la institución de Cristo? Recordemos que esta promesa fue hecha a aquellos que hacen y guardan lo que allí les manda Cristo; y, por el contrario, entendamos que los que aplican el sacramento a otros usos no tienen para hacer esto apoyo alguno en la Palabra de Dios.

Otros fines y usos de la Cena en la Iglesia. Ya hemos expuesto cómo este sacramento de la Cena sirve a nuestra fe delante de Dios. Mas, puesto que nuestro Señor, no solamente nos recuerda tan gran liberalidad de su bondad, sino que nos la presenta como de la mano y nos advierte que la reconozcamos, asimismo también nos amonesta a que no seamos ingratos con la benignidad que con nosotros emplea, sino que la ensalcemos con grandes alabanzas y lo celebremos con acción de gracias. Él mismo, cuando otorgó la institución de este sacramento a los apóstoles, les mandó que lo hicieran en memoria suya. Lo cual san Pablo interpreta por “anunciar la muerte del Señor” (1 Cor. 11,26); es decir, que públicamente y como a una confesemos que toda la confianza de nuestra vida y salvación está puesta en el Señor; a fin de que con nuestra confesión le glorifiquemos, y con nuestro ejemplo exhortemos a los demás a hacer lo mismo y a bendecirlo.
Vemos también aquí para qué finalidad ha sido instituido este sacramento; es decir, para ejercitamos en el recuerdo de la muerte del Señor. Porque el mandársenos que anunciemos la muerte de Cristo hasta que venga a juzgar no significa otra cosa sino que confesemos y declaremos con la boca lo que nuestra fe ha entendido en el sacramento; a saber, que la muerte de Cristo es nuestra vida. Tal es el segundo uso de este sacramento, que se refiere a la confesión externa.

38. En tercer lugar, el Señor quiso que nos sirviese de exhortación; y lo es tal, que ninguna otra puede inflamarnos con mayor vehemencia, e incitarnos a la pureza y santidad de vida, a la caridad, la paz y la unión. Porque aquí el Señor de tal manera nos comunica su cuerpo, que se hace plenamente una misma cosa con nosotros, y nosotros con El. Y como Él no tiene más que un cuerpo del que hacernos partícipes, se sigue necesariamente que por esta participación también nosotros somos hechos todos un mismo cuerpo. Esta unidad del cuerpo la representa el pan que se nos da en el sacramento, pues está hecho de muchos granos, de tal manera mezclados los unos con los otros, que no se pueden en modo alguno separar ni distinguir. De la misma manera es necesario que nosotros estemos unidos y como entrelazados los unos con los otros, en unión y acuerdo de voluntad, que no haya diferencia ni división alguna. Esto prefiero explicarlo con las palabras de san Pablo: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?" (1 Cor. 10, 16). Somos, pues, un mismo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan.
Grande provecho sacaríamos de este sacramento, si estuviese impreso y fijo en nuestro corazón el pensamiento de que no es posible que alguno de los hermanos sea injuriado, menospreciado, rechazado, herido, o bien ofendido de cualquier modo, sin que juntamente con esto injuriemos, menospreciemos e hiramos con nuestras injurias a Cristo; que no podemos amar a Cristo sin que a la vez le amemos en los hermanos; que así como tan pronto cualquier miembro de nuestro cuerpo siente el dolor, todos los demás lo sienten al mismo tiempo, igualmente no debemos consentir que nuestros hermanos sean afligidos de ningún modo, sin que al mismo tiempo sintamos nosotros el mismo dolor por la compasión.
Por estas razones san Agustín, no sin razón, llama tantas veces a este sacramento vínculo de caridad) Porque, ¿qué estimulo puede haber más agudo y penetrante para incitarnos a la mutua caridad,1 que ver a Jesucristo que al darse a si mismo a nosotros, no solamente nos invita y con su ejemplo nos enseña que nos empleemos y demos los unos a los otros, sino que al hacerse una cosa con todos nosotros, nos hace a todos una misma cosa con Él.

1 Tratados sobre san Juan, XXVI, 13.

39. La verdadera administración de la Cena consiste en la Palabra
Por esto se ve muy bien, según ya lo he dicho antes, que la Verdadera administración de los sacramentos no consiste sino en la Palabra. Porque todo el provecho que recibimos en la Cena, exige que esté unida la Palabra: bien sea que hayamos de ser confirmados en la fe, o ejercitados en la confesión de nuestra religión cristiana, o exhortados a vivir santa y piadosamente, es necesario que la Palabra vaya por delante.
Por tanto es una cosa perversa convertir la Cena en un acto mudo y sin predicación de la Palabra de Dios, como se verifica en la tiranía del papado. Porque los papistas quieren que toda la virtud y fuerza de la consagración dependa de la intención del sacerdote, como si esto no tuviese nada que ver con el pueblo, a quien este misterio ha de ser expuesto. De aquí nació el error de no considerar que las promesas de que depende la consagración no se refieren a los signos, sino a aquellos que las reciben. Mas Jesucristo no habla con el pan, mandándole que se convierta en su cuerpo; sino que ordena a sus discípulos que lo coman, prometiéndoles la comunión de su cuerpo y de su sangre. Y san Pablo no enseña otro orden sino que al distribuir el pan y la copa se anuncien las promesas a los fieles. Y así es en realidad. Porque no hemos de imaginarnos una especie de encantamiento, o conjuro mágico, como si bastase murmurar las palabras sobre las criaturas insensibles; sino que debemos entender que la Palabra por la cual son consagrados los sacramentos es una predicación viva, que edifica a quienes la oyen; que entra y penetra en su entendimiento, que se imprime en su corazón,-y que muestra su virtud haciendo y cumpliendo lo-que promete.
Por aquí también se ve claramente que es cosa yana, y sin provecho alguno, guardar el sacramento para darlo a los enfermos extraordinariamente. Porque, o lo reciben sin decirles una palabra de la institución de Cristo, o el ministro, juntamente con el signo les dice la verdadera interpretación del misterio. Si no se les dice, se abusa del sacramento, lo cual es un grave pecado. Si se les recitan las promesas, y se les expone el misterio, para que los que han de comulgar lo reciban con fruto y provecho, no hay duda de que esto es la verdadera consagración. ¿Con qué fin, pues, se tendrá al pan por sacramento, si se consagra en ausencia de aquellos a quienes se ha de distribuir, dado que esto no les sirve de nada? Me dirán que al hacerlo así se atienen al ejemplo de la Iglesia antigua. Lo admito. Pero en cosa de tanta importancia no hay cosa mejor ni más segura que atenerse a la pura verdad, pues apartarse de ella no se puede hacer sin gran peligro.

40. Las comuniones indignas
Además, así como vemos que este sagrado pan de la Cena del Señor es un alimento espiritual, dulce, sabroso y saludable para los verdaderos siervos de Dios, con cuyo gusto sienten que Jesucristo es su vida, a los cuales induce a darle gracias) y a quienes sirve de exhortación a amarse los unos a los otros; así también se convierte en un tósigo mortal para todos aquellos a quienes no alimenta y confirma la fe, y no les eleva a dar gracias y a la mutua caridad. Porque igual que el alimento corporal, cuando halla el estómago lleno de malos humores, se corrompe y hace más daño que provecho, así también este alimento espiritual, si cae en un alma cargada de malicia y perversidad, la precipita en mayor ruina y desventura; no por culpa del alimento, sino porque nada es limpio para los impuros e infieles, aunque sea santificado por la bendición del Señor. Pues, como dice san Pablo, los que indignamente comen y beben, son reos del cuerpo y la sangre de] Señor, y comen y beben su condenación al no discernir el cuerpo de] Señor (1 Cor. 11,29). Porque esta clase de gente, que sin rastro alguno de fe y sin ningún deseo ni afecto de caridad se arroja como puercos a recibir la carne del Señor, no discierne su cuerpo. Pues al no creer que aquel cuerpo sea su vida, lo afrentan con todas las injurias que pueden, despojándolo de su dignidad. Y finalmente, al recibirlo de esta manera lo profanan y contaminan. Y en cuanto separados de sus hermanos, se atreven a mezclar el sagrado signo del cuerpo de Cristo con sus diferencias y discordias, no queda por ellos que el cuerpo de Cristo sea hecho pedazos miembro por miembro.
Por tanto, no sin causa son reos del cuerpo y la sangre de Cristo a quien tan afrentosamente han manchado con su horrible impiedad. Reciben, pues, la condenación con su indigno comer. Porque, aunque no tengan fe alguna en Jesucristo, sin embargo al recibir el sacramento protestan que en ninguna otra parte tienen la salvación sino en El, y renuncian a confiar en nadie más. Con lo cual se acusan a sí mismos, dan testimonio contra sí mismos, y firman su condenación. Además, estando divididos y separados de sus hermanos — quiero decir, de los miembros de Cristo — por su odio y malevolencia, no tienen parte alguna con Cristo, y sin embargo, atestiguan que su única salvación consiste en comunicar con Cristo y estar unidos con Él.
Por esta causa ordena san Pablo que cada uno se examine a si mismo antes de comer de este pan y beber del cáliz. Con lo cual, a mi entender, quiso decir que cada uno entre dentro de si mismo y considere si confiadamente y de corazón reconoce a Jesucristo por Redentor, y lo confiesa como tal con sus labios; y además, si aspira a imitar a Cristo en inocencia y santidad de vida; si a ejemplo de Cristo está preparado a darse a si mismo a sus hermanos, y a comunicarse a aquellos a quienes ve que Jesucristo se comunica; si como Cristo los tiene por sus miembros, igualmente él considera a todos como tales; si como a miembros suyos desea recrearles, ampararles y ayudarles. No que estos deberes de la fe y la caridad puedan ser en esta vida presente perfectos, sino que debemos esforzarnos y animarnos a desear hacerlo así, para que nuestra poca fe aumente de día en día y se fortalezca; y nuestra caridad, aún imperfecta, se confirme.

41. Para comulgar no busquemos una falsa dignidad
Comúnmente queriendo preparar a los hombres a tal dignidad cual se requiere pata recibir este sacramento, han atormentado cruelmente a las pobres conciencias; y sin embargo no les han enseñado nada de lo que era preciso.
Han dicho que comen dignamente aquellos que están en estado de gracia. Y por estado de gracia entendían estar limpios y puros de todo pecado. Con esta doctrina excluían de la participación de la Cena a todos los hombres que han vivido y viven en la tierra. Porque si se trata de hallar esta dignidad en nosotros, ¡estamos listos! No nos queda más que la desesperación y la ruina mortal. Pues por más que trabajemos y nos esforcemos, no conseguiremos otra cosa sino ser tanto más indignos, cuanto más nos hubiéremos preocupado por conseguir esta dignidad.
Para remediar este mal, han inventado un nuevo modo de adquirir dignidad; y es que examinado bien nuestra conciencia, nos purifiquemos de nuestra indignidad con la contrición, la confesión y la satisfacción. Ya hemos expuesto qué clase de purificación es ésta en su correspondiente lugar. 1
Por lo que respecta a la materia que tenemos entre manos, afirmo que estos remedios y consuelos son muy fríos y sin importancia alguna para poder consolar las conciencias turbadas, abatidas, afligidas y aterradas con el horror de su pecado. Porque si el Señor expresamente prohíbe que sea admitido a la Cena sino quien fuere justo e inocente, no se requiere poca seguridad para que la persona se asegure de que posee una justicia e inocencia tal como Dios le exige. ¿Y dónde encontrará la seguridad de que han cumplido con Dios los que han hecho lo que estaba de su mano? Y aun cuando así fuese, ¿qué hombre se atreverá a decir que ha hecho cuanto le era posible? De esta manera, sin seguridad y certeza de nuestra dignidad, siempre quedará la puerta cerrada con aquella horrible prohibición, según la cual comen y beben su condenación los que comen y beben el sacramento indignamente.

1 III, iv, 1.

42. La verdadera dignidad del cristiano es su indignidad
Ahora se puede ver fácilmente cuál es la doctrina que reina en el papado; y de quién ha salido la doctrina que con cruel austeridad priva y despoja a los pobres pecadores, que están ya como muertos, de todo el consuelo de este sacramento; aunque en él se les proponían todos los regalos del Evangelio. Ciertamente el Diablo no ha podido encontrar atajo más corto para destruir a los hombres que entontecerlos de esta manera: que no encontraran gusto ni sabor alguno en el alimento con que el Padre celestial queda mantenerlos.
A fin, pues, de no dar con nosotros en tal abismo, tengamos en la memoria que este santo banquete es medicina para los enfermos, fuerza para los pecadores, limosna para los pobres; que de nada serviría a los sanos, justos y ricos, si fuese posible hallar tales hombres. Porque si Jesucristo se nos da en alimento en este banquete, entendemos que sin él nos consumiríamos y desfalleceríamos, ni más ni menos como el hambre consume la fuerza del cuerpo. Además, al dársenos para vida, comprendemos que sin él estamos verdaderamente muertos en nosotros mismos.
Por tanto, la sola y la mejor dignidad que podemos presentar a Dios es ofrecerle nuestra pequeñez e indignidad, para que 1, movido a misericordia, nos haga dignos de sí; confundirnos a nosotros mismos para ser consolados por Él; humillarnos, para ser ensalzados por ti; acusaraos a nosotros mismos, para ser justificados en Él; morir a nosotros mismos, para ser vivificados en Él. Y además, que deseemos y procuremos tal unión, concordia y amistad, cual se nos manda en la Cena. Y así como ti nos hace a todos ser una cosa con Él, igualmente deseemos que haya en todos nosotros una misma voluntad y alma, un mismo corazón, una misma lengua.
Si pensamos y consideramos bien estas cosas, jamás, aunque nos turbasen, nos vencerían pensamientos como éstos; de qué manera, estando nosotros desprovistos y desnudos de toda clase de bienes; estando manchados y sucios con tanta inmundicia de pecados; estando medio muertos, podemos comer dignamente el cuerpo del Señor. Más bien pensaríamos que vamos como pobres al verdadero y misericordioso limosnero, enfermos al médico, pecadores al autor de la justicia, y, en fin, muertos al que vivifica. Y comprenderíamos que toda la dignidad que le pedimos consiste, primera y principalmente, en la fe, que todo lo atribuye a Cristo, y enteramente se entrega a Él, sin imputarnos a nosotros cosa alguna; y en segundo lugar, a la caridad, la cual basta incluso que la presentemos a Dios imperfecta, para que Él la mejore y perfeccione, pues no es posible ofrecérsela perfecta.
Hay algunos, que si bien están de acuerdo con nosotros en que la dignidad consiste en la fe y la caridad, han errado grandemente en la medida de tal dignidad, exigiendo tal perfección de fe, que nada se puede añadir a ella; y una caridad tal, como fue la que nos tuvo nuestro Señor Jesucristo. Mas con esto mismo apartan a los hombres, impidiéndoles llegarse a recibir la Cena, exactamente igual que los otros de quienes hemos hablado. Porque si su opinión se realizara, nadie la recibiría sino indignamente; puesto que todos, sin excepción alguna, serían culpables y convencidos de su propia imperfección. Y ciertamente ha sido una grave ignorancia, por no llamarla bestialidad, exigir tal perfección para recibir este sacramento que lo hace vano y superfluo. Porque este sacramento no ha sido instituido para los perfectos, sino para los débiles e imperfectos, a fin de despertar, estimular, incitar y ejercitar así su fe como su caridad, y corregir las faltas de ambas.

43. La celebración de la Cena. Su liturgia
En cuanto al rito y ceremonia externa, que los fieles tomen el pan con la mano, o no; que lo dividan entre sí, o que cada uno coma lo que le ha sido dado; que devuelvan la copa al ministro, o que la den al que está sentado a su lado; que el pan sea con levadura, o ácimo; que el vino sea tinto o blanco; todo esto carece en absoluto de importancia. Se trata de cosas indiferentes, que quedan al libre albedrío y discreción de la Iglesia. Aunque está fuera de toda duda que la costumbre de la Iglesia primitiva fue que todos la tomasen con la mano; y Jesucristo dijo: “Repartidlo entre vosotros” (Lc. 22, 17).
Se ve por las historias, que antes de Alejandro, obispo de Roma,1 usaban en la Cena pan con levadura, como era el que comúnmente se comía. El dicho Alejandro fue el primero que usó el pan ácimo. No veo más razón para hacerlo así, que haber querido atraerse la admiración del pueblo con el nuevo espectáculo, en vez de instruirle en la verdadera religión. Y pido a todos cuantos tienen algún sentimiento, por débil que sea, y algún afecto de caridad, si no ven con toda evidencia cuánto más claramente se muestra la gloria de Dios en esta manera de administrar los sacramentos, y cuánto mayor gusto y consuelo espiritual reciben los fieles de ella, que no de aquellas vanas y necias locuras, que no sirven para otra cosa sino para entontecer y engañar al pobre pueblo, que embelesado y boquiabierto las contempla. Ellos llaman mantener al pueblo en el temor de Dios cuando entontecido y aturdido por la superstición es llevado de acá para allá; o mejor dicho, arrastrado a donde quieran llevarlo. Si hay alguien que desee mantener estas invenciones so pretexto de antigüedad, yo no ignoro ciertamente cuán antiguo es el uso del crisma y el soplar en el Bautismo; ni tampoco cuán poco tiempo después de los apóstoles, la Cena del Señor fue manchada con invenciones humanas. Mas es tal la temeridad de los hombres, que no se puede contener para que no se atrevan a burlarse de los misterios divinos. Nosotros por el contrario, tengamos presente que Dios estima en tanto la obediencia a su Palabra, que quiere que solamente por ella juzguemos a ángeles y a todo el universo.
Dejando, pues, a un lado todo este sinfín de ceremonias y de pompas, la Santa Cena podría administrarse santamente, si con frecuencia, o al menos una vez a la semana, se propusiera a la Iglesia como sigue: Primeramente, que se comenzase con las oraciones públicas; después de lo cual se tuviese sermón, y entonces el ministro, estando el pan y el vino en la mesa, recitase la institución de la Cena, y consecuentemente, explicase las promesas que en ella nos han sido hechas; al mismo tiempo, que excomulgase a todos aquellos que por prohibición del Señor quedan excluidos de ella; y después, que se orase para que por la liberalidad que el Señor ha usado dándonos este santo mantenimiento, quiera enseñarnos e instruirnos para que lo recibamos con fe y gratitud, y que por su misericordia nos haga dignos de tal banquete, puesto que por nosotros mismos no lo somos. Entonces podrían cantarse salmos, o leerse algo de la Sagrada Escritura, mientras los fieles, en el orden conveniente, recibiesen estos santos alimentos, rompiendo los ministros el pan y distribuyéndolo y dando la copa a los comulgantes. Y acabada la Cena, se tuviese una exhortación a la verdadera fe, a una firme confesión de fe, de caridad, y a una conducta digna de un cristiano. Finalmente, que se diesen gracias y se entonasen alabanzas a Dios. Acabado todo esto, se despidiese a la congregación en paz.

1 Alejandro I (107-116).

44. Oportunidad y necesidad de recibir con frecuencia la Cena
Lo que hasta ahora hemos expuesto de este sacramento muestra suficientemente que no ha sido instituido para ser recibido una vez al año; y esto a modo de cumplimiento, como ahora se suele hacer; sino mas bien fue instituido para que los cristianos usasen con frecuencia de él, a fin de recordar a menudo la pasión de Jesucristo, con cuyo recuerdo su fe fuese mantenida y confirmada, y ellos se exhortasen a si mismos a alabar a Dios, y a engrandecer su bondad; por la cual se mantuviese entre ellos una recíproca caridad, y que diesen testimonio de ella los unos a los otros en la unidad del cuerpo de Cristo. Porque siempre que comunicamos el signo del cuerpo del Señor, nos obligamos los unos a los otros como por una cédula1 a ejercer todas las obligaciones de la caridad, para que ninguno de nosotros haga cosa alguna con que perjudique a su hermano, ni deje pasar cosa alguna con que pueda ayudarlo y socorrerlo, siempre que la necesidad lo requiera, y tenga posibilidad de hacerlo.
Refiere san Lucas en los Hechos, que la costumbre de la Iglesia apostólica era como la hemos expuesto, asegurando que los fieles “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hch. 2,42). Así se debería hacer siempre; que jamás se reuniese la congregación de la Iglesia sin la Palabra, sin limosna, sin la participación en la Cena y en la oración. Se puede también conjeturar de lo que escribió san Pablo, que éste mismo orden se observó en la iglesia de los corintios, y es evidente y manifiesto que así se mantuvo largo tiempo después.
De aquí procedieron aquellos cánones antiguos, atribuidos a Anacleto y a Calixto, en los que se manda que todos, bajo pena de excomunión, comulguen después de hacerse la consagración. Asimismo lo que se dice en los cánones llamados de los apóstoles; que todos los que no quedaren hasta el fin y no recibieren el sacramento, deben ser tenidos como perturbadores de la Iglesia.2 De acuerdo con esto se determinó en el Concilio de Antioquía que los que entran en la Iglesia, oyen el sermón y no reciben la Cena deben ser excomulgados hasta que se corrijan de este vicio. Disposición que, aunque mitigada en el primer Concilio de Toledo, fue confirmada en cuanto a la sustancia;3 en él se ordenó que quienes se supiere que no habían comunicado el sacramento después de haber oído el sermón, debían ser amonestados; y de no someterse a tal admonición, expulsados de la Iglesia.

1 Documento oficial.
2 Cánones Apostólicos, IX.
3 Primer Concilio de Antioquía (341), canon II; Concilio de Toledo (400), canon XIII.
Concilio IV de Letrán (1215), canon XXI.

45. Opinión de San Agustín y de Crisóstomo
Es fácil ver que con estos estatutos y ordenaciones de los Padres antiguos han querido mantener el uso frecuente de la Cena, cual había sido instituido por los apóstoles, porque veían que era provechoso a los fieles; sin embargo, debido a la negligencia, poco a poco cayó en desuso.
San Agustín da testimonio de lo que en su tiempo se usaba, diciendo: “E’ sacramento de unión que tenemos del cuerpo de Cristo se celebra en algunas iglesias todos los días; y unos lo toman para salvación, y otros para su condenación”. Y en la primera carta que escribió a Jenaro, dice: “Es algunas iglesias no pasa día en que no se reciba el cuerpo y la sangre del Señor; en otras no se recibe más que el sábado y domingo; y en otras, solamente el domingo.”1
Mas como el pueblo descuidaba el cumplimiento de su deber, los Padres antiguos reprendían severamente tal negligencia, dando a entender que no la aprobaban. De ello tenemos un ejemplo en san Crisóstomo, en la carta a los efesios, donde dice: “No se dijo a aquel que deshonraba el banquete, ¿por qué te has sentado?, sino, ¿por qué has entrado? Así pues, el que se halla presente y no participa del sacramento es un atrevido y un descarado. Os pregunto: si uno fuese convidado a un banquete, y se lavase y sentase y se dispusiese a comer, y después no probase nada, ¿no haría una grave injuria al banquete y a quien le ha invitado? Tú asistes aquí entre quienes con la oración se preparan a recibir el sacramento; en cuanto no te retiras confiesas que eres uno del número de ellos; pero si al final no participas con ellos; ¿no sería mejor que no te hubieras dejado ver entre ellos? Tú me dices que no eres digno; yo te respondo que tampoco eres digno de orar, puesto que la oración es una preparación para recibir este santo misterio.”2

1 Carta 54, II, 2.
2 Homilía III, 5.

46. El malhadado uso de la comunión anual
También san Agustín y san Ambrosio condenan vehementemente este vicio, que ya en su tiempo había entrado en las iglesias orientales, de que el pueblo asistiese solamente para ver celebrar la Cena, y no para comulgar. Y ciertamente, la costumbre que manda comulgar una vez al año es una invención indudable del Diablo, sea quien fuere el que introdujo su uso. Dicen que Ceferino, obispo de Roma, fue el autor de este decreto; pero yo no creo que en su tiempo fuera cual lo tenemos hoy. En cuanto a Ceferino, es posible que con este decreto no hubiese proveído mal a la Iglesia, conforme a las necesidades de su tiempo. Porque no hay duda alguna de que en aquellos tiempos la Cena se proponía a [os fieles siempre que se juntaban en asamblea, y que una buena parte de ellos comulgaba; mas como a duras penas sucedía que comulgasen todos juntos, y por otra parte era necesario que, estando mezclados con infieles e idólatras, diesen testimonio de su fe con alguna señal externa, por esta causa aquel santo varón instituyó un día por razón de orden y de buen gobierno, en el cual todo el pueblo cristiano de Roma hiciese con la participación de la Cena de Nuestro Señor profesión de su fe. Por lo demás, no por esto dejaban de comulgar muchas veces.
Mas la institución de Ceferino, que por otra parte era buena, los que después vinieron la pervirtieron grandemente, estableciendo como ley que comulgasen una vez al año1, de la cual ley se ha originado que casi todos, después de comulgar una vez al año, como si hubiesen cumplido perfectamente con su deber se echan a dormir en todo lo que queda del mismo. Ahora bien, las cosas deberían ser muy distintas. Habría que proponer la Cena del Señor a la congregación de los fieles por lo menos una vez a la semana, exponiendo las promesas que en ella nos mantienen y sustentan espiritualmente. Nadie debe ser obligado a tomarla, pero se debe exhortar a que todos lo hagan; y a los negligentes se les debería reprender y corregir. Entonces, todos a una, como hambrientos, se unirían para saciarse de este alimento.
No sin razón, pues, desde el principio me he quejado de que esta costumbre que, al señalarnos un día en el año, nos hace perezosos y nos adormece para el resto del mismo, ha sido introducida por Satanás astutamente. Es verdad que ya en tiempo de san Crisóstomo comenzó a hacerse general este abuso; pero bien se ve con qué fuerza lo reprueba. Pues se queja continuamente de que el pueblo no recibía el sacramento en todo lo restante del año, aunque estuviese dispuesto, y en cambio en Pascua lo recibía aun sin estarlo. Y contra esto alza su voz, diciendo: “¡Oh maldita costumbre! ¡Oh presunción! Es inútil que estemos todos los días ante el altar, pues no hay quien participe de lo que ofrecemos.”

1 Concilio IV de Letrán (1215), canon XXI.

47. Refutación de la comunión bajo la sola especie de pan
De la misma invención ha procedido también la otra institución que ha privado de la mitad de la Cena a la mayor parte del pueblo cristiano; a saber, el signo de la sangre; el cual, por estar reservado á no sé cuántos tonsurados y bien cebados, ha sido prohibido a los seglares y profanos. Porque ellos aplican estos títulos y nombres a la heredad del Señor. El edicto y disposición del Dios eterno es que todos beban; el hombre se atreve a anularlo y abolirlo, estableciendo una ley nueva y contraria, disponiendo que no beban todos. Y estos legisladores, para no parecer que combaten contra Dios sin razón alguna, alegan los inconvenientes que se seguirían si a todos se les diese el cáliz. Como si esto no hubiera sido previsto por la eterna sabiduría de Dios. Asimismo se imaginan sutilmente que una de las especies basta por las dos. Porque si allí, dicen, está el cuerpo, también está todo Jesucristo, que no puede ser separado de su cuerpo; el cuerpo, pues, contiene la sangre por concomitancia. He ahí el acuerdo que existe entre nuestros sentidos con Dios; tan pronto como soltamos las riendas por poco que sea, comienzan a relinchar y respingar.
El Señor, al mostrar el pan dice que es su cuerpo; y al mostrar la copa, la llama su sangre. El atrevimiento y la sabiduría humana dice y replica, al contrario, que el pan es sangre, y el vino es cuerpo; como si nuestro Señor sin causa ni razón alguna hubiese establecido diferencia entre su cuerpo y su sangre con palabras y con signos: como si alguna vez se hubiera oído llamar Dios y hombre al cuerpo de Jesucristo, o a su sangre. Ciertamente, si Él hubiera querido señalar toda su persona, lo hubiera dicho: Esto soy yo — como suele hacerlo en la Escritura —; y no: Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre. Pero queriendo ayudar la debilidad de nuestra fe, ha separado la copa del pan, para demostrar que Él solo nos basta para ser nuestro alimento y bebida. Mas al suprimir una de estas partes, no encontraremos más que la mitad de nuestro sustento.
Por tanto, aunque fuese verdad lo que ellos pretenden, que la sangre está con el pan por concomitancia, como la llaman, e igualmente el cuerpo con el cáliz; sin embargo es privar a las almas de los fieles de la confirmación de la fe que Jesucristo les ha dado como cosa necesaria.
Así que, dejando a un lado las sutilezas, tengamos siempre cuidado de que no nos priven del provecho que nos viene de las dobles arras que Jesucristo nos ha ordenado.

48. Durante siglos el privilegio del sacerdote fue el de todos los creyentes
Sé muy bien que los ministros de Satanás, según su costumbre de burlarse de la Escritura, se burlan también de esto, y sutilizan diciendo, primero, que no se debe tomar como regla general un hecho único y particular, obligando por él a la Iglesia a observarlo perpetuamente. Pero mienten al decir que se trata de un simple hecho. Porque Jesucristo no sólo dio el cáliz a los apóstoles, sino que además les ordenó que lo hicieran así. Pues estas palabras; Bebed todos de este cáliz (Mt. 26,27), encierran un mandato expreso. Y san Pablo no habló de esto meramente como de un hecho pasado, sino como de una ordenación cierta (1 Cor. 11,25).
Su segundo subterfugio es que Jesucristo admitió a la participación de la Cena solamente a sus apóstoles, a los cuales había ya ordenado y consagrado en el orden de sacrificadores, que ellos llaman al orden sacerdotal. Pero quisiera que me respondiesen a cinco preguntas, de las que de ningún modo pueden escapar sin ser fácilmente cogidos en sus mentiras y convencidos de ellas.
Primeramente les pregunto mediante qué revelación han llegado a una solución tan alejada de la Palabra de Dios. La Escritura refiere que doce personas se sentaron con Jesucristo; pero no oscurece la dignidad de Jesucristo hasta llamarlos sacrificadores. Pero de esto después hablaremos. Mas aunque El dio el sacramento entonces a los doce, les ordena que después ellos lo hagan así; a saber, que de la misma manera lo distribuyesen entre si.
La segunda pregunta es por qué en el tiempo en que más floreció la Iglesia desde los apóstoles hasta mil años después, todos sin excepción participaban del sacramento en sus dos partes. ¿Ignoraba la Iglesia primitiva a quiénes había Jesucristo admitido a la Cena? Gran desvergüenza seria andar aquí con excusas y tergiversaciones para eludir la pregunta. Las historias eclesiásticas y los libros de los Padres antiguos dan evidentísimo testimonio de esto. “Nuestro cuerpo”, dice Tertuliano, “es apacentado con el cuerpo y la sangre de Jesucristo, para que el alma sea mantenida por Dios.”1 Y san Ambrosio dice al emperador Teodosio: “¿Cómo tomarás tú con tus manos ensangrentadas el cuerpo del Señor? ¿Cómo te atreverás a beber su sangre?”2 San Jerónimo: “Los sacerdotes que consagran el pan de la Cena y distribuyen la sangre del Señor al pueblo.”3 San Crisóstomo; “Nosotros no somos como en la antigua Ley, donde el sacerdote se comía su porción, y al pueblo se le daba el resto; sino que aquí el mismo cuerpo es dado a todos; y el mismo cáliz; y todo cuanto hay en la Eucaristía es común al sacerdote y al pueblo.”4 Y en  san Agustín se encuentran a cada paso sentencias semejantes, que confirman lo mismo.

1 De la resurrección de la carne, VIII.
2 Teodoreto de Ciro, Historia Eclesiástica, lib. V, XVIII,
3 Comentario a Sofonías, III; a Malaquias, II.
4 Comentario a 2 Corintios: Homilía XVIII, 3.

49. Mas, ¿a qué extenderse tanto en probar una cosa tan evidente y
manifiesta? Léanse todos los doctores, así griegos como latinos; no hay uno solo que no hable de esto.
Esta costumbre no se perdió mientras en la Iglesia hubo una sola gota de integridad. Y aun el mismo san Gregorio, a quien con justo título podemos llamar el último obispo de Roma, muestra que esta costumbre todavía se observaba en su tiempo, cuando escribe: "Vosotros habéis aprendido cuál es la sangre del cordero, y no de oídas, sino por beberla."
E incluso cuatrocientos años después de san Gregario, cuando ya todo andaba perdido, permaneció esta costumbre. Y esto no se tenía por una mera costumbre, sino por ley inviolable. Porque aún permanecía en pie la reverencia a la institución divina; y no se dudaba de que era un sacrilegio separar las cosas que el Señor había juntado. Pues Gelasio, obispo que fue de Roma, habla de esta manera: "Hemos oído que algunos, después de tomar el cuerpo del Señor se abstienen del cáliz; los cuales, como son culpables de superstición, deben ser obligados a recibir al Señor entero, o bien que se abstengan de todo." Se consideraba también entonces las razones que aduce san Cipriano como capaces de persuadir a todo corazón cristiano. "¿Cómo", dice él, "exhortaremos al pueblo a derramar su sangre por la confesión de Cristo, si le negamos la sangre de Cristo cuando debe combatir? ¿Cómo lo haremos capaz de beber la copa del martirio, si primero no lo admitimos a beber la copa del Señor?" En cuanto a la glosa de los canonistas, que lo que dice Gelasio se entiende de los sacerdotes, es tan vana y pueril que no merece ser refutada.

50. El testimonio de las Escrituras
La tercera pregunta es por qué dice Jesucristo solamente del pan
que lo coman, y en cambio de la copa dice que todos beban de ella, como de hecho lo hicieron. Porque parece como si el Señor hubiera querido prevenir y remediar expresamente esta malicia diabólica.
La cuarta es que si nuestro Señor, como ellos pretenden, ha tenido por dignos de su Cena únicamente a los sacrificado res, ¿quién se hubiera jamás atrevido a invitar a participar de ella a los demás, después de haber sido excluidos por el Señor, sin un expreso mandato de Aquel que solo lo puede dar? Asimismo, ¿cómo se atreven ellos en nuestros días a distribuir al pueblo el signo del cuerpo de Jesucristo, si no existe mandato ni ejemplo de nuestro Señor?
La quinta pregunta es si mintió san Pablo cuando dijo a los corintios que él había aprendido del Señor lo que les había enseñando (1 Cor. 11,23). Pues él afirma después que esta enseñanza fue que todos sin diferencia alguna comunicaran de ambas partes de la Cena. Y si san Pablo aprendió del Señor que todos sin distinción fuesen admitidos, miren muy bien quienes rechazan a casi todo el pueblo de Dios, de quién lo han aprendido, pues no pueden replicar que es Dios el autor, en el cual no hay Sí y No (2 Cor. 1, 19); es decir, que no cambia, ni se contradice.
Y después de todo esto, aun encubren y defienden tales abominaciones con el título y el nombre de la Iglesia. Como si fuesen la Iglesia semejantes anticristos, que tan fácilmente ponen bajo sus pies, destruyen y corrompen la doctrina y las instituciones de Jesucristo; o como si la Iglesia apostólica en la cual floreció toda la virtud y fuerza del cristianismo, no hubiera sido Iglesia.
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO
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