CAPÍTULO IV
Parte 1 (para ir a Parte 2, oprima aquí)
CUÁN LEJOS ESTÁ DE LA PUREZA DEL EVANGELIO TODO LO QUE LOS TEÓLOGOS DE LA SORBONA DISCUTEN DEL ARREPENTIMIENTO.
SOBRE LA CONFESIÓN Y LA SATISFACCIÓN

INTRODUCCIÓN

l. Resumen de la doctrina de los teólogos escolásticos respecto al arrepentimiento. Definiciones
Paso ahora a discutir en detalle lo que enseñaron los escolásticos sobre el arrepentimiento. Trataré de ser lo más breve posible; pues mi intención no es comentarlo por extenso, no sea que este libro, en el que quiero compendiar, se alargue excesivamente. Por otra parte, ellos han escrito sobre este tema de manera tan confusa y revuelta, que no será fácil dar con la salida, una vez que nos hayamos metido en el laberinto de sus disputas.
   Ante todo al dar la definición de arrepentimiento que ellos proponen dejan ver con toda evidencia que jamás han entendido lo que es. Citan ciertos pasajes de los escritores antiguos, que no exponen en absoluto la fuerza y la naturaleza del arrepentimiento. Así, por ejemplo: Arrepentirse es llorar los pecados ya cometidos y no cometer después pecados que se deban llorar. Y también, que es gemir por los males pasados, y no cometer más males que se deban gemir. Igualmente, que es una cierta pena que duele, la cual castiga en si lo que quisiera no haber cometido. También, que es un dolor del corazón y una amargura del alma por los pecados que cada cual ha cometido o en los que ha consentido.
   Aunque concediéramos que todo esto fue bien enunciado por los antiguos - lo que no seria difícil de impugnar - sin embargo no fue dicho con ánimo de definir el arrepentimiento; únicamente dijeron estas sentencias para exhortar a sus penitentes a que no volvieran a caer de nuevo en los mismos pecados de los que habían sido librados. Pero si se quisiera convertir en definiciones todas estas sentencias, se debería citar también muchas otras que no tienen menor fuerza que las mencionadas. Así lo que dice Crisóstomo: "El arrepentimiento es una medicina que mata el pecado, es un don venido del cielo, una virtud admirable y una gracia que vence la fuerza de las leyes".
   Además, la doctrina que de la penitencia exponen después los teólogos es peor aún que estas definiciones. Porque están tan aferrados a los ejercicios corporales y exteriores, que de sus grandes tratados sobre la penitencia no se puede sacar sino que es una disciplina y una austeridad que en parte sirve para dominar la carne, y en parte para refrenar los vicios. En cuanto a la renovación interior del alma, que trae consigo la enmienda verdadera de la vida, no dicen una palabra.
   Hablan mucho de contrición y de atrición; atormentan las almas con muchos escrúpulos de conciencia, y les causan angustias y congojas; mas cuando les parece que han herido el corazón hasta el fondo, curan toda su amargura con una ligera aspersión de ceremonias.
   Después de haber definido tan sutilmente la penitencia, la dividen en tres partes: Contrición de corazón, confesión de boca, y satisfacción de obra; división que no es más atinada que su definición, bien que no han estudiado en toda su vida más que la dialéctica y el hacer silogismos.
   Mas si alguno se propusiera argüirles basándose en su misma definición - modo de argumentar muy propio de los dialécticos -, diciendo que un hombre puede llorar sus pecados pasados, y no cometer pecados que después deban llorarse; que puede gemir por los males pasados, y no cometer otros por los que deban gemir; que puede castigar aquello de que siente dolor de haberlo cometido, etc., aunque no lo confiesa con la boca, ¿cómo salvarán su división? Porque si el hombre de quien hablamos es verdaderamente penitente, aunque no lo confiese oralmente, se sigue que puede existir el arrepentimiento sin la confesión.
   Y si responden que esta división hay que referirla a la penitencia en cuanto es sacramento, o que se debe entender de toda la perfección del arrepentimiento, el cual ellos no incluyen en sus definiciones, no tienen razón para acusarme, sino que han de culparse a sí mismos, pues no han definido bien y claramente. Yo, por mi parte, según mi capacidad, cuando se disputa de algo, me atengo a la definición, que debe de ser el fundamento de toda discusión. Pero dejémosles con esta licencia que como maestros y doctores se toman, y consideremos en detalle y por orden cada uno de los elementos de esta división.
   En cuanto a que yo omito como frívolas muchas cosas que ellos tienen en gran veneración y las venden por misterios y cosas venidas del cielo, no lo hago por ignorancia u olvido - no me sería difícil considerar en detalle cuanto han disputado, a su parecer con gran sutileza -; pero sentiría escrúpulo de fatigar con tales vanidades sin provecho alguno al lector. Realmente, por las mismas cuestiones que tratan y suscitan, y en las que infelicísimamente se enredan, es bien fácil de comprender que no hacen más que charlar de cosas que no entienden e ignoran. Por ejemplo, cuando preguntan si agrada a Dios el arrepentimiento por un pecado, cuando el hombre permanece obstinado en los demás. Y si los castigos que Dios envía, valen por satisfacción. O si el arrepentimiento por los pecados mortales debe ser reiterado. En este último punto impíamente determinan que el arrepentimiento común y de cada día ha de ser por los pecados veniales. También se esfuerzan mucho, errando desatinadamente, con un dicho de san Jerónimo: "El arrepentimiento es una segunda tabla después del naufragio; una tabla en la que el hombre, perdida ya la nave, se escapa del peligro y llega al puerto". Con lo cual demuestran que jamás se han despertado de su estulticia para siquiera de lejos reconocer una sola de las innumerables faltas en que han incurrido.

2. Esta cuestión es capital: se trata de la tranquilidad de nuestra conciencia
Quisiera que los lectores se diesen cuenta de que no disputamos de una cosa de poca importancia, sino de algo de grañidísima trascendencia; a saber, de la remisión de los pecados. Ellos, al exigir tres cosas en el arrepentimiento: contrición de corazón, confesión de boca y satisfacción de obra, enseñan que todas estas cosas son necesarias para alcanzar el perdón de los pecados. Ahora bien; si algo tenemos necesidad de comprender en nuestra religión es precisamente saber muy bien de qué forma, con qué facilidad o dificultad, se alcanza la remisión de los pecados, Si no tenemos conocimiento clarísimo y cierto de este punto, la conciencia no podrá tener reposo alguno, ni paz con Dios, ni seguridad y confianza de ninguna clase, sino que perpetuamente andará turbada, se sentirá acosada, atormentada, fatigada, y temerá y evitará comparecer ante Dios.
Ahora bien, si la remisión de los pecados depende de estas circunstancias, no habrá nada más miserable ni desdichado que nosotros.

I. LA CONTRICIÓN

Los perjuicios de la contrición romana. La primera parte que ponen para alcanzar el perdón es la contrición, que debe cumplirse debidamente; es decir, justa y enteramente. Pero entretanto no determinan cuándo el hombre puede tener la seguridad de que ha cumplido con su deber por lo que hace a la contrición. Yo admito que cada uno debe con gran diligencia y fervor incitarse a llorar amargamente sus pecados, a sentir disgusto de ellos y aborrecerlos. Una tristeza de esta clase no se debe tener en poco, puesto que engendra la penitencia para conseguir la salvación. Mas cuando se pide un dolor tan intenso que corresponda a la gravedad de la culpa y que se ponga en la misma balanza que la confianza del perdón, con esto se atormenta de modo insoportable a las pobres conciencias, al ver que se les pide semejante contrición de sus pecados y que ignoran qué es lo que deben hacer para saber lo que ya han pagado y lo que les queda aún por saldar.
Si dicen que es menester hacer cuanto podamos, volvemos a lo mismo. Porque, ¿cuándo podrá uno confiar en que ha llorado sus pecados como debe? El resultado es que las conciencias, después de haber luchado largo tiempo consigo mismas, no hallando puerto donde reposar, para mitigar al menos su mal se esfuerzan en mostrar cierto dolor y en derramar algunas lágrimas para cumplir la perfecta contrición.

3. La verdadera contrición
Y si dicen que los calumnio, que muestren siquiera uno solo que con su doctrina de la contrición no se haya visto impulsado a la desesperación, o no haya presentado ante el juicio de Dios su fingido dolor como verdadera compunción. También nosotros hemos dicho que jamás se otorga la remisión de los pecados sin arrepentimiento, porque nadie puede verdadera y sinceramente implorar la misericordia de Dios, sino aquel que se siente afligido y apesadumbrado con la conciencia de sus pecados- Pero también dijimos que el arrepentimiento no es la causa de la remisión de los pecados, y con ello suprimimos la inquietud de las almas; a saber, que el arrepentimiento debe ser debidamente cumplido. Enseñamos al pecador que no tenga en cuenta ni mire a su compunción ni a sus lágrimas, sino que ponga sus ojos solamente en la misericordia de Dios. Solamente declaramos que son llamados por Cristo los que se ven trabajados y cargados, puesto que Él ha sido enviado “a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a consolar a todos los enlutados” (Is. 61,1; Lc. 4,18-19); de esta manera excluimos a los fariseos, que contentos y hartos con su propia justicia no se dan cuenta de su pobreza; y asimismo a los que no hacen caso alguno de Dios, que a su talante se burlan de su ira y no buscan remedio para su mal. Todos éstos, ni trabajan, ni están cargados, ni contritos de corazón, ni prisioneros.

Ahora bien, hay mucha diferencia entre decir que un pecador merece el perdón de sus pecados por su contrición perfecta — lo cual nadie puede conseguir —, e instruirlo en que tenga hambre y sed de la misericordia de Dios y mostrarle, por el conocimiento de su miseria, su angustia y su cautividad, dónde debe buscar su refrigerio, su reposo y libertad; en resumen, enseñarle a que con su humildad dé gloria a Dios.

II. LA CONFESIÓN AURICULAR

4. 1°. Esta confesión no es de derecho divino
En cuanto a la confesión, ha habido siempre gran disputa entre los canonistas y los teólogos escolásticos. Los teólogos sostienen que la confesión es de precepto divino; en cambio, los canonistas son de opinión contraria, y afirman que solamente ha sido ordenada por las constituciones eclesiásticas. En esta controversia se ha puesto de manifiesto la gran desvergüenza de los teólogos, que han depravado y retorcido tantos pasajes de la Escritura, cuantos son los textos que han citado para confirmación de su opinión. Y viendo que ni siquiera de esta manera podían conseguir lo que pretendían, los más sutiles de entre ellos han inventado la escapatoria de decir que la confesión es de ordenación divina, pero que luego recibió su forma del derecho positivo. De esta forma, los mas ineptos entre los canonistas tienen por costumbre atribuir la cita al derecho divino, porque está dicho: “Adán, ¿dónde estás?”; e igualmente la excepción 2, porque Adán, como excusándose responde: “La mujer que mediste...” (Gn. 3,9. 12), bien que la forma ha sido dada en ambos casos por el derecho civil.
Mas veamos con qué razones y argumentos prueban que la confesión, bien formada, bien informe, ha sido ordenada por Dios. El Señor, dicen, envió los leprosos a los sacerdotes (Mt. 8,4; Lc. 5, 14; 17, 14), ¿Y qué? ¿Por ventura los envió a que se confesasen? ¿Quién jamás oyó que los sacerdotes del Antiguo Testamento recibieran el encargo de oír confesiones?
Recurren entonces a alegorías, y afirman que la Ley de Moisés ordenó a los sacerdotes que hiciesen distinción entre lepra y lepra (Lv. 14,2-8); que el pecado es una lepra, y a los sacerdotes corresponde juzgar sobre ella. Antes de responder, quiero preguntarles: si este texto constituyera a los sacerdotes jueces de la lepra espiritual, ¿por qué se atribuyen a sí mismos el conocimiento de la lepra carnal y natural? ¿No es esto andar jugando con la Escritura? La Ley atribuye a los sacerdotes levíticos el conocimiento de la lepra; apliquémoslo a nosotros. El pecado es lepra espiritual; seamos, pues, jueces del pecado.
Ahora respondo que “cambiado el sacerdocio, necesario es también que haya cambio de la ley” (Heb. 7, 12). Todos los sacerdocios son traspasados a Cristo; en Él hallan su cumplimiento y perfección; por tanto, a El solo se le trasfiere todo derecho, toda honra y toda la dignidad del sacerdocio. Si tanto les gustan estas alegorías, que acepten a Cristo como único sacerdote y adornen su tribunal con cuantas cosas existen; no tenemos inconveniente en permitírselo. Por lo demás, su alegoría no viene al caso, puesto que mezcla una ley meramente civil con las ceremonias.
¿Por qué, pues, Cristo envía los leprosos a los sacerdotes? Para que los sacerdotes no le calumniasen de que violaba la Ley, según la cual, el que sanase de su lepra debía presentarse ante el sacerdote y ofrecer cierto sacrificio, para que quedase puro; por eso manda Cristo a los leprosos que Él había curado que cumplan lo que la Ley prescribía. Id, dice, presentaos a los sacerdotes, y ofreced la ofrenda que mandó Moisés en la ley, para que esto les sirva de testimonio. Y en verdad que este milagro les había de servir de testimonio; los habían declarado leprosos; ahora atestiguan que están sanos. ¿No se ven los sacerdotes, mal de su grado, obligados a ser testigos de los milagros de Cristo? Cristo permite que examinen su milagro; ellos no lo pueden negar; por más tergiversaciones que finjan, este hecho les sirve de testimonio. Y por eso en otro lugar dice: Este Evangelio será predicado en todo el mundo como testimonio a todas las gentes (Mt. 26, 13). Y: “Ante gobernadores y reyes seréis llevados por causa de mí, para testimonio a ellos y a los gentiles” (Mt. 10,18); es decir, para que se convenzan del todo ante el juicio de Dios.
Y si prefieren atenerse a la autoridad de Crisóstomo, él mismo enseña que Cristo hizo esto a causa de los judíos, para que no lo tuviesen por transgresor de la Ley’. Aunque, la verdad, me da vergüenza en una cosa tan clara servirme del testimonio de hombre alguno, cuando Cristo afirma que cede todo el derecho legal a los sacerdotes, como a enemigos mortales del Evangelio, que andaban siempre al acecho de todas las ocasiones posibles para difamarlo si Él no les hubiera cerrado la boca. Por tanto, si los sacerdotes papistas desean mantener tal posesión y herencia, que se declaren abiertamente compañeros de aquellos que tienen necesidad de que se les cierre la boca para que no puedan blasfemar contra Cristo. Porque lo que Él deja a los sacerdotes de la Ley, de ningún modo pertenece a los verdaderos ministros de Cristo.

5. Ninguna alegoría puede ser demostrativa
El segundo argumento lo sacan del mismo manantial, o sea, de la alegoría. ¡Como si las alegorías tuvieran fuerza alguna para probar un dogma o un punto de doctrina! Pero aun concediendo que sean suficientes, demostrará que puedo servirme de ellas con mucha mayor razón que ellos.
Dicen que el Señor mandó a sus discípulos, cuando resucitó a Lázaro, que le quitasen las ataduras y lo dejasen ir (Jn. 11,44).
En primer lugar mienten al decir esto, porque en toda la Escritura no se hace mención de que el Señor mandase tal cosa a los discípulos, y es mucho más verosímil que se lo indicase a los judíos que estaban presentes, para que no hubiese sospecha alguna de engaño, el milagro fuese más evidente, y resplandeciese mucho más claramente su poder de que sin contacto alguno y solamente en virtud de su palabra resucitaba a los muertos. Yo ciertamente lo entiendo así, que el Señor para quitar todo motivo de sospecha a los judíos, quiso que ellos mismos apartasen la piedra, sintiesen el hedor, viesen los indicios inequívocos de la muerte, contemplasen cómo Lázaro resucitaba por la sola virtud de su palabra, y que fuesen ellos los primeros que lo tocasen. Y ésta misma es la opinión de Crisóstomo’.
Pero concedámosles que dijera esto a sus discípulos. ¿Qué podrían deducir de ahí? ¿Dirán que el Señor dio autoridad a los apóstoles de soltar y de perdonar los pecados? ¡Cuánto más propiamente y más a propósito se podría decir alegóricamente que Dios quiso con esto enseñar a los fieles que soltasen a aquellos que Él resucita; quiero decir, que no traigan a la memoria los pecados que El ha olvidado y que no condenen como pecadores a aquellos a quienes El ha absuelto y justificado; que no les reprochen los pecados que El ha borrado; que no sean severos en el castigo, puesto que El es misericordioso y pronto para perdonar! Realmente, nada ha de movernos más a perdonar que el ejemplo de nuestro mismo Juez, el cual amenaza con ser severo con los que no se muestren misericordiosos. ¡Vengan pues, ahora, con sus alegorías!

6. Sentido de Mr. 3,6 y de Sant. 5,16
Un poco más de cerca combaten, al querer confirmar su opinión con autoridades de la Escritura, que les parecen evidentes: Los que acudían al bautismo de Juan, confesaban sus pecados (Mt. 3,6). Y Santiago quiere que confesemos nuestros pecados los unos a los otros (Sant. 5,16).
Nada tiene de extraño que confesasen sus pecados los que querían ser bautizados. Ya antes se habla dicho que san Juan predicó el bautismo de arrepentimiento, y que bautizó con agua para arrepentimiento. ¿A quiénes iba a bautizar sino a los que hubiesen confesado sus pecados? El bautismo es una marca y un signo de la remisión de los pecados; ¿a quiénes se iba a admitir a él sino a los pecadores que se hubiesen reconocido como tales? Confesaban, pues, sus pecados para ser bautizados.
Y Santiago no manda sin motivo que nos confesemos los unos con los otros. Mas si considerasen lo que luego sigue, verían de cuán poco sirve para su propósito lo que aquí dice Santiago. “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros”. Por tanto junta la recíproca confesión con la recíproca oración. Confesaos conmigo, y yo con vosotros; orad por mí, y yo por vosotros. Si solamente con los sacerdotes debemos confesarnos, síguese de aquí que sólo por los sacerdotes debemos orar. Más aún: se seguiría de estas palabras de Santiago, que nadie más debería confesarse que los sacerdotes. Porque queriendo que nos confesemos recíprocamente los unos con los otros, habla solamente a los que pueden oír la confesión de otros. Porque él dice recíprocamente; y no pueden confesarse recíprocamente, sino aquellos que tienen autoridad para oír confesiones. Y como ellos conceden este privilegio exclusivamente a los sacerdotes, nosotros también les dejamos el oficio y el cargo de confesarse.
Dejemos, pues, a un lado tales sutilezas y veamos cuál es la intención del apóstol, por lo demás bien clara y sencilla; a saber, que nos comuniquemos y descubramos los unos a los otros nuestras debilidades y flaquezas, para aconsejarnos recíprocamente, para compadecemos y consolarnos los unos a los otros. Y además, que conociendo las flaquezas de nuestros hermanos oremos al Señor por ellos. ¿Con qué fin, por tanto, alegan a Santiago en contra nuestra, cuando tan insistentemente pedimos la confesión de la misericordia de Dios? Pues nadie puede reconocerla sin haber confesado su propia miseria. Incluso declaramos que quien ante Dios, ante sus ángeles, ante la iglesia y ante los hombres no confesare que es pecador, está maldito y excomulgado. Porque el Señor lo encerró todo bajo pecado (Gál. 3,22), para que toda boca se cierre y todo el mundo se humille ante Dios y Él solo sea justificado y ensalzado (Rom. 3, 19).

7. La confesión ha sido libre hasta el fin del siglo XII
Me maravilla también con qué atrevimiento osan afirmar que la confesión de que ellos hablan es de derecho divino, o sea, ordenada por Dios. Nosotros admitimos ciertamente que es muy antigua; pero también podemos probar sin dificultad que antiguamente su uso fue libre. Sus mismas historias refieren que no hubo ley ni constitución alguna respecto a la confesión hasta Inocencio III. Y no hay duda de que, si hubiera existido alguna ley más antigua, la hubieran citado con preferencia al decreto lateranense, poniéndose en ridículo ante los mismos chiquillos. No han dudado en otras cosas en publicar falsos decretos haciendo creer que eran constituciones de concilios antiquísimos, para cegar a la gente sencilla con la reverencia de su antigüedad. En esta materia de la confesión no se les ha ocurrido acudir a un engaño semejante. Por eso — como se ve claramente por su propio testimonio — aún no han pasado trescientos años desde que Inocencio III impuso a la Iglesia la obligación de confesarse.
Aunque no hiciese mención del tiempo, la sola barbarie de estas palabras demuestra que la ley no merece ser guardada. Mandan estos buenos padres que cualquier persona de ambos sexos confiese todos sus pecados a su propio sacerdote por lo menos una vez cada año. De ahí se sigue que nadie que no sea hombre y mujer’, estaría obligado a confesarse; y por tanto, que el mandamiento de confesarse obliga solamente a los que son hermafroditas. Y otra necedad mayor se ve en sus discípulos, que no han sabido explicar lo que se debe entender por “el propio sacerdote”.
Por más que fanfarroneen todos los indoctos abogados del Papa, nosotros tenemos por incontrovertible que Jesucristo no ha sido autor de esta ley que obliga a los hombres a exponer sus pecados; al contrario, que pasaron más de mil doscientos años después de la resurrección de Cristo antes de que una ley semejante fuese promulgada; y que esta tiranía surgió en la Iglesia cuando en lugar de pastores reinaban máscaras, que después de haber extinguido toda sana doctrina, se tomaron la licencia de hacer cuanto se les antojase sin discreción alguna.
Además existen testimonios del todo evidentes, tanto en las historias como en otros escritores antiguos, que atestiguan que se trató de una disciplina política ordenada solamente por los obispos, y no una ley instituida por Jesucristo o por sus apóstoles. Solamente alegaré un testimonio de tantos como hay, que bastará perfectamente para probar lo que digo. Cuenta Sozomeno en el libro séptimo de su Historia Eclesiástica, que esta institución de los obispos fue muy bien observada en las iglesias occidentales, y principalmente en Roma. Con lo cual da a entender que no se trató de una constitución universal de todas las iglesias. Y luego añade que uno de los sacerdotes estaba especialmente destinado a este oficio. Con lo cual se refuta perfectamente lo que éstos han inventado, diciendo que las llaves para oír confesiones han sido indiferentemente entregadas a todos los sacerdotes. Porque no era oficio común de todos los sacerdotes, sino de uno, al cual el obispo se lo había encargado; y es el que, aún hoy en día, se llama en las iglesias catedrales Penitenciario, o sea, el censor de los pecados más graves cuando el castigo ha de servir de ejemplo a los otros. Dice asimismo que esta costumbre se guardó también en Constantinopla, hasta que cierta dama, so pretexto de confesión, pudo comprobarse que mantenía relaciones con uno de los diáconos. A causa de este inconveniente, Nectario, obispo de Constantinopla, hombre de gran santidad y erudición, suprimió la costumbre de la confesión. ¡Abran bien estos asnos las orejas! Si la confesión auricular fuera ley de Dios, ¿cómo se hubiera atrevido Nectario a quebrantarla? ¿Pueden acusar de hereje o cismático a Nectario, hombre santo, y tenido por tal por todos los antiguos? Entonces, con la misma sentencia deben condenar a la iglesia de Constantinopla, en la cual, según el testimonio de Sozomeno, llegó a prohibirse del todo la costumbre de confesarse. Y deberían también condenar a todas las iglesias orientales, las cuales menospreciaron una ley — según ellos dicen — inviolable e impuesta a todos los cristianos.

8. Testimonios de san Crisóstomo
De esta abolición hace mención evidentemente en muchos lugares san Crisóstomo, que también fue obispo de Constantinopla; por lo que resulta extraño que esta gente se atreva siquiera a rechistar. “Si quieres”, dice, “destruir tus pecados, dilos. Si sientes vergüenza de decirlos a alguna persona, dilos a diario en tu alma. No digo que los confieses a otro hombre como tú, que pueda reprochártelos; dilos a Dios, que sana los pecados. Confiesa tus pecados cuando estás en tu lecho, para que tu conciencia reconozca allí cada día tus pecados”. Y: “No es necesario confesarse ante testigos; haz el examen de tus pecados en tu corazón. Haz este examen sin testigo; que sólo Dios te vea y oiga confesados” 2, Igualmente: “Yo no te llevo delante de los hombres; no te fuerzo a que descubras tus pecados delante de ellos. Descubre y examina tu conciencia delante de Dios; muestra al Señor, que es óptimo médico, tus llagas y pídele medicina para ellas; muéstralas a Aquel que no te las echará en cara, sino que te las curará amorosamente”. Y también: “No digas tus pecados a un hombre, para que no te los reproche; porque no debes confesarte a otro hombre como tú, que te infame publicando tus faltas; muestra tus llagas al Señor, que tiene cuidado de ti, y es médico amorosísimo”. Después presenta a Dios hablando de esta manera: “Yo no te fuerzo a que vengas a una audencia pública, en la que hay muchos testigos; dime a mí solo secretamente tu pecado, para que yo sane tu herida”.
¿Diremos que san Crisóstomo al hablar de esta manera ha sida tan temerario, que pretendió librar las conciencias de los lazos de la ley? De ningún modo; simplemente no se atreve a exigir como cosa necesaria lo que no ve que esté ordenado en la Palabra de Dios.

9. 2°. La verdadera confesión que nos enseña la Escritura
Pero a fin de que todo esto sea más claro y manifiesto, enseñaremos primeramente con toda la fidelidad posible qué clase de confesión es la que se nos enseña en la Palabra de Dios. Luego mostraremos las invenciones de los papistas por lo que se refiere a la materia de la confesión; no todas, porque, ¿quién podría agotar un mar tan profundo? Solamente aquéllas en las que se contiene la suma de su doctrina.
Me resulta enojoso tener que advertir que con frecuencia tanto el traductor griego como el latino ha traducido la palabra “alabar” por “confesar”, puesto que es algo evidente para los más ignorantes; pero no hay más remedio que descubrir el atrevimiento de esta gente, que para confirmar su tiranía, aplican a la confesión lo que significa meramente una alabanza de Dios. Para probar que la confesión vale para alegrar los corazones, citan lo que se dice en el salmo: entre voces de alegría y de confesión (Sal. 42,4). Mas, si es lícito cambiar de esta manera las cosas tendremos terribles “quid pro quod”. Mas, como quiera que los papistas han perdido todo sentido del pundonor, recordemos que por justo juicio de Dios, han sido entregados a un espíritu réprobo, para que su atrevimiento sea más detestable.
Por lo demás, si nos acogemos a la estricta simplicidad de la Escritura, no tendremos por qué temer que seamos engañados con tales patrañas. Porque en la Escritura se nos propone una sola manera de confesión; a saber, que puesto que el Señor es quien perdona los’ pecados, se olvida de ellos, y los borra, se los confesemos a El para alcanzar el perdón de los mismos, Él es el médico; descubrámosle, pues, nuestras enfermedades. Él es el agraviado y el ofendido; a El, por tanto, hemos de pedir misericordia y paz. Él, quien escudriña nuestros corazones y conoce a la perfección todos nuestros pensamientos; apresurémonos, por tanto, a descubrir nuestro corazones en su presencia. Finalmente, Él es el que llama a los pecadores; no demoremos llegarnos a El. “Mi pecado”, dice David, “te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal. 32,5). Semejante es la otra confesión de David: “Ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia” (Sal. 51,1). E igual también la de Daniel: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas” (Dan. 9,5). Y otras muchas que a cada paso se ofrecen en la Escritura, con las cuales se podría llenar todo un libro. “Si confesamos”, dice san Juan, “nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar” (1 Jn. 1,9). ¿A quién nos confesaremos? Evidentemente a Él; es decir, si con un corazón afligido y humillado nos postrarnos delante de su majestad, y acusándonos y condenándonos, de corazón pedimos ser absueltos por su bondad y misericordia.

10. Habiéndose confesado a Dios, el pecador se confiesa voluntariamente con los hombres
Cualquiera que de todo corazón hiciere esta confesión delante de Dios, éste tal estará sin duda preparado para confesar cuantas veces sea menester, y anunciar entre los hombres la misericordia de Dios; y no solamente para susurrar al oído de uno solo y por una sola vez el secreto de su corazón; sino para declarar libremente y cuantas veces sea preciso, tic tal manera que todo el mundo lo oiga, su miseria y la magnificiencia de Dios y -su gloria.
De esta manera, cuando David fue reprendido por el profeta Natán, estimulado por el aguijón de su conciencia, confiesa su pecado delante de Dios y de los hombres: “Pequé contra Jehová” (2 Sm. 12,13); es decir, ya no me excuso, ni ando con tergiversaciones, para que no me tengan todos por pecador, y que no se manifieste a los hombres lo que quise que permaneciera oculto a Dios.
Así que de esta confesión secreta que se hace a Dios proviene también que el pecador confiese voluntariamente su pecado delante de los hombres; y ello cuantas veces conviene, o para la gloria de Dios, o para humillarnos. Por esta causa el Señor ordenó antiguamente al pueblo de Israel, que todos confesasen públicamente en el templo sus pecados, repitiendo las mismas palabras que el sacerdote recitaba (Lv. 16,21). Porque veía que esto sería una excelente ayuda para que cada uno se sintiese más eficazmente inducido a reconocer verdaderamente sus faltas. Y además es justo que confesando nuestra miseria ensalcemos la bondad y la misericordia de Dios entre nosotros y ante el mundo.

11. Confesión extraordinaria, pública y solemne
Aunque esta especie de confesión debe ser ordinaria en la Iglesia, es conveniente usarla aun fuera de lo ordinario, especialmente cuando todo el pueblo en general ha cometido alguna falta contra Dios. De esto tenemos un ejemplo en aquella confesión solemne que hizo todo el pueblo, por consejo y a instancias de Esdras y Nehemias (Neh. 1,7; 9, 16ss.). Porque como quiera que aquel largo destierro que habían padecido, la destrucción de la ciudad y del templo, y la desaparición del culto divino era un castigo general por haberse apartado de Dios, ellos no podían conocer, como debieran, el beneficio de haberlos libertado, si antes no confesaban sus faltas. Y poco importa que en un grupo haya a veces algunos que estén sin culpa. Cuando los miembros pertenecen a un cuerpo enfermo, no han de gloriarse de estar sanos. Más aún; es imposible que no se sientan afectados por algún contagio, de modo que no haya también en ellos algo de culpa. Por tanto, siempre que nos vemos afligidos por una peste, la guerra, el hambre, o cualquier otra calamidad, nuestro deber seria acogernos a la tristeza, al ayuno y a otras señales que den testimonio de que nos humillamos. En ese caso no se debe menospreciar la confesión, de la que depende todo lo demás.

Confesión pública ordinaria en el curso del culto. En cuanto a la confesión ordinaria, que se hace en general por todo el pueblo, además de estar aprobada por el mismo Señor, nadie que esté en su sano juicio, después de considerar su provecho y utilidad, se atreverá a menospreciarla y condenarla. Pues como en todas nuestras reuniones en el templo, nos presentamos delante de Dios y de sus ángeles, ¿cómo podremos comenzar mejor que por el reconocimiento de nuestra miseria?
Puede que alguno replique que esto se hace en todas las oraciones. Lo admito. No obstante, si consideramos cuan grande es nuestra pereza e indolencia, me concederéis que sería una santa y saludable prescripción, que el pueblo cristiano se ejercitase en la humildad con un rito solemne. Porque, aunque la ceremonia que el Señor ordenó a los israelitas fue una pedagogía de la Ley, sin embargo la sustancia de la cosa, en cierta manera nos atañe también a nosotros. De hecho, vemos que en las iglesias bien reguladas se guarda con mucho fruto la costumbre de que cada domingo el ministro pronuncie una fórmula de confesión, tanto en nombre propio, como en el del pueblo, en la cual se condena a si mismo en unión de los demás fieles y pide perdón a Dios! Finalmente, con esta llave se abre la puerta para orar tanto en general, como en particular.

12. Confesión particular a un confidente
Además de esto, la Escritura acepta otras dos clases de confesión. Una se hace por nosotros; a ello mira lo que dice Santiago: que nos confesemos el uno al otro los pecados (Sant. 5, 16). Quiere decir que, descubriéndonos mutuamente nuestras flaquezas nos ayudamos el uno al otro con el consejo y el consuelo. La otra se hace por amor al prójimo, para aplacarlo y reconciliarlo con nosotros, si en algo le hubiéramos ofendido.
Respecto a la primera clase, aunque Santiago al no señalarnos concretamente en quién debemos descargar nuestros pecados, nos deje en libertad de escoger entre los fieles al que nos parezca más idóneo para confesarnos con él, como quiera que los ministros deben ser idóneos y capaces para esto más que los demás, entre ellos principalmente debemos elegir. Y digo que los ministros son más idóneos que los otros, en cuanto que por su vocación y ministerio son constituidos por Dios como maestros nuestros, para enseñarnos cómo debemos vencer el pecado y corregirnos de él y cómo, mediante la confianza del perdón, alcanzar consuelo. Porque aunque la obligación de avisarse y corregirse recíprocamente se encomienda a todos los cristianos, principalmente se impone a los ministros. Por ello, aunque debamos consolarnos recíprocamente los unos a los otros, y confirmarnos en la confianza de la divina misericordia, sin embargo vemos que los mismos ministros son constituidos como testigos y garantes ante nuestra conciencia de la remisión de los pecados: de tal manera que se dice de ellos que perdonan los pecados y desatan las almas (Mt. 16, 19; 18,18; Jn. 20,23). Cuando oímos decir que se les atribuye este oficio, pensemos que es para provecho nuestro.
Por lo tanto, cada uno de los fieles, cuando se encuentre fatigado y con el corazón angustiado por el remordimiento de los pecados, de tal manera que no logre sosegarse ni encontrar reposo sino buscando ayuda en otra parte, no menosprecie el remedio que el Señor le ofrece; descubra en particular su corazón a su pastor, para encontrar alivio, e implore particularmente su ayuda, ya que su oficio es consolar al pueblo en público y en secreto con la doctrina del Evangelio.
Pero siempre hay que proceder con la debida mesura, de modo que cuando Dios declaradamente ordena una cosa, no se carguen las conciencias con yugo alguno. De donde se sigue que esta forma de confesión debe de ser libre, y a nadie se puede forzar a ella; solamente deben usar de la misma los que la necesitan.
En segundo lugar, los mismos que usan de ella por necesidad, no deben ser forzados por mandamiento ninguno, ni inducidos con astucia a referir sus pecados, .sino solamente recomen dárselo cuando vieren que es conveniente para alcanzar verdadero consuelo. Los pastores buenos y fieles, no solamente deben dejar a sus iglesias esta libertad, sino incluso deben mantenerla en ella y defenderla valerosamente, si quieren conservar su ministerio como deben, sin ejercer tiranía alguna, y si quieren impedir que el pueblo caiga en la superstición.

13. Confesión particular a un hermano ofendido
Viene luego la segunda especie de confesión particular, de la que habla Cristo por san Mateo; “Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mt. 5,23-24). Aquí vemos cómo se debe restablecer la caridad, que por nuestra culpa fue perturbada y rota; a saber, confesando nuestra falta y pidiendo perdón de ella.

Confesión pública del penitente. Rajo esta clase se comprende también la confesión pública de los penitentes que han cometido algún escándalo, notorio a la comunidad. Porque si nuestro Señor Jesucristo da tanto valor a la ofensa particular de un hombre, arrojando del altar a todos aquellos que de algún modo han ofendido a sus hermanos, hasta que se reconcilien con ellos y se hagan sus amigos ofreciendo la debida satisfacción, con cuánta mayor razón ha de reconciliarse con la Iglesia reconociendo su culpa, el que la ofende con algún mal ejemplo. De esta manera, el que en la iglesia de Corinto cometió un incesto, fue readmitido a la comunión de los fieles después de haberse sometido humildemente a la corrección (2 Cor. 2,6).
Esta forma de confesión se usó en la Iglesia primitiva, como lo atestigua san Cipriano, el cual hablando de los pecadores públicos, dice; “Ellos hacen penitencia durante un determinado tiempo; después vienen a confesar su pecado, y son admitidos a la comunión por la imposición de las manos del obispo y del clero.”
La Escritura ignora toda otra forma de confesión; y no nos corresponde a nosotros forzar o ligar las conciencias con nuevos lazos, puesto que Jesucristo prohibe severísimamente que se las someta a servidumbre.

Confesión preparatoria a la Santa Cena. Por lo demás, tan lejos está de mi ánimo oponerme a que las ovejas acudan a su pastor, cada vez que han de recibir la Cena, que desearía vivamente que en todas partes se observase esta costumbre. Porque los que tienen algún impedimento de conciencia podrían servirse de esta oportunidad para consolarse, y el pastor tendría ocasión de amonestar a los que lo necesitaran, con tal que se evite siempre el despotismo y la superstición.

14. La gracia del Evangelio es anunciada y confirmada por la potencia de la Palabra, a todos los que confiesan sus pecados
El poder de las llaves tiene lugar en estos tres géneros de confesión; a saber, cuando toda la comunidad pide perdón al Señor con un reconocimiento solemne de sus pecados; cuando un particular, que ha cometido públicamente una falta con la cual ha escandalizado a los demás, muestra su arrepentimiento; en fin, cuando el que por tener su conciencia per turbada, tiene necesidad de que lo consuele el ministro, y por esta razón le descubre su miseria.
En cuanto a la reparación de las ofensas y la reconciliación con el prójimo, la cuestión es distinta. Porque aunque también con esto se pretenda tranquilizar las conciencias, sin embargo el fin principal es suprimir los odios y que los ánimos se unan en paz y amistad; sin embargo, no hay que tener en poco el otro fruto, a fin de que cada uno se sienta voluntariamente inclinado a confesar su pecado. Porque cuando toda la comunidad se presenta como delante del tribunal de Dios manifestándose culpable, confesando sus propios deméritos y admitiendo que no tiene otro refugio ni ayuda que la misericordia de Dios, en este caso no es pequeño consuelo tener a mano un embajador de Jesucristo con autoridad para reconciliado y de cuya boca pueda escuchar su absolución. En esto vemos cuánto es el valor de la autoridad de las llaves, cuando esta embajada de reconciliación se hace con el concierto, orden y reverencia debidos.
Asimismo, cuando el que de algún modo se había apartado de la iglesia, es restituido a la unión fraterna, alcanzando el perdón, ¿no es un gran beneficio que pueda obtenerlo, de aquellos a quienes Jesucristo dijo: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos”? (Jn. 20,23).
Y no es menos eficaz ni menos útil la absolución particular, cuando la piden los que tienen necesidad de remedio con que ser socorridos en su miseria. Porque muchas veces sucede que un hombre, que ha oído las promesas generales de Dios, hechas a toda la Iglesia, tenga duda e inquietud de espíritu respecto a si ha conseguido el perdón de los pecados. Si éste tal va a su pastor, le descubre la llaga secreta de su corazón y oyere de su boca que las palabras del Evangelio: “Tus pecados te son perdonados” (Mt. 9,2), se le aplican a él, entonces, recobrará la confianza y adquirirá plena seguridad, desaparecerán sus duda y quedará su conciencia sosegada y libre de todo escrúpulo.
Sin embargo, siempre que se trata de la autoridad de las llaves, debemos de evitar figurarnos una especie de autoridad que hubiera sido confiada a la Iglesia y que esté separada de la predicación del Evangelio. En otro lugar se expondrá’ esto más por extenso, al tratar del régimen de la Iglesia. Entonces vetemos que cuanta autoridad dio Cristo a su Iglesia respecto a ligar y absolver, depende de la Palabra y va unida a ella. Y especialmente esta sentencia debe referirse al ministerio de las llaves, cuya total virtud y fuerza consiste en que la gracia del Evangelio sea confirmada y sellada, tanto en general como particular, por aquellos a quienes Dios ha constituido para ello; lo cual de ninguna otra manera se puede hacer, sino mediante la predicación.

15. 3°. Errores y peligros de la confesión auricular; precisiones respecto a su sentido y alcance
¿Qué hacen los teólogos papistas? Determinan que toda persona de ambos sexos, una vez que ha llegado a la edad del Uso de razón, confiese por lo menos una vez cada año todos sus pecados a su propio sacerdote; y declaran que el pecado no puede ser perdonado más que a los que tuviesen firme propósito de confesarse; y si no se cumple tal propósito cuando se presenta la oportunidad, no se puede entrar en el paraíso. Asimismo, que el sacerdote tiene la autoridad de las llaves, para con ellas ligar o absolver al pecador, por cuanto la palabra de Cristo no puede ser yana: “Todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo” (Mt. 18, 18).
Respecto a esta autoridad disputan vehementemente entre ellos. Unos dicen que no hay esencialmente más que una llave; a saber, la autoridad de ligar y de absolver; que la ciencia se requiere para el buen uso de la autoridad, pero que es algo meramente añadido y en modo alguno esencial. Otros viendo que esto era una licencia muy excesiva dijeron que habla dos llaves, una de discreción, y otra de poder’. Otros, viendo, que con esta moderación se refrenaba la temeridad de los sacerdotes, distinguieron dos llaves: autoridad de discernir, mediante la cual dan sentencias definitivas, y autoridad de poder, con la cual ejercitan las sentencias; la ciencia la añaden como un consejero.
No se atreven a interpretar simplemente que ligar y absolver sea perdonar los pecados, puesto que oyen al Señor decir por su profeta: “Yo, yo Jehová, y fuera de mí no hay quien salve; Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo” (Is. 43, 11 .25). Mas ellos dicen que al sacerdote corresponde determinar a quién los pecados le son retenidos, y a quién absueltos; y que el sacerdote hace esta declaración, o en la confesión cuando absuelve o retiene los pecados, o por sentencia, cuando excomulga o absuelve de la excomunión.
Finalmente, viendo que ni de esta manera pueden evitar que cualquiera pueda objetar que muchas veces sus sacerdotes ligan o absuelven a personas indignas, que sin embargo no son ligadas o absueltas en el cielo, responden como último refugio, que se debe tomar el don de las llaves con cierta limitación, en cuanto que Cristo prometió que la sentencia del sacerdote que fuese justamente pronunciada, conforme lo exigen los méritos del que es ligado o absuelto, será aprobada en su tribunal en el cielo. Dicen además que estas llaves han sido dadas por Cristo a todos los sacerdotes, y que les son entregadas cuando el obispo los ordena; pero que su uso pertenece solamente a aquellos que tienen oficios eclesiásticos; y que incluso los excomulgados o suspendidos conservan las llaves, mas como si estuvieran oxidadas. Y los que afirman esto pueden ser considerados como muy modestos y sobrios en comparación de los demás, que sobre un nuevo yunque se han forjado unas llaves nuevas, con las cuales dicen que es encerrado el tesoro de la Iglesia. Oportunamente trataremos este punto con más detenimiento.

16. a. La obligación de enumerar todos los pecados es imposible y cruel; deja al pecador en la duda del perdón
Responderé brevemente a todos estos puntos, omitiendo al presente con qué titulo o derecho sujetan a las almas a sus leyes; de ello trataré más adelante.
En cuanto a la ley de referir en la confesión todos los pecados, y a negar que puedan ser perdonados, si no se cumple la condición de que el pecador tenga firme propósito de confesarse, y que el que no lo tuviere o menospreciare la oportunidad de confesarse no puede tener parte en el paral so, todo esto es absolutamente inadmisible. Porque, ¿cómo piensan que se pueden contar los pecados, cuando David, que había meditado muy bien sobre la confesión de los suyos, no podía hacer otra cosa que exclamar: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (Sal. 38,4)? Evidentemente él comprendía cuán grande es el abismo de nuestras maldades, cuántas clases hay en nosotros de pecados, cuántas cabezas tiene este horrible monstruo del pecado y qué larga cola arrastra. Por eso él no se ponía a hacer el catálogo de sus pecados, sino que desde lo profundo de sus males clamaba al Señor: Estoy anegado, sepultado, hundido; las puertas del infierno me han rodeado. Que tu mano derecha me saque de este pozo en que me encuentro hundido y me libre, pues estoy para perecer. ¿Quién, pues, pensará en poder contar sus pecados, al ver que David no consigue enumerar los suyos?

17. En este infierno han sido atomentadas las almas de los que se sentían movidos por algún sentimiento de Dios.
Primeramente querían contarlos. Para conseguirlo dividían los pecados en brazos, ramas, hojas, según las divisiones de los doctores confesionistas. Después consideraban la cualidad, cantidad y circunstancias de los mismos. Al principio las cosas iban bien. Pero cuando se habían adentrado un poco, no veían más que cielo y agua; no divisaban puerto alguno donde parar; y cuanto más avanzaban, tantos mayores peligros aparecían ante sus ojos. Incluso se elevaban ante ellos olas como montañas, que les quitaban la vista; y no aparecía esperanza alguna, después de tanto sufrimiento, de poder acogerse a puerto seguro. Permanecían, pues, estancados en esta angustia, sin poder ir ni hacia atrás, ni hacia adelante; y al fin, la única salida era la desesperación.
Entonces estos crueles verdugos para mitigar los dolores de las llagas que habían ocasionado, propusieron como remedio que cada uno hiciese lo que estuviera de su parte. Pero nuevas inquietudes venían a atormentar las pobres almas, cuando se les ponían ante su consideración pensamientos como éstos: Ele usado muy mal del tiempo; no puse la diligencia que debía; omití muchas cosas por negligencia; el olvido que nace de la falta de cuidado no es excusable.
Les ofrecían también otras medicinas para mitigar sus dolores: Haz penitencia de tu negligencia; si no es excesiva, te será perdonada.
Pero todas estas cosas no podían cicatrizar la herida; y más que remedios para mitigar el mal eran venenos endulzados con miel, para que su amargura no se percibiera al principio, y penetraran hasta el fondo del corazón antes de ser sentidos. De continuo suena en sus oídos el terrible eco de esta voz: Confiesa todos tus pecados. Y este horror no se puede apaciguar más que con un consuelo cierto y seguro.
Consideren los lectores si es posible dar cuenta de cuanto hemos hecho en el año, y enumerar todas las faltas que hemos cometido cada día. La misma experiencia nos prueba que cuando por la noche reflexionamos sobre los pecados cometidos durante el día, la memoria lo confunde todo; ¡tanta es la multitud que se nos presenta! No me refiero, claro está, a esos necios hipócritas que creen haber cumplido con su deber cuando han advertido tres o cuatro faltas graves, sino a los que son verdaderos siervos de Dios, quienes después de examinarse, sintiéndose perdidos, siguen adelante y concluyen con san Juan: “si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios” (1 Jn. 3,20). Y así tiemblan ante el acatamiento de este gran Juez, cuyo conocimiento excede con mucho todo cuanto nosotros podemos percibir con nuestros sentidos.

18. En cuanto a que una buena parte del mundo se entregó a estas dulzuras en las cuales estaba mezclado un veneno tan mortífero, esto no sucedió porque los hombres pensasen que así daban gusto a Dios, o porque ellos mismos se sintiesen satisfechos y contentos. Como los marineros echan el anda en medio del mar para descansar un poco del trabajo de la navegación; o como un caminante fatigado se tiende en el camino a descansar; del mismo modo aceptaban ellos este reposo, aunque no les fuese suficiente. No me tomaré gran molestia en probar que esto es verdad. Cada cual puede ser testigo de sí mismo. Diré en resumen cuál ha sido esta ley.
En primer lugar es simplemente imposible. Por ello no puede sino condenar, confundir, arruinar y traer la desesperación a los pecadores. Además, al apartar a los pecadores del verdadero sentimiento de sus pecados los hace hipócritas e impide que se conozcan a sí mismos. Porque ocupándose totalmente en contar sus pecados, se olvidan de aquel abismo de vicios que permanece encerrado en lo profundo de su corazón; se olvidan de sus secretas iniquidades y de sus manchas interiores, con cuyo conocimiento ante todo debían llegar a ponderar su miseria. Por el contrario, la regla adecuada de confesión es reconocer y confesar que hay en nosotros tal abismo y número de pecados, que nuestro entendimiento no los puede numerar. De acuerdo con esta regla vemos que el publicano formulé su confesión: “Dios, sé propicio a mi, pecador” (Lc. 18, 13). Como si dijera: Todo cuanto soy, todo es en mí pecado; de tal manera que ni mi entendimiento ni mi lengua pueden comprender la gravedad y multitud de mis pecados; te suplico que el abismo de tu misericordia haga desaparecer el abismo de mis pecados.
Entonces, dirá alguno, ¿no es preciso confesar cada pecado en particular? ¿No hay otro modo de confesión agradable al Señor, sino la que se contiene en estas dos palabras: Soy pecador? Respondo que ante todo debemos poner toda nuestra diligencia en exponer, en cuanto nos fuere posible, todo nuestro corazón delante de Dios; y que no solamente debemos confesarnos de palabra como pecadores, sino que debemos reconocernos por tales de veras y de todo corazón; y asimismo, con todo nuestro entendimiento debemos reconocer cuán grande es la suciedad de nuestros pecados; y no solamente debemos reconocer que estamos manchados, sino también cuál y cuán grande es nuestra impureza y de cuántas deudas estamos cargados; que no solamente estamos heridos, sino cuán mortales son las heridas que hemos recibido.
Sin embargo, cuando un pecador se reconoce tal de esta manera y se confiesa delante de Dios, piensa con toda sinceridad que males mucho mayores quedan en él de los que cree, y se ocultan en él rincones mucho más recónditos de lo que parecen, y que su miseria es tan profunda, que no podría escudriñarla como es debido, ni llegar a su fondo. Y por eso exclama con David: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (Sal. 19, 12).
En cuanto a la afirmación, que no son perdonados los pecados, sino a condición de que el pecador tenga propósito deliberado de confesarse, y que la puerta del paraíso está cerrada a todos aquellos que menosprecian la oportunidad de confesarse, jamás podremos concedérselo, Porque la remisión de los pecados no es hoy distinta de lo que siempre fue. De cuantos sabemos que alcanzaron de Cristo perdón, de ninguno leemos que se confesase con ningún sacerdote. Y ciertamente que no podrán hacerlo, puesto que entonces ni había confesores, ni existía tal confesión. Y todavía muchos años después ni se hace mención de esta confesión, y sin embargo, se perdonaban los pecados sin esta condición que ellos imponen.
Mas, ¿para qué seguir disputando de esto, como si fuera dudoso, cuando la Palabra de Dios, que permanece para siempre, es evidente?: Todas las veces que el pecador se arrepienta, me olvidaré de todas sus iniquidades (Ez. 18,21). El que se atreva a añadir algo a estas palabras, éste no liga los pecados, sino la misma misericordia de Dios. Porque lo que alegan que no se puede emitir sentencia sin conocimiento de causa, y que por esto un sacerdote no debe absolver a ninguno antes de haber oído su mal, tiene bien fácil solución; a saber, que los que se han elegido jueces de sí mismos, temerariamente usurpan esta autoridad. Y es cosa que asombra ver con qué seguridad se atreven a forjar principios que ningún hombre de sano juicio les concederá. Se jactan de que a ellos les ha sido confiado el cargo de ligar y de absolver; ¡como si esto fuese una jurisdicción que se ejecuta en forma de proceso! Que esta jurisdicción que ellos pretenden fue ignorada por los apóstoles, se deduce con toda evidencia de sus escritos. Ni pertenece al sacerdote conocer ciertamente si el pecador es absuelto, sino que más bien pertenece a aquel a quien se pide la absolución, que es Dios; porque jamás el que oye la confesión puede saber si la enumeración de los pecados ha sido exacta o no. Por eso la absolución sería nula, de no limitarse a las palabras del que se confiesa. Además todo la virtud y eficacia de la absolución consisten en la fe y el arrepentimiento; y ninguna de estas des cesas puede conocerlas un hombre mortal, para pronunciar sentencia contra otro. De donde se sigue que la certidumbre de ligar y absolver no está sujeta al conocimiento de un juez terreno; porque el ministro de la Palabra, cuando ejecuta su oficio como debe, no puede absolver sino condicionalmente. Mas esta sentencia: A quienes perdonareis los pecados en la tierra, les son perdonados también en el cielo, se pronuncia en favor de los pecadores, para que no duden que la gracia que se les promete por disposición de Dios, será ratificada en el cielo.

19. Esta práctica no solamente no es de ningún provecho, sino también peligrosa
No hay, pues, por qué extrañarse de que condenemos y deseemos que sea arrojada del mundo la práctica de la confesión auricular, tan pestilencial y perjudicial n la iglesia. Y aunque fuese por su naturaleza una cosa indiferente, sin embargo, dado que no procura utilidad alguna, sino que por el contrario, es causa de tantas impiedades, sacrilegios y errores, ¿quién no afirmará que debe ser abolida en absoluto del mundo?
Evidentemente, ellos refieren ciertos beneficios que proporciona la confesión, y los propalan como algo admirable; pero, realmente o son inventados, o son sin importancia alguna. Tienen en suma veneración, por encima de todo, la vergüenza del que se confiesa, que es una grave pena, con la cual el pecador es advertido para el porvenir, y previene el castigo de Dios, castigándose a sí mismo. ¡Como si no se confundiera al hombre con suficiente bochorno al emplazarlo para comparecer ante el sumo tribunal del juicio de Dios! ¡Mucho habríamos aprovechado si por vergüenza ante un hombre dejáremos de pecar, y no sintiéramos vergüenza alguna de tener a Dios por testigo de nuestra mala conciencia! Aunque incluso esto es gran mentira. Porque es cosa corriente ver que los hombres de ninguna cosa toman mayor pretexto para su atrevimiento y licencia de pecar, que de afirmar que, como se han confesado, pueden vanagloriarse de no haber hecho cosa alguna. Y no solamente se toman mayor atrevimiento para pecar durante el año, sino que, dejando a un lado la confesión durante el mismo, jamás se preocupan de Dios, ni se llevan la mano al pecho, para reflexionar sobre sí mismos y apartarse de sus pecados; antes bien, no hacen más que amontonar pecados sobre pecados, hasta que — según piensan — Tos echen todos fuera de una vez. Y cuando así lo han hecho, les parece que se han descargado del gran peso que llevaban sobre sí, y que han privado a Dios de su derecho de juez, trasfiriéndoselo al sacerdote; les parece que han conseguido que Dios se olvide de cuanto han manifestado al sacerdote.
Además, ¿quién se alegra de que llegue el día de la confesión? ¿Quién va a confesarse con alegría de corazón, y no más bien como al que llevan a la cárcel a la fuerza? A lo sumo, los mismos sacerdotes, que se deleitan en contarse sus bellaquerías los unos a los otros, como si se tratase de cuentos muy graciosos.
No quiero manchar mucho papel refiriendo las horribles abominaciones de que está llena la confesión auricular. Solamente afirmo que si aquel santo obispo Nectario, de quien hemos hecho mención, no obré inconsideramente al quitar de su iglesia la confesión; o por mejor decir, en hacer que no se volviese a hablar de ella, y esto por un solo rumor de fornicación, nosotros nos vemos hoy en día mucho más solicitados a hacer otro tanto por los infinitos estupros, adulterios, incestos y alcahueterías que de ella proceden.

20. b. La ficción del poder de las llaves en la confesión romana
Veamos ahora qué valor tiene la autoridad de las llaves de que ellos tanto se jactan, en la cual hacen consistir toda la fuerza de su reino. Las llaves, dicen, ¿serían dadas sin finalidad ni razón alguna? ¿Se hubiera dicho sin motivo alguno: “todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo” (Mt. 18,18)? ¿Queremos, por ventura, que la Palabra de Dios esté privada de eficacia?
Respondo a todo esto, que hubo una razón muy importante para que las llaves fuesen entregadas, según ya brevemente lo he manifestado, y luego más ampliamente lo expondré al tratar de la excomunión. Pero, ¿que sucederá si de un solo golpe contesto bruscamente a todas sus preguntas, negando que sus sacerdotes sean vicarios y sucesores de los apóstoles? Mas esto se tratará en otro lugar. Ahora, en cuanto a la fortaleza que pretenden levantar se engañan, construyendo con ello una máquina que destruirá todas sus fortalezas. Porque Cristo no concedió a los apóstoles la autoridad de ligar y absolver, antes de haberles dado el Espíritu Santo. Niego, pues, que la autoridad de las llaves pertenezca a nadie antes de que haya recibido el Espíritu Santo; niego que alguien pueda usar de las llaves sin que preceda la guía y dirección del Espíritu Santo quien ha de enseñar y dictar lo que se ha de hacer, Ellos se jactan de palabra de tener al Espíritu Santo; pero lo niegan con los hechos. A no ser que sueñen que el Espíritu Santo es una cosa yana y sin importancia, como evidentemente lo sueñan; pero no se puede dar crédito a sus palabras.
Este es el engaño con el que son totalmente destruidos. Porque de cualquier lado que se gloríen de tener la llave, les preguntaremos si tienen al Espíritu Santo, el cual es quien rige y gobierna las llaves. Si responden que lo tienen, les preguntaremos además si el Espíritu Santo puede equivocarse. Esto no se atreverán a confesarlo abiertamente, aunque indirectamente lo dan a entender con su doctrina. Debemos, pues, concluir que ninguno de sus sacerdotes tiene la autoridad de las llaves, con las cuates ellos temerariamente y sin discreción alguna ligan a los que el Señor quiere que sean absueltos, y absuelven a Los que El quiere que sean ligados

21. Al verse convencidos con evidentísimas razones de que ligan y absuelven sin hacer diferencia alguna lo mismo a los dignos que a
los indignos, se atribuyen abusivamente la autoridad sin la ciencia. Y aunque no se atreven a negar que se requiere la ciencia para el uso adecuado de las llaves, sin embargo enseñan que su poder se entrega también a los que lo administran indebidamente. Mas como el poder se refiere a que: todo cuanto atareis o desatareis en la tierra, será atado o desatado en el cielo, necesariamente, o la promesa de Cristo miente, o los que tienen esta autoridad no atan y desatan como se debe. Y es inútil andar con tergiversaciones, diciendo que se limita según los méritos del que es atado o desatado.
También nosotros confesamos que no pueden ser atados ni desatados más que aquellos que son dignos de serlo. Sin embargo los enviados del Evangelio y de la Iglesia tienen la Palabra para pesar esta dignidad; con esta Palabra pueden los mensajeros del Evangelio prometer a todos la remisión de los pecados en Cristo por la fe; y pueden asimismo pronunciar sentencia de condenación contra todos y sobre todos cuantos no abrazan a Jesucristo. Con esta Palabra la Iglesia anuncia que ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los ladrones, ni los avaros e inicuos tendrán parte en el reino de los cielos (1 Cor. 6,9-10), y ata a estos tales con recios nudos. Y con la misma Palabra desata a los que, arrepentidos de sus pecados ella consuela.
Mas, ¿qué autoridad seria no saber lo que se debe atar y desatar, puesto que no se puede atar o desatar sin saberlo? ¿Por qué, entonces, dicen que absuelven en virtud de la autoridad que les es concedida, si su absolución es incierta? ¿De qué nos sirve esta autoridad imaginaria, si su uso es nulo? Y ya he probado que su uso es nulo, o que es tan incierto que debe reputarse por nulo. Si ellos, pues, admiten que la mayoría de sus sacerdotes no usan como deben de las llaves, y que el poder de las mismas sin su uso legítimo es de ningún valor, y sin eficacia ninguna, ¿quién puede hacerme creer que el que me ha absuelto es buen dispensador del poder de las llaves? Y si es malo, ¿qué posee sino esta frívola absolución: como yo no tengo el justo uso de las llaves no sé qué debo ligar en ti, ni qué absolver; mas si tú lo mereces, yo te absuelvo? Lo mismo podría hacer no solamente un seglar, sino incluso un turco o el mismo Diablo. Puesto que esto es como si dijese: Yo no dispongo de la Palabra de Dios, que es la norma segura para absolver; pero se me ha confiado la autoridad de absolverte, si así lo mereces.
Vemos, pues, cuál ha sido su intención al definir que las llaves son autoridad de discernir y poder de ejecutar; y que la ciencia interviene como un consejero, para indicarnos cómo se debe hacer uso de esta autoridad y de este poder. Evidentemente quisieron reinar sin Dios ni su Palabra, licenciosamente y a rienda suelta.

22. La eficacia del ministerio de los verdaderos pastores en cuanto a la absolución
Si alguno replica que los verdaderos ministros de Cristo no se sienten menos perplejos en el desempeño de su oficio, porque la absolución, que depende de la fe, siempre será dudosa; y asimismo que los pecadores no conseguirán ninguno o muy pequeño consuelo, de ser absueltos por aquel que, no siendo juez competente de su fe, no tiene certeza ni está seguro de que sean absueltos, la respuesta es bien fácil.
Ellos dicen que el sacerdote no perdona más pecados que los que han sido manifestados en la confesión. Según esto, el perdonar los pecados depende del examen y juicio del sacerdote, que es hombre como los demás, el cual si no advierte o considera como debe quién es digno y quién no lo es de alcanzar el perdón, todo lo que hace es de ningún valor y permanece sin eficacia alguna. En conclusión, el poder que ellos se atribuyen es una jurisdicción unida con un examen, del que hacen depender la absolución y el perdón. Ahora bien, respecto a esto, no hay nada firme, sino un profundo abismo, puesto que si la confesión no es integra, la esperanza de alcanzar el perdón de los pecados será deficiente. Por otra parte, el sacerdote no tiene más remedio que permanecer en suspenso, al no saber si el penitente ha cumplido fielmente su deber de enumerar sus faltas. Además es muy importante advertir que en la mayoría de los casos es tan grande la ignorancia de los sacerdotes, que la mayor parte de ellos son tan ineptos para desempeñar este oficio, como un zapatero para labrar la tierra; y los demás tienen motivo suficiente para dudar de sí mismos. De aquí procede la confusión y perplejidad que afirmamos que existe en la absolución de la Iglesia papista, y que ellos quieren que se funde en la persona del sacerdote; y no solamente eso, sino también en el conocimiento que él tiene, de modo que no juzga más que de las cosas que se le refieren, de las que él pregunta, o de las que se ha informado.
Si ahora preguntamos a estos buenos doctores si un pecador queda reconciliado con Dios cuando le son perdonados una parte de sus pecados, no sé qué pueden replicar a esto, sino verse forzados a confesar que mientras los pecados omitidos u olvidados no se perdonan, cuanto el sacerdote pronuncia para la absolución de los pecados que ha escuchado es inútil y no tiene eficacia alguna. Por lo que respecta al que se confiesa, se ve bien claramente en qué angustia y congoja permanece su conciencia al apoyarse en la discreción del sacerdote y no poder descansar en la Palabra de Dios.
De todos estos inconvenientes y absurdos está libre la doctrina que enseñamos. Porque la absolución es condicional; a saber, que el pecador debe confiar en que Dios le es propicio y favorable, con tal de que sinceramente y sin engaño alguno busque en el sacrificio que Jesús ofreció, la expiación de sus pecados, y admita la gracia que se le ofrece. Obrando así, el ministro que, conforme al oficio que le es encargado, declara lo que le ha sido dictado por la Palabra de Dios, no puede fallar. En cuanto al pecador, recibe una absolución cierta y evidente, al proponérsele la simple condición de abrazar y admitir la gracia de Jesucristo según la regla general de su buen Maestro, impíamente violada en el papado:
“Conforme a vuestra fe, os sea hecho” (Mt. 9,29).

23. e. No hay que confundir confesión particular y disciplina eclesiástica
He prometido tratar sobre cuán neciamente revuelven lo que enseña
la Escritura respecto a la autoridad de las llaves. El lugar más oportuno para tratar este argumento será cuando hablemos del régimen de la Iglesia. Entretanto adviertan los lectores que del todo descabelladamente se aplica a la confesión auricular y secreta lo que Cristo dice, en parte de la predicación del Evangelio, y en parte de la excomunión. Y así, cuando alegan que la autoridad de absolver ha sido dada a los apóstoles, y que la ponen por obra los sacerdotes perdonando los pecados que se les declaran, bien claro se ve que se fundan en un principio falso y sin consistencia. Porque la absolución que sirve a la fe, no es otra cosa que un testimonio tomado de las promesas gratuitas del Evangelio, para anunciar a los pecadores que Dios les perdona sus pecados. La otra absolución, que depende de la disciplina de la Iglesia, nada tiene que ver con los pecados secretos; más bien dice relación al ejemplo que se debe dar, para reparar el escándalo público.
En cuanto a los que amontonan lugares de la Escritura para probar que no basta confesar los pecados, ni a Dios solamente, ni a los seglares, si no se manifiestan al sacerdote, todo el trabajo que se toman está tan mal empleado, que deberían avergonzarse de ello.
Porque si los doctores antiguos exhortan algunas veces a los pecadores a que descarguen su conciencia, que confiesen sus faltas a sus pastores, esto no se puede entender del número de los pecados, ya que esto no estaba entonces en uso. Además, el Maestro de las Sentencias y otros han sido tan perversos, que parece que expresa y deliberadamente se han propuesto divulgar ciertos libros espurios y falsos, para engañar a la gente sencilla con el pretexto de los mismos.
Hacen muy bien en confesar que, como la absolución acompaña siempre al arrepentimiento, propiamente hablando el lazo de la condenación queda suelto cuando el pecador se siente conmovido de veras y se arrepiente sinceramente de sus pecados, aunque no los haya confesado; y que, por tanto, el sacerdote entonces más que perdonar los pecados, declara que le han sido perdonados. Aunque con la palabra declarar, indirectamente admiten e introducen un nuevo error; a saber, sustituir con una ceremonia la doctrina.
En cuanto a lo que añaden, que el que ha alcanzado ya el perdón de Dios es absuelto en presencia de la Iglesia, es hablar desatinadamente querer extender a cada uno en particular lo que ha sido ordenado solamente para la disciplina común de la Iglesia, a fin de reparar los escándalos notorios.
Mas poco después pervierten y destruyen la moderación con que procedían, al añadir otra nueva manera de perdonar pecados; a saber, la imposición de la pena y de la satisfacción. Con ello atribuyen a sus sacerdotes la autoridad de dividir lo que Dios en todas partes nos promete por entero. Porque si Dios simplemente requiere de nosotros arrepentimiento y fe, esa división que ellos establecen, es sin duda alguna un horrendo sacrilegio. Ello vale tanto como si los sacerdotes fuesen unos intermediarios entre el pueblo y Dios, y no pudiesen sufrir que Él reciba exclusivamente por su liberalidad a los pobres pecadores, sin que anteriormente comparezcan ante el tribunal de ellos y allí sean castigados.

24. Resumen de la presente refutación
El resumen de todo esto es que si quieren hacer que Dios sea el autor de esta confesión que han inventado ellos, su mentira quedará bien pronto rebatida, igual que he demostrado su falsía en los pocos textos que han citado para probar su invención. No siendo, pues, más que una disposición inventada y forjada por los hombres, afirmo que es una tiranía, y que al imponerla, se hace una grave afrenta a Dios, quien, al reservar las conciencias a su Palabra, quiere que estén libres del yugo y de la jurisdicción de los hombres.
Además, como quiera que para conseguir el perdón de los pecados ponen como obligatorio lo que Dios dejó a la libertad de cada uno, afirmo que es un sacrilegio insoportable, porque no hay cosa que más convenga a Dios ni que sea más propia de Él, que perdonar los pecados; en lo cual se apoya toda nuestra salvación.
He mostrado también que tal tiranía fue introducida en una época en la que la barbarie no podía ser mayor.
Asimismo he probado que esta Ley es una peste, puesto que si las almas se sienten movidas por el temor de Dios, las precipita en una miserable desesperación; y si se adormecen en la seguridad, halagándolas con vanas caricias las entontece aún más.
Finalmente, he expuesto que todas sus mitigaciones y endulzamientos no pretenden más que enredar, oscurecer y depravar la pura doctrina, y encubrir con falsos pretextos y colores su impiedad.

III. LA SATISFACCIÓN

25. 1º. La doctrina romana de la satisfacción se opone a la remisión gratuita de ¡os pecados
En tercer lugar ponen la satisfacción, como parte del arrepentimiento; pero todo cuanto afirman al respecto puede destruirse con una sola palabra. Dicen que no basta que el penitente se abstenga de cometer los males pasados, y que cambie de vida haciéndose mejor, si no satisface a Dios por los pecados que ha cometido. Y que hay muchos medios para alcanzar el perdón de los pecados, a saber: lágrimas, ayunos, ofrendas, limosnas, y otras obras de caridad. Con estas cosas, dicen que debemos aplacar al Señor, pagar lo que debemos a su justicia, compensar nuestras faltas, y alcanzar perdón. Porque aunque el Señor con la liberalidad de su misericordia nos haya perdonado la culpa; sin embargo Él se reserva, por la disciplina de su justicia, la pena; y que esta pena hay que redimirla con satisfacciones. El resumen de todo esto es que alcanzamos de la clemencia de Dios el perdón de nuestros pecados; pero que esto se verifica mediante el mérito de nuestras obras, compensación de nuestros pecados, para satisfacer enteramente a la divina justicia.
A estas mentiras respondo oponiendo la gratuita remisión de los pecados, tan claramente enunciada en la Escritura, que no se puede pedir más.
En primer lugar, ¿qué es la remisión de los pecados, sino un don y una merced de pura liberalidad? Porque no decimos que el acreedor perdona la deuda cuando espontáneamente declara que la deuda le ha sido abonada, sino aquel que sin recibir nada, libre y francamente rompe la obligación.
¿Por qué motivo asimismo se añade en la Escritura “gratuitamente”, sino para quitar toda idea de satisfacción? Entonces, ¿en qué se apoyan ellos para seguir defendiendo sus satisfacciones, cuando con tanta vehemencia son reprobadas? Pues, ¿qué? Cuando el Señor exclama por Isaías:
“Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Is. 43, 25), ¿no prueba claramente que la causa y el fundamento de esta remisión viene de su sola bondad?
Además de esto, ¿no atestigua toda la Escritura de Jesucristo, que en su nombre se debe alcanzar el perdón de los pecados, excluyendo así cualquier otro nombre (Rom. 5,8; Col.2, 14)? ¿Cómo, pues, enseñan que debemos alcanzarla en virtud de las satisfacciones? Y no pueden negar que atribuyen esto a las satisfacciones, aunque intervengan como socorro y ayuda. Porque al decir la Escritura: “en el nombre de Cristo”, entiende que nosotros no llevamos, ni ponemos, ni pretendemos cosa alguna de nuestra parte, sino que ponemos toda nuestra confianza en la sola dignidad de Jesucristo. Así san Pablo, al afirmar que Dios reconcilia consigo al mundo en Cristo, no imputando los pecados a los hombres, añade luego la forma: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Cor. 5, 19.21).

26. La gracia de Cristo no está encerrada en limites estrechos
Mas aquí ellos, conforme a su perversidad, replican que la remisión de los pecados y la reconciliación no tienen lugar más que una vez, al ser nosotros recibidos por el bautismo en la gracia y el favor de Dios; pero que si después del bautismo volvemos a caer, debemos levantarnos por medio de nuestra satisfacción; que la sangre de Jesucristo no nos sirve de nada, ni nos aprovecha, sino en cuanto nos es dispensada por las llaves de la Iglesia. Y no hablo de una cosa incierta y dudosa, pues ellos han puesto inequívocamente por escrito su impiedad; y no uno o dos de ellos, sino todos los doctores escolásticos. Porque el Maestro de las Sentencias, y maestro de todos ellos, después de haber confesado que Cristo, según lo dice san Pedro, ha pagado en la cruz la pena de nuestros pecados (1 Pe. 2,24), al momento corrige, introduciendo una excepción, el dicho de san Pedro, afirmando que en el bautismo nos son perdonadas todas las penas temporales de los pecados; mas que después del bautismo son disminuidas por medio de la penitencia, de manera que la cruz de Cristo y nuestra penitencia obran juntamente’.
De muy distinta manera habla san Juan: “Si alguno”, dice, “hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el Justo y ti es la propiciación por nuestros pecados”. “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre” (1 Jn. 2,1-2.12). Sin duda alguna habla El con los fieles, y al proponerles a Jesucristo como propiciación de sus pecados, demuestra que no hay otra satisfacción con la que poder aplacar a Dios una vez que lo hemos ofendido. No dice san Juan: Dios se ha reconciliado una vez con vosotros en Cristo; ahora es preciso que busquéis otros medios de reconciliaros con ti; sino que lo constituye abogado perpetuo, que por su intercesión nos restituye en la gracia y el favor del Padre. Lo pone como propiciación perpetua, mediante la cual nos son perdonados los pecados. Porque siempre será verdad lo que afirma el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1,29). El es, digo yo, el que quita los pecados del mundo y no hay otro que pueda hacerlo, puesto que Él solo es el cordero de Dios, Él solo también, el sacrificio por nuestro pecados; El solo es la expiación; Él solo la satisfacción. Porque igual que la autoridad y el derecho de perdonar los pecados propiamente compete al Padre, en cuanto es persona distinta del Hijo, igualmente Cristo es constituido en segundo lugar, porque tomando sobre si el castigo y la pena con que debíamos nosotros ser castigados, destruyó ante el juicio de Dios nuestra culpa. De donde se sigue que no hay otra manera de participar en la satisfacción de Cristo, que residiendo en Él, y atribuyéndole enteramente la gloria que arrebatan para sí mismos aquellos que pretenden aplacar a Dios con sus compensaciones.

27. Es preciso que Cristo sea plenamente glorificado
Aquí hemos de considerar dos cosas. La primera es dar a Cristo el honor que se le debe, completamente y sin disminuirlo en nada. La segunda, que las conciencias, seguras del perdón de los pecados, gocen de paz con Dios. Dice Isaías que el Padre ha puesto sobre el Hijo todas nuestras iniquidades para que El sea herido y nosotros curados (Is. 53,4-6). Y lo mismo repite san Pedro con otras palabras: “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pe. 2, 24). Y san Pablo afirma que el pecado fue condenado en la carne de Jesucristo, al ser El hecho pecado por nosotros (Rom. 8,3; Gál. 3,13); es decir, que toda la fuerza y maldición del pecado fue muerta en su carne, cuando ti fue entregado como sacrificio sobre el cual fue arrojada toda la carga y el peso de nuestros pecados, con su maldición y execración, con el juicio horrendo de Dios y la condena a muerte.
En esto que decimos no se ven las fábulas y mentiras que ellos inventan, al afirmar que después del bautismo nadie será partícipe de la virtud de la muerte de Cristo, sino en cuanto con su penitencia satisfaga por sus pecados; antes bien, cuantas veces pecáremos somos llamados a la única satisfacción de Cristo. He ahí, pues, su doctrina maldita: que la gracia de Dios obra sola cuando los pecados son por primera vez perdonados; pero que si luego volvemos a caer, actúan nuestras obras juntamente con la gracia, para que podamos conseguir el perdón de nuevo. Si fuese verdad lo que dicen, ¿cómo podrían aplicarse a Cristo los testimonios citados? ¿No hay una enorme diferencia entre afirmar que todas nuestras iniquidades han sido puestas sobre Él para que expiase por ellas, y decir que son purificadas por nuestras obras? ¿Es Cristo propiciación por nuestros pecados, o debemos aplacar a Dios con nuestras obras?

Es necesario que nuestra conciencia tenga una paz verdadera. Y si se trata de tranquilizar la conciencia, ¿qué tranquilidad le da al pobre pecador decirle que ha de redimir sus pecados con su propia satisfacción? ¿Cuándo tendría seguridad la conciencia de que ha cumplido enteramente su satisfacción? Siempre estará en la duda de si permanece en la gracia de Dios o no; siempre estará en un perpetuo y horroroso tormento. Porque los que se contentan con una ligera satisfacción, muy poco en serio y sin reverencia alguna toman el juicio de Dios, y no advierten cuán grave y enorme cosa es el pecado, como lo diremos en otro lugar Y aunque concedamos que ciertos pecados se pueden redimir con una satisfacción justa, sin embargo, ¿qué harán al verse gravados con tantos, para cuya satisfacción no bastarían ni aun cien vidas empleadas únicamente en satisfacer por ellos?
Además hay que considerar que no todos los textos en donde se habla de la remisión de los pecados se refieren a los no bautizados aún, sino también a los hijos de Dios que han sido regenerados y desde hace mucho admitidos en el seno de la Iglesia. La invitación de san Pablo: “Os rogamos en el nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor. 5,20), no va dirigida a los extraños, sino a los que desde hacía ya largo tiempo eran miembros de la Iglesia; a los cuales, prescindiendo de satisfacciones, los envía a la cruz de Cristo. Y cuando escribe a los colosenses que Jesucristo ha pacificado con su sangre las cosas que están en el cielo y las que están en la tierra (Col. 1,20), no lo limita al momento y al instante en que somos admitidos en el seno de la Iglesia, sino que lo extiende a todo el transcurso de la fe. Lo cual se verá muy claramente si consideramos el contexto, donde el Apóstol dice a los fieles que tienen redención por la sangre de Cristo (Col. 1,14); es decir, remisión de los pecados. Pero sería cosa superflua acumular tantos pasajes como se ofrecen en la Escritura a cada paso.

28. 2°. La distinción entre pecados mortales y veniales es errónea
Ellos se acogen a una yana distinción. Dicen que hay dos clases de pecados: unos veniales, y otros mortales. Añaden que por los pecados mortales hay que ofrecer una gran satisfacción; pero que los veniales se perdonan con cosas mucho más fáciles; por ejemplo, rezando el Padrenuestro, tomando agua bendita, con la absolución de la misa. ¡He aquí cómo juegan con Dios y se burlan de Él! Pero aunque siempre están hablando de pecados mortales y veniales, aún no han podido diferenciar el uno del otro, sino que convierten la impiedad y hediondez del corazón
— que es el más horrible pecado delante de Dios — en un pecado venial.
Nosotros, por el contrario, según nos lo enseña la Escritura — que es la norma del bien y del mal — afirmamos que “la paga del pecado es la muerte” (Rom. 6,23), y que el alma que pecare es digna de muerte (Ez. 18,20). Por lo demás sostenemos que los pecados de los fieles son veniales; no que no merezcan la muerte, sino porque por la misericordia de Dios no hay condenación alguna para los que están en Cristo, porque sus pecados no les son imputados, pues al ser perdonados son destruidos.
Sé muy bien cuán inicuamente calumnian nuestra doctrina, diciendo que es la paradoja de los estoicos, que hacían iguales todos los pecados. Pero serán refutados con sus mismas palabras. Yo les pregunto, si entre los pecados que ellos admiten como mortales reconocen que unos son mayores que otros, unos más enormes que otros. Luego no se sigue que todos sean iguales por el hecho de ser todos mortales. Como quiera que la Escritura determina que “la paga del pecado es la muerte”, y que si la obediencia de la Ley es el camino de la vida, su trasgresión es la muerte, no pueden escapar de esta sentencia. ¿Qué salida encontrarán para satisfacer tal multitud de pecados? Si la satisfacción de un pecado puede realizarse en un día, ¿que harán, puesto que mientras están ocupados en esta satisfacción se encenagan en muchos más pecados, ya que no pasa día en que aun los más santos no pequen alguna vez? Y cuando quisieran satisfacer por muchos habrían cometido muchos más, llegando de esta manera a un abismo sin fin. ¡Y hablo de los más justos! He aquí cómo se desvanece la esperanza de la satisfacción. ¿En qué piensan entonces, o qué esperan? ¿Cómo se atreven aún a confiar que puedan satisfacer?

29. La distinción entre la pena y la culpa es igualmente contraria a la Escritura
Es cierto que ellos se esfuerzan en desenredarse; pero jamás dan con el cabo para por el hilo sacar, según se dice, el ovillo. Establecen una distinción entre pena y culpa. Admiten que la culpa se perdona por la misericordia de Dios; pero añaden que después de perdonada la culpa queda la pena, que la justicia de Dios exige que sea pagada, y, por tanto, que la satisfacción pertenece propiamente a la remisión de la pena.
¿Qué despropósito es éste? Unas veces admiten que la remisión de la culpa es gratuita, y otras mandan que la merezcamos y alcancemos con oraciones, lágrimas y otras cosas semejantes. Pero, además, todo lo que la Escritura nos enseña respecto a la remisión de los pecados contradice directamente esta distinción. Y aunque me parece que esto lo he probado suficientemente, sin embargo añadiré algunos testimonios de la Escritura, con los cuales estas serpientes que tanto se enroscan, quedarán de tal manera que no podrán doblar ni siquiera la punta de la cola.
Dice Jeremías: Éste es el nuevo pacto que Dios ha hecho con nosotros en su Cristo: que no se acordará de nuestras iniquidades (Jer. 31,31-34). Qué haya querido decir con estas palabras nos lo declara otro profeta, por el cual el Señor nos dice: “Si el justo se apartare de su justicia... ninguna de las justicias que hizo le serán tenidas en cuenta”. Si el impío se apartare de su impiedad, yo no me acordaré de ninguna de sus impiedades (Ez. 18,24.27). Al decir Dios que no se acordará de ninguna de las justicias del justo, quiere decir indudablemente que no hará caso ninguno de ellas para remunerarlas. Y, al contrario, que no se acordará de ninguno de los pecados para castigarlos. Lo mismo se dice en otro lugar: echárselos a la espalda (Is. 38, 17); deshacerlos como una nube (Is. 44,22); arrojarlos a lo profundo del mar (Miq. 7,19); no imputarlos y tenerlos ocultos (Sal, 32, 1). Con estas expresiones el Espíritu Santo nos deja ver claramente su intención, si somos dóciles para escucharle. Evidentemente, si Dios castiga los pecados, los imputa; si los venga, se acuerda de ellos; si los emplaza para comparecer delante de su tribunal, no los encubre; si los examina, no se los echa a la espalda; si los mira, no los ha deshecho como a una nube; si los pone delante suyo, no los ha arrojado a lo profundo del mar.
Todo esto lo expone san Agustín con palabras clarísimas: “Si Dios”, dice, “cubrió los pecados, no los quiso mirar; si no los quiso mirar, no los quiso considerar; si no los quiso considerar, no los quiso castigar, no los quiso conocer, sino que los quiso perdonar. ¿Por qué, entonces, dice que los pecados están ocultos? Para que no fuesen vistos. ¿Qué quiere decir que Dios no ve los pecados, sino que no los castiga?”
Oigamos cómo habla otro profeta y con qué condiciones perdona Dios los pecados: “Si vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fuesen rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Is. 1,18). Y en Jeremías también se dice: “En aquellos días y aquel tiempo, dice Jehová, la maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán; porque perdonaré a los que yo hubiese dejado” (Jer. 50.20). ¿Queréis saber en pocas palabras lo que esto quiere decir? Considerad por el contrario lo que significan estas expresiones: El Señor ata en un saco todas mis maldades (Job 14, 17); forma un haz con ellas y las guarda (Os. 13,12); las graba con cincel de hierro, y con punta de diamante (Jer. 17.1). Ciertamente, si esto quiere decir, como no hay duda alguna de ello, que el Señor dará el castigo, del mismo modo, por el contrario, no se puede dudar que por las primeras expresiones, opuestas a éstas, el Señor promete que no castigará las faltas que ti perdonare. Y aquí he de pedir al lector que no haga caso de mis interpretaciones, sino que escuche la Palabra de Dios.

30. Sólo Cristo satisface la pena exigida por nuestros periscios
¿Qué nos habría dado Cristo, si todavía nos exigiese la pena por nuestros pecados? Porque cuando decimos que Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pe. 2, 24). no queremos decir otra cosa sino que El aceptó sobre sí toda la pena y la venganza debidas por nuestros pecados. Esto mismo más claramente aún lo da a entender Isaías al decir “el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Is. 53, 5). ¿Y qué es el castigo de nuestra paz, sino la pena debida por los pecados, que nosotros debíamos pagar antes de poder ser reconciliados con Dios, si Cristo tomando el lugar de nuestra persona no la hubiera pagado? Vemos, pues, claramente que Cristo ha padecido las penas de los pecados para eximir a los suyos de ellas, Y siempre que san Pablo hace mención de la redención de Cristo la suele llamar en griego “apolytrosis”, término que no significa sólo redención, como comúnmente se entiende, sino el mismo precio y satisfacción de la redención, que en castellano llamamos rescate. Y por ello escribe en otro lugar que el mismo Cristo se entregó como rescate por nosotros (Rom. 3,24; 1 Cor. 1,30; Ef. 1,7; Col. 1, 14; 1 Tim. 2, 6). “¿Cuál es la propiciación para con Dios”, dice san Agustín, “sino el sacrificio? ¿Y cuál es el sacrificio, sino el que por nosotras fue ofrecido en la muerte de Cristo?”
Pero sobre todo tenemos un firmísimo argumento en lo que se ordena en la Ley de Moisés en cuanto a la expiación de los pecados. Porque el Señor no nos manda allí diversas maneras de satisfacer por los pecados, sino que como única compensación nos pide los sacrificios. Y por eso enumera con toda exactitud y en perfectísimo orden todas las clases de sacrificios con que los pecados habían de ser perdonados. ¿Que quiere decir, entonces, que no mande al pecador que procure satisfacer con buenas obras por los pecados que ha cometido, y que solamente le exija la expiación por medio de los sacrificios, sino que de esta manera quiere atestiguar que únicamente hay un género de satisfacción para apaciguar su justicia? Porque los sacrificios que en aquel entonces ofrecían los israelitas no eran tenidos por obras de hombres; su valor derivaba de su verdad; quiero decir, del único sacrificio de Cristo.
Respecto a la recompensa que recibe el Señor de nosotros, admirablemente lo ha expuesto Oseas con estas palabras: “(Oh Jehová), quita toda iniquidad” (Os. 14,2). Aquí aparece la remisión de los pecados. “Y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios” (Os. 14,2); he ahí la satisfacción.
Sé muy bien que ellos recurren a otra sutileza mayor, para poder escaparse, distinguiendo entre penas temporales y pena eterna. Mas como enseñan que, excepto la muerte eterna, todos los males y adversidades que sufrimos, tanto en el cuerpo como en el alma, son pena temporal, de poco les sirve esta restricción. Porque los lugares arriba mencionados quieren decir expresamente que Dios nos recibe en su gracia y favor con la condición de que perdonándonos la culpa nos perdona también toda la pena que habíamos merecido. Y cuantas veces David y otros profetas piden perdón de los pecados, suplican a la vez que les sea perdonada la pena; e incluso me atrevo a afirmar que en su sentir, el juicio mismo de Dios les fuerza a ello. Por otra parte, cuando ellos prometen que Dios hará misericordia, expresamente y como adrede tratan siempre de las penas y del perdón de las mismas. Sin duda cuando el Señor promete por Ezequiel poner fin a la cautividad de Babilonia, en la que el pueblo estaba desterrado, y ello por amor de si mismo y no a causa de los judíos (Ez. 36,21-22.32), demuestra claramente que esto lo hace gratuitamente.
Finalmente, si por Cristo quedamos libres de la culpa, se sigue necesariamente que cesen las penas que de esta culpa procedían.

31. 3°. Nuestros sufrimientos y aflicciones no nos vienen jamás como compensación de nuestros pecados
Mas como también ellos recurren a testimonios de la Escritura, veamos cuáles son los argumentos que contra nosotros esgrimen.
David, dicen, cuando fue reprendido por el profeta Natán por su adulterio y homicidio, alcanza el perdón de su pecado; y, no obstante, es después castigado con la muerte del hijo engendrado en el adulterio (2 Sm. 12,13). También se nos enseña que redimamos mediante la satisfacción las penas y castigos que hablamos de padecer después de habernos sido perdonada la culpa. Porque Daniel exhorta a Nabucodonosor a que redima con mercedes sus pecados (Dan. 4,24-27). Y Salomón estribe que “con misericordia y verdad se corrige el pecado, y con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal” (Prov. 16,6). Y: “el amor cubrirá todas las faltas”; sentencia que también confirma san Pedro (Prov. 10,12; 1 Pe. 4,8). Y en san Lucas el Señor dice a la mujer pecadora que sus pecados le son perdonados, porque ha amado mucho (Lc. 7,47).
¡Oh cuán perversamente consideran siempre las obras de Dios! Si considerasen, como debían, que hay dos clases de juicios de Dios, hubieran advertido perfectamente en la corrección de David otra cosa muy diferente que la venganza y el castigo del pecado. Y como nos conviene sobremanera comprender el fin al que van dirigidas las correcciones y castigos que Dios nos envía, para que nos corrijamos de nuestros pecados, y cuánto difieren los castigos con que Él persigue indignado a los impíos ya los réprobos, me parece que no será superfluo tratar brevemente este punto.

Distinción entre el juicio de venganza y el juicio de corrección. Por el término “juicio” hemos de entender todo género de castigos en general. De este juicio hay que establecer dos especies: a una la llamaremos juicio de venganza; y a la otra, juicio de corrección. Con el juicio de venganza el Señor castiga a sus enemigos de tal manera que muestra su cólera hacia ellos para confundirlos, destruirlos y convertirlos en nada. Hay, pues, propiamente venganza de Dios, cuando el castigo va acompañado de su indignación.
Con el juicio de corrección no castiga hasta llegar a la cólera, ni se venga para confundir o destruir totalmente. Por lo tanto, este juicio propiamente no se debe llamar castigo ni venganza, sino corrección o admonición. El uno es propio de Juez; el otro de Padre. Porque el juez, cuando castiga a un malhechor, castiga la falta misma cometida; en cambio un padre, cuando corrige a su hijo con cierta severidad, no pretende con ello vengarse o castigarlo, sino más bien enseñarle y hacer que en lo porvenir sea más prudente.
San Crisóstomo se sirve de esta comparación. Aunque un poco en otro sentido, viene a parar a lo mismo. El hijo es azotado, se dice, igual que lo es el criado. Mas el criado es castigado como siervo, porque pecó; en cambio el hijo es castigado como libre y como hijo que necesita corrección; al hijo la corrección se le convierte en prueba y ocasión de enmienda de vida; en cambio al criado se le convierte en azotes y golpes.

32. Dios aflige a los impíos por ira; a los fieles, por amor
Para comprender fácilmente esta materia, es preciso que hagamos dos distinciones. La primera es que dondequiera que el castigo es venganza, se muestra la ira y la maldición de Dios, que Él siempre evita a sus fieles. Por el contrario, la corrección es una bendición de Dios, y testimonio de su amor, como lo enseña la Escritura.
Esta diferencia se pone de relieve a cada paso en la Palabra de Dios. Porque todas las aflicciones que experimentan los impíos en este mundo son como la puerta y entrada al infierno, desde donde pueden contemplar como de lejos su eterna condenación. Y tan lejos están de enmendarse con ello o sacar algún provecho de ello, que más bien esto les sirve a modo de ensayo de aquella horrible pena del infierno que les está preparada y en la que finalmente terminarán.
Por el contrario, el Señor castiga a los suyos, pero no los entrega a la muerte. Por esto al verse afligidos con el azote de Dios reconocen que esto les sirve de grandísimo bien para su mayor provecho (Job 5,17 y ss.; Prov. 3,11-12; Heb. 12,5-11; Sal. 118,18; 119,71). Lo mismo que leemos en las vidas de los santos que siempre han sufrido tales castigos pacientemente y con ánimo sereno, también vemos que han sentido gran horror de las clases de castigos de que hemos hablado, en los que Dios da muestra de su enojo. “Castígame, oh Jehová”, dice Jeremías, “mas con juicio (para enmendarme); no con tu furor, para que no me aniquiles; derrama tu enojo sobre los pueblos que no te conocen y sobre las naciones que no invocan tu nombre” (Jer. 10,24-25). Y David: “Jehová, no me reprendas en tu enojo, ni me castigues con tu ira” (Sal.6, 1).
Ni se opone a esto lo que algunas veces se dice: que el Señor se enoja con sus santos cuando los castiga por sus pecados. Como en Isaías se lee: “Cantaré a ti, oh Jehová, pues aunque te enojaste contra mi, tu indignación se apartó y me has consolado” (Is. 12,1). Y Habacuc: “En la ira acuérdate de la misericordia” (Hab. 3,2). Y Miqueas: “La ira de Jehová soportaré, porque pequé contra él” (Miq. 7,9). Con lo cual amonesta que los que justamente son castigados, no solamente no aprovechan nada murmurando, sino también que los fieles encuentran ocasión de mitigar su dolor reflexionando sobre la intención de Dios. Porque por la misma razón se dice que profana su heredad, la cual, según sabemos, nunca profanará. Esto, pues, no debe atribuirse al propósito ni a la voluntad que Dios tiene al castigar a los suyos, sino al vehemente dolor que experimentan todos aquellos a quienes Él ha mostrado algo de su rigor o severidad.
Y a veces no solamente estimula Dios a sus fieles con una mediana austeridad, sino que incluso llega a herirlos de tal manera que a ellos mismos les parece que no se hallan muy lejos de la condenación del infierno. Porque les deja ver que han merecido su ira; lo cual es muy conveniente para que sientan disgusto y descontento de sus males, y se sientan movidos a poner mayor cuidado en aplacar a Dios y con gran solicitud se apresuren a pedir misericordia y perdón; con todo lo cual, sin embargo, les da un testimonio evidente de su clemencia, y no de su ira. Porque el pacto que ha establecido con nuestro verdadero Salomón, Cristo Jesús, y con sus miembros, permanece inconmovible conforme a su promesa de que su verdad no fallará jamás. “Si dejaren”, dicen, “sus hijos (de David) mi ley, y no anduvieren en mis juicios; si profanaren mis estatutos y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión y con azotes sus iniquidades, mas no quitaré de él mi misericordia” (Sal. 89,30-33). Y para darnos mayor seguridad de su misericordia dice que las varas con las que nos castigará serán varas de varones, y que los azotes serán & hijos de hombres (2 Sm.7, 14); queriéndonos dar a entender con estos pormenores su moderación y suavidad; si bien al mismo tiempo nos advierte de que quienes tienen a Dios por enemigo y ven que su omnipotencia los persigue, no pueden evitar en modo alguno sentirse presa de un mortal y terrible honor.
La gran benignidad que usa al castigar a su pueblo, la demuestra igualmente por su profeta: He aquí te he purificado y no como plata, porque todo tú serías consumido (Is. 48, 9-10). Aunque muestra que los castigos que envía a sus fieles son para purificarlos de sus vicios, con todo añade que los templa y modera de tal manera que no se sientan más oprimidos por ellos de lo que conviene.
Esto ciertamente es muy necesario. Porque cuanto más teme uno al Señor, más le honra y se aplica a servirle, y tanto más costoso se le hace soportar su enojo. Porque aunque los réprobos gimen cuando Dios los castiga, sin embargo, como no consideran la causa, sino que vuelven la espalda a sus pecados y al juicio de Dios, no hacen más que endurecerse; o bien, porque braman y se revuelven, y hasta se amotinan contra su Juez, este desatinado furor los entontece más y los lleva a mayores desatinos. En cambio los fieles, al sentirse amonestados con el castigo de Dios, al momento se ponen a considerar sus pecados, y fuera de si por el temor, humildemente suplican al Señor que se los perdone. Si el Señor no mitigase estos dolores con que las pobres almas son atormentadas, cien veces desmayarían, aun cuando el Señor no diese más que un pequeño signo de su ira.

33. Los castigos de los impíos son una condenación; las correcciones de los fieles, un remedio para el futuro
La otra distinción es que cuando los réprobos son azotados con los castigos de Dios, ya entonces en cierta manera comienzan a sufrir las penas de su juicio; y aunque no escaparán sin castigo por no haber tenido en cuenta los avisos de la ira de Dios, sin embargo no son castigados para que se enmienden, sino únicamente para que comprendan que tienen, para mal suyo, a Dios por Juez, quien no les dejará escapar sin el castigo que merecen.
En cambio, los hijos de Dios son castigados, no para satisfacer a la ira de Dios o para pagar lo que deben, sino para que se enmienden y adopten una manera mejor de vida. Por eso vemos que tales castigos más se refieren al futuro que al pasado.
Prefiero exponer esto con las palabras de san Crisóstomo: “El Señor”, dice él, “nos castiga por nuestras faltas, no para obtener alguna recompensa de nuestros pecados, sino para corregimos en lo porvenir”.’
De la misma manera san Agustín: “Lo que tú sufres, y por lo que gimes, te es medicina, no pena; castigo y no condenación. No rechaces el azote, si no quieres ser arrojado de la herencia”. Y: “Toda esta miseria del género humano bajo la cual el mundo gime, comprended, hermanos, que es un dolor medicinal, y no una sentencia penal”.
He querido citar estos textos, para que nadie piense que esta manera de hablar que yo he empleado es nueva y desusada. A esto mismo tienden los lamentos llenos de indignación con que Dios acusa innumerables veces a su pueblo de ingratitud por haber menospreciado insistentemente todos los castigos que El le había enviado. Dice por Isaías: “¿Por qué querréis ser castigados aún? Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana” (Is. 1,5.6). Mas como los profetas están llenos de sentencias semejantes, bastará haber demostrado brevemente que Dios no castiga a su Iglesia con otra finalidad que la de que se enmiende, al verse humillada.
Por tanto, cuando Dios quitó el reino a Saúl lo castigó para vengarse; mas cuando privé a David de su hijo, lo corregía para que se enmendase (1 Sm. 15,23; 2 Sm. 12, 15-18). Así debe entenderse lo que dice san Pablo:
“somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Cor. 11,32). Quiere decir, que las aflicciones que el Padre celestial envía sobre nosotros, sus hijos, no son un castigo para confundirnos, sino una corrección con que ser instruidos.
También san Agustín está con nosotros de acuerdo referente a esto. Según él, debemos considerar diversamente las penas y castigos con que el Señor aflige a los buenos y a los malos. Para los santos son ejercicios después de haber alcanzado la gracia; en cambio para los réprobos son castigo de su maldad sin alcanzar perdón alguno. Y refiere el ejemplo de David y otras almas piadosas, añadiendo que Dios, con los castigos que les imponía no pretendía sino ejercitarlos en la humildad.
En cuanto a lo que dice Isaías, que la iniquidad le era perdonada al pueblo judío porque había recibido de la mano de Dios un castigo completo (Is. 40,2), no hay que deducir de ello que el perdón de los pecados depende de los castigos recibidos. Más bien esto es como si Dios dijese: Os he castigado de tal manera que vuestro corazón se encuentra totalmente oprimido por la angustia y la tristeza; ya es hora, pues, de que al recibir el mensaje de mi plena misericordia, vuestro corazón se inunde de alegría, al tenerme a mí por Padre. De hecho, en este pasaje de Isaías, Dios se reviste de la persona de un padre que, obligado a mostrarse severo con su hijo, se duele de haber sido tan riguroso, aunque haya sido con entera justicia.

34. El fiel sabe que Dios le reprende siempre como un padre
Es preciso que los fieles echen mano de tales consideraciones en medio de la amargura de sus aflicciones. “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”, en la cual su nombre ha sido invocado (1 Pe. 4,17; Jer. 25,29). ¿Qué harían los hijos de Dios, si creyesen que la severidad con que son tratados es una venganza de Dios? Porque quien al sentirse herido considera a Dios como a Juez que lo castiga, no puede imaginarlo sino airado y como enemigo suyo; no puede por menos que detestar el azote de Dios como maldición y condenación. Finalmente, el que piense que la voluntad de Dios respecto a él es seguir afligiéndolo, jamás podrá convencerse de que Dios lo ama.
Por el contrario, el que comprende que Dios se enoja contra sus vicios y que es propicio y misericordioso con él, saca provecho de los castigos de Dios. De otra manera sucedería aquello de que se queja el Profeta por haberlo experimentado: “Sobre mi han pasado tus iras, y me oprimen tus terrores” (Sal.88, 16). E igualmente lo que afirma Moisés: “Porque con tu furor somos consumidos, y con tu ira somos turbados. Pusiste nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz de tu rostro. Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; acabamos nuestros años como un pensamiento” (Sal.90,7-9). Por el contrario, David, hablando de los castigos paternos, para mostrar que los fieles más bien son ayudados con ellos que oprimidos, dice: “Bienaventurado el hombre a quien tú, Jah, corriges, y en tu ley lo instruyes, para hacerle descansar en los días de aflicción, en tanto que para el impío se cava el hoyo” (Sal. 94, 12-13). Evidentemente es una tentación muy dura el que Dios perdone a los incrédulos y disimule sus abominaciones, y se muestre más severo con sus fieles. Y por eso, para consolarlos, añade el aviso y la instrucción de la Ley, de la cual han de aprender que Dios, cuando los hace volver al buen camino se preocupa de su salvación, y que entretanto los impíos se precipitan en sus errores para dar consigo en el abismo de la perdición.
Y no importa que la pena sea temporal o eterna. Porque las guerras, hambres, pestes y enfermedades son maldiciones de Dios, igual que el juicio mismo de la muerte eterna, cuando el Señor las envía para que sean instrumentos de la ira y la venganza divinas contra los impíos.

35. Los ejemplos de la Escritura
Todos pueden ahora comprender, si no me engaño, a qué un tiende la corrección de Dios a David; a saber, para que le enseñase hasta qué punto desagrada a Dios el homicidio y el adulterio, contra los cuales Él deja ver tanta animosidad, para que el mismo David quedase advertido y no se atreviese en adelante a cometerlos de nuevo; no para servir de castigo a causa del cual ofreciese a Dios alguna recompensa.
Lo mismo hay que pensar de la otra corrección por la cual el Señor aflige a su pueblo con una grandísima peste por la desobediencia en que David había caído al disponer que el pueblo fuese empadronado (2 Sm. 24,15). Porque el Señor gratuitamente perdonó a David la culpa de su pecado; mas como convenía, tanto para dar ejemplo a los que habían de venir, como para humillación de David, que tal maldad no quedase sin castigo, el Señor lo castigó severísimamente con aquel azote.
A este mismo fin tiende también la maldición general del género humano. Pues cuando después de haber alcanzado misericordia, aun entonces todos padecemos las miserias impuestas a nuestro padre Adán por su trasgresión, con tales pruebas el Señor nos advierte cuánto le disgusta la transgresión de su Ley, para que humillándonos con el conocimiento de nuestra miseria, anhelemos con mayor intensidad la verdadera bienaventuranza.
Sería muy necio quien pensase que las calamidades de la vida presente nos son impuestas para servir de recompensa de nuestras faltas. Es lo que a mi entender quiere decir Crisóstomo, al escribir como sigue; “Si Dios nos castiga por esta causa: para llamarnos a arrepentimiento y que no perseveremos en el mal, habiéndonos ya arrepentido, la pena sería superflua”. Por eso, conforme al conocimiento que Díos tiene de lo que más le conviene a cada uno, así trata a unos con mayor rigor, y a otros con mayor dulzura. Y así, queriendo demostrar que no es excesivo en sus castigos, reprocha a su pueblo obstinado que, después de haber sido afligido, sin embargo no cesa de obrar mal (Jer. 5,3). En el mismo sentido se queja de que Efraín es como una torta quemada de un lado y cruda por el otro (Os. 7,8); a saber, en cuanto que el castigo que se le había impuesto, no le había entrado hasta dentro del corazón, para que estando bien cocidos sus vicios, se hiciese capaz de alcanzar el perdón. Evidentemente Dios, al hablar de esta manera, muestra que se aplacará tan pronto como el pecador se convierta a Él; y si se muestra riguroso en el castigo de nuestras faltas, esto lo hace a la fuerza, por nuestra contumacia, pues los pecadores podrían evitar su enojo corrigiéndose voluntariamente. Mas como en general nuestra obstinación es tal que es preciso usar del castigo, ha determinado nuestro buen Padre probarnos a todos sin excepción alguna con pruebas comunes.
Es extraño cómo hacen tanto hincapié en el ejemplo de David, y no se preocupan de tantos como hay en los que podrían contemplar perfectamente la remisión gratuita de los pecados. Leemos que el publicano descendió del templo justificado (Lc. 18,14); ninguna mención se hace de la pena. San Pedro alcanzó el perdón de sus pecados (Lc. 22,61; Jn. 21, 15 y ss,); “leemos sus lágrimas”, dice san Ambrosio, “su satisfacción no la leemos”. Al paralítico le fue dicho: “tus pecados te son perdonados” (Mt. 9,2); no se le impone pena alguna. Todas las absoluciones que se refieren en la Escritura, se nos presentan como gratuitas. De esta abundancia de ejemplos debe deducirse la norma, y no del único ejemplo de David, que contiene en si no sé qué de especial.

36. Nuestra justicia, nuestra misericordia, nuestro amor, no pueden servir jamás para rescatar nuestras fallas ante Dios
Daniel en la exhortación al rey Nabucodonosor a que redimiese sus pecados con justicias, y sus iniquidades haciendo bien a los pobres (Dan. 4,24-27), no quiso decir que la justicia y la misericordia son la propiciación de Dios y la redención de la pena, puesto que jamás ha habido más rescate que la sangre de Cristo. Más bien, al hablar de redimir, Daniel lo refiere a los hombres más que a Dios, como si dijese:
Oh rey, tú has ejercido un dominio violento e injusto; oprimiste a los débiles, despojaste a los pobres, trataste dura e inicuamente a tu pueblo; por las injustas exacciones, las violencias y opresiones con que los has tratado, muéstrales ahora misericordia y justicia.
Igualmente al decir Salomón que “el amor cubrirá todas las faltas” (Prov. 10,12), no lo entiende respecto a Dios, sino en relación a los hombres. Porque la sentencia completa, según él la pone, dice así: “El odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas”. En ella Salomón, según su costumbre, por oposición de contrarios coteja los males que nacen del odio con los frutos de la caridad; y el sentido es: los que se aborrecen entre si, se muerden los unos a los otros, se critican e injurian, y en todo ven vicios y motivo de reproches; en cambio, los que se aman entre sí, todo lo disimulan, lo pasan todo por alto, y se perdonan los unos a los otros; no que el uno apruebe los defectos del otro, sino que ¡os toleran, y ponen remedio a ellos con sus consejos, en vez de reprenderlos e irritarlos más. Y no hay duda de que san Pedro ha aducido este pasaje de los Proverbios en este sentido, so pena de imputarle que ha pervertido el sentido de la Escritura (1 Pe. 4,8).
Cuando Salomón dice que “con misericordia y verdad se corrige el pecado” (Prov. 16,6), no quiere decir que estas cosas sean recompensa de los pecados ante la majestad divina, de tal manera que, aplacado Dios con esta satisfacción, perdone la pena con que debía castigarnos; sencillamente prueba, según la costumbre corriente de la Escritura, que todos aquellos que dejaren su mala vida y se convirtieren a Él mediante la santidad y las buenas obras, encontrarán a Dios propicio para con ellos; como si dijera que la ira de Dios cesa y su justicia se da por satisfecha cuando dejamos de obrar mal. Pero él no enseña la causa de por qué Dios nos perdona nuestros pecados; antes bien se limita a describir la manera de convertirnos a El debidamente. Del mismo modo que los profetas a cada paso declaran que en vano los hipócritas presentan ante los ojos de Dios sus imaginaciones y falsos ritos y ceremonias, en lugar del arrepentimiento, porque a Él no le agradan más que la integridad, la rectitud y las obligaciones de la caridad.
También el autor de la Epístola a los Hebreos nos pone sobre aviso respecto a este punto, recomendando la beneficencia y los sentimientos de humanidad, pues “de tales sacrificios se agrada el Señor” (Heb. 13,16). Y nuestro Señor, cuando se burla de los fariseos porque se preocupan únicamente de limpiar los platos y menosprecian la limpieza del corazón, y les manda que den limosna, para que todo esté limpio, lo de fuera y lo de dentro (Mt. 23,25; Lc. 11,39-41), no los exhorta con esto a satisfacer por sus pecados; solamente les enseña cuál es la limpieza que agrada a Dios. De esta expresión ya se ha tratado en otro lugar.

37. El ejemplo de la mujer pecadora
Por lo que hace al texto de san Lucas, nadie que con sentido común haya leído la parábola que allí propone el Señor, disputará con nosotros. El fariseo pensaba para sus adentros que el Señor no conocía a aquella mujer pecadora, puesto que la admitía en su presencia con tanta facilidad. Pensaba él que, de haberla conocido como realmente era, no le hubiera permitido que se le acercara. Y de esto deducía que no era profeta, puesto que podía ser engañado de esta manera. El Señor, para probar que ya no era pecadora después de habérsele perdonado sus pecados,
propuso esta parábola: “Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar perdoné a ambos. Dime, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquél a quien perdoné más. Y él le dijo: rectamente has juzgado”. Y luego concluye: “Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amé mucho”. Con estas palabras, como claramente se ve, Cristo no propone el amor de esta mujer como la causa de la remisión de sus pecados, sino únicamente como la prueba de ello. Porque las toma de la comparación del deudor a quien le habían sido perdonados los quinientos denarios, al cual no dijo que le habían sido perdonados porque había amado mucho, sino que tal deudor debía amar mucho, porque se le había perdonado tal cantidad de dinero. Y hay que aplicar tales palabras a la comparación de esta manera: Tú tienes a esta mujer por pecadora; sin embargo, debías haber comprendido que no lo es, puesto que se le han perdonado sus pecados El amor que ella manifiesta debía servirte de prueba de la remisión de sus pecados, pues con su amor da gracias por el beneficio que recibió. Este argumento se llama “a posteriori”; con él probamos una cosa por las notas y señales que de ella se siguen. Finalmente, el Señor abiertamente manifiesta por qué medio la pecadora alcanzó el perdón de sus pecados: “Tu fe”, dice, “te ha salvado, ve en paz”. Por la fe, pues, alcanzamos la remisión de los pecados; por el amor damos gracias y reconocemos la liberalidad del Señor.
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