CAPITULO XVIII

ES UN ERROR CONCLUIR QUE
SOMOS JUSTIFICADOS FOR LAS OBRAS PORQUE DIOS
LES PROMETA UN SALARIO

1. 8°. a. Cómo Dios da a cada uno según sus obras
Pasemos ahora a exponer los pasajes que afirman que Dios dará a cada uno conforme a sus obras (Mt. 16,27), como son los siguientes: Cada uno recibirá según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o malo (2 Cor. 5,10). “Vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo” (Rom. 2,7.9). “Los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida” (Jn. 5,29). “Venid, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre, y me disteis de corner; tuve sed, y no me disteis de beber” (Mt.25,34—35).
Añadamos a éstos los pasajes en que la vida eterna es llamada salario de las obras. Así cuando se dice: “le será pagado (al hombre) según la obra de sus manos”; y: “el que terne el mandamiento será recompensado” (Prov. 12,14; 13,13). Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos (Mt. 5,10; Lc. 6,23). “Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1 Cor.3, 8).
Respecto a que el Señor dará a cada uno conforme a sus obras, es cosa de fácil solución. Al hablar de esta manera más bien se designa un orden de consecuencia que no la causa por la que Dios remunera a los hombres. Es evidente que nuestro Señor usa estos grados de misericordia al consumar y perfeccionar nuestra salvación: que después de elegirnos nos llama; después de llamarnos nos justifica; y después de justificarnos nos glorifica (Rom.8, 30). Y así, aunque El por su sola misericordia recibe a los suyos en la vida, como quiera que los introduce en su posesión por haberse ejercitado en las buenas obras, a fin de cumplir en ellos su benevolencia de acuerdo con el orden que El ha señalado, no hay por qué maravillarse de que afirme que son coronados según sus obras, ya que con ellas sin duda alguna son preparados para recibir la corona de la inmortalidad. Más aún: por esta misma razón se dice con toda verdad que se ocupan de su salvación (Flp. 2, 12) cuando aplicándose a hacer el bien meditan en la vida eterna. Y en otro lugar se les manda que trabajen por el alimento que no perece (Jn. 6,27), cuando creyendo en Cristo alcanzan la vida eterna; sin embargo luego se añade que el Hijo del hombre les dará ese alimento. Por donde se ye claramente que la palabra trabajar no se opone a la gracia, sino que se refiere al celo y al deseo. Por tanto no se sigue que los fieles mismos sean autores de su salvación, ni que ésta proceda de las buenas obras que ellos realizan. ¿Qué, entonces? Tan pronto como por el conocimiento del Evangelio y la iluminación del Espíritu Santo son incorporados a Cristo, comienza en ellos la vida eterna; y luego es necesario que la obra que Dios ha comenzado en ellos se vaya perfeccionando hasta el día de Jesucristo (Flp. 1,6). Ahora bien, esta obra se perfecciona en ellos cuando, reflejando con la justicia y la santidad la imagen de su Padre celestial, prueban que son hijos suyos legítimos y no bastardos.

2. b. Cómo es llamada la vida eterna recompensa
En cuanto al término “salario”, no hay motivo para concluir de él que nuestras obras son causa de nuestra salvación.
Primeramente tengamos por cierto que el reino de los cielos no es un salario de siervos, sino herencia de hijos, de la cual solamente gozarán aquellos a quienes el Señor hubiere elegido por tales (Ef. 1,5. 18); y ello no por otra causa que la estricta adopción; “porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre” (Gal. 4,30). De hecho, el Espíritu Santo en los mismos lugares en que promete la vida eterna como salario de las obras, al llamarla expresamente herencia demuestra que su origen viene de otra parte. Así, cuando llama a los elegidos de su Padre a que posean el reino de los cielos, cita las obras que El recompensa con ello; pero a la vez añade que lo poseerán por el titulo que tienen de herencia (Mt. 25,34—36). Por esto san Pablo exhorta a los siervos que cumplen fielmente con su deber a que esperen la retribución del Señor; pero luego añade que esta recompensa, es de herencia (Col. 3,24). Vemos, pues, cOmo Cristo y sus apóstoles se guardan muy bien de que atribuyamos la bienaventuranza eterna a las obras, y no a la adopción de Dios.
Mas, ¿por qué hacen también mención a la vez de las obras? La respuesta a esta pregunta se vera claramente con un solo ejemplo de la Escritura. Antes de que Isaac naciese se le habla prometido a Abraham descendencia, en la cual todas las naciones de la tierra hablan de ser benditas; y asimismo se le había prometido tal propagación de esta su descendencia, que había de igualar en número a las estrellas del cielo y a las arenas del mar (Gn. 15,5; 17,1; 18,10). Mucho tiempo. después él se prepara a sacrificar a su hijo Isaac, conforme Dios se lo habla ordenado. Después de haber demostrado con esta acción su obediencia, recibe la promesa: “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla de la mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (Gn.22, 16—18). ¿Que es lo que oímos? Mereció quizás Abraham por su obediencia esta bendición, cuya promesa le había sido hecha mucho antes de que Dios le mandase sacrificar a su hijo Isaac? Ciertamente aquí vemos sin rodeos de ninguna clase que el Señor remunera las obras de sus fieles con los mismos beneficios y mercedes que les tenia prometidos mucho antes de que ni siquiera pensasen en hacer lo que hicieron y cuando el Señor no tenía otro motivo para hacerles favores que su sola misericordia.

3. Nuestras obras son medios que nos hacen dar los frutos de la promesa gratuita
Y sin embargo el Señor ni nos engaña ni se burla de nosotros cuando dice que paga alas obras lo que gratuitamente habla dado antes de que las hagamos. Porque como quiera que El desea ejercitarnos en las buenas obras, para que meditemos en el cumplimiento y el gozo de las cosas que nos ha prometido y mediante ellas nos apresuremos a llegar a aquel la bienaventurada esperanza que se nos propone en los cielos, con toda razón se les asigna el fruto de las promesas, pues son como medios para llegar a gozar de ellas.
El Apóstol expresó excelentemente ambas cosas al decir que los colosenses se empleaban en ejercitar la caridad a causa de la esperanza que les estaba guardada en los cielos, la cual ellos habían ya oído por la palabra verdadera del Evangelio (Col. 1,4—5). Pues al decir el Apóstol que los colosenses habían comprendido por el Evangelio la herencia que les estaba guardada en los cielos, denota con ello que esta esperanza se fundaba únicamente en Cristo, y no en obras de ninguna clase.
Está de acuerdo con esto lo que dice san Pedro, que los fieles son guardados por la virtud y potencia de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada a su tiempo (1 Pe. 1,5). Al decir que ellos se esfuerzan por esta causa en obrar bien, demuestra que los fieles deben correr durante toda su vida para alcanzarla.
Y para que no creyésemos que el salario que el Señor nos promete se debe estimar conforme a los méritos, el mismo Señor nos propuso una parábola en la cual se compara a un padre de familia que envía a todos sus operarios a trabajar en su viña; a unos a la primera hora del día, a otros a la segunda, a otros a la tercera y, en fin, a otros a la undécima; y cuando llega la tarde paga a todos los jornaleros el mismo salario (Mt. 20, 1-16). La exposición de esta parábola la hizo perfectamente y con brevedad el antiguo doctor que escribió el libro titulado “Sobre la vocación de los gentiles”, comúnmente atribuido a san Ambrosio. Prefiero usar sus palabras a las mías. “Con esta semejanza”, dice el referido autor, “el Señor quiso demostrar que la vocación de todos los fieles, aunque haya alguna diferencia en la aplicación externa, pertenece a su sola gracia, en la cual, indudablemente, los que yendo a trabajar a la viña durante una hora son igualados en el jornal a los que trabajaron todo el día, representan la condición y suerte de aquellos a quienes Dios, para ensalzar la excelencia de su gracia, llama al declinar el día, hacia el fin de su vida, para remunerarlos según su clemencia, no pagándoles el salario que por su trabajo merecían, sino derramando la riqueza de su bondad sobre aquellos a quienes había elegido sin sus obras; para que los que habían trabajado mucho y no habían recibido más salario que los últimos comprendiesen también que habían recibido don de gracia, y no salario de obras”.1
Finalmente, hay que notar también que en los lugares en que la vida eterna es llamada salario de las obras no se toma simplemente por aquella comunicación que tenemos con Dios para gozar de aquella bienaventurada inmortalidad cuando Él con su paternal benevolencia nos abraza en Cristo para que seamos sus herederos, sino que se toma por la posesión misma y el gozo de la bienaventuranza que en su reino tenemos. Lo cual también dan a entender las palabras mismas de Cristo, cuando dice: “En el siglo venidero (tendréis) la vida eterna” (Mc. 10,30). Y en otra parte:
“Venid, heredad el reino” (Mt. 25,34). Por esta razón san Pablo llama adopción a la revelación que tendrá lugar en el día de la resurrección; y luego explica esta palabra diciendo que es “la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8,23). Porque así como el estar apartado de Dios es muerte eterna, así, cuando el hombre es recibido por Dios en su gracia para comunicar y ser unido y hecho una misma cosa con Él, es transportado de muerte a vida; lo cual se hace por la sola gracia de la adopción. Y si ellos insisten, como suelen, con pertinacia en la expresión “salario de obras”, nosotros saldremos a su encuentro con lo que dice san Pedro, que la vida eterna es el salario de la fe (1 Pe. 1,9).

1 Pseudo-Ambrosio, Op. cit., lib. I, v.

4. Las promesas de recompensa ayudan nuestra debilidad y las miserias de esta vida presente
Por tanto, no pensemos que el Señor, por las promesas que hemos aducido, quiere engrandecer la dignidad de nuestras obras, como si ellas mereciesen tal salario; porque la Escritura no nos deja cosa alguna con la que podamos gloriamos ante Dios. Por el contrario, todo su empeño es confundir nuestra arrogancia y altivez, humillarnos, abatirnos y aniquilamos del todo. Mas el Espíritu Santo con las promesas mencionadas socorre nuestra debilidad, que al momento decaería y se vendría por tierra, si no fuera sustentada con esta esperanza y no mitigase sus dolores e insatisfacción con este consuelo.
Primeramente, que cada uno considere en su interior cuán dura y difícil cosa es renunciar, no solamente a todas nuestras cosas, sino además a si mismo. Y sin embargo, ésta es la primera lección, el abecé que Cristo enseña a sus discípulos; es decir, a todos los fieles. Después los tiene durante el curso de toda su vida bajo la disciplina de la cruz, a fin de que no se aficionen ni pongan su corazón en la ambición y confianza de los bienes presentes. En una palabra, los trata de tal suerte, que doquiera pongan sus ojos en toda la amplitud del mundo, no vean otra cosa que desesperación. De tal manera que san Pablo dice: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignes de conmiseración de todos los hombres” (1 Cor. 15,19). A fin de que no desmayemos con tales angustias, nos asiste el Señor, el cual nos advierte, que levantemos la cabeza y miremos mucho más allá y hacia arriba, prometiéndonos que en él hallaremos nuestra bienaventuranza, que en este mundo no podemos ver. A esta bienaventuranza la llama premio, salario y retribución; no estimando el mérito de las obras, sino dando a entender que es una recompensa de las miserias, tribulaciones y afrentas que padecemos en este mundo. Por tanto, no hay peligro alguno en que nosotros, a ejemplo de la Escritura, llamemos a la vida eterna remuneración, puesto que el Señor recibe en ella a los suyos del trabajo al reposo, de la aflicción ala prosperidad, de la tristeza al gozo, de la pobreza a las riquezas, de la afrenta a la gloria y la honra. Finalmente, que Él cambia todos los males que han padecido en bienes mucho mayores. De esta manera no hay inconveniente alguno en pensar que la santidad de vida es el camino; no que ella sea quien nos abre la puerta para entrar en la gloria del reino de los cielos, sino que por ella Dios encamina y guía a sus escogidos a la manifestación de esta gloria, pues su beneplácito es glorificar a aquellos a quienes ha santificado (Rom. 8,30).

Ninguna correspondencia entre mérito y recompensa. Testimonio de san Agustín. No queramos, pues, imaginarnos correspondencia alguna entre mérito y salario, en la cual los sofistas insisten importunamente por no considerar el fin que hemos expuesto. Ahora bien, ¿qué desorden no es, cuando Dios nos llama a un fin, poner nosotros los ojos en otra parte y no querer ir a donde Él nos llama? No hay cosa más cierta y clara que a las buenas obras se promete el salario; y esto no para henchir de vanagloria nuestro corazón, sino para ayudar la debilidad de nuestra carne. Cualquiera pues, que de esto deduzca que las obras tienen su propio mérito, o contrapese obras y méritos, se aparta mucho del verdadero blanco que Dios nos propone.

5. Por tanto, cuando la Escritura dice que Dios, como Juez justo que es, ha de dar a los suyos la corona de justicia (2 Tim. 4,8), no solamente respondo como san Agustín: “¿A quién daría el justo Juez la corona, si el Padre misericordioso no le hubiese primero dado la gracia? ¿Y cómo habría justicia, si no hubiese precedido la gracia que justifica al impío? ¿Y cómo estas cosas que nos son debidas nos serian concedidas, si las cosas que no nos son debidas no nos fuesen primero dadas?”;1
sino añado además: ¿cómo el Señor imputaría a justicia nuestras obras, si El con su clemencia no encubriera toda la injusticia que hay en ellas? ¿Cómo las juzgaría dignas de salario y de recompensa, si Él con su inmensa benignidad no borrase todo lo que en ellas hay que merece castigo? Y añado esto a la opinión de san Agustín, porque él tiene por costumbre llamar gracia a la vida eterna, debido a que nos es concedida por los dones gratuitos de Dios, cuando nos es dada como paga de las obras.
Pero la Escritura nos humilla aún más, y a la vez con esto nos levanta. Porque además de prohibir que nos gloriemos en las obras por ser dones gratuitos de Dios, nos enseña también que siempre están llenos de inmundicias, de tal manera que no pueden ser gratas a Dios si se las examina con el rigor del juicio divino. Pero a fin de que nuestro celo y buen deseo no desfallezcan, la misma Escritura dice también que son agradables a Dios, porque Él las apoya.
Aunque san Agustín se expresa hasta cierto punto de otro modo que nosotros, sin embargo, en cuanto al sentido y a la sustancia, por sus mismas palabras se ve que no estamos en desacuerdo en nada importante. Porque en el libro tercero que escribió a Bonifacio, después de comparar entre si a dos hombres, suponiendo que uno fuese de vida muy santa y perfecta, y que el otro, también de vida buena y honesta, pero no tan perfecto como el otro, al fin concluye que el que parece no ser tan perfecto como el otro, por la rectitud de su fe en Dios por la cual vive y según la cual se acusa de todos sus pecados, alaba a Dios en todas sus obras buenas, atribuyéndose a si mismo la ignominia y a Dios la honra, y recibiendo de Él la remisión de los pecados y el ansia de bien obrar, cuando llega la hora de dejar esta vida será recibido en compañía de Cristo. ¿Por qué esto, sino por la fe, la cual, si bien no salva al hombre sin obras — puesto que ella es verdadera y viva, y obra por la caridad —, sin embargo es la causa de que los pecados sean perdonados? Porque, como dice el profeta, “el justo por su fe vivirá” (Hab. 2,4); y sin ella, incluso las obras que son tenidas por buenas se convierten en pecado.2
Evidentemente él confiesa en este lugar con toda claridad aquello por lo que tanto nosotros luchamos; a saber, que la justicia de las obras depende y procede de que Dios las aprueba al usar de su misericordia y perdonar las faltas que hay en ellas.

1 De la gracia y el libre albedrío, VI. 14.
2 Contra dos cartas de los pelagianos: a Bonifacio, Lib. III, y, 14.

6. 9º. a. Cómo las buenas obras son comparadas a futuras riquezas
Hay otros textos casi semejantes a los que acabamos de exponer. Así cuando se dice: “Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas” (Le. 16,9). Y: “A los ricos de este mundo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia. . .Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Tim. 6, 17-19). Vemos que las buenas obras son comparadas a las riquezas, de las cuales gozaremos en la vida eterna.
A esto respondo que jamás lograremos comprender el verdadero sentido de estos pasajes si no ponemos nuestros ojos en el fin al que el Espíritu Santo dirige y encamina sus palabras. Si es verdad lo que dice Cristo: “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6,21), de igual modo que los hijos de este siglo tienen por costumbre emplear todo su entendimiento en adquirir y amontonar las cosas que pueden procurarles el regalo y la felicidad de esta vida presente, así también es preciso que los fieles, viendo que esta vida ha de pasar como un sueño, transfieran las cosas de las que de veras quieren gozar al lugar donde han de vivir para siempre. Debemos, pues, imitara aquéllos que quieren mudarse a otro sitio, en el cual han determinado establecer su morada permanente. Estos envían por delante toda su hacienda y cuanto poseen, y no les causa pena carecer de ello durante algún tiempo, pues se tienen por tanto más dichosos, cuanto mayores bienes tienen en el lugar donde han de pasar toda su vida.
Si creemos que el cielo es nuestra tierra, allá debemos enviar todas nuestras riquezas, y no retenerlas aquí, donde habremos de dejarlas de un momento a otro, cuando debamos partir. ¿Y cómo las transportaremos? Ayudando a los pobres en sus necesidades, ya que el Señor tiene en cuenta todo cuanto se les da, como si a Él mismo le fuese dado (Mt. 25,40). De ahí aquella hermosa promesa; “A Jehová presta el que da al pobre” (Prov. 19,17). Y: “El que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Cor. 9,6). Porque todo cuanto por caridad empleamos con nuestros hermanos, queda depositado en las manos del Señor. Él, que con toda fidelidad guarda lo que se deposita en sus manos, restituirá en lo venidero con grande ganancia lo que le hubiéremos confiado.
¿Entonces, dirá alguno, las obras de caridad que hacemos merecen tanta estima delante de Dios, que son a modo de riquezas depositadas en sus manos? ¿Quién, digo yo, puede tener inconveniente en hablar de esta manera, cuando la Escritura tantas veces y con tanta claridad así lo afirma? Pero si alguno, oscureciendo la pura benignidad de Dios, prefiere ensalzar la dignidad de las obras, a éste de nada le servirán tales testimonios para confirmación de su error. Porque ninguna otra cosa podemos concluir de ellos, sino que la bondad y regalo con que Dios nos trata son inmensos; ya que para animarnos e incitarnos a obrar bien, promete que no dejará sin recompensa y satisfacción ninguna buena obra que hagamos, aunque en sí mismas sean indignas de comparecer ante su acatamiento.

7. b. Cómo nuestros sufrimientos nos hacen dignos del reino
Pero ellos insisten aún en la palabra del Apóstol, quien consolando a los tesalonicenses en sus tribulaciones afirma que les son enviadas para que sean tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecen (2 Tes. 1,5). Porque, añade, es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder.
Igualmente el autor de la epístola a los Hebreos: “Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún” (Heb. 6,10).
Al primer texto respondo que en él no se indica dignidad alguna de los méritos, sino que únicamente quiere decir que como el Padre celestial quiere que nosotros, a quienes ha elegido por hijos, seamos conformes a la imagen de su Hijo primogénito (Rom. 8,29), que así como fue necesario que primeramente padeciese antes de entrar en la gloria que le estaba preparada (Le. 24,26), de la misma manera es necesario que nosotros “a través de muchas tribulaciones entremos en l reino de Dios” (Hch. 14,22). Por tanto, cuando padecemos tribulaciones por el nombre de Cristo, es impresa en nosotros la marca con que el Señor suele señalar a las ovejas de su aprisco. Por esta razón somos tenidos por dignos del reino de los cielos, pues llevamos en nuestro cuerpo las marcas del Señor Jesús (Gál. 6, 17), que son las marcas de los hijos de Dios.
A este fin se refieren también las siguientes sentencias: que llevamos en nuestro cuerpo la mortificación de Jesucristo, para que su vida se manifieste en nosotros (2 Cor. 4,10); que somos semejantes a El en su muerte, a fin de participar del poder de su resurrección (Flp. 3,10-11). La razón que añade san Pablo, a saber, que es cosa justa ante Dios conceder reposo a los que han trabajado, no tiene como fin probar la dignidad de las obras, sino solamente confirmar la esperanza de la salvación. Como si dijera: así como conviene que el justo juicio de Dios tome venganza de vuestros enemigos por los agravios y molestias que os han hecho, de la misma manera lo es que os dé descanso y reposo de vuestras miserias.

c. De qué manera se acuerda Dios de nuestras buenas obras. El otro lugar según el cual es razonable que la justicia de Dios no eche en olvido los servicios que se le han hecho, de tal manera que casi da a entender que sería injusto si los olvidase, se debe entender en este sentido: que Dios nos ha dado, para despertarnos de nuestra pereza, la esperanza de que todo el esfuerzo que hagamos por la gloria de su nombre no se perderá ni será en vano. Tengamos siempre presente que esta promesa, como todas las demás, de nada nos aprovecharía si no procediera de la gratuita alianza de la misericordia, sobre la cual se funda toda la certeza. Teniendo esto por cierto debemos sentir una absoluta confianza de que la liberalidad de Dios no negará su retribución y su premio a los servicios que le hubiéremos hecho, aunque ellos de por sí no merezcan tal premio.
El Apóstol, para confirmarnos en esta esperanza, afirma que Dios no es injusto, de suerte que no haya de mantener su palabra y cumplir la promesa que una vez hubiere hecho. Así que esta justicia de Dios más se ha de referir a la verdad de su promesa, que no a la equidad de pagarnos lo que nos debe. En este sentido hay un notable dicho de san Agustín, el cual no dudó en repetirlo muchas veces como digno de tenerse en cuenta; y por tal lo tengo yo. “Fiel”, dice, “es el Señor, el cual se hace nuestro deudor, no tomando cosa alguna de nosotros, sino prometiéndonoslo todo liberalmente”. 1

1 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 32, conv. II, serm. 1, 9; Sal. 109, 1; Sal. 83, 16; etcétera.

8. d. Cómo la caridad es más excelente que la fe
Aducen también nuestros adversarios los siguientes textos de san Pablo: “Si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor. 13,2. 13). Igualmente: “Sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto” (Col. 3, 14).
De los dos primeros lugares, nuestros adversarios se esfuerzan en probar que somos justificados por la caridad más bien que por la fe; a saber, porque la caridad, a su entender, tiene una virtud mucho mayor que la fe. Pero esta sutileza se puede refutar muy fácilmente. Ya antes hemos explicado que el primer texto no tiene nada que ver con la verdadera fe. En cuanto al segundo, también nosotros lo interpretamos de la verdadera fe, y que el Apóstol prefiere la caridad como superior a ella; no porque sea más meritoria, sino porque es más fructífera y provechosa, porque llega más allá, pues sirve a muchos más, ya que siempre conserva su fuerza y vigor; mientras que el uso de la fe sólo tiene vigencia durante un determinado tiempo. Si atendemos a la excelencia, ocupará el primer lugar y será el principal el amor de Dios, del que san Pablo nos habla en este lugar; porque esto es en lo que ante todo insiste, que nos edifiquemos los unos a los otros con una caridad recíproca.
Pero supongamos que la caridad es más excelente que la fe desde todos los puntos de vista; ¿quién será el hombre de sentido común y de mente sensata que de esto deduzca que la caridad justifica más? La fuerza de justificar que tiene la fe no consiste en la dignidad de las obras, sino en la sola misericordia de Dios y en los méritos de Cristo. Cuando la fe alcanza esto, entonces se dice que justifica.
Si ahora preguntamos a nuestros adversarios en qué sentido atribuyen ellos la justificación a la caridad, responderán que en virtud de que es una virtud agradable a Dios, por cuyo mérito y mediante la aceptación de la divina bondad nos es imputada a nosotros la justicia.1 Por aquí vemos qué bonita manera tienen de argumentar. Nosotros decimos que la fe justifica, no porque ella con su dignidad nos merezca la justicia, sino por ser el instrumento mediante el cual gratuitamente alcanzamos la justicia de Cristo. Ellos, sin hacer siquiera mención de la misericordia de Dios, ni tener para nada en cuenta a Cristo — en el cual consiste toda nuestra justicia — sostienen que somos justificados por la caridad, debido a que es mucho más excelente que la fe. Como si alguien pretendiese que el rey es mucho más apto y competente que un zapatero, para hacer un par de zapatos, por ser sin compensación mucho más noble y excelente que él. Este solo argumento es suficiente para hacer ver claramente que las escuelas sorbónicas jamás han tenido ni idea de lo que es la justificación por la fe.
Mas si alguno, amigo de discutir, replica contra lo que he afirmado que yo tome el nombre de fe en muy distinto sentido que san Pablo sin justificación alguna, respondo que tengo muy buena razón para hacerlo así. Porque como quiera que todos los dones que cita, en cierta manera se reducen a la fe y a la esperanza por pertenecer al conocimiento de Dios, al hacer él el resumen y recapitulación al fin del capítulo, los comprende todos en estas dos palabras. Como si dijera: la profecía, las lenguas, el don de interpretar, la ciencia; todos estos dones van encaminados al fin de guiamos al conocimiento de Dios. Ahora bien, nosotros no conocemos a Dios en esta vida mortal sino por la fe y la esperanza; por tanto, al nombrar la fe y la esperanza comprendo todos estos dones juntamente. Así que estas tres cosas permanecen: la fe, la esperanza y la caridad; es decir, que por mayor diversidad de dones que haya, todos se refieren a estos tres, entre los cuales la caridad es el principal.
Del tercer texto deducen que si la caridad es el vínculo de la perfección, también será vínculo de dar justicia, la cual no es: otra cosa que la perfección.
Primeramente, dejando a un lado que san Pablo llama perfección en este lugar a que los miembros de una iglesia bien ordenada estén concordes entre sí, y admitiendo además que somos perfeccionados ante Dios por la caridad, ¿qué pueden concluir de nuevo de aquí? Yo siempre replicaré, por el contrario, que nunca llegaremos a esa perfección, si no cumplimos cuanto nos manda la ley de la caridad; de lo cual concluía que como los hombres están muy lejos de poder cumplirlo, pierden toda esperanza de perfección.

1 Duns Scoto, Comentario a las Sentencias, lib. 1, dist. 17, cu. 3, par. 22.

9. e. Cómo se promete la vida eterna a la obediencia
No quiero insistir en enumerar todos los pasajes que los caprichosos sorbonistas toman inconsideradamente de acá y de allá de la Escritura, según se les presentan, para combatirnos. Porque a veces aducen cosas tan ridículas y tan fuera de propósito, que ni me atrevo a referirlas, porque no me tengan por tan necio e insensato como ellos.
Concluiré, pues, esta materia exponiendo una frase de Cristo, que ellos consideran como un triunfo propio. Se trata de la respuesta que da al doctor de la Ley, que le preguntaba por lo que era necesario para conseguir la salvación: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. 19,17). ¿Qué más queremos, concluyen ellos, pues el mismo autor de la gracia nos manda que adquiramos el reino de Dios por la observancia de los mandamientos?
¡Como si no fuera de todos sabido que Cristo se ha conformado siempre en sus respuestas a aquellos con quienes trataba! En este pasaje, un doctor de la Ley le pregunta cuál es el modo de alcanzar la bienaventuranza; y lo hace no de cualquier manera, sino con estas palabras: ¿Qué bien haré para tener la vida eterna? Tanto la persona que habla, como la pregunta que propone, llevan al Señor a responder como lo hizo. En efecto, el doctor, lleno de orgullo con la falsa persuasión de la justicia legal, estaba obcecado con la confianza en las obras. Además, como no preguntaba otra cosa sino cuales eran las obras de justicia con las que alcanzar la salvación, con toda razón es remitido a la Ley) en la que se nos propone un espejo perfectísimo de ella. También nosotros proclamamos abiertamente a todos los vientos que es preciso guardar los mandamientos si se pretende alcanzar la justicia y la vida por las obras.

Esta doctrina es necesario que la entiendan bien los cristianos, Porque, ¿cómo podrían acogerse a Cristo, si no reconociesen que han caído del camino de la vida en el precipicio y ruina total de la muerte? ¿Cómo comprenderían cuanto se han alejado del camino de la vida, si primero no comprenden cuál es este camino? Así pues, sólo llegan a entender que el asilo y refugio para conseguir la salvación está en Cristo, cuando ven cuánta discrepancia hay entre su vida y la justicia de Dios, la cual se contiene en la observancia de la Ley.
En resumen: si buscamos la salvación por las obras, debemos necesariamente guardar los mandamientos, con los cuales somos instruidos en la perfecta justicia. Pero no debemos detenernos aquí, si no queremos quedarnos a medio camino. Porque ninguno de nosotros es capaz de guardar los mandamientos. Y como por ello quedamos excluidos de la justicia de la Ley, es menester que nos acojamos a otro refugio; a saber, a la fe en Cristo. Por consiguiente, así como el Señor en este pasaje remite al doctor de la Ley a la misma Ley, porque sabía que estaba henchido de yana confianza en las obras, a fin de que por ella aprendiese a reconocerse como pecador y sujeto a eterna condenación; igualmente el Señor en otro lugar consuela con la promesa de su gracia sin hacer mención alguna de la Ley a los que ya estaban humillados con semejante conocimiento de sí mismos: “Venid a mí, dice, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar; . . . y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11,28-29).

10. f.  Cómo la fe se llama una obra
Finalmente, después de que nuestros adversarios están cansados de revolver la Escritura, acuden a sus sutilezas y sofismas para sorprendernos con ellos.
Arguyen en primer lugar que la fe en ciertos textos es llamada obra (Jn. 6,29), y de aquí deducen que nosotros oponemos sin razón la fe a las obras. Como si la re en cuanto es una obediencia a la voluntad divina nos alcanzase la justicia por sus méritos; y no más bien, en cuanto que al aceptar la misericordia de Dios imprime en nuestro corazón la justicia de Cristo, que por la bondad gratuita del Padre celestial nos es ofrecida en la predicación del Evangelio. Que me perdonen los lectores si no me detengo a refutar tales necedades; pues, en efecto, son tan frívolas e inconsistentes, que por sí mismas se vienen a tierra.

g. Última respuesta a una objeción sacada de la regla de los opuestos. Sin embargo, me parece bien responder a una objeción que formulan, que por tener cierta apariencia de verdad podría suscitar algún escrúpulo en las personas sencillas.
Como quiera que las cosas opuestas y contrarias siguen la misma regla, si cada pecado nos es imputado a injusticia, es necesario, de acuerdo con la razón, que cada obra buena nos sea también imputada como justicia.
Los que responden que la condenación de los hombres proviene propíamente sólo de la infidelidad, y no de los pecados particulares no me satisfacen. Estoy de acuerdo con ellos en que la fuente y raíz de todos los males es la incredulidad; ella es el principio de que se renuncie a Dios y nos apartemos de l; y de ahí se siguen las transgresiones particulares de la Ley. Pero en cuanto parece que contrapesan las buenas y la malas obras para juzgar de la justicia y de la injusticia, me veo obligado a disentir de ellos. Porque la justicia de las obras es la perfecta obediencia a la Ley. Luego ninguno puede ser justo por sus obras, si no sigue la Ley de Dios durante toda su vida como una línea recta; y tan pronto se apara de ella a un lado u otro, ya ha caído en la injusticia. Por aquí se ve que la justicia no consiste en una sola o en unas cuantas obras, sino en la entera, continua e inmutable observancia de la voluntad de Dios.
En cuanto al modo de juzgar la injusticia es del todo diverso. Porque el que ha fornicado o robado, por un solo delito es reo de muerte por haber ofendido a la majestad divina. Por eso se engañan grandemente estos charlatanes al no considerar atentamente lo que dice Santiago; a saber: “Cualquiera que ofendiere en un punto (de la Ley) se hace culpable de todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás” (Sant. 2,10-11). Por lo cual no se debe tener por absurda nuestra afirmación de que la muerte es el justo salario de cualquier pecado, ya que cada pecado merece justamente la cólera y el castigo de Dios. Mas argumentaría muy neciamente el que, por el contrario, concluyese que el hombre puede conseguir la gracia de Dios con una sola obra, aunque por muchos pecados sea digno de su ira.


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