CAPÍTULO XVII

CONCORDANCIA ENTRE LAS PROMESAS DE LA LEY Y LAS DEL EVANGELIO

1. Resumen de los capítulos XV y XVI
Prosigamos ahora con los otros argumentos mediante los cuales Satanás se esfuerza, con ayuda de sus ministros, en destruir o disminuir la justificación por la fe.
Me parece que ya hemos quitado a nuestros calumniadores la posibilidad de que puedan acusarnos de ser enemigos de las buenas obras. Porque nosotros negamos que las obras justifiquen, no para que no se hagan buenas obras, ni tampoco para negar que las buenas obras son buenas, y que no se las tenga en ninguna estima, sino para que no confiemos en ellas, ni nos gloriemos de ellas, ni les atribuyamos la salvación. Porque nuestra confianza, nuestra gloria y el áncora única de nuestra salvación es que Jesucristo, Hijo de Dios es nuestro, y que también nosotros somos en Él hijos de Dios y herederos del reino de los cielos, llamados a la esperanza de la bienaventuranza eterna; y ello no por nuestra dignidad, sino por la benignidad de nuestro Dios. Mas como ellos nos acometen aún con otros engaños, según ya hemos dicho, preparémonos para-rechazar sus ataques y sus golpes.

1°. Sentido y alcance de las promesas legales
En primer lugar se arman con las promesas legales que Dios ha hecho a todos aquellos que guardan su Ley; nos preguntan si son vanas y sin fruto alguno, o si tienen eficacia y valor. Como sería cosa fuera de razón decir que son vanas, ellos mismos se responden diciendo que son de algún valor y eficacia. De aquí concluyen que no somos justificados por la sola fe; porque el Señor habla de esta manera: Y si oyeres estos decretos y los guardares y pusieres por obra, Jehová tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres; y te amará, te bendecirá y te multiplicará... (Dt. 7,12-13). E igualmente: "Si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni en este lugar derramareis la sangre inocente, ni anduviereis en pos de dioses ajenos, os haré morar en este lugar" (Jer. 7,5-7). No quiero alegar muchos otros pasajes semejantes a éstos; pues siendo su sentido el mismo, a todos se puede aplicar idéntica solución. En resumen, es que Moisés atestigua que en la Ley se nos propone la bendición y la maldición; la muerte y la vida (Dt. 11, 26; 30, 15). Ellos argumentan de esta manera: o esta bendición está de más y no produce fruto alguno, o la justificación no viene sólo de la fe.
    Ya antes hemos demostrado cómo, si nos aferramos a la Ley, nos veremos despojados de toda bendición, y no nos quedará más que la maldición anunciada a todos los transgresores de la misma (Dt. 27, 26). Porque el Señor no promete nada sino a aquellos que entera y perfectamente guardan su Ley, lo cual ningún hombre puede hacer.
    Por eso siempre es verdad que cuantos hombres existen son convencidos de culpa por la Ley, y que están sujetos a la maldición y a la ira de Dios, para ser librados de la cual es necesario que salgan de la sujeción a la Ley, y que de esclavos seamos declarados libres; no con una libertad carnal que nos aparte de la observancia de la Ley, nos invite a permitirnos cuanto queramos y deje que nuestra concupiscencia camine a rienda suelta y por donde se le antojare como caballo desbocado; sino una libertad espiritual, que consuele y confirme la conciencia perturbada y desfallecida, mostrándole que está libre de la maldición y de la condenación con que la Ley le atormentaba teniéndola encerrada y aprisionada. Esta libertad la conseguimos cuando por la fe alcanzamos la misericordia de Dios en Cristo, por la cual estamos seguros de que nuestros pecados nos son perdonados; sentimiento con el que la Ley nos punzaba y mordía.

2. Estas promesas sólo son válidas por la gracia del Evangelio
    Por esta razón las mismas promesas que en la Ley se nos ofrecían eran ineficaces y sin poder alguno, de no socorrernos la bondad de Dios
por el Evangelio. Pues la condición de la cual ellas dependen - que cumplamos la Ley de Dios - y por la cual nos ha de venir su cumplimiento, jamás se realizará. El Señor nos ayuda de tal forma, que no pone una parte de justicia en las obras que hacemos, y la otra en lo que Él supliere por su benignidad; sino que toda la hace consistir en señalarnos a Cristo como cumplimiento de justicia. Porque el Apóstol, después de decir que él y todos los demás judíos, sabiendo que el hombre no puede ser justificado por las obras de la Ley, habían creído en Jesucristo, da luego la razón: no porque hayan sido ayudados por la fe de Cristo a conseguir la perfección de la justicia, sino para ser justificados por esta fe, y no por las obras de la Ley (Gá1.2, 16). Si los fieles se apartan de la Ley y vienen a la fe para alcanzar en ella la justicia, que ven no es posible encontraren la Ley, ciertamente renuncian a la justicia de la Ley. Amplifiquen, pues, cuanto quisieren las retribuciones que la Ley promete a todos aquellos que la guardaren y cumplieren, con tal de que juntamente con esto consideren que nuestra perversidad es la causa de que no recibamos fruto ni provecho alguno, hasta que por la fe hubiéremos alcanzado otra justicia.
    Así David, después de haber hecho mención de la retribución que el Señor tiene preparada para sus siervos, desciende al reconocimiento de los pecados con los cuales es destruida. Muestra también los admirables
beneficios que debían venirnos por la Ley; pero luego prorrumpe en esta
exclamación: "¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos" (Sal. 19, 12). Este lugar está totalmente de acuerdo
con el otro, en el cual el profeta, después de haber dicho que todos los caminos del Señor son verdad y bondad para los que le temen, añade: "Por amor de tu nombre, oh Jehová, perdonarás también mi pecado, que es grande" (Sal. 25, 11).
    De esta misma manera también nosotros hemos de reconocer que la benevolencia de Dios se nos propone en su Ley, con tal que podamos merecerla por nuestras obras; pero que con el mérito de las mismas jamás la conseguiremos.

3. La eficacia de esas promesas no se refiere al mérito de nuestras obras, sino a la gracia de Dios
¿Entonces, dirá alguno, las promesas de la Ley han sido dadas en vano para que sin dar fruto alguno se redujesen a humo? No hace mucho he demostrado ya que no soy de este parecer. Lo que digo es que no extienden su eficacia hasta nosotros, mientras son referidas al mérito de nuestras obras; y, por tanto, que si se las considera en sí mismas, en cierta manera quedan abolidas.
    De este modo el Apóstol dice que la admirable promesa del Señor: Os he dado buenos mandamientos; el hombre que haga estas cosas vivirá por ellos (Rom. 10,5; Lv. 18,5; Ez. 20, 11), carece de todo valor si nos detenemos en ella, y no nos aprovechará en absoluto, lo mismo que si nunca hubiera sido dada. Porque ni aun los más santos y perfectos siervos de Dios pueden hacer lo que ella exige, ya que todos están muy lejos de poder cumplirla y se hallan cercados por todas partes de numerosas transgresiones. Pero cuando en lugar de ellas se nos proponen las promesas evangélicas qué anuncian la gratuita remisión de los pecados, no solamente hacen que seamos gratos y acepto s a Dios, sino también que nuestras obras le plazcan y agraden; no solamente para que las acepte, sino además para que las remunere con las bendiciones que por el pacto que había establecido se debían a aquellos que cumpliesen enteramente la Ley.
    Confieso, pues, que las obras de los fieles son remuneradas con el mismo galardón que el Señor había prometido en su Ley a todos aquellos que viviesen en justicia y santidad; pero en esta retribución habremos de considerar siempre la causa en virtud de la cual las obras son agradables a Dios. Ahora bien, tres son las causas de ello.
    La primera es que el Señor, no mirando las obras de sus siervos, las
cuales merecen más bien confusión que alabanza, los admite y abraza en Cristo; y mediante la sola fe, sin ayuda ninguna de las obras, los reconcilia consigo.
    La segunda, que por su pura bondad y con el amor de un padre, de tal
manera honra las obras, sin mirar si ellas lo merecen o no, que las tiene en cierta estima y les presta cierta atención.
    La tercera, que con su misericordia las recibe, no imputándoles ni teniendo en cuenta sus imperfecciones, que de tal manera las afean que más bien deberían ser tenidas por pecados que no por virtudes.
Por aquí se ve hasta qué punto se han engañado los sofistas, al pensar que habían evitado todos los absurdos diciendo que las obras tienen virtud para merecer la salvación, no por su intrínseca virtud, sino por el pacto en virtud del cual el Señor por su propia liberalidad tanto las estimó. Pero entretanto no advierten cuán lejos están, las obras que ellos querrían que fuesen meritorias, de poder cumplir la condición de las promesas legales, si no precediese la justificación gratuita que se apoya en la sola fe y el perdón de los pecados, con el cual aun las mismas buenas obras tienen necesidad de ser purificadas de sus manchas.
Así que de las tres causas de la divina liberalidad que hemos señalado, por las cuales las obras de los fieles son aceptas a Dios, no han tomado en consideración más que una, callándose las otras dos, que eran las principales.

4.   2°. ¿Cómo es agradable a Dios quien practica la justicia?
Alegan el texto de san Pedro, que san Lucas refiere en los Hechos:
“En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hch. 10,34-35). De estas palabras creen poder deducir un firmísimo argumento: que si el hombre por sus buenas obras alcanza favor y gracia ante Dios, el que consiga la salvación no depende sólo de la gracia de Dios, sino que más bien socorre Dios al pecador con su misericordia de tal manera, que se mueve a mostrarse misericordioso por las buenas obras de aquél.

a. Aceptación del pecador por la bondad de Dios. Pero será imposible conciliar los numerosos pasajes de la Escritura, si no consideramos las dos maneras que Dios tiene de aceptar al hombre. Pues éste, considerado según su propia naturaleza, no tiene nada que pueda mover a Dios a misericordia y compasión; nada, sino su pura miseria. Si, pues, es evidente que el hombre al cual Dios inicialmente recibe en su gracia, está desnudo y privado de todo bien y, por el contrario, se halla cargado y atestado de cuantos males existen, ¿en virtud de qué, digo yo, merece que Dios lo llame a sí? Por tanto, dejemos a un lado toda idea de méritos, ya que el Señor tan claramente nos muestra su gratuita clemencia.
Lo que en el mismo lugar de los Hechos antes citado dice el ángel a Cornelio, que sus oraciones y limosnas han sido recordadas delante de Dios, ellos lo retuercen injustamente para hacerlo servir a su propósito, y dicen que el hombre mediante las buenas obras es preparado para recibir la gracia de Dios. Porque fue necesario que ya antes Cornelio fuese iluminado por el Espíritu de sabiduría, ya que estaba instruido en la verdadera sabiduría; es decir, en el temor de Dios. Y asimismo fue necesario que estuviera santificado con el mismo Espíritu, puesto que amaba la justicia; la cual, según el testimonio del Apóstol, es Su fruto (Gál. 5,5). Por tanto, todas estas cosas con las cuales se dice que agradó a Dios, las tenía él de Su gracia; luego, difícilmente podía prepararse por sus propios medios a recibirla.
Ciertamente, no se podrá citar una sola palabra de la Escritura que no esté conforme con esta doctrina; que no hay otra razón para que Dios reciba al hombre en su favor, sino el verlo totalmente perdido si lo deja en manos de su albedrío para que obre a su antojo; pero como Éi no quiere que el hombre se pierda, ejerce su misericordia para librarlo.
Vemos, pues, cómo el que Dios reciba al hombre no proviene de la justicia de éste, sino que es un puro testimonio de la bondad de Dios para con los miserables pecadores, quienes por su parte son más que indignos de gozar de un beneficio tan señalado.

5. b. La aceptación de los fieles, incluso en vista de sus obras
Después de que el Señor aparta al hombre de tal abismo de perdición y lo santifica para sí por la gracia de adopción, puesto que lo ha regenerado y reformado en una nueva vida, entonces lo recibe y abraza como a una nueva criatura con los dones de su Espíritu. Ésta es aquella adopción de que habla san Pablo, por la cual los fieles, después de haber sido llamados, son gratos a Dios aun por lo que respecta a sus obras (1 Pc. 2,5): porque el Señor no puede dejar de amar el bien que por su Espíritu ha obrado en ellos.
Sin embargo, debemos tener siempre presente que de ningún modo son gratos a Dios en virtud de sus obras, sino únicamente en cuanto que Dios, a causa del amor gratuito que les profesa, al aumentar de día en día su liberalidad, tiene a bien aceptar sus obras. Porque, ¿de dónde les vienen a ellos las buenas obras, sino de que el Señor, por haberlos escogido como “vasos para honra”, quiere también adornarlos con una verdadera pureza (Rom. 9,21)? ¿Y de dónde proviene que ellas sean tenidas por buenas, como si nada les faltase y no tuviesen imperfección alguna, sino porque nuestro buen Padre perdona las faltas y las manchas que las afean?
En resumen, san Pablo no quiere decir otra cosa en ese lugar, sino que Dios ama a sus hijos, en los cuates ve impresa la imagen y semejanza de su rostro. Pues ya hemos enseñado antes que nuestra regeneración es como una reparación de la imagen de Dios en nosotros. Y como quiera que Dios, doquiera que contempla su rostro lo ama, lo honra y estima con toda razón, no sin motivo se dice que le agrada la vida de los fieles, por estar ordenada de acuerdo con la santidad y la justicia. Mas como los fieles, encerrados en la carne mortal, todavía son pecadores y sus buenas obras solamente imperfectas, de manera que aún conservan cierto sabor a carne, Dios no puede serles propicio a no ser que los reciba en Cristo, más bien que en ellos mismos.
En este sentido se han de entender los diversos pasajes en que se afirma que Dios es piadoso y misericordioso para con todos los que viven justamente. Decía Moisés a los israelitas: “Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones” (Dt. 7,9); sentencia que después se convirtió en proverbio entre el pueblo. Y así dice Salomón en su solemne oración: “Jehová, Dios de Israel... que guardas el pacto y la misericordia a tus siervos, los que andan delante de ti con todo su corazón” (1 Re. 8,23). Las mismas palabras repite Nehemías (Neh.l,5). La razón de ello es que, como el Señor en todos los pactos de misericordia que establece exige de sus siervos que por su parte vivan con integridad y santidad de vida, a fin de que la bondad que usa con ellos no sea objeto de buda y tenida en poco, y para que nadie se llene de una yana confianza en su misericordia y se sienta seguro mientras vive conforme a sus deseos y apetitos, por eso después de recibirlos en la sociedad de su pacto, quiere por este medio mantenerlos en el cumplimiento de su deber. Sin embargo, el pacto no deja por ello de ser gratuito al principio, y como tal permanece para siempre.
De acuerdo con esto David, aunque dice que Jehová le ha recompensado conforme a la limpieza de sus manos (Sal. 18,20), no se olvida, sin embargo, de este principio y manantial que he señalado; a saber, que Dios le ha sacado del seno de su madre porque le amó. Al hablar de este modo sostienen que su causa es justa y buena; pero de tal manera, que en nada rebaja la misericordia de Dios, la cual precede a todos los dones y beneficios, de los cuales es la fuente y el origen.

6. Promesas legales y promesa de misericordia
Será muy conveniente notar aquí de paso la diferencia que existe entre estas expresiones y las promesas legales.
Llamo promesas legales, no a aquellas que a cada paso ocurren en labios de Moisés — pues en ellas se contienen también muchas promesas evangélicas —, sino a las que propiamente pertenecen a la doctrina de la Ley. Tales promesas, como quiera que las llaméis, prometen remuneración y salario a condición de hacer lo que está mandado.
En cambio, cuando se dice que el Señor guarda la promesa de su misericordia a aquellos que le aman, esto es más para demostrar cuáles son los siervos que de corazón y sin ficción han recibido su pacto, que para exponer la causa de por qué les es propicio. Y la razón que lo demuestra es que, como el Señor tiene a bien llamarnos a la esperanza de la vida eterna a fin de ser amado, temido y honrado, igualmente todas las promesas de su misericordia que se encuentran en la Escritura se dirigen evidentemente a este fin: que reverenciemos y honremos a quien tanto bien nos hace.
Por tanto, siempre que oigamos que Él hace bien a los que guardan su Ley, recordemos que con ello la Escritura nos muestra cuáles son los hijos de Dios por la marca que perpetuamente debe encontrarse en ellos; a saber, que nos ha adoptado por hijos suyos, para que le reverenciemos como a Padre. Así pues, para no renunciar al derecho de la adopción debemos esforzarnos en llegar a donde nuestra vocación nos llama. Mas, por otra parte, tengamos, por seguro que el cumplimiento de la misericordia de Dios no depende de las obras de los fieles, sino que Él cumple la promesa de salvación con los que responden a su vocación mediante una vida recta, porque reconoce en ellos la verdadera señal de hijos; es decir, el ser regidos y gobernados por su Espíritu.
A esto hay que referir lo que dice David de los ciudadanos de Jerusalem: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que anda en integridad y hace justicia”, etc. (Sal. 15, 1-2). Y lo mismo Isaías: “¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? El que camina en justicia y habla lo recto”, etc. (Is. 33, 14-15). Porque aquí no se describe el fundamento sobre el cual los fieles han de apoyarse, sino la manera como el Padre clementísimo los llama y atrae a su compañía, y los mantiene, defiende y ampara en ella. Porque como Él detesta el pecado y ama la justicia, aquellos a quienes quiere unir a si los purifica con su Espíritu, para hacerlos semejantes a El y a los que pertenecen a su reino.
Por tanto, si queremos saber la causa primera de que los santos tengan entrada en el reino de Dios, y de dónde les viene que perseveren y permanezcan en él, la respuesta es bien fácil: que el Señor los ha adoptado una vez por su misericordia, y perpetuamente los conserva. Y si se pregunta de qué manera ocurre esto, entonces debemos descender a la regeneración y a los frutos de la misma, de los cuales habla el salmo citado.

7. 3°. a. Pasajes de la Escritura que califican de justicia a las buenas obras
Sin embargo, parece que ofrecen mucha mayor dificultad los pasajes que honran a las buenas obras con el título de justicia, y declaran que el hombre es justo por ellas.
En cuanto al primer grupo, son muy numerosos los textos en que al guardar los mandamientos se llama justificación y justicia.
Respecto al segundo, tenemos un ejemplo en Moisés, cuando dice: “Y tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos” (Dt. 6, 25). Si se objeta que ésta es una promesa legal, a la cual va añadida una condición imposible y que, por lo tanto, no viene a propósito, existen otros pasajes que no se solucionan de esta manera; como cuando se dice: Te será justicia delante de Jehová, tu Dios, volver prenda al pobre... (Dt. 24, 13). E igualmente lo que el profeta dice: que el celo que movió a Fineas a vengar la afrenta del pueblo de Israel se le imputé a justicia (Sal. 106, 30-31).
Por eso los fariseos de nuestro tiempo creen tener ocasión y motivo de mofarse de nosotros respecto a este punto. Porque al decir nosotros que establecida la justicia de la fe, es necesario que se destruya la justicia de las obras, ellos argumentan del mismo modo, pero al contrario: que si la justicia es por las obras, se sigue que es falso que seamos justificados por la fe sola.
Aunque les concedo que los mandamientos de la Ley son llamados justicia, no hay en ello nada sorprendente, porque ciertamente lo son. Pero los lectores han de advertir que los traductores griegos no han vertido con mucha propiedad el término hebreo “hucim”, que quiere decir edictos o constituciones, por “dicaiómata”, que significa justificaciones. Pero no quiero discutir sobre la palabra, pues no niego que la Ley de Dios contiene justicia perfecta. Sin embargo, aunque seamos deudores de todo cuanto ella exige de nosotros; aunque seamos siervos inútiles, incluso después de haber hecho todo cuanto en ella se nos manda, como el Señor quiere honrar con el título de justicia el guardarla, no debemos nosotros quitarle lo que Él le atribuye. Confesamos, pues, de buen grado que hacer perfectamente lo que la Ley manda es justicia, y que guardar en panicular cada uno de los mandamientos es parte de la justicia, siempre que no falte ninguna de las otras partes. Pero lo que negamos es que pueda existir tal justicia en el mundo. Y ésta es la causa de que no atribuyamos la justicia a la Ley; no porque ella en sí misma sea débil e insuficiente; sino porque a causa de la debilidad de nuestra carne no se puede encontrar en ninguna parte del mundo.
Es cierto que la Escritura no sólo llama simplemente justicia a los mandamientos del Señor, sino que incluso aplica este mismo nombre a las obras de los santos. Así cuando dice que Zacarías y su mujer andaban en las justicias del Señor (Lc. 1,6). Pero al hablar de esta manera la Escritura considera las obras más bien por la naturaleza de la Ley, que no por lo que son en sí mismas. Aunque también hay que advertir aquí lo que no hace mucho he notado: que no debe servirnos de norma la impropiedad con que se ha hecho la traducción griega del hebreo. Mas como san Lucas no quiso alterar la traducción usada en su tiempo, no insistiré yo tampoco en esto.
Es verdad que el Señor por el contenido de la Ley ha mostrado cuál es la justicia; pero nosotros no llevamos a cabo esta justicia sino guardando toda la Ley, porque la menor transgresión la corrompe. Ahora bien, como la Ley no manda nada que no sea justicia, si la consideramos en si misma cada uno de sus mandamientos es justicia; pero si consideramos a los hombres que los guardan, evidentemente no merecen la alabanza de justos por guardar un mandamiento y faltar a los demás; y más viendo que no hacen obra alguna que de algún modo no sea viciosa a causa de su imperfección.
Nuestra respuesta, pues, es que cuando las obras de los santos son llamadas justicia, ello no proviene de sus méritos, sino de que van dirigidas a la justicia que Dios nos ha encargado, la cual de nada vale si no es perfecta. Ahora bien, perfecta es imposible hallarla en hombre alguno; luego, de aquí se sigue que una buena obra no merece por sí misma el nombre de justicia.

8. b. Otros pasajes en que se declara que el hombre es justificado por las obras
Pero pasemos ahora al segundo grupo, en el cual está la principal dificultad.
San Pablo no encuentra argumento más firme para probar la justificación por la fe que lo que está escrito de Abraham: la fe le fue contada por justicia (Rom. 4,3; Gál. 3,6). Ahora bien, puesto que el celo de Fineas, según el profeta, “le fue contado por justicia” (Sal. 106,31), lo que san Pablo pretende probar de la fe, nosotros podemos también atribuirlo a las obras. En conclusión, nuestros adversarios, como si ya pudiesen cantar victoria, deciden que aun concediendo que no seamos justificados sin fe, tampoco lo somos por la fe sola, sino que es preciso unir a ella las obras para conseguir la justicia.
Yo conjuro aquí a todos los que temen al Señor, para que, ya que ellos saben que es necesario tomar como regla verdadera de justicia la Escritura sola, diligentemente y con corazón humilde consideren conmigo el modo como se puede conciliar la Escritura consigo misma sin andar con sutilezas.
Sabiendo san Pablo que la justicia de la fe es un refugio para los que están privados de justicia propia, concluye resueltamente que quedan excluidos de la justicia de las obras todos aquellos que son justificados por la fe. Sabiendo también por otra parte que la justicia de la fe es común a todos los fieles, concluye de aquí con la misma seguridad que antes, que ninguno es justificado por las obras, sino al revés, que somos justificados sin ayuda de obra ninguna.
Pero es cosa muy distinta discutir acerca del valor que las obras tienen en sí mismas, o de la estima en que han de ser tenidas delante de Dios, después de que la justicia de la fe queda establecida. Si se trata de estimar las obras según su propia dignidad, decimos que no son dignas de comparecer ante el acatamiento divino; y por eso afirmamos que no existe hombre alguno en el universo que tenga nada en sus obras de que pueda gloriarse ante Dios; por lo cual sólo queda que, estando todos privados de toda ayuda de las obras, sean justificados por la sola fe.
Enseñamos que esta justicia consiste en que, siendo el pecador recibido en la comunión y compañía de Cristo, por su gracia e intercesión es reconciliado con Dios, en cuanto que purificado con su sangre alcanza la remisión de sus pecados; y revestido de la justicia del mismo Cristo como si fuese suya propia, puede con toda seguridad comparecer ante el tribunal divino. Una vez establecida la remisión de los pecados, las buenas obras que después siguen son estimadas de otra manera muy distinta de lo que en si mismas merecían; porque toda la imperfección que en ellas hay queda cubierta con la perfección de Cristo; todas sus manchas y suciedad se quitan con la pureza de Cristo, para que todo ello no sea tenido en cuenta en el juicio de Dios. Y así, destruida de esta manera la culpa de las transgresiones que impedían a los hombres hacer cosa alguna grata a Dios, y sepultado el vicio de la imperfección que suele mancillar aun las mismas obras buenas, entonces las obras buenas que realizan los fieles son tenidas por justas; o, lo que es lo mismo, son imputadas a justicia.

9. Refutación de la idea de una justicia parcial, intrínseca a las obras
Si alguno ahora me objeta esto’ para impugnar la justicia de la fe, primeramente le preguntaré si un hombre debe ser tenido por justo por haber hecho algunas buenas obras, siendo trasgresor de todas las demás. Ciertamente, cualquiera que esto afirmase iría muy fuera de razón.
Luego le preguntaría si, aunque hiciera muchas obras buenas, seria tenido por justo suponiendo que se le pudiese culpar de algo. Nadie podrá sostener semejante cosa, puesto que la Palabra misma de Dios le contradice declarando que son malditos los que no cumplieren todo cuanto manda la Ley (Dt. 27,26).
Pero pasando adelante, pregunto además si existe obra alguna buena, siquiera una sola, en que no se pueda notar alguna imperfección o mancha. Ahora bien, ¿cómo podría ser así ante los ojos de Dios, en cuya presencia ni las mismas estrellas son lo. bastante puras y claras, y ni los mismos ángeles suficientemente justos (Job 4, 18)?
Por consiguiente, nuestro adversario se verá forzado a confesar que no es posible hallar obra alguna que no esté manchada y corrompida, tanto por las transgresiones que su autor habrá cometido en otros aspectos, como por su propia imperfección; de tal manera, que no puede ser digna de llevar el nombre de justicia.
Mas si es evidente que de la justificación de la fe proviene que las obras, que por otra parte serian impuras, inmundas, imperfectas e indignas de comparecer ante el acatamiento divino — ¡cuánto más de serle gratas y aceptas! — sean imputadas a justicia, ¿por qué gloriándose de la justicia de las obras, procuran destruir la justicia de la fe, cuando de no existir ella, en vano se gloriarían de su justicia de las obras? ¿Es que quieren hacer lo que suele decirse de las víboras, que los hijos al nacer matan a la madre?’ Porque lo que nuestros adversarios dicen va encaminado a eso. No pueden negar que la justificación es el principio, fundamento, materia y sustancia de la justicia de las obras; sin embargo, concluyen que el hombre no es justificado por la fe, porque también las obras buenas son imputadas a justicia.
Dejemos a un lado todos estos despropósitos, y confesemos la verdad sencillamente como es. Si toda la justicia de las obras depende de la justicia de la fe, yo afirmo que la justicia de las obras, no solamente no queda rebajada ni aminorada en nada por la justicia de la fe, sino que más bien es confirmada por ella, para que de esta manera resplandezca más clara y evidentemente su virtud.
No pensemos tampoco que, después de la justificación gratuita, de tal manera son estimadas las obras, que la justificación del hombre se verifique por ellas, o que entren a medias con la fe para conseguirlo. Porque si la justificación por la fe no permanece Íntegra y perfecta, se descubrirá la impureza de las obras, de modo que no merecerán sino condenación.
Ni hay absurdo alguno en que el hombre sea justificado por la fe, de forma tal que no solamente sea justo, sino también que sus obras sean reputadas justas sin que lo merezcan.

10. Solamente la fe justifica las obras de los fieles
De esta manera concedemos que no solamente hay una cierta parte de justicia en las obras que es lo que nuestros adversarios pretenden — sino tambi6n que la justicia de las obras es aprobada por Dios como si fuese una justicia perfecta y absoluta, siempre que tengamos presente sobre qué se funda y asienta la justicia de las obras; y esto será suficiente para resolver todas las dificultades que acerca de esta materia se pudieran suscitar.
Ciertamente, la obra comienza a ser agradable a Dios cuando Él por su misericordia la acepta, perdonando la imperfección que en ella hay. ¿Y de dónde viene este perdón, sino de que Él nos mira a nosotros y a nuestras cosas en Cristo? Y así, desde que somos incorporados a Cristo parecemos justos delante de Dios, porque todas nuestras maldades están cubiertas con su inocencia; y por eso nuestras obras son justas y tenidas por tales, porque no nos es imputado el vicio que hay en ellas, por estar cubierto con la pureza de Cristo.
Por tanto, podemos decir con toda justicia que no solamente nosotros somos justificados por la fe, sino también lo son nuestras obras. Por consiguiente, si la justicia de las obras, tal cual es, depende y proviene de la fe y de la justificación gratuita, evidentemente debe ser incluida en ella, y ha de reconocerla y someterse a ella, como el efecto a su causa, y como el fruto a su árbol, y en modo alguno ha de levantarse para destruirla o empañarla.
Por eso san Pablo, para probar que nuestra bienaventuranza descansa en la misericordia de Dios y no en las obras, insiste principalmente en lo que dice David: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado” (Rom. 4,7-8; Sal. 32, 1-2).
Si alguno quisiere alegar en contrario los numerosos testimonios de la Escritura que parecen hacer consistir la bienaventuranza del hombre en las obras, como por ejemplo: “Bienaventurado el hombre que teme a Jehová” (Sal. 112,1); “que tiene misericordia de los pobres” (Prov. 14,21); “que no anduvo en consejo de malos” (Sal. 1,1); “que soporta la tentación” (Sant. 1,12); “dichosos los que guardan juicio, los que hacen justicia en todo tiempo” (Sal. 106,3; 119,1); “bienaventurados los pobres en espíritu”, etc. (Mt. 5,3-12); todo cuanto puedan alegar no conseguiría que no sea verdad lo que dice san Pablo; porque como quiera que las virtudes citadas en todos estos textos jamás podrán darse en el hombre de forma que por sí mismas sean aceptas a Dios, se sigue de aquí que el hombre es siempre miserable e infeliz hasta que es liberado de su miseria, al serle perdonados sus pecados.

Conclusión. Por tanto, si todas las clases de bienaventuranza que cita la Escritura quedan anuladas de forma que de ninguna de ellas puede el hombre percibir fruto alguno hasta que ha alcanzado la bienaventuranza mediante el perdón de sus pecados, que da lugar a todas las restantes bendiciones de Dios, se sigue que esta bienaventuranza no solamente es la suprema y principal, sino la única; a no ser que nos empeñemos en mantener que las bendiciones de Dios que en ella sola se apoyan y de ella reciben su consistencia, la destruyen y anulan.
Mucho menos debe inquietarnos y causarnos escrúpulo el que los fieles sean llamados muchas veces en la Escritura justos. Confieso que este título lo tienen por su santidad y honestidad de vida; mas como su afán por ser justos es más eficaz que su positiva realización de la justicia, es muy razonable que esta justicia de las obras ceda y se someta a la justicia de la fe, sobre la cual se funda, y de la que tiene todo cuanto es.

11. 4°. Santiago no contradice a san Pablo
Mas nuestros adversarios, no satisfechos con esto, dicen que aún nos queda entendernos con Santiago, el cual nos contradice en términos irrefutables. El enseña que Abraham fue justificado por las obras, y que también todos nosotros somos justificados por las obras, y no solamente por la fe (Sant. 2, 14-26).
¿Es que por ventura pretenden que san Pablo contradiga a Santiago? Si tienen a Santiago por ministro de Cristo es preciso que interpreten sus palabras de forma que no esté en desacuerdo con lo que Cristo ha dicho. El Espíritu, que ha hablado por boca de san Pablo, afirma que Abraham consiguió la justicia por la fe, y no por las obras- De acuerdo con esto nosotros también enseñamos que todos los hombres son justificados por la fe sin las obras de la Ley. El mismo Espíritu enseña por Santiago que la justicia de Abraham y la nuestra consiste en las obras, y no solamente en la fe. Es evidente que el Espíritu Santo no se contradice a si mismo. ¿Cómo, pues, hacer concordar a estos dos apóstoles?
A nuestros adversarios les basta con poder desarraigar la justicia de la fe, la cual nosotros queremos ver plantada en el corazón de los fieles; en cuanto a procurar la tranquilidad y la paz de las conciencias, esto les tiene a ellos sin cuidado. Por eso todos pueden ver cómo se esfuerzan en destruir la justicia de la fe, sin que se preocupen de ofrecernos justicia alguna a la que las conciencias se puedan atener. Triunfen, pues, en hora buena, con tal de que no pretendan gloriarse más que de haber destruido toda certeza de justicia. Evidentemente podrán gozar de esta desventurada victoria, cuando extinguida la luz de la Verdad, el Señor les permita que cieguen al mundo con las tinieblas de sus mentiras. Pero dondequiera que la verdad de Dios subsista, no podrán conseguir nada.
Niego, pues, que lo que afirma Santiago, y que ellos tienen siempre en la boca, sirviéndose de ello como de un escudo fortísimo, sirva a su propósito lo más minino. Para aclarar esto es preciso ante todo considerar la intención del apóstol, y luego señalar en qué están ellos equivocados.
Como en aquel tiempo había muchos — mal que suele ser perpetuo en la Iglesia — que claramente dejaban ver su infidelidad menospreciando y no haciendo caso alguno de las obras que todos los fieles deben realizar, gloriándose a pesar de ello, falsamente, del título de fe, Santiago se burla en este texto de su loca confianza. Por tanto, su intención no es menoscabar de ningún modo la virtud y la fuerza de la verdadera fe, sino declarar cuán neciamente aquellos pedantes se gloriaban tanto de la mera apariencia de la fe, y satisfechos con ella, daban rienda suelta con toda tranquilidad a toda clase de vicios, dejándose llevar a una vida disoluta.

Fe viva y fe muerta.  Una vez comprendida la finalidad del apóstol, es cosa fácil comprender en qué se engañan nuestros adversarios. Y se engañan de dos maneras; la primera en el término mismo de fe; la segunda, en el de justificar.
Que el apóstol llame fe a una yana opinión, que nada tiene que ver con la fe verdadera, lo hace a manera de concesión; lo cual en nada desvirtúa su causa. Así lo muestra desde el principio de la discusión con estas palabras: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras?” (Sant. 2,14). No dice; si alguno tiene fe sin obras, sino si alguno se jacta de tenerla. Y aún más claramente lo dice después, cuando burlándose de esta clase de fe afirma que es mucho peor que el conocimiento que tienen los demonios; y finalmente, cuando la llama “muerta”. Mas por la definición que pone se puede entender muy fácilmente lo que quiere decir: Tú crees, dice, que Dios es uno. Ciertamente, si todo el contenido de esta fe es simplemente que hay Dios, no hay motivo para sorprenderse de que no pueda justificar. Y no es preciso pensar que esto quite nada a la fe cristiana, cuya naturaleza es muy distinta. Porque, ¿cómo justifica la fe verdadera, sino uniéndonos con Cristo, para que hechos una misma cosa con Él, gocemos de la participación de su justicia? No nos justifica, pues, por poseer Cierto conocimiento de la esencia divina, sino porque descansa en la certidumbre de la misericordia de Dios.

12. San Pablo describe la justificación del impío; Santiago la del justo
Aún no hemos llegado a lo principal, hasta haber descubierto el otro error. Porque parece que Santiago pone una parte de nuestra justificación en las obras. Pero si queremos que Santiago esté de acuerdo con toda la Escritura y consigo mismo, es necesario tomar la palabra justificar en otro sentido del que la toma san Pablo. Porque san Pablo llama justificar cuando, borrado el recuerdo de nuestra injusticia, somos reputados justos. Si Santiago quisiera decir esto, hubiera citado muy fuera de propósito lo que dice Moisés: Creyó Abraham a Dios, y esto le fue imputado ajusticia. Porque él enhebra su razonamiento como sigue: Abraham por sus obras alcanzó justicia, pues no dudó en sacrificar a su hijo cuando Dios se lo mandó; y de esta manera se cumplió la Escritura que dice: Creyó Abraham a Dios y le fue imputado a justicia. Si es cosa absurda que el efecto sea primero que la causa, o Moisés afirma falsamente en este lugar que la fe le fue imputada a Abraham por justicia, o él no mereció su justicia por su obediencia a Dios al aceptar sacrificar a Isaac. Antes de ser engendrado Ismael, que ya era mayor cuando nació Isaac, Abraham había sido justificado por la fe. ¿Cómo, pues, diremos que alcanzó justicia por la obediencia que mostró al aceptar sacrificar a su hijo Isaac, cuando esto aconteció mucho después? Por tanto, o Santiago ha cambiado todo el orden — lo cual no se puede pensar — o por justificado no quiso decir que Abraham hubiese merecido ser tenido por justo. ¿Qué quiso decir entonces? Claramente se ve que habla de la declaración y manifestación de la justicia, y no de la imputación; como si dijera: los que son justos por la verdadera fe, dan prueba de su justicia con la obediencia y las buenas obras, y no con una apariencia falsa y soñada de fe. En resumen: él no discute la razón por la que somos justificados, sino que pide a los fieles una justicia no ociosa, que se manifieste en las obras. Y así como san Pablo pretende probar que los hombres son justificados sin ninguna ayuda de las obras, del mismo modo en este lugar Santiago niega que aquellos que son tenidos por justos no hagan buenas obras.
Esta consideración nos librará de toda duda y escrúpulo. Porque nuestros adversarios se engañan sobre todo al pensar que Santiago determina el modo como los hombres son justificados, siendo así que no pretende otra cosa sino abatir la yana confianza y seguridad de aquellos que para excusar su negligencia en el bien obrar, se glorían falsamente del nombre y del título de la fe. Y así, por más que den vueltas y retuerzan las palabras de Santiago, no podrán concluir otra cosa que estas dos sentencias: que la yana imaginación de fe no justifica; y que el creyente declara su justicia con buenas obras.

13. 5°. Explicación de Rom. 2,13
De nada les sirve lo que alegan de san Pablo a este propósito; es decir, que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados” (Rom. 2, 13).
No quiero esquivar la dificultad con la solución que da san Ambrosio, según el cual esto se dijo porque el cumplimiento de la Ley es la fe de Cristo, pues me parece que esto no es más que un subterfugio, al que no hay por qué recurrir cuando el camino está franco.
El Apóstol en este lugar rebate la yana confianza de los judíos, los cuales se gloriaban de ser los únicos que conocían la Ley, siendo así que por otra parte la escarnecían gravemente. Por eso, para que no se ufanasen tanto con el mero conocimiento de la Ley, advierte el Apóstol que si buscamos nuestra justicia por la Ley hemos de guardarla, y no simplemente saberla. Ciertamente nosotros no dudamos que la justicia de la Ley consiste en las obras; como tampoco negamos que su justicia consista en la dignidad y los méritos de las mismas; mas, aun concediendo todo esto, todavía no se ha probado que seamos justificados por las obras, si no muestran siquiera el ejemplo de uno que haya cumplido la Ley.
Ahora bien, que san Pablo no ha querido decir otra cosa, el mismo contexto lo da a entender bien claramente. Después de haber condenado de injusticia, así a los judíos como a los gentiles indistintamente, desciende a particularizar y afirma que los que pecaron sin Ley, sin Ley perecerán; lo cual se refiere a los gentiles. Por otra parte, dice, que los que pecaron en la Ley serán condenados por la Ley, refiriéndose con ello a los judíos. Mas como ellos cerraban los ojos a las transgresiones y se mostraban muy engreídos con la sola Ley, añade muy a propósito que la Ley no les fue dada para que con sólo oír su voz fuesen justos, sino que lo serán cuando obedecieren a sus mandamientos. Como si dijera: ¿Buscas tu justicia en la Ley?; no alegues el mero hecho de haberla oído, lo cual muy poca hace al caso, sino muestra las obras mediante las cuales declares que la Ley no te ha sido dada en vano. Pero como todos estaban vacíos de esto, seguíase que estaban privados de la gloria que pretendían. Por tanto, de la intención del Apóstol hay que deducir más bien un argumento en contra, como sigue: la justicia de la Ley consiste en la perfección de las obras; ninguno se puede gloriar de haberla satisfecho con sus actos; luego, de ahí se sigue que ninguno es justificado por la Ley.

14. 6°. Pasajes en los cuales los fieles ofrecen su justicia a Dios
Combaten también nuestros adversarios contra nosotros sirviéndose de los lugares en que los fieles atrevidamente presentan a Dios su justicia, para que la examine en su juicio, y desean que El dicte su sentencia conforme a ella. Así, por ejemplo: “Júzgame conforme a mi justicia, y conforme a mi integridad” (Sal. 7, 8). Y: “Oye, oh Jehová, una causa Justa...; tú has probado mi corazón, me has visitado de noche. . .; y nada inicuo hallaste” (Sal. 17,1-3). “Jehová me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado, porque yo he guardado los caminos de Jehová, y no me aparté impíamente de mi Dios” (Sal. 18,20). Y también: “Júzgame, oh Jehová, porque yo en mi integridad he andado. No me he sentado con hombres hipócritas; aborrecí la reunión de los malignos. No arrebates con los pecadores mi alma, ni mi vida con hombres sanguinarios, en cuyas manos está el mal, y su diestra está llena de sobornos. Mas yo andaré en mi integridad” (Sal. 26,1.4.5.9-11).
Antes he hablado de la confianza que los santos parece que sienten sin más que sus obras. Los testimonios que a este propósito acabamos de alegar no nos ofrecerán mayor dificultad si los consideramos en sus debidas circunstancias, que son de dos clases. En efecto, al expresarse así no quieren que toda su vida sea examinada, a fin de ser absueltos o condenados de acuerdo con ella; sino que simplemente presentan al Señor alguna causa particular para que la juzgue. Y en segundo lugar, ellos se atribuyen justicia, no respecto a Dios, sino en comparación con los inicuos y malvados.
Primeramente, cuando se trata del modo como el hombre es justificado, no solamente se requiere que la causa sea buena en algún asunto particular, sino además que haya una justicia íntegra durante todo el curso de la vida; cosa que jamás hombre alguno ha tenido ni tendrá. De hecho los santos, cuando para probar su inocencia imploran el juicio de Dios, no intentan presentarse ante Él como si estuviesen libres de toda falta y pecado, y sin culpa ninguna; sino que después de poner la confianza de su salvación en la sola bondad de Dios, y seguros de que Él cuida de los pobres y los ampara cuando se ven afligidos contra todo derecho y justicia, ponen en sus manos su causa, en la cual siendo inocentes se ven afligidos.
Por otra parte, como se presentan juntamente con sus adversarios ante el tribunal de Dios, no alegan jactanciosamente una inocencia capaz de resistir a la pureza divina, Si hubiera de ser examinada con todo rigor, sino que, sabiendo que Dios ye su sinceridad, justicia, sencillez y pureza, y que le es grata en comparación con la maldad, astucia y perversidad de sus enemigos, no temen invocar a Dios para que haga de juez entre ellos y los impíos. Así David, cuando decía a Saúl: “Jehová pague a cada uno su justicia y su lealtad” (1 Sm.26,23), no quería decir que el Señor examinase a cada uno en sI mismo y le remunerase según sus méritos, sino que confesaba delante del Señor cuánta era su inocencia en comparación con Saúl.
Tampoco san Pablo, cuando se gloría de que su conciencia le era testigo de haber cumplido con simplicidad e integridad su deber para con la Iglesia (2 Cor. 1,12; Hch. 23, 1), quiere con ello apoyarse en esta gloria delante de Dios, sino que forzado por las calumnias de los impíos, mantiene frente a toda posible maledicencia de los hombres su lealtad y honradez, que él sabia muy acepta a Dios. Porque vemos que en otro lugar afirma: “Aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado” (1 Cor. 4,4). Y la razón de ello es que se daba muy bien cuenta de que el juicio de Dios es muy distinto del juicio de los hombres.
Así pues, por más que los fieles pongan a Dios por testigo y juez de su inocencia frente a la hipocresía de los impíos, cuando tienen que entenderse a solas con Dios, todos a una voz exclaman: “Jah, si mirares a los pecados, quién, oh Señor, podrá mantenerse?” (Sal. 130,3). Y también: “No entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal. 143,2); y desconfiando de sus obras, de buena gana confiesan que la bondad del Señor es mucho mejor que la vida.

15. 7º. Pasajes que atribuyen la justicia y la vida a las obras de los fieles
Hay también otros pasajes no muy diferentes de éstos, en los que
algunos podrían enredarse.
Salomón dice que el que anda con integridad es justo (Prov. 20,7). Y:
“En el camino de la justicia está la vida; yen sus caminos no hay muerte” (Prov. 12,28;28, 18). También Ezequiel declara que el que hiciere juicio y justicia vivirá (Ez. 18,9.21; 33,15).
Respondo que no querernos disimular, negar ni oscurecer ninguna de estas cosas. Pero presentadme uno solo entre todos los hijos de Adán con tal integridad. Si no hay ninguno es preciso que, o todos los hombres sean condenados en el juicio de Dios, o bien que se acojan a su misericordia.
Sin embargo, no negamos que la integridad que los fieles poseen les sirva como de peldaño para llegar a la inmortalidad. Mas, ¿de dónde proviene esto, sino de que cuando el Señor recibe a alguna persona en el pacto de su gracia no examina sus obras según sus méritos, sino que las acepta con su amor paternal sin que ellas en si mismas lo merezcan? Y con estas palabras no entendemos solo lo que los escolásticos enseñan: que las obras tienen su valor de la gracia de Dios que las acepta, con lo cual entienden que las obras, en si mismas insuficientes para conseguir la salvación, reciben su suficiencia de que Dios las estima y acepta en virtud del pacto de su Ley. Yo, por el contrario, afirmo que todas las obras, en cuanto están mancilladas, sea por otras transgresiones o por la suyas propias, no pueden tener valor alguno sino en cuanto el Señor no les imputa sus manchas y perdona al hombre todas sus faltas, lo cual es darle la justicia gratuita.
También aducen fuera de propósito las oraciones que algunas veces formula el Apóstol, en las que desea tan grande perfección a los fieles, que sean santos y sin mancha delante de El en el día del Señor (Ef. 1,4; Flp. 2, 15; 1 Tes. 3, 13, etc.). Los celestinos, antiguos herejes, insistían mucho en estas palabras y las tenían siempre en la boca para probar que el hombre puede, mientras vive en este mundo, conseguir perfecta justicia. Mas nosotros respondemos con san Agustín — y nos parece que es suficiente — que todos los fieles deben tener corno blanco comparecer una vez delante de Dios limpios y sin mancha alguna; pero como el estado mejor y el más perfecto que podemos alcanzar en esta vida presente consiste en que de día en día vayamos aprovechando cada vez más, sólo llegaremos a dicho blanco cuando, despojados de esta carne pecadora, estemos del todo unidos a Dios.1
Tampoco discutiré obstinadamente con el que quiera atribuir a los santos el título de perfección, con tal de que la defina como lo hace san Agustín. Dice él: “Cuando llamamos perfecta a la virtud de los santos, para su perfección se requiere el conocimiento de su imperfección; o sea, que de veras y con humildad reconozcan cuán imperfectos son”. 2

1 De la perfección de la justicia del hombre, IX, 20.
2 Contra dos cartas de los pelagianos, A Bonifacio, lib. III, VII, 19.

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