CAPITULO PRIMERO

De la creación de los ángeles y de los hombres

       En este libro, que será el último, según prometí en el anterior, trataremos de la eterna bienaventuranza de la Ciudad de Dios; la cual, no por los dilatados siglos que alguna vez han de terminar se llamó eterna, sino porque, como dice el Evangelio, «su reino no tendrá fin»; ni tampoco porque muriendo y faltando. unos, naciendo y sucediéndose otros, haya en ella una apariencia de perpetuidad, como un árbol que está siempre verde parece que persevera en él un mismo verdor, mientras que conforme van cayendo unas hojas, otras que van naciendo conservan la apariencia de su frescura, sino porque en ella todos sus ciudadanos serán inmortales, viniendo a conseguir también los hombres lo que nunca perdieron los ángeles santos. Esto lo hará Dios Todopoderoso su fundador, porque lo prometió y no puede mentir, y para persuadir de ello a los fieles ha hecho ya muchas cosas no prometidas y cumplido muchas prometidas.
       Él es el que al principio hizo el mundo tan lleno de seres tan buenos, visibles e inteligibles; en el cual nada creó mejor que los espíritus, a quienes dio inteligencia, e hizo capaces para que le viesen y contemplasen, y los reunió en una comunidad que llamamos Ciudad santa y soberana, en la cual el alimento con que se sustentasen y fuesen bienaventurados quiso que fuese el mismo Dios, como vida y sustento común de todos. A esta misma naturaleza intelectual la dio libre albedrío, de manera que si quisiese dejar a Dios, que es su bienaventuranza, le sucediese la miseria.
       Y sabiendo Dios que algunos ángeles, por la altivez v soberbia con que habían de presumir bastarse para su vida bienaventurada, serían desertores y apóstatas de tanto bien, no les quitó esta. potestad, juzgando mejor sacar bien aun de las cosas malas que impedir hubiese las malas. Las cuales no existieran si la naturaleza mudable, aunque buena y criada por el sumo Dios o bien inconmutable, no las  hubiera hecho ella misma malas, pecando. Y con el testimonio de este su pecado, se prueba también que la naturaleza, en su creación, fue buena. Porque si también ella misma no fuera un grande bien, aunque no igual a su Criador, el dejar a Dios, que era como luz suya, no pudieran ser su mal. Pues así como la ceguera es un vició de los ojos que nos manifiesta fue criado el ojo para ver la luz, y con este vicio se nos declara que es mas excelente que los demás  órganos él órgano capaz de  luz (porque no por otra causa sería su vicio el carecer de luz); así la Naturaleza que gozaba de Dios nos enseña con su mismo vicio que fue criada muy buena, con cuyo vicio es miserable, porque no goza de Dios, el cual castigó la caída voluntaria de los ángeles con la justísima pena de la eterna infelicidad, y a los demás que perseveraron en aquel sumo bien Ies concedió  que estuviesen ciertos y seguros de su perseverancia, como premio de la misma perseverancia. Crió al hombre también con el mismo libre albedrío, aunque terreno, digno del cielo si perseverase en la unión de su Criador, y si le desamparase, digno de una miseria, cual conviniese a semejante Naturaleza. Y sabiendo que había de pecar desamparando a Dios con traspasar su divina ley, tampoco le privó del libre albedrío, previendo al mismo tiempo el bien que de su mal había de resultar, puesto que del linaje mortal, condenado justamente por su culpa, va, por su gracia, recogiendo multitud de gente para con ella suplir la que cayó de los ángeles, y que, de este modo, su querida y soberana Ciudad no quede sin ciudadanos, antes, quizá, venga a gozar de número más copioso.

CAPITULO II

De la eterna e inmutable voluntad de Dios

Aunque muchas acciones se practican por los malos contra la voluntad de Dios, este Señor es tan sabio, justo y poderoso, que todas las que parecen contrarias a su voluntad van encaminadas a aquellos fines que con su augusta presciencia previó que eran buenos y justos.
Por eso cuando se dice que Dios muda la voluntad de manera que a los que se mostraba benigno (pongo por ejemplo) se les vuelve airado, ellos son los que se mudan. antes y le hallan mudado en cierto modo en las aflicciones que padecen, así como se muda el sol respecto de los que tienen los ojos tiernos y débiles en su organización, y se les vuelve de suave en alguna manera áspero, y de agradable molesto, siendo él en su esencia el mismo que era. Llámase también voluntad de Dios la que el Señor forma en los corazones de los que obedecen a sus mandamientos, de la cual dice el Apóstol: «Dios es el que obra en nosotros, como también en el querer o en la voluntad.» Porque así como se dice justicia de Dios, no sólo aquella con la cual el Señor es justo, sino también la que obra en el hombre que justifica, por la misma razón se llama su ley la que es más de los hombres que suya, aunque dada por Dios a la humana descendencia, porque, en efecto, hombres eran a los que decía Cristo: «En vuestra ley está escrito», y en otro lugar: «La ley de su Dios está impresa en su corazón.»
Según esta voluntad que Dios obra en los hombres, también se dice querer o voluntad libre, no lo que el Señor quiere, sino lo que hizo que quisiesen los suyos; así como se dice que cono ció, lo que hace que se conozca por los que no lo conocían. Pues diciéndonos el Apóstol: «Ahora que habéis conocido a Dios, habiéndoos conocido antes Dios», no es lícito que creamos que entonces conoció Dios a los que tenía predestinados antes de la creación del mundo, sino que se dice que entonces conoció lo que hizo en aquellas circunstancias fuese conocido. Acerca de estas locuciones o modos de decir, recuerdo haber hablado ya en el libro XVI, capítulo XXXII, y en otros lugares. Según esta voluntad, pues con la cual decimos que quiere Dios lo que hace que quieran otros, que ignoran lo venidero, muchas cosas quiere y no las pone en ejecución.
Porque muchas cosas quieren sus santos que se ejecuten, movidos con la santa voluntad inspirada por Dios, y no se verifican, como cuando ruegan por algunos piadosamente, y no hace Dios lo que le piden, habiendo el mismo Señor impreso en ellos con su espíritu esta voluntad de suplicar. Por eso cuando, según Dios, quieren y ruegan los santos que se salven todos, podemos decir con aquella locución: «quiere Dios y no lo hace», para que digamos que quiere Él mismo que hace que éstos quieran.
Pero según su voluntad, que con su alta presciencia es eterna, sin duda ya hizo en el cielo y en la tierra todo cuanto quiso, no sólo lo pasado y lo presente, sino también lo futuro. Sin embargo, antes que llegue el tiempo en que quiso que se hiciese lo que con su presciencia dispuso, decimos se hará cuando Dios quisiere; pero cuando ignoramos no sólo el tiempo el que ha de ser, sino también si será, decimos se hará si Dios quisiere, no porque Dios tendrá entonces nueva voluntad que no tuvo, sino porque lo que está decretado ab aeterno en su inmutable voluntad, sucederá entonces.

CAPITULO III

De la promesa de la eterna bienaventuranza
de los santos y  de los eternos tormentos de los impíos

       Omitiendo otras muchas razones concernientes a esta materia, así como en la actualidad vemos verificado en Cristo lo que prometió a Abraham, diciendo: «En tu semilla y descendencia serán benditas todas las naciones», así también cumplirá lo que prometió a esta su estirpe, diciendo por el Profeta: «Resucitarán los que estaban en las sepulturas»; y lo anunciado por Isaías, cuando dice: «Que habrá nuevo cielo y nueva tierra, y no se acordarán de lo pasado, ni les vendrá va más al pensamiento: antes sí, hallarán en la novedad alegría v contento, porque yo haré a Jerusalén alegría, y a mi pueblo contento; me regocijaré en Jerusalén, me alegraré en mi pueblo, y no se oirá más en ella llantos ni lágrimas»; y lo que por Daniel anunció al mismo Profeta, diciendo: in tempore illo salvabitur populus tuus omnis qui inventus fuerit scriptus in libro et multi dormientium in terrae pulvere (o, como algunos han interpretado, aggere), exurgent, hi in vitam aeternam, et hi in opprobrium, et confusiónem aeternam; esto es, «en aquellos días se salvarán los de vuestro pueblo, todos los que se hallaren escritos en el libro, y muchos de los que duermen en el polvo o en las fosas de la tierra se levantarán y resucitarán los unos a la vida eterna, y los otros a la ignominia y confusión sempiterna»; y lo que en otra parte dice por el mismo Profeta: «Recibirán el reino los santos del Altísimo, y le poseerán para siempre por todos los siglos de los siglos»; "y poco después: «Su reino es reino eterno», Y lo demás tocante a esta doctrina que inserté en el libro XX, a lo que allí dejé de poner y se halla escrito en los mismos libros; todo lo cual se habrá de realizar, como se realizó lo que los incrédulos presumían que no había de verificarse, porque prometió lo uno y lo otro, y uno y otro dijo que había de venir aquel mismo Dios a quien tiemblan los dioses de ]os paganos, como lo confiesa hasta el mismo Porfirio, famoso filósofo entre los gentiles.

CAPITULO IV

Contra los sabios del mundo que piensan que los cuerpos humanos no pueden ser trasladados a las moradas del Cielo

Hombres doctos y sabios, oponiéndose a la fuerza de una autoridad tan plausible como venerable, que a toda clase de gentes, como lo habían anunciado ya mucho antes, hizo creer y esperar esto mismo, creen que arguyen enérgicamente contra la resurrección de los cuerpos, con el testimonio de lo que Cicerón dice en el libro II de República: donde afirmando cómo a Hércules y a Rómulo, de hombres mortales los habían colocado en el número de los dioses, asegura que sus cuerpos no subieron al cielo, puesto que la naturaleza no sufre que lo que es de tierra se quede en otra parte que en la tierra. Esta es la razón principal de dichos sabios, «cuyos pensamientos y discursos sabe el Señor que son vanos».
Si solamente fuéramos almas, esto es, fuéramos espíritus sin ningún cuerpo, y estando de asiento en el cielo no participáramos de cualidad alguna de la de los animales de la tierra, y nos dijeran que habíamos de venir a unirnos en estrecho vínculo con los cuerpos terrenos para animarlos, pregunto: ¿no arguyéramos con mucho mayor vigor para no dar asenso a esta doctrina, y diríamos que la naturaleza no tolera que una entidad incorpórea venga a unirse con lo que es corpóreo? Y, sin embargo, observamos que la tierra está poblada de almas vegetantes y que dan vida, con las cuales están unidos y enlazados con maravillosa armonía estos miembros terrenos.
¿Por qué causa, pues, queriendo el mismo Dios que formó este animal, no podrá ascender el cuerpo terreno a la altura del cuerpo celeste, si el alma, que es más aventajada y excelente que todos los cuerpos, y, por consiguiente, más que los cuerpos celestes, pudo unirse con el cuerpo terreno? ¿Acaso una partecilla terrena tan pequeña pudo unirse con objeto que fuese mejor para el cuerpo celeste para tener con él sentido y vida: y a esta misma que ya tiene sensación y vive se desdeñará el cielo de recibirla, o admitiéndola no la podrá sufrir, sintiendo y viviendo ésta en virtud de un ser que es mejor que todos los cuerpos celestes?
No se hace ahora esta maravilla, por que aún no ha llegado el tiempo en que quiso se hiciese el que ha hecho aquello, que por ser cosa que vemos no se la estima, siendo mucho más admirable que lo que estos ilusos creen. Porque ¿qué razón hay para que no nos admiremos de que las almas incorpóreas, que son más excelentes que los cuerpos celestes, se junten con los cuerpos terrenos, y sí de que los cuerpos terrenos vayan alas mansiones celestiales, siendo corpóreos, sino porque estamos acostumbrados a ver aquello formando lo que somos, y esto aun no lo somos, ni hasta ahora jamás lo hemos visto? Bien reflexionado, hallaremos que es obra más admirable de la mano divina unir y trabar en cierto modo lo corpóreo con lo incorpóreo, que el juntar cuerpos con cuerpos, aun que sean diferentes, los unos celestiales y los otros terrenos.

CAPITULO V

De la resurrección de la carne, que algunos no creen, creyéndola todo el mundo

Aunque, haya sido increíble alguna vez, ya todo el mundo ha creído, me nos unos cuantos incrédulos que se admiran de ello, que el cuerpo terreno de Cristo fue llevado a los cielos; la resurrección de su carne, su ascensión y subida a las celestiales mansiones, dándole crédito los doctos e indoctos, los sabios y los ignorantes. Y si han creído lo que es digno de fe, adviertan cuán necios son los que no creen. Y si han creído lo que es increíble, también es creíble que se haya creído así lo que es increíble.
Estas dos circunstancias increíbles, es a saber, la primera: la resurrección de nuestro cuerpo para siempre, y la segunda: que una maravilla tan increíble como ésta la había de creer el mundo, predijo el Señor que habían de suceder mucho antes que esta última se verificase. Ya vemos cumplido que creyese el mundo lo que era in creíble. ¿Por qué, preguntó, la otra increíble que resta se desespera que también suceda, y se tiene por increíble cuando ya sucedió lo que era increíble, esto es, que cosa tan increíble la creyese el mundo, siendo así que ambas cosas increíbles, de las cuales vemos la una y creemos la otra, las hallamos ya anunciadas en la misma Escritura, por lo cual ha creído el mundo?
Y si consideramos el modo como el mundo lo ha creído, hallaremos que es más increíble. Envió Cristo al mar proceloso de este siglo unos pescadores con las redes de la fe, que ignoraban las artes liberales, y por lo que respecta a su ciencia y doctrina, totalmente rudos, sin tener noticia de gramática, sin ir prevenidos ni armados de los sofismas de la dialéctica, ni hinchados con los discursos elocuentes de la retórica, y de esta manera pescó de todo género tanto número de peces, y entre ellas también a los mismos filósofos, lance tanto más admirable cuanto mas raro, que si se quiere podemos añadir a los dos increíbles que hemos dicho.
Luego ya tenemos tres sucesos in creíbles, que, no obstante, sucedieron. Increíble es que Cristo resucitase en carne, y que subiese al cielo con la carne. Increíble es que haya creído el mundo portento tan increíble. Increíble es que hombres de condición humilde, despreciables, pocos e ignorantes, hayan podido persuadir de cosa tan increíble, tan eficazmente al mundo, y hasta a los mismos doctos. De estos increíbles no quieren estos con quienes disputamos creer el primero; el segundo, aunque no quieran, lo ven aun con sus ojos, no comprendiendo cÓmo ha sucedido, si no creen el tercero.
Es cierto e indudable que la resurrección de Cristo y su ascensión al cielo con la carne, con que resucitó, ya se predica y se cree en todo el mundo, y si no es creíble, pregunto: ¿cómo ha creído en ello todo el orbe de la tierra? Si muchos nobles, poderosos y también sabios, dijeran que ellos lo vieron, y lo que así vieron lo divulgaron, no fuera maravilla que el mundo les hubiese creído, aunque hubiera algunos tercos que no lo creyeran. Pero si, como es cierto, predicándolo y escribiéndolo unos pocos hombres oscuros, bajos e ignorantes que aquí lo vieron, ha creído el mundo, ¿por qué unos pocos sumamente obstinados no quieren aún creer al mismo mundo que lo cree? El cual creyó a unos pocos hombres humildes, abatidos e ignorantes, porque en testigos tan despreciables más admirablemente lo persuadió por sí mismo el Espíritu Santo. Pues las elegantes arengas con que persuadían fueron, no palabras, sino obras maravillosas, y los que no vieron resucitar a Cristo en carne, y subir con ella al cielo, creían a los que decían que lo habían visto, no sólo porque lo decían, sino también porque hacían señales milagrosas. Porque a hombres que conocían que no sabían más que un idioma, y cuando más dos los veían con admiración hablar de improviso en todos los idiomas. Que uno que nació tullido de los pies desde el vientre de su madre, al cabo de cuarenta años se levantó sano en virtud de sola una palabra que los apóstoles le dijeron en nombre de Cristo. Que los sudarios y lienzos que se quitaban de sus cuerpos servían para sanar los enfermos, y que innumerables dolientes oprimidos con varias enfermedades, poniéndose en orden por los caminos por donde habían de pasar, para que les tocase la sombra cuando pasasen, al momento cobraban salud, y otras muchas señales estupendas que hacían en nombre de Cristo. Y, finalmente, veían resucitar los muertos. S concedieron que estos portentos se obraron, como se lee en los escritos apostólicos,
ved aquí cómo a aquellos tres prodigios increíbles podemos añadir otros infinitos increíbles.
Para que crean un suceso increíble que se dice de la resurrección de la carne, y de la ascensión al cielo, aglomeramos tantos testimonios de tantas increíbles, y, con todo, podemos apartar de su increíble rudeza a este incrédulos, para que den crédito a estas infalibles verdades. Y si no cree tampoco que los apóstoles de Cristo obrasen tales milagros, para que le creyesen la resurrección y ascensión que predicaban de Cristo, a nosotros no basta sólo el gran argumento de que sin milagros, lo haya creído todo orbe de la tierra.


CAPITULO VI

Cómo Roma; amando a su fundador Rómulo, le hizo dios, y la iglesia, creyendo en Cristo, le amó

Traigamos también aquí a la memoria lo que celebra y admira Tulio sobre haberse dado crédito a la divinidad Rómulo. Pondró sus mismas palabras como él las escriben: cosa es, dice más admirable la de Rómulo, porque los demás dioses que dicen se hicieron de los hombres, existieron en siglos menos ilustrados, de manera que fue más fácil el fingirlo cuando los imperitos e ignorantes se movían sin dificultad creer.
»Pero observamos que los tiempo de Rómulo fueron hace seiscientos años no cabales, habiendo ya adquirido antiguo esplendor las letras y las ciencias, y desterrándose ya aquel antiguo y envejecido error de la vida inculta agreste de los hombres.» Poco después del mismo Rómulo, dice así lo que pertenece a este mismo intento: «lo cual se puede inferir que muchos años antes fue Homero que Rómulo de manera que, siendo ya los hombres sabios y los tiempos ilustrados, apeil había lugar para poder fingir patran. Porque la antigúedad recibió las fábulas compuestas en ocasiones mal  e impropiamente; pero estos tiempos, como son ya cultos, rechazando prinpalmente todo lo que es imposible, las admiten.»
Uno de los hombres más doctos elocuentes de su tiempo, Marco Tulio Cicerón, dice que se creyó milagrosamente la divinidad de Rómulo porque los tiempos estaban ya ilustrados y no admitían las falsedades de las fábulas. ¿Y quién creyó que Rómulo fue dios, sino Roma, y esto siendo aún población reducida, y cuando comenzaba a cimentarse su futura gloria? Pórque después los descendientes hubieron de conservar en su memoria necesariamente las tradiciones que recibieron de sus predecesores, para que creciese la ciudad con la superstición que había mamado, en cierto modo, con la leche de su madre, y llegando a poseer un imperio tan vasto y dilatado, desde su cumbre y mayor, elevación, como de un lugar más encumbrado, bañase con esta su opinión las otras naciones. a quien dominaba. De suerte que, aunque ésta no lo creyesen, llamasen dios a Rómulo por no ofender el honor de la ciudad, a quien rendían vasallaje er asunto de su fundador, llamándole de otra manera que Roma, la cual creyo aquella patraña, no por afición al error sinó por amor desordenado a su fundador.
Pero a Cristo, aunque es fundado de la ciudad celestial y eterna, no por que la erigió le tuvo Esta por Dios antes ha de irse fundando paulatinamente porque lo creyó. Roma, después de ya fundada y dedicada, veneró a su fundador como a dios en el templo que le edificó; pero esta Jerusalén, para poderse fundar y dedicar, puso a Cristo Dios su fundador en el fundamento de la fe. Aquélla, amando a Rómulo creyó que era dios; ésta, creyendo que Cristo era Dios, le amó. Así como allá precedió el motivo para que Roma le amase y del amado creyese ya de buena gana aun el bien que era falso así precedió aquí causa, por la que ésta creyese, y con fe sincera, no sin justo motivo amase, no lo que era falso, sino lo que era verdadero.
Porque además de tantos y tan estupendos milagros, que persuadieron aún a los más obstinados que Cristo era Dios, también precedieron profecías divinas, dignas por todas sus circunstancias de fe, las cuales, no como los padres creemos que han de cumplirse, sino que las vemos ya plenamente cumplidas; pero de Rómulo, por que fundó a Roma y reinó en ella, oímos y vemos lo que sucedió, y no un portento que antes estuviese vaticinado. Dicen las historias que se sostuvo y creyó que fue transportado entre los dioses; mas no nos prueban que así ocurriera. Con ninguna señal maravillosa se evidencia que realmente sucediese, pues la loba que crió a los dos  hermanos, lo cual se tiene por singular portento, ¿de qué sirve o qué prueba para hacernos ver que era dios, puesto que, por lo menos, si aquella loba no fue positivamente una ramera, sin una bestia, el milagro debía ser común y extensivo a los dos hermanos, y, sin embargo, no tienen por dios a su hermano? ¿Y a quién le prohibieron que confesase por dioses a Rómulo o Hércules, o a otros tales hombres, quiso antes morir que dejarlo de confesar? ¿Hubiera acaso alguna nació que adorara entre sus dioses a Rómulo, si no los obligara a este vanorito con temor del nombre romano? ¿Y quién podrá numerar la inmensa multitud de los que quisieron antes morir con cualquiera género de muerte cruel e inaudita que negar la divinidad de Cristo Así, pues, el temor de la indignación de los romanos, si no se adorara Rómulo, pudo forzar a algunas ciudades que estaban bajo el yugo y jurisdicción romana a adorarle como a dios pero el adorar a Cristo por Dios confesarle por tal un número considerable de mártires esparcidos por todo el ámbito de la tierra, no pudo impedirlo el temor, no ya de alguna ligera ofensa de ánimo, sino de penas y tormentos inmensos y varios, ni aun el terror de la misma muerte, que suele ser más horrible que todos los tormentos juntos.
La Ciudad de Cristo, aunque entonces era todavía peregrina en la tierra y tenía grandes escuadrones de crecido pueblos y gentes, con todo, no cuidó de resistir y pelear contra sus impíos perseguidores en defensa de su vida y salud temporal, antes por conseguir Ia eterna, no repugnó. Los prendían, encarcelaban, atormentaban, abrasaban despedazaban, mataban y, sin embargo, se multiplicaban. No tenían otro modo de pelear para salvar su vida que despreciar la misma vida por el Salvador.
Conservo en la memoria que en el libro III de República, de Cicerón, se dice, si no me engaño, que una ciudad buena y consumada en virtud no debe emprender guerra si no es o por la fe o por la salud pública. Y lo que llama salud, o qué quiere significar con esta palabra, en otro lugar lo manifiesta, diciendo: «De estas penas, las que sienten aun los más insensatos, como son indigencia, destierro, prisión y azotes, se libertan en ocasiones los particulares con acabar de improviso la vida. Más para las ciudades, la pena mayor es Ia misma muerte, la cual parece que ir cierta a cada uno de la pena, porque la ciudad ha de estar establecida y ordenada de tal conformidad, que ser eterna. Así que no hay muerte natural para la república, como la hay para el hombre, en quien la muerte no sólo es necesaria, sino que muchas veces se debiera desear. Mas cuando una ciudad es asolada, destruida y aniquilada, se asemeja en cierto modo (comparando los objetos pequeños con los grandes) a si todo este mundo pereciese y se acabase.»
Esto dice Cicerón, porque opina, con los platónicos, que el mundo no ha de fenecer. Consta, pues, que quiso que la ciudad emprenda la guerra por conseguir aquella salud con la cual permanezca en el mundo, como él dice, eterna; aunque se le mueran y nazcan uno a uno los ciudadanos, como es perenne y perpetuo el verdor de los olivos laureles y demás árboles de esta calidad, cayéndoseles y naciendo una a una las hojas. Porque la muerte, como dice, no la de cada hombre de por sí, que ésta por la mayor parte libra de pena a cada uno, sino la de toda ella, es pena de la ciudad. Por lo cual con razón se duda si obraron bien los saguntinos cuando prefirieron que pereciese, toda la ciudad, a violar la fe de los tratados con que estaban aliados con la República Romana, cuya resolución tanto celebran los ciudadanos de la ciudad terrena. Mas no penetro como pudieran obedecer a esta doctrina por la cual se ordena que no debe emprenderse guerra sino por la fe o por la salud pública; y no dice cuando estas dos circunstancias concurren juntamente en un mismo peligro, de manera que no se puede guardar la una sin la pérdida de la otra; en tal caso, ¿qué es lo que debe elegirse? Porque, sin duda, si los sagúntinos escogieran la salud, les fuera preciso desamparar la fe; si habían de guardar fe, habían de perder la salud, como, en efecto, lo hicieron. Pero la salud de la Ciudad de Dios es de tal calidad, que se puede conservar o por mejor decir, adquirir con la fe y por la fe; más perdida la fe ninguno puede venir a ella. Y esta idea en unos corazones constantes y sufridos formó tantos y tan ilustres mártires, que no los tuvo, ni pudo, tener tales ni uno solo, cuando fue tenido  por dios Rómulo.

CAPITULO VII

Que  fue virtud divina y no persuasión humana que el mundo creyese en Cristo

Aunque es ridiculez hacer mención de la falsa divinidad de Rómulo cuando hablamos de Cristo, sin embargo, habiendo vivido Rómulo casi seiscientos años antes de Escipión, y confesando que aquel siglo estaba ya ilustrado cultivado con el estudio de las ciencias de manera que no creía lo que no posible; después de seiscientos años tiempo del mismo Cicerón, y especialmente en lo sucesivo, reinando ya Augusto y Tiberio, es a saber, en tiempos más ilustrados, ¿cómo pudiera admirar el entendimiento humano la resurrección de Cristo y su ascensión a los cielos como suceso posible? Mofándose de ella, no la escuchara ni admitiera, si no probaran y demostraran que puede ser, y que fue así la divinidad de misma verdad o la verdad de la divinidad, y los testimonios evidentes los milagros; de forma que por Ir terror y contradicción que pusieron tantas y tan grandes persecuciones, la resurrección e inmortalidad de la carne que precedió en Cristo y la que después ha de suceder en los demás a en el nuevo siglo, no sólo fue creída fielmente, sino predicada con heroico valor, sembrada por toda la redondez de la tierra y regada con la sangre los mártires para que brotara, se mentara y creciera con más abundancia y fecundidad. Pues se leían los anuncios de los profetas, concurrían las señales, prodigios y virtudes, y la verdad, aunque nueva al sentido y, uso ordinario, mas no contraria a la razón, penetraba en los espíritus hasta que todo el orbe, que la persiguió extraño furor y crueldad, la siguió abrazó con la fe católica.


CAPITULO VIII

De los milagros que se obraron para que el mundo creyese en Cristo, y los que aun continúan obrándose, sin embargo de creer las gentes en el Señor

¿Por qué causa (dicen) no se obran al presente aquellos milagros que predicáis se hicieron entonces? Pudiera congruentemente responder que fue absolutamente necesarios al principio, antes que creyese el mundo en Jesucristo, para que creyera realmente en su sana doctrina. El que todavía para establecer o afirmar su creencia busca prodigios, no deja de ser él un gran prodigio, pues creyendo toda la tierra no cree él.
Pero nos hacen esta objeción porque creamos que ni aun entonces se obraron aquellos milagros. Pregunto ¿por qué razón se celebra en toda la tierra con tanta fe el grande misterio de haber subido Cristo al cielo con su propia carne? ¿Por qué en siglos tan ilustrados y que no admitían opinión que no fuese posible, creyó el mundo sin milagros, sucesos milagrosamente increíbles? ¿Acaso dirán que fueron verosímiles y que por lo mismo merecieron crédito? ¿por qué motivo pues no los creen ellos? Bien breve y conciso es nuestro argumento; o es cierto el portento increíble que no se veía le hicieron creíbles otros increíbles, que se hacían y observaban ocularmente, o verdaderamente lo que era tan creíble no tuvo necesidad de milagros para persuadir. Así se confunde y redarguye la nimia incredulidad de estos espíritus preocupados.
Esto digo para confundir a los vanos; porque no podemos negar que hicieron muchos milagros para comprobar aquel singular, grande y saludable prodigio con que Cristo, con la misma carne en que resucitó, subió a los cielos, puesto que en los mismos libros, depositarios de las más venerables verdades, se contienen todos, a los que se obraron, como aquel por cuya fe y confirmación se hicieron. Estos para dar fe y testimonio se divulgaron; éstos con la fe que produjeron fueron más claramente conocidos. Porque se leen en presencia de todo el pueblo para que se crean y no se leyeran al pueblo si no se les diera   fe y crédito.
También al presente se hacen milagros en su nombre, ya sea por medio de sus Sacramentos, ya por las oraciones o memorias de sus santos, aunque no son tan claros ni ilustres famosos ni se divulguen con tanta gloria como aquellos; porque el Canon de la Sagrada Escritura, el cual convino que se promulgase, hace que lean aquellos por todo el mundo y que queden fijos en la memoria de todo el pueblo; pero éstos, dondequiera que sucedan, apenas se saben en toda la ciudad o por, alguno de los que están  en el lugar, porque la mayor parte, aun allí lo saben poquisimos, ignorándolos los demás, principalmente si es grande la ciudad. Y cuando son referidos en otras partes y a otros, no llevan consigo tanta autoridad que sin dificultad o sin poner duda se crean, aunque los refieran y den noticia exacta de ellos los mismos fieles a los fieles cristianos.
El milagro que sucedió en Milán, estando yo ahí, cuando recobró la vista un ciego, pudo llegar a noticia de muchos, porque la ciudad es populosa y dilatada y se hallaba entonces ahí el Emperador, sucediendo el prodigio en presencia de una multitud inmensa de pueblos, que concurrió a visitar los cuerpos de los bienaventurados mártires Protasio y Gervasio; los cuales, habiendo estado ocultos sin saberse su paradero, se hallaron por revelación en sueños del obispo San Ambrosio, donde aquel ciego, despojándose de sus tinieblas, vio el día.
Pero en Cartago, ¿quién sabe, a excepción de muy pocos, la salud que recobró Inocencio, abogado que fue de la audiencia del gobernador, hallándome yo presente y viéndolo con mis propios ojos? Como él con toda su familia era muy devoto, nos hospedó a mí y a mi hermano Alipio cuando veníamos de la otra parte del mar, que aunque no éramos clérigos, sin embargo, ya servíamos a Dios, y entonces posábamos en su casa. Curábanle los médicos unas fístulas que tenía, siendo muchas y muy juntas, en la parte posterior y más baja del cuerpo. Ya le habían abierto, y lo que restaba de la cura lo continuaba con medicamentos. Padeció, cuando le abrieron, largos y crueles dolores; pero entre muchos senos que tenía, uno se les olvidó a los médicos, ocultándoseles en tal conformidad, que no llegaron a él cuando debieran abrirle con el hierro. Finalmente, habiendo sanado todos los que habían abierto, éste sólo quedo, en cuya curación trabajaban en vano. Y teniendo él por sospechas estas dilaciones y recelando mucho le volviesen a abrir (según ya le había anunciado otro médico doméstico y afecto suyo, a quien los otros no habían admitido para que siquiera viese cuando la primera vez le abrieron cómo hacían la operación, y por una disensión que tuvo con él le había echado de la casa y con dificultad le había vuelto a recibir), exclamó y dijo: «¿Qué, me han de sajar otra vez? ¿He de venir a parar a lo que predijo aquel que no quisisteis que se hallase presente?» Ellos burlándose de aquel médico, decían que era un ignorante, y con buenas palabras y promesas le templaban y disminuían el miedo. Pasáronse otros muchos días; nada de cuanto hacían aprovechaba, y, sin embargo, los médicos perseveraban en sus ofertas de que había de cerrarse aquel seno, no con hierro, sino con medicinas. Llamaron también a otro médico, ya anciano y de gran fama en su facultad. Amonio, que aun vivía, el cual, habiendo registrado la herida, prometió lo mismo que los Otros, confiado en su pericia e inteligencia. Asegurado el doliente con la autoridad y fallo de éste, como si estuviera ya solo, con extraordinaria alegría motejó y se burló de su médico, que le había vaticinado que le abrirían nuevamente la cisura. Pero ¿para qué me alargo tanto? Al fin se pasaron tantos días en vano, que, cansados y confusos, confesaron que con ningún remedio podía sanar sino con la introducción del hierro. Quedóse absorto el enfermo, mudósele el semblante, turbado del temor y presagio, y cuando volvió en sí y pudo hablar, les mandó que se fuesen y no le visitasen más; no otro recurso le ocurrió estando cansado de llorar, y forzado ya de la necesidad, sino llamar a un alejandrino que entonces era tenido por admirable cirujano para que hiciese lo que, enojado, no quiso que practicasen los otros. Pero después que vino éste, y como maestro, advirtió en las cicatrices el trabajo de los otros, como hombres de bien le persuadió que dejase gozar del fin de la cura a aquellos que en ella habían trabajado tanto, porque, viéndolo, le causaba admiración; añadió que, en realidad, sólo sajándole podía sanar, mas que era muy ajeno de su condición quitar la palma de tan singular molestia por tan poca como quedaba que operar a hombres cuyo artificioso estudio, industria y diligencia con admiración había echado de ver en las cicatrices. Volviólos a su gracia y quiso que asistiese el mismo alejandrino a la operación de abrir aquel seno, que ya, por común consentimiento, se tenía, de no hacerlo, por incurable. Difirióse la operación para el día siguiente; pero luego que se ausentaron los físicos por la demasiada tristeza y melancolía del señor, se excito en aquella casa tal sentimiento, que, como si fuera ya difunto, apenas los podíamos sosegar.
Visitábanle a la sazón cada día aquellos santos varones, Saturnino, de buena memoria, que entonces era obispo uzalense; Geloso, presbítero, y los diáconos de la Iglesia de Cartago, entre los cuales estaba y sólo vive ahora el obispo Aurelio, digno de que le nombre con reverencia, con el cual, discurriendo de las maravillosas obras de Dios, muchas veces he tratado sobre este particular y he hallado que tenía muy presente en la memoria lo que vamos refiriendo. Visitándole, como acostumbraban, por la tarde, les rogó con muy tiernas lagrimas que le hicieran favor de hallarse a la mañana siguiente presentes a su entierro más que a su dolor, porque había concebido tanto miedo a los, dolores que antes había pasado, que no dudaba que había de dar el alma en manos de los médicos. Ellos le consolaron y exhortaron a que confiase en Dios y sufriese con esfuerzo y conformidad todo lo que Dios dispusiese. En seguida nos pusimos en oración, en la cual, como se acostumbra, hincamos las rodillas, y puestos en tierra, él se arrojó como si alguno le hubiese gravemente impelido y derribado al suelo, y comenzó a orar. ¿Quién podrá explicar con palabras apropiadas con qué emoción, con qué afecto, con qué angustia de corazón, con qué abundancia de lágrimas, con qué gemidos y sollozos que conmovían todos sus miembros y casi le ahogaban el espíritu? Si los otros rezaban o si estas demostraciones de ternura y aflicción distraían su atención, no lo sé. De mí sé decir que no podía orar, y sólo brevemente dije en mi corazón: «¿Señor, cuáles son las oraciones que oís de los vuestros si éstas no oís?» Porque me parecía que no le restaba ya más que dar el alma en la oración. Levantémonos, pues, y recibida la bendición del obispo nos fuimos, suplicándoles el doliente que viniesen a la mañana, y ellos exhortáronle a que tuviese buen ánimo. Amaneció el día tan temido, vinieron los siervos de Dios como lo habían prometido. Entraron los médicos, aprestando lodo lo que exigía la próxima operación, sacando la horrible herramienta, estando todos atónitos y suspensos, animando al desmayado y consolándole los que allí tenían más autoridad, componen en la cama los miembros del paciente para la comodidad de la mano del que había de hacer la abertura, desatan las ligaduras, descubren la herida, mírale el médico, y armado ya y atento, busca aquel seno que debía abrirse. Escudríñalo con los ojos, tiéntalo con los dedos, y al fin, buscando y examinando todo, halló una firmísima cicatriz. La alegría, alabanzas y acciones de gracias que dieron todos llorando de contento, no hay que fiarlo a mis razones y expresiones patéticas: mejor es considerarlo que decirlo.
En la misma ciudad de Cartago, Inocencia, mujer devotísima y de las principales señoras de aquella ciudad, tenía un cáncer en un pecho, dolencia, según dicen los médicos, que no puede curarse con medicamento alguno, y por eso se suele cortar y separar del cuerpo el miembro infecto donde nace, para que el doliente viva algún tiempo más, porque, según sentencia de Hipócrates, como dicen los físicos, de allí ha de resultar la muerte, y más o menos tarde es necesario abandonar del todo la cura. Así lo había insinuado a la paciente un médico perito y muy familiar y afecto de su casa, por lo que ella se acogió solamente a Dios con sus fervorosas oraciones. Adviértela en sueños, aproximándose ya la Pascua, que cuando se hallase presente a las solemnidades del bautismo en el puesto o lugar designado a las mujeres, cualquiera de las bautizadas que primero se encontrase con ella la santiguase la parte dañada con la señal de Jesucristo; así lo hizo y al punto sanó. El médico, que la había dicho que no tomase ningún remedio si quería prolongar algo más su vida, viéndola después y hallando enteramente sana a la que, habiéndola visto antes, sabía con toda seguridad que adolecía de aquel mal, le preguntó con grandes instancias le significase el remedio que había usado, deseando, a lo que se percibe, saber la medicina que obró más que el aforismo de Hipócrates. Y oyendo lo que había practicado, con voz o tono como quien hace poco caso, y con un semblante tal que la buena señora temió dijese contra Cristo alguna palabra contumeliosa o afrentosa, dicen que respondió con devoto donaire: «Pensaba que me habíais de decir alguna cosa grande e inaudita.» Y azorándose y, temblando la señora oyendo esta contestación, añadió: «¿Qué grande maravilla hizo Cristo en curar un cáncer, pues resucitó un muerto de cuatro días?» Oyendo yo esta respuesta, y sintiendo en el alma que un milagro tan estupendo como aquél sucediese en la insinuada ciudad, en aquella persona que no era de condición baja y  estuviese así encubierto, me pareció advertirla y aun reprendería el silencio; pero habiéndome respondido que no lo había callado, pregunté a unas señoras matronas muy amigas suyas, que acaso entonces la acompañaban, si habían tenido antes noticias de este prodigio, quienes me respondieron que no tenían antecedentes de él, ni le habían sabido. ¿Veis, dije yo, cómo lo habéis callado de manera que ni estas señoras con quienes tenéis tanta familiaridad lo han oído? Y porque sumariamente se lo había preguntado, hice lo refiriese todo según el orden de los acaecimientos delante de ellas, quedando todas admiradas y glorificando a Dios por su infinita piedad y misericordia.
¿Y quién tiene noticia de cómo en la misma ciudad un médico que padecía gota en los pies, habiendo dado su nombre para bautizarse, un día antes que recibiese la sagrada ablución prohibiéronle en sueños que se bautizase aquel año ciertos muchachos negros con los cabellos retorcidos, los cuales entendía él que eran los demonios, y no obedeciéndolos, aunque le pisaron por su resistencia los pies, padeciendo acerbísimos dolores cuales jamás los había sentido iguales, antes venciéndolos, no dilató el bautizarse, según lo había ofrecido, y en el mismo bautismo se libró, no sólo del dolor, que le molestaba más cruelmente que nunca, sino también de la misma gota, y en lo sucesivo, aunque vivió después muchos años, jamás le dolieron los pies? Este milagro llegó a  nuestra noticia y de algunos pocos cristianos que por la proximidad lo pudieron saber.
Un cierto curubitano, bautizándose, sanó, no sólo de una perlesía, sino también de una disforme bernia, y habiéndose librado de ambas dolencias, como si no hubiera tenido mal alguno en su cuerpo, le vieron partir sano de la fuente de la regeneración. ¿Quién supo este prodigio, a excepción de los vecinos de Curubi, y de algunos pocos que lo pudieron oír
casualmente en cualquiera parte? Habiéndolo entendido nosotros, por orden del santo obispo de Aurelio le hicimos venir a Cartago, aunque lo habíamos ya oído a personas de cuya fe no podemos dudar.
Hesperio, tribuno que está en nuestra compañía, posee en el territorio fusalense una granja llamada Zubedí y habiendo sabido que los espíritus malignos molestaban su casa, afligiendo a las bestias, y criados, rogó a nuestros presbíteros, estando yo ausente, que fuese alguno de ellos a expelerlos de allí con sus oraciones. Fue uno y ofreció el santo sacrificio del cuerpo de Cristo, rogando a Dios cuanto pudo que cesase aquella vejación, y al instante, por la misericordia de Dios, cesó. Consiguió éste de un amigo suyo un poco de tierra santa traída de Jerusalén, del paraje donde Cristo fue sepultado y resucitó al tercero día, la cual colgó en su aposento, porque no le hiciesen también algún daño. Pero viendo ya libre su casa de aquella vejación, le entró un gran cuidado sobre que haría de aquella tierra, a la cual por reverencia no quería conservar más tiempo en aquel aposento. Sucedió casualmente que yo y mi compañero, que era Maximino, obispo entonces de la Iglesia sinicense, nos hallamos allí cerca; nos rogó que fuésemos allá, y fuimos. Y habiéndonos referido todo el suceso nos pidió igualmente en particular que enterrásemos aquella tierra en alguna parte, y se construyese allí un oratorio donde pudiesen congregarse los cristianos a celebrar los misterios sagrados; accedimos á su ruego, y así se verificó.
Había allí un mancebo paralítico, de ejercicio labrador, que teniendo noticia del insinuado prodigio, pidió a sus padres que le condujesen sin dilación a aquel santo lugar, lo cual ejecutado, oró, y al momento salió de allí sano por sus pies.
En una aldea que se llama Victoriana, que dista de Hipona la Real menos de treinta millas, hay una reliquia de los santos mártires de Milán, Gervasio y Protasio. Llevaron allí un joven, que estando al mediodía, en tiempo de estío, bañando un caballo en lo profundo de un río, se le entró un demonio en el cuerpo, y encontrábase tendido en el suelo, próximo a la suerte, o casi como muerto, cuando entró la señora del pueblo, como acostumbraba, a rezar en la capilla los himnos y oraciones vespertinas con sus criadas y ciertas beatas, y comenzaron a cantar sus himnos. A estas voces, el joven, como si le hubieran herido gravemente, se levantó, y dando terribles bramidos, se asió del altar, y le tenía fuertemente agarrado sin atreverse a moverle, o no pudiendo, como si con él le hubieran atado o clavado, y pidiendo con grandes lamentaciones que le dejasen, confesaba el demonio dónde, cuándo v cómo había entrado en aquel mozo. Al fin, prometiendo que saldría de allí, fue nombrando todos los miembros que amenazaba se los había de hacer pedazos al salir,y diciendo estas expresiones salió del hombre; pero quedó a este colgando sobre la mejilla un ojo pendiente de una venilla, como de la raíz interior, y pupila, que solía estar negra, se había ya vuelto blanca. Advirtiendo esta deformidad los que estaban presentes porque habían concurrido ya otros las voces que daba, y todos se habían puesto por el en oración, aunque alegraban de verle que estaba ya en sano juicio, por otra parte estaban agitados por causa del ojo, y decían que se llamase un médico. A la sazón marido de una hermana suya que había conducido a aquel lugar, dijo Poderoso es el Señor, que ahuyentó al demonio por las oraciones de sus santos para restituirle también la vista.» Y como mejor pudo, tomando ojo caído y pendiente, y volviéndolo a su propio lugar, se le ató con un orario o venda, y no permitió que lo desatasen hasta pasados siete días, lo cual ejecutado, le halló ya sano y restituida la vista. Sanaron también otros muchos, y sería extendernos demasiado el numerarlos
todos.
Conozco una doncella de Hipona que habiéndose untado con el aceite que un sacerdote, rogando por ella había derramado sus lágrimas, quedó inmediatamente sana y libre del demonio.
También sé que un obispo oró una vez por un joven que estaba ausente, y no le veía, y al punto le dejó el demonio, que se había posesionado de ella.
Había en nuestra Hipona un anciano llamado Florencio, hombre devoto pobre que se sustentaba con lo que producía su oficio de sastre; había perdido su capa, y no tenía con que comprar otra; púsose en oración delante de los veinte mártires, cuya Iglesia, con, sus reliquias, tenemos mi célebre y suntuosa; pidió en voz clara y perceptible que le vistiesen; oyeron su ruego unos mancebos que se hallaron allí casualmente, y burlándose de él, cuando se marchó le siguieron dándole vaya, como a quien había pedido a los mártires cincuenta óbolos para comprar la capa. Pero andando el sastre sin responder una sola palabra, vio en la costa un pez muy grande palpitando, que le había arrojado sí el mar, y con la ayuda de aquellos mancebos le cogió y  vendió a un bodegenero que se llamaba Carchoso buen cristiano, diciéndole lo que había sucedido, en trescientos óbolos, pensando comprar con ellos lana, para que su mujer le hiciese como mejor pudiera alguna ropa con que vestirse. Pero el bodegonero, abriendo el pecho halló en su vientre un anillo de oro y movido a compasión, y temeroso de Dios, se lo dio al sastre, diciendo «Ves aquí cómo te han dado de vestir los veinte mártires.»
Cerca de los baños de Tíbili, llevando el obispo Proyecto las reliquias del glorioso mártir San Esteban, acudió a adorarlas un concurso muy numeroso de gente. Allí una mujer ciega pidió que la llevasen delante del obispo que traía las santas reliquias, diole unas flores que llevaba, volviólas a recibir, acercólas a los ojos, y al punto vio con grande admiración de los que lo presenciaron: iba muy alegre delante de todos, sin tener ya necesidad de quien la guiase por el camino.
Llevando la reliquia del mismo santo mártir, que está en la villa Synicense, comarcana a la colonia Hiponense; Lucilo, obispo del mismo pueble precediendo y siguiendo todos los habitantes, de repente se halló sano, llevando consigo aquel santo tesoro, de una fístula que desde hacía muchísimo tiempo le molestaba, y aguardaba que se la abriese un médico muy amigo suyo. Después, jamás la halló en si cuerpo.
Eucario, sacerdote, natural de España, viviendo en Calama, padecíó mucho tiempo había dolor de piedra; libróse de ella por la reliquia del insinuado santo mártir, que condujo allí el obispo Posidio.
Este mismo, después, adoleciendo de otra enfermedad, estaba rendido y muerto, de manera que le ataban y los dedos pulgares; pero con los auxilios del dicho santo mártir, habiendo traído de su capilla la túnica del mismo sacerdote y poniéndola sobre el cuerpo como estaba echado, resucitó.
Hubo en el mismo pueblo un hombre de linaje ilustre, llamado Marcial ya muy anciano y acérrimo enemigo de la religión cristiana; tenía una hija cristiana y un yerno que se había bautizado en aquel año, los cuales, como cayese enfermo, le pidieron con muchos ruegos y lágrimas que se convirtiese, haciéndose cristiano; pero el no quiso, por más insinuaciones que se le hicieron, y los echó de sí con mucha cólera y enojo. Su yerno tuvo por conveniente acudir a la reliquia de San Esteban ,y rogar por él cuanto pudiese, para que Dios le diera un santo espíritu, a fin de que no dilatase ni en creer en la fe de Cristo. Hízolo con singulares suspiros y lágrimas y con ardiente afecto lleno de verdadera candad, y al salir de la capilla tomó algunas flores del altar y por noche se las puso debajo de la cabecera, y así se fue sosegado a dormir. Antes de amanecer empieza a dar voces diciendo que vayan incontinenti a llamar al obispo que entonces se hallaba conmigo en Hipona, y habiéndole respondido que estaba ausente pidió que le trajesen sacerdotes. Vinieron, y luego dijo que creía en verdadera fe. Este enfermo, mientras vivió, siempre tuvo en su boca estas santas palabras: «Cristo, recibe mi espíritu», no sabiendo que estas expresiones fueron las últimas que pronunció el bendito mártir San Esteban cuando le apedrearon los judíos,  con las cuales al poco tiempo terminó su vida Marcial.
Concedió allí mismo el santo mártir la salud a dos enfermos que padecían la gota, uno vecino de aquel pueblo y otro extranjero; aunque es cierto que el primero sanó del todo, y segundo supo por revelación lo que debía aplicarse cuando le doliese pierna, y, en efecto, usando de es medicina, luego cesaba el dolor.
En una aldea llamada Auduro hay una iglesia, y en ella una reliquia del mártir San Esteban. Unos bueyes de mandados con su carreta atropellaron con las ruedas a un muchacho pequeño que estaba jugando con las eras, y momento, palpitando todo su cuerpo expiró; pero cogiéndole su madre en los brazos, le presentó a San Esteban y no sólo resucitó, sino que se libró sin lesión alguna de la desgracia pasada.
Una beata que vivía allí cerca e una granja denominada Caspaliana, cayó enferma, y, desesperanzada de poder sanar, trajeron su túnica a tocar con la santa reliquia, y antes que volviesen con ella murió la enferma. Si embargo, sus padres cubrieron el cuerpo difunto con la túnica, y recobrando el espíritu, se libertó de la muerte resucitando sana y buena.
En Hipona, cierto hombre llamad Baso, natural de Syria, se puso en oración delante de la reliquia del mismo santo mártir, rogando por una hija que tenía enferma y en inminente riesgo conduciendo a la capilla el vestido de la doliente, y ved aquí que llegan corriendo los criados de su casa con la fatal nueva de que era difunta su hija; pero como estuviese aún Baso e oración, sus amigos que le acompañaban los detuvieron y ordenaron que no diciese tan triste noticia al padre, para evitar que fuese llorando amargamente por las calles al volver a su casa, que estaba tan llena de los llantos de los suyos. Arrojando sobre la hija su vestido, que traía consigo, resucitó y recobró nueva vida.
En el mismo pueblo, entre nosotros murió de enfermedad el hijo de un cobrador de rentas, llamado Irineo, y estando tendido el cuerpo difunto y disponiéndole ya con gemidos y lágrimas las exequias, uno de sus amigos entre los consuelos que otros le daban le advirtió que untase el cuerpo con el aceite de la lámpara del mismo santo mártir; hízolo así, y revivió el hijo.
Asimismo, aquí entre nosotros, Eleusino, tribuno, puso a un niño hijo suyo, que se le había muerto de en, sobre la reliquia del santo mártir, que está en una aldea suya pro, y después de haber hecho oración con mucho fervor y copiosas lágrimas allí mismo le recibió vivo.
¿Qué haré ahora? Pues me insta la palabra que di de acabar esta obra de forma que no puedo relacionar todo lo que sé, y, sin duda, la mayor parte de nuestros católicos, cuando leyeres estos prodigios, se quejarán justamente de mí porque he omitido mucha maravillas, de las cuales, como yo, tienen exacta noticia. Suplícoles me perdonen y consideren cuán largo sereís emprender lo que me fuerza no ejecutar aquí la necesidad del fin que me he propuesto en esta obra. Pues dejando aparte otras particularidades, si quisiera escribir solamente los milagros de las curaciones prodigiosas que he obrado este santo mártir, el glorioso San Esteban, en la colonia calamense y en la nuestra, fuera indispensable formar muchos libros, y, sin embargo no sería posible recopilarlos todos, si no únicamente aquellos de los cuales nos han entregado memorias o relaciones circunstanciadas para que se reciten y publiquen al pueblo. Quisimos que así se hiciese, advirtiendo que también en nuestros tiempos obraba Dios muchas señales y milagros muy semejantes a los antiguos, que no era conveniente ignorasen muchos. No hace aún dos años que se puso en Hipona la Real esta memoria, y habiendo infinitos prodigios, de los cuales es indudable que no se han presentado testimonios, los que han publicado llegan ya casi a setenta cuando yo escribí éstos. Pero en Calama, donde el mismo memorial tuvo su primer exordio se dan con más frecuencia, es inconcebiblemente mayor el número de los milagros que se refieren. Sabemos también de otras muchas maravillas que ha obrado el mismo santo mártir en la colonia de Uzali, que está cerca de Utica, cuyo testimonio archivó allí mucho antes que tuviésemos noticia de el en este país el obispo Evodio.
No hay allí costumbre de dar memoriales, o, por ,mejor decir, no la hubo antes, porque acaso al presente habrá ya comenzado a usarse; pues hallándome en aquel pueblo hace poco tiempo, exhorté con beneplácito del obispo de dicho lugar a Petronia, señora ilustre, que había sanado milagrosamente de una peligrosa y larga enfermedad (en que nada aprovecharon todos los remedios que usaron 10 médicos), a que diese su relación para que se recitase al pueblo, a lo que condescendió gustosamente. En el cual insertó también lo que aquí no puedo pasar en silencio, aunque me obliga a terminar lo que me resta
de esta obra.
Dice que la persuadió un judío que metiese en una cinta hecha de cabellos un anillo, y se la ciñese a raíz de la carne debajo de todos los vestidos, y que el anillo tenía debajo de la piedra preciosa una piedra que se halla en los riñones de los bueyes; ceñida con este aparente remedio, caminaba a la capilla del santo mártir. Pero habiendo salido de Cartago, y llegando cerca del río Bragada, se detuvo allí en una heredad suya. Al levantarse para continuar su camino vio delante de sus pies, en el suelo, aquel anillo, y admirándose, tentó la cinta de cabellos con que le traía atado. Hallándola atada como la había puesto, con sus nudos muy firmes, sospeché que el anillo se habría quebrado o soltado; pero viéndole también integro, maravillada aún más, parecióle buen pronóstico y seguridad de la salud que esperaba y desatando la cinta juntamente con el anillo la arrojó en el río. No darán crédito a este suceso los que no creen que nació nuestro Señor Jesucristo quedando íntegra virgen su Madre, ni que entró a visitar sus discípulos estando cerradas las puertas; pero a lo menos busquen y averigüen esta maravilla, y si hallaren que es verdad, creerán también aquélla. La mujer es muy conocida; de familia noble; casada ilustremente, vive en Cartago; insigne es la ciudad, insigne es la persona, no dejarán de manifestar la verdad a los que quisieren examinarla. Por lo menos el mismo santo mártir, por cuya intercesión ella sanó, creyó en el hijo de la que permaneció Virgen inmaculada, en el que entró a ver sus discípulos estando cerradas las puertas. Finalmente, y éste es el motivo por que decimos todas estas particularidades, creyó en Aquel que subió a los cielos con la misma carne con que resucitó, y por eso obra el Señor tan estupendas maravillas, porque por esta fe puso y dio su vida.
Así, pues, también ahora se hacen muchos milagros, obrándolos el mismo Dios por medio de quien quiere y como quiere; el cual hizo igualmente aquellos que leemos, aunque éstos no son tan notorios como los otros, y para que no se olviden, se suelen renovar con la frecuente lección de ellos, como preservativo de la memoria. Porque aun donde se pone exacta diligencia, como la que se ha empezado a poner aquí entre nosotros de que se reciten al pueblo los memoriales o relaciones de los que reciben los favores divinos, los que se hallen presentes le oyen sola una vez, y los mismos se hallan presentes; de manera que ni los que los oyeron pasados algunos días se acuerdan de lo que oyeron, y apenas se halla uno que quiera contar lo que oyó al que sabe que estuvo ausente.
Uno ha sucedido aquí entre nosotros, que aunque no es mayor que los relacionados, con todo, el milagro es tan claro e ilustre, que imagino no haber uno solo de los ciudadanos de Hipona que no le haya visto o sabido, y ninguno que haya podido olvidarle. Hubo diez hermanos, siete varones y tres hembras, naturales de la ciudad de Cesárea, de Capadocia, no de humilde prosapia entre sus ciudadanos entre los cuales vino el castigo del cielo por una maldición que fulminó contra ellos su madre, recién viuda y desamparada de ellos, con motivo de la muerte de su padre, muy sentido por una injuria que la hicieron, de forma que todos padecían un terrible temblar de miembros; y no pudiendo tolerar el verse así, tan abominables y vilipendiados, en la presencia de sus vecinos, por donde cada uno quiso se fueron peregrinando por casi todo el Imperio romano. De éstos acertaron venir aquí dos, hermano y hermana, Paulo y Paladia, conocidos ya en otros muchos pueblos por la notoriedad su miseria. Llegaron a esta ciudad; casi quince días antes de la Pascua acudían diariamente a la iglesia, y en ella oraban delante de la reliquia del glorioso San Esteban, suplicándole a  Dios que los perdonase ya y les reintegrase en su perdida salud, Allí y donde quiera que iban llamaban la atención de todos los ciudadanos, y algunos que los habían visto en otras partes y sabían la causa de su temblor se lo referían a otros como podían. Vino la Pascua, y el domingo por la mañana, habiendo ya concurrido la mayor parte del pueblo, estando asido a rejas del santo lugar donde se guardaba la reliquia del santo mártir, haciendo su oración el insinuado mancebo de repente cayó postrado en tierra y estuvo así un gran rato, como quien duerme, aunque no ya temblando como antes, aun cuando dormía. Admirados los que estaban presentes, temiendo unos y lastimándose otros quisieron algunos levantarle; pero otros se lo impidieron diciendo, que era mas conveniente esperar a ver en que paraba. En este tiempo se levantó, y no temblaba, porque estaba ya sano, miraba a los que le observaban. ¿Quién pues, de cuantos le miraban dejó de alabar a Dios? Llenóse toda la iglesia de las voces de los que clamaban y bendecían a Dios; desde allí acudieron a mí corriendo donde estaba sentado para salir. Vienen atropellándose unos a otros, contando el último como cosa nueva lo que había ya referido otro antes. Y estando yo muy contento, y en mi interior dando gracias a Dios; entró también él mismo con otros muchachos,  inclinóse a mis rodillas, y levantóse para recibir mi paz; salimos a la presencia del pueblo; estaba llena la iglesia y resonaban por todas partes los ecos de las voces de alegría de los que por uno y por otro lado clamaban sin que ninguno callase, a Dios gracias, a Dios alabanzas. Saludé al pueblo y volvían a clamar lo mismo con mayor fervor y en más alta voz. En fin, sosegados y estando ya en silencio, leyéronse las solemnidades de la Sagrada Escritura, y al llegar a mi sermón hablé muy poco de la doctrina alusiva al tiempo presente y de aquella actual alegría, porque antes quise dejar que ellos, en la contemplación de aquel  divino prodigio, gustasen de cierta celestial elocuencia, no oyéndola, sino meditándola. Comió en mi compañía el  hombre, y me refirió muy por menor toda la historia de la común calamidad suya, de su madre y hermanos. Asi que el día siguiente, después de  concluido el  sermón, prometí que otro día se recitaría al pueblo la relación de aquel milagro. Lo hice el tercer día de Pascua, en las gradas de la exedra o coro, donde desde mi asiento hablaba al pueblo. Dispuse que estuviesen allí los dos hermanos en pie mientras se leía el memorial. Estábalos mirando todo el pueblo, hombres y mujeres, y veían al uno sin aquella terrible y extraña conmoción, y a la otra temblando en todos miembros .Y los que no habían visto a él, advertían el prodigio que había obrado en él la misericordia divina, porque veían a su hermana. Veían lo que por él debían agradecer a Dios y lo que por ella le debían pedir.
Habiéndose leído su memorial mandé que se quitasen de allí delante del pueblo, y comencé a exponer más circunstanciadamente aquel infeliz suceso cuando estando yo en esta plática, oímos otras voces de nuevas congratulaciones por la misma reliquia del bienaventurado mártir. Volvieron hacia allá los que me estaban oyendo, y empezaron a correr apresuradamente, porque Paladia, luego que bajó de las gradas donde había estado, se había ido a encomendar al santo mártir, y al tocar con las rejas, cayendo asimismo en tierra, como en un sueño se levantó sana. Estando yo preguntando qué era lo que había sucedido y la causa de aquel festivo rumor, entraron con ella en la iglesia dónde estábamos, trayéndola sana de la capilla del santo mártir. Levantóse entonces tan extraordinario clamor y admiración de hombres y mujeres, que parecía que las voces y las lágrimas nunca habían de cesar. Condujéronla al mismo puesto donde poco antes había estado temblando. Alegrábanse de verla vuelta semejante a su hermano los que se habían condolido antes de verla quedar tan desemejante. Y aunque no habían aún hecho su oración por ella, con todo, veían ya cómo tan presto había oído Dios su previa y anticipada voluntad. Oíanse las voces alegres en alabanzas de Dios sin pronunciar palabra, con tanto ruido que apenas lo podíamos tolerar, según nos aturdían. ¿Qué habría en los corazones de los que así se regocijaban, sino la fe de Cristo, por la cual se derramó la sangre de San Esteban?

CAPITULO IX

Que todos los milagros que se hacen por los mártires en nombre de Cristo dan testimonio de aquella fe con que los mártires creyeron en Cristo

Estos milagros, ¿de qué otra fe dan auténtico testimonio sino de ésta en que se predica que Cristo resucitó en carne, y que subió a los cielos con su propia carne? Porque aun los mismos mártires de esta fe fueron mártires, esto es, testigos, y dando testimonio a esta fe, sufrieron al mundo, acérrimo y cruel enemigo, y le vencieron, no resistiendo, sino muriendo. Por esta fe murieron los que pueden alcanzar estas singulares gracias del Señor, por cuyo santo nombre dieron sus vidas. Por esta fe precedió su admirable paciencia, para que en estos milagros se siguiera esta tan grande potencia y virtud. Porque si la resurrección de la carne para siempre, o no sucedió ya en Cristo, o no sucederá, como lo dice Cristo; o como lo han anunciado los profetas que nos vaticinaron a Cristo, ¿cómo pueden hacer tan estupendos prodigios los mártires que dieron su vida por esta fe, con la cual se predice esta resurrección?
Porque ya el mismo Dios haga estas maravillas por si mismo del modo totalmente admirable con que, siendo eterno, obra las cosas temporales, ya por sus ministros; y estas mismas que obra por sus ministros; ya las haga también por los espíritus de los mártires, como por hombres que están todavía en sus cuerpos, ya las obre todas por los ángeles, a quienes manda y ordena invisible, inmutable e incorpóreamente, de modo que lo que decimos que se hace por los mártires se haga únicamente por su ruego, impetrándolo ellos, y no obrándolo; ya unos prodigios se ejecuten de ésta, otros de aquella manera, por un medio y modo que es incomprensible a los mortales, con todo, esto mismo da testimonio de aquella fe que predica la resurrección de la carne para siempre.

CAPITULO X

Cuánto más dignamente se reverencian los mártires; por cuya mediación se alcanzan que obre Dios muchos milagros, para que se dé el honor y reverencia a Dios verdadero, que no los demonios, quienes hacen algunos para que tos tengan por dioses

Aquí, acaso, dirán que también sus dioses han obrado algunas maravillas. Bien, si ya participan a comparar sus deidades con nuestros hombres muertos. Pregunto: ¿dirán que también tienen dioses que los han formado de hombres muertos, como a Hércules y a Rómulo, y otros infinitos, que están alistados en el catálogo de los dioses? Pero nosotros no tenemos a los mártires por dioses, porque sabemos que un Dios único es el que tenemos. Ni tampoco se deben comparar de ningún modo los milagros que se hacen en las capillas y oratorios de nuestros mártires con los que se dice se han obrado en los templos de sus
dioses. Pero si hay alguno que se asemeje, aunque muy remotamente, digo que así como los magos de Faraón quedaron inferiores y vencidos por Moisés, así lo quedan los dioses de estos fanáticos por nuestros mártires. Los demonios los hicieron con el fausto y presunción de su maldita soberbia, por querer hacerse deidades de ellos; mas los mártires los hacen, o, por mejor decir, los hace Dios, o suplicándoselo ellos, o cooperando con su poderoso influjo para que se acreciente aquella fe con que sostenemos y creemos, no que los mártires son nuestros dioses, sino que tienen y adoran el mismo Dios que nosotros.
Finalmente los infatuados gentiles edificaron templos a sus dioses, les dedicaron aras, consagraron sacerdotes y ofrecieron sacrificios. Nosotros no fabricamos a nuestros mártires templos, como a dioses,  sino memorias u oratorios como a hombres muertos, cuyos espíritus viven con Dios; ni allí les dedicamos aras para ofrecer sacrificios a los mártires, sino a un solo Dios, Dios nuestro y de los mártires, en cuyo sacrificio, como hombres de Dios, y que confesando su santo nombre vencieron el mundo, los acostumbramos nombrar en su lugar y por su orden. Pero el sacerdote que sacrifica, no los invoca, porque a Dios es a quien sacrifica, y no a ellos, aunque sacrifiquen en la capilla o memoria de estos bienaventurados, el que es sacerdote de Dios y no de ellos. Y el sacrificio es la oblación del sacrosanto y verdadero cuerpo de Cristo, el cual no se les ofrece a los santos por cuanto son este mismo sacrificio. ¿A cuáles pues, será más razón que demos crédito cuando hacen milagros: a los que quieren, haciéndolos, ser tenidos por dioses, o a los que cualquier milagro que hacen lo hacen para que se crea en Dios, que lo es también Cristo? ¿A los que quieren que entre sus oficios y solemnidades se celebren igualmente sus torpezas, o a aquellos que no permitieron que sus propias palabras se celebrasen en los oficios divinos, sino que todo aquello en que con verdad los elogian quieren que redunde y se enderece a honor y gloria de Aquel por quien son alabados? Porque en el Señor se glorían y alaban sus almas.
Creamos, pues, a estos que nos dicen verdades y obran maravillas, pues diciendo las verdades padecieron para poder hacer prodigios entre estas verdades, la principal es que Cristo resucitó de entre los muertos y fue el primero que en su carne nos manifestó la inmortalidad de la resurrección, la cual nos prometió que conseguiremos nosotros; o al principio, del nuevo siglo o al fin de éste.


CAPITULO XI

Contra los platónicos que, por la gravedad natural de los elementos, arguyen que el cuerpo terreno no puede estar en el cielo

Contra este tan singular don de Dios, estos raciocinadores cuyos argumentos sabe Dios que son útiles y vanos, arguyen con sutileza, fundándose en la natural gravedad de los elementos, porque aprendieron en los dogmas y doctrinas de Platón que los dos cuerpos del mundo, los mayores y los más extensos, están coligados y unidos con los dos medios, es a saber, con el aire y con el agua. Según este principio, dicen ellos, puesto que desde aquí, elevándome hacia arriba, la tierra es la primera y la segunda el agua sobre la tierra; el tercero, el aire sobre el agua; el cuarto, sobre el aire el cielo no puede estar el cuerpo terreno en el cielo, porque todos los elementos están balanceados con mis respectivos pesos, para que guarden y tengan su  propio lugar.
Ved aquí con que argumento contradice a la divina omnipotencia la flaqueza humana, en quien domina la vanidad. ¿Pues qué hacen en el aire tantos cuerpos terrenos, siendo el aire el tercero en orden a la tierra? A no ser el pudo dar a los cuerpos terrenos de las aves, por medio de la ligereza de sus plumas, facultad para que pudiesen andar por el aire, no podrá dar a los cuerpos de los hombres ya inmortales virtud de que puedan habitar también en el supremo cielo. Además, los mismos animales terrestres que no pueden volar, entre quienes se comprenden los hombres, por necesidad habían de vivir debajo de la tierra, como los peces, que son animales acuáticos, debajo del agua. ¿Por qué causa el animal terrestre no vive a lo menos en el segundo elemento, que es el agua, sino en el tercero, pues siendo de la tierra, si le obligan a que viva en el segundo elemento, que está sobre la tierra, luego se ahoga, ¿y para vivir vive en el tercero? ¿Acaso procede errado este orden de los elementos, o, por mejor decir, no está el defecto en la naturaleza, sino en el discurso y argumento de estos ilusos? Dejo de decir lo que ya he expuesto en el libro XIII, cap. XVIII; ¡cuántos cuerpos terrestres graves hay, como el plomo, y, sin embargo, el artífice les da forma aparente con que puedan nadar sobre el agua, y niegan al Todopoderoso facultad de dar al cuerpo humano una cualidad y consistencia con que pueda ir al cielo y estar en el cielo!
Ya, pues, contra lo que insinué arriba, los que meditan y filosofan sobre este orden y serie de los elementos en que se fundan y estriban, no hallan ni tienen qué decir. Porque si es la tierra la primera, midiendo desde lo más bajo del globo, y accediendo hacia el cielo, el agua la segunda el tercero el aire, el cuarto el cielo, sobre todos está la naturaleza del alma. Porque hasta Aristóteles dijo que era el quinto cuerpo, y Platón que no era cuerpo. Si fuese el quinto, a lo menos sería superior a los demás; pero si no es cuerpo, será mucho más superior a todos. ¿Qué hace, pues, en el cuerpo terreno? ¿Qué obra en esta materia lo que es más sutil e imperceptible que todos los cuerpos? ¿Qué hace en este peso y gravedad la que es más ligera y menos pesada que todos? ¿Y qué hace en esta forma tan tarda y pesada la que es más ligera que todos? ¿Es imposible que elemento de una naturaleza tan excelente no consiga que se aligere y suba su cuerpo al cielo? ¿Y que siendo ahora poderosa la naturaleza de los cuerpos terrenos para hacer bajar las almas a la tierra, no sean poderosas las almas alguna vez para hacer subir también arriba los cuerpos terrenos?
Si nos aproximamos a examinar los milagros que hicieron sus dioses los cuales quieren oponer a los que obran nuestros mártires ¿acaso no hallaremos que estos mismos milagros favorecen nuestra causa? Porque entre los más nombrados prodigios de sus dioses, sin duda uno es al que refiere Varrón, que una virgen vestal, peligrando de ser castigada por una falsa sospecha de haber perdido su virginidad, llenó en el río Tíber un harnero de agua, y sin que le vertiese ni dila tase gota por agujero alguno le trajo a la presencia de los jueces ¿Quién detuvo el peso del agua sobré él harnero? ¿Quién por tantos agujeros abiertos no permitió que cayese una sola gota en la tierra? Responderán que algún dios o algún demonio. Si dios, ¿por ventura es mayor que el Dios que crió y dispuso con tan admirable orden el mundo? Si demonio, ¿acaso es más poderoso que el ángel que sirve y obedece al Dios que hizo este mundo? Luego si un dios menor, o un ángel o un demonio pudo detener el peso grave del elemento húmedo, transformando al parecer la naturaleza del agua, ¿será posible que Dios Todopoderoso, que es el que crió los elementos, no pueda quitar al cuerpo terreno el peso grave, para que viva el cuerpo vivificado en el mismo elemento que quiere que viva el espíritu vivificante?
Además, colocando el aire entre el fuego por parte de arriba, y el agua por la de abajo, ¿cómo muchas veces le hallamos entre agua y agua, y entre agua y tierra? Porque ¿qué quieren que sean las nubes cargadas de agua, entre las cuáles y el mar se halla el aire? Pregunto: ¿Con qué gravedad y disposición de los elementos sucede que arroyos violentísimos y caudalosos, antes que debajo del aire corran por la tierra, estén colgados sobre el aire en las nubes? ¿Y por qué, en efecto, se halla el aire medio entre lo sumo del cielo y lo más ínfimo de la tierra, por dondequiera que se extiende el orbe, si su lugar propio entre el cielo y el agua, como el del agua entre el aire y la tierra? Finalmente, si el orden de los elementos está de tal manera dispuesto que; según Platón, con los dos medios; esto es, con el aire y con el agua se juntan los dos extremos, esto es el fuego y la tierra, y tenga el fuego el supremo lugar del cielo y la tierra el ínfimo como fundamento del mundo por cuyo motivo la tierra no puede estar en el cielo, por qué pregunto, el mismo fuego se halla en la tira? Pues según esta razón de tal suerte deben estar estos dos elementos fuego y tierra, en sus propios lugares, en el supremo y en el ínfimo que así como no quieren creer que pueda hallarse en el supremo lo que es peculiar del ínfimo así tampoco se puede hallar en el ínfimo lo que es del supremo, luego así como piensan que no hay o no ha de haber, partecilla alguna de la tierra en el cielo; así tampoco hablamos de ver partecilla alguna de fuego en la tierra.
Pero no sólo le hallamos en la tierra, sino también debajo de ella; de manera que rebosa por las cimas de los montes fuera de que vemos por experiencia en el uso común de los hombres que hay fuego en la tierra, y que nace de la tierra; puesto que también le sacan, extraen y nace de la madera y de las piedras que son, sin duda, cuerpos terrenos. Pero dicen que el de arriba es fuego tranquilo, puro, sin perjuicio y sempiterno, y que el de la tierra es túrbido, humoso, corruptible y corrompedor. Sin embargo, vemos que no corrompe los montes donde perpetuamente arde, ni las cavernas de la tierra.
Y dado que éste sea diferente de aquél, de forma que pueda proporcionarse y acomodarse en los lugares terrenos, ¿por qué motivo no quieren que creamos que la naturaleza de los cuerpos terrenos, hecha ya incorruptible podrá alguna vez acomodarse en el cielo así como al presente el fuego corruptible se acomoda en la tierra? Luego no alegan razón convincente, ni que persuada sobre la gravedad y orden de los elementos, por la cual despojen a la omnipotencia de Dios de la facultad de no poder hacer a nuestros cuerpos tales que puedan también vivir en el cielo.

CAPITULO XII

Contra las calumnias de los infieles, con los cuales se burlan de los cristianos, porque creen en la resurrección de la carne

Pero suelen menudamente preguntar y del mismo modo burlarse de la fe con que creemos que ha de resucitar la carne. Preguntan si han de resucitar los partos abortivos, y porque dice el Señor: En verdad os digo que no perecerá un cabello de vuestra cabeza, si la estatura y vigor corporal han de ser iguales en todos o ha de ser diferente la grandeza de los cuerpos. Por que si han de ser iguales los cuerpos, ¿cómo han de tener lo que no tuvieron en la tierra en la cantidad del cuerpo aquellos abortos, si es que han de resucitar también? Y si no han de resucitar, porque tampoco nacieron, entablan la misma cuestión respecto a los niños pequeñuelos. ¿Cómo adquieren el tamaño y cantidad de cuerpo que vemos les falta aquí cuando mueren en esta edad? Porque no podrán responder que no han de resucitar los que son capaces, no sólo de la generación, sino también de la regeneración.
En seguida preguntan el modo que ha de tener la misma igualdad, porque si todos han de ser tan grandes y tan altos como lo fueron todos los que aquí fueron grandísimos y altísimos, preguntan, no sólo de los pequeños, sino también de muchos grandes cómo se les ha de pegar lo que aquí  les faltó, si allá ha de adquirir cada uno lo mismo que aquí tuvo. Y si lo que dice el Apóstol que todos hemos de venir «a la medida y tamaño de la edad plena de Cristo», cómo también lo que añade: «Que a los que predestinó quiso fuesen conformes a la imagen de su Hijo», debe entenderse que han de tener la estatura y disposición del cuerpo de Cristo todos los cuerpos de los hombres que habrá en el reino a muchos, dicen, se les habrá de desmembrar de la grandeza y longitud del cuerpo. ¿Y cómo realmente se compadece con esta doctrina la de que no ha de perecer un cabello de nuestra cabeza», si de la misma magnitud del cuerpo ha de perecer tanto? Aunque pueda también dudarse de los mismos cabellos si han de volver los que se cortan porque si han de volver, ¿quién no abominará de aquella deformidad notable que resultará de la unión de todos ellos?
Esto mismo parece que necesariamente ha de suceder igualmente de las uñas, volviendo otro tanto cuanto hubiere cortado el cuidado y solicitud que se tuvo con el aseo del cuerpo. ¿Y dónde se hallará la hermosura y gracia de que, a lo menos ha de ser mayor en aquella inmortalidad que la que pudo haber en esta corrupción? Si no ha de volver, perecerá; ¿cómo, pues, dicen que no perecerá un cabello de vuestra cabeza?
Lo mismo dificultan sobre la flaqueza y gordura, porque si han de ser todos iguales sin duda que no serán unos flacos y otros gordos; luego a los unos se les añadirá algo y a los otros se les quitará. Por consiguiente, no lo que habían de adquirir con justo título, sino que en alguna parte se les habrá de aumentar lo que no tenían y en otra parte se les habrá de despojar de lo que tenían.
Y no poco se conmueven por los diferentes modos con que los cuerpos de los muertos se corrompen y desaparecen, pues unos se convierten en polvo, otros se resuelven en aire, a unos les devoran y consumen las bestias, a otros el fuego, otros se sumergen en el mar o en otras cualesquiera aguas, de manera que sus carnes podridas se resuelven en el elemento húmedo y no creen que todos éstos se pueda volver a recoger en su misma carne y reintegrarse en su primitiva entereza.
Hablan también de las fealdades y vicios, ya sea que sucedan después o nazcan con ellas; y aquí hace también alarde con horror y escarnio de los partos monstruosos y preguntan la resurrección que ha de haber de cada deformidad, porque si dijésemos que ninguna cosa de Estas ha de volver al cuerpo del hombre, presumen que han de refutar lo que confesamos de los lugares de las llagas con que resucitó Cristo Nuestro Señor.
En esta materia, la cuestión y duda más dificultosa de todas es la que se propone sobre a qué carne ha de volverse aquella con que se sustentó el cuerpo de otro, que compelido de la hambre, comió de un cuerpo humano, puesto que se convirtió en la carne de aquel que vivió con tales alimentos y suplió los defectos que causó la flaqueza y extenuación del otro. Preguntan pues, si se le vuelve a aquel de quien fue primero aquella carne o aquel de quien vino a ser por último lo cual proponen con el fin de huir el cuerpo a la fe de la resurrección y de esta manera prometer al alma del hombre, o las alternativas verdaderas infelicidades y falsas bienaventuranzas, como lo defendió Platón, o confesar que tras muchas revoluciones y haber andado vagante por diversos cuerpos, al fin  alguna vez acaba las miserias y nunca vuelve mas a ellas como siente Porfirio; mas no teniendo cuerpo inmortal, sino huyendo de todo lo que es cuerpo.

CAPITULO XIII

Si los abortos no pertenecen a la resurrección, perteneciendo al numero de los muertos

Responderé con el favor de Dios estas objeciones, que, según he referido, me las opone la parte contraria En lo respectivo a los partos abortivos que habiendo tenido vida en el vientre murieron allí, así como no me atrevo afirmar que hayan de resucitar, tampoco me atrevo a negarlo, aunque no advierto motivo para que no les pertenezca la resurrección de los muertos porque o no todos los muertos han de resucitar, o, habrá algunas almas que estén eternamente sin cuerpos, como son las que, aunque en el vientre de su madre, sin embargo efectivamente tuvieron cuerpos, o, si todas las almas han de recobrar los cuerpos que tuvieron dondequiera que, viviendo o muriendo, los dejaron, no hallo causa para poder decir que no pertenezcan a la resurrección de los muertos cualesquiera muertos, aunque hayan fallecido en el vientre de sus madres. Cualquiera opinión que se establezca en orden a éstos lo que dijésemos de los niños ya nacidos se debe entender también de ellos, si han
de resucitar.

CAPITULO XIV

Si los niños han de resucitar con el cuerpo que tuvieran si hubiesen crecido en edad

Diremos de los niños que no han de resucitar en la pequeñez de cuerpo en que murieron sino que lo que se les había de añadir con el discurso del tiempo, eso habrán de recobrar merced a la acción maravillosa y prestísima de Dios. Pues en las citadas palabras del Señor, donde dice: «No perecerá un cabello de vuestra cabeza», lo que dice es que no le faltará lo que antes tenían; pero no niega que tendrán lo que les faltaba. Y al  niño que murió le faltaba la cantidad  perfecta de su cuerpo, porque a un niño perfecto sin duda que le falta la perfección de la grandeza del cuerpo, la cual, conseguida, no tiene ya que crecer más. Esta especie de perfección de tal suerte la tienen todos, que con ella se conciben y nacen; pero la tienen virtualmente y en potencia; y no en la cantidad y grandeza, de la manera que todos los mismos miembros están ya ocultamente contenidos en el semen, aunque a los que han nacido ya les faltan algunos, como son los dientes y otras cosas semejantes. En esta virtud y potencia, impresa naturalmente en la materia corporal de cada uno, parece que está en cierto modo, por decirlo así, urdido y tramado lo que aún no es, o, por mejor decir lo que está oculto y se descubrirá en el tiempo venidero. En ella, el niño que ha de ser pequeño es ya pequeño o grande.
Según esta virtud y potencia; en la resurrección del cuerpo no tenemos los menoscabos del  cuerpo, pues aunque la igualdad de todos hubiera de ser de tal conformidad que todos fueran de estatura de gigantes, los que fueron gigantes en este mundo nada perderían en estatura, conforme a lo que dijo Cristo cuando prometió que no se les perdería un cabello; y al Criador que todo lo cría de la nada, ¿cómo pudiera faltarle de donde añadir lo que faltara a los no gigantes, siendo admirable artífice y sabiendo cómo se debe añadir?

CAPITULO XV

Si al modo y tamaño del cuerpo del Señor han de resucitar los cuerpos de todos los muertos

Cristo resucito en el tamaño de cuerpo en que murió, y no puede, decirse que cuando venga el tiempo en que todos han de resucitar ha de adquirir su cuerpo aquella grandeza que no tuvo cuando apareció a sus discípulos, con la estatura que éstos le conocían, para que pueda venir a ser igual a los muy grandes. Y si dijésemos que al modo y proporción del cuerpo del Señor se han de reducir también los cuerpos mayores de cualesquiera, habría de perderse mucho de los cuerpos de algunos, habiendo el Señor prometido que ni un Solo cabello se les perdería. Resta, pues, que cada un recobre su estatura, la misma que tuvo siendo mozo, aunque haya muerto anciano, o la que llegara a tener si murió temprano.
Lo que dice el Apóstol acerca de la medida de la edad plena de Cristo, entendemos que lo dijo con otro intento, esto es, que cuando recobrase aquella cabeza, en el pueblo cristiano, la perfección de todos sus miembros, se llena y cumple la medida de su edad o si lo dice aludiendo a la resurrección de los cuerpos, lo entendemos de forma que los cuerpos de los muertos no resuciten ni más ni menos fuera del tamaño de mozos, sino en aquella edad y vigor a que sabemos que llega Cristo en la tierra porque hasta los sabios del siglo definieron e incluyeron la juventud y mocedad del hombre alrededor de los treinta años, desde la cual principia ya el hombre a declinar a los daños y menoscabos de la edad grave y anciana, y por eso no dijo a la medida del cuerpo o a la medida de la estatura, sino a la medida de la edad plena de Cristo.
CAPITULO XVI

Cómo  se debe entender el hacerse conformes los santos a la imagen del Hijo de Dios

Lo que también dice el Apóstol, «que los predestinados se hacen conformes la imágen del Hijo de Dios», puede también entenderse según el hombre interior. Por ello nos dice en otro lugar: «No queráis conformaros con este siglo, sino reformaos conforme a la novedad de vuestro espíritu» Reformándonos para no conformarnos con este siglo, nos conformamos con e Hijo de Dios. Puede, pues, entenderse que así como el Señor se conformó con nosotros, en la mortalidad, así nosotros nos hagamos conformes a su Majestad Divina en la inmortalidad, lo cual sin duda, pertenece igualmente la misma resurrección de los cuerpos. Pero si en estas palabras no advierte la forma en que han de resucitar lo cuerpos, así como la medida de que habla el Apóstol no debe entenderse de la cantidad, sino de la edad, tampoco estas palabras deben atribuirse a la estatura. Todos, pues, resucitarán tamaños en el cuerpo como fueron o habían de ser en la edad de la mocedad, aunque nada importará que sea la forma del cuerpo de niño o de anciano, en donde no ha de haber ni quedar flaqueza o imperfección alguna, ni del alma ni del mismo cuerpo. De suerte que cuando alguno quiera porfiar que todos han de resucitar en aquel modo y proporción de cuerpo en que murieron, no hay para qué quebrarse la cabeza en contradecirle.

CAPITULO XVII

Si los cuerpos de las mujeres muertas han de resucitar en su sexo y permanecer así

Algunos (por lo que dice San Pablo: «Hasta que nos juntemos todos en un mismo estado de varón perfecto, a la medida de la edad plena y perfecta de Cristo, y nos hagamos conformes a la imagen de Dios») no creen que las mujeres han de resucitar en su propio sexo, sino dicen que todas resucitarán en el de varón, porque Dios hizo solamente al hombre de barro y a la mujer del varón. En mi sentir, mejor lo entienden los que o dudan que ambos sexos han de resucitar, porque no habrá allí apetito malo, que es la causa de la confusión, pues primero que pecaran desnudos estaban, y, sin embargo, no se ruborizaron el hombre y la mujer. Así, pues, a los cuerpos se les quitarán los vicios y defectos, y se les conservará la naturaleza. 
El sexo de mujer no es vicio, sino naturaleza, la cual, aunque entonces no se juntará con el varón, sin embargo, tendrá los miembros correspondientes a su sexo, no acomodados al uso ya pasado, sino al nuevo decoro y hermosura con que no se atreverá la concupiscencia de los que la vieren, porque no la habrá, sino que se alabará la divina sabiduría y clemencia que hizo también lo que no era, y lo que hizo lo libertó de la corrupción. Pues al principio de la creación del humano linaje, cuando de la costilla que extrajo Dios del costado del varón que estaba durmiendo formó la mujer, convenía ya entonces con este maravilloso prodigio profetizar a Cristo y a la Iglesia, en atención a que aquel sueño del hombre era el símbolo de la muerte de Cristo, cuyo costado, estando difunto suspenso en la cruz, fue abierto con la lanza, saliendo de la herida sangre y agua, que sabemos son los Sacramentos sobre los que se edifica la Iglesia. De esta expresión usó también la Escritura, pues no dijo formó, fingió sino «edificó la costilla en mujer». Por ello el Apóstol a lo que es la Iglesia llama edificación del cuerpo de Cristo. La mujer es, pues, criatura y hechura de Dios como el hombre; pero en haberse formado del hombre se nos encomendó la unidad; el hacerla de aquella manera fue figura, como he dicho de Cristo y de la Iglesia, y el que crió ambos sexos, ambos lo restituirá.
Finalmente, el mismo Señor Cristo Jesús, preguntado por los saduceos que negaban la resurrección, de cuál de siete hermanos sería la mujer que todos ellos habían sucesivamente tenido por esposa, procurando cada uno conforme a la ley, resucitar la descendencia del hermano, les dijo: «Andais errados, no entendiendo las Escrituras ni la virtud de Dios.» Y en lugar de decir, aprovechando la ocasión: esta mujer que me preguntáis será hombre y no mujer, no lo dijo, sino que «en la resurrección, ni las mujeres ni lo hombres se casarán, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo» Iguales a los ángeles, sin duda, en la inmortalidad y bienaventuranza, no en la carne, ni tampoco en la resurrección, de que no tuvieron necesidad lo ángeles, porque no pudieron morir. Así que dijo el Señor que no había de haber casamientos en la resurrección, mas no que no había de haber mujeres, lo dijo donde se trataba de una cuestión que más presto y fácilmente la resolviera negando el sexo de la mujer, entendiera que éste no le había de haber allá: antes confirmó que le había de haber, diciendo: ni las mujeres se casarán ni los hombres; habrá, pues mujeres y hombres, que en la tierra se suelen casar, pero en el cielo no lo harán.

CAPITULO XVIII

Del varón perfecto, esto es, de Cristo y de su cuerpo: es decir, de la iglesia que es su plenitud

Respecto a lo que dice el Apóstol que todos nos hemos de juntar en estado de varón perfecto, importa reflexionar las circunstancias de todo el pasaje, donde se expresa así: «El que descendió es el mismo que el que subió sobre todos los cielos para el cumplimiento de todas las promesas. El mismo designó a unos por apóstoles, a otros por profetas, a otros por evangelistas, a otros por doctores para la consumación y perfección de los santos, a fin de que trabajen en el ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que nos juntemos todos en una misma fe y conocimiento del Hijo de Dios en estado de varón perfecto, a la medida de la edad plena y perfecta según Cristo, de manera que no seamos ya más como niños fluctuantes, dejándonos llevar del viento de cualquiera doctrina inventada por el engaño de los hombres y por la astucia para hacernos errar, sino que, siguiendo la verdad con caridad, en todo vayamos creciendo en aquel que es nuestra cabeza, Cristo, y en quien todo el cuerpo, trabado y conexo entre si recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección, mediante la caridad.»
Ved aquí quien es el varón perfecto, la cabeza y el cuerpo que consta de todos sus miembros, los cuales a su tiempo vendrán a tener su cumplimiento, aunque cada día se le van juntando al mismo cuerpo, mientras se edifica la Iglesia, de quien San Pablo dice: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.» Y en otra parte; «Por el cuerpo de Cristo, que, es la Iglesia.» Y, asimismo en otro lugar: «Aunque muchos somos un pan y hacemos un cuerpo»
Y de la edificación de este cuerpo dice igualmente aquí: «Para la consumación y perfección de los santos, para que trabajen en el ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo.» Y después prosigue lo que tenemos entre manos: «Hasta que nos juntemos todos en una misma fe y conocimiento del Hijo de Dios en estado de varón perfecto, a la medida y tamaño de la edad plena y perfecta de Cristo», etcétera; hasta que pasa a manifestarnos de qué cuerpo hemos de entender esta medida, diciendo: «Vayamos creciendo en Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, y en quien todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los vasos y conductos de comunicación según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección, mediante la caridad.» Así, pues, como hay medida y tamaño de cada parte respectiva, así la hay de todo el cuerpo, que consta de todas sus partes, y, sin duda, medida plena y perfecta, de la cual dice aquí, a la medida de la edad plena y perfecta de Cristo, de cuya plenitud habló también allá donde dice de Cristo: «Y le puso por cabeza sobre toda la Iglesia, la cual es su cuerpo, y la plenitud de aquel que lo llena todo en todo.» Pero si este texto lo hubiésemos de referir a la forma de la resurrección en que cada uno se ha de hallar, ¿quién impide que donde nombra el varón podamos entender también la mujer, como en el otro pasaje donde dice: «Bienaventurado es el varón que teme, al Señor», sin duda están comprendidas también las mujeres que temen al Señor?
CAPITULO XIX

Que no debe haber en la resurrección vicio alguno en el cuerpo que en esta vida del hombre fuere contrario al decoro y hermosura, y que allá, sin alterar ni mudar la sustancia natural, concurrirán en una hermosura la calidad y cantidad

¿Para qué he de dar congrua satisfacción a la objeción relativa a los cabellos y a las uñas? Porque entendido una vez que de tal manera no parecerá parte alguna del cuerpo que no haya deformidad en él, asimismo se comprenderá que los miembros que habían de representar cierta deforme fealdad se han de unir a la masa y no a los lugares donde pueda recibir fealdad la forma de los miembros. Como si hiciésemos un vaso de barro, y vuelto a deshacer y reducido a la misma materia de barro, se volviese a formar de nuevo, no sería necesario que la parte de barro que estuvo en las asas o la que estuvo en el fondo vuelva nuevamente a formar el mismo fondo, con tal que el todo volviese al todo; esto es, que todo aquel barro, sin perderse parte alguna, volviese a todo el vaso; por lo cual, si los cabellos tantas veces cortados, o las uñas cortadas, vuelven a sus propios lugares, no volverán con deformidad, pero tampoco se le perderán al que resucitare, porque con la mutabilidad de la materia se convertirán en la misma carne, para que tengan allí cualquier lugar del cuerpo, guardando la congruencia dc las partes. Aunque lo dice el Señor: «Que no perecerá un cabello de vuestra cabeza», se puede entender con más propiedad, no del largo de los cabellos, sino del número. Por eso dice en otra parte: «Están contados todos los cabellos de vuestra cabeza»
No digo esto porque se presuma que se le ha de perder parte alguna a ningún cuerpo de lo que naturalmente tenía, sino lo que le nació deforme y feo (no por otro motivo sino para manifestaros cuán penosa sea la actual condición de los mortales) ha de volver a ser de manera que quede la integridad de la sustancia y perezca la fealdad. Porque si entre los hombres un artífice puede a una  estatua que sacó fea por un accidente imprevisto fundirla y volverla a hacer muy hermosa, de suerte que en ella no se pierda cosa  alguna de la substancia, solo sí la fealdad; y si en la primera figura había alguna parte indecente y no correspondía a la igualdad de los demás, puede no cortarlo y separarlo del todo de la materia de la cual lo había construido,  sino esparcirlo y mezclarlo todo de manera que ni cause fealdad ni disminuya la cantidad, ¿qué debemos imaginar del artífice que es Todopoderoso? ¿No podrá acaso destruir todas las fealdades de los cuerpos humanos, no sólo las ordinarias, sino también las que fueren raras y monstruosas, que son propias de esta vida miserable, y muy ajenas de la futura bienaventuranza de los santos, de forma que cualesquiera que sean las superfluidades de la substancia corporal (en efecto, superfluidades, aunque naturales, pero indecentes y horribles), se quiten sin ningún menoscabo y disminución de la substancia?
Así no tienen que temer los que fueron de complexión flaca o gruesa ser allá lo que, si pudieran, no quisieran haber sido tampoco acá. Porque toda a hermosura del cuerpo resulta de la congruencia y simetría de las partes ordenadas con cierta suavidad de color; donde no hay conformidad de pares suele ofender alguna cosa, o porque es pequeña o porque es demasiada. Y si no habrá deformidad alguna que produce la incongruencia de las partes, pues lo que estuviere mal se corregirá, lo que fuere menos de lo que conviniere al decoro lo suplirá el Criador con su infinita sabiduría, y lo que fue más de lo que conviene lo quitará, conservando la integridad de la materia, ¿Y cuán grande será la suavidad del color «donde los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre»? Cuyo resplandor debemos creer que cuando resucitó Cristo antes se les encubrió a los ojos de sus discípulos, que imaginar que le faltó a su glorioso cuerpo, porque no pudiera sufrirle la debilidad de la vista humana, y debía dejarse ver de los suyos en la forma que le pudiesen conocer.
Con este fin fue también el patentizarles las cicatrices de sus sacratísima llagas a los que le palpaban y tocaban, y el comer y beber, no porque tenía necesidad del alimento, sino porqué tenía amplia potestad para poderlo hacer. No se ve un objeto, aunque esté presente, por los que ven otros que asimismo están presentes, como decimos que estuvo aquel resplandor y claridad, sin que la viesen los que veían otras cosas, lo cual en griego se llama aorasia, y no pudiéndolo decir en latín nuestros intérpretes, tradujeron en el Génesis por ceguera. Esto fue lo que les dio a los de Sodoma cuando buscaban la puerta del santo varón Lot y no la podían hallar, la cual, si fuera ceguera, por la que nada puede verse, buscaran; no la puerta por dónde entrar, sino quien los encaminara y dirigiera a ella.
No sé cómo nos aficionamos de tal suerte a los bienaventurados mártires, que deseamos ver en aquel reino en sus cuerpos las cicatrices de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo, y acaso las veremos, porque en ellos no será deformidad, sino dignidad y resplandecerá una cierta hermosura, aunque en el Cuerpo, no del cuerpo, sino de virtud. Y no porque a los mártires les hayan cortado algunos miembros han de estar sin ellos en la resurrección de los muertos, puesto que les dijo Dios: «No se os perderá un cabello de vuestra cabeza», sino que si fuera decente que en aquel nuevo siglo se vean en la carne inmortal las señales de las gloriosas llagas en la parte donde los miembros fueron heridos, lacerados o estropeados, allí se verán las cicatrices, no con la pérdida pasada, sino con la restitución de los mismos miembros. Así que, aunque entonces no haya vestigio de las imperfecciones y vicios que adquirieron los cuerpos, con todo, no deben llamarse ni tener por vicios las señales de la virtud.
CAPITULO XX

Que en la resurrección de los muertos la naturaleza de los cuerpos, como quiera que estén deshechos, será renovara del todo y en todas sus partes

Es un absurdo y desatino pensar que no pueda la omnipotencia del Criador, para resucitar los cuerpos y volverlos a la vida, revocar todo aquello que consumió, o la bestia o el fuego, o lo que deshizo en polvo o en ceniza, o se resolvió en agua, o se exhaló en aire. Absurdo es y disparate que haya seno o secreto en la naturaleza que tenga algún arcano tan escondido a nuestros sentidos, que o se le oculte a la noticia del Criador de todas las cosas o se le escape y exima de su potestad.Queriendo Cicerón, aquel célebre escritor, definir a Dios como pudo, dijo que era un espíritu libre, ajeno de toda mixtión y composición mortal, que lo siente y mueve todo, y tiene movimiento eterno. Esto lo halló y sacó de los libros y doctrinas de los grandes filósofos. Por hablar en el lenguaje de ellos, ¿cómo se le esconde alguna cosa al que todo lo siente, o cómo se le escapa irrevocablemente a que todo lo mueve?
Por lo cual nos conviene ya resolver aquella cuestión, que parece la más dificultosa de todas, donde se pregunta: cuando acontece que la carne del hombre muerto se convierte en la carne de otro hombre vivo, que la ha comido. ¿a cuál de los dos se le ha de restituir en la resurrección de la carne? Porque sí uno, estando muerto de hambre, forzado comiese de los cuerpos muertos de los otros hombres, cuya desventura, que ha acontecido en algunas ocasiones, no sólo nos lo dicen las historias, sino que la infeliz experiencia de nuestros tiempos nos lo enseña, ¿acaso habrá alguno que con razón y verdad pretenda que todo aquello se eliminó de nuevo, y que nada de ello se mudó y convirtió en su carne, pues la misma flaqueza que hubo y ya no la hay, bastantemente nos manifiesta los vicios y daños que se suplieron con aquellos alimentos?
Poco antes propuse algunas particularidades, que pueden y deben valer para resolver esta dificultad. Porque todo lo que consumió de las carnes el hambre, sin duda se convirtió en aire, y ya dijimos que Dios Todopoderoso puede restablecer lo que se disipa. Se restituirá al hombre aquella carne en quien primero comenzó a ser carne humana, pues respecto del otro, se debe tener como tomada de prestado, y como deuda se le ha de restituir a la parte de donde se tomó. La carne que el hambre despojó la restituirá el que puede restablecer lo que se exhaló. Aun en el caso de que se hubiera deshecho y pereciera del todo y no hubiera quedado materia alguna suya en ningún rincón de la naturaleza, de dondequiera que quisiere podrá sacarla y restablecerla el Señor Todopoderoso. Mas por lo que dijo la misma Verdad: «que un cabello de vuestra cabeza no se perderla», es desatino que pensemos que, supuesto que no puede perderse un cabello de la cabeza, se puedan perder tantas carnes como comió y consumió el hambre.
Consideradas y expuestas todas estas razones, según lo exigen nuestras débiles fuerzas intelectuales, se deduce expresamente esta conclusión: que en la resurrección de la carne que ha de haber para siempre, la grandeza de los cuerpos tendrá aquella medida y tamaño que tenía la razón naturalmente impresa en el cuerpo de cada uno para perfeccionar la juventud; o la que tenía cuando estaba ya perfecta, guardando también en la forma y disposición de todos los miembros su conveniente proporción y decoro. Y para que se conserve este decoro cuando se quitare algo a alguna grandeza indecente que hubiere en otra parte, y se esparciere o repartiere por todo, para que ni aquello se pierda y en todo se conserve la congruencia y conveniencia de las partes, no es absurdo creer que allí se puede también añadir algún tanto a la estatura del cuerpo pues se distribuye a todas partes, a fin de que guarden en su decoro y hermosura aquello que si estuviera disformemente en una, no sería decente.
Y si porfiaren todavía que resucitará cada uno en la misma estatura de cuerpo en que murió, no hay para qué obstinadamente nos opongamos, con tal que no haya deformidad alguna, ninguna flaqueza, ninguna tardanza, pereza, flojedad ni corrupción, sin que haya cosa que desdiga y no convenga a aquel reino donde los hijos de la resurrección y promisión serán iguales a los ángeles de Dios, cuando no en el cuerpo y en la edad, por lo menos en la felicidad y bienaventuranza.
CAPITULO XXI

De la novedad del cuerpo espiritual, en que se mudará la carne de los santos

También se les ha de restituir todo lo que se les hubiere perdido, así a los cuerpos vivos como a los muertos, y juntamente con ello lo que quedó en las sepulturas; y mudando el cuerpo viejo animal en cuerpo nuevo espiritual, resucitarán vestidos de incorrupción e inmortalidad. Si en algún caso grave o por la crueldad de los enemigos todo el cuerpo se hubiera resuelto en polvo, esparciéndolo por el aire o por el agua, sin dejar en ninguna parte, en cuanto fuera posible, rastro de él, con todo, por ningún motivo le podrán sacar fuera de la jurisdicción del Criador omnipotente, sino que ni un solo cabello de su cabeza se perderá.
Así pues, la carne espiritual estará sujeta al espíritu, siendo, aunque carne, no espíritu, así como el mismo espíritu carnal estuvo sujeto a la carne, siendo, aunque espíritu, no carne. Por que no según la carne, sino según el espíritu, eran carnales aquellos a quienes decía el Apóstol: «No he podido hablaros como a espirituales, sino como a carnales.» En esta vida el hombre se llama espiritual, aun cuando todavía está en el cuerpo carnal, y halla en sus miembros otra ley repugnante y contraria a la ley de su espíritu; así será igualmente en el cuerpo espiritual cuando la misma carne resucitare, de manera que se haga lo que dice la Escritura: «Que se sembrará el cuerpo animal y nacerá el cuerpo espiritual.»
Y cuál y cuán grande sea la gracia del cuerpo espiritual, porque aún no lo hemos visto por experiencia, recelo no se tenga por temerario todo lo que de ella se dice. Con todo, porque no es razón omitir el gozo de nuestra esperanza, por lo que redunda en gloria de Dios y de lo íntimo del corazón, ardiendo en amor santo, dijo el real Profeta: «Enamorado estoy, Señor, de la hermosura de vuestra casa», por los dones y gracias que distribuye en esta vida miserable a los buenos y a los malos, vamos conjeturando con sus divinos auxilios, según podemos, cuán grande y apreciable sea aquel don y gracia, del cual, no habiéndole aun experimentado, no podemos dignamente hablar. Porque paso en silencío cuando Dios hizo al hombre recto; dejó aquella vida feliz y bien aventurada que pasaron aquellos dos primeros casados en la amenidad, fecundidad y delicias del Paraíso, siendo tan breve, que no pudo llegar a noticia de sus hijos; aun en esta que nosotros conocemos, en que todavía vivimos, cuyas tentaciones, o, por mejor decir, en ésta, que es toda tentación, y por más que aprovechemos, no dejamos de padecer, ¿quién será bastante a explicar las señales y demostraciones que experimentamos de la bondad de Dios para con el
linaje humano?
CAPITULO XXII

De las miserias y penalidades a que está sujeto el hombre por causa de la primera culpa, y cómo ninguno se libra de ellas sino por la gracia de Cristo

Que todo el linaje de los mortales fue condenado por la primera culpa, lo testifica esta misma vida, si debe llamarse vida; la que está llena de tantos y tan molestos trabajos. Porque ¿qué otra cosa nos manifiesta la horrible profundidad de la ignorancia, de donde resulta todo el error que acoge y recoge a todos los hijos de Adán en tenebroso, seno, de donde el hombre no puede salir y librarse sin penalidad, dolor y temor? ¿Qué otra cosa nos demuestra el mismo amor y deseo de tantos objetos varios y perjudiciales, y los daños que de ellos dimanan; los cuidados penosos, las turbaciones, tristezas, miedos; los desordenados contentos, las discordias, debates, guerras, asechanzas, enojos, enemistades, engaños, lisonjas, cautelas, robos, traiciones, soberbias, ambiciones, envidias, homicidios, parricidios, crueldades, fierezas, bellaquerías, disoluciones, travesuras, desvergüenzas, deshonestidades, fornicaciones, adulterios, incestos y tantos estupros y torpezas contra el natural decoro de ambos sexos, que aún es acción reprensible el referirlas; sacrilegios, herejías, blasfemias, perjurios, opresiones de inocentes, calumnias, engaños, prevaricaciones, falsos testimonios, injusticias, violencias, latrocinios y todo lo que de semejantes males no me ocurre ahora a la memoria, y, sin embargo, no faltan en esta vida de los hombres? Y aunque estas maldades son propias y características de los hombres malos, no obstante, proceden de aquella raíz del error y del perverso amor y deseo con que nacen todos los hijos de Adán. ¿Y quién hay que no sepa con cuánta ignorancia de la verdad, que en los niños se advierte, y con cuánta redundancia de vana codicia, que en los muchachos comienza ya a pulular y descubrirse, entra el hombre en esta vida, de manera que si le dejan vivir como quiere y hacer todo lo que se ofrece a su capricho, viene a caer en estos vicios y excesos, en todos o en muchos de los que he nombrado y en otros que no he podido exponer?
Pero como la Providencia divina no desampara del todo a los condenados, y Dios no detiene en su ira sus misericordias, en los mismos sentidos de los hombres están velando la ley y la instrucción contra estas tinieblas en que nacemos, y se oponen a sus ímpetus, aunque ellas también están llenas de trabajos y dolores. Porque, ¿de qué sirven tantos miedos fantásticos y de tan raras especies que se aplican para refrenar las vanidades y afectos de los muchachos? ¿De qué los ayos, los maestros, las palmetas, las correas, las varillas? ¿De qué aquella disciplina, con que dice la Sagrada Escritura que se deben sacudir los costados del hijo querido, porque no se haga indómito, y estando duro, agreste e inflexible, con dificultad pueda ser domado o quizá no pueda? ¿Qué se pretende con todos estos rigores sino conquistar y destruir la ignorancia, refrenar los malos deseos y apetitos, que son los males con que, nacimos al mundo? Porque ¿qué quiere decir que con el trabajo nos acordamos y sin el trabajo olvidamos con trabajo aprendemos y sin trabajo ignoramos, con trabajo somos diligentes y sin trabajo flojos? ¿Acaso no se ve en esto adonde, con su propia gravedad, se inclina la naturaleza viciosa y corrompida y de cuántos auxilios tiene necesidad para librarse de ello? El ocio, flojedad, pereza, indolencia y negligencia, vicios son, en efecto, con que se huye del trabajo, que aun siendo útil es penoso.
Fuera de las molestias y penas que padecen los muchachos, sin las cuales no se puede aprender lo que los mayores quieren, los cuales apenas quieren cosa útil ¿quién explicará con palabras y quién podrá comprender con el pensamiento cuántas y cuán graves son las penas que ejercitan y acosan al hombre, las que no pertenecen a la malicia y perversidad de los malos, sino a la condición y miseria común de todos? ¿Cuán grande es el miedo, cuán grande la calamidad que proviene de las orfandades y duelos, de los daños y condenaciones, de los engaños, embustes y mentiras de los hombres, de las falsas sospechas, de todas las violencias, crímenes y fuerzas, ajenas, pues de ellas muchas veces proceden la pérdidas de bienes, los cautiverios, la prisiones, las cárceles, los destierros los tormentos, las laceraciones de miembros y privación de los sentidos, hasta la opresión del cuerpo para saciar el torpe apetito del opresor, y otras muchas acciones horribles? ¿Qué diré de infinitos casos y accidentes que se teme no sucedan exteriormente al cuerpo, de fríos, calores, tempestades, lluvias, avenidas, relámpagos, truenos, granizo, rayos, terremotos, aberturas de tierras, opresiones de ruinas, de los tropiezos, espantos, o también de la malicia de las caballerías; de tantos tósigos y venenos de plantas, aguas, aires, bestias y fieras; de las mordeduras, o sólo molestas o también mortíferas; de la hidrofobia que dimana de la mordedura del perro rabioso, de manera que a veces de una bestia que es apacible y leal a su dueño nos guardamos con más rigor que de los leones y dragones, porque al hombre que acierta a morder le hace con el pestilencial contagió rabioso, de suerte que viene a ser temido de sus padres esposa e hijos más que cualquiera bestia? ¿Qué de infortunios padecen los navegantes? ¿Y cuáles los que caminan por tierra? ¿Quién hay que camine que no esté sujeto a mil desastres impensados? Vuelve uno de la plaza a su casa, cae en tierra, teniendo sanos los pies; se quiebra un pie, y de aquella herida pierde la vida. El sacerdote Heli cayó de la silla en que estaba sentado y murió. Los labradores, o, por mejor decir, generalmente todos los hombres, ¿cuántos fracasos y accidentes no temen que sucedan a los sembrados y frutos del campo, ocasionados por las malignas influencias del cielo, de la tierra y de los animales perniciosos? Y aunque estén ya asegurados de la cosecha del grano que tienen recogido y encerrado en las trojes, sin embargo, a algunos, como los hemos visto, la repentina avenida de un río, huyendo los hombres de su furia, les ha llevado sus graneros con grande porción de trigo. Contra las diversas clases de guerra que nos hacen los demonios, ¿quién puede estar confiado en su inocencia?; pues para que ninguno lo esté, en algunas ocasiones molestan a los niños bautizados, rió habiendo objeto más inocente que ellos permitiendo así Dios que se vea la miserable calamidad de esta vida y lo que debe desearse la felicidad de la futura. En el mismo cuerpo humano hay molestias nacidas de enfermedades que aún no se conocen ni están escritas ni explicadas todas en los libros de los médicos. Y en los más de ellos, los más selectos específicos, auxilios y medicamentos que se hallan, son tormentos inventados para libertar al hombre del riesgo de los dolores con penosa medicina. ¿Acaso el hombre no ha reducido a los hombres a que no hayan podido abstenerse de las carnes de los hombres, y que se hayan comido, no a hombres que los hallaron muertos, sino habiéndolos ellos mismos muerto con este intento por su propia mano; no a cualesquiera extraños, sino con inhumanidad increíble que causaba el hambre rabiosa que se experimentaba, las madres a sus hijos? Y, finalmente; el mismo sueño, que propiamente tomó el nombre de reposó y quietud, ¿quién será bastante a declarar cuán inquieto y desasosegado está muchas veces con los objetos que se representan en sueños, y con cuán terribles miedos y espantos de cosas falsas, representadas tan al vivo que no las podemos distinguir de las verdaderas, perturbe e inquieta el miserable espíritu y los sentidos, con cuya ilusión y falsedad de visiones más maravillosamente son fatigados y acosados, aun velando ciertos enfermos y hechizados? Los malignos demonios a veces engañan también a los pobres sanos con la innumerable variedad de sus embelecos, y aunque con tales visiones no los muden y reduzcan a su parcialidad, los engañan y alucinan los sentidos solo por el deseo que tienen de persuadirles la falsedad.
Del infierno de esta vida miserable ninguno nos puede librar, sino la gracia del Salvador, Cristo, Dios y Señor nuestro; porque esto significa el nombre del mismo Jesús que quiere decir Salvador, especialmente para que después de esta vida no vayamos a la miserable y eterna, no vida, sino muerte. Pues en esta; aunque tengamos grandes consuelos de medicinas y remedios por medio de cosas santas y de los santos, con todo, no siempre se conceden estos beneficios a los que los suplican, porque no se pretenda y busque por causa de ellos la religión, la cual se debe buscar más para la otra vida, donde no habrá género de mal. Y para este efecto, particularmente a los más escogidos y mejores, ayuda la gracia en esos males, para que los toleren y sufran con corazón tanto más valeroso y fuerte, cuanto más fiel; para lo cual los sabios de este siglo dicen también aprovecha la filosofía; y la verdadera, como dice Tulio, los dioses la concedieron a muy pocos. Ni a los hombres, añade, dieron o pudieron dar don o dádiva mayor; en tanto grado, que aun los mismos contra quienes disputamos son impelidos a confesar que es necesaria la divina gracia para .conseguir, no cualquiera filosofía, sino la verdadera. Y si a pocos ha concedido Dios el único socorro de la verdadera filosofía contra las miserias de esta vida, también de esta doctrina se deduce cómo el linaje humano está condenado a pagar las penas de las miserias. Y así como no hay (como lo confiesan) don divino ninguno mayor que éste, así se debe creer que no le da otro Dios, Sin aquel que aun los mismos que adora muchos dioses, confiesan ser el mayor de todos.
CAPITULO XXIII

De las cosas que, fuera de los males y trabajos que son comunes a los buenos y a los malos, especialmente padecen los justos

Fuera de los males de esta vida mortal, comunes a los buenos y a los malos, tienen también en ella los justos sus molestias propias con que contrastan los vicios, y pasan su vida en las tentaciones y peligros de semejantes batallas. Pues unas veces más y otras menos, nunca deja la carne de desear contra el espíritu y el espíritu contra la carne, para que no ejecutemos lo que queremos, dando fin y consumiendo toda mala concupiscencia sino para que no consintiendo con ella, la sujetemos cuanto pudiéremos, con el favor de Dios, viviendo en continua vela, a fin de que no nos engañe la opinión aparente; para que no nos alucine, razón astuta, para que no nos cieguen las tinieblas de algún error, para que no creamos que lo que es bueno es, malo, o lo que es malo es bueno para que el temor no nos aparte de lo que debemos practicar; para que no se ponga el sol, durándonos el rencor y enojo; para que los odios no, nos conviden a devolver mal por mal; para que no nos sofoque alguna singular y extraordinaria tristeza; para que la ingratitud no nos haga flojos y tardos en hacer bien; para que la conciencia sana no se turbe y congoje por las detractaciones y murmuraciones; para que la sospecha temeraria que tuviéramos de otro no nos engañe; para que la falsa que otros tienen de nosotros no nos quebrante y desmaye; para que no reine pecado en nuestro cuerpo mortal condescendiendo a sus deseos; para que nuestros miembros no sirvan al pecado de armas e instrumentos para hacer mal; para que el ojo no vaya tras lo que desea el apetito; para que no nos rinda el deseo de venganza; para que no se detenga la vista o el pensamiento en lo que nos deleita con daño; para que no oigamos gustosamente palabras malas o indecentes; para que dejemos de hacer lo que no es licito, aunque nos convide el sentido del gusto; para que en esta guerra tan cercada de trabajos y peligros no confiemos en nuestras fuerzas la victoria que estuviere por alcanzar, o la ya conseguida la atribuyamos a nuestras fuerzas, sino a la gracia de Aquel de quien, dice el Apóstol: «Gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo.» El cual asimismo dice en otro lugar: «De todos, estos riesgos salimos vencedores con grandes
ventajas por Aquel que tanto nos amó.»
Debemos tener por cierto que con cualquiera virtud o destreza que peleemos venzamos y sojuzguemos, mientras estuviéremos en este cuerpo, no nos puede faltar motivo para decir a Dios: «Perdónanos nuestras deudas» Pero en aquel reino donde estaremos siempre con los cuerpos inmortales, ni tendremos guerras que ganar ni deudas que pagar, las cuales
jamás las hubiera si nuestra naturaleza preservara y se conservara en la rectitud con que Dios la creó. Y por eso esta nuestra batalla , donde corremos riesgo y peligro y de que deseamos salir libres con una última y final victoria, pertenece también a los males y trabajos de esta vida, la cual hemos probado bien claro haber sido condenada por testimonios de tantos y tan grandes males y trabajos.

Capítulos 24-30

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La Ciudad de Dios
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Libro Vigésimosegundo
El Cielo, Fin De La Ciudad De Dios