Mensaje y autoridad del predicador 

por John Stott




La primera pregunta importante que tiene que afrontar el predicador es: «¿Qué voy a decir y de dónde obtendré mi mensaje?». Se han dado diversas respuestas equivocadas con respecto al origen y contenido del mensaje del predicador. Vamos a empezar con algunas de carácter negativo.


No es un profeta


En primer lugar, el predicador cristiano no es un profeta, es decir, no obtiene el mensaje mediante una revelación directa y original de Dios. Desde luego, hay personas hoy en día que usan la palabra «profeta» erróneamente. No es extraño que a alguien que predica con pasión se lo describa como poseedor del fuego profético; y de un predicador que puede discernir las señales de los tiempos. Que ve la mano de Dios en los acontecimientos del momento y pretende interpretar el significado de las corrientes sociales y políticas. Se dice a veces que es profeta y que tiene el don profético. Pero sugiero que este uso del término «profeta» es incorrecto.



Entonces, ¿qué es un profeta? El Antiguo Testamento lo consideraba como el portavoz directo de Dios. Cuando Dios eligió a Aarón para que transmitiera las palabras de Moisés a Faraón, explicó el plan a Moisés: «Mira, yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta.» Y de nuevo: «Tú hablarás a él [Aarón] y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios» (Ex 7.1–2; 4.10–17). Esto deja bien claro que el profeta era «boca» de Dios, que Dios hablaba por medio de él. De manera parecida, al explicar que levantaría un profeta como Moisés, Dios dijo: «Les suscitaré un profeta de en medio de sus hermanos, como tú, y pondré mis palabras en boca de él, quien les hablará todo lo que Yo le ordene ... él pronunciará [mis palabras] en mi nombre»(Dt 18.18–19).



El profeta no hablaba ni sus propias palabras ni en su propio nombre, sino las palabras de Dios y en nombre de Dios. Esta convicción de que Dios les había hablado y revelado sus secretos (Am 3.7–8) explica las conocidas fórmulas proféticas «Vino palabra de Jehová a...», «...Así dice Jehová...», «Oíd la palabra del Señor» y «La boca de Jehová ha hablado».



La característica esencial del profeta no era que predecía el futuro ni que interpretaba el presente, sino que hablaba la Palabra de Dios. Como Pedro dijo: «Porque nunca la profecía [es decir, la verdadera profecía, en oposición a la de los falsos profetas que describe a continuación] fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pe 1.21).



Así pues, el predicador cristiano no es un profeta. No se le da revelación original alguna. Su misión es exponer la revelación que fue dada ya, una vez por todas. Y aunque realmente predica con el poder del Espíritu Santo, no está «inspirado» por el Espíritu en el sentido en que lo estaban los profetas. Es verdad que «si alguno habla» se le enseña a nacerlo «conforme a las palabras de Dios». Sin embargo, esto no es porque él mismo sea, o acabe de recibir, un oráculo divino, sino porque es un administrador o mayordomo (1 Pe 4.10). Al predicador, como veremos más adelante, han sido confiadas las Sagradas Escrituras que son «la palabra de Dios» (Ro 3.2). La última mención en la Biblia de la expresión «vino palabra de Dios» se refiere a Juan el Bautista (Lc 3.2), quien realmente era un profeta. En los días del Nuevo Testamento había también profetas como Agabo (Hch 21.10), y la profecía era considerada como un don espiritual (Ro 12.6; 1 Co 12.10, 29; Ef 4.11). No obstante, este don ya no se otorga a las personas en la Iglesia. Hoy en día, cuando la palabra escrita de Dios está al alcance de todos nosotros, ya no se necesita el mensaje divino en lenguaje profético. La Palabra de Dios ya no viene como en el pasado. Ha venido una vez por todas; ahora debemos ir a ella.



No es un apóstol


En segundo lugar, el predicador cristiano no es un apóstol.


Naturalmente, la Iglesia sí es «apostólica», por estar edificada sobre el fundamento de la doctrina apostólica y, a la vez, por ser enviada al mundo a predicar el evangelio. Sin embargo, los edificadores de la iglesia misionera no deberían ser llamados propiamente «apóstoles». Es incorrecto hablar de «Hudson Taylor, apóstol de China», o «Judson, apóstol de Birmania», como se podría hablar de «Pablo, apóstol de los gentiles». Un estudio reciente ha venido a confirmar que los apóstoles eran únicos. Karl Heinrich Rengstorf, en su artículo sobre «Apostolado» en el famoso Theologisches Worterbuch de Gerhard Kittel, sostiene que los apóstoles de Jesús equivalían a los shaliachim judíos. Los shaliachim fueron mensajeros especiales enviados a la dispersión con plena autoridad para enseñar, de tal manera que decían: «el que es enviado por una persona, es como esa persona misma». Rengstorf escribe, «...mientras que los otros verbos connotan un envío como tal, apostellein lleva consigo las ideas de propósito especial, misión o comisión, autorización y responsabilidad».



Apostolos, dice él, es «siempre la designación de alguien que es enviado como embajador, y sobre todo como embajador autorizado. La palabra griega apostolos únicamente nos da la forma. El contenido y la idea salen a la luz por el shaliach del judaísmo rabínico.»



Norval Geldenhuys, en su valioso libro Supreme Authority, lleva el artículo de Rengstorf a su conclusión lógica. El apóstol del Nuevo Testamento es «alguien escogido y enviado con una comisión especial como representante plenamente autorizado de quien lo envía». Al llamar «apóstoles» a los doce discípulos, Jesús indicó que tenían que ser «sus delegados, a quienes él enviaría con la comisión de enseñar y orar en su nombre y con su autoridad». Les dio una autoridad especial (por ej., Lc 9.1,2,10), que más tarde proclamaron tener y ejercieron. Pablo sostenía que también era apóstol, igual que los doce, por elección directa de Jesús resucitado. «La única base del apostolado era una comisión personal», a lo cual debería añadirse un encuentro con Jesús después de la resurrección. La conclusión de Geldenhuys es: «Nunca más puede haber alguien que posea todas estas cualidades para ser un shaliachim de Jesús.» Incluso Rengstorf, que dice: «no sabemos cuántos apóstoles hubo en los primeros días, pero deben haber sido bastante numerosos». Añade que el apostolado «estaba limitado a la primera generación y no se convirtió en un cargo eclesiástico». Además, «todo apóstol es discípulo, pero no todo discípulo es apóstol». Geldenhuys cita del artículo de Alfred Plummer sobre «Apóstol», del Dictionary of the Apostolic Church de Hastings: «No era posible la transmisión de un cargo tan excepcional.»



Esta evidencia sugiere un estrecho paralelo entre los profetas del Antiguo Testamento y los apóstoles del Nuevo. Rengstorf dirige su atención a este punto: «La unión de la conciencia del apóstol con la del profeta... enfatiza de manera absoluta el hecho de que lo que predica es revelación y está preservado de cualquier tipo de corrupción humana... Igual que el profeta, Pablo es el siervo de su mensaje... El paralelo entre los apóstoles y los profetas está justificado porque ambos son portadores de la revelación.»



Por tanto, la palabra «profeta» debería estar reservada a los hombres del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento a quienes vino la Palabra de Dios de manera directa, se haya conservado o no su mensaje. De igual modo la designación «apóstol» debe estar reservada a los doce y a Pablo, a quienes Jesús comisionó especialmente e invistió con autoridad como sus shaliachim.



No es un falso profeta o apóstol


En tercer lugar, el predicador cristiano no es (o no debería ser) un falso profeta ni un falso apóstol. Leemos acerca de ambos en las Escrituras. La diferencia entre el auténtico y el falso se describe de manera muy clara en Jeremías 23. El profeta verdadero «estuvo en el secreto de Jehová, y vio, y oyó su palabra... Estuvo atento a su palabra, y la oyó» (Jer 23.18, 22). En cambio, los falsos profetas hablaban «visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová» (Jer 23.16).


Profetizaban «el engaño de su corazón (Jer 23.26). Mentían en el nombre de Dios (Jer 23.25). En el versículo 28 se contrastan eficazmente: «El profeta que tuviere un sueño, cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo? dice Jehová.» Los que oían el mensaje de los profetas estaban escuchando, o bien la propia «palabra de cada uno» o «las palabras del Dios viviente» (Jer 23.36).



Aunque, hablando estrictamente, hoy en día no hay profetas o apóstoles, temo que sí hay falsos profetas y falsos apóstoles. Hablan su palabra en vez de la Palabra de Dios. Su mensaje procede de su propia mente. Son personas a quienes les gusta airear sus opiniones sobre religión, ética, teología o política. Pueden ser lo suficientemente convencionales para presentar el sermón con un texto bíblico. Sin embargo, este texto tiene poca o ninguna relación con el mensaje que sigue, y no hacen ningún esfuerzo para interpretar el texto dentro de su contexto. Se ha dicho con mucha razón que el texto sin el contexto es un pretexto. Muy a menudo, estos predicadores, como los falsos profetas del Antiguo Testamento, también hablan palabras halagadoras, diciendo «paz, paz» cuando no hay paz (Jer 6.14; 8.11; cf.23.17). Sólo mencionan los aspectos más halagadores del evangelio para no ofender el gusto popular (cf. Jer 5.30–31).



No es un «charlatán»

En cuarto lugar, el predicador cristiano no es un «charlatán».

Esta palabra es la que los filósofos atenienses usaron en el Areópago para describir a Pablo. «¿Qué querrá decir este palabrero?» (Hch 17.18), preguntaban con tono burlón. El término griego es spermologos que significa «recolector de semillas».



Se aplicaba en su sentido literal a las aves que se alimentaban de semillas y, especialmente, según Aristófanes y Aristóteles, a la corneja. Metafóricamente se llegó a aplicar al basurero, o trapero, «uno que se gana la vida recogiendo desperdicios».



De aquí se transfirió a la chismografía, «uno que recoge y revende fragmentos de conocimiento». El charlatán comercia con las ideas como un revendedor, que recoge pedazos y remiendos dondequiera que los encuentre. Sus sermones son una auténtica bolsa de retazos.



Ahora bien, no hay nada malo, evidentemente, en citar en un sermón las palabras o los escritos de otro. Es más, el predicador juicioso tiene un libro o archivo en el que guarda citas famosas o inspiradoras. Además, siempre que las use de manera sensata y honesta, con el debido reconocimiento, pueden añadir luz, fuerza y peculiaridad al tema. Voy a poner en práctica ahora mismo lo que estoy diciendo, citaré a alguien que desafortunadamente desconozco: «Copiar de una persona se llama plagio; copiar de mil, "investigación"».



Sin embargo, citar con cuidado otras fuentes no es necesariamente palabrería. La característica esencial del charlatán es que no tiene opinión propia. Su parecer es el de la última persona con quien ha hablado. Repite las ideas de otros sin examinarlas, sopesarlas o hacerlas suya. Como los falsos profetas a los que Jeremías fustigó, usa únicamente la lengua pero no la mente o el corazón, y es culpable de «robar» el mensaje de otros (Jer 23.30).



Es un administrador o mayordomo


¿Qué es, entonces, el predicador? Es un administrador o mayordomo. «Téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel» (1 Co 4.1–2). El administrador es el depositario y el dispensador de los bienes de otro. Del mismo modo, el predicador es un administrador de los misterios de Dios, es decir, de la autorevelación que Dios ha confiado a los hombres y que ahora está preservada en las Escrituras. Por tanto, el mensaje del predicador cristiano no se deriva directamente de la boca de Dios como si el predicador fuera un profeta o un apóstol. Tampoco tiene su origen en su propia mente, como en el caso de los falsos profetas, ni procede de la mente o la boca de otros, como en el caso del charlatán. Por el contrario, la Palabra de Dios fue revelada una vez y está registrada ahora, por eso, el predicador es un privilegiado administrador.



El concepto de administrador de la casa era más conocido en el mundo antiguo que en el moderno. Hoy en día, el pueblo cristiano asocia la palabra «administrador» con campañas para obtener dinero. En nuestro vocabulario cotidiano un administrador atañe únicamente a empresas de comercio o industria, o a instituciones residenciales como asilos, hospitales, etcétera. Pero en los tiempos bíblicos todo buen padre de familia tenía un administrador o mayordomo para dirigir los asuntos de su casa, su propiedad, su granja o viña, sus cuentas y sus esclavos. Encontramos al administrador varias veces en el Antiguo Testamento. No se emplea ni una sola palabra hebrea para identificarlo, pero se puede conocer su ocupación mediante varias palabras. Se encuentra particularmente en las familias nobles y las cortes reales de Judá, Egipto y Babilonia. Así, José tenía un administrador en Egipto. Este «mayordomo de su casa» estaba encargado de atender a los huéspedes de José. Procuraba que tuvieran agua para los pies y forraje para los asnos. Era el responsable de matar a los animales para comer y de preparar las comidas.



Parece también que tenía que proveer de alimentos a los que vinieran a comprarlos y le pagaran con dinero. Tenía esclavos bajo su autoridad (Gn 43.1–25; 44.1–13). De manera parecida, los reyes de Judá tenían un administrador encargado de la casa real. Durante el reinado de Ezequías el administrador se llamaba Sebna (Is 22.15). Parece que era un hombre ambicioso y que se había enriquecido con espléndidos carros, a expensas, quizás, de la cuenta de la casa. Pero Dios dice a Sebna que tiene que ser destituido y que pondrá en su lugar a Eliaquim, hijo de Hilcías; «Y lo vestiré de tus vestiduras, y lo ceñiré de tu talabarte, y entregaré en sus manos tu potestad; y será padre al morador de Jerusalén, y a la casa de Judá. Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro...» (Is 22.21–22). Se deduce de ello que el administrador era un hombre con autoridad dentro de la casa. Ejercía una supervisión paternal sobre sus miembros y el símbolo de su cargo era una llave, sugeridora, indudablemente, de los almacenes donde se guardaban todos los bienes.



En la corte del rey Nabucodonosor en Babilonia, el jefe de los eunucos puso a Daniel y a sus tres compañeros al cuidado de alguien llamado «Melsar». Probablemente esta palabra, más que un nombre propio, indica un cargo, como «superintendente», por lo que la VP lo denomina «mayordomo». Su tarea era entrenar a los hombres para el servicio de palacio. Les proporcionaba las raciones diarias según su discreción, fuesen estas los ricos alimentos y vinos de la corte o los sencillos vegetales solicitados por Daniel (Dn 1.16–18).



En el Nuevo Testamento encontramos ejemplos paralelos a estos del Antiguo Testamento. Herodes Antipas tenía un administrador en la corte, un hombre llamado Chuza, cuya esposa, Juana, era discípula de Jesús y le servía «de sus bienes» (Lc 8.3). Además, el escenario de varias parábolas de nuestro Señor está situado en casas grandes, en las que el administrador ocupa una posición de responsabilidad. En la parábola de los obreros de la viña, el propietario ordenó al administrador que pagara sus salarios a los obreros (Mt 20.18), mientras que al mayordomo infiel lo empleó «un hombre rico», cuyos bienes estaba acusado de despilfarrar. Era, evidentemente, una persona muy responsable que ordenaba las provisiones y administraba los gastos. Él pudo falsificar las cuentas al reducir las obligaciones de los deudores de su señor y, al parecer, evitar el descubrimiento del proceso (Lc 16.1–9).



Estamos ahora en condiciones de reconstruir la situación de una casa rica en los tiempos bíblicos. Podemos hacerlo considerando el grupo de palabras análogas al verbo oikeo, habitar. Hay cinco importantes. Primera: oikia u oikos, la casa misma, la casa como vivienda. En segundo lugar, oikeioi, la familia, la casa como conjunto de personas. El único uso secular de esta palabra en el Nuevo Testamento lo encontramos en 1 Timoteo 5.8, donde el apóstol dice que si alguien no hace provisión: «Si alguien no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares (oikeion) ... es peor que un infiel». En tercer lugar, viene la palabra oikodespotes, el padre de familia o dueño de la casa, llamado el «señor de la casa» (por ej. Mr 14.14). Él gobierna o dirige la casa, y el verbo que indica su trabajo (oikodespoteo) se encuentra en 1 Timoteo 5.14. En cuarto lugar, tenemos oiketes, el siervo de la casa o, como se lo llama en África, «el chico de la casa». Doulos era la palabra general que se aplicaba a un esclavo, pero oiketes en particular describía al siervo que trabajaba en la casa. El equivalente latino es domesticus, que originalmente incluía a todos los que vivían bajo un mismo techo o en la misma domus, pero luego pasó a significar «siervo» o «criado».


En quinto lugar, está oikonomos, el administrador o mayordomo, cuyo cargo se llama oikonomía, administración. Estas palabras provienen de oikos, casa, y nemo, administrar o dirigir, y de ellas derivan lógicamente nuestros vocablos economía y económico. La definición de oikonomos que da el diccionario de Grimm y Thayer merece citarse en su totalidad: «Administrador de una casa o de los asuntos de una casa; especialmente mayordomo, administrador, director, superintendente... a quien el señor de la casa o propietario ha confiado la administración de sus asuntos, el control de los ingresos y los gastos, y el deber de distribuir la parte correspondiente a todos los siervos e incluso a los hijos que todavía son menores de edad.» Fuese libre o esclavo, ocupaba una posición de responsabilidad entre el dueño y su familia. La misma palabra se emplea también en Romanos 16.23 hablando de Erasto, que aparece como «tesorero de la ciudad» de Corinto. En Gálatas 4.2 se dice que un niño está bajo epitropoi y oikonomoi: los primeros son sus tutores legales y maestros, mientras que los últimos cuidan su propiedad durante su minoría de edad.



Estas cinco palabras juntas describen la situación social de una familia acomodada. La oikos (casa) estaba habitada por los oikeioi (familia), formada por hijos y esclavos a la vez. El dueño de la casa era el oikodespotes (padre de familia), quien tenía a sus órdenes varios oiketai (siervos de la casa). También poseía un oikonomos (administrador o mayordomo) cuya misión era supervisar a los siervos, alimentar a la familia y administrar los asuntos y cuentas de la casa o hacienda. No es sorprendente que los primeros creyentes viesen en esta estructura social un retrato de la iglesia cristiana.



En segundo lugar, la metáfora del administrador muestra el contenido del mensaje del predicador. Efectivamente, si en la metáfora hay alguna enseñanza, esta es que el predicador no provee su propio mensaje, sino que es provisto del mensaje. Si no se espera que el mayordomo alimente a la familia de su propio bolsillo, tampoco el predicador debe proveer su mensaje a expensas de su propio ingenio. Muchas metáforas del Nuevo Testamento señalan esa misma verdad: que la tarea del predicador es proclamar un mensaje que le ha sido dado. El predicador es el sembrador de la semilla y «la semilla es la palabra de Dios» (Lc 8.11). Es un heraldo a quien se le ha dicho qué buenas noticias tiene que proclamar.


Participa en la construcción de un edificio en el que ya están puestos los cimientos y el material (v.g., 1 Co 3.10–15). De manera similar, es el administrador de los bienes que le ha confiado el dueño de la casa.



Este es el segundo aspecto en que se requiere del administrador que sea fiel especialmente a los bienes mismos. Tiene que preservarlos de cualquier daño y ser diligente al distribuirlos a la familia. El apóstol pone gran énfasis, en su carta a Timoteo, en la responsabilidad de «guardar el depósito».



El precioso evangelio había sido encomendado a su cuidado fiel. Era un «buen depósito». Debía vigilarlo de la misma manera que los centinelas montan guardia alrededor de una ciudad o los celadores en una cárcel (1 Ti 1.11; 6.20; 2 Ti 1.12-14). Si somos buenos administradores, no nos atreveremos a adulterar la Palabra de Dios (2 Co 4.2), ni a «falsificarla» (2 Co 2.17). Nuestra misión es «la manifestación de la verdad» (2 Co.= 4.2; cf. Hch 4.29, 31; Fil 1.14; 2 Ti 4.2; He 13.7). Tenemos aquí una buena definición de la predicación. La predicación es una «manifestación», fanercáis, de la verdad que está contenida en las Escrituras. Por tanto, toda predicación debería ser de algún modo una predicación expositiva. El predicador puede usar ilustraciones sobre política, ética o sociología para iluminar y dar fuerza a los principios bíblicos que pretende explicar, pero el púlpito no es lugar para comentarios puramente políticos, exhortaciones éticas o debates sociales. Tenemos que predicar «la palabra de Dios» y nada más (Col 1.25).



Además, somos llamados a predicar toda la palabra de Dios. Esa fue la ambición del apóstol Pablo, quien reconoció que su «administración divina» era dar a conocer la Palabra de Dios de manera completa, es decir, predicarla entera y completamente. Sí, él podía exclamar en presencia de los ancianos de Éfeso: «No he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios» (Hch 20.27). ¡Qué pocos predicadores podrían tener la misma pretensión! La mayoría de nosotros cabalgamos mortalmente sobre unos pocos caballos favoritos. Seleccionamos de las Escrituras las doctrinas que nos agradan y pasamos por alto las que nos disgustan o encontramos difíciles. De esta manera somos culpables de negar a la familia algunas de las provisiones que el Dueño de casa ha preparado para ellos en su sabia generosidad. Algunos no solamente quitan algo de la Escritura, sino que añaden algo, mientras que otros se atreven incluso a contradecir lo que está escrito en la Palabra de Dios.



Permítanme usar una ilustración doméstica. El desayuno favorito de los ingleses incluye básicamente huevos y tocino ahumado. Supongamos que un padre de familia ha provisto a su administrador de huevos y tocino ahumado, dándole instrucciones para que los distribuya a la familia en el desayuno durante los cuatro días siguientes. El lunes por la mañana el mayordomo echa el tocino y los huevos a la basura y en su lugar les da pescado; esto es contradecir y por ello su señor se enfada. El martes les da solamente huevos, sin tocino; esto es sustraer y su señor se enoja de nuevo. El miércoles les da huevos, tocino y salchichas; esto es añadir, y el amo continúa airado. Pero, al final, el jueves por la mañana les da huevos y tocino, nada más y nada menos, y finalmente ¡su señor está satisfecho con él! La familia de Dios necesita con urgencia administradores fieles que le provean sistemáticamente la Palabra de Dios completa. No sólo el Nuevo Testamento, sino también el Antiguo Testamento; no sólo los textos más conocidos, sino también los menos familiares; no únicamente pasajes que apoyen los prejuicios particulares del predicador, sino los que no los apoyen. En nuestros días necesitamos más hombres de la talla de Charles Simeon de Cambridge, quien en el prólogo a Horae Homileticae escribió: «El autor no es amigo de sistematizaciones en la teología; ha procurado formar sus opiniones sobre religión sólo a expensas de las Escrituras y es su deseo adherirse a ellas con escrupulosa fidelidad; nunca tergiversar alguna parte de la Palabra de Dios para apoyar una opinión particular, sino dar a cada una de sus partes el sentido que en su juicio el gran Autor se ha propuesto comunicar.» Por consiguiente, «estaba libre de todos los estorbos de los sistemas humanos», pudo «pronunciar la palabra bendita de Dios de forma completa, ore rotundo sin atenuar nada, sin temer nada», y no pensó en ningún sistema particular en el que apoyarse. Únicamente una exposición tan fiel de la Palabra de Dios nos librará a nosotros y a nuestras congregaciones de los pequeños antojos y caprichos (sean nuestros o suyos) y de una extravagancia y un fanatismo más serio. Sólo así les enseñaremos a discernir entre lo que se ha revelado de una manera clara y lo que no. Así no temerán ser dogmáticos respecto a lo primero, pero estarán satisfechos de permanecer agnósticos respecto a lo segundo (ver Dt 29.29).



Además, la iglesia necesita laicos instruidos que no sean como «niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina» (Ef 4.14). Necesitan crecer en el conocimiento de Dios y de su Palabra y poder resistir así la sutil intromisión de las sectas modernas. Nada puede producir este feliz estado de cosas excepto la predicación coherente, sistemática y didáctica de toda la Palabra de Dios.



Una enseñanza tan concienzuda no es posible sin una preparación cuidadosa de varios meses de antelación

Necesitamos examinar el alcance de nuestros sermones para ver si hay aspectos de la verdad que no hemos mencionado en absoluto u otros en los que nos hemos detenido en demasía. Una manera de evitar los extremos de pasar por alto o enfatizar demasiado es trabajar sistemáticamente, de principio a fin, los libros de la Biblia, o al menos capítulos enteros, exponiendo todo lo que haya, sin eludir nada. Otra manera es planear series regulares u ocasionales de sermones, tratando de modo equilibrado y comprensivo algunos aspectos de la verdad revelada. Y no seamos cobardes imaginando que el laico no podrá soportar estas cosas.



Recuerden las sabias palabras de Richard Baxter al pueblo de Kidderminster: «Si desearan conocer a Dios y las cosas celestiales tanto como el modo en que trabajan en su oficio, se habrían aplicado a ello antes y no habrían escatimado esfuerzos hasta alcanzarlo. Siete años les parecen poco para aprender el oficio y no quieren dedicar un día de cada siete al aprendizaje diligente de lo que concierne a la salvación de ustedes.»



Sin embargo, al recomendar que el predicador debería pretender exponer toda la Palabra de Dios, no quiero dar a entender que debería ser torpe o carente de imaginación. Pablo, quien dijo que no había rehuido «anunciaros todo el consejo de Dios», afirmó también, en el mismo discurso, que «nada que fuese útil he rehuido anunciaros» (Hch 20.20, 27) . Desde luego, «toda la Escritura es ... útil» (2 Ti 3.16), pero no toda es igualmente útil para todos al mismo tiempo. El administrador inteligente varía la dieta que ha de dar a la familia.



Averigua sus necesidades y se vale de su discreción para proveerles de comida adecuada. El administrador no tiene parte al decidir qué va a entrar en la despensa; quien la llena es el padre de familia. Pero su responsabilidad es decidir qué va a salir, cuándo y en qué medida. Tenemos aquí otro aspecto de la fidelidad del administrador, esta vez no respecto al dueño o a sus bienes sino respecto a la familia. Como dijo Jesús: «¿Quién es el mayordomo fiel y prudente al cual su señor pondrá sobre su casa para que a tiempo les dé su ración?» (Lc 12.42). El buen criterio y la fidelidad del administrador se pondrán de manifiesto en el equilibrio y la idoneidad de la dieta que dé a los de su casa. Debe alimentar a la familia de las provisiones que le han sido confiadas, pero ya que ha de persuadirlos a comer lo que él les sirve, se afana en hacerlo sabroso. Se vale de su imaginación para que la comida sea apetitosa. Incluso les insta a comer como una madre hace con sus hijos. Así que un buen administrador ha de conocer las necesidades y predilecciones de la familia tanto como el contenido de su despensa.



Todo esto es de gran importancia. No es suficiente que el predicador conozca la Palabra de Dios: debe conocer a los que lo escuchan. No debe, desde luego, falsificar la Palabra de Dios para hacerla más llamativa. No puede diluir el fuerte medicamento de la Escritura para que sea más dulce a los que lo prueban. Pero puede intentar presentarlo como si se lo recomendara. Además, lo hará de manera sencilla. Esto es seguramente lo que Pablo quería decir cuando recomendó a Timoteo que fuera un «obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad (2 Ti 2.15).



El verbo orthotomounta significa literalmente «cortar recto». Se empleaba para referirse a la tarea de hacer caminos y se encuentra, por ejemplo, en la Versión de los Setenta en Proverbios 3.6: «El enderezará tus sendas». Nuestra exposición de las Escrituras tiene que ser tan simple y directa, tan fácilmente inteligible, que se parezca a una carretera recta. Es fácil seguirla. Es como la calzada de los redimidos en Isaías: aun «por torpe que sea, no se extraviará» (Is 35.8). Este corte recto de la Palabra de Dios no es fácil. Requiere mucho estudio, como veremos más adelante, no sólo de la Biblia, sino también de la naturaleza del hombre y del mundo en que vive. El predicador expositivo es el constructor de un puente destinado a cruzar el precipicio que hay entre la Palabra de Dios y la mente humana. Ha de hacer lo posible por interpretar la Escritura con tanta exactitud y sencillez y aplicarla tan poderosamente que la verdad cruce el puente.



La autoridad y la disciplina del predicador

En tercer lugar, la metáfora del administrador nos enseña la naturaleza de la autoridad del predicador. El predicador tiene, en efecto, cierta autoridad. No deberíamos asustarnos o avergonzarnos de ello. La autoridad no es incompatible con la humildad. El profesor James Stewart ha escrito: «Es bastante erróneo suponer que la humildad excluye la convicción».



En cierta ocasión G. K. Chesterton escribió unas sabias palabras sobre lo que denominó «la dislocación de la humildad»: «Hoy estamos padeciendo de una humildad traspuesta. La modestia se ha trasladado de la esfera de la ambición para asentarse en la de la convicción, donde nunca debería estar. Un hombre debería dudar de sí mismo y no de la verdad; pero esto se ha invertido. Estamos en vías de producir una raza de hombres demasiado modestos mentalmente para creer en la tabla de multiplicar.»



Siempre hemos de ser humildes, pero jamás debemos mostrarnos inseguros o tratar de excusarnos cuando se trata de presentar el Evangelio. Pero, ¿dónde descansa la autoridad del predicador? La autoridad de un predicador no es la de un profeta. El predicador cristiano no puede decir con propiedad «así dice el Señor», como los profetas cuando presentaban un mensaje directo de Dios. Tampoco se atreve a decir «de cierto, de cierto os digo», como hacía el Hijo de Dios al hablar con la autoridad absoluta de su Padre, y como harían algunos falsos profetas dogmáticos atreviéndose a presentarse en su propio nombre. Tampoco deberíamos convertirnos en «charlatanes» modernos y hablar «de acuerdo con los mejores eruditos de la actualidad», citando alguna autoridad humana, por valiosas que sean las citas adecuadas cuando las ponemos en su lugar debido. Por el contrario, nuestra fórmula, si es que usamos alguna, debería ser la bien conocida frase del Dr. Billy Graham, a menudo repetida y bastante adecuada: «la Biblia dice».



Esta es la autoridad real. Cierto, es una autoridad indirecta

No es directa como la de los profetas, ni como la de los apóstoles, quienes daban órdenes y esperaban obediencia (cf. Pablo en 2 Ts 3.14), pero no deja de ser la autoridad de Dios. También es cierto que el predicador que declara la Palabra con autoridad está bajo esa Palabra y debe someterse a ella. Aunque distinto de la congregación, es uno de ellos.



Aunque tiene el derecho de hablarles utilizando un estilo directo «yo/ustedes», con frecuencia prefiere emplear la primera persona del plural -«nosotros»- porque es consciente de que la palabra que predica es tan aplicable a sí mismo como a cualquier otro. No obstante, puede hablar con la autoridad de Dios.



Sí, estoy convencido de que cuanto más un predicador haya «temblado» ante la Palabra de Dios (Esd 9.4, 10.3; Is 66.2, 5) y sentido su autoridad sobre su conciencia y en su vida, más preparado estará para predicarla con autoridad a otros. La metáfora del mayordomo no contiene toda la verdad acerca del predicador y su autoridad. No debemos pensar en el predicador como en un administrador oficioso, ni como un escriba judío, que da interpretaciones monótonas y escolásticas de puntos discutidos. La verdadera predicación nunca es algo anticuado, aburrido o académico, sino algo nuevo y punzante con la autoridad viva de Dios. Pero la Escritura sólo llega viva a los oyentes si previamente ha llegado viva al predicador. Únicamente si Dios le ha hablado a él por la Palabra que predica, la congregación oirá la voz de Dios por medio de sus labios.



Aquí está, pues, la autoridad del predicador. Depende del grado de su identificación con el texto que maneja, es decir, de la exactitud con que lo ha entendido y de la fuerza con que el texto ha hablado a su propia alma. En el sermón ideal habla la Palabra misma o, más bien, Dios en su Palabra y por ella. Cuanto menos el predicador interfiera entre la Palabra y sus oyentes, mejor. Lo que de verdad alimenta a la familia es la comida que el Dueño de casa provee, no el mayordomo que la dispensa. El predicador cristiano está mucho más satisfecho cuando la luz que brilla en la Escritura eclipsa su persona y cuando la voz de Dios apaga su propia voz.



En cuarto lugar, la metáfora del mayordomo nos enseña una lección práctica sobre la necesidad de disciplina en el predicador. El mayordomo fiel llegará a conocer muy bien todo lo que hay en su despensa. La despensa de la Biblia es tan, grande que ni siquiera toda una vida de arduo estudio descubriría por completo sus riquezas o su variedad.



La predicación expositiva es una disciplina muy exigente

Quizás por ello es tan poco frecuente. Sólo la realizarán los que estén preparados para seguir el ejemplo de los apóstoles y decir: «No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas... Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra» (Hch 6.2,4). La predicación sistemática de la Palabra es imposible sin un estudio sistemático de la Palabra. No es suficiente examinar superficialmente algunos versículos durante nuestra lectura diaria, ni estudiar un pasaje sólo cuando tenemos que hablar sobre él. No; hemos de sumergirnos diariamente en las Escrituras. No debemos estudiar solamente las minucias lingüísticas de unos pocos versículos, como a través de un microscopio, sino que hemos de sacar nuestro telescopio y escudriñar los anchos espacios de la Palabra de Dios, asimilando el gran mensaje de su soberanía divina en la redención de la humanidad. «Es una bendición -escribió C. H. Spurgeon- alimentarse del alma misma de la Biblia hasta llegar a hablar el lenguaje de las Escrituras, y hasta que el espíritu esté sazonado con las palabras del Señor, a fin de que nuestra sangre sea «bíblica» y la esencia misma de la Biblia brote de nuestro interior.»



Aparte de esta disciplina diaria y tenaz en el estudio de la Biblia, cada uno de nosotros en particular necesitaremos aplicarnos al versículo o pasaje que hayamos elegido para exponer desde el púlpito. Y vamos a necesitar energía mental para esquivar los atajos. Tenemos que dedicar tiempo a estudiar el texto de manera concienzuda, meditando en él, luchando, inquietándonos por él como un perro con su hueso, hasta que veamos claro su significado; y algunas veces este proceso irá acompañado de penas y lágrimas. Echaremos mano también en este trabajo de todos los recursos de nuestra biblioteca: el diccionario y la concordancia, las traducciones modernas y los comentarios. Pero, por encima de todo, hemos de orar sobre el texto, puesto que el Espíritu Santo, que es el autor final del libro, es, por tanto, su mejor intérprete.



«Considera lo que digo -escribio Pablo a Timoteo-, y el Señor te dé entendimiento en todo» (2 Ti 2.7). Nosotros debemos poner la reflexión y la meditación, pero Dios nos da el entendimiento. Aun cuando se entienda el texto, la obra del predicador estará a medias, por cuanto la aclaración del significado debe ir seguida de su aplicación a alguna situación real de la vida actual.



Sólo por medio de este estudio disciplinado, general y particular, el predicador logrará tener la mente llena de los pensamientos de Dios. Sin duda, guardará en archivos o cuadernos de notas los tesoros que Dios ha desenterrado para él. De esta manera nunca temerá que se le agoten las provisiones o que no tenga nada sobre lo cual pueda predicar. Su problema será más bien cómo seleccionar el mensaje entre tanto material disponible. Así, el administrador experto ve que su despensa está bien provista. No va a cansar nunca a la familia con un menú monótono, ni les causará una indigestión con comida inadecuada. El administrador será más bien como el padre de familia que describió Jesús, «que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas» (Mt 13.52).



Este es el mayordomo «de los misterios de Dios», fiel en el estudio y la predicación de la Palabra, y fiel al dejar que los oyentes sientan la autoridad de Dios en ella y por ella; fiel al Dueño de casa que le ha encargado esta tarea; fiel a la familia que espera de él sostén y fiel al depósito que le ha sido confiado. Quiera Dios hacernos a nosotros administradores fieles.



Tomado del libro Imágenes del Predicador por John Stott, Editorial Nueva Creación


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