Ordeñando al Carnero

por R. C. Sproul

De entre todas las formas de legalismo, ninguna es más mortal que aquella que reemplaza la fe con trabajos o gracia con mérito como base de justificación.

La Reforma del siglo dieciséis fue una batalla a muerte respecto a este tema. Fue una lucha para el verdadero Evangelio, el cuál había sido eclipsado durante la iglesia medieval. Sin embargo, la erosión de la doctrina de justificación por fe solamente, no comenzó en la Edad Media. Tenia sus raíces en la era del Nuevo Testamento con la aparición de la “Herejía de los Galatos”.

De entre todas las formas de legalismo, ninguna es más mortal que aquella que reemplaza la fe con trabajos o gracia con mérito como base de justificación.

La Reforma del siglo dieciséis fue una batalla a muerte respecto a este tema. Fue una lucha para el verdadero Evangelio, el cuál había sido eclipsado durante la iglesia medieval. Sin embargo, la erosión de la doctrina de justificación por fe solamente, no comenzó en la Edad Media. Tenia sus raíces en la era del Nuevo Testamento con la aparición de la “Herejía de los Galatos”.

Los agitadores Galatos, quienes buscaban subestimar la autoridad del apóstol Pedro, argumentaban por un evangelio que requería de trabajos legales no meramente como evidencia de la justificación sino como prerrequisitos para ella. El neo-nomianismo, o “nuevo legalismo” fue una contradicción directa contra las enseñanzas de Pablo a los romanos”: Ahora sabemos que cualquier cosa que diga la ley, lo dice a aquellos que se encuentra bajo la ley, que toda boca debe ser detenida y que todo el mundo puede tornarse culpable frente a Dios. Por lo tanto, por los hechos de la ley, ninguna carne será justificada frente a Su Visa, ya que la ley es el conocimiento del pecado.” (3:19–20.) Los denominados Judaicos de Galatea buscaban agregar trabajos a la fe como base necesaria para la justificación. Al hacerlo, corrompían el Evangelio de gracia libre por la cual nosotros estamos justificados solamente por la fe. Esta distorsión provocó en Pablo su más vehemente repudio respecto a cualquiera de las herejías que jamás hubiere combatido. Después de haber afirmado que no había ningún otro evangelio que aquél que él proclamaba y de haber declarado abominable a aquellos que buscaban “cualquier otro evangelio” (Gal. 1), luego corrigió a los Galatos:

"!OH sonsos Galatos! ¿Quién los ha embrujado para que obedezcan la verdad, ante cuyos ojos Jesucristo fue claramente identificado entre Uds. como crucificado? Esto es lo único que deseo aprender de Uds.: ¿Han recibido al Espíritu por las obras de la ley, o por medio de la fe?... Pero que a nadie se le justifica por la ley a los ojos de Dios es evidente, ya que “los justos vivirán por fe” (Gal. 3:1–2, 11.)

Al principio de la epístola, Pablo expresó su sorpresa ante la rapidez con que los Galatos se habían separado del verdadero Evangelio y habían aceptado un evangelio “diferente” que no era evangelio en lo absoluto. Sin embargo, la voz seductiva del legalismo ha sido poderosa desde el principio. Planes de corrección de obras han suplantado al Evangelio en cada era de la historia de la iglesia. Pensamos en Pelagianismo en el siglo cuarto, en Socinianismo en el siglo dieciséis, y en Liberalismo y Finalismo en el siglo diecinueve, tan solo para nombrar algunos, Pero ninguno de estos movimientos ha sido tan complejo y sistemático en su abarcamiento del punto de justificación legalista como lo ha sido la Iglesia Católica Romana, agregando obras a la fe y mérito a la gracia como prerrequisitos para la justificación, ha reavivado las llamas de la herejía Galata.

A pesar que Roma, contra el puro Pelagianismo, insiste que la gracia es necesaria para la justificación, niega que la gracia sola justifique. Aunque enseña que la fe es necesario como la iniciación, el fundamento, y la raíz de la justificación, niega que estemos justificados solo por la fe. Agrega obras de fe como un requisito para la justificación. Para que Dios nos declare justos, debemos ser inherentemente justos, conforme a Roma.

Roma agrega mérito a la gracia de dos formas distintas. En primer lugar, existe un “mérito congruente” (meritum de congruo), mérito que una persona adquiere desempeñando obras de satisfacción dentro del contexto del sacramento de la penitencia. Estas obras, hechas con la ayuda de la gracia, hacen que sea “congruente” o “adecuado” para Dios justificar a dicha persona.

En segundo lugar, existen las obras de que están más allá de todos los esfuerzos posibles. Estas obras se encuentran por encima y más allá de todos los esfuerzos posibles, de este modo, ceden mérito en exceso. Roma dice que cuando los santos logran mayor mérito que el que necesitan para entrar el cielo, el exceso de deposita en el “Tesoro del Mérito.” Roma lo denomina “bienes espirituales de la comunión de los santos.”

A partir de este tesoro, la iglesia puede dispensar mérito a aquellos que carecen de él en cantidad suficiente. Esto se realiza mediante “indulgencias.” El Catequismo de la Iglesia Católica define la indulgencia de la siguiente manera: “Una remisión ante Dios del castigo temporal debido a pecados cuya culpa ya ha sido perdonada, que el cristiano fiel quien debidamente dispone de ganancias conforme a determinadas condiciones prescriptas a través de la acción de la iglesia – que, como ministro de redención, dispensa y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos.”

Durante la Reforma, creció una gran controversia alrededor de las indulgencias. Los Reformistas insistían que la única persona cuyas obras tuvieron verdadero mérito ante Dios fue Cristo. Es por Sus obras y Su mérito solamente que podemos ser justificados. El valor del mérito de Cristo no puede ser aumentado ni disminuido por las obras de otros. Sin embargo, en el sistema romano, nuestras obras no solamente avalan nuestra propia justificación, sino que son suficientemente buenas, pueden ayudar a los que están en el purgatorio que carecen de mérito suficiente para entrar al cielo.

Martín Luther declaró que el punto de vista del mérito de Roma no era más que vanos productos de su imaginación y especulaciones de sueño acerca de cosas sin valor. Argumentaba que cualquier punto de vista que incluyera nuestras obras en nuestra justificación no constituía blasfemia ni eran ridículos.

Dijo: “Buscar ser justificados por la Ley es como si un hombre, ya enfermo y débil, fuera en busca de algún gran demonio por medio del cual tuviera la esperanza de curarse, mientras que le traería la ruina completa como si un hombre afectado con epilepsia agregara la pestilencia a la misma…He aquí como lo expone el proverbio, uno ordeña al carnero mientras que el otro sostiene un cedazo por debajo.” El proverbio de Luther declara una insensatez doble. Intentar ordeñar a un carnero es lo suficientemente sonso. Pero traer un cedazo para atraparlo es meramente una composición de insensatez. Del mismo modo, intentar ser justificado por cualquier forma de legalismo es tan sonso como intentar ordeñar leche de un carnero – pero con más severas consecuencias.

La gran tragedia de nuestros días no yace tan solo en que el Catolicismo Romano ni en otras religiones, tales como el islamismo, codifican obras como una base necesaria para la justificación. En términos prácticos, temo que la gran mayoría de los protestantes también dejen sus esperanzas en sus propias obras. Hasta que desesperemos para buscar nuestra justificación por las obras, no habremos entendido el Evangelio.


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