LA VIDA DE ELÍAS

por Arturo W. Pink

Introducción

La dramática aparición de Elías
El cielo cerrado
El arroyo de Querit
La prueba de la fe
El arroyo seco
Elías en Sarepta
Los apuros de una viuda
El Señor proveerá
Una Providencia oscura
Las mujeres recibieron sus muertos por resurrección
Frente al peligro
Frente a Acab
El alborotador de Israel
La llamada al  Carmelo
El   reto   de   Elías
Oídos que no oyen
La confianza de la fe
La   oración   eficaz
La   respuesta  por  fuego
El sonido de una grande lluvia
Perseverancia en la oración
La huida
En el  desierto
Abatido
Fortalecido
La cueva de Orbe
El silbo apacible y delicado
La   restauración   de   Elías
La viña de Nabot
El pecador descubierto
Un mensaje aterrador
La última misión de Elías
Un instrumento de juicio
La partida de Elías
El carro de fuego

HASTA AQUÍ HE CORREGIDO
EL ALBOROTADOR DE ISRAEL

"Y como Acab vio a Elías, dijole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel? (I Reyes 18:17). ¡Cómo revelan el estado de nuestro corazón las palabras de nuestra boca! Semejante lenguaje, después del juicio doloroso que Dios había enviado a sus dominios, mostraba la dureza e impenitencia del corazón del rey. Considerad las oportunidades que le habían sido dadas. Había sido prevenido por el profeta de las consecuencias ciertas que le reportarla el seguir en el pecado. Había visto que lo que el profeta anunció se había cumplido. Había quedado demostrado que los ídolos que él y Jezabel adoraban no podían evitar la calamidad ni dar la lluvia que necesitaban tan urgentemente. Tenía motivos sobrados para convencerse de que "Jehová Dios de Elías” era el Rey soberano de cielos y tierra, cuyos decretos nadie puede anular, y cuyo brazo todopoderoso nadie puede resistir.

Así es el pecador abandonado a sí mismo. Dejad que el freno divino le sea quitado, y veréis cómo la locura de la que su corazón está poseído se desborda como por un dique roto. Esta resuelto a hacer su propia voluntad a todo coste. No importa cuán graves y solemnes sean los tiempos que le  toquen vivir: ello no le vuelve a su juicio. No importa la gravedad del peligro que se cierna sobre su país, ni cuántos de sus conciudadanos sean mutilados o muertos; él ha de seguir saturándose de los placeres de pecado. Aunque los juicios de Dios truenen en sus oídos cada vez de modo más fuerte, él los cierra deliberadamente y procura olvidar los sinsabores en un remolino de algazara. Aunque su país esté en guerra, luchando por su existencia, su "vida nocturna” y sus orgías siguen como siempre. Si los bombardeos se lo impiden, las proseguirá en los refugios subterráneos. ¿Qué es ello sino un esforzarse contra el Todopoderoso", y un acometerle “en la cerviz” (Job 15: 25, 26)?
Si, al escribir estas líneas, recordamos aquellas palabras escudriñadotas: "¿Quién te distingue?" (I Corintios 4:7), es decir, ¿quién te hace a ti diferente de los demás? Sólo hay una respuesta: un Dios soberano en la plenitud de su asombrosa gracia. Al comprender esto, cómo deberíamos humillarnos hasta el polvo, por cuanto, por naturaleza y práctica no hay diferencia entre nosotros y los demás. "En otro tiempo anduvisteis conforme a la condición de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia; entre los cuales todos nosotros tam¬bién vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos” (Efesios 2:2,3). Fue la misericordia determinativa de Dios que nos buscó cuando estábamos “sin Cristo”. Fue su amor determinativo el que nos resucitó a una nueva vida cuando estábamos "muertos en delitos y pecados”. De este modo, no tenemos razón para jactarnos, ni base para vanagloriarnos. Por el contrario, hemos de andar con cuidados y de modo penitente ante Aquél que nos ha salvado de nosotros mismos.

“Y como Acab vio a Elías, díjole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel?” Elías era quien, más que ningún otro, se oponía al deseo de Acab de unir Israel al culto de Baal, y de este modo, como suponía él, establecer pacíficamente la religión en la nación. Elías era quien, a sus ojos, era responsable de todas las aflicciones y sufrimientos que llenaban el país. No discernía la mano de Dios en la sequía, ni se sentía compungido por su conducta pecaminosa; por el contrario, Acab procuraba cargar la responsabilidad a otro, y acusar al profeta de ser el autor de las calamidades que llenaban la nación. La característica del corazón no humillado y sin juicio que se duele bajo la vara de la justicia de Dios es dar la culpa a otro, del mismo modo que la nación cegada por el pecado, al ser azotada a causa de o sus iniquidades, atribuirá sus penalidades a los desatinos de sus gobernantes.

No es cosa rara el que los ministros rectos de Dios sean calificados de alborotadores de las gentes y las naciones. El fiel Amós fue acusado de conspirar contra Jeroboam segundo, y se le dijo que la tierra no podía sufrir todas sus palabras (Amós 7:10). El Salvador fue acusado de alborotar al pueblo (Lucas 23:5). Lo mismo se dijo de Pablo y Silas en Filipos (Hechos 16:20), y en Tesalónica (Hechos 17:6). No hay, por tanto, testimonio más noble de su fidelidad que el que los siervos de Dios provoquen el rencor y la hostilidad de los reprobados. Una de las condenaciones más graves que pueden pronunciarse contra los hombres es la que se contiene en aquellas terribles palabras de nuestro Señor a sus hermanos incrédulos: "No puede el mundo aborreceros a vosotros; más a mí me aborrece, porque yo doy testimonio de él, que sus obras son malas" (Juan 7:7). Empero, ¡quién no preferirá recibir todas las acusaciones que los Acabs de este mundo puedan amontonar sobre nosotros, que oír esta sentencia de los labios de Cristo!

El deber de los siervos de Dios es prevenir a los hombres de su peligro, señalarles que la rebelión contra Dios lleva a la destrucción cierta, y exhortarles a dejar las armas de su rebelión y huir de la ira que vendrá. Su deber es enseñarles que han de volverse de sus ídolos y servir al Dios vivo, y que de otro modo perecerán. Su deber es reprobar la impiedad dondequiera que se encuentre, y declarar que la paga del pecado es muerte. Ello no contribuirá a su popularidad, por cuanto condenará e irritará a los impíos, a quienes les molestará seriamente semejante claro lenguaje. Los que ponen en evidencia a los hipócritas, resisten a los tiranos y se oponen a los impíos, serán siempre considerados unos alborotadores. Pero, como Cristo declaró: “Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos; que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mateo 5:11,12).

"Y él respondió: Yo no he alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales” (18:18). Si Elías hubiera sido uno de aquellos parásitos rastreros que por regla general acompañan a los reyes, se hubiera echado a los pies de Acab pidiendo clemencia y ofreciendo sumisión indigna. Por el contrario, era el embajador de un Rey mayor, el Señor de los ejércitos; consciente de ello, conservó la dignidad de su oficio y carácter actuando como el que representa una potencia superior. Fue por qué Elías se daba cuenta de la presencia de Aquél por el cual los reyes reinan, y que puede detener la ira del hombre y hacer que los demás le alaben, que el profeta no temió la presencia del monarca apóstata de Israel. Querido lector, si comprendiéramos más la presencia y suficiencia de nuestro Dios, no temeríamos lo que el hombre pueda hacernos. La incredulidad es la causa de nuestros temores. Ojalá pudiéramos decir: "He aquí Dios es salud mía; aseguraréme, y no temeré” (Isaías 12:2).

Elías no iba a ser intimidado por la difamación lanzada contra él. Con valentía impertérrita negó, primeramente, la acusación injusta: “Yo  no he alborotado a Israel”. Bienaventurados somos si podemos apropiarnos estas palabras con verdad: que los castigos que Sión está ahora recibiendo de manos de un Dios santo no han sido causados en medida alguna por mis pecados. ¿Quién de nosotros puede afirmar esto? En segundo lugar, Elías devuelve con audacia la acusación, culpando a quien correspondía justamente: “Yo no he alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre”. Ved ahí la fidelidad del siervo de Dios; como Natán dijo a David, así también Elías a Acab: “Tú eres aquel hombre". Una acusación justa y grave: que Acab y la casa de su padre eran la causa de todos los males dolorosos y las calamidades tristes que habían llenado la nación. La autoridad divina con la cual estaba investido permitió a Elías encausar al mismísimo rey.

En tercer lugar, el profeta procedió a aportar pruebas de la acusación que habla hecho contra Acab: “... dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”. El profeta, lejos de ser el enemigo de su país, procuraba su bien. Es cierto que había orado y pedido a Dios que juzgara la impiedad y la apostasía del rey y la nación, más ello era porque deseaba que se arrepintieran de sus pecados y que rectificaran sus caminos. Eran las obras malas de Acab y su casa lo que había traído la sequía y el hambre. La intercesión de Elías nunca hubiera prevalecido contra un pueblo santo: “La maldición sin causa nunca vendrá” (Proverbios 26:2). El rey y su familia eran los líderes de la rebelión contra Dios, y el pueblo había seguido ciegamente: ésa fue la causa de la aflicción; ellos eran los "alborotadores” temerarios de la nación, los perturbadores de la paz, los ofensores de Dios.

Aquellos que por sus pecados provocan la ira de Dios son los alborotadores verdaderos, no quienes advierten de los peligros a los que les expone su iniquidad. "Tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”. Está perfectamente claro, a pesar de lo breve del relato de la Escritura, que Omri, el padre de Acab, fue uno de los peores reyes que jamás tuvo Israel; y Acab habla seguido en los pasos impíos  de su padre. Los estatutos de aquellos reyes eran la idolatría más grosera. Jezabel, la esposa de Acab, no tenía, igual en su odio a Dios y a Su pueblo, y en su celo por el culto degradado de los &dolos. Su mala influencia fue tan persistente y efectiva que permaneció durante doscientos años (Miqueas 6:16), y produjo la venganza del cielo sobre la nación apóstata.

"Dejando los mandamientos de Jehová”. Aquí reside la esencia y enormidad del pecado. Es sacudir el yugo divino, negarse a estar en sujeción a nuestro Hacedor y Rey. Es desconocer intencionadamente al juez, y rebelarse contra su autoridad. La ley del Señor es clara y enfática. El primer estatuto de la misma prohíbe de modo expreso el tener otros dioses aparte del Dios verdadero; y el segundo prohíbe hacer imágenes e inclinarse a ellas en adoración. Éstos eran los terribles crímenes que Acab había cometido, y son también, en esencia, aquellos de los que nuestra generación mala es culpable, y ello es la causa de que el cielo nos mire ahora con ceño tan fruncido. "Sabe pues y ve cuán malo y amargo es tu dejar a Jehová tu Dios, y faltar mi temor en ti, dice el Señor Jehová de los ejércitos” (Jeremías 2:19). "Y siguiendo a los Baales"; cuando se abandona al verdadero Dios, otros dioses falsos ocupan su lugar; “Baales", así, en plural, por cuanto Acab y su mujer adoraban a varios dioses falsos.

"Envía pues ahora y júntame a todo Israel en el monte de Carmelo, y los cuatrocientos y cincuenta profetas de Baal, Y los cuatrocientos profetas de los bosques, que comen de la mesa de Jezabel (v. 19). Qué cosa más notable: ver a Elías solo, odiado por Acab, no sólo acusando al rey de sus crímenes, sino también dándole instrucciones, diciéndole lo que había de hacer. No es necesario decir que su conducta en esta ocasión no sentó un precedente ni estableció un ejemplo a seguir para todos los siervos de Dios en circunstancias parecidas. El tisbita estaba revestido de extraordinaria autoridad del Señor, como se desprende de aquella expresión del Nuevo Testamento que dice: “El espíritu y virtud de Elías” (Lucas 1:17). Elías, en el ejercicio de esa autoridad, demandaron que todo Israel se juntara en el Carmelo, y que allí se reunieran también todos los profetas de Baal y As tarot que se encontraban esparcidos por el país entero. Lo que todavía es más extraño es el lenguaje perentorio usado por el profeta: dio simplemente las órdenes sin ofrecer explicación ni razón alguna acerca de su propósito real al convocar a todo el pueblo y a todos los profetas.

A la luz de lo que sigue, el designio del profeta es claro: lo que iba a hacer, había de hacerse abierta y públicamente ante testigos imparciales. Había llegado la hora de ultimar las cosas: Jehová y Baal, por decirlo así, habían de enfrentarse ante toda la nación. El lugar seleccionado para el encuentro era un monte en la tribu de Aser, lugar bien situado para que se reunieran las gentes procedentes de todos los lugares; nótese que era fuera de la tierra de Samaria. Fue en el Carmelo donde se había construido un altar y en donde se habían ofrecido sacrificios al Señor (véase v. 30), empero, el culto a Baal había suplantado incluso este servicio irregular al Dios verdadero, irregular porque la ley prohibía la existencia de altares fuera del templo de Jerusalén. Sólo habla un medio de hacer que cesara la terrible sequía y el hambre resultante, y de que la bendición de Jehová retornara sobre la nación: que el pecado que había causado la aflicción fuera juzgado; para ello, Acab había de reunir a todo Israel en el Carmelo.

"Como que el designio de Elías era establecer el culto a Jehová sobre una base firme, y restaurar la obediencia del pueblo al Dios de Israel, había de poner las dos religiones a prueba y por un milagro tan magnifico que nadie pudiera poner objeción alguna; y como que la nación entera estaba profundamente interesada en el asunto, habla de tener lugar del modo más público y en un punto elevado, en la cumbre del alto Carmelo, y en presencia de todo Israel. Quería que todos se juntasen en esta ocasión, para que pudieran ser testigos, con sus propios ojos, del poder y la soberanía absolutos de Jehová, a cuyo servicio habían renunciado, y también de la absoluta, vanidad de los sistemas idólatras que lo habían sustituido" (John Simpson). Ello señala siempre la diferencia entre la verdad y el error: la una requiere la luz, sin temor a la investigación; el otro, el autor del cual es el príncipe de las tinieblas, odia la luz, y medra siempre bajo el manto del secreto.

No hay nada que indique que el profeta hiciera saber su intención a Acab; más bien parece haber ordenado sumariamente al rey que reuniera al pueblo y a los profetas: todos los que tenían parte en el terrible pecado  gobernantes y gobernados  habían de estar presentes. "Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Caramelo”. "Y, ¿por qué accedió Acab tan mansa y rápidamente a la demanda de Elías? La idea general entre los comentaristas es que el rey estaba ya desesperado, y como que los mendigos no pueden escoger, no tuvo otra alternativa que acceder. Después de tres años y medio de hambre, el sufrimiento había de ser tan agudo que, si la lluvia tan penosamente necesitada no podía obtenerse de otro modo que gracias a las oraciones de Elías, así debla hacerse. Por nuestra parte, preferimos considerar la aquiescencia de Acab como una asombrosa demostración del poder de Dios sobre el corazón de los hombres, incluso sobre el del rey, de tal manera que "a todo lo que quiere lo inclina (Proverbios 21:1).

Esta es una verdad  grande y básica  que es necesario enfatizar con fuerza en este tiempo de escepticismo e infidelidad, cuando se reduce la atención a las causas secundarias y se pierde de vista el principio motor. Tanto en el reino de la creación como en el de la providencia, la atención se centra en la criatura en vez de en el Creador. Cuando los campos y los huertos producen buenas cosechas se alaban la laboriosidad del labrador y la pericia del hortelano; pero, cuando producen poco, se culpa al tiempo o alguna otra causa; nunca se tienen en cuenta la sonrisa ni el ceño fruncido de Dios. M sucede, también, en los asuntos políticos. Cuán pocos, qué poquísimos, reconocen la mano de Dios en el presente conflicto entre las naciones. Afirmad que el Señor está interviniendo en juicio por nuestros pecados, e incluso la mayoría de los que profesan ser cristianos se indignarán ante tal declaración. Empero, leed las Escrituras y observad con qué frecuencia se dice que el Señor “incitó” el espíritu de cierto rey a hacer esto, le “movió” a hacer eso, y le “estorbó” de hacer aquello.

Debido a que ello se reconoce tan poco y se comprende tan débilmente en nuestros días, citaremos unos cuantos pasajes como prueba. "Yo, también te detuve de pecar contra Mi” (Génesis 20:6). "Yo empero endureceré su corazón (de Faraón), de modo que no dejará ir al pueblo” (Éxodo 4: 21). “Jehová te entregará herido delante de tus enemigos” (Deuteronomio 28: 25). “Y el espíritu de Jehová comenzó a manifestarse en él” (Jueces 13:25). "Y Jehová suscitó un adversario a Salomón" (I Reyes 11:14). "El Dios de Israel excitó el espíritu de del rey de los asirlos (I Crónicas 5:26). "Entonces despertó Jehová contra Joram, el espíritu de los filisteos” (II Crónicas 21:16). "Excitó Jehová el espíritu de Ciro rey de Persia, el cual hizo pasar pregón” (Esdras 1:1). “He aquí que Yo despierto contra ellos a los medos.” (Isaías 13:17). "En millares como la hierba del campo te puse” (Ezequiel 16:7). “He aquí que del aquilón traigo Yo contra Tiro a Nabucodonosor, rey de Babilonia, rey de reyes, con caballos, y carros” (Ezequiel 26:7).
"Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Carmelo”. A la luz de las Escrituras mencionadas, ¿qué corazón creyente dudará por un momento de que fue el Señor quien "dio voluntad” a Acab en el día de Su poder; voluntad incluso para obedecer a aquel a quien odiaba más que a ningún otro? Y cuando Dios obra, lo hace por ambos lados; El que inclinó al rey impío a cumplir las instrucciones de Elías, llevó, no sólo al pueblo de Israel, sino también a los profetas de Baal a cumplir con el pregón de Acab, porque ti dirige a sus enemigos, además de sus amigos. El pueblo en general se reunió,  probablemente, con la esperanza de ver descender lluvia a la llamada de Elías, mientras que los falsos profetas seguramente consideraron con desdén el hecho de que fueran requeridos a ir al Carmelo por orden de Elías a través de Acab.

La nación habla de ser restaurada (al menos externa y manifiestamente) antes de que el juicio pudiera ser quitado, debido a que la condenación divina les había sido infligida como consecuencia de la apostasía, y como testimonio contra la idolatría. La prolongada sequía no habla producido cambio alguno, y el hambre consiguiente no había llevado el pueblo a Dios. Por lo que podemos deducir de la narración inspirada, el pueblo, con pocas excepciones, estaba tan aferrado a sus ídolos como antes; cualesquiera que fuesen las convicciones y las prácticas del remanente que no habla doblado su rodilla ante Baal, estaban tan temeroso de expresarlo públicamente (por miedo a ser muerto) que Elías no conocía ni siquiera su existencia. No obstante, no podía esperarse ningún favor de Dios hasta que el pueblo volviera a la obediencia.

"Debían arrepentirse y volverse de sus ídolos, de otro modo no había nada que pudiera evitar el juicio de Dios. Aunque Noé y Samuel y Job hubieran intercedido, no hubieran inducido al Señor a retirarse del conflicto. Hablan de abandonar los ídolos y tornarse a Jehová.” Estas palabras fueron escritas hace casi un siglo; con todo, son tan verdaderas y pertinentes ahora como entonces, por cuanto enuncian un principio permanente. Dios jamás cerrará los ojos al pecado ni disculpará la maldad. Tanto si imparte su juicio a un individuo como si lo hace a una nación, aquello que le ha desagrada do ha de rectificarse antes de que su favor pueda ser restablecido. Es inútil orar pidiendo su bendición mientras nos negamos a dejar lo que ha producido su maldición. Es en vano que hablemos de ejercitar fe en las promesas de Dios hasta que hayamos ejercitado arrepentimiento por nuestros pecados. Nuestros ídolos han de ser destruidos antes de que Dios acepte de nuevo nuestra adoración.

***
LA LLAMADA AL CARMELO

"Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Carmelo” (I Reyes 18:20). Tratemos de imaginar la escena. Es a primeras horas de la mañana. Multitudes ávidas procedentes de todas partes se dirigen al lugar que, desde los tiempos más remotos, ha sido asociado con la adoración. Toda clase de trabajo ha cesado; un solo pensamiento llena las mentes de jóvenes y viejos al cumplir la orden M rey de unirse a la inmensa muchedumbre. ¡Ved los miles de israelitas afanándose en obtener un lugar desde el que poder presenciar el proceso! ¿Iban a ser testigos de un milagro? ¿Iba a ponerse fin a sus sufrimientos? ¿Iba a llegar la tan esperada lluvia? La multitud queda en silencio al sonido de las pisadas de una pequeña tropa: son los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, con sus símbolos solares centelleando en sus turbantes, seguros del favor de la corte, insolente y desafiante. Entonces, por entre el gentío, aparece la litera del rey llevada por su guardia de honor y rodeada de los oficiales del estado. La escena, en esa ocasión llena de buenos auspicios, debía de ser algo parecido.

"Y acercándose Elías a todo el pueblo... “ (v 21). Ved el vasto mar de rostros fijos en la figura extraña y severa del hombre a cuya palabra los cielos habían sido como metal durante tres años. Con qué interés y ansia debían mirar a este hombre solitario y vigoroso, de ojos centelleantes y labios apretados. Qué solemne silencio invadiría la muchedumbre al ver un hombre dispuesto a pelear contra la vasta compañía. Qué miradas malignas le dirigirían los celosos sacerdotes y profetas. Como dice un comentarista, “¡ningún tigre miró jamás a su víctima con mayor ferocidad! Si pudieran salirse con la suya, nunca volvería a ver los llanos.” El mismo Acab, al mirar al siervo del Altísimo, debla de sentir su corazón lleno a un tiempo de temor y de odio, por cuanto el rey consideraba a Elías como la causa de todos sus males; empero sentía que, de algún modo, la llegada de la lluvia dependía de él.

La escena está preparada. La inmensa audiencia estaba reunida, los personajes principales a punto de interpretar sus papeles, y uno de los actos más dramáticos de la historia de Israel iba a ser representado. Iba a tener lugar un combate público entre las fuerzas del bien y las del mal. Por un lado, Baal y sus cientos de profetas; por el otro, Jehová y su siervo solitario. Qué grande era el valor de Elías, qué fuerte su fe, al atreverse a estar solo en la causa de Dios contra semejantes poderes y números. Mas, no hemos de temer por el intrépido tisbita: no necesitaba nuestra compasión. Era consciente de la presencia de Aquél para quien las naciones son sólo como una gota de agua en el mar. El cielo entero estaba tras de él. Legiones de ángeles cubrían el monte, aunque eran invisibles para el ojo físico. Aunque era una criatura frágil como nosotros, con todo, Elías estaba lleno de fe y poder espiritual; y por medio de esa fe ganó reinos, obró justicia, evitó filo de cuchillo, fue hecho fuerte en batalla y trastornó campos de extraños.

“Elías se presenta ante ellos con porte confiado y majestuoso, como embajador del cielo. Su varonil espíritu, lleno de la osadía que le daba su conciencia de la protección divina, inspiró con su valor y atemorizó toda oposición. Con todo, ¡qué escena más terrible y detestable la que el hombre de Dios tenia ante sí!; ver semejante reunión de agentes de Satanás que habían apartado al pueblo de Jehová de su servicio santo y honroso, y le habían seducido a creer las supersticiones abominables y deshonrosas del diablo. Elías no tenía un espíritu semejante al de aquellos que ven sin inmutarse cómo se insulta a Dios, cómo sus compatriotas se degradan a si mismos siguiendo las instigaciones de hombres diabólicos, y cómo destruyen sus almas inmortales en las imposiciones groseras practicadas en ellas. No podía mirar con indiferencia a los cuatrocientos cincuenta impostores viles que, con fines lucrativos o para conseguir el favor real, procuraban engañar a la multitud ignorante llevándola a la destrucción eterna. Veía a la idolatría como una vergüenza atroz, como algo no mejor que el mal personificado, el diablo divinizado y el infierno convertido en una institución religiosa, miraba a los secuaces del sistema diabólico con horror” (John Simpson).

Es razonable concluir que Acab y sus súbditos reunidos esperaban que Elías, en esta ocasión, oraría pidiendo lluvia, y que serían testigos del súbito final de la prolongada sequía y el hambre consiguiente. ¿No habían transcurrido los tres duros años que había profetizado (1 Reyes 17:1)? ¿Iban el llanto y el sufrimiento a dejar lugar al regocijo y la abundancia? Sin embargo, se necesitaba algo más que oración para que las ventanas del cielo se abrieran, algo de importancia mucho mayor que habla de procurarse primero. Ni Acab ni sus súbditos estaban todavía en un estado de alma que les permitiera recibir bendiciones y misericordias. Dios les había administrado juicio por sus terribles pecados, y, hasta entonces, no habían reconocido la vara de Dios, ni había sido quitado el motivo de desagrado. Como señaló Matthew Henry, "Dios dispone nuestros corazones primero, y después hace atento Su oído; primero nos vuelve a ti, y después se vuelve a nosotros (véase Salmo 10:17). Los desertores no deben buscar el favor de Dios hasta que hayan vuelto a la obediencia”.

“Y acercándose Elías a todo el pueblo... “El siervo de Dios tomó en seguida la iniciativa porque dominaba por completo la situación. Es indeciblemente solemne observar que no dirigió ni una sola palabra, a los profetas falsos, ni intentó convertir les. Estaban condenados a la destrucción (v. 40). No, sino que se dirigió al pueblo, acerca del cual habla alguna esperanza, y dijo: "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos, pensamientos?” (v. 21). La palabra traducida “claudicar es tambalearse; no caminaban rectamente. Algunas veces se tambaleaban hacia el lado del Dios de Israel, y seguidamente se balanceaban como un embriagado hacia el lado de los dioses falsos. No estaban decididos plenamente a cuál seguir. Sentían miedo de Jehová, y, por lo tanto no querían abandonarle totalmente; deseaban adular al rey y la reina, y para conseguirlo creían que hablan de abrazar la religión del estado. Su conciencia les prohibía hacer lo primero, su temor del hombre les persuadía a hacer lo último; pero no estaban dedicados de corazón a ninguna de las dos cosas. Por ello, Elías les reprochó su inconsistencia y volubilidad.

Elías demandaron una decisión terminante. Debe recordarse que Jehová era el nombre por el cual el Dios de los israelitas había sido conocido desde que salieron de Egipto. Verdaderamente, Jehová, el Dios de sus padres, era el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Éxodo 3:15,16). “Jehová” significa el Ser que existe por sí mismo, omnipotente, inmutable y eterno, el solo Dios, fuera del cual no hay otro. "Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él". En la mente del profeta no habla "Él”; él sabia perfectamente que Jehová era el solo Dios verdadero y vivo, pero había de mostrarse al pueblo lo insostenible y absurdo de su vacilación. Dos religiones diametralmente opuestas no pueden ser ambas verdaderas: una ha de ser falsa; y tan pronto como se descubre la verdadera, la falsa debe ser echada a los vientos. La aplicación para el día de hoy de la demanda de Elías es ésta: si el Cristo de la Escritura es el verdadero Salvador, ríndete a él; si es el cristo del cristianismo moderno, síguele. Uno que pide la negación del yo, y otro que permite el halagar al yo, no pueden ser ambos verdaderos. Uno que insiste en la separación del mundo, y otro que permite el disfrute de su amistad, no pueden ser verdaderos los dos. Uno que requiere la mortificación inflexible del pecado, y otro que te permite jugar con él, no pueden ser ambos el Cristo de Dios.

Pero hubo ocasiones en que los israelitas intentaron servir a Dios y a Baal. Tenían cierto conocimiento de Jehová, pero Jezabel y su hueste de falsos profetas habían turbado sus mentes. El ejemplo del rey les sedujo y su influencia les corrompió. El culto a Baal era popular y sus profetas eran festejados; el culto a Jehová fue abolido y sus siervos muertos. Ello hizo que el pueblo en general escondiera el poco aprecio que pudiera tener por el Señor; le indujo a adherirse al culto idólatra con el fin de evitar el encono y la persecución. En consecuencia, los israelitas se tambaleaban entre los dos bandos. Eran como lisiados: vacilantes, y cojeando de un lado al otro. Vacilaban en sus sentimientos y conducta. Pensaban acomodarse a los dos bandos para agradar y asegurarse el favor de ambos. Su caminar era inseguro, sus principios inestables, su conducta inconsistente. De esta forma, deshonraban a Dios y se envilecían a si mismos a causa de esa clase de religión mixta por la que “temían a Jehová y honraban a sus dioses” (II Reyes 17:33). Empero Dios no acepta el corazón dividido; Él lo quiere todo o nada.

El Señor es Dios celoso, que demanda todo nuestro afecto y que no acepta dividir su imperio con Baal. Debes estar con Él o contra Él. No acepta los términos medios. Has de manifestarte. Cuando Moisés vio al pueblo de Israel que danzaba alrededor del becerro de oro, destruyó el ídolo, reprendió a Aarón y dijo: “¿Quién es de Jehová? júntese conmigo” (Éxodo 32:26). Lector, si todavía no la has hecho, haz la resolución que hizo el piadoso Josué: “Yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Considera estas solemnes palabras de Cristo: "El que no es conmigo, contra mi es; y el que conmigo no recoge, derrama” (Mateo 12:30). Nada le es tan repulsivo como el profesante tibio: “¡Ojalá fueses frío o caliente!” (Apocalipsis 3:15), una cosa u otra. Nos ha advertido de que “ninguno puede servir a dos señores”. Así pues, “¿hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” Haced una decisión, en un sentido u otro, porque no puede haber concordia entre  Cristo y Belial.

Algunos han sido educados bajo la protección y la influencia santificadora de un hogar piadoso. Más tarde, salen al mundo y suelen deslumbrarse con el 'brillo del oropel y ser arrastrados por su felicidad aparente. Sus corazones necios apetecen las distracciones y los placeres. Se les invita a participar de ellos, y, si vacilan, son despreciados. Y a menudo, debido a que no tienen gracia en sus corazones ni presencia de ánimo para resistir la tentación, corren y andan en consejo de malos y están en camino de pecadores. Cierto es que no pueden olvidar por completo las enseñanzas que recibieron y que, a veces, su turbada conciencia les mueve a leer un capítulo de la Biblia y a decir algunas palabras de oración; y de esta forma claudican entre dos pensamientos e intentan servir a dos señores. No quieren acogerse sólo a Dios, ni abandonarlo todo por £1, ni seguirle con corazón no dividido. Son gentes vacilantes, que aman y siguen al mundo, y que aun conservan alguna de las formas ' de la piedad.

Hay otros que se aferran a un credo ortodoxo, y aun así, se unen a la algazara del mundo y siguen los apetitos de la carne. “Profésanse conocer a Dios; mas con los hechos lo niegan” (Tito 1:16). Asisten con regularidad a los cultos religiosos, alardean de adorar a Dios a través del único Mediador, y pretenden ser morada del Espíritu, por cuya operación de gracia el pueblo de Dios recibe el poder de volverse del pecado y andar por los senderos de justicia y de verdadera santidad. Pero, si penetraseis en sus hogares, pronto tendríais motivos para dudar de su profesión de fe. No encontraríais señales de que adoran a Dios en el círculo familiar, o, a lo sumo hallaríais un mero culto formalista en privado; no oiríais nada acerca de Dios o Sus demandas en su conversación diaria, y no veríais nada en su conducta que les distinga de las personas mundanas respetables; por el contrario, veríais algunas cosas de las cuales los incrédulos más decentes se avergonzarían. Hay tanta falta de integridad y consistencia en su carácter que les hace ofensivos a Dios y despreciables a los ojos de los hombres de entendimiento.
Hay aun otros que deben ser clasificados entre los que claudican y vacilan, y que son inconsistentes en su posición y práctica. Estos pertenecen a una clase menos numerosa, los cuales han crecido en el mundo, entre locuras y vanidades. Empero, a causa de la aflicción de la predicación de la Palabra de Dios, o algún otro medio, se les ha hecho sentir que deben volverse al Señor y servirle, si quieren escapar de la ira que vendrá y echar mano de la vida eterna. Se han sentido insatisfechos con su vida mundana, y sin embargo, al estar rodeados de amigos y familiares mundanos, temen alterar su norma de conducta, no fueran a ofender a sus compañeros que están sin Dios y acarrear sobre si burlas y oposición. Por esta causa hacen componendas pecaminosas, y tratan de esconder sus mejores convicciones descuidando las demandas que Dios hace de ellos. De este modo, claudican entre dos pensamientos: lo que Dios pensará de ellos, y lo que pensará el mundo. No tienen esa confianza firme en el Señor que les lleve a romper con Sus enemigos y a ser Suyos abiertamente.

Hay otra clase que debemos mencionar, los cuales, aunque difieren radicalmente de los que hemos descrito, deben ser considerados dignos de hacerles la pregunta: "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” Aunque son dignos de lástima, deben ser también reprendidos. Nos referimos a los que saben que hay que amar al Señor y servirle con todo el corazón y en todo lo que manda, pero que, por alguna razón, dejan de manifestarse abiertamente como Suyos. Exteriormente están separados del mundo, no toman parte en sus placeres vacíos, y no hay nadie que pueda señalar nada en su conducta que sea contrario a las Escrituras. Guardan el Día del Señor, participan regularmente de los medios de la gracia, y gustan de la compañía del pueblo de Dios. Con todo, no ocupan su lugar entre los seguidores de Cristo ni se sientan a Su mesa. 0 bien temen ser demasiado indignos de hacerlo, o que al hacerlo puedan ser motivo de reproche a Su causa. Empero, semejante debilidad e inconsistencia es mala. Si Jehová es Dios, seguidle como É1 manda, y esperad de ÉI confiadamente toda la gracia necesaria.

“Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él". "El hombre de doblado ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8). Debemos ser tan decididos en nuestra práctica como lo somos en nuestras creencias u opiniones; de otro modo  no importa lo ortodoxo de nuestro credo nuestra profesión carece de valor. Era evidente que no podía haber dos Dioses Supremos y, por lo tanto, Elías amonestó al pueblo a decidir cuál era realmente Dios; y como que no podían servir a dos señores, hablan de dar sus corazones enteros y sus energías íntegras al Ser que decidieran ser el Dios verdadero y vivo. Y eso es lo que el Espíritu Santo te está diciendo a ti, mi querido lector no salvo: sospesa al uno y al otro, al ídolo al cual has estado dando tus afectos, y a Aquél a quien has menospreciado; y si estás seguro de que el Señor Jesucristo “es el verdadero Dios" (1 Juan 5:20), escógele como tu porción, ríndete a Él como Señor tuyo, únete a Él como tu todo. El Redentor no quiere ser servido a medias, ni con reservas.

“Y el pueblo no respondió palabra" (v. 21), bien porque no estaban dispuestos a reconocer su culpa, y de este modo ofender a Acab; bien porque eran incapaces de refutar a Elías y, por lo tanto, estaban avergonzados de sí mismos. No supieron qué decir. No sabemos si estaban convictos o confusos; pero sí estaban azorados, incapaces de encontrar un error en el razonamiento del profeta. Parece que quedaron aturdidos al presentarse ante ellos semejante elección; pero no fueron suficientemente sinceros para reconocer, ni bastante osados para decir, que obraban de acuerdo con la orden del rey, y siguiendo a la multitud en hacer lo malo. Por consiguiente, buscaron refugio en el silencio, lo cual es muy preferible a las excusas frívolas que profieren la mayoría de las personas hoy en día cuando se les reprenden sus malos caminos. Poca duda cabe de que estaban aterrados por las preguntas escudriñadoras del profeta.

"Y el pueblo no respondió palabra.” Bendita la predicación llana y fiel que revela de tal modo a los hombres lo irrazonable de su posición, que expone así su hipocresía, que barre las telarañas de su sofistería, que les denuncia de tal modo ante el tribunal de sus propias conciencias que todas sus objeciones son acalladas, y les lleva a verse condenados a si mismos. Vemos por todas partes a los que tratan de servir a Dios y a Mammón, que intentan ganar la sonrisa del mundo y oír el "Bien, buen siervo y fiel” de Jesucristo. Como Jonatan en la antigüedad, desean conservar su lugar en el palacio de Saúl, y también retener a David. Cuántos hay hoy en día que profesan ser cristianos y que pueden oír ultrajar' a Cristo y a su pueblo sin que de su boca salga una palabra de reprensión, temerosos de mantenerse firmes por Dios; avergonzados de Cristo y su causa, aunque sus conciencias aprueben las cosas por las cuales oyen cómo se critica al pueblo del Señor. Oh, culpable silencio, que va a encontrar un cielo silencioso cuando quieran clamar por misericordia.

"Y Elías tornó a decir al pueblo: Sólo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos y cincuenta hombres. Dénsenos pues dos bueyes, y escójanse ellos el uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, mas no pongan fuego debajo; y yo aprestaré el otro buey, y ponduelo sobre leña, y ningún fuego pondré debajo. Invocad luego vosotros en el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré en el nombre de Jehová; y el Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios. Y todo el pueblo respondió diciendo: Bien dicho” (vs. 22 24). Este era un reto eminentemente justo, porque Baal estaba considerado ser el dios fuego, o señor del sol. Elías dio la preferencia a los falsos profetas, a fin de que el resultado del litigio fuera más aparente para gloria de Dios. La propuesta era tan razonable que el pueblo asintió en seguida a la misma, lo que obligó a los seductores a salir a campo abierto: hablan de aceptar el reto, o reconocer que Baal era un impostor.

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EL RETO DE ELIAS

“Y Elías tornó a decir al pueblo: Sólo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos y cincuenta hombres" (I Reyes 18:22). Los justos son valientes como leones: las dificultades nunca les acobardan, el número de los que están dispuestos para la batalla contra ellos nunca les causa desmayo. Si Dios está por ellos (Romanos 8:31), no les importa quién esté contra ellos, porque la batalla no es suya. Es verdad que había cien varones de los profetas de Jehová escondidos en cuevas (v. 13); pero, ¿de qué servían en la causa del Señor? Parece ser que temían mostrarse en público, por cuanto no hay indicación de que estuvieran presentes en el Carmelo. De los cuatrocientos cincuenta y un profetas reunidos en el monte en aquel día, sólo, Elías estaba al lado de Jehová. Lector, la verdad no puede juzgarse por el número de los que la confiesan y apoyan: el diablo siempre ha tenido la inmensa mayoría en su bando. Y ¿es distinto en nuestros días? ¿Qué tanto por ciento de predicadores de hoy en día están proclamando la verdad de modo incondicional, y entre ellos, cuántos hay que practiquen lo que predican?
“Dénsenos pues dos bueyes, y escójanse ellos el uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, mas no pongan fuego debajo; y yo aprestaré el otro buey, y pondrélo sobre leña, y ningún fuego pondré debajo. Invocad luego vosotros en el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré en el nombre de Jehová; y el Dios que respondiere por fuego, ese sea Dios" (vs. 23 24). Había llegado la hora de poner las cosas en claro: Jehová y Baal hablan de enfrentarse ante la nación entera. Era de la mayor importancia que el pueblo de Israel fuera despertado de su indiferencia impla y que fuera establecido de modo incontrovertible quién era el Dios verdadero, el que tenía derecho a su obediencia y adoración. Elías, por lo tanto, se propuso que el asunto quedara fuera de toda duda. Habla quedado demostrado ya, por medio de los tres años de sequía que la palabra del profeta habla producido, que Jehová podía retirar la lluvia a placer, y que los profetas de Baal no podían cambiar nada ni producir lluvia ni rocío. Ahora iba a hacerse otro experimento, una prueba por fuego, lo cual les atañía más debido a que Baal era adorado como señor del sol y sus devotos eran consagrados a él pasando "por el fuego" (II Reyes 16:3). Era, por consiguiente, un reto que los profetas no podían rechazar sin reconocer que no eran más que unos impostores.

Esta prueba del fuego, no sólo obligaba a los profetas de Baal a salir a campo abierto y por consiguiente ponía en evidencia la futilidad de su simulación, sino que, además, estaba calculado de modo eminente para apelar a la mente del pueblo de Israel. ¡En cuántas ocasiones gloriosas en el pasado Jehová había “respondido por fuego”! Esta fue la señal dada a Moisés en el monte Horeb, cuando “apareciósele el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía” (Éxodo 3:2). Este era el símbolo de Su presencia con Su pueblo en sus viajes por el desierto, cuando “Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube, para guiarlos por el camino; y de noche en una columna de fuego para alumbrarles” (Éxodo 13:21). Así fue cuando se hizo la alianza y Dios dio la ley: “Todo el monte de Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego; y el humo de él subía como el humo de un horno" (Éxodo 19:18). Esta fue, también, la señal que dio de aceptar los sacrificios que el pueblo le ofrecía sobre el altar: "Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto y los sebos sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y cayeron sobre sus rostros” (Levítico 9:24). Así fue, también, en los días de David (véase I Crónicas 21:27). De ahí que el hecho de que descendiera fuego del cielo de modo sobrenatural en esta ocasión pusiera de manifiesto al pueblo que Jehová, el Dios de Elías, era el Díos de sus padres.

"El Dios que respondiere por fuego”. ¡Qué extraño! ¿Por qué no "el Dios que respondiere por agua”? Esto era lo que el país necesitaba con tanta urgencia. Sí, pero, antes de que pudiera dárseles lluvia, había de intervenir algo más. La sequía fue un juicio divino sobre la nación idólatra, y la ira de Dios había de ser aplacada antes de que su juicio pudiera ser conjurado. Y ello nos lleva al significado más profundo de este notable drama. No puede haber reconciliación entre un Dios santo y los pecadores excepto sobre la base de la expiación,  y no puede haber expiación o remisión de pecados sin derramamiento de sangre. La justicia divina ha de ser satisfecha  ha de infligirse el castigo que reclama la ley quebrantada, o al reo culpable o a un sustituto inocente. Y esta grande y básica verdad es lo que se presentó de modo inequívoco ante los ojos de la hueste reunida en el monte Carmelo. Se tomó un buey, fue cortado en pedazos y puesto sobre leña, y el Dios que hiciere descender fuego que consumiere el sacrificio atestiguaría ser el solo Dios de Israel. El fuego de la ira de Dios ha de descender, bien sobre los culpables, bien sobre el sustituto sacrificado.

Como hemos señalado anteriormente, que descendiera fuego del cielo sobre la víctima vicaria (I Crónicas 21:27) no sólo era la manifestación de la ira santa de Dios al consumir aquello sobre lo cual se ponía el pecado, sino que era, también, el testimonio público de que aceptaba el sacrificio al subir a ÉL en el humo como un olor suave. Era, por lo tanto, una prueba visible de que el pecado había sido juzgado, expiado y borrado, y de que la justicia divina era vindicada y satisfecha. Era por ello que, en el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió y apareció en forma de lenguas repartidas, como de fuego” (Hechos 2:3). Al explicar los fenómenos que tuvieron lugar aquel día, Pedro dijo: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, levantado por la diestra de Dios, y recibiendo del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís. Sepa pues ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:32,33,36). El don del Espíritu en forma de "lenguas como de fuego” puso de manifiesto que Dios aceptaba el sacrificio expiatorio de Cristo, testificaba de su resurrección de los muertos, y afirmaba su exaltación al trono del Padre.

“El Dios que respondiere por fuego”. El fuego, por consiguiente, es la evidencia de la presencia divina (Éxodo 3:2); es el símbolo de la ira que odia el pecado (Marcos 9:43 49); es la señal de que acepta el sacrificio de un sustituto señalado (Levítico 9:24); es el emblema del Espíritu Santo (Hechos 2:3), que ilumina, inflama y limpia al creyente. Y es por fuego que juzgará al incrédulo, porque, cuando vuelva el Redentor despreciado y rechazado, lo hará “en llama de fuego, para dar el pago a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales serán castigados de eterna perdición por la presencia del Señor” (II Tesalonicenses 1:8,9). Y está escrito, también: “Enviará el Hijo del hombre sus ángeles, y cogerán de su reino todos los escándalos, y los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 13:41,42). Ello es indeciblemente solemne: lástima que no se oiga hablar desde los púlpitos infieles del hecho de que “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). Qué despertar más terrible habrá aún, por cuanto en aquel día se verá que “el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el lago de fuego" (Apocalipsis 20:15).

“Dénsenos pues dos bueyes, y escójanse ellos el uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, mas no pongan fuego debajo; y yo aprestaré al otro buey, y pondrélo sobre leña, y ningún fuego pondré debajo. Invocad luego vosotros en el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré en el nombre de Jehová; y el Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios.” Podemos ver aquí que la prueba que Elías propuso era triple: había de centrarse en un sacrificio muerto; había de demostrar la eficacia de la oración; había de poner de manifiesto al Dios verdadero por medio de fuego descendido del cielo, lo cual, en su significado esencial, señalaba al don del Espíritu como fruto de !a ascensión de Cristo. Y es en estos mismos tres puntos, querido lector, que la religión  nuestra religión  ha de ser probada hoy. El ministro a cuyos pies te sientas, ¿enfoca tu mente, dirige tu corazón y exige tu fe en la muerte expiatoria del Señor Jesucristo? Si deja de hacerlo, sabes que no te enseña el Evangelio de Dios. ¿Es el Dios que tú adoras un Dios que contesta la oración? Si no lo es, o bien adoras a un dios falso, o, bien no estás en comunión con el verdadero Dios. ¿Has recibido el Espíritu Santo como santificador? Si no es así, tu estado no es mejor que el de los paganos.

Hay que recordar, desde luego, que ésta era una ocasión extraordinaria, y que el proceder de Elías no proporciona un ejemplo que los ministros de Cristo han de seguir en el día de hoy. Si el profeta no hubiera obrado siguiendo el mandato divino, su conducta se hubiera reducido a una presunción loca, al tentar a Dios y pedirle que obrara un milagro semejante con Su mano, y al poner de tal modo la verdad al azar. Pero, por sus propias palabras, está claro que obraba según las instrucciones del cielo: “Por mandato tuyo he hecho todas estas cosas” (v. 36). Esto, y nada más que esto, es lo que ha de guiar a los siervos de Dios en todas sus empresas: no deben ir ni una jota más lejos de lo que el cometido divino exige. No deben hacer experimentos, ni obrar por propia voluntad, ni seguir tradiciones humanas; sino que deben hacer todas las cosas según la Palabra de Dios. Elías no temía, tampoco, confiar en el Señor acerca del resultado. Había recibido órdenes, y las habla cumplido con fe sencilla, plenamente convencido de que Jehová no le dejarla ni le avergonzaría delante de la gran asamblea. Sabía que Dios no le pondría en primera línea de combate para abandonarle. Es verdad que era necesario un milagro asombroso, empero eso no encerraba dificultad alguna para el que habitaba al abrigo del Altísimo.

“Y el Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios”, ése sea considerado y reconocido como el verdadero Dios: seguido, servido y adorado como tal. Ya que ha dado tales pruebas de su existencia, tales demostraciones de su gran poder, tales manifestaciones de su carácter, y tal revelación de su voluntad, toda incredulidad, indecisión y negativa a darle el lugar que le corresponde en justicia en nuestros corazones y nuestras vidas es absolutamente inexcusable. Así, pues, ríndete a Él, y sea tu Dios. P,1 no quiere forzarte, sino que condesciende a presentarse a ti; se digna ofrecerse para que le aceptes, te ofrece el que le escojas en un acto de tu propia voluntad. Su derecho sobre ti está fuera de toda duda. Es por tu propio bien que debes hacer de Él tu Dios, tu bien supremo, tu porción, tu Rey. Si dejas de hacerlo, tuya será la perdición irreparable y la destrucción eterna. Atiende, pues, a esta invitación afectuosa de su siervo: "Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto” (Romanos 12:1).

“Y todo el pueblo respondió, diciendo: Bien dicho” (v. 24). Todos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo esta proposición, por cuanto les pareció que era un método excelente para resolver la controversia y averiguar la verdad acerca d.C. cuál era el verdadero Dios y cuál el falso. Obrar un milagro sería una demostración palpable para sus sentidos. Las palabras que Elías habla dirigido a sus conciencias les había dejado callados, pero la llamada a la razón fue aprobada enseguida. Semejante señal sobrenatural evidenciaría que el sacrificio había sido acepto a Dios, y ellos estaban anhelantes y ansiosos de presenciar un experimento sin igual. Su curiosidad era viva, y vehemente su deseo de ver quién lograrla la victoria, Elías o los profetas de Baal. As( es, por desgracia, la naturaleza humana; pronta a presenciar los milagros de Cristo, pero sorda a su llamada al arrepentimiento; le satisfacen las manifestaciones externas que halagan los sentidos, pero se enoja por cualquier palabra que trae convicción de pecado y que condena. ¿Es así en nosotros?

Ha de señalarse que Elías, no sólo dio a escoger a sus adversarios entre los dos bueyes, sino que, además, les concedió el hacer la prueba en primer lugar, para que, si podían, ratificaran el derecho de Baal y su propio poder, y, de esta forma, quedara resuelta la disputa sin que hubiera necesidad de posterior acción; no obstante, sabía perfectamente bien que iban a ser frustrados y confundidos. A su debido tiempo, el profeta iba a hacer, en todos los respectos, lo que ellos habían hecho, a fin de que no hubiera diferencia alguna entre ellos. Sólo les puso una restricción (como se la puso a si mismo), a saber, “no pongan fuego debajo" (v. 23) de la leña, para evitar todo fraude. Empero se encerraba un principio más profundo iba a ser demostrado inequívocamente ese día en el Carmelo: que la necesidad extrema del hombre es la oportunidad de Dios. La impotencia total de la criatura debe sentirse y verse antes de que el poder de Dios pueda desplegarse. El hombre ha de llegar, primeramente, al fin de sí mismo antes de apreciar la suficiencia de la gracia divina. Só1o los que se reconocen pecadores arruinados y perdidos pueden recibir al que es poderoso para salvar.

"Entonces Elías dijo a los profetas de Baal. Escogeos un buey, y haced primero, pues que vosotros sois los más; e invocad en el nombre de vuestros dioses, mas no pongáis fuego debajo. Y ellos tomaron el buey que les fue dado, y aprestáronlo, e invocaron en el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: ¡Baal, respóndenos! Mas no habla voz, ni quien respondiese; entre tanto, ellos andaban saltando cerca del altar que habían hecho” (vs. 25,26). Por primera vez en su historia, esos falsos sacerdotes eran incapaces de insertar la chispa de fuego secreta entre los haces que yacían sobre el altar. Estaban obligados, por lo tanto, a depender de una llamada directa a su deidad. Y así lo hicieron con todas las fuerzas. Rodearon el altar una y otra vez con sus danzas alocadas y místicas, rompiendo filas de vez en cuando para saltar sobre el altar, repitiendo sin cesar su canto monótono.¡Baal, respóndenos!”, envía fuego sobre el sacrificio. Se extenuaron realizando los diversos ejercicios de su culto idólatra, sin detenerse durante tres horas.

Pero, a pesar de todo su celo y su insistencia a Baal, "no había voz, ni quien respondiese ni escuchase". Qué prueba de que los ídolos no son sino “obra de manos de hombres”; “tienen boca, mas no hablarán; tienen ojos, mas no verán...; manos tienen, mas no palparán; tienen pies, mas no andarán ... ; como ellos son los que los hacen, cualquiera que en ellos confía" (Salmo 115:4 8). "Sin duda, Satanás podía haber enviado fuego (Job 1:9 12), y lo hubiera hecho si se le hubiera permitido; pero no puede hacer nada más que lo que se le permite hacer” (Thomas Scott). Es cierto que se nos dice que la segunda bestia de Apocalipsis 13 "hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres” (v. 13). Empero, en esta ocasión, el Señor no permitió que el diablo usara su poder, porque tenía lugar un juicio abierto entre ÉL y Baal.

Y no había voz, ni quien respondiese ni escuchase”. El altar permanecía frío y sin humo, el buey intacto. La impotencia de Baal y la insensatez de sus adoradores era puesta en evidencia clara. La vanidad y el despropósito de la idolatría quedaron completamente expuestos. No hay religión falsa, lector querido, capaz de hacer descender fuego sobre un sacrificio vicario. Ninguna religión falsa puede borrar el pecado, impartir el Espíritu Santo y contestar de modo sobrenatural a las oraciones. Al ser probadas en estos tres puntos vitales, todas y cada una de ellas fracasan, como sucedió al culto de Baal en ese día memorable en el Carmelo.
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OIDOS QUE NO OYEN

"Y aconteció al mediodía, que Elías se burlaba de ellos, diciendo: Gritad en alta voz, que dios es; quizá está conversando, o tiene algún empeño, o va de camino; acaso duerme, y despertará” (I Reyes 18:27). Hora tras hora, los profetas de Baal hablan llamado a su dios para que demostrara su existencia haciendo descender fuego del cielo que consumiera el sacrificio que habían colocado sobre el altar; pero ¡tic en vano: "no había voz, ni quien respondiese ni escuchase". Y ahora, el silencio fue roto por la voz del siervo del Señor que hacia escarnio. Sus esfuerzos absurdos y sin fruto bien merecían este sarcasmo mordaz. El sarcasmo es una arma peligrosa de emplear, pero su uso está plenamente justificado para exponer las pretensiones ridículas del error, y es, a menudo, muy eficaz para convencer a los hombres de lo disparatado e irrazonable de sus caminos. El pueblo de Israel merecía que Elías mostrara su menosprecio hacia aquellos que procuraban engañarles.

"Y aconteció al mediodía, que Elías se burlaba de ellos". Era a mediodía, cuando el sol estaba en su cenit y los profetas tenían la mejor oportunidad de éxito, que Elías se les acercó y les alentó en términos irónicos a redoblar sus esfuerzos. Estaba tan seguro de que nada podía evitar su derrota, que se permitió el ridiculizarles sugiriendo una razón de la indiferencia de su dios: "Acaso duerme, y despertará”. El caso es tan urgente y vuestra reputación y honor están tan en entredicho, que debéis despertarle; así pues, gritad en alta voz, porque vuestras voces son tan débiles que no os puede oír, vuestras voces no llegan a su remota morada; redoblad vuestros esfuerzos para llamar su atención. Así fue cómo el fiel e intrépido tesbita añadió el ridículo a su impotencia y se burló de su derrota. Sabia que seria así, y que su celo no podía cambiar las cosas.
¿Te sorprenden las expresiones sarcásticas de Elías en esta ocasión? Pues, permítenos que te recordemos que en la Palabra de Verdad está escrito: “El que mora en los cielos se reirá.; el Señor se burlará de ellos” (Salmo 2:4). Esto es de una solemnidad indecible, pero es inequívocamente justo: ellos se habían reído de Dios y se hablan burlado de Sus amonestaciones y amenazas, y ahora Él contesta a tales insensatos de acuerdo con su locura. El Altísimo es, en verdad, paciente; aun así, su paciencia tiene un limite. Él llama a los hombres, y éstos no quieren; extiende su mano, y no escuchan. Les aconseja, pero ellos lo desechan; les reprende, más no quieren. ¿Se mofarán de ÉL, pues, impunemente? No, declara, "también Yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia. Entonces me llamarán, y no responderé; buscarme han de mañana, y no me hallarán” (Proverbios 1:24 28).

La burla de Elías en el monte Carmelo era una sombra de la burla del Altísimo en el día en que juzgará. ¿Está echada nuestra suerte ahora para aquel día? “Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de Jehová, ni quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía". ¿Quién, con algún discernimiento espiritual, puede negar que estas terribles palabras describen exactamente la conducta de nuestra propia generación? ¿Es, pues, emitida ahora la sentencia espantosa: “Comerán pues el fruto de su camino, y se hartarán de sus consejos. Porque el reposo de los ignorantes los matará, y la prosperidad de los necios los echará a perder" (Proverbios 1:29 32)? Si así es, ¿quién puede poner en duda la justicia de la misma? Qué bendito observar que este pasaje inefable termina con las palabras: "Mas el que me oyere, habitará confiadamente, y vivirá reposado, sin temor de mal”. Esta es una promesa preciosa a la que la fe puede asirse; podemos clamar al Señor y esperar contestación, porque nuestro Dios no es sordo o impotente como Baal.

Era de esperar que aquellos sacerdotes de Baal hubieran percibido que Elías se estaba burlando de ellos al lacerarlos con ironía tan cortante;  porque, ¡qué clase de dios era el que correspondía a la descripción del profeta! Sin embargo, tan infatuados estaban y tan estúpidos eran esos devotos de Baal, que no parecen haber entendido el giro de sus palabras sino que, más bien, consideraron que contenían sano consejo. Por consiguiente, aumentaron su ahínco, y usando los recursos más bárbaros, se esforzaron en enternecer a su dios con la sangre que derramaban por amor a él y por su celo en su servicio, y a la vista de la cual suponían se deleitaba. ¡Qué pobres y miserables esclavos son los idólatras, cuyos objetos de culto pueden ser complacidos con sangre humana y con los tormentos que los adoradores se infligen! Ha sido siempre verdad, y todavía lo es hoy, que las tenebrosidades de la tierra llenas están de habitaciones de violencia” (Salmo 74.20). Qué agradecidos deberíamos estar de que el Dios soberano nos haya librado misericordiosamente de tales supersticiones.

"Y ellos clamaban a grandes voces, y sajábanse con cuchillos y con lancetas conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos” (Y. 28). ¡Qué concepto debían de tener de una deidad que requería semejantes laceraciones crueles de sus propias manos! Hoy en día pueden presenciarse cuadros parecidos en el paganismo. El culto a Satanás, tanto en la observancia de la idolatría como en la práctica de la inmoralidad, al mismo tiempo que promete indulgencia a los apetitos de los hombres es cruel a sus personas y tiende a atormentarles en este mundo. Jehová, mandó a sus adoradores de modo explicito: "No os sajaréis” (Deuteronomio 14:1). Es cierto que demanda que mortifiquemos nuestras corrupciones, pero la crueldad corporal no le proporciona ningún placer. Él desea sólo nuestra felicidad, y nunca requiere nada que no tenga una influencia directa en hacernos más santos, para que seamos más felices también, por cuanto no puede haber verdadera felicidad sin verdadera santidad.

“Y como pasó el mediodía, y ellos profetizaran hasta el tiempo del sacrificio del presente, y no había voz, ni quien respondiese ni escuchase” (v. 29). Así, pues, continuaron orando y profetizando, cantando y danzando, hiriéndose y sangrando, hasta las tres de la tarde, hora, en que se ofrecía el sacrificio en el templo de Jerusalén. Estuvieron importunando a su dios durante seis horas sin interrupción. Mas todos los esfuerzos y súplicas de los profetas de Baal fueron inútiles: el fuego que consumiera el sacrificio no llegó. ¡Indudablemente, los extremos a los que habían llegado eran suficientes para provocar la compasión de cualquier deidad! Y, el hecho de que los cielos permanecieran en silencio, ¿no demostraba al pueblo que la religión de Baal y su culto eran un engaño y una ilusión?

"No había voz, ni quien respondiese ni escuchase”. De qué modo más claro quedaba al descubierto la impotencia de los dioses falsos. Son criaturas sin poder, incapaces de ayudar a sus fieles a la hora de la necesidad. Son vanas en esta vida, pero ¡mucho más en la venidera! Es en la idolatría, más que en ninguna otra cosa, donde se pone de manifiesto más claramente la imbecilidad que el pecado produce. Convierte a sus víctimas en completos necios, como se evidenció en el Carmelo. Los profetas de Baal levantaron un altar y pusieron sobre él el sacrificio, y entonces clamaron a su dios por espacio de seis horas para que mostrara que aceptaba su ofrenda. Pero fue en vano. Su insistencia no tuvo respuesta: los cielos eran como cobre. Ni una sola lengua de fuego que lamiera la  ,4rne del buey muerto bajó del cielo. El único sonido que se oía era los gritos angustiados de los sacerdotes frenéticos al herirse hasta que brotara la sangre.

Querido lector, si tú adoras ídolos, y continúas haciéndolo, descubrirás aún que tu dios es tan impotente e inútil como Baal. ¿Es el vientre tu dios? ¿Pones tu corazón en el disfrute de la grosura de la tierra, y vives para comer y beber, en vez de comer y beber para vivir? ¿Gime tu mesa bajo el peso de los bocados exquisitos de este mundo, mientras tantos carecen de lo más necesario? Pues, sabe que si persistes en tu impiedad y desatino, la ora viene cuando descubrirás la locura de tal proceder.

¿Es el placer tu dios? ¿Pones tu corazón en el torbellino incesante de la algazara, y corres de un espectáculo al otro, gastando todo tu tiempo y tu dinero en las funciones deslumbrantes de la Feria de la Vanidad? ¿Son tus horas de recreo una sucesión continua de excitación y broma? Pues, sabe que si persistes en esta locura e impiedad, la hora viene cuando gustarás las heces amargas que reposan en el fondo de semejante copa.

¿Es Mammón tu Dios? ¿Pones tu corazón en las riquezas materiales, y todas tus energías en obtener lo que imaginas que va a darte poder sobre los hombres, un lugar prominente en el mundo social, y que te procurará las cosas que, se supone, dan comodidad y satisfacción? ¿Es el adquirir bienes, dinero en el banco, valores y acciones por lo que traficas con tu alma? Entonces, sabe que, si persistes en semejante propósito absurdo y malo, la hora viene cuando verás la falta de valor de tales cosas, y su impotencia para mitigar tu remordimiento.

¡Oh, el desatino, la locura consumada de servir a dioses falsos! Desde el punto de vista más elevado es locura, porque es una afrenta al Dios verdadero, un dar a otro lo que le corresponde a 111 sólo, un insulto que nunca jamás tolerará ni pasará por alto. Pero, aun desde un punto de vista más bajo, es un craso error, porque no hay dios falso ni ídolo capaz de procurar ayuda real en la hora en que ésta es más necesaria. Ninguna forma de idolatría, ningún sistema religioso falso, ningún dios sino el Verdadero, puede responder de modo milagroso a la oración, proporcionar evidencia satisfactoria de que el pecado es borrado, ni dar el Espíritu Santo, quien, como, el fuego, ilumina el entendimiento, da calor al corazón y limpia el alma. Un dios falso no pudo enviar fuego sobre el monte Carmelo, ni tampoco puede hacerlo hoy. Así pues, vuélvete al Dios verdadero, lector, mientras es tiempo.

Antes de seguir adelante, hay otro punto que debe mencionarse en cuanto a lo que está ante nosotros; un punto que contiene una lección importante para la presente generación superficial. Permítasenos decirlo de la forma siguiente: el celo y el entusiasmo, por grandes que sean, no son pruebas de que la causa a la que se dedican sea verdadera y buena. Hay una clase muy numerosa de gentes de mente superficial que deducen que desplegar celo religioso y fervor es una señal real de espiritual id ad, y que tales virtudes compensan con creces la falta de conocimiento y de doctrina sana que pueda existir. "Dame un lugar”, dicen, “en donde haya vida y calor en abundancia, aunque no haya profundidad en la predicación, antes que un ministerio sano pero frío y sin atractivo”. No es oro todo lo que reluce, querido lector. ¡Los profetas de Baal estaban llenos de extremo celo y fervor, pero era en una causa falsa y no trajeron nada del cielo! Por lo tanto, sírvate ello de advertencia y guíate por la Palabra de Dios, y no por lo que apela a tus' emociones y afán de excitación.

“Elías dijo entonces a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo  se llegó a él” (v. 30). Era evidente que esperar más no iba a servir de nada. La prueba que Elías había propuesto, el pueblo aprobado y los falsos profetas aceptado, demostraba de modo convincente que Baal no tenia derecho a llamarse (verdadero) Dios. Al siervo de Jehová le había llegado la hora de actuar. Era extraordinaria la manera en que se contuvo a lo largo de las seis horas durante las cuales había permitido que sus adversarios ocuparan la palestra; sólo una vez rompió el silencio para estimularles a aumentar sus esfuerzos.

Pero llegado el momento oportuno, se dirigió al pueblo, pidiéndoles que se le acercaran para que pudieran observar mejor sus acciones. Respondieron en seguida, sin duda con curiosidad de ver lo que habla, y con deseos de saber si su llamada al cielo sería más fructífera que la de los profetas de Baal.

"Y. él reparó el altar de Jehová que estaba arruinado” (v. 30). Tomad nota de su primer acto, que estaba destinado a hablar al corazón de aquellos israelitas. Alguien ha señalado que Elías,   en el Carmelo, hizo un triple llamamiento al pueblo. Primero, habla apelado a sus conciencias, al preguntarles: "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él” (v, 21). Segundo, habla apelado a su razón, al proponer que se hiciera una prueba entre los profetas de Baal y él para que "el Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios” (v. 24). Y entonces, cuando "reparó el altar de Jehová", apeló a sus corazones, En esto dio un ejemplo admirable a seguir por los siervos de Dios de todos los tiempos. El ministro de Cristo debería hablar a la conciencia, el entendimiento y los afectos de los oyentes, por cuanto sólo así puede ser presentada la verdad de modo adecuado; y sólo así puede llegarse a las facultades principales de los hombres y esperarse de ellos una decisión definitiva por el Señor. Debe conservarse un equilibrio entre la Ley y el Evangelio. Para poner en acción la voluntad, ha de escudriñarse la conciencia, han de avivarse los afectos y ha de convencerse la mente. Fue así como Elías lo hizo en el Carmelo.

"Elías dijo entonces a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo se llegó a él”. Qué fuerte y resuelta era la confianza en Dios que tenla el profeta. Sabia perfectamente bien qué era lo que su fe y oración habían alcanzado del Señor, y no tenía el más leve temor de verse contrariado y confundido. El Dios de Elías jamás deja a quien confía en V con todo el corazón. Pero el profeta estaba decidido a que esa respuesta por fuego estuviera fuera de toda duda. Por consiguiente, invitó al pueblo a inspeccionar lo más de cerca posible su labor de reparación M arruinado altar de Jehová. Habían de estar junto a él para que vieran por si mismos que no les engañaba ni ponía ninguna chispa secreta debajo de la leña sobre la que yacía el buey sacrificado. La verdad nunca teme la investigación más estricta. Nunca rehuye la luz, sino que la solicita. Son el obrador de maldad y sus emisarios los que aman las tinieblas y el lugar secreto y obran bajo la capa del misticismo.

"Y Él reparó el altar de Jehová que estaba arruinado (v. 30). Hay aquí mucho más contenido del que se ve a primera vista. El lenguaje de Elías en 19:10 arroja luz sobre este pasaje: "Los hijos de Israel han dejado tu alianza, han derribado tus altares”. Según la ley mosaica, habla sólo un altar sobre el que pudiera ofrecerse sacrificios, y éste estaba en donde el Señor habla fijado su residencia peculiar desde los días de Salomón, es decir, en Jerusalén. Pero, antes de que se levantara el tabernáculo, podían ofrecerse sacrificios en todos los lugares, y en la dispensación previa se construyeron altares dondequiera que los patriarcas permanecieron por algún espacio de tiempo, y es probablemente a ellos que Elías aludió en 19:10. Este altar en ruinas, por lo tanto, era un testigo solemne de que el pueblo se había alejado de Dios. El profeta, al repararlo, reprochaba al pueblo por su pecado, y hacia en su nombre confesión del mismo, al propio tiempo que les llevaba de nuevo al lugar de los principios.

Lector, esto está registrado para nuestra instrucción: Elías comenzó reparando el altar arruinado. Y ahí es donde debemos comenzar nosotros si queremos que la bendición del cielo descienda de nuevo sobre las iglesias y sobre nuestro país. En muchos hogares de cristianos nominales hay un altar de Dios abandonado. Hubo un tiempo en que la familia se reunía y reconocía a Dios en la autoridad de su ley, en la bondad de su providencia diaria, y en el amor de su redención y su constante gracia; empero el sonido de la adoración unida no se oye ya elevarse de ese hogar. La prosperidad, la mundanalidad y el placer han acallado los acentos de la devoción. El altar ha caído, la sombra tenebrosa del pecado descansa sobre esta casa. Y no puede haber acercamiento a Dios entretanto que el pecado no es confesado."Los que encubren sus pecados no pueden prosperar (Proverbios 28:13). Ha de confesarse el pecado antes de que Dios pueda responder con fuego santo. Y ha de confesarse de hecho así como de palabra: el altar ha de ser levantado de nuevo, El cristiano ha de volver al lugar de antes. Véase Génesis 13:14; Apocalipsis 2:4,5.

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LA CONFIANZA DE LA FE

"Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido palabra de Jehová, diciendo: Israel será tu nombre” (I Reyes 18:31). Esto era a la vez sorprendente y bendito, por cuanto era ocupar e¡ lugar de la fe en contra de las evidencias de la vista. En aquella asamblea estaban presentes sólo los súbditos de Acab, y en consecuencia, miembros de las diez tribus solamente. Pero Elías tomó doce piedras para construir el altar, dando a entender que iba a ofrecer sacrificio en nombre de toda la nación (véase Josué 4:20; Esdras 6:17). De este modo testificó de su unidad, de la unión existente entre Judá y las diez tribus. El objeto de su adoración habla sido originalmente uno, y así había de ser ahora. Elías, pues, vela a Israel desde el punto de vista divino. En la mente de Dios la nación era una, y así habla aparecido ante ÉL desde toda la eternidad. Externamente habla ahora dos; empero el profeta omitía tal división; andaba por fe, no por vista (II Corintios 5:7). En esto es en lo que Dios se deleita. La fe es lo que le honra, y, por consiguiente, ÉL siempre reconoce y honra la fe, dondequiera que la halle. Así lo hizo en el Carmelo, y así lo hace en nuestros días. "Señor, auméntanos la fe”.

¿Cuál es la gran verdad simbolizada en este incidente? ¿No es obvia? ¿No hemos de ver más allá del Israel típico y natural el antitípico y espiritual, es decir, la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo? ¡Indudablemente! En medio de la dispersión tan extendida que prevalece  los “hijos de Dios” que están “derramados” (Juan 11:52) en medio de las varias denominaciones , no hemos de perder de vista la unidad mística y esencial M pueblo de Dios. En esto, también, hemos de andar por fe, y no por vista. Hemos de ver las cosas desde el punto (le vista divino: deberíamos mirar la iglesia que Cristo amó y por la cual se entregó a sí mismo, tal como existe en el propósito eterno y en los consejos sempiternos de la bendita  Trinidad. jamás veremos la unidad de la Esposa, la mujer del Cordero (Apocalipsis 21:9), manifestada visiblemente ante nuestros ojos corporales, hasta que la veamos descender del cielo "teniendo la claridad de Dios”. Pero, entretanto, nuestro deber y nuestro privilegio es atenernos al ideal de Dios, percibir la unidad espiritual de los santos y aseverar esa unidad recibiendo en nuestros afectos a todos aquellos que manifiestan algo de la imagen de Cristo. Esta es la verdad inculcada por las "doce piedras" que Elías usó.

"Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob”. Notemos, también, el modo en que la ley de Dios regulaba las acciones de Elías. El Señor había dado directrices concretas acerca de su altar: “Si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares tu pico sobre él, tú lo profanarás. Y no subirás por gradas a mi altar, porque tu desnudez no sea junto a él descubierta” (Éxodo 20:25,26). De estricto acuerdo con este estatuto divino, Elías no envió a buscar piedras de una cantera ni que hubiesen sido pulidas por arte humano, sino que usó piedras toscas y sin labrar que yacían en el monte. Tomó lo que Dios había provisto, y no lo que el hombre habla hecho. Obró según el patrón que Dios le dio en las Sagradas Escrituras, por cuanto la obra del Señor ha de hacerse de la manera y según el método designado por Él.

También esto está escrito para nuestra enseñanza. Cada uno de los hechos que tuvieron lugar en esta ocasión, cada detalle del proceder de Elías ha de ser observado y meditado si queremos descubrir qué se requiere de nosotros para que el Señor se muestre fuerte a nuestro favor. Acerca de su servicio, Dios no ha dejado las cosas a nuestra discreción, ni a los dictados de la sabiduría humana ni de la conveniencia. Nos ha suministrado un "dechado” (Hebreos 8:5), y es muy celoso de] mismo y quiere que nos guiemos por él. Todo debe hacerse tal como Dios ha establecido. Así que nos apartamos del patrón de Dios, es decir, así que dejamos de actuar conforme a un "así dice Jehová”, estamos actuando por propia voluntad, y no podemos contar más con su bendición. No debemos esperar "fuego de Dios” hasta que hayamos cumplido plenamente sus requisitos.

En vista de lo que acabamos de mencionar, no es difícil adivinar la razón de que Dios se haya apartado de algunas iglesias, y de que su poder milagroso no se vea obrando en medio de Elías. Es debido a que se ha dejado de modo funesto su “dechado”, a que se han introducido tantas innovaciones, a que se han empleado armas carnales en la lucha espiritual, a que se han adoptado impíamente medios y métodos mundanos. Como consecuencia, el Espíritu Santo ha sido entristecido y apagado. No sólo el que ocupa el púlpito ha de atender al precepto divino y predicar "el pregón que Yo te diré” (Jonás 3:2), sino que, también, el culto todo, la disciplina y la vida de la iglesia han de regirse por las directrices que Dios ha dado. El sendero de la obediencia es prosperidad espiritual y bendición, mientras que el camino del que busca hacer su propia voluntad y obrar en su propio interés es el de la impotencia y la derrota.

"Edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová; ,después hizo una reguera alrededor del altar, cuanto cupieran dos sacos de simiente” (v. 32). Tomad nota de ello: “Edificó un altar en el nombre del Señor”, es decir, por su autoridad y para su gloria. Así debería ser siempre por lo que se refiere a nosotros: "Todo lo que hacéis, sea de palabra, o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Colosenses 3:17). Esta es una de las reglas básicas que deberían guiar todos nuestros actos. Qué diferente sería si todos los que profesan ser cristianos se rigieran por ella. Cuántas dificultades desaparecerían, y cuántos problemas se resolverían. El creyente joven se pregunta a menudo si la práctica de esto o aquello está bien o mal. Pruébese todo en esta piedra de toque: ¿Puedo pedir la bendición de Dios sobre ello? ¿Puedo hacerlo en el nombre del Señor? Si no es así, entonces es pecaminoso. ¡Cuánto se hace en la cristiandad en el nombre santo de Cristo que ÉL nunca ha autorizado, que le es gravemente deshonroso y que es hedor a su olfato! “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (II Timoteo 2:19).

"Compuso luego la leña, y cortó el buey en pedazos, y púsolo sobre la leña" (v. 33). También en ello vemos de qué modo tan estricto se atuvo Elías al patrón que la Escritura le ofrecía. El Señor, por medio de Moisés, habla dado órdenes referentes al holocausto, diciendo: "Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas. Y los hijos de Aarón sacerdote pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes, hijos de Aarón, acomodarán las piezas, la cabeza y el redaño, sobre la leña que está sobre el fuego” (Levítico 1:6 8). Esos detalles del proceder de Elías son tanto más dignos de mención debido a lo que se nos dice acerca de los profetas de Baal en esta ocasión: no se dice que compusieran la leña, ni que dividieran el buey en piezas y las acomodaran sobre la leña, sino, simplemente, que "aprestároslo, e invocaron en el nombre de Baal” (v. 26). Es en estas “pequeñas cosas”, como las llaman los hombres, que vemos la diferencia entre el verdadero y el falso siervo de Dios.

“Compuso luego la leña, y cortó el buey en pedazos, y púsolo sobre la leña". ¿No contiene ello una lección importante para nosotros, también? La obra del Señor no ha de llevarse a cabo sin cuidado y con prisas, sino con gran precisión y reverencia. Si somos ministros de Cristo, pensemos al servicio de quién estamos. ¿No tiene derecho el Señor a lo mejor de nosotros? Cómo necesitamos procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, si queremos ser obreros que no tienen de qué avergonzarse (II Timoteo 2:15). Qué terribles palabras las de Jeremías 48:10: "Maldito el que hiciere engañosamente la obra de Jehová”. Así, pues, busquemos gracia para escapar de esta maldición al preparar nuestros sermones (o escritos) o cualquier cosa que hagamos en el nombre de nuestro Maestro. Penetrante en verdad es la afirmación de Cristo: "El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Cuando nos ocupamos en la obra del Señor, no sólo implicamos la gloria de Dios de modo inmediato, sino también la felicidad o la desdicha eternas de las almas inmortales.

"Hizo una reguera... y dijo: Henchid cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; e hiciéronlo la tercera vez, de manera que las aguas corrían alrededor del altar; y había también henchido de agua  la reguera” (vs. 32 35). ¡Qué tranquilo y serio era su método! No habla prisas ni confusión: todo era hecho “decentemente y con orden”. No trabajó bajo el temor del fracaso, sino que estaba seguro del resultado. Algunos han preguntado dónde podía conseguirse tanta agua después de tres años de sequía, empero ha de recordarse que el mar estaba muy cerca, y sin duda la trajeron de allí; doce cántaros en total: una vez más, según el número de las tribus de Israel.

Antes de seguir adelante, detengámonos a considerar lo grande de la fe del profeta en el poder y la bondad de su Dios. El derramar tanta agua sobre el altar, y el empapar el holocausto y la leña debajo de él, hizo que pareciese totalmente imposible que el fuego pudiera consumirlo. Elías estaba resuelto a que la intervención divina fuera aún más convincente y gloriosa. Estaba tan seguro de Dios que no temió amontonar dificultades en Su camino, sabiendo que no pueden haberlas para el Omnisciente y Omnipotente. Cuanto más improbable fuera la respuesta, más glorificado por ella seria su Señor. ¡Oh, maravillosa fe que se burla de las imposibilidades, y que puede incluso aumentarlas para tener el gozo de ver cómo Dios las  vence todas! La fe que Él se deleita en honrar es la osada y emprendedora. Cuán poco de ella vemos hoy en día. Éste es, en verdad, un día de “pequeñas cosas”. Si, es un día en el que abunda la incredulidad. La incredulidad se espanta ante las dificultades, e ingenia el modo de eliminarlas, ¡cómo si Dios necesitara ayuda alguna de nosotros!

"Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías” (v. 36). Al esperar hasta "la hora de ofrecerse el holocausto” (en el templo), Elías dio testimonio de su identificación con los adoradores de Jerusalem. ¿No hay en ello una lección para muchos de los hijos de Dios en el presente día oscuro? Aunque vivan en lugares aislados y lejos de los medios de la gracia, deberían recordar la hora de los cultos semanales y de la reunión de oración, y al mismo tiempo acercarse al trono de la gracia y unir sus peticiones a las de los hermanos allí, en la iglesia de su juventud. Nuestro privilegio santo es tener y mantener comunión espiritual con los santos cuando ya no es posible el contacto físico con ellos. De este modo, los enfermos y los ancianos, también, aunque privados de las ordenanzas públicas, pueden juntarse al coro general en alabanza y acción de gracias. Deberíamos cumplir con este deber y disfrutar de este privilegio de modo especial durante las horas del día del Señor.

“Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías.” Pero hay algo más, algo más profundo y precioso en el hecho de que Elías esperase hasta esa hora en particular. Ese “holocausto” que se ofrecía cada día en el templo de Jerusalem tres horas antes de la puesta del sol, señalaba al holocausto antitípico que iba a ofrecerse en el cumplimiento de los tiempos. El siervo del Señor ocupó su lugar junto al altar que señalaba a la cruz, confiando en el gran sacrificio que el Mesías iba a ofrecer, al venir a la tierra, por los pecados de otros? Cómo necesitamos procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, si queremos ser obreros que no tienen de qué avergonzarse (II Timoteo 2:15). Qué terribles palabras las de Jeremías 48:10: "Maldito el que hiciere engañosamente la obra de Jehová”. Así, pues, busquemos gracia para escapar de esta maldición al preparar nuestros sermones (o escritos) o cualquier cosa que hagamos en el nombre de nuestro Maestro. Penetrante en verdad es la afirmación de Cristo: "El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Cuando nos ocupamos en la obra del Señor, no sólo implicamos la gloria de Dios de modo inmediato, sino también la felicidad o la desdicha eternas de las almas inmortales.

“Hizo una reguera... y dijo: Henchid cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; e hiciéronlo la tercera vez, de manera que las aguas corrían alrededor del altar; y había también henchido de agua la reguera” (vs. 32 35). ¡Qué tranquilo y serio era su método! No había prisas ni confusión: todo era hecho “decentemente y con orden”. No trabajó bajo el temor del fracaso, sino que estaba seguro del resultado. Algunos han preguntado dónde podía conseguirse tanta agua después de tres años de sequía, empero ha de recordarse que el mar estaba muy cerca, y sin duda la trajeron de allí; doce cántaros en total: una vez más, según el número de las tribus de Israel.

Antes de seguir adelante, detengámonos a considerar lo grande de la fe del profeta en el poder y la bondad de su Dios. El derramar tanta agua sobre el altar, y el empapar el holocausto y la leña debajo de él, hizo que pareciese totalmente imposible que el fuego pudiera consumirlo. Elías estaba resuelto a que la intervención divina fuera aún más convincente y gloriosa. Estaba tan seguro de Dios que no temió amontonar dificultades en Su camino, sabiendo que no pueden haberlas para el Omnisciente y Omnipotente. Cuanto más improbable fuera la respuesta, más glorificado por ella sería su Señor. ¡Oh, maravillosa fe que se burla de las imposibilidades, y que puede incluso aumentarlas para tener el gozo de ver cómo Dios las vence todas! La fe que É1 se deleita en honrar es la osada y emprendedora. Cuán poco de ella vemos hoy en día. Éste es, en verdad, un día de "pequeñas cosas”. Sí, es un día en el que abunda la incredulidad. La incredulidad se espanta ante las dificultades, e ingenia el modo de eliminarlas, ¡cómo si Dios necesitara ayuda alguna de nosotros!

"Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías” (v. 36). Al esperar hasta “la hora de ofrecerse el holocausto” (en el templo), Elías dio testimonio de su identificación con los adoradores de Jerusalem. ¿No hay en ello una lección para muchos de los hijos de Dios en el presente día oscuro? Aunque vivan en lugares aislados y lejos de los medios de la gracia, deberían recordar la hora de los cultos semanales y de la reunión de oración, y al mismo tiempo acercarse al trono de la gracia y unir sus peticiones a las de los hermanos allí, en la iglesia de su juventud. Nuestro privilegio santo es tener y mantener comunión espiritual con los santos cuando ya no es posible el contacto físico con ellos. De este modo, los enfermos y los ancianos, también, aunque privados de las ordenanzas públicas, pueden juntarse al coro general en alabanza y acción de gracias. Deberíamos cumplir con este deber y disfrutar de este privilegio de modo especial durante las horas del día del Señor.

“Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías.” Pero hay algo más, algo más profundo y precioso en el hecho de que Elías esperase hasta esa hora en particular. Ese “holocausto” que se ofrecía cada día en el templo de Jerusalén tres horas antes de la puesta del sol, señalaba al holocausto antitipico que iba a ofrecerse en el cumplimiento de los tiempos. El siervo del Señor ocupó su lugar junto al altar que señalaba a la cruz, confiando en el gran sacrificio que el Mesías iba a ofrecer, al venir a la tierra, por los pecados del pueblo de Dios. Elías, lo mismo que Moisés, tenía un interés intenso en ese gran sacrificio, como se desprende del hecho de que, cuando aparecieron con Cristo en el monte de la transfiguración, "hablaban de su salida, la cual habla de cumplir en Jerusalem” (Lucas 9:30:31). Al presentar su petición a Dios, Elías lo hizo confiando en la sangre, no del buey, sino de Cristo.

*Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llégose el profeta Elías”, es decir, se acercó al altar que habla edificado y sobre el que habla puesto el sacrificio. Aunque esperaba una respuesta por fuego, se allegó sin ningún temor. De nuevo decimos: ¡qué confianza santa en Dios! Elías estaba totalmente seguro de que Aquél al cual servía, y al que ahora estaba honrando, no iba a herirle. Su prolongada estancia junto al arroyo de Querit, y los largos días que pasó en el aposento alto de la casa de la viuda de Sarepta no habían sido en vano. Había redimido el tiempo, porque habitó al abrigo del Altísimo y moró bajo la sombra del Omnipotente, donde aprendió lecciones preciosas que ninguna de las escuelas de los hombres puede impartir. Compañero en el ministerio, permítenos que señalemos que el poder de Dios en las ordenanzas públicas sólo puede adquirirse tomando del poder de Dios en privado. El valor santo ante la gente ha de obtenerse penetrando el alma en el estrado de la misericordia en el lugar secreto.

“Y dijo: Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel” (V. 36). Ello era mucho más que una referencia a los antepasados de su pueblo, o a los fundadores de la nación. Era mucho más que una expresión patriótica o sentimental. Era algo que evidenciaba aun más la fortaleza de su fe, y ponía de manifiesto la base sobre la que descar1saba. Era reconocer a Jehová como el Dios del pacto de su pueblo, que como  tal había prometido no abandonarles jamás. El Señor habla establecido un pacto solemne con Abraham (Génesis 17:7,8), que renovó con Isaac y Jacob. El Señor se refirió a este pacto cuando se apareció a Moisés en la zarza ardiendo (Éxodo 3:6; 2:24). Cuando Siria afligía a Israel, en los días de Joacaz, se nos dice que “Jehová tuvo misericordia de ellos, y compadecióse de ellos, y mirólos,'por amor de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob” (II Reyes 13:23). La fe activa de Elías en el pacto recordó al pueblo el fundamento de su esperanza y bendición. Qué diferente es cuando podemos acogernos a “la sangre del testamento eterno” (Hebreos 13:20).

"Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel” (v. 36). Esta era la primera petición de Elías; y nótese bien la naturaleza de la misma, porque pone de manifiesto claramente su propio carácter. El corazón del profeta estaba lleno de celo ardiente por la gloria de Dios. No podía ni pensar en aquellos altares destruidos y en los profetas martirizados. No podía tolerar que el país fuera profanado por la idolatría de aquellos paganos que insultaban a Dios y arruinaban las almas. No se preocupaba de su persona, sino del hecho terrible de que el pueblo de Israel acariciaba la idea de que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob habla abdicado en favor de Baal. Su espíritu se conmovió en lo más hondo al contemplar de qué modo más vocinglero y grave Jehová habla sido deshonrado. ¡Ojalá nos afectara más íntimamente el modo en que languidece la causa de Cristo en la tierra en nuestros tiempos debido a la incursión del enemigo, y la desolación que ha producido en Sión! Un espíritu de indiferencia, o por lo menos un estoicismo fatalista, está congelando a muchos de nosotros.

El objeto principal de la oración de Elías era que Dios fuese vindicado en ese día, que hiciera conocer su inmenso poder, y que hiciese volver a sí el corazón del pueblo. Es solamente cuando miramos más allá de los intereses personales y abogamos por la gloria de Dios, que alcanzamos el lugar donde Él no nos negará. Pero estamos tan ansiosos por el éxito de nuestro trabajo, y la prosperidad de nuestra iglesia o denominación, que perdemos de vista el asunto infinitamente más maravilloso de la vindicación y el honor de nuestro Maestro. ¿Nos asombra que el círculo donde nos movemos disfrute de tan poca bendición de Dios? Nuestro bendito Redentor nos ha dejado el mejor ejemplo: "No busco mi gloria” (Juan 8 50), declaró Aquél que era "manso y humilde de corazón”. "Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:28), era el deseo dominante de su corazón. Su deseo de que sus discípulos llevaran fruto era porque "en esto es glorificado mi Padre" (Juan 15:8). "Yo te he glorificado en la tierra" (Juan 17:4), dijo Cristo al cumplir su misión. Y ahora afirma: "Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, esto haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo" (Juan 14:13).

“Sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo”. Qué bendito ver a este hombre, por cuya palabra fueron cerradas las ventanas del cielo, por cuyas oraciones resucitó un muerto y ante quien aun el rey se acobardaba, qué bendito, decimos, verle ocupar semejante lugar ante Dios. "Sea hoy manifiesto... que yo soy tu siervo”. Era un lugar subordinado, sumiso, un lugar en el cual estaba bajo órdenes. Un "siervo" es uno cuya voluntad está enteramente rendida a otro, cuyos intereses personales están por completo subordinados a los de su amo, cuyo deseo y gozo es agradar y honrar al que le emplea. Esta era la actitud y la costumbre de Elías: estaba completamente rendido a Dios, buscando su gloria y no la propia. El "servicio cristiano” no consiste en hacer algo por Cristo; es, por el contrario, hacer aquellas cosas que Él ha designado y nos ha señalado a cada uno.

Compañeros en el ministerio, ¿es ésta nuestra actitud? ¿Están nuestras voluntades de tal modo rendidas a Dios que podemos decir en verdad “yo soy tu siervo”? Pero, notemos otra cosa. "Sea hoy manifiesto que... yo soy tu siervo", reconócelo así por la manifestación de tu poder. No basta que el ministro del Evangelio sea el siervo de Dios, ha de ser manifiesto que es tal. ¿Cómo? Por su separación del mundo, por su devoción a su Señor, por su amor y cuidado de las almas, por su incansable labor, por su abnegación y sacrificio personal, por su consumirse y ser consumido en el servicio de otros, y por el sello del Señor en su ministerio. "Por sus frutos los conoceréis”: por la santidad de su carácter y conducta, por la obra del Espíritu de Dios en y por ellos, por el caminar de aquellos que se sientan a sus pies. Cómo necesitamos rogar: "Sea manifiesto que yo soy tu siervo”.

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