Beneficios de la lectura de la Biblia


Por A.W. Pink

ÍNDICE

Las Escrituras y El Pecado

Las Escrituras y Dios

Las Escrituras y Cristo

Las Escrituras y La Oración

Las Escrituras y Las Buenas Obras

Las Escrituras y La Obediencia

Las Escrituras y El Mundo

Las Escrituras y Las Promesas

Las Escrituras y El Gozo

Las Escrituras y El Amor

Las Escrituras y el pecado


Las Escrituras y La Oración
Un cristiano que no ora es simplemente una contradicción. Como el niño que nace muerto es un niño muerto, un creyente profeso que no ora está desprovisto de vida espiritual. La oración es el respirar de la nueva naturaleza del creyente, como la Palabra de Dios es su alimento. Cuando el Señor dijo al discípulo de Damasco que Saulo de Tarso se había convertido de veras, le dijo: «He aquí, Saulo ora» (Hechos 9: 11). En muchas ocasiones el altivo fariseo había doblado sus rodillas ante Dios y había cumplido sus «devociones», pero esta vez era la primera vez que «oraba». Esta importante distinción debe ser subrayada en este día de fórmulas sin poder (2ª Timoteo 3:5). Aquellos que se contentan con dirigirse a Dios de modo formal no le conocen; porque «el espíritu de gracia, el de suplicación» (Zacarías 12: 10), no se separan nunca. Dios no tiene hijos en su familia regenerada que sean mudos. «¿No vengará Dios a sus escogidos que claman a El de noche y de día?» (Lucas 18:7). Sí, «claman» a El, no meramente «rezan» sus oraciones.

Pero es probable que el lector se sorprenda cuando siga leyendo que el autor cree que, probablemente, el propio pueblo de Dios ¡peca más en sus esfuerzos para orar que en relación con ningún otro objetivo en que se ocupa! ¡Qué hipocresía hay en la oración, cuando debería haber sinceridad! ¡Qué exigencias tan presuntuosas, cuando debería haber sumisión! ¡Qué formalismo, cuando tendría que haber corazones quebrantados! ¡Cuán poco sentimos realmente los pecados que confesamos, y qué poco sentido de la profunda necesidad de su misericordia! E incluso cuando Dios consiente en librarnos de estos pecados, hasta cierto punto, qué frialdad en el corazón, qué incredulidad, cuánta voluntad propia y autocomplacencia. Los que no tienen perceptividad para estas cosas son extraños al espíritu de la santidad.

Ahora bien, la Palabra de Dios debería dirigirnos en oración. Por desgracia, cuán a menudo hacemos que nuestra inclinación carnal sea la que dirige nuestras peticiones. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra» (2ª Timoteo 3:17). Como que debemos «orar en el Espíritu» (Judas 20), se sigue que nuestras oraciones tienen que estar de acuerdo considerando que El es el autor de ellas. Se sigue también que según la medida en que la Palabra de Cristo mora en nosotros en «abundancia» (Colosenses 3:16), o escasamente, más (o menos) estarán nuestras peticiones en armonía con la mente del Espíritu, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). En la medida en que atesoramos la Palabra de Dios en nuestro corazón, y ésta limpia, moldea y gobierna nuestro hombre interior, serán nuestras oraciones aceptables a la vista de Dios. Entonces podemos decir, como dijo David en otro sentido: «Todo es tuyo y de lo recibido de tu mano te damos» (1ª Crónicas 29:14).

Así que la pureza y el poder de nuestra vida de oración son otro índice por el cual podemos decidir la extensión de los beneficios que sacamos de la lectura y estudio de las Escrituras. Si nuestro estudio de la Biblia, bajo la bendición del Espíritu, no nos resarce del pecado de la falta de oración, revelándonos el lugar que la oración debe ocupar en nuestra vida diaria, y en realidad no nos lleva a pasar más tiempo en el lugar secreto con el Altísimo; si no nos enseña cómo orar de modo más aceptable a Dios, cómo hacer nuestras sus promesas y reclamarlas, cómo apropiarnos sus preceptos y hacer de ellos nuestras peticiones, entonces, no sólo no nos ha servido para enriquecer el alma el tiempo que hemos pasado leyendo y meditando la Palabra, sino que el mismo conocimiento que hemos adquirido de la letra, servirá para nuestra condenación en el día venidero. «Sed hacedores de la Palabra, no solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1:22). Se aplica a sus amonestaciones a la oración y a todo lo demás. Veamos ahora siete diferentes criterios.

1. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos ayudan a comprender la importancia profunda de la oración. Es de temer que muchos lectores de la Biblia de hoy (y aun estudiosos) no tienen convicciones profundas de que una vida de oración definida es absolutamente necesaria para andar y comunicar con Dios, como lo es para la liberación del poder del pecado, las seducciones del mundo o los asaltos de Satán. Si esta convicción realmente poseyera sus corazones, ¿no pasarían más tiempo con el rostro delante de Dios? Es inútil, si no peor, replicar: «Hay una gran cantidad de obligaciones que tengo que cumplir y ocupan el tiempo que usaría para la oración, a pesar de que me gustaría hacerla». Pero, queda el hecho que cada uno de nosotros pone tiempo aparte para lo que consideramos es imperativo. ¿Quién vive una vida más activa que la que vivió nuestro Salvador? A pesar de ello encontró mucho tiempo para la oración. Si verdaderamente deseamos ser intercesores y hacer súplicas ante Dios y usamos en ello todo el tiempo disponible que tenemos ahora, El ordenará las cosas de modo que tendremos más tiempo.

2. La falta de convicción positiva en la profunda importancia de la oración se evidencia claramente en la vida corporativa de los cristianos profesos. Dios ha dicho sencillamente: «Mi casa será llamada casa de oración» (Mateo 21:13). Notemos: no «casa de predicación o de cánticos», sino de oración. Sin embargo, en la gran mayoría de las iglesias, incluso dentro de la ortodoxia, el ministerio de la oración ha pasado a ser negligible. Hay todavía campañas evangelísticas, Convenciones de enseñanza de la Biblia, pero cuán raramente se oye de dos semanas puestas aparte para oraciones especiales. Y ¿qué beneficio proporcionan estas «Convenciones de la Biblia» a las iglesias si su vida de oración no es reforzada? Pero, cuando el Espíritu de Dios aplica con poder en nuestros corazones palabras como: «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Marcos 14: 38); «En toda suplicación y ruego y acción de gracias sean notorias vuestras peticiones delante de Dios» (Filipenses 4:6); «Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias» (Colosenses 4:2), entonces nos beneficiamos de las Escrituras.

2. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos hacen sentir que no sabemos bastante cómo orar. «No sabéis pedir como conviene» (Romanos 8:26). ¡Cuán pocos cristianos creen esto verdaderamente! La idea más común es que la gente sabe bastante bien lo que debe pedir, sólo que son descuidados o son malos, y dejan de orar por lo que saben bien que es su deber. Pero, este concepto discrepa por completo de la declaración inspirada de Romanos 8:26. Hay que observar que observar que esta afirmación que humilla a la carne, no se hace sobre los hombres en general, sino de los santos de Dios en particular, entre los cuales el apóstol no vacila en incluirse el mismo: «No sabemos lo que hemos de pedir como conviene». Si ésta es la condición del hombre regenerado, mucho peor será la de no regenerado. Con todo, una cosa es leer y asentir mentalmente lo que dice el versículo, y otra tener una comprensión de experiencia, porque para que el corazón sienta lo que Dios requiere de nosotros. El mismo debe obrarlo en nosotros y por medio de nosotros.

Digo mis oraciones con frecuencia, Pero, ¿oro en verdad? Y van los deseos de mi corazón, ¿Conforme a las palabras? Lo mismo serviría arrodillarme Y adorar a una piedra, Que ofrecer a Dios como plegaria Nada más que palabras, Y labios que se mueven.

Ya hace muchos años que mí madre me hizo aprender de memoria estas líneas -la cual ya «está presente ahora en el Señor», pero su mensaje, vivo todavía, me martillea la mente. El cristiano no puede orar a menos que el Espíritu Santo se lo haga posible, lo mismo que no puede crear un mundo. Esto ha de ser así, porque la oración real es una necesidad sentida que ha sido despertada en nosotros por el Espíritu, de modo que pedimos a Dios, en el nombre de Cristo, aquello que está de acuerdo con su santa voluntad. «Y ésta es la confianza que tenemos ante él, que si pedirnos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye» (1ª Juan 5:14). Pero, el pedir algo que no es conforme a la voluntad de Dios no es orar, sino atrevimiento. Es verdad que Dios nos revela su voluntad, y la podemos conocer a través de su Palabra, sin embargo, no es de la manera que un libro de cocina nos da recetas culinarias para la preparación de platos. Las Escrituras frecuentemente enumeran principios que requieren un continuo ejercicio del corazón y ayuda divina para que veamos su aplicación a los diferentes casos y circunstancias. De modo que nos beneficiamos de las Escrituras cuando aprendemos en ellas nuestra profunda necesidad de clamar «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11: 1) y nos vemos constreñidos a pedirle a El espíritu de oración.

3. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos damos más cuenta de nuestra necesidad de la ayuda del Espíritu. Primero, que nos haga conocer nuestras verdaderas necesidades. Tomemos, por ejemplo, nuestras necesidades materiales. Con cuánta frecuencia nos hallamos en una situación externa difícil; las cosas nos oprimen, y deseamos ser librados de estas tribulaciones y dificultades. Sin duda, pensamos que aquí sabemos «qué» es lo que tenemos que pedir. De ninguna manera y, al contrario, la verdad es que a pesar de nuestros deseos de alivio, somos tan ignorantes, nuestro discernimiento está tan embotado, que (incluso cuando se trata de una conciencia acostumbrada) no sabemos qué clase de sumisión a su agrado Dios puede requerir, o cómo podemos santificar estas aflicciones para nuestro bien interior. Por tanto, Dios considera las peticiones de muchos que claman pidiendo ayuda sobre cosas externas «aullidos», y no clamar a El con el corazón (ver Oseas 7:14). «Porque ¿quién sabe lo que es bueno para el hombre en la vida?» (Eclesiastés 6:12). Ah, la sabiduría celestial es necesaria para enseñarnos sobre nuestras «necesidades» temporales, a fin de hacer de ellas un asunto de oración según la mente de Dios.

Quizá puedan añadirse unas pocas palabras a lo que ya se ha dicho. Podemos pedir sobre cosas temporales escrituralmente (Mateo 6:11, etc.), pero con una triple limitación. Primero, de modo incidental y no de modo primario, porque no son éstas las cosas de las que se preocupan los cristianos de modo principal (Mateo 6:33). Las cosas que deben buscarse primero y sobre todo, son las cosas celestiales y eternas (Colosenses 3:l), mucho más importantes y valiosas que las temporales. Segundo, de modo subordinado, como medio para un fin. El buscar cosas materiales de Dios no ha de ser a fin de conseguir satisfacción, sino como una ayuda para agradarle más. Tercero, de modo sumiso, no imperioso, porque esto sería el pecado de presunción. Además, no sabemos si el que se nos concediera gracia sobre algo temporal contribuiría realmente a nuestro bienestar supremo (Salmo 106:18) y por tanto debemos dejarle a Dios que decida. Tenemos necesidades interiores también, además de las exteriores. Algunas pueden ser discernidas a la luz de la conciencia, tales como la culpa y la impureza del pecado, los pecados contra la luz y la naturaleza y la simple letra de la ley. Sin embargo, el conocimiento que tenemos de nosotros mismos por medio de la conciencia es tan oscuro y confuso que, aparte del Espíritu, no somos capaces de descubrir la verdadera fuente de purificación. Las cosas sobre las cuales los creyentes tienen que tratar primariamente con Dios en sus súplicas son el esta y la disposición de su alma, o sea espiritual. Por eso, David no estaba satisfecho con confesar las transgresiones que conocía y su pecado original (Salmo 51:1-5), sino que dándose cuenta de que no puede entender bien sus propios errores, desea ser limpiado de los «errores ocultos» (Salmo 19:12); pero le pide también a Dios que emprenda una búsqueda de su corazón para encontrar lo que pueda escapársele (Salmo 139:23,24), sabiendo que Dios requiere principalmente «verdad en lo íntimo» (Salmo 51: 6). Así que en vista de (1ª Corintios 2:10-12, deberíamos buscar la ayuda del Espíritu para que podamos pedir de modo aceptable a Dios.
4. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando el Espíritu nos enseña el recto propósito de la oración. Dios ha establecido la ordenanza de la oración por lo menos con un triple designio. Primero, que el Dios Trino sea honrado, porque la oración es un acto de adoración, rendición de homenaje; al Padre como Dador, en el nombre del Hijo por medio del cual únicamente podemos acercarnos a El, a través del poder que nos impulsa. y dirige del Espíritu Santo. Segundo: para humillar nuestros corazones, porque la oración está ordenada para traernos a un lugar de dependencia, para desarrollar en nosotros un sentimiento de nuestra insignificancia, al admitir que sin el Señor no podernos hacer nada, y que somos como mendigos pidiendo todo lo que somos y tenemos. Pero, cuán débilmente se cumple esto (si es que :se cumple) en nosotros, hasta que el Espíritu nos lleva de la mano, quita nuestro orgullo, y da a Dios el verdadero lugar en nuestros corazones y pensamientos. Tercero, como un medio de obtener para nosotros mismos las cosas buenas que pedimos.

Es de temer que una de las principales razones por las que muchas oraciones quedan sin contestar es que tenemos un objetivo equivocado o sin valor.

Nuestro Salvador dice: «Pedid y recibiréis» (Mateo 7:7); pero Santiago afirma de algunos que «Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites». (Santiago 43). El orar pidiendo algo, pero no de modo expreso con miras a aquello para lo cual Dios lo ha designado, es «pedir mal»; y por tanto sin propósito eficaz. Toda la confianza que tenemos en nuestra propia sabiduría e integridad, si se nos deja proseguir nuestros objetivos nunca se ajustará a la voluntad de Dios. Hasta que el Espíritu restringe a la carne en nosotros, nuestros afectos propios naturales desordenados interfieren con nuestras súplicas, á las hacen inservibles. «Todo lo que hacéis, hace lo para la gloria de Dios» (1ª Corintios 10:31), sin embargo, nadie excepto el Espíritu puede hacer que nos subordinemos en nuestros deseos a la gloria de Dios.

5. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos enseñan a reclamar las promesas de Dios. La oración debe ser hecha con fe (Romanos 10: 14), de lo contrario Dios no la escuchará. Ahora bien, la fe tiene respeto a las promesas de Dios (Hebreos 4:1; Romanos 4:21); si, por tanto, no comprendemos qué es lo que Dios ha prometido, no podemos orar. «Las cosas secretas pertenecen a Jehová, nuestro Dios» (Deuteronomio 29:29), pero la declaración de su voluntad y la revelación de su gracia nos pertenecen, y son nuestra regla. No hay nada que podamos necesitar que Dios no se haya comprometido a proporcionárnoslo, si bien de tal forma y bajo tales limitaciones que aseguren que será para nuestro bien y nos serán útiles. Por otra parte, nada hay que Dios haya prometido, que no tengamos necesidad de ello, o que de una manera u otra no nos afecte como miembros del cuerpo místico de Cristo. Por ello, cuanto mejor estemos familiarizados con las promesas divinas, y cuanto más comprendamos sus bondades, gracia y misericordia preparadas y propuestas en ellas, mejor equipados estamos para orar de modo aceptable.

Algunas de las promesas de Dios son generales más bien que específicas; algunas son condicionales, otras incondicionales, algunas se cumplen en esta vida, otras en la vida venidera. Tampoco podemos nosotros discernir por nuestra cuenta qué promesa es más apropiada para nuestro caso particular y la situación presente, o cómo apropiarla por fe y reclamarla rectamente de Dios. Por tanto, se nos dice de modo explícito: «Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha otorgado gratuitamente.» (1ª Corintios 2:11,12). Si alguien contestara: si se requiere tanto para que una oración sea aceptable, si no podemos presentar peticiones a Dios con menos molestia de la que se indica, habrá pocos que quieran persistir durante algún tiempo en este deber», lo único que podríamos decirle es que esta persona no tiene la menor idea de lo que es orar ni parece tener interés en saberlo.

6. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos llevan a una completa sumisión a Dios. Como se dijo antes, uno de los propósitos divinos al establecer la oración como una ordenanza es para ayudarnos a sentirnos humildes. Esto se muestra exteriormente cuando doblamos las rodillas ante el Señor. La oración es un reconocimiento de nuestra impotencia, un mirar a Dios de quien esperamos ayuda. Es admitir su suficiencia para suplir nuestra necesidad. Es el hacer conocidas nuestras «peticiones» (Filipenses 4:6) a Dios; pero peticiones es algo muy distinto de «requerimientos». «El trono de la gracia no existe para que nosotros podamos acudir a él para obtener satisfacciones de nuestras pasiones» (Wm. Gurnall). Hemos de presentar nuestro caso delante de Dios, pero dejar que su sabiduría superior prescriba la forma de decidirlo. No debe haber intentos de imposición, ni podemos «reclamar» nada de Dios, porque somos como mendigos dependientes de su misericordia. En todas nuestras peticiones debemos añadir: «Sin embargo, hágase tu voluntad, no la mía».

Pero, ¿no puede la fe presentar a Dios sus promesas y esperar una respuesta? Ciertamente; pero debe ser la respuesta de Dios. Pablo pidió a Dios que le quitara la espina de la carne tres veces; pero en vez de hacerlo el Señor le dio gracia para sobrellevarla (2ª Corintios 12). Muchas de las promesas de Dios son generales, en vez de personales. Ha prometido pastores, maestros Y evangelistas a su Iglesia, y con todo hay muchos grupos de creyentes que languidecen por falta de ellos. Algunas de las promesas de Dios son indefinidas y generales en vez de absolutas y universales: como por ejemplo, en Efesios 6:2,3. Dios no se ha obligado a dar nada de modo específico, a conceder la cosa particular que pedimos, incluso cuando pedimos con fe. Además, El se reserva el derecho de decidir el momento y sazón para concedernos sus misericordias. «Buscad a Jehová todos los humildes de la tierra, los que pusisteis por obra sus ordenanzas; buscad la justicia, buscad la mansedumbre; quizá quedaréis resguardados en el día del enojo de Jehová.» (Sofonías 2:3). Por el hecho de que «quizá» Dios me conceda una misericordia temporal determinada, es mi deber presentarme ante El y pedirla, sin embargo, debo estar sumiso a su voluntad para la concesión de la misma.

7. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando la oración se vuelve un gozo real y profundo. El mero «decir nuestras oraciones» cada mañana y noche es una tarea pesada, un deber que debe ser cumplido que nos hace dar un suspiro de alivio cuando hemos terminado. Pero el presentarnos realmente ante la presencia de Dios, para contemplar la gloriosa luz de su faz, para estar en comunión con El en el propiciatorio, es un anticipo de la bienaventuranza eterna que nos aguarda en el cielo. Quien es bendecido con esta experiencia dice con el salmista: «El acercarme a Dios es el bien». (Salmo 73:8.) Sí, bien para el corazón, porque le da paz; bien para la fe, porque la fortalece; bien para el alma, porque la bendice. Es la falta de esta comunión del alma con Dios que se halla a la raíz de la falta de respuesta a nuestras oraciones: «Pon asimismo tu delicia en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.» (Salmo 37:4.)

¿Qué es lo que, bajo la bendición del Espíritu, produce este gozo en la oración? Primero, es el deleite del corazón en Dios como el Objeto de la oración, y particularmente el reconocer y comprender que Dios es nuestro Padre. Así que, cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús que les enseñara a orar, dijo: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos.» Y luego: «Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, o sea, Padre!» (Gálatas 4:6), que incluye un deleite filial, santo en Dios, como los hijos tienen deleite en sus padres cuando se dirigen con afecto a ellos. Y de nuevo, en Efesios 2:18, se nos dice para fortalecer la fe y consuelo de nuestros corazones: «Porque por medio de él los unos y los otros tenemos acceso por un mismo Espíritu al Padre.» ¡Qué paz, qué seguridad, qué libertad da esto al alma: saber que nos acercamos a nuestro Padre!

Segundo. El gozo en la oración es incrementado porque el corazón capta el alma y contempla a Dios en el trono de gracia: una vista o perspectiva, no por imaginación de la carne, sino por iluminación espiritual, porque es por fe que «vemos al Invisible» (Hebreos 11:27); la fe es «la evidencia de las cosas que no se ven» (Hebreos 11: l), hace evidente y presente su objeto propio a los ojos de los que creen. Esta visión de Dios en su «trono» tiene que conmover el alma. Por tanto se nos exhorta: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16).

Tercero. Del versículo anterior sacamos también que la libertad y el deleite en la oración son estimulados por ver que, Dios, por medio de Jesucristo, está dispuesto a dispensarnos gracia y misericordia a los pecadores suplicantes. No tenemos que vencer ninguna resistencia suya. Dios está más dispuesto a dar que nosotros a recibir. Así se le presenta en Isaías 30:18: «Con todo esto, Jehová aguardará para otorgaros su gracia.» Sí, Dios aguardará a que le busquemos; aguardará a que los fieles echen mano de su disposición para bendecir. Su oído está siempre atento al clamor del justo. Por tanto «acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (Hebreos 10:22); «sean presentadas vuestras peticiones delante de Dios, mediante oración y ruego con acción de gracias y la paz de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6, 7).


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Las Escrituras y Las Buenas Obras
La verdad de Dios puede hacerse semejante a un camino estrecho, orillado a ambos lados por precipicios peligrosos: en otras palabras, transcurre entre dos simas de error. Lo acertado de esta figura puede verse en nuestra tendencia a ir de un extremo al otro. Sólo por medio del Espíritu que lo hace posible podemos mantener el equilibrio. De fallar este equilibrio, caeríamos en el error, porque el error no es tanto la negativa de la verdad como la tergiversación de la verdad, el hacer chocar una parte contra la otra, activamente.

La historia de la teología nos ilustra este hecho de modo gráfico y solemne. Una generación ha defendido un aspecto de la verdad justa y denodadamente: esta verdad era indispensable en su día. La próxima generación, en vez de andar en ella y seguir adelante, entabló batalla en favor de ella intelectualmente, como una marca distintiva de su partido o facción, y en general, para defender aquello, que era atacado, por otros, por lo que rehusaron escuchar la verdad equilibradora que sus enemigos oponían; el resultado es que los dos lados han perdido el sentido de perspectiva y han hecho énfasis en lo que creían, aunque estaba desorbitado de sus proporciones escriturales. En consecuencia, en la próxima generación, el verdadero siervo de Dios se ve llamado casi a no hacer caso de aquello que parecía tan valioso a los ojos de sus padres, y poner énfasis en lo que aquéllos habían, si no negado, por lo menos perdido de vista. Se dice que los «rayos de luz, tanto si proceden del sol, una estrella o una vela, se mueven en líneas rectas perfectas; con todo, nuestras obras son tan inferiores a las de Dios que la mano con más firme pulso no puede trazar una línea recta perfecta, ni con todo su ingenio ha podido el hombre inventar un instrumento capaz de hacer una cosa aparentemente tan simple» (T. Guthrie, 1967). Sea como sea, es cierto que el hombre, dejado a sí mismo, nunca ha podido guardar una línea recta de verdad entre lo que parecen doctrinas conflictivas: tales como la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre; la elección por gracia y la proclamación universal del Evangelio; la justificación por la fe de Pablo y las obras justificadoras de Santiago. Con demasiada frecuencia, cuando se ha insistido en la absoluta soberanía de Dios se ha dejado de lado la responsabilidad del hombre; y donde la elección incondicional ha sido mantenida se ha resbalado y descuidado la predicación sin trabas del Evangelio a los no salvos. Por otra parte, donde se ha mantenido la responsabilidad humana y se ha hecho un ministerio sostenido evangélico, no se ha hecho mucho caso de la soberanía de Dios y de la verdad de la elección, o por lo menos se les ha dado un lugar secundario.

Muchos de nuestros lectores han sido testigos de ejemplos que ilustran lo que hemos dicho, pero pocos parecen comprender que se experimente exactamente la misma dificultad cuando se hace el intento de mostrar la relación precisa entre la fe y las buenas obras. Si, por un lado, algunos han errado atribuyendo a las buenas obras Un lugar no justificado en la Escritura, es cierto que, por otra parte, algunos han fallado en dar a las buenas obras el lugar que les corresponde según la Escritura. Si, por un lado, ha sido un error serio el adscribir nuestra justificación a nuestra ejecución, prácticamente, antes que a Píos, por otra parte, los otros son culpables al negar que las buenas obras son necesarias para poder llegar al cielo e insistir que no son más que simple evidencia o fruto de nuestra justificación». Nos damos perfectamente cuenta de que en esto estamos andando en un terreno muy resbaladizo, y corremos grave riesgo de ser acusados herejía; sin embargo, creemos que hemos de buscar la ayuda divina para enfrentarnos con esta dificultad, y luego adscribir los resultados a Dios Mismo.

En algunos puntos la parte de la fe, aunque no ha sido nunca negada, ha sido rebajada, a causa de su celo en dar más importancia a las buenas obras. En otros círculos, que se consideren ortodoxos (y es a éstos que consideramos aquí principalmente), sólo muy raramente se asigna a las buenas obras su lugar propio, y sólo con muy poca frecuencia se insta a los cristianos profesos a mantenerlas con firmeza apostólica. No hay duda que esto es debido a veces al temor de dar bastante importancia a la fe, y animar a los pecadores en el error fatal de confiar en sus propios esfuerzos antes que en la justicia de Cristo. Pero, estos temores no deberían estorbarnos el declarar «todo el consejo de Dios». Si el predicador habla de la fe en Cristo como Salvador de los perdidos, debe dejar bien establecida esta verdad, sin ninguna modificación, dando a la gracia el lugar que el apóstol le da en su respuesta al carcelero de Filipos (Hechos 16:31). Pero, si el tema son las buenas obras, no ha de ser menos fiel y no ha de omitir nada de lo que dicen las Escrituras; que no olvide la orden divina: «Quiero que insistas con firmeza para que los que han creído a Dios procuren ocuparse en buenas obras» (Tito 18).

Este último pasaje de la Escritura es el más pertinente para estos días de flojera e indulgencia, de profesiones inválidas, y jactancias vacías. Esta expresión «buenas obras» se encuentra en el Nuevo Testamento en singular o en plural no menos de treinta veces; con todo, dada la rareza con que muchos predicadores, que son considerados sanos en la fe, usan, insisten y amplían este tema, muchos de sus oyentes llegarían a la conclusión que estas palabras aparecen sólo una o dos veces en toda la Biblia. Hablando a los judíos sobre otro tema, el Señor dijo: «Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Marcos 10:9). Ahora bien, en Efesios 2:8-10, Dios ha unido dos cosas vitales y benditas, que nunca deberían ser separadas en nuestros corazones y mentes, y sin embargo son separadas con frecuencia en el púlpito moderno. ¿Cuántos sermones se predican sobre los dos primeros versículos, los cuales declaran claramente que la salvación es por la gracia por medio de la fe y no las obras? Con todo cuán raramente se nos recuerda que la frase que empieza con gracia y fe, es sólo completada en el versículo 10, donde dice: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para buenas obras, preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.»

Empezamos esta serie indicando que la Palabra de Dios puede ser tomada por varios motivos y leída con propósitos diferentes, pero en 2ª Timoteo 3:16, 17, se nos dice para qué son estas Escrituras realmente «provechosas», a saber, para la doctrina o enseñanza, para represión, corrección, instrucción en justicia, y todo ello para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra». Habiendo hablado sobre sus enseñanzas sobre Dios y Cristo, su instrucción en relación con la oración, consideremos ahora cómo éstas nos «pertrechan» para toda buena obra. Aquí hay otro criterio vital por medio de¡ cual, el alma sincera, con la ayuda del Espíritu Santo, puede discernir si está o no está beneficiándose de la lectura y estudio de la Palabra.

1. Nos beneficiamos de la Palabra cuando con ella aprendemos cuál es el verdadero lugar de las buenas obras. «Muchas personas, en su deseo de apoyar la ortodoxia como sistema, hablan de la salvación por gracia y fe, de una forma que menoscaba la importancia de la santidad y la vida dedicada a Dios. Pero, no hay base para tal cosa en las Sagradas Escrituras. El mismo Evangelio que declara que la salvación es gratuita por la gracia de Dios por medio de la fe en la sangre de Jesucristo, y afirma, en fuertes términos, que los pecadores son justificados por la justicia del Salvador que les es imputada cuando creen en El sin respeto alguno por las obras de la ley, nos asegura también, que sin la santidad, nadie verá a Dios; que los creyentes son limpiados por la sangre de la expiación; que sus corazones son purificados por la fe, que obra con amor, que vence al mundo; y que la gracia que trae salvación a todos los hombres, enseña a todos los que la reciben, que negando la impiedad y los deseos del mundo han de vivir sobria, recta y piadosamente en este mundo. Todo temor que la doctrina de la gracia haya de sufrir como resultado de una firme insistencia en las buenas obras como fundamento escritural, revela que el conocimiento de la divina verdad es seriamente defectuoso e inadecuado, y que cualquier tergiversación o disimulo de las Sagradas Escrituras, a fin de acallar su testimonio en favor de los frutos de la justificación, como absolutamente necesarios para el cristiano, es una corrupción y una falsificación de la Palabra de Dios» (Alexander Carson).

Pero, preguntan algunos, ¿qué fuerza tiene esta ordenanza o mandamiento de Dios sobre las buenas obras, cuando, a pesar de ella, y aunque dejemos de aplicarnos diligentemente a la obediencia, seremos a pesar de ello justificados por la imputación de la justicia de Cristo, y por tanto podemos ser salvos sin ellas? Una objeción tan sin sentido procede de la completa ignorancia del estado presente del creyente y de su relación con Dios. El suponer que el corazón de los regenerados no está influido & modo tan efectivo por la 1 autoridad y mandamientos de Dios a la obediencia, como si les fueran dados para su justificación, es ignorar lo que es la verdadera fe, y cuáles son los argumentos y motivos por los que la mente de los cristianos es afectada y constreñida de un modo principal. Además, es perder de vista la inseparable conexión que Dios ha hecho entre nuestra justificación y nuestra santificación: suponer que una de ellas puede existir sin la otra es derribar toda la enseñanza del Evangelio. El apóstol trata de esta misma objeción en Romanos 6:1-3: «¿Qué, pues, diremos? ¿Permanezcamos en pecado para que la gracia abunde? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿0 ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte?»

2. Nos beneficiamos de la Palabra cuando por medio de ella aprendemos la absoluta necesidad de las buenas obras. Si está escrito que «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22), y «sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebreos ¡l:6), la Escritura de Verdad enseña también: «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14). La vida que viven los santos en el cielo no es sino el cumplimiento y la consumación de la vida que, después de la regeneración, han vivido aquí en la tierra. La diferencia entre las dos no es de clase, sino de grado. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Proverbios 4:18). Si no se ha andado con Dios aquí, no habrá morada con Dios allí. Si no ha habido comunión real con El en el tiempo, no habrá ninguna en la eternidad. La muerte no efectúa ningún cambio vital en el corazón. Es verdad que al morir ' los restos del pecado serán dejados por completo atrás por el santo, pero no se le impartirá ninguna nueva naturaleza. Si para entonces no odia el pecado y ama la santidad, no los va a odiar o amar respectivamente, después.

No hay nadie que realmente desee ir al infierno, aunque hay muy pocos que estén dispuestos a abandonar el camino ancho que lleva al mismo. Todos quieren ir al cielo, ¿pero cuántos entre las multitudes de cristianos profesos están realmente decididos a andar por el estrecho sendero que a él conduce? Es en este punto que podemos discernir el lugar preciso que las buenas obras tienen en relación con la salvación. No son causa de su merecimiento, pero, a pesar de ello, son inseparables de la salvación. No nos proporcionan el derecho de ir al cielo, pero se hallan entre los medios que Dios ha dispuesto para que su pueblo llegue allí. Las buenas obras no nos proporcionan en ningún sentido la vida eterna, pero son parte de los medios (como lo son la obra del Espíritu en nosotros, el arrepentimiento, la fe y la obediencia por nuestra parte) que conducen a ella. Dios ha indicado el camino por el cual hemos de andar para llegar a la herencia adquirida para nosotros por Cristo. Una vida de obediencia a Dios cada día es lo que nos da la admisión al goce de lo que Cristo ha adquirido para su pueblo: admisión ahora por la fe, admisión al morir o al regreso de Cristo en plena realidad.

3. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nos enseña el designio de las buenas obras. Esto se nos hace claro en Mateo 5:16: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de tal modo que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» Vale la pena que notemos que ésta es la primera vez que aparece esta expresión, y, como es generalmente el caso, la mención inicial de una cosa en la Escritura implica su uso e importancia subsiguiente. Aquí vemos que los discípulos de Cristo muestran la autenticidad de su profesión cristiana por medio del testimonio de sus vidas, silencioso pero explícito (porque la «luz» no hace ruido cuando «brilla»), para que los hombres puedan ver sus buenas obras (no tienen que oír nuestra jactancia), y todo ello para que su Padre en los cielos pueda ser glorificado. Este es, pues, el designio o propósito fundamental: el honor de Dios.

Como el contenido de este versículo, Mateo 5:16, es mal entendido o tergiversado con tanta frecuencia, añadimos otro pensamiento respecto al mismo. Con la «luz» misma, aunque las dos son bien distintas, por más que relacionadas. La «luz» es nuestro testimonio para Cristo, pero ¿qué valor tiene a menos que la vida misma lo ejemplifique? Las «buenas obras» no sirven para llamar la atención hacia nosotros mismos, sino hacia Aquel que las obra en nosotros. Tienen que ser de tal carácter y calidad que incluso los infieles conozcan que proceden de alguna fuente más elevada que la caída naturaleza humana. El fruto sobrenatural requiere una raíz sobrenatural, y cuando esto es reconocido, el Labrador es glorificado por ellas. De igual significación es la última referencia a las «buenas obras» que hay en la Escritura: «Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que os calumnian como a malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al observar vuestras buenas obras.» (1ª Pedro 2:12.) Vemos, pues, que la alusión inicial y la final, las dos, subrayan el propósito: la glorificación de Dios como resultado de Su obra a través de su pueblo en el mundo.

4. Nos beneficiamos de la Palabra cuando aprendemos por medio de ella la verdadera naturaleza de las buenas obras. Esto es algo sobre lo cual los no regenerados están en completa ignorancia. A juzgar por lo meramente externo, evaluando las cosas sólo por los stándards humanos, son completamente incompetentes para determinar qué obras son buenas en la estima de Dios y cuáles no. Los tales suponen que lo que el hombre considera buenas obras, Dios lo aprueba también, y por ello permanecen en oscuridad total porque su entendimiento está cegado por el pecado, hasta que el Espíritu Santo los vivifica para nueva vida, sacándolos de la oscuridad a la maravillosa luz de Dios. Entonces ven que sólo son buenas obras las que son hechas en obediencia a la voluntad de Dios (Romanos 6:16), basadas en un principio de amor a El (Hebreos 10:24), en el nombre de Cristo (Colosenses 3:17), y para la gloria de Dios por El (La Corintios 10:31).

La verdadera naturaleza de las «buenas obras» fue ejemplificada perfectamente por el Señor Jesús. Todo lo que hizo, lo hizo en obediencia a su Padre. «No se agradó a sí mismo» (Romanos 15:3), sino que en todo momento estuvo haciendo la voluntad de Aquel que le había enviado (Juan 6:38). Podía decir: «Porque yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:29). No hubo límites en la sujeción de Cristo a la voluntad del Padre: Cristo se hizo «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:8). Así que todo lo que hizo procedió del amor del Padre y del amor a su -prójimo. El amor es el cumplimiento de la Ley; sin amor, el cumplimiento de la Ley no es nada sino sujeción servil, y esto no puede ser aceptable a Aquel que es amor. La prueba de que toda la obediencia de Cristo procedió del amor se encuentra en sus palabras: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Salmo 40:8). De modo que todo lo que Cristo hizo tenía como propósito la gloria del Padre: «Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12:28) revela el propósito que tenía delante constantemente.

S. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nos enseña la verdadera fuente de nuestras buenas obras. El hombre no regenerado es capaz de ejecutar obras que en un sentido civil y natural, aunque no en el sentido espiritual, son buenas. Pueden hacer cosas que, externamente, en cuanto a su materia y sustancia, son buenas, tales como la lectura de la Biblia, el ayudar al ministerio de la Palabra, dar limosna al pobre; sin embargo, el móvil principal de estas acciones, su falta de piedad, las hace harapos a la vista del Dios Trino. El hombre no regenerado no tiene poder para ejecutar obras en un sentido espiritual, y por tanto, está escrito: «No hay nadie que haga lo bueno, ni aun uno» (Romanos 3:12). No, no pueden: no están «sujetos a la ley de Dios, ni siquiera pueden» (Romanos 8:7). Por tanto, incluso «el pensamiento de los impíos es pecado» (Proverbios 21:4). Ni son los creyentes capaces de pensar un buen pensamiento o ejecutar una buena obra por sí mismos (2ª Corintios 3:5): es Dios que obra en ellos «tanto el querer como el hacer según su voluntad» (Filipenses 2:13).

«¿Podrá mudar el etíope su piel o el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer el mal?» (Jeremías 13:23). Los hombres no pueden esperar uvas de los abrojos o higos de los cardos, ni tampoco buen fruto, o sea, buenas obras del hombre no regenerado. Hemos de ser creados primero en Jesucristo (Efesios 2: 10), tener el Espíritu Santo dentro de nosotros (Gálatas 4:6), y su gracia implantada en nuestro corazón (Efesios 4:7; 1ª Corintios 15: 10), antes de tener ninguna capacidad para hacer buenas obras. Incluso entonces no podemos hacer nada aparte de Cristo (Juan 15:5). Con frecuencia deseamos hacer lo bueno; con todo, no sabemos cómo hacerlo (Romanos 7:18). Esto nos hace poner de rodillas pidiendo a Dios que nos haga «perfectos en toda buena obra», obrando en nosotros «lo que es agradable a la vista, por medio de Jesucristo» (Hebreos 13:21). De este modo somos vaciados de nuestra autosuficiencia, y comprendemos que todas nuestras fuentes se hallan en Dios (Salmo 87:7); y con ello descubrimos que podemos hacer todas las cosas por medio de Cristo que nos fortalece (Filipenses 4:13).

6. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nos enseña la gran importancia de las buenas obras. Condensándolo todo lo posible: «las buenas obras» son de gran importancia porque por ellas glorificamos a Dios (Mateo 5:16), por medio de ellas cerramos la boca de aquellos que hablan contra nosotros (La Pedro 2:12), por medio de ellas damos evidencia de la autenticidad de nuestra profesión de fe (Santiago 2:13-17). Es en extremo conveniente que «en todo adornemos la doctrina de Dios nuestro Salvador» (Tito 2:10). Nada da más honor a Cristo que el que los que llevan su nombre sean hallados viviendo constantemente a semejanza de Cristo y en su espíritu, por medio de su ayuda. No sin razón el mismo Espíritu, que hizo que el apóstol pusiera un prefacio concerniente a la venida de Cristo al mundo para salvar a los pecadores con «Palabra fiel y digna», etc., le dictó: «Palabra fiel es ésta, y en estas cosas... para que los que han creído a Dios procuren ocuparse de buenas obras» (Tito 33). En realidad espera incluso que seamos «celosos de buenas obras» (Tito 2:14).

7. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nos enseña el verdadero alcance de las buenas obras. Este es tan extenso que incluye el cumplimiento de nuestros deberes en toda relación en que Dios nos ha colocado. Es interesante e instructivo notar la primera «buena obra» (así descrita) en la Sagrada Escritura, a saber, el que María de Betania ungiera al Salvador (Mateo 26: 10; Marcos 14:0. Indiferente a la censura o a la alabanza de los demás, con los ojos sólo en el «mayor entre diez mil», María derramó sobre el Maestro su precioso perfume. Otra mujer, Dorcas (Hechos 9:36), se menciona también como «llena de buena obras ». Después de la adoración viene el servicio glorificando a Dios entre los hombres y beneficiando a otros.

«Para que andéis como es digno del Señor agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra» (Colosenses 1: 10). El criar a los niños el hospedar extraños, el lavar los pies a los san tos (ministrar para el confort físico), el socorrer a los afligidos (1.3 Timoteo 5: 10), es calificado como buenas obras. A menos que nuestra lectura y estudio de las Escrituras nos haga mejores soldados de Jesucristo, mejores ciudadanos del país en el cual vivimos, mejores miembros de nuestros hogares terrenales (más amables, cariñosos generosos), «plenamente dispuestos para toda buena obra», esta lectura nos ha aprovechado muy poco o nada.


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Las Escrituras y La Obediencia
Todos los cristianos profesos están de acuerdo, por lo menos en teoría, que el deber de aquellos que llevan el nombre de Cristo es honrarle y glorificarle en este mundo. Pero, hay grandes diferencias de opinión con respecto a la manera de hacerlo, y a lo que se requiere para conseguirlo. Muchos suponen que el honrar a Cristo simplemente significa unirse a alguna «iglesia», tomar parte en las actividades de la misma y apoyarlas. Otros piensan que el honrar a Cristo significa hablar de El a otros y dedicarse diligentemente a hacer «obra personal». Otros parecen imaginarse que honrar a Cristo significa poco más que hacer contribuciones generosas a su causa. Hay pocos que se den cuenta que Cristo es honrado sólo cuando vivimos santamente en El, y esto, andando en sujeción a su voluntad revelada. Pocos, verdaderamente, creen las palabras: «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1ª Samuel 15:22). No somos cristianos si no nos hemos rendido plenamente a Jesús y le hemos «recibido como Señor» (Colosenses 2:6). Quisiera que consideraras esta afirmación con diligencia. Satán enseña a muchos hoy en día haciéndoles creer que confían en Dios para salvación en la «obra consumada» de Cristo, mientras que sus corazones permanecen sin cambiar y el yo gobierna sus vidas. Escucha la Palabra de Dios: «Dios está de los impíos la salvación, porque no buscan tus estatutos» (Salmo 119:155). ¿Buscas realmente sus estatutos? ¿Escudriñas con diligencia su Palabra para descubrir lo que ordena? «El que dice: Yo he llegado a conocerle, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él» (1ª Juan 2A). ¿Es posible decirlo de modo más claro?

«¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis las cosas que os mando? » (Lucas 6:46). La obediencia al Señor en la vida, no meramente las palabras placenteras de los labios, es lo que Cristo requiere. ¡Qué palabra más solemne y qué advertencia más directa la de Santiago 1:221 «Sed hacedores de la Palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos.» Hay muchos «oidores» de la Palabra, oidores regulares, oidores reverentes, oidores interesados; pero, ¡ay!, lo que oyen no está incorporado a su vida, no regula sus caminos. Y Dios dice que los que no son hacedores de la Palabra ¡se engañan a sí mismos!

Por desgracia, ¡cuántos hay en la Cristiandad así, hoy en día! No es que sean verdaderos hipócritas, pero están engañados. Suponen que por el hecho de ver tan claro que la salvación es por la gracia solamente, ya están salvos. Suponen que por el hecho de que se hallan bajo el ministerio de un hombre que «ha hecho de la Biblia un nuevo libro» para ellos, ya han crecido en la gracia. Suponen que debido a que su almacén de conocimiento bíblico ha aumentado, son más espirituales. Suponen que el mero escuchar a un siervo de Dios o leer sus escritos, es alimentarse de la Palabra. ¡No hay tal! Nos «alimentamos» de la Palabra solamente cuando nos apropiamos personalmente, masticamos y asimilamos en nuestras vidas todo lo que hemos oído o leído. Donde no hay una conformidad creciente del corazón y la vida a la Palabra de Dios, este conocimiento incrementado sólo va a servir para una mayor condenación. «Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes» (Lucas 12:47).

«Siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento pleno de la verdad» (2ª Timoteo 3:7). Esta es una de las características prominentes de los «tiempos peligrosos» en los cuales estamos viviendo ahora. La gente escucha a un predicador después de otro, asiste a convenciones y más convenciones, lee libro tras libro sobre temas bíblicos, y nunca alcanza un conocimiento vital y práctico de la verdad, de modo que se produzca una impresión de su poder y eficacia en sus almas. Hay algo que se llama hidropesía espiritual, y las multitudes sufren de ella. Cuanto más oyen, más quieren ír; beben los sermones y los mensajes ávidamente, pero sus vidas no cambian. Están hinchados de conocimiento, pero no humillados al polvo delante de Dios. La fe del elegido de Dios es «conocimiento pleno de la verdad que es según la piedad» (Tito 1: l), pero a esta fe, la vasta mayoría son totalmente extraños.

Dios nos ha dado su Palabra, no sólo con el objetivo de instruirnos, sino con el propósito de dirigirnos: de hacemos conocer lo que El quiere que hagamos. Lo primero que necesitamos es un conocimiento claro y distinto de nuestro deber, y lo primero que Dios nos exige es una práctica concienzuda del mismo, según nuestro conocimiento. «Oh hombre, te ha sido declarado lo que es bueno, qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar la misericordia, y caminar humildemente ante tu Dios» (Miqueas 6:8). «La conclusión de todo el discurso oído es ésta: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.» (Eclesiastés 12:13). El Señor Jesús afirmó lo mismo cuando dijo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis las cosas que yo os mando» (Juan 15:14).

Un hombre se beneficia de la Palabra a medida que descubre lo que Dios le exige; sus exigencias invariables, porque El no cambia. Es un grave error suponer que, en esta dispensación presente, Dios ha rebajado sus exigencias, porque esto implicaría por necesidad que sus exigencias previas eran duras e injustas. ¡De ninguna manera! «La ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno» (Romanos 7:12). El resumen de lo que Dios exige es: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deuteronomio 6:5); y el Señor Jesús repitió lo mismo en Mateo 22:37. El apóstol Pablo volvió a decir lo mismo cuando escribió: «Si alguno no ama al Señor Jesús, sea anatema» (1ª Corintios 16:22).

2. Un hombre se beneficia de la Palabra cuando descubre de qué modo tan completo y entero ha fallado en llegar a la altura de las exigencias de Dios. Y déjeseme indicar para cualquiera que pueda haber estado en desacuerdo con el párrafo anterior de que ningún hombre puede ver cuán pecador es, ¡cuán corto se ha quedado de llegar al Standard de Dios, hasta que ha tenido una visión clara de las altas exigencias que Dios hace sobre él! En la misma medida que los predicadores rebajan los Standard de lo 4ue Dios requiere del ser humano, en la misma medida sus lectores obtendrán un concepto falso e inadecuado de su pecaminosidad, y tanto menos se darán cuenta de su necesidad de un Salvador todopoderoso. Pero, una vez el alma ha percibido realmente cuáles son las exigencias que Dios le hace, de qué modo tan completo y constante ha fallado en rendirle lo que es suyo, entonces reconoce en qué desesperada situación se encuentra. La ley debe ser predicada antes de que nadie esté preparado para el Evangelio.

3. Una persona se beneficia de la Palabra cuando ésta le enseña que Dios, en su gracia infinita, ha provisto para que su pueblo pueda satisfacer, lo que El nos exige. Sobre este punto, también, gran parte de la predicación de hoy día es seriamente defectuosa. Se predica lo que puede decirse más o menos una «mitad del Evangelio», pero que en realidad es virtualmente una negación del verdadero Evangelio. Cristo entra en el cuadro, pero sólo como una especie de contrapeso. Es una verdad bendita que Dios ha llenado las exigencias de Dios en lugar de todos aquellos que creen en El, pero esto es sólo parte de la verdad. El Señor Jesús no sólo ha satisfecho de modo vicario los requerimientos de la justicia de por su pueblo, sino que también nos ha dado garantías que los suyos los satisfarán ellos mismos personalmente. Cristo ha procurado el Espíritu Santo para que obre en ellos lo que el Redentor obró por ellos.

El milagro grande y glorioso de la salvación es que los salvos son regenerados. En ellos tiene lugar una obra transformadora. Su conocimiento es iluminado, su corazón es cambiado, su voluntad es renovada. Son hechos « nuevas criaturas en Cristo Jesús» (2ª Corintios 5:17). Dios se refiere a este milagro de gracia de la siguiente manera: «Pondré mis leyes en su mente, y las escribiré en su corazón» (Hebreos 8:10). El corazón ahora está inclinado hacia la ley de Dios: se le ha comunicado una disposición que responde a las exigencias de la ley; hay el sincero deseo de guardarla. De esta manera el alma vivificada puede decir: «Cuando dices: Buscad mi rostro, mi corazón responde: Tu rostro buscaré, oh Jehová» (Salmo 27:8).

Cristo observó no sólo una perfecta obediencia de la ley para la justificación de su pueblo que cree, sino que también ganó para ellos la provisión de su Espíritu, que era esencial para su santificación, y que era lo único que podía transformar a las criaturas carnales y hacerles posible el rendir obediencia aceptable a Dios. Aunque Cristo murió por los «impíos» (Romanos 5:6), aunque encuentra a los impíos (Romanos 4:5) cuando los justifica, sin embargo no los deja en su abominable estado. Al contrario, de un modo efectivo les enseña, por Su Espíritu a negar la impiedad y los deseos carnales (Tito 2:12). De la misma manera que el peso no se puede separar de una piedra, o el calor del fuego, tampoco se puede separar la justificación de la santificación.

Cuando Dios perdona realmente a un pecador en el tribunal de su conciencia, bajo el sentido de esta gracia asombrosa el corazón es purificado, la vida es rectificada, y el hombre entero es santificado. Cristo «se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, celoso de buenas obras» (Tito 2:14). De la misma manera que la sustancia y sus propiedades, causas y efectos necesarios están inseparablemente conectados, también lo están una fe salvadora y una obediencia concienzuda a Dios. De aquí que leemos de la -«obediencia de la fe» (Romanos 16:26).

Dijo el Señor Jesús: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, éste es el que me ama» (Juan 14:21). Ni en el Antiguo Testamento, ni en los Evangelios ni en las Epístolas admite Dios que acepta el amor de nadie que no guarda sus mandamientos. El amor es algo más que un sentimiento o una emoción; es un principio de acción, y se expresa en algo más que expresiones dulzainas, es decir, requiere actos que agraden al objeto amado. «Porque éste es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos » (1ª Juan 5: 3). Oh, lector, te engañas si crees que amas a Dios y no tienes un deseo profundo y no haces un esfuerzo real para andar en obediencia delante de El.

Pero, ¿qué es la obediencia a Dios? Es más que la ejecución mecánica de ciertos deberes. Puede que' uno haya sido criado por padres cristianos, y bajo ellos haya adquirido ciertos hábitos morales, y sin embargo, el que uno se abstenga de tomar el nombre del Señor en vano, y el ser inocente de robar, no significa que obedezca el tercer y el octavo mandamiento. Otra vez, la obediencia a Dios es mucho más que el actuar conforme a la conducta de su pueblo. Puedo ser huésped de una casa en la cual se observa estrictamente el día del Señor, y por respeto a ellos, o porque yo creo que es bueno y prudente descansar un día a la semana, me abstengo de trabajar en este día, y sin embargo ¡no estoy guardando el cuarto mandamiento! La obediencia no es sólo la sujeción a la ley externa, sino el rendir la voluntad a la voluntad de otro. Así, pues, la obediencia a Dios es el reconocimiento en el corazón de su soberanía; de su derecho a ordenar y mi deber de cumplir. Es la completa sujeción del alma al bendito yugo de Cristo.

Esta obediencia que Dios requiere puede proceder sólo de un corazón que ama a Dios. «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor» (Colosenses 3:23). La obediencia que procede del deseo de obtener favores de Dios es egoísta y carnal. Pero, la obediencia espiritual y aceptable es dada con agrado: es la respuesta espontánea del corazón y la gratitud por el cuidado y amor de Dios por nosotros que son inmerecidos.

4. Nos beneficiamos de la Palabra cuando no sólo vemos como un deber el obedecer a Dios, sino que en nosotros es obrado amor para sus mandamientos... «Bienaventurado el varón... que en la ley de Jehová tiene su delicia y en su ley medita de día y de noche» (Salmo 1:1,2). Otra vez leemos: «Bienaventurado el hombre que teme a Jehová, y en sus mandamientos se deleita en gran manera» (Salmo 112:1). Es una verdadera prueba para el corazón el encararse sinceramente con estas preguntas: ¿Doy realmente tanta importancia a sus «mandamientos» como a sus promesas? ¿No debería ser así? Sin duda, porque tanto los unos como los otros proceden de su amor. El cumplimiento en el corazón de la voz de Cristo es el fundamento de toda la santidad práctica.

Aquí quisiéramos de nuevo pedir al lector que con amor y sinceridad se fije bien en este punto. Todo hombre que cree que es salvo y que no tiene amor genuino a los mandamientos de Dios se está engañando. Dijo el salmista «¡Cuánto amo yo tu ley!» (Salmo 119:97). Y también: «Por eso amo yo tus mandamientos. Más que el oro; más que el oro muy fino» (Salmo 119:127). Si alguien objetara que esto era bajo el Antiguo Testamento, preguntamos: ¿Suponéis que el Espíritu Santo produce menos cambio en los corazones de aquellos que son regenerados ahora que antaño? Pero un santo del Nuevo Testamento nos ha dejado su testimonio también: «Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior» (Romanos 7: 22). Y, querido lector, a menos que tu corazón se deleite en la «ley de Dios», hay algo que va, mal en ti; sí, es de temer que estés muerto espiritualmente.

5. Un hombre se beneficia de la Palabra cuando su corazón y su voluntad se han entregado a todo los mandamientos de Dios. La obediencia parcial no es ninguna obediencia. Una mente santa renuncia a todo lo que Dios prohíbe, y escoge y practica todo lo que Dios requiere, sin ninguna excepción. Si nuestra mente no se somete a Dios en todos sus mandamientos, no nos sometemos a su autoridad en nada de lo que nos manda. Si no aprobamos nuestro deber en toda su extensión, estamos muy equivocados si nos imaginamos que nos gusta alguna parte de ellos. Una persona que no tiene principio de santidad en él, puede no sentirse inclinada a muchos vicios y sentirse atraída a practicar muchas virtudes, porque percibe que los primeros son acciones inapropiadas, y las últimas son, en sí, acciones hermosas, pero la desaprobación del vicio y aprobación de la virtud no proceden de la disposición de someterse a la voluntad de Dios.

La verdadera obediencia espiritual es imparcial. Un corazón renovado no escoge entre los mandamientos de Dios: el hombre que lo hace no ejecuta la voluntad de Dios, sino la propia. No nos hagamos ilusiones sobre este punto; si no deseamos sinceramente agradar a Dios en todas las cosas, no queremos agradarle verdaderamente en ninguna. El yo debe ser negado; no meramente algunas de las cosas que quiere, ¡sino el vo en sí! La indulgencia voluntaria de algún pecado conocido quebranta toda la ley (Santiago 2:10,11). «Entonces no sería yo avergonzado, cuando considerase tus mandamientos (Salmo 119:16). Dijo el Señor Jesús: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis todas las cosas que yo os mando» (Juan15:14): si no soy su amigo, entonces he de ser su enemigo, puesto que no hay otra alternativa según Lucas 19:27.

6. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando el alma es encaminada a orar fervorosamente pidiendo gracia para poder obrar. En la regeneración, el Espíritu Santo comunica una naturaleza adecuada para la obediencia a la Palabra. El corazón ha sido ganado por Dios. Hay ahora un deseo profundo y sincero de agradar a Dios. Pero, la nueva naturaleza no posee ningún poder inherente, y la vieja naturaleza o «carne» lucha contra ella, y el diablo se opone. Por ello el cristiano exclama: « Porque el querer el bien lo ~ tengo a mi alcance, pero no el hacerlo» (Romanos 7:18). Esto no significa que es un esclavo del pecado, como era antes de la conversión; pero, significa que, no encuentra cómo realizar plenamente sus aspiraciones espirituales. Por ello ora: «Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi complacencia» (Salmo 119:35). Y otra vez: «Afianza mis pasos con tu palabra, y ninguna iniquidad se enseñoree de mí» (Salmo 119:133).

Aquí contestaremos a una pregunta que las afirmaciones anteriores ha sugerido en algunas mentes: ¿Se afirma aquí que Dios requiere obediencia perfecta por nuestra parte en esta vida? Contestamos: ¡Sí! Dios no establece Standard más bajos delante de nosotros que éste (ver 1ª Pedro 1: 15). Entonces, ¿alcanza estos Standard el cristiano? ¡Sí y no! Sí, en el corazón, y es al corazón que Dios mira (1ª Samuel 16:7). En su corazón, toda persona regenerada que tiene amor verdadero a los mandamientos de Dios y desea, de modo genuino, conservarlos completamente. Es en este sentido, y sólo en éste, que el cristiano es experimentalmente «perfecto». La palabra «perfecto», tanto en el Antiguo Testamento (Job 1:1 y Salmo 37:37) y en el Nuevo Testamento (Filipenses 3:15), significa «recto», «sincero», en contraste con «hipócrita».

«El deseo de los humildes escuchas, oh Jehová; Tú confortas su corazón, y tienes atento tu oído» (Salvo 10: 17). Los «deseos» del santo son el lenguaje del alma, y la promesa es: «El cumplir el deseo de los que le temen» (Salmo 145:19). El deseo del cristiano es obedecer a Dios en todas las cosas, para ser conformado a la imagen de Cristo. Pero, esta voluntad sólo puede ser realizada en la resurrección. Entretanto, Dios, por la gracia de Cristo, acepta la voluntad por el hecho (1ª Pedro 2:5). El conoce nuestro corazón y ve en su hijo un amor genuino a sus mandamientos y un deseo sincero de cumplirlos, y acepta el ferviente deseo y el cordial esfuerzo en lugar de la ejecución precisa (2ª Corintios 8:12). Pero que nadie que viva en desobediencia voluntaria saque una falsa paz y pervierta para su propia destrucción lo que ha sido dicho para el consuelo de aquellos que desean de todo corazón agradar a Dios en todos los detalles de sus vidas.

Si alguien pregunta: ¿Cómo puedo saber si mis «deseos» son realmente los que corresponden a una alma regenerada?, contestaremos: La gracia salvadora es la comunicación al corazón de una. disposición habitual para actos santificados. Los «deseos» del lector deben ser probados así: ¿Son sinceros y fervientes de manera que realmente «aspiras a la justicia» (Mateo 5:6) y «suspiras por Dios» (Salmo 42:l)? ¿Son operantes y eficaces? Muchos desean escapar del infierno; sin embargo, sus deseos no son bastante fuertes para llevarlos a odiar lo que inevitablemente les llevará al infierno, es decir la voluntad de pecar contra Dios. No aborreciéndolo, tampoco se apartan de ello. Muchos desean ir al cielo, pero no de tal forma que entren por la puerta estrecha y sigan «el camino estrecho» que conduce allí * Los verdaderos «deseos» espirituales usan los medios de gracia y no se ahorran esfuerzo para ponerlos por obra, y continuamente y en oración siguen adelante hacia el blanco que tienen delante.

7. Nos beneficiamos de la Palabra cuando, incluso ahora, disfrutamos del premio de la obediencia. «La piedad para todo aprovecha» (1.a Timoteo 4:8). Por medio de la obediencia purificamos nuestras almas (1.a Pedro 1:21). Por medio de la obediencia conseguimos que Dios nos escuche (La Juan 3:22), de la misma manera que la desobediencia es una barrera a nuestras oraciones Isaías 59:2; Jeremías: 5:25). Por medio de la obediencia obtenemos manifestaciones preciosas e íntimas de Jesucristo para el alma (Juan 14:21). Cuando andamos por el camino de la sabiduría (la completa sumisión a Dios) descubrimos que «sus caminos son caminos deleitosos, y todas sus veredas, paz» (Proverbios 3:17). «Sus mandamientos no son gravosos» (1.a Juan 5:3), y «en guardarlos hay gran galardón» (Salmo 19: 11).


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Las Escrituras y El Mundo
Por Arturo W. Pink
En el Nuevo Testamento se habla con frecuencia para el cristiano acerca del «mundo» y de su actitud con respecto al mundo. La santa Palabra de Dios es una luz del cielo, brillando «en un lugar oscuro» (2ª Pedro 1:19). Sus divinos rayos hacen ver las cosas en sus verdaderos colores, penetrando y exponiendo el brillo de mentirijillas que cubre muchos objetos. Este mundo, sobre el cual se gastan tanto dinero, y que es tan exaltado y admirado por las víctimas que tiene embaucadas, es declarado «enemigo de Dios»; y por tanto se prohíbe a sus hijos que «se conformen» a él y que pongan sobre él su afecto.

La fase presente de nuestro tema no es, ni con mucho, la menos importante de todas las que nos hemos dispuesto a considerar, y el lector serio hará bien buscando la divina gracia para medirse con respecto a ella. Una de las exhortaciones que Dios dirige a sus hijos dice: «Desead como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación» (1ª Pedro 2:2), y corresponde a cada uno de sus hijos el examinarse con diligencia y sinceridad, para descubrir si éste es su caso 0 no. Ni tampoco nos hemos de contentar con un aumento de conocimiento intelectual de la Escritura: lo que necesitarnos es crecimiento práctico, conformidad experimental a la imagen de Cristo: esto es lo más importante. Y un punto en el cual podemos someternos a la prueba es: ¿Me hace menos mundano la lectura y el estudio de la Palabra de Dios?
1. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios, cuando se nos abren los ojos para discernir el verdadero carácter del mundo. Uno de nuestros poetas escribió: «Dios está en el cielo- todo está bien en el mundo.» Desde un punto de vista esto es verdad, pero desde otro está realmente equivocado, porque «el mundo entero yace en poder del maligno» (1ª Juan 5: 19). Pero es sólo a medida que el corazón es iluminado de modo sobrenatural por el Espíritu Sano que podemos percibir que lo que es altamente estimado entre los hombre es realmente «abominación a los ojos de Dios» (Lucas 16:15). Hemos de estar agradecidos cuando el alma puede ver que el «mundo» es un fraude gigantesco; una burbuja vacía, algo, vil, que un día va a desaparecer en una conflagración de fuego.

Antes de seguir adelante, definamos este «mundo» que se le. prohíbe amar al cristiano. Hay pocas palabras en las Sagradas Escrituras que sean usadas con una mayor variedad de significados que ésta. Con todo, una atención cuidadosa al contexto nos ayudará a determinar el sentido de cada caso. El «mundo» es un sistema u orden de cosas, completo en sí mismo. No hay ningún elemento extraño al inundo al que se permita entrar, y si esto ocurre, rápidamente se asimila 0 acomoda. El «mundo» es la naturaleza caída del hombre actuando en la familia humana, modelando el marco de la sociedad de acuerdo con sus propias tendencias. Es el reino organizado de la «mente carnal».que está en «enemistad contra Dios» y que «no está sujeta a la ley de Dios, ni en realidad puede estarlo» (Romanos 8:7). Dondequiera que haya una «mente carnal», allí está el «mundo»; de modo que la mundanalidad es el mundo sin Dios. 2. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando aprendemos que el mundo es un enemigo que hay que resistir y al que hay que vencer. Al cristiano se le manda que luche «la buena batalla de la fe» (1ª Timoteo 6:12), lo cual implica que hay enemigos con los que hay que medir las armas y vencen, Del mismo modo que hay la Trinidad Santísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, hay también una trinidad del mal: el mundo, el demonio y la carne. El hijo de Dios es llamado a un combate mortal con ellos; «mortal», decimos, porque o será destruido por ellos o conseguirá la victoria sobre ellos. Deja claro, pues, en tu mente, lector, que el mundo es un enemigo mortal, y si tú no le vences en tu corazón, no eres hijo de Dios, porque está escrito: «Todo aquel que es hijo. de Dios, vence al mundo» (1ª Juan 5:4).

Pueden darse las siguientes razones, entre otras, de por qué es necesario vencer al mundo. Primero: todos sus seductores objetos tienden a desviar nuestra atención y enajenar nuestro afecto de Dios. Es necesario que sea así, porque la tendencia de las cosas que se ven es la de desviar al corazón de las cosas que no se ven. Segundo: el espíritu del mundo es diametralmente opuesto al Espíritu de Cristo; por ello escribió el apóstol: «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios» (1ª Corintios 2:12). El Hijo de Dios vino al mundo, pero «el mundo no le conoció» (Juan 1:10); por ello los príncipes y gobernadores de este mundo le crucificaron (1ª Corintios 2:8). Tercero: sus cuidados y preocupaciones son hostiles a una vida devota. y piadosa. Los cristianos, como el resto de la humanidad, tienen la orden de Dios de trabajar seis días a la semana, pero, mientras están así ocupados necesitan estar constantemente en guardia, para que la ambición no les gobierne en vez de la ejecución y cumplimiento de su deber.

«Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» (1ª Juan 5:4). Sólo una fe dada por Dios puede vencer al mundo. Pero, cuando el corazón está ocupado con realidades invisibles, aunque eternas, es librado de la influencia corruptora de los objetos mundanales. Los ojos de la fe disciernen las cosas de los sentidos en sus colores verdaderos, y ven que son vacías y vanas, y no son dignas de ser comparadas con los objetos grandes y gloriosos de la eternidad. Un sentido Profundo de las perfecciones y presencia de Dios hace que el mundo aparezca como menos que nada. Cuando el cristiano ve que el Divino Redentor, muere por sus pecados, vive para interceder por su perseverancia, reina y rige las cosas con miras a su salvación final, el cristiano exclama: « No hay para mí ningún bien en la tierra aparte de Ti.»

Y ¿qué dices con respecto a ti cuando lees estas líneas? Puedes asentir cordialmente a lo que se dice en el párrafo anterior, pero ¿cuál es la realidad de tu situación, no ya tu opinión? ¿Tienen las cosas que el hombre regenerado estima, encanto y atractivo para ti? Quita de la persona mundana las cosas en que se deleita y se siente perdido: ¿te ocurre lo mismo a ti? 0 por lo contrario, ¿se halla tu gozo y satisfacción en objetos que no te pueden ser quitados? No consideres estas cosas a la ligera, te ruego, sino considéralas seriamente en la presencia de Dios. La respuesta sincera a las mismas será el índice o marcador del estado real de tu alma, e indicarán si eres de veras «una nueva criatura en Cristo Jesús» o te haces la ilusión de serlo.

3. Estamos beneficiándonos de la Palabra de Dios cuando aprendemos que Cristo murió para librarnos del «presente siglo malo» (Gálatas 1A). El Hijo de Dios vino, no sólo para cumplir los requisitos de la ley (Mateo 5:17), sino para «destruir las obras del maligno» (1ª Juan 3:18), para librárnos de la «ira que ha de venir» (La Tesalonicenses 1:10), para salvarnos de nuestros pecados (Mateo 1:2), pero también para liberarnos del yugo de la esclavitud de este mundo, y para liberar al alma de su nefasta influencia. Esto se prefiguré en los tratos que Dios tuvo con Israel. Los israelitas eran esclavos en Egipto, y «Egipto» es una figura o símbolo del mundo. Estaban bajo una cruel esclavitud, pasando la vida haciendo ladrillos para Faraón. Les era imposible alcanzar la libertad por su cuenta. Pero, Jehová, con su gran poder, los emancipó, y los sacó de un «horno ardiendo». Esto mismo hace Cristo con los suyos. Quebranta el poder del mundo en sus corazones. Los hace independientes de él, para que no procuren sus favores ni le teman si frunce el cejo.

Cristo se dio a sí mismo como sacrificio por los pecados de su pueblo, para que, a consecuencia de ello, pudieran ser librados del poder e influencia de todo lo que es malo en este presente siglo: de Satán, que es su príncipe; de los deseos y apetitos de la carne que predomina en el mundo; de la vana conducta de los hombres que pertenecen al mismo. Y el Santo Espíritu que mora en los santos, coopera con Cristo en esta bendita obra. El Espíritu vuelve sus pensamientos y afectos de las cosas terrenas a las celestiales. Por la obra de su poder, los libra de la influencia desmoralizadora que los rodea, y los conforma a los Standard celestiales. Y a medida que el cristiano crece en la gracia, lo reconoce, y obra en consecuencia. Busca todavía una liberación más plena de este «presente siglo malo» y pide a Dios que le libre de él completamente. Lo que antes le encantaba ahora le desagrada y produce asco. Anhela el momento en que será quitado de este teatro de acción en que el nombre de su bendito Señor es deshonrado tan tristemente.

4. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nuestros corazones son corroborados en ella. «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo» (1ª Juan 2:15). «Lo que es para el viajero una piedra de tropiezo en el camino, un peso para el que corre, la liga para el pájaro, es el amor al mundo para el cristiano en el curso de su vida: le distrae completamente en el camino o le desvía totalmente del mismo» - (Nathaniel Hardy, 1660). La verdad es que hasta que el corazón es purgado de la corrupción, el oído es sordo a la instrucción divina. Hasta que somos librados de las cosas del siglo y de los sentidos no podemos ser sometidos a la obediencia a Dios. La verdad celestial resbala de una mente carnal, como el agua por la superficie de un cuerpo esférico. El mundo ha vuelto su espalda a Cristo, aunque su nombre es profesado en muchos sitios; sin embargo, no quiere saber nada de El. Todos los deseos y designios de la persona mundana son la gratificación del yo. Por más que sus objetivos e intentos sean tan varios como se quiera, todo está subordinado a satisfacer al yo. Ahora bien, los cristianos se hallan en el mundo, y no pueden salir de él; tienen que vivir en él, el tiempo -que el Señor les ha indicado. Mientras están en él tienen que ganarse la vida, mantener a sus familias y atender a los negocios del mundo. Pero se les prohibe que amen al mundo, en el sentido de que pueda hacerles felices. Su «tesoro» y «porción» se halla en otro sitio.

El mundo tiene atractivo para cada uno de los instintos del hombre caído. Contiene miles de objetos que le encantan: atraen su atención, la atención crea deseo y el deseo amor, e insensiblemente, pero de modo seguro, hacen una impresión más y más profunda en su corazón. Tiene la misma fatal influencia en todas las clases. Pero a pesar de ser atractivos los diversos objetos, y todas las ocupaciones y placeres del mundo, están diseñadas y adaptadas para fomentar la felicidad en esta vida, solamente, por tanto: «¿De qué le aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?» El cristiano recibe su enseñanza del Espíritu, y al presentarle éste a Cristo en el alma, sus pensamientos son desviados del mundo. De la misma manera que un niño deja caer un objeto sucio o peligroso cuando se le ofrece algo que tiene más interés para él, lo mismo el corazón que está en comunión con Dios dice: «Estimo todas las cosas como perdidas por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Filipenses 3:8).

5. Nos beneficiamos de la Palabra cuando andamos separados del mundo. « ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Santiago 4:4). Este versículo y otros semejantes deberían escudriñar la mente de todos y hacernos temblar. ¿Cómo puedo buscar amistad y placer en aquello que ha sido condenado por el Hijo de Dios? Si lo hago, al instante esto me identifica con sus enemigos. Oh, lector, no te equivoques en este punto. Está escrito: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1ª Juan 2:15).

Se dijo en tiempo antiguo del pueblo de Dios que: «He aquí un pueblo que habitará confiado y no será contado entre las naciones» (Números 23:9). Sin duda la disparidad de la conducta y carácter, los deseos y pesquisas que distinguen al hombre regenerado del no regenerado, deben separarlos. Los que profesamos tener nuestra ciudadanía en otro mundo, ser guiados por otro espíritu, dirigidos por otra. regla, estar viajando a otro país, ¡no podemos ir del brazo con aquellos que desprecian estas cosas! Por tanto que todo alrededor nuestro y en nosotros exhiban nuestro carácter de peregrinos. Es posible que el mundo se extrañe de nosotros (Zacarías 3:8), porque no nos adaptamos a las formas de este mundo (Romanos 12:2).

6. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando provocamos el aborrecimiento. ¡Qué trabajo se da el mundo para salvar las apariencias y dar a los otros una buena impresión! Las cosas convencionales y sociales, las cortesías y el altruismo, todo son fórmulas para dar un aire de respetabilidad. Y para dar más peso, se añade el «Cristianismo», y el santo nombre de Cristo está en los labios de miles que nunca han tomado su «yugo sobre sí». De ellos dice Dios: «Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (Mateo 15:8).

Y ¿cuál ha de ser la actitud de los verdaderos cristianos respecto a esto? La respuesta de la Escritura es clara: «De los tales, apártate» (2ª Timoteo 3:5). «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor» (2ª Corintios 6:17). Y ¿qué ocurre cuando obedecemos sus mandamientos? Entonces se demuestra la verdad de estas palabras de Cristo: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Juan 15:19). ¿Qué significa «mundo» aquí, de un modo específico? Dejemos que el versículo anterior nos dé la respuesta: Si, el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros.» ¿Qué mundo aborreció a Cristo y le hostigó hasta la muerte? El mundo religioso, aquellos que se decían ser más celosos de la gloria de Dios. Lo mismo ocurre ahora. ¡Que el cristiano vuelva la espalda a la Cristiandad que deshonra a Cristo, y sus enemigos peores y más implacables y sin escrúpulos serán aquellos que dicen ellos mismos ser cristianos! Pero, «bienaventurados seréis cuando por mi causa os vituperen y os persigan y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozáos y alegráos, porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mateo 5:11,12). ¡Ah, hermano, es una buena señal, una marca segura de que te beneficias de la Palabra, cuando el mundo religioso te aborrece! Pero, si por otra parte, todavía tienes buena reputación entre las «iglesias» o «asambleas» ¡hay buenas razones para temer que amas la alabanza de los hombres más que la de Dios!

7. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando nos elevamos por encima del mundo. Primero: respecto a sus costumbres y modas. El hombre mundano es un esclavo de las costumbres. y estilos del día. No es así respecto a los que andan con, Dios; la preocupación principal es «conformarse a la imagen del Hijo». Segundo: por encima de sus cuidados y tribulaciones: en otro tiempo se dijo de los santos que aceptaban ultrajes y aflicciones y el despojo de los bienes, «sabiendo que tenían una mejor y perdurable posesión en los cielos» (Hebreos 10:34). Tercero: por encima de sus tentaciones: ¿qué atractivo tiene el brillo del mundo para aquellos que se deleitan en el Señor? ¡Ninguno en absoluto! Cuarto: por encima de las opiniones y aprobación. ¿Has aprendido a ser independiente y plantar cara al mundo? Si todo tu corazón está dispuesto a complacer a Dios, dejarás de preocuparte de la impiedad, que te mira con ceño.

Ahora, lector, ¿quieres medirte con el contenido de este capítulo? Si es así, busca respuestas sinceras a las siguientes preguntas. Primero: ¿cuáles son los objetos en los que tu mente encuentra recreo? ¿Cuáles son los pensamientos que circulan más por ella? Segundo: ¿cuáles son los objetos que escoges? Cuando has de decidir la forma en que has de pasar una velada o un domingo por la tarde, ¿ qué es lo que escoges? Tercero: ¿qué es lo que te causa mayor pena: la pérdida de los bienes terrenos o la falta de comunión con Dios? ¿Qué te causa más pesar, el, que se echen a perder tus planes o la frialdad de tu corazón a Cristo? Cuarto: ¿cuál es el tema favorito de tu conversación? ¿Pasas el tiempo en conversación sobre cosas insustanciales como noticias del día y otras semejantes o hablando «de Aquel que procura nuestra amistad»? Quinto: ¿se vuelven realidad tus «buenas intenciones» o bien no son nada más que sueños vanos? ¿Pasas más tiempo que antes de rodillas? ¿Es su Palabra más dulce a tu paladar, o tu alma ha perdido ya el sabor de ella?


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Las Escrituras y Las Promesas
Las promesas divinas dan a conocer lo que constituye la buena voluntad de Dios para su pueblo para concederle las riquezas de su gracia. Son el testimonio externo de su corazón, que desde la eternidad los ama y ha preordenado todas las cosas para ellos y referente a ellos. En la persona y obra de su Hijo, Dios ha hecho una provisión completa para su salvación, tanto en el tiempo como en la eternidad. A fin de que puedan tener un conocimiento espiritual, claro y verdadero del mismo, ha complacido al Señor ponerlo delante de ellos en las maravillosas y grandes promesas que están esparcidas por todas las Escrituras como otras tantas y gloriosas estrellas en el glorioso firmamento de la gracia; por medio de las cuales puedan recibir la seguridad de la voluntad de Dios en Jesucristo respecto a ellos, y tomar santuario en El respecto a estas promesas, y por este medio tener una comunión real con El en su gracia y misericordia en todo tiempo, no importa cuáles sean su caso o circunstancias.

Las promesas divinas son otras tantas declaraciones para conceder algún bien o eliminar algún mal. Como tales son un bendito hacer, conocer y manifestar el amor de Dios para su pueblo. Hay tres pasos en relación con el amor de Dios: primero, su propósito interno de ejercitarlo; el último, la real ejecución de este propósito; pero en medio hay el dar a conocer este propósito a los beneficiarios del mismo. En tanto que el amor está escondido nadie puede ser confortado por el mismo. Ahora bien, Dios que es «amor» no sólo ama a los suyos y no sólo les manifestará su amor con plenitud a su debido tiempo, sino que entretanto nos tiene informados de sus benevolentes designios, para que podamos descansar reposados en su amor, y sentirnos confortado! por sus promesas seguras. Por ello podemos: decir: « ¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos!» (Salmo 139:17).

En 2ª Pedro 1:4, se habla de las promesas divinas como'«preciosas y grandísimas ». Como dijo Spurgeon: «La grandeza y la preciosidad van raramente juntas, pero en este caso van unidas en un grado muy elevado.» Cuando Jehová se complace en abrir su boca y revelar su corazón, lo hace de una manera digna de El, en palabras de poder y riqueza superlativas. Para citar de nuevo al querido pastor de Londres: «Vienen del gran Dios, van a grandes pecadores, obran grandes resultados, y tratan de asuntos de gran importancia.» Mientras que el intelecto natural es capaz de percibir buena parte de su grandeza, sólo los que tienen el corazón renovado pueden saborear su inefable preciosidad, y decir con David: «Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel a mi boca» «Salmo 119:103).

1. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando percibimos á quienes pertenecen las promesas. Están disponibles sólo para aquellos que son de Jesús. «Porque todas las promesas del Señor Jesús son en él, sí, y en el, Amén» (2ª Corintios 1:20). No puede haber relación entre el Dios Trino y la criatura pecadora, excepto por medio de un Mediador que le ha satisfecho a favor nuestro. Por tanto este Mediador debe recibir de Dios todo el bien para su pueblo, y ellos deben recibirlo, de segunda mano, procedente de El. Un pecador puede pedir a un árbol con la misma eficacia que si pidiera a Dios si es que desprecia y rechaza a Cristo.

Tanto las promesas como las cosas prometidas son entregadas al Señor Jesús y transmitidas a los santos a través de El. «Y ésta es la promesa que El nos hizo, la vida eterna.» (1ª Juan 2:25), y cómo la misma epístola nos dice: «Y esta vida está en su Hijo» (5:11). Siendo así, ¿qué bien pueden sacar aquellos que no están todavía en Cristo? Ninguno. Una persona que no está en contacto con Jesús no recibe el favor de Dios, sino al contrario, está bajo su Ira; su porción no son las promesas divinas, sino las advertencias y amenazas. Es una solemne consideración el que aquellos que están «sin Cristo», «están excluidos de la ciudadanía de Israel, y son extranjeros en cuanto a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo« (Efesios 2:12). Sólo los hijos de Dios son «los hijos de la promesa» (Romanos 9:8). Asegúrate, lector amigo, de que tú eres uno de ellos.

¡Cuán terrible, pues, es la ceguera y cuán grave es el pecado de aquellos predicadores que indiscriminadamente aplican las promesas de Dios a los salvos y a los no salvos! No sólo están quitando el «pan de los hijos», y echándolo a los perritos», sino que están «adulterando la palabra de Dios» (2ª Corintios 4:2) y engañando a las almas inmortales. Y aquellos que escuchan y les prestan atención son pocos menos culpables, porque Dios les hace a todos responsables de escudriñar las Escrituras por sí mismos, y poner a prueba todo lo que leen u oyen, bajo este criterio infalible. Si son demasiado perezosos para hacerlo, y prefieren seguir a ciegas a sus guías ciegos entonces que su sangre sea sobre su cabeza. La verdad ha de ser «comprada» (Proverbios 23:23) y aquellos que no están dispuestos a pagar el precio deben quedarse sin ella.

2. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando trabajamos para hacernos nuestras las promesas de Dios. Para conseguirlo primero debemos tomarnos el trabajo de familiarizarnos realmente con ellas. Es sorprendente cuántas promesas hay en las Escrituras, de las que los santos no santos no tienen la menor idea, mucho más, por cuanto ellas son el peculiar tesoro de los creyentes, la sustancia de la herencia de fe que reside en ellos. Verdaderamente, los cristianos ya son los recipientes de bendiciones maravillosas, sin embargo, el capital de su riqueza, lo más importante de su patrimonio, está sólo en el futuro. Han recibido un anticipo, pero la mejor parte de lo que Cristo tiene para ellos se halla todavía en la promesa de Dios. Cuán diligentes, pues, deberíamos ser en el estudio de su testamento, y última voluntad, familiarizándose con las buenas nuevas que el Espíritu «ha revelado» (1ª Corintios 2:10) y procurando hacer inventario de sus tesoros espirituales.

No sólo debo buscar en las Escrituras para encontrar lo que me ha sido entregado por medio del pacto eterno, sino también meditar sobre las promesas, revisarlas una y otra vez mentalmente y pedir a Dios que me dé entendimiento espiritual de las mismas. La abeja no podría extraer miel de las flores si sólo se limitara a contemplarlas. Tampoco el cristiano sacará ningún consuelo o fuerza de las divinas promesas hasta que su fe eche mano y penetre el corazón de las promesas. Dios no nos ha dado la seguridad que el indulgente será alimentado, sino que ha declarado: «el alma de lo diligentes será prosperada» (Proverbios 13:4). Por tanto, Cristo dijo: «Trabajad no por la comida que perece, sino por la comida que permanece para vida eterna» (Juan 6:27). Sólo cuando la promesas son atesoradas en la mente, el Espíritu nos las recuerda en aquellos momentos de des mayo cuando mas las necesitamos.

3. Nos beneficiamos de la Palabra cuando re conocemos el bendito alcance de las promesas de Dios. «Hay como una afectación que impide a algunos cristianos el vivir y explorar la religión como algo que pertenece a lo común y corriente de la vida. Es para ellos algo trascendental y de ensueño; más bien una creación piadosa más o menos irreal, que una cosa de hechos, tangible Creen en Dios, a su manera, para las cosas espirituales, y para la vida futura; pero se olvidan totalmente que la verdadera piedad tiene la promesa de la vida presente, lo mismo que la venidera. Para ellos sería casi una profanación el orar acerca de los pequeños negocios y asuntos de la vida. Quizá se sorprenderían si me atreviera a sugerirles que esto hace dudosa la realidad de su fe. Si no puede darles apoyo en las pequeñas tribulaciones de la vida, ¿les va a ser de algún valor en las grandes tribulaciones de la muerte?» (C. H. Spurgeon.)

«La piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente y de la venidera» (1ª Timoteo 4:8). Lector, ¿crees esto, que las promesas de Dios cubren todos los aspectos y particulares de tu vida diaria? ¿0 quizá te han descarriado los «dispensacionalistas», haciéndote creer que el Antiguo Testamento pertenece sólo a los judíos, carnales, y que «nuestras promesas» se refieren sólo a las cosas espirituales y no a las materiales? ¡Cuántos cristianos han obtenido consuelo de «no te dejaré ni te desampararé»I (Hebreos 13:5). Bueno, pues, esto no es más que una cita que procede de Josué 1: 5. De la misma manera, 2ª Corintios 7:1 habla de «teniendo estas promesas», pero una de ellas, referida en 6:18, ¡se encuentra en el libro de Levítico! Quizás alguien preguntará: «¿Dónde se puede establecer una línea divisoria? ¿Cuáles promesas del Antiguo Testamento me pertenecen de modo legítimo?» Corno respuesta vemos que el Salmo 84: 11 declara: «Porque sol y escudo es Jehová Dios; gracia y gloria dará Jehová. No quitará el bien a los que andan en integridad.» Si tú andas realmente «en integridad» estás autorizado para apropiarte esta bendita promesa y contar con que el Señor te dará «gracia y gloria y el bien» que requieras de El. «Mi Dios suplirá a todas vuestras necesidades» (Filipenses 4:19). Por tanto si hay una promesa en alguna parte de su Palabra que se ajusta a tu caso y situación presente, hazla tuya como apropiada a tu «necesidad». Resiste firmemente todo intento de Satán de robarte alguna parte de la Palabra del Padre.

4. Nos beneficiamos de la Palabra cuando hacernos una distinción apropiada entre las promesas de Dios. Muchos cristianos son culpables de hurto espiritual, por lo cual quiero decir que se apropian algo que no les pertenece, pero que pertenece a otro. «Algunos acuerdos del pacto hecho con el Señor Jesús en cuanto a sus elegidos y redimidos, no están sujetos a ninguna condición por lo que se refiere a nosotros; pero muchas otras valiosas promesas del Señor contienen estipulaciones que deben ser atendidas cuidadosamente, pues de otro modo no podemos obtener la bendición. Una parte de la diligente búsqueda del lector debe dirigirse a este punto tan importante. Dios guardará la promesa que te ha hecho; con tal que tú tengas cuidado de observar las condiciones en que se te ha hecho el acuerdo. Sólo cuando cumplimos los requisitos de una promesa condicional podemos esperar que la promesa nos sea cumplida» (C. H. Spurgeon).

Muchas de las promesas divisas son dirigidas a personas o tipos de personas específicos, o, hablando con más precisión, a gracias particulares. Por ejemplo, en le Salmo 25:9, el Señor declara que El «encaminará a los humildes por el juicio», pero si estoy fuera de comunión con El, si estoy siguiendo el curso «de mi voluntad propia, si mi corazón es altivo, entonces no estoy justificado si me apropio el consuelo de este versículo. Otra vez, en Juan 15:7, el Señor nos dice: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que querais y os será hecho.» Pero, si no estoy en comunión de experiencia con El, sí sus mandamientos no regulan mi conducta, mis oraciones no van a ser contestadas. Aunque las promesas proceden de la pura gracia, hemos de recordar siempre que la gracia reina «por medio de la justicia» (Romanos 5:21) y que nunca es puesta de lado la responsabilidad humana. Si no hago caso de las leyes que se refieren a la higiene, no debo sorprenderme si la enfermedad me impide disfrutar de muchas de sus misericordias temporales: de la misma manera, si dejo de lado sus preceptos sólo puedo acusarme a mí mismo si dejo de recibir el cumplimiento de muchas de sus promesas.

Que nadie piense que con sus promesas Dios se ha obligado a no hacer caso de los requerimientos de su santidad: El nunca ejerce ninguna de sus perfecciones a expensas de otra. Y no nos imaginemos que Dios magnificaría la obra sacrificial de Cristo si concediera los frutos de la misma a almas descuidadas e impenitentes. Hay un equilibrio de la verdad que debe ser preservado aquí; que por desgracia se pierde con frecuencia y bajo la idea de exaltar la gracia divina los hombres son «conducidos a la lascivia». Con cuánta frecuencia se cita el versículo: «Llámame en el día de la angustia: yo te libraré» (Salmo 50:15). Pero el versículo empieza con «Y», y antes de las precedentes palabras dice al final del versículo anterior: «Paga tus votos al Altísimo». Otra vez, con qué frecuencia se hace énfasis en «Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos». (Salmo 32:8) por parte de personas que no prestan atención al contexto. Y en este caso, tenemos una promesa de Dios a aquel que ha confesado su «transgresión» al Señor (versículo 5). Si, pues, no he confesado el pecado que tengo en la conciencia, y me he apoyado en la carne o buscado la ayuda de mi prójimo en vez de procurarme la de Dios (Salmo 62:5), entonces no tengo derecho a contar con la guía divina y su ojo fijo en mí -puesto que esto implica que estoy andando en íntima comunión con El, porque no puedo ver el ojo de otro si está lejos de mí.

5. Nos beneficiamos de la Palabra cuando nos hace posible que las promesas de Dios sean nuestro apoyo y fortaleza. Esta es una de las razones por las que El nos las ha dado; no sólo manifestar su amor haciéndonos conocer sus designios benévolos, sino también consolar nuestros corazones y desarrollar nuestra fe. Si le hubiera agradado, Dios podría habernos concedido sus bendiciones sin habérnoslo hecho saber. El Señor podría habernos concedido su misericordia, que necesitamos, sin haberse comprometido a hacerlo. Pero, en este caso no habríamos sido creyentes; la fe sin una promesa sería como un pie sin suelo en qué apoyarse. Nuestro tierno Padre planeó que gozáramos de sus dones por partida doble: primero por la fe, después en el goce directo de lo concedido. De este modo aparta nuestros corazones sabiamente de las cosas que se ven y perecen y nos atrae hacia arriba y adelante, a las cosas que son espirituales y eternas.

Si no hubiera promesas no habría fe ni tampoco esperanza. Porque la esperanza es el contar con que poseeremos las cosas que Dios ha declarado que nos daría. La fe mira hacia la Palabra que promete; la esperanza mira a la ejecución de la promesa. Así fue con Abraham: «El creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho... y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que ya estaba como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios» (Romanos 4:18-20). Lo mismo fue con Moisés: «Teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón» (Hebreos 11:26). Lo mismo con Pablo: «Porque yo confío en Dios que acontecerá exactamente como se me ha dicho». (Hechos 27:25). Lo mismo contigo, tal vez querido lector. ¿Está tu pobre corazón descansando en las promesas de Aquel que no puede mentir?

6. Nos beneficiamos de la Palabra cuando esperarnos con paciencia el cumplimiento de las promesas de Dios. Dios prometió un hijo a Abraham, pero esperó muchos años antes de cumplir la promesa. Simeón tenía la promesa de que no vería la muerte hasta que hubiera visto al Señor Jesucristo (Lucas 2:26), pero no lo vio hasta que tenía ya un pie en la tumba. Hay con frecuencia un largo y duro invierno entre el período de la siembra de la oración y la hora de la cosecha. El Señor Jesús mismo no ha recibido todavía plena respuesta a la oración que hizo en el capítulo 17 de Juan, hace de ello cerca de dos mil años. Muchas de las mejores promesas de Dios a su pueblo no recibirán su pleno cumplimiento hasta que estemos en la gloria. Aquel que tiene la eternidad a su disposición no necesita apresurarse. Dios nos hace esperar con frecuencia para que pueda«perfeccionarse la obra de la paciencia», con todo no desmayemos; «Aunque la visión está aún por cumplirse a su tiempo, se apresura hacia el fin y no defraudará; aunque tarde, espéralo, porque, sin duda, vendrá y no se retrasará» (Habacuc 2:3).

«Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra» (Hebreos 11:13). Aquí es abarcada la obra entera de la fe: conocimiento, confianza trabando conocimiento con amor. El «de lejos» se refiere a las cosas prometidas; aquellos que las «vieron» en su mente, discernieron la sustancia detrás de la sombra, descubriendo en ellas la sabiduría y la bondad de Dios. Estaban persuadidos; no dudaban, sino que estaban seguros de participar en ellas y sabían que no serían decepcionados. Las saludaban, las abrazaban, son expresiones que muestran su deleite y veneración, el corazón que sé adhiere a ellas con amor y cordialmente les saluda y se goza con ellas. Estas promesas fueron el consuelo y descanso de sus almas en sus peregrinaciones, tentaciones y sufrimientos.

El demorar la ejecución de las promesas por parte de Dios da lugar al cumplimiento de varios objetivos. No sólo se pone a prueba la fe, de modo que se da evidencia de su genuinidad; no sólo se desarrolla la paciencia, y se da oportunidad para el ejercicio de la esperanza; sino que además se fomenta la sujeción a la divina voluntad. «El proceso de deslinde y separación no se ha realizado: todavía suspiramos y apetecernos cosas que el Señor considera que ya tendríamos que haber dejado atrás. Abraham hizo un gran banquete el día que fue destetado Isaac (Génesis 2l:8)-, y, quizá, nuestro Padre celestial hará lo mismo con nosotros. Echate, corazón orgulloso. Quita estos ídolos; olvida tus apetitos, y la paz prometida pasará a ser tuya» (C. H. Spurgeon).

7. Nos beneficiamos de la Palabra cuando hacemos un uso apropiado de las promesas. Primero, en nuestras relaciones con Dios mismo. Cuando nos acercamos a su trono, debería ser para pedir una de sus promesas. Las promesas han de ser no sólo el fundamento de nuestra fe sino también la sustancia de nuestras peticiones. Debemos pedir según la voluntad de Dios si El ,nos ha de escuchar, y su voluntad se nos revela en las cosas buenas que El ha declarado que nos concederá. De modo que hemos de echar mano de sus seguras promesas, presentárselas delante y decir: «Haz conforme a lo que has dicho» (2ª Samuel 7:25). Observa cómo Jacob reclamó la promesa en Génesis 32:12; Moisés en Éxodo 32: 13; David en el Salmo 119:58; Salomón en 1 a Reyes 8:25; y tú, lector cristiano, haz lo mismo.

Segundo: en la vida que vivimos en el mundo. En Hebreos 11:13 no sólo leemos de los patriarcas que disciernen, confían y abrazan las divinas promesas, sino que se nos informa de los efectos que producen las promesas en ellos: «y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra», lo que significa que hicieron pública confesión de su fe. Reconocieron que sus intereses no estaban en las cosas de este mundo, y su conducta lo demostró; tuvieron una porción que les satisfizo en las promesas que se apropiaron. Sus corazones estaban puestos en las cosas de arriba; porque donde se halla el corazón del hombre, allí se halla su tesoro también.

«Así que amados, puesto que tenemos estas promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2. Corintios 7: l); este es el efecto que producen en nosotros, y lo producirán si la fe echa manos de ellas realmente. «Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina; habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia.» (2ª Pedro 1:4). Ahora, el Evangelio y las preciosas promesas, siendo concedidas graciosamente y aplicadas con poder, tienen una influencia en la pureza del corazón Y del comportamiento, y enseñan al hombre a negar la impiedad y los deseos del mundo y a vivir sobria, recta y piadosamente. Tales son los poderosos efectos de las promesas del Evangelio baja la divina influencia, que nos hacen, interiormente, participantes de la naturaleza divina y, exteriormente, nos hacen posible abstenernos de las corrupciones y vicios prevalecientes en nuestro tiempo y evitarlos.


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