Capítulo III
La doctrina de Dios; la Trinidad y la Divinidad del Hijo y del Espíritu
- Controversias Monarquiana, Arriana y Macedónica
- (siglos tercero y cuarto)

La obra de los Padres antignósticos tenía que ser realizada antes de que la Iglesia estuviera plenamente preparada para entrar en la construcción de sus doctrinas peculiares. Sin embargo, una vez se, hubo puesto el fundamento y se hubieron aclarado las cuestiones, aparecieron nuevas preguntas en el conflicto con el politeísmo pagano y el emanatismo gnóstico, y la Iglesia, con instinto seguro, se dirigió osadamente al corazón de la materia en la determinación del concepto cristiano de Dios como Trino, y la reivindicación de la suprema Divinidad del Hijo y del Espíritu. Estas doctrinas fueron delimitadas pronto en el campo de la controversia por la negación herética. Las controversias que tratan de ellas son las conocidas como Monarquiana, Arriana y Macedónica, en los siglos tercero y cuarto. Sin embargo, hubo desarrollos preparatorios a los cuales será necesario prestar atención. Primero referiré los estadios iniciales de la historia de las doctrinas; luego hablaré de las controversias en las que fueron puestas a prueba estas conclusiones previas.
I. La doctrina de la Trinidad es la que ha pasado a ser costumbre señalar como debida a la influencia de la metafísica griega, por encima de todas las demás. Por tanto, haremos bien recordando, que los que lucharon esta batalla en contra de las diversas formas de la negación herética tenían la convicción uniforme de que la doctrina por la que luchaban, si bien no había sido formulada teológicamente, se hallaba en la fe de la Iglesia desde el principio, implicada en su confesión de Padre, Hijo y Espíritu. Los Padres de esta edad nunca habrían admitido que se les acusara de traer nuevas doctrinas, o importar especulaciones de la filosofía, que no tuvieran base escritural. Su objetivo aquí, como en las controversias gnósticas, era la conservación -la defensa de los intereses vitales de la fe contra teorías que ellos creían las negaban o entraban en componendas con ellas-. Su apelación, Pues, como antes, fue a la Escritura y a la tradición continua cristiana. Cuando, por ejemplo, Hipólito, o quienquiera que escribió el libro titulado El Pequeño Laberinto, al comienzo del siglo tercero, estaba refutando a los unitarios de su tiempo (los artemonitas), apeló con confianza a la Escritura, a la enseñanza de los escritores anteriores y a los salmos e himnos cristianos. «Quizá», dice, «lo que alegan podría ser creíble, de no ser que las Escrituras divinas les contradicen... Porque, ¿quién hay que no conozca las obras de Ireneo y Melito, y los demás, en las cuales Cristo es anunciado como Dios y Hombre? Todos los salmos e himnos que fueron escritos por hermanos fieles desde el principio celebran a Cristo como el Verbo de Dios, afirmando su divinidad» (Eusebio v. 28). En ambos lados de la controversia se consideró siempre que la evaluación dada de la persona de Cristo era decisiva para la fe y la teología. Pero la confesión de la verdadera divinidad del Hijo y del Espíritu por necesidad llevó a la distinción trina de la misma divinidad; y el bautismo en el triple nombre' fue un reconocimiento continuo de que esta distinción pertenecía esencialmente a la idea cristiana.
Los primeros impugnadores de la divinidad de Cristo que conocemos fueron los Ebionitas, que eran judíos cristianos, que ciertamente no representan el elemento vivo, progresivo del Cristianismo primitivo, sino que se hallaban desde el principio en un nivel inferior, y debido a su fracaso en captar la naturaleza esencial del Evangelio, se volvieron más y más reaccionarios y sus ideas fueron empobreciéndose al pasar el tiempo. Para ellos Jesús era simplemente un hombre en quien había descendido el Espíritu de Dios por su piedad en el Bautismo, calificándole para su mesianidad. Incluso la sección de ideas más claras de este grupo -los Nazarenos- se desgajó del gran cuerpo del Cristianismo gentil en desarrollo y, encogidos por su ambiente, tendieron a hacerse más y más una mera secta, un anacronismo histórico, como ocurre en casos semejantes de desarrollo detenido. El Ebionismo desapareció hacia el siglo quinto.
No podemos ir a los llamados Padres Apostólicos -Clemente de Roma, Bernabé, Hermas, Ignacio, Policarpo y el resto- para hallar mucha ayuda en el desarrollo de la doctrina. Más importante es notar que la cristología de estos Padres, por regla general, es notablemente fuerte y clara. La nota clave de todos, según dice con razón Harnack, se halla en las palabras iniciales del segundo Clemente: «Hermanos, deberíamos pensar de Jesucristo que es Dios, como el Juez de los vivos y los muertos.» Ignacio, cuyo principal interés teológico se halla en oposición a las negaciones docéticas de la realidad de la humanidad de Cristo, no es menos decisivo en su afirmación de la verdadera divinidad de Cristo, llamándole «Nuestro Dios, Jesucristo» (Efesios, xviii). Incluso el tratado recientemente descubierto Didache, tan escaso doctrinalmente, habla bien claro aquí. El bautismo ha de ser administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, y se dirige a Cristo en las oraciones eucarísticas como «el Dios de David». Menciono a estos Padres, sin embargo, principalmente para referirme a la teoría del profesor Harnack, que se halla en conexión con su idea general de la doctrina de la Iglesia primitiva, pero con la cual yo no puedo estar de acuerdo. A juicio del profesor Harnack, hemos de distinguir entre los escritos de este período no uno sino dos tipos cristológicos, llamados por él, respectivamente, el Adopcionista y el Pneumático. En el primer, Jesús es considerado como un hombre en quien Dios, o el Espíritu de Dios, reside, y que, después de su aprobación en la tierra, es adoptado por Dios y elevado a la gloria celestial; en el último es considerado como un ser espiritual celeste, el más elevado después de Dios, que ha asumido la carne, y después de su obra en la tierra regresa al cielo. En el uno tenemos a un hombre que pasa a ser Dios, en el otro un ser casi divino que se hace hombre? Quisiera hacer los siguientes comentarios a esta teoría. En primer lugar quisiera señalar que el único escrito que el profesor Harnack puede aducir para su cristología «adopcionista» es el alegórico Pastor de Hermas. Se concede que la cristología del resto del grupo (Clemente, Bernabé, Ignacio, Policarpo, etc.) es lo que él llama «Pneumática». En segundo lugar, pongo en duda la corrección de su descripción incluso de la cristología «Pneumática». Harnack halla el prototipo de esta Epístola a los Hebreos, la Epístola a los Efesios, y los escritos de Juan, en el Nuevo Testamento. Pero por lo menos induce a error el dar la impresión que estas Escrituras enseñan sólo la encarnación de un ser espiritual celeste, sin reconocer que este ser es considerado de modo expreso, en un sentido pleno, como divino. Si los Padres Apostólicos enseñan una doctrina de la divinidad del Hijo tan alta como la de Juan, o Pablo, o la Epístola a los Hebreos, no creo que se pueda pedir razonablemente más. Pero, finalmente, ¿enseña incluso Hermas sólo una cristología «adopcionista»? No puedo admitir que lo haga. Hay, sin duda, elementos ambiguos en la cristología de Hermas, pero se refiere más bien a otro punto: la relación del Hijo con el Espíritu de Dios. Con respecto a Cristo mismo parece haber pocas dudas de que Hermas afirma una verdadera encarnación del Hijo preexistente. En un lugar,' por ejemplo, se le manifiesta a Hermas una roca y una puerta, y se le dice que denotan al Hijo de Dios. ¿Cómo pregunta él, puede ser esto, siendo así que la roca es vieja y la puerta es nueva? Se le contesta: El Hijo de Dios es más antiguo que toda la creación, y fue el consejero del Padre en su creación. Por esta razón es antiguo. Pero la puerta es nueva, porque fue manifestado en los últimos días, para que los que son salvados puedan entrar por medio de ella en el Reino de Dios. Esto, sin duda alguna, no es una cristología «adopcionista». Lo que Harnack describe bajo este título es realmente el punto de vista de Pablo de Samosata, hacia fines del siglo tercero.
En los Apologistas, cuya posición general y cuya obra discutimos en la última conferencia, hallamos cómo había que esperar un considerable progreso teológico. Se concede -y el que se admita es importante- que estos escritores sostenían firmemente la fórmula trinitaria, y, además, que creían unánimemente que era la segunda persona de la Trinidad, el «Logos», una en esencia con el Padre la que se encanó en Cristo. Sin embargo, la nueva escuela hace una acusación seria contra los apologistas. Se alega, primero, que cambiaron el centro de gravedad en la teología cristiana, y lo llevaron por una vía falsa por el mero hecho de introducir esta especulación del Logos, y segundo, que el Logos para estos Padres era una concepción cosmológica y no primariamente cristológica- y, por tanto, es una parte de la «teología natural» en la cual, se les reprocha, han convertido el Cristianismo-. Se defiende que es el interés cosmológico y no el cristiano lo que les atrajo a la doctrina del Logos. ¿Es válida esta acusación? Creo que sólo lo es en un grado muy parcial. En primer lugar, en cuanto al origen de la noción, si bien Filón de Alejandría tiene una doctrina del Logos, es una suposición, que no se puede probar, que los apologistas sacaron su idea de Filón, y no de una fuente mucho más próxima, o sea el apóstol Juan. El apóstol Juan sabemos que había estado en sus manos, y Teófilo de modo expreso se funda en él (cap. xxii), pero Filón no se menciona ni una sola vez en sus páginas. La cosa varía con respecto a los alejandrinos, los cuales usan a Filón. Además, el argumento en favor de la divinidad de Cristo, y de distinciones en la Divinidad, no se halla en este término solamente, sino que está basado ampliamente en el testimonio del Evangelio y en el Antiguo Testamento? Luego, en cuanto a la Cosmología, si bien es verdad que, como corresponde a su objetivo apologético, dan una prominencia especial al lado racional de esta doctrina y, como teólogos y filósofos cristianos, la usan, como hicieron también los apóstoles, para conectar la cristología con la cosmología -elevando con ello el Cristianismo claramente por encima de las limitaciones judaicas, y apartándolo de las mismas-, no puedo admitir que quede establecido que el interés primario de su fe fuera el cosmológico. Lo primero que vemos en estos escritores es indudablemente el hecho del Logos encarnado; de esto regresaron, con el Nuevo Testamento, a la conexión del Logos o Hijo con la creación. El resultado fue su convicción de que el principio de la revelación era al mismo tiempo el principio de la creación, y viceversa -una base muy importante para la refutación del Gnosticismo y para una sana filosofía de la religión.
Con todo, hay que admitir que la doctrina del Logos de los apologistas no es todavía la de la teología posterior nicena; y que, juzgada por este criterio, tiene defectos serios. Sería demasiado esperar que un intento de esta clase tuviera éxito al instante; no lo tuvo. La tarea que estos escritores tenían delante, pues, era indudablemente muy difícil. Estaban prácticamente de acuerdo en su doctrina del Logos, e intentaban conservar la divinidad entera y perfecta de Cristo. Pero al hacer llegar la distinción de Padre e Hijo en la divinidad, no podían renunciar a la obligación de mostrar en qué forma se podía reconciliar esto con el monoteísmo. Tenían delante la tarea de reconstruir su doctrina de Dios de modo que incluyera la distinción de Padre e Hijo, y también de Espíritu. Tenían que intentar no sólo una teología de la persona de Cristo, sino una teología de la Trinidad. Y la teoría que construyeron, aunque es la precursora de la de Nicea, muestra brechas lógicas que la controversia subsiguiente había de sacar a la luz. La diferencia principal era que, aunque atribuían al Logos un modo real y eterno de subsistencia en Dios, al parecer no consideraron este modo de subsistencia como personal, sino que sostuvieron que el «surgir» o «engendrarse» (y¿~¿s-) del Hijo como una hipótesis distinta era inmediatamente previo a la creación y con miras a ella. Esto es decir que el Logos era eterno, pero su subsistencia personal como Hijo no lo era. Además, en contraposición a la idea gnóstica de la emanación involuntaria, esta generación del Hijo para la obra de la creación estaba representada como un acto de la voluntad del Padre. Esta es la idea de Justino probablemente, y de los otros principales apologistas, indudablemente; y siguió siéndolo a la vista de la Iglesia latina. Tertuliano expresó: «Hubo un tiempo en que el Padre no tenía Hijo.» Es evidente que esta doctrina del Logos de los apologistas prestó apoyo a las elaboraciones posteriores sabelianas y arrianas; a los sabelianos, en la idea del Logos como una distinción modal, no personal, en la Divinidad; y a los arrianos, en la admisión de que hubo un tiempo en que el Hijo no existía, y que fue producido por un acto de la voluntad del Padre. Con todo, en modo alguno podía hallarse esto en la mente de los apologistas para dar apoyo a ninguno de estos modos de ver. Su doctrina difiere diametralmente de la de los arrianos en que ellos sostenían que el Hijo era verdaderamente de la esencia del Padre; y difiere de los sabelianos en que afirmaban la existencia de tres distintas hipóstasis, o personas, en la Divinidad, antecedentes a la Creación y después de ella.
Esto nos lleva a la consideración de los antignósticos, especialmente los Padres griegos, los cuales pusieron los fundamentos reales de esta doctrina de la Trinidad. En Ireneo, el primero de estos Padres, se halla pleno y claro el enunciado de esta doctrina. El limpia la declaración de las ambigüedades que hemos visto se adhería a la misma en los apologistas, y firmemente afirma la subsistencia eterna, la plena divinidad y la distinción personal del Logos, que después se encarnó en Cristo. «El Logos», según expresa Harnack, «es la revelación-hipóstasis del Padre, "la revelación propia de un Dios consciente de sí mismo", y, realmente, la revelación propia eterna. Porque, según él, el Hijo siempre existía con Dios, siempre revelaba al Padre, y había sido la plena Divinidad que El revelaba en sí mismo. En otras palabras, es Dios en su naturaleza específica, verdaderamente Dios, y no hay distinción de esencia entre El y Dios.» Tertuliano, como hemos visto, siguió en los pasos de los apologistas en la doctrina del Hijo; con todo, en controversia eliminó muchos pensamientos importantes, y tuvo una influencia decisiva en la nomenclatura de la teología. Es a él, por ejemplo, que debemos expresiones como «generación», «una sustancia», «tres personas».'Concibe la Trinidad como una dispositio o economia en Dios que antecede a la creación, y defiende la unidad con la idea de que la unidad no es abrogada cuando deriva la Trinidad de sí misma.' Pero es tan enfático como los Padres nicenos en afirmar que el Hijo y el Espíritu son de «la misma sustancia» que el Padre.' Sin embargo, son los teólogos alejandrinos los que fueron más efectivos en el desarrollo de nuestra doctrina, y éste es el lugar, quizá, en que se digan unas pocas palabras sobre el carácter general de esta importante escuela. Alejandría era la ciudad más maravillosa del mundo antiguo, en el aspecto intelectual, segunda sólo a Atenas. Es difícil dar una idea adecuada de la misma, con su población abigarrada, su vida febril, el choque de centenares de filosofías y religiones; la fusión de los modos de pensamiento griego, judío y oriental -la ciudad de Filón, en que enseñaba Basilides, en que nació el neoplatonismo, donde Atanasio rigió más adelante-. Es fácil predecir el carácter de la teología que surgida bajo estas condiciones. Como mucho antes, en Filón, tenemos la fusión de ideas judías con la filosofía griega, lo mismo ahora había que ver de antemano que el intento sería el unir el Cristianismo con el pensamiento y la cultura que predominaban en este centro de actividad. Esto es, de hecho, lo que ocurrió. El nuevo espíritu halló su encarnación en la famosa Escuela Catequística de la ciudad, comenzando por Panteno, luego presidida con tal distinción por Clemente (hasta el año 202), y a continuación por Orígenes (hasta 231). La característica de esta escuela es que adopta una actitud cordial hacia la cultura pagana, no se separa de modo tajante de la misma, sino que más bien procura asimilar lo que hay de bueno en ella. Cree que el Dios del Evangelio es también el Dios de la primera Creación, y que todo el conocimiento y ciencia -todo desarrollo de las facultades del hombre, concedidas por Dios- son sagrados, o son capaces de llegar a serlo. Así procura conectar el Cristianismo, como el principio de una nueva humanidad, con todo el círculo de los intereses intelectuales y morales del hombre. Al mismo tiempo, lo hace en el terreno cristiano, no buscando exaltar el conocimiento sobre la nueva fe, como a veces se la acusa de hacerlo, sino sosteniendo, más bien, que el verdadero conocimiento siempre se ha de basar en la fe, el amor y la obediencia. En su tendencia la escuela era especulativa, idealizadora, espiritualizante. Pero la Gnosis que procura desarrollar no es anticristiana, sino cristiana. Los grandes maestros ocupan su puesto explícitamente en la «Regla de Fe» cristiana -el canon ecclesiasticus- y en las Escrituras, a las cuales apelan como una autoridad final. Orígenes, en su Primeros Principios --el intento más primitivo que conocemos de un sistema de teología-, con propiedad distingue entre las cosas creídas con certeza por la Iglesia, y sus propias especulaciones sobre puntos no incluidos en la enseñanza de la Iglesia, a los cuales no concede la misma autoridad? Con todas sus faltas, me atrevo a creer que la escuela de Alejandría tenía un ideal que haríamos bien en abrazar, y daba testimonio de una verdad de importancia, a saber, que el Cristianismo es el principio de transformación para toda nuestra humanidad.
En esta escuela, pues, aunque no en un sentido no cristiano, vemos el enfoque más cercano a la teoría del profesor Harnack de una fusión del modo de pensar cristiano con el griego. En nuestro tema presente de la doctrina de Dios hallamos en los Padres alejandrinos tanto progreso como deficiencias. La mente de Clemente es superlativamente idealista; pero en la Trinidad sostiene que el Logos o Hijo es eternamente preexistente con el Padre. Así, Ireneo se desprende de la idea de los apologistas de que la subsistencia personal del Hijo empezó con ocasión de la Creación. Con todo, la personalidad del Hijo parece siempre en este Padre en peligro de volverse a fundir en un simple atributo de la razón divina. Orígenes, por otra parte, hace hincapié en la distinción personal, y da a la doctrina un desarrollo que marca un progreso real. Tanto él como Clemente tratan a Dios en su exaltación demasiado platónicamente; pero la distinción de Orígenes de los gnósticos se ve en el hecho de que, como admite su crítico, «atribuye consciencia de sí mismo y voluntad a esta esencia superesencial, en oposición a Valentino, Basílides y los neoplatonistas posteriores... Concibe a Dios en una forma más viva, y, por así decirlo, más personal, que los filósofos griegos». Es decir, su doctrina no es la de los gnósticos o filósofos en absoluto, y el profesor Harnack yerra al procurar sugerir continuamente una identidad fundamental.

La peculiaridad de Orígenes en la doctrina de la Trinidad es doble. Primero, para él es debida a la introducción en la teología de la noción de la «generación eterna» del Hijo -significando con ello un origen intemporal inefable de la esencia del Padre, que se ha de distinguir de la Creación---. La idea de Orígenes sobre este punto puede ser considerada propiamente, como sugiere Dorner, como la de una unidad superior de las ideas de los teólogos precedentes. Los apologistas y Tertuliano sostienen una genosis- del Hijo -una generación, un surgir en existencia hipostática-, pero no era eterno. Clemente reconoció la distinción eterna; pero la suya era una Trinidad, por así decirlo, in statu, --estacionaria-, en la cual la personalidad del Hijo quedaba asegurada sólo de modo precario. Orígenes supera esto introduciendo en la doctrina la concepción de un movimiento vivo o proceso -de una vida circulante constantemente en la Divinidad en virtud del cual el Hijo es engendrado eternamente del Padre, y el Espíritu procede eternamente de ambos. Esto es, retiene la noción de la genosis pero la hace retroceder a la eternidad. Domer remarca de modo apropiado como prueba del valor de esta concepción que, en tanto que otras concepciones de Orígenes -su doctrina de la creación eterna, de la preexistencia de las almas, de la restitución final, etc.- nunca han obtenido reconocimiento eclesiástico, «su doctrina de la generación eterna del Hijo, al contrario, obtuvo, por su propio peso, la posición de piedra del ángulo del edificio doctrinal de la Iglesia» (ii. p. 114).
Orígenes, pues, había asegurado la hipóstasis del Hijo; ¿no había el riesgo ahora de hacer peligrar la unidad divina? Esta es la segunda peculiaridad de este modo de ver: la manera en que procura salvaguardar la unidad divina en medio de estas distinciones. Esto se esforzó en conseguirlo mediante su doctrina de la subordinación. El Padre, en su existencia absoluta, inderivada, es considerado como la fuente primaria axo de la Divinidad; el Hijo, aunque la imagen perfecta del Padre, tiene una existencia derivada. El Espíritu se deriva en un grado aún más remoto. El Padre solo, por tanto, es el Dios Altísimo. Cristo, aunque divino, está relacionado con el Padre como un ser derivativo y subordinado. Orígenes se afirmó en las palabras de Juan: «Mi Padre es mayor que yo» (Juan 14:28). Habla incluso del Hijo como un «Dios segundo» (denteros teos) Es fácil ver que este modo de ver diera un punto de contacto preparado para el arrianismo posterior. Porque si la plena Divinidad se hace consistir en los atributos de la autoexistencia, la ausencia de generación, etc., y éstos son reservados para el Padre, y se declaran incomunicables, ¿cómo puede decirse que el Hijo, a quien se niega atributos, tiene una divinidad perfecta? Aquí hay una debilidad en la teoría de Orígenes que la doctrina atanasiana había de superar; y nos es difícil echar de ver dónde surge esta debilidad. Surge precisamente de la influencia indebida de la concepción platónica de Dios como el ro on incomprensible -un Ser elevado por encima de las determinaciones finitas, casi por encima de la misma existencia-. De ello proveyó el antídoto, la propia doctrina de Orígenes de un movimiento eterno y vivo en la naturaleza de Dios,' pero que fue purgada de modo más perfecto por la teología posterior. No niego, pues, una influencia griega relativa en la formación de la doctrina alejandrina: sólo insisto en que no es, como la presentan Harnack y los otros, el resorte motor en el desarrollo, que aquí, como en otras partes, sigue su propia lógica a pesar de las desviaciones parciales.
II. Queda ahora abierto el camino para la consideración de la serie de controversias con que habían de ponerse a prueba las conclusiones que hemos visto se iban formando en el desarrollo precedente. Se verá, al proseguir, que siguieron un orden lógico de temas -la monarquiana referida (principalmente) al Padre; la arriana, al Hijo; y la macedoniana, al Espíritu Santo.
Tal como el siglo segundo fue el período de las herejías gnósticas, el tercero fue de modo preeminente el período de las herejías monarquianas. Y así como del conflicto con la oposición gnóstica la Iglesia emergió con una comprensión más clara de las verdades fundamentales de la religión, también del conflicto con el Monarquianismo emergió con una comprensión más firme del concepto cristiano de Dios -de la idea de Dios, a saber, que está implicada en su propia afirmación de una encarnación real, y una obra real del Espíritu-. A la luz de lo que se ha dicho en las páginas previas, no es difícil comprender de qué manera se originaron las formas de herejía que voy a describir. Tan pronto como empezó a ser formulada una doctrina explícita de la Trinidad, era inevitable que hubiera oposición a la misma, aunque no fuera bajo otras premisas que las de su supuesta novedad. Era inevitable que apareciera la pregunta: ¿En qué forma puede reconciliarse la doctrina de una Trinidad con el artículo fundamental de la unidad de Dios? La «Monarquía» divina -el gobierno exclusivo de Dios, contra la idea politeísta- parece hallarse en peligro. Pero no sólo parece ponerse en peligro con el proceso del desarrollo el interés teológico; incluso el interés cristológico parece sufrir. La fuerte subordinación de ciertos Padres, -por ejemplo, los apologistas y Orígenes-, la manera en que procuran asegurar la hipóstasis distinta del Hijo hablando de El como un «Dios segundo», la forma precaria en que relacionan el Logos con la voluntad del Padre, evocaron el sentimiento de que no era sólo la unidad de Dios, sino la verdadera divinidad de Cristo que quedaba comprometida. No era, después de todo, un verdadero Dios el que se manifestaba en Cristo. Fueron estos dos intereses en combinación --el teológico y el cristológico, el interés en la unidad divina y el interés en la divinidad del Hijo- que dieron lugar al tipo de herejía que llamamos Monarquiana; la cual llevó -por ejemplo, en los Patripasianos- al rechazo total del Logos hipostático, y a la afirmación de que el mismo Padre se había encarnado en Cristo. Sólo de esta manera, creían, podía asegurarse que en El había el Dios verdadero y absoluto. Estos intereses más profundos se cruzaban en muchas mentes, naturalmente, con otros más superficiales: la simple reacción de rechazo ante el misterio, el deseo de hacerlo todo claro y simple, fácil a la comprensión común, y la falta de aprecio para los elementos más profundos de la doctrina cristiana. Sin embargo, ya se ha dicho bastante para mostrar que las herejías de que hablo no hay que achacarlas al puro amor al error -hay pocas herejías serias que lo sean-, sino que son claramente explicables por la naturaleza del caso y las circunstancias de los tiempos. Ni se pueden descartar, tampoco, como de poco interés para nosotros. El tercer siglo es un hervidero de teorías que tienen semejanzas en extremo notables con las de nuestros propios días; en realidad, muchas teorías modernas no son más que reproducciones de ellas, prácticamente; y al estudiarlas en el terreno en que la Iglesia las rechazó, obtendremos mucha ayuda para resolver nuestros propios problemas.
El Monarquianismo, como forma de error, procede de los últimos decenios del siglo segundo. Tertuliano es el primero que da su nombre.' Denota en general, como ya hemos explicado, la tendencia al énfasis en la unidad de Dios, y rechaza la Trinidad personal. Este rechazo, sin embargo, puede tener lugar en dos formas ampliamente distintas. Allí donde el interés teológico es fuerte y el interés cristológico débil, por un lado, tenemos una exaltación, de modo natural, de la unidad divina a expensas de la verdadera divinidad de Cristo -un Monarquianismo Ebionítico o Unitario-. Allí donde el interés cristológico es predominante --donde, por ejemplo, el motivo es salvaguardar la verdadera divinidad de Cristo- tenemos, por otro, una identificación de Cristo con la única persona de la Divinidad, la cual entonces se considera que asume este modo particular de manifestación -un Monarquianismo modalístico: en la forma primera es el Patripasianismo, y en su forma más desarrollada el Sabelianismo---. Tenemos, pues, dos clases de Monarquianos: 1) los Ebioníticos, unitarios o Monarquianos: dinámicos; y los Monarquianos modalistas en sus dos divisiones de Patripasianos y Sabelianos. Voy a dar una breve referencia de los dos.
A la cabeza del Monarquianismo tipo Ebionítico, quizá en las dos formas, hay la oscura secta de los Alogi, en Asia Menor (cer. 170-180 d. de Jc.) -Sinopticistas, podríamos llamarlos-, que, por un motivo antimontanista, se mantuvieron firmes en lo que consideraban como la Cristología de los Evangelios Sinópticos, y rechazaban la doctrina del Logos del Evangelio de Juan. Por ello su nombre, «negadores del Logos». No está claro si admitían la divinidad de Cristo en alguna forma-, sabemos que por lo menos aceptaban el nacimiento sobrenatural. Más tarde, durante varias décadas, el principal escenario del movimiento fue Roma. Allí, a principios del siglo tercero, estuvo en boga una forma de monarquianismo puramente unitario, primero bajo un tal Teodoto de Bizancio, un curtidor que fue excomulgado por el obispo Víctor; luego, un Teodoto más joven, un banquero; finalmente, en el partido afín de los Artemonitas, llamados así por ser su fundador Artemón. El primer Teodoto era un hombre bien versado en la cultura griega. Se dice que había enseñado que Cristo era un «mero hombre» (antropos) pero admitía su nacimiento sobrenatural. El descenso del Espíritu sobre El en el bautismo fue la recompensa de su piedad preeminente. Con todo, no era Dios, aunque algunos de su partido se dice que enseñaban que Jesús pasó a ser Dios después de la resurrección -un punto de vista parecido al de Pablo se SamosaW-. Las ideas de los artemonitas no eran muy distintas. Fueron refutadas en el libro titulado El Pequeño Laberinto, por Hipólito, o bien un presbítero, Cayo, al cual ya se ha hecho alusión. Lo que nos interesa en estas discusiones es que la apelación a los escritores de la Iglesia es en especial la Escritura, que ellos acusan a sus oponentes de abandonar para seguir a Euclides, Aristóteles, Teofrasto y Galeno.
Más peso tiene, en cuanto a su significación, el otro tipo de Monarquianismo -el que he llamado modalista-. Su forma patripasiana inicial tuvo una historia breve pero curiosa. La esencia de esta modalidad, como ya se ha explicado, es que el mismo Padre se había encamado en Cristo, y sufrido en El y con El. A nosotros nos es difícil concebir que alguien pudiera sostener esta identificación, viendo que Cristo, como Hijo, es distinguible claramente del Padre -pudiera defender, en resumen, que el Padre y el Hijo eran el mismo-. Con todo, esta teoría no sólo fue defendida, sino que, como testifica Tertuliano, recibió durante algún tiempo una amplia aceptación. Se estableció en Roma durante varios obispados, fue favorecida por los obispos de Roma, y tuvo seguidores de influencia entre los laicos. El primer representante de este punto de vista que conocemos fue Praxeas, un confesor de Asia Menor y un fuerte contrincante de los Montanistas. Llegó a Roma probablemente durante el episcopado de Eleuterio (170-190), y no sólo indujo a este último a cancelar cartas de paz que había enviado en favor de los Montanistas, sino que le persuadió a adoptar sus propias ideas. Con ello, dice Tertuliano, hizo un doble servicio al diablo en Roma: «expulsó la profecía y trajo la herejía; puso en fuga al Paracleto, y crucificó al Padre». Después fue a Cartago y diseminó sus ideas allí. Tertuliano pretende haberle convertido; pero la «cizaña» que había sembrado brotó, e hizo necesario el tratado del Padre africano. Praxeas representa las ideas patripasianas en su forma más burda. El Dios Único Todopoderoso, el Padre, enseñaba, se ha encarnado literalmente en Jesucristo. Como prueba alega los pasajes: «Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí» (Isaías 45:5); «Yo y el Padre, una cosa somos» (Juan 10:30); «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9, 10), tratando estos tres pasajes, dice Tertuliano, como si fueran toda la Biblia. Presionado por la dificultad de cómo el Padre podía ser al mismo tiempo el Hijo, se refugió en la distinción de que el Espíritu, o elemento divino en Jesús, era el Padre, y la carne que había asumido le hacía el Hijo. La objeción de que la teoría sometía al Padre a la pasividad y al sufrimiento la obviaba diciendo que el Padre sufría en simpatía con el sufrimiento de la carne. Tertuliano no tuvo dificultad en mostrar que, bajo el pretexto del Monarquianismo, Praxeas realmente introducía una nueva dualidad. La carne es la humanidad, y el Padre no es sino la Presencia revestidora. El Hijo y el Padre, aunque afirmaba que eran uno, son de nuevo separados y la teoría deriva hacia una forma dinámica. Una forma mucho más sutil se da a la doctrina patripasiana en otro representante, Noeto de Esmirna, probablemente bajo el obispo Víctor (190-200). Su escuela fue activa bajo los dos episcopados siguientes: los de Ceferino (200-218) y de Calixto (218-223), los cuales consintieron el error. La peculiaridad de la doctrina es su atrevida afinnación de que el Padre, mediante un cambio en su modo de ser, literalmente pasó a ser su propio Hijo. Se dice que es suya la afirmación: «Cuando el Padre no había nacido, pues, se le llamaba simplemente Padre; y cuando le plugo sufrir generación, pasó a ser su propio hijo, no de otro... A causa del nacimiento que había tenido lugar, se confesó a sí mismo ante los que le contemplaban como Hijo, sin duda; con todo, no tuvo inconveniente en dar a conocer a aquellos que podían comprenderle, que era un Padre» (ix. 5). Esta idea la fundaba Noeto en la doctrina especulativa de que está en la naturaleza de Dios el combinarse a sí mismo en modos contrarios de ser. Cuando fue llamado a dar cuenta de sus ideas por la Iglesia, se defendió osadamente diciendo: «¿Qué mal estoy haciendo al glorificar un solo Dios?» Sin embargo, fue excomulgado y formó una escuela separada. Todavía queda mencionar otro nombre como representante de este modo de ver: Berilo de Bostra, en Arabia, a quien Orígenes tuvo la satisfacción de hacer reconocer sus errores. Nuestra información con respecto a Berilo es muy escasa -un oscuro pasaje de Eusebio (vi. 33)--, pero parece haber sostenido en alguna forma una doctrina de la auto-limitación divina, o, como él la llamaba, «circunscripción» (perigraon), análoga quizá a la moderna «kenosis». Lo divino en Cristo, dice, no era una divinidad suya propia (idea teoros)), sino del Padre-, y esta divinidad, después de la encarnación, existe en una circunscripción del ser que no pertenecía antes al mismo.
En estos intentos primitivos hemos visto, en varias formas, que se desarrolla la idea de modos en la existencia divina. Hemos de ver ahora esta idea elaborada en una forma más completa por Sabelio. El Sabelianismo tiene sus ventajas sobre las teorías previas por el hecho de que procura hacer justicia a la distinción Trinitaria, indudablemente implicada en la revelación del Nuevo Testamento, y procura dar una razón explicativa de esta distinción, en armonía con los principios monarquianos. Dicho en breve, su solución es: la sustitución de una Trinidad de revelación en lugar de una Trinidad inmanente; la sustitución de una Trinidad de modos o aspectos, de un solo ser divino, en lugar de una Trinidad de Personas. Sabelio, el autor de la herejía, empezó su carrera en Roma, donde fue excomulgado por Calixto, el cual era un patripasiano. Más tarde su doctrina tuvo un poderoso avivamiento en el norte de África, hacia el año 260, y aún otro en el siglo cuarto, cuando Atanasio, Basilio, etc., fueron arrastrados a la controversia. Por lo que se refiere a su principio general, el Sabelianismo ha tenido muchos defensores y representantes modernos -por ejemplo, Schleiermacher-, y reaparece en varias formas populares, aunque no siempre es reconocido por lo que es. Nuestras fuentes de información respecto a su forma son fragmentarias y deficientes, pero el carácter general del sistema se puede averiguar de modo imparcial y suficiente.
Sabelio empieza con Dios en su unidad absoluta, idéntica a sí mismo -en su vida silenciosa, introspectiva-, antes de todo movimiento y revelación, y esto él lo llama «Monas». Pero el Monas no permanece en esta condición absoluta, encerrado en sí mismo; se despliega o explicita; el Dios silencioso pasa a ser el Dios parlante o el que habla. En esta transición a la revelación o habla el Monas es llamado «Logos». Logos, en esta variante de la teoría sabeliana, no es el Hijo, sino el principio de toda revelación: el Monas en el acto de revelarse o desplegarse -Dios parlante-.
Un punto difícil de la teoría es el lugar señalado a la creación. La Trinidad sabeliana de Padre, Hijo y Espíritu no tiene nada que ver con la creación. Presupone el mundo del tiempo y espacio, y se refiere sólo a la historia. Al parecer, hemos de suponer algún acto más de autoexpansión de Dios, dentro del cual tienen lugar sus actos especiales de revelación. El sistema propiamente empieza cuando llegamos a los estadios de la revelación de la Biblia. Sabelio ilustra los modos de la revelación de Dios por medio de varias metáforas, especialmente por las figuras estoicas de la expansión (platusmos ektasis)) y contracción (sustola), o por el brazo extendido y contraído de nuevo. Es menos un acto libre, que es lo que sugieren estas imágenes, que un movimiento rítmico de la naturaleza divina, una expansión y contracción alternante del Monas, según una ley de necesidad interna. La revelación Trina, como se ha dicho, pertenece del todo a la esfera de la historia, y, en realidad, la historia religiosa. Dios como Padre se da a conocer en el Antiguo Pacto y la Ley; Dios como Hijo, en la encarnación de Jesucristo; Dios como Espíritu, en su revestimiento de los corazones de los creyentes en la Iglesia. Bajo estos aspectos, se indica, Dios entra continuamente de modo más íntimo y más perfecto en sus relaciones con la humanidad en la Ley; en Cristo residió entre ellos como individuo; en el Espíritu Santo es el principio animador de las almas de los creyentes. Sobre la naturaleza de esta Trinidad, en contraste con la doctrina de la Iglesia, hay que hacer notar: Primero, que es sólo una Trinidad de revelación. Es uno y el mismo Dios -el Monas original- que se revela en estas palabras en su propio sentido, proosopa, -caras, aspectos, manifestaciones-. Segundo, las revelaciones son sucesivas. La Trinidad es sucesiva, no simultánea. Hay las extensiones sucesivas del brazo divino, y cada una ha de ser retraída para que tenga lugar la otra. La prosopon del Padre termina antes que empiece la del Hijo; y la del Hijo termina antes que empiece la del Espíritu. El efecto de esto, en tercer lugar, es que la encarnación, como las otras prosopa, es sólo un fenómeno pasajero. Como Dios ha cesado de ser Padre antes que pase a ser Hijo, del mismo modo ha de cesar de ser Hijo antes que pase a ser Espíritu. La forma de Hijo viene a su término con la resurrección y la ascensión. Sabelio se nos dice que incluso enseñó que la humanidad de Cristo fue entonces reabsorbida en lo divino. Así el significado permanente de la persona de Cristo se pierde por completo. No sabemos nada de las ideas de Sabelio sobre la redención, pero se puede inferir de los principios de su sistema que el objetivo de todo el desarrollo es que la creación finita será reabsorbida en la Divinidad, la cual pasa de nuevo a ser el todo en todos.
Al examinar el sistema de Sabelio como un conjunto, no podemos por menos de ver que tiene una amplitud y comprensión considerables, y era apropiado para ser un rival formidable de la doctrina de la Iglesia. Dio al Monarquianismo un carácter desarrollado, y quizá elaboró sus principios en una forma tan plausible como la que más de las aparecidas posteriormente. Obligó a la Iglesia claramente a hacer frente a la hipótesis de una Trinidad moda] como una alternativa a su propia doctrina. Con todo, es evidente también que la teoría, en la forma que recibió de Sabelio, no era en realidad verdaderamente cristiana. Su base, para empezar, era panteísta, un panteísmo, como vieron los Padres, afín al de los estoicos; fallaba, además, en todo punto en hacer justicia a los hechos de la revelación cristiana. No es en el Antiguo Testamento, o como Legislador, que Dios se revela peculiarmente como Padre. Pero, aparte de esto, el Padre y el Hijo, en esta teoría, no tienen relación el uno con el otro. El Padre no es el Padre del Hijo; el Hijo no es el Hijo del Padre. Es una contradicción del punto de vista cristiano el hablar del Padre como no inexistente a partir de la aparición del Hijo; y todavía más, representa la encarnación como sólo una aparición temporal. Toda la esperanza cristiana está enlazada por la fe a la existencia continuada del Redentor. El decir que la unión de la Divinidad con El llega a un término final es disolver la conexión de los creyentes con Cristo y destruir la existencia de la misma Iglesia. En comparación con estas objeciones, las demás son de importancia reducida. Es una indiscutible debilidad de la teoría el que falle en subsumir todas las revelaciones de Dios bajo esta forma de Trinidad, y nos da sólo un capítulo de un libro mucho mayor --deja sin explicar, en particular, la manifestación inicial de Dios en la creación, y toda la manifestación providencial de Dios en la historia fuera de Israel-. La actividad de Dios en la creación y en el gobierno general del mundo evidentemente no queda suspendida en tanto que se manifiesta en los modos trinitarios dispensacionales. Esto afecta a la teoría más de cerca de lo que podríamos suponer, porque interrumpe la idea que yace en el fundamento del sistema: que Dios sólo puede existir en un solo modo o prosopon a la vez. Demuestra, al contrario, que Dios puede revelarse simultáneamente en diferentes modos, y así lo hace.
Como paso final, demos una mirada a la culminación de todo este movimiento monarquiano en Pablo de Samosata, obispo de Antioquía (260-270 d. de J.), el cual representa la fase dinámica del Monarquianismo. La simple reflexión fácilmente nos sugiere lo cercana que está la idea sabeliana de la persona de Cristo de la ebionítica, sin intentar que lo sea, y lo fácilmente que se pasa de la una a la otra. El punto de dificultad en la teoría sabeliana se halla en saber qué hay que hacer con la humanidad de Cristo después de la ascensión. La suposición de su absorción cuando la del Hijo llega a su fin es demasiado violenta para poder ser defendida de veras; la tendencia, pues, es a representar la divinidad y la humanidad como separables, por ejemplo, conectar las dos sólo dinámicamente. Y esto nos vuelve al Ebionitismo. Sin embargo, no son sólo los resultados en Pablo de Samosata; en su persona también tenemos un ejemplo conspicuo del espíritu esencialmente irreligioso que era el rasgo marcado del desarrollo. El Monarquianismo Ebionítico de la Iglesia primitiva era un producto superficial en el mejor de los casos, que apenas deja su rastro de su profundidad o seriedad religiosa en su curso. En este sentido, Pablo de Samosata es el representante clásico: su sumo sacerdote por nacimiento. La fuente principal de nuestra información con respecto a él es una carta circular enviada por los obispos y clero que le condenaban; y después que se han hecho todas las concesiones posibles a la parcialidad y prejuicios, es un cuadro realmente extraordinario el que se nos presenta. Prescindiendo de la conducta severa y modesta que corresponde a un obispo cristiano, Pablo parece haber vivido en un estilo de esplendor y ostentación, combinando con su cargo eclesiástico una magistratura civil que le proporcionaba un salario cuantioso. Con esto, y mediante una mala administración eclesiástica llena de desparpajo, alcanzó una posición de riquezas inauditas. Su orgullo, lujo y opresión le hicieron aborrecible a sus hermanos. Era vano no menos que rico; se hizo erigir un elevado tribunal y un trono para su uso; aparecía en público con una multitud de sirvientes que le abrían paso; se pavoneaba por el Foro leyendo sus cartas y dictando las respuestas. Pero su comportamiento en la iglesia era de lo más ofensivo. Prohibió en la iglesia los himnos cantados en honor de Cristo, e hizo componer himnos en su propio honor, que eran cantados por un coro de mujeres en el festival de Pascua. Su predicación era teatral, acompañada de gestos y movimientos estrafalarios; y se animaba al pueblo a aplaudir agitando pañuelos o se les reprendía si no lo hacían. Su conducta privada era igualmente escandalosa. Con todo, su riqueza y poder eran tales, debido al favor de la reina Zenobia, que pocos se atrevían a tocarle.
Este era el hombre, pues, que pasó ahora a ser la cabeza del Monarquiarusmo. Su sistema es un desarrollo del de los primitivos representantes del Monarquianismo unitario -los Teodocianos y los Artemonitas-, pero difería de ellos en que sostenía que Cristo, comenzando como hombre, fue elevado por su desarrollo progresivo (prokopo) a la dignidad de Hijo de Dios, obteniendo rango divino por su excelencia. El Logos en Dios, se decía, era lo que es la razón en el hombre. Cristo era un mero hombre: era, según lo expresaba Pablo, «de abajo» (katoten). No parece, sin embargo, que negara su nacimiento sobrenatural. La unión del Logos con Cristo no difería, excepto en grado, de su unión con cualquier otro hombre. En grado, sin embargo, difería, porque el poder de lo divino penetraba en la humanidad de Cristo como no lo hacía en ningún otro. Este revestimiento del Logos, o sabiduría divina, o poder divino en Cristo no es de persona, sino de calidad (kata poiotota). Mediante su interpretación por el poder divino, Cristo avanzó progresivamente hasta que llegó a ser Dios (teteopoiostai). Se levantó al rango divino: de hombre pasó a ser Dios (es antropon gegone teos). Pablo, pues, puede hablar de una apoteosis -una identificación de Cristo-; pero divinidad aquí sólo significa que Cristo, por su mérito peculiar, fue considerado digno por Dios de honores divinos -no que pasara a ser Dios por naturaleza---. Era una Divinidad de rango, no de esencia. Era deificación por gracia. Pero esta idea la Iglesia la rechazó de modo enfático.' Dos Sínodos influyentes (años 264, 269) fueron convocados en Antioquia para tratar del asunto. Al principio Pablo consiguió imponerse a los obispos con sutilezas plausibles-, en el segundo sus sofismas fueron expuestos, y sus ideas fueron condenadas definitivamente. Pasaron tres años, sin embargo, antes que el partido ortodoxo pudiera desposeerle de su cargo. Un punto de interés en relación con este Sínodo (año 269) es que rechazó el término homoousios, que más tarde pasó a ser el santo y seña de la ortodoxia nicena, a causa del abuso a que fue sometido por Pablo. Esto, de nuevo, es evidencia de que en estas discusiones la Iglesia no estaba luchando por vocablos -griegos o lo que fueran- sino por cosas e ideas.
He presentado este modo de ver de Pablo de Samosata con minuciosidad, principalmente por la razón de que en principio no es diferente de muchas teorías corrientes entre nosotros hoy día; es, en realidad, el tipo de las teorías dinámicas de todos los tiempos. Hemos visto que la esencia de ella es que, aunque Cristo en su naturaleza es sólo un hombre, es elevado a la Divinidad -una Divinidad honoraria- mediante la operación de un poder divino dentro de él. La relación de la Divinidad a la humanidad es dinámica; pero termina en la exaltación de Cristo al rango divino. Esto está de acuerdo con una tendencia muy extendida en la teología reciente de asignar a Cristo el predicado «Divinidad», cuando en realidad no se le reconoce más que como un hombre. El dilema en que se coloca toda clase de teorías es evidente. Si se le adscribe a Cristo verdadera Divinidad, no puede ser sólo o meramente un hombre; si, al revés, Cristo es considerado en su naturaleza y persona sólo un hombre, por más que sea exaltado por la posesión del Espíritu divino, no es en un sentido real, sino simplemente figurativo, que se ha de decir que ha sido elevado a la Divinidad. La Divinidad no es algo que pueda empezar en el tiempo, o ser conferida como un título de honor sobre un ser creado. Esta idea, pues, bajo cualquier disfraz, sigue siendo Unitaria. Si se pudiera suponer que un ser que no es originalmente divino pudiera por su desarrollo alcanzar el rango de la Divinidad (algo contrario a la razón), esto nos haría llegar a un resultado igualmente extraordinario del cual incluso una teoría como la de Rothel no está libre: que a partir de la encarnación ha sido añadida literalmente una nueva persona a la Divinidad. Esto sin duda es una reducción al absurdo.
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Capítulo IV
Continuación del mismo tema.
- Las controversias arriana y macedoniana
(Siglo cuarto)

Las controversias monarquianas del tercer siglo sobre la Trinidad y la suprema divinidad de Cristo no eran sino preludios de una inmensa batalla: la de la controversia arriana del cuarto. La cuestión fundamental a dirimir era cómo había que reconciliar estas afirmaciones peculiares de la fe cristiana con la unidad de Dios; por encima de todo, en qué forma había que concebir la relación de Cristo con el Padre, de modo que, por un lado, no quedara comprometida su verdadera dignidad divina, y, por otro, no pusiera en peligro la Monarquía divina. Esta cuestión sólo podía ser contestada -y fue contestada- mediante la presentación de todas las alternativas posibles, poniendo a prueba una por una y rechazando las que se vieran inadecuadas. Hemos de ver este proceso ejemplificado con respecto a la divinidad del Hijo y del Espíritu en la controversia que examinaremos ahora.
Antes de iniciarse la controversia arriana, había tenido lugar un cambio decisivo en la fortuna externa de la Iglesia. La lucha con las fuerzas de un paganismo persecutor que había durado tres siglos, había terminado con la derrota decisiva de este último. En 313 d. de J., después de la última y terrible persecución de Diocleciano, vino el edicto de Milán, que daba tolerancia universal, y en el año 323, Constantino, habiendo derrocado a su último rival Licinio, pasó a ser el único soberano del Imperio. El año siguiente, 324, vio el llamado establecimiento de la religión cristiana, un suceso que, si bien exteriormente favorable, introdujo un nuevo factor en la historia del desarrollo del dogma -un factor casi siempre dañino y perturbador-, o sea el ejercicio de la autoridad imperial. Sin embargo, antes de este paso fatal, la Iglesia quedó envuelta en la controversia que vamos a estudiar.
No obstante, no fue en los aspectos externos sólo que había tenido lugar un cambio en la condición de la Iglesia. La Iglesia triunfó porque ya era internamente la fuerza más poderosa del Imperio. Incluso en el tercer siglo era formidable --organizada de modo compacto, capaz de dirigir, influyente no sólo por su número, sino por el rango de muchos de sus miembros-. Su reconocimiento por Constantino en el cuarto no fue sino la admisión de la preponderancia de una influencia ya ganada. En el aspecto intelectual el avance había sido también considerable. Las tendencias teológicas estaban asumiendo forma distinta, y habían empezado a desarrollarse marcados contrastes en las escuelas. Uno de estos contrastes ha de ser mencionado aquí, a causa de la profunda influencia que ejerció en la teología posterior, a saber, el contraste entre las escuelas de Alejandría y la de Antioquia. El comienzo de la escuela de Alejandría ya ha sido descrito. Sus representantes principales durante el siglo cuarto fueron, primero, el renombrado Atanasio, y después de él los tres grandes Padres capadocios, Basilio, Gregorio de Nacianzo y el hermano de Basilio, Gregorio de Nisa. Durante todo el siglo retuvo su carácter liberal, especulativo, idealizante, que le había impartido su maestro, Orígenes; pero en su nueva forma se mantuvo libre de la subordinación a Orígenes, y la superó. La escuela de Antioquía tenía características opuestas. Era sobria, literal, gramatical, racional; en la frase de Coleridge, era una escuela del entendimiento más bien que de la razón. Hemos visto la influencia ejercida en Antioquia por Pablo de Samosata, y la levadura de sus enseñanzas, sin duda, continuó activa después de haber sido expulsado. El verdadero fundador de la escuela de Antioquía, sin embargo, fue Luciano, martirizado en el año 311, el cual estampó en ella su carácter predominante exegético y en parte racionalizador. De esta escuela procedió Arrio, y la mayor parte de los líderes del partido que le apoyaba. El profesor Hamack va más lejos y da un detalle concreto y minucioso de las opiniones de Luciano, sobre el cual sólo diré que me parece en gran parte hipotético, no respaldado por las autoridades (iv. pp. 3-7, trad. ingl.). Según Harnack, Luciano es simplemente un arrio antes de Arrio. Adoptó la cristología de Pablo de Samosata y la combinó con la doctrina del Logos. Su doctrina es la de Pablo, con la diferencia de que, en vez de un hombre, es un ser celestial creado, el que pasa a ser Dios. El énfasis es en la creación de la nada, y en la deificación mediante un desarrollo progresivo. Sin embargo, no hay evidencia de Pablo, que yo sepa, de que Luciano fuera discípulo de Pablo de Samosata, o de que sostuviera que el Logos fue creado de la nada, o que Cristo pasara a ser Dios mediante un desarrollo progresivo. Que sus ideas tendían en alguna forma al Arrianismo, podemos en justicia admitirlo; es cierto, además, que estuvo con su escuela, durante tres obispados, fuera de la comunión de la Iglesia, y que sólo fue reconciliado poco antes de su mierte. Esto, sin embargo, no es razón suficiente para que le atribuyamos un tipo de doctrina tan específica como el que hemos indicado.
I. La disputa arriana tuvo su origen hacia el año 318 en Alejandría, donde Arrio, un presbítero destacado, tuvo un conflicto con su obispo sobre el tema de la Trinidad. Las descripciones que tenemos de Arrio nos lo describen como un hombre alto, enjuto, ascético en hábito y vestido, de pelo largo, enmarrañado, y una curiosa práctica de contorcerse, pero en conjunto de porte y costumbres atractivos, y con una considerable mezcla de astucia y vanidad. De esto último da prueba la introducción a su libro titulado Thalia: «Soy un hombre conocido, que ha sufrido muchas cosas por la gloria de Dios, y siendo enseñado por Dios, ha obtenido sabiduría y conocimiento». No obstante su suavidad aparente, era un hombre de pasiones fuertes y vehementes. Pronto se rodeó de una multitud de partidarios, y fue incansable en la diseminación de sus ideas. La condenación de sus opiniones por un concilio local (año 321) sólo aventó la llama de la controversia. Los sentimientos se hicieron intensamente vivos en ambos lados. Cada bando procuraba fortalecerse pidiendo el apoyo de obispos de influencia; en conjunto, la Iglesia pronto estuvo trastornada; en los mismos teatros resonaban, con ridículo, las disputas de los cristianos. Constantino, cuyo máximo interés era la paz de su imperio, estaba profundamente preocupado por este inesperado acontecimiento, ya que él consideraba que sus causas eran cosa de poca monta, y escribió con urgencia tanto a Alejandro como a Arrio, rogándoles que se comportaran mutuamente con tolerancia y comprensión. Cuando esto falló y se le abrieron quizá los ojos algo más para darse cuenta de la gravedad de la cuestión, concibió la idea, según él creía inspirada por el cielo, de convocar un concilio de todo el mundo cristiano para decidir la cuestión.
La controversia así entablada proporciona un tema favorito para los que están dispuestos a menospreciar las controversias teológicas en general. Todo se reducía, según este modo de pensar, a una logomaquia estéril, una disputa sobre menudencias, en las que la esencia del Cristianismo ni tan sólo era afectada. Gibbon se divierte por el hecho de que el mundo entero esté revuelto a causa de un diptongo. Así que, según él, todo se trata de una sola letra, la que causa la diferencia entre «teísta» y «ateísta», o sea ateo. Las mentes más profundas juzgan la controversia de modo muy distinto. Harnack, a pesar de su teoría del origen griego del dogma, deja bien claro que el mismo Cristianismo estaba en peligro. Dice: «Sólo como cosmólogos son los arrianos monoteístas; como teólogos y en religión son politeístas. Hay profundas contradicciones en el fondo: un Hijo que no es Hijo; u Logos que no es Logos; un monoteísmo que no excluye el politeísmo; do o tres ousias, que han de ser adoradas, en tanto que hay sólo una que s distingue realmente de la creación; una naturaleza indefinible que primer pasa a ser Dios cuando se hace hombre, y que no es todavía ni Dios n hombre... Los oponentes tenían razón; esta doctrina se dirige otra vez a paganismo. La doctrina ortodoxa, al contrario, tiene un valor permanente en la defensa de la fe que, en Cristo, Dios mismo ha redimido al hombre y le ha llevado a su comunión. Esta convicción de fe fue salvada po Atanasio contra una doctrina que no entendía la naturaleza interna de la religión en general, que hacía de la religión sólo enseñanza, y que finalmente halló su satisfacción en una dialéctica vacía.»
El significado histórico del Arrianismo, pues, como ya hemos sugerido, se halla en el hecho de que dio expresión a ciertas tendencias operantes en la teología, y obligó a la Iglesia a enfrentarse con ellas y pronunciar juicio. Vemos que, en el período precedente, había influencias que tendían a la exaltación de la «Monarquía» divina, a expensas de una clara hipóstasis del Hijo; que por otra parte, como resultado de la influencia de Orígenes, había una fuerte corriente de subordinación por parte de aquellos que sostenían esta hipóstasis. Esta tendencia, insisto, fue fortalecida -si no es que fuera su causa principal- por la forma platonizante de considerar a Dios como causado en sí mismo, inefablemente exaltado, un ser incomprensible, que era sólo Dios en el sentido más elevado. Esto llevó, primero, a que Dios fuera puesto a una distancia infinita de su creación; luego, a la necesidad de interponer algún ser intermedio para efectuar la transición a la última; tercero, que el Hijo, que fue engendrado para este propósito, fuera puesto en segundo rango, como no poseyendo los atributos que se suponían constituían la Divinidad absoluta. Las tendencias subordinacionistas de esta clase estaban en actividad en la Iglesia antes de Arrio, por ejemplo en Lactancio, en Eusebio de Cesarea, probablemente en Luciano; pero fue sólo cuando se les dio expresión concreta, y Arrio sacó de ellas sus consecuencias lógicas, que se echó de ver su plena importancia. En breve, Orígenes había hablado del Hijo en el sentido de que ocupaba una relación secundaria con el Padre, en tanto que al mismo tiempo defendía su generación eterna y su identidad de esencia con Dios. Estas dos tendencias era inevitable que acabaran entrando en conflicto. Si la identidad de naturaleza con el Padre se mantenía, había que conceder Divinidad plena y verdadera al Hijo, y los elementos subordinantes, en lo que afectaban al conflicto con esta concepción, tenían que ser eliminados. Si, por el contrario, se seguía el punto de vista subordinacionista, el resultado lógico era la doctrina de Arrio.
No es mi intención entrar en detalles de la historia de esta controversia -no hay tiempo disponible-, sino presentar las grandes cuestiones implicadas, los principios en juego, la lógica, como la llamaría, del movimiento. Nos ayudará en nuestro objetivo si, antes de dar una mirada a los procedimientos del Concilio de Nicea, consideramos los bandos afectados y sus respectivas posiciones. Esto nos mostrará con claridad aceptable el curso histórico que había de seguir.
Al tiempo de la apertura del concilio se habían formado tres bandos con cierta delimitación.
Primero, el bando de Atanasio -para nombrar a Atanasio como su representante destacado-- era el único de los tres que tenía un fondo sin ambigüedad alguna. El Hijo, a su modo de ver, era de la misma esencia (snoomsios) que el Padre -Dios mismo y Dios verdadero---. En este modo de ver el interés genuino cristiano era conservado, al que Atanasio volvía constantemente, a saber, que ninguna criatura, sino sólo Dios, podía unimos con Dios. No era menor la claridad del otro punto en este bando, el de que era necesaria una verdadera encamación para conseguir la redención. Sólo el Hijo divino podía expiar los pecados del mundo. En el hecho de poner la divinidad del Hijo en conexión con la salvación del hombre, da un paso más allá de los Padres que la relacionaban de modo primario con la creación, y en algunas de sus posiciones prácticamente se anticipa a Anselmo. Con todo, Atanasio insiste en que no introduce nada nuevo, sino que está defendiendo lo que siempre había sido la fe de la Iglesia.
En el polo opuesto de Atanasio estaba el puro partido arriano, dirigido primero por Arrio, y en un estadio subsiguiente de la controversia por Aëcio y Eunomio (de donde en los Padres posteriores hallamos el nombre eunomilianos). El procedimiento general de Arrio lo caracteriza así Domer: «En la esfera de lo relativo, sus movimientos son fáciles y hábiles; en el manejo de las categorías de la lógica da evidencia de destreza dialéctica, pero las aplica como el criterio de todo, y es incapaz de elevarse por encima de ellas. Está desprovisto totalmente de capacidad estrictamente especulativa» (ii. p. 239). En su tratamiento, la distinción del Hijo del Padre es llevada a su límite lógico extremo. Su punto de partida era el término Hijo, que él sostenía implicaba la prioridad del Padre. El Hijo, decía, era un ser creado -Creado «de la nada» . Era la primera y la más grande de las criaturas, y fue traído a la existencia para que por medio de El el mundo fuera creado. No era eterno; no era de la sustancia divina; era mudable, esto es, podía caer en el pecado; no era capaz de comprender al Padre. Fue en el terreno de sus méritos previstos como hombre que recibió los nombres de Logos, Hijo, etc. El Hijo, concedían los arrianos, era pretemporal, antes de las edades; pero esto era debido a que sostenían que el tiempo empezó con la creación del mundo. Esta idea la expresaban en la fórmula «Era cuando no era» (nu steous nu).
Intermedio entre los dos bandos descritos, había un tercero, el semiarriano, o partido subordinacionista, que se distinguía de Atanasio por su rechazo del término omoousios No iban más allá de la vaga afirmación de que el Hijo se parecía al Padre, o era «de sustancia semejante» (omoiousios) a la del Padre. Pero aquí se distinguían especialmente dos clases. Había, primero, una sección imbuida de doblez y mala fe, los Eusebianos -Como solían ser llamados por su líder Eusebio de Nicomedia, uno de los defensores más activos de Arrio-, cuyas ideas reales eran fuertemente arrianas, pero hacían uso de toda clase de subterfugios para disimular sus opiniones y empleaban los métodos más mezquinos de intriga y violencia contra sus contrincantes. Han sido llamados los herodianos de la controversia arriana. Más tarde abandonaron la fórmula omoiousion y se refugiaron en la mera declaración de que Cristo era «como» (dmoios) el Padre (de donde el nombre
«Homoeanos»); o insistían en que sólo debían usarse términos escriturales. Son conocidos en este estadio como los Acacianos, por su nuevo líder Acacio. Pero, además, había otro sector más numeroso -el de los sinceros semiarrianos, como puede llamárseles-, subordinacionistas en tendencia, cuya objeción principal era a la palabra omoousios-, que a su modo de ver tenía asociaciones indeseables, más bien que a una doctrina representada por la misma. En los últimos estadios de la controversia, este partido, repelido por el arrianismo evidente de algunos de sus aliados, se acercó a los ortodoxos y finalmente aceptó su fórmula, aunque todavía sin una unidad de miras total.
Estos, pues, eran los bandos cuyas opiniones entraron en colisión en el famoso Concilio de Nicea. Sigamos un poco más allá las implicaciones lógicas de las ideas arrianas, según fueron discutidas entonces y después. Algunas de las evasivas o subterfugios del sistema --por ejemplo, sobre el tiempo- no fue difícil para Atanasio y otros el eliminarlas. La frase: «Era cuando no era», no significaba nada a menos que se introdujera en ella una relación de tiempo. Sólo servía para despistar a los simples, que tenían la impresión de que Arrio afirmaba algo así como una eternidad para el Hijo, cuando admitía que nació antes de todas las edades. Además fue fácil mostrar que en la teoría arriana «engendrar» significaba lo mismo que «crear». El Hijo era una criatura, ni más ni menos; la relación con el Padre y el Hijo era, pues, puramente casual. Y esto, cuando llegó el momento, Arrio lo admitió francamente. El Hijo, dijo, fue creado «de la nada». Además, la razón por la que fue creado el Hijo es que Dios es tan exaltado que no podía crear el mundo de modo inmediato. Era necesario un ser intermedio que llenara la brecha entre Dios y su creación. Pero como el Hijo es El mismo una criatura, queda claro que existe la misma dificultad con respecto a El mismo. La diferencia entre Dios y la criatura ha de ser siempre infinita. Si, pues, Dios es demasiado exaltado para crear al Hijo, se necesita un nuevo ser para llenar el abismo entre Padre e Hijo; otro para llenar el abismo entre Dios y el nuevo ser, y así ad infinitum.
Estas objeciones se hallan en la superficie. Pero, en realidad, habiendo admitido la naturaleza de criatura de] Hijo, el Arrianismo sólo podía seguir un curso lógico; y los estadios son, como de costumbre, virtualmente también los históricos. Arrio, como es natural, empezó intentando exaltar al Hijo tanto como pudo, acercando su modo de ver a la doctrina de la Iglesia tanto como pudo. Fue llevado a esto también por su idea de que el Hijo era el intermediario de la creación. Porque si Dios es demasiado elevado para crear el mundo, el Hijo ha de ser representado como un ser muy exaltado si Dios ha de crearle a El. El Hijo de esta manera es puesto tan cerca de Dios que la incompatibilidad entre El y Dios está a punto de desaparecer, y por ello no parece haber necesidad de una oposición violenta a la doctrina de la Iglesia (ver Domer, ii. p. 237). Arrio, en una carta, incluso habla de Cristo como «Dios perfecto» (ploros teos) e «inmutable» (Teodoreto, i. 5), expresiones del todo contrarias al tenor de su doctrina ordinaria. Pero, luego, estos elevados predicados concedidos a Cristo no podían disimular el hecho de que, a la vista de Arrio, el Hijo era sólo una criatura, no era verdaderamente de la esencia de Dios; que la relación del Padre con El era, como se ha dicho, sólo de tipo causal. A partir de esto Arrio desarrolló lógicamente sus otras proposiciones, que el Hijo era temporal, mudable, incapaz de comprender a Dios, etc. Ahora es la distancia entre Dios y el Hijo el pensamiento dominante, y en esto se halla el verdadero nervio de la doctrina arriana. Pero si el Hijo es sólo una criatura, extraño en esencia a Dios, ¿sobre qué base se le llama o bien Logos o Hijo9 Ya no es Hijo por naturaleza; ¿por qué, pues, darle este nombre? Arrio contesta que El recibe el título en base al conocimiento previo que tiene Dios de sus méritos como hombre. La filiación es tomada por el lado divino, y basada en méritos humanos. Se está haciendo una transición no disimilar a la de Pablo de Sarnosata. La hipóstasis preexistente pasa a ser lo que llama Dorner «un apéndice embarazoso, confusionista, que debería ser extirpado al ocupar este nuevo punto de vista» (ii. p. 242). Además, en este modo de ver no había obra alguna que hubiera de realizar Cristo que requiriera esta elevada naturaleza. Históricamente, pues, la persona de Cristo fue progresivamente rebajándose en manos de los arrianos; y, en general, se da el caso de que, siempre que ha aparecido arrianismo, ha tendido a terminar en Unitarismo.
II. El primero de los llamados Concilios ecuménicos fue convocado para reunirse en Nicea, en Bitinia, en mayo o junio del año 325. Allí, después de algunos procedimientos preliminares, fue formalmente abierto con gran esplendor por el mismo emperador en persona. Bastará dar una breve relación de lo ocurrido. Participaron unos 300 obispos (tradicionalmente 318) (ver Atanasio, Sócrates, Teodoreto, etc.), pero había una multitud de presbíteros, diáconos, acólitos, que engrosaron la asistencia hasta mil o incluso dos mil. El espíritu que inspiraba los debates por el lado ortodoxo fue Atanasio, joven diácono de Alejandría, que estaba presente para ayudar a su obispo. Los arrianos claros eran pocos. Incluso los eusebianos eran apenas una veintena? Un credo propuesto por los arrianos fue rechazado con horror: el credo fue literalmente rasgado en pedazos (Teod. i. 8). La dirección del partido medio fue asumida por Eusebio de Cesarea, el cual ahora presentó un credo, que él dijo había aprendido cuando era catecúmeno en Cesarea; pero éste, también, a pesar de la gran influencia del que lo proponía, y del apoyo del emperador, fue rechazado a causa de la ambigüedad de sus expresiones. Se necesitaba algo que marcara de modo preciso la distinción entre los dos partidos, y esto, se dice, lo proporcionó, sin tener intención de hacerlo, Eusebio de Nicomedia mismo en el término «omoousios». La mayoría del Concilio se dio cuenta que la fórmula de que el Hijo era «de la misma sustancia» que el Padre expresaba exactamente aquello por lo que luchaban, y excluía ambigüedades por medio de las cuales el partido eusebiano procuraba evadir la fuerza de los otros términos. Por tanto, se le concedió aceptación. El emperador también vio ahora que si había que conseguir unanimidad había de lograrse sólo en el terreno de esta fórmula. Por tanto echó su influencia en la balanza, y quedó asegurado el triunfo de la fórmula de homoousion. Se redactó un nuevo credo a base del de Eusebio, y su aceptación fue hecha obligatoria por decreto imperial. Esto me parece a mí que es una presentación del curso de los sucesos más probable que la que suele darse, que presenta a la mayoría del Concilio como perteneciente al partido semiarriano, y supone que fue el emperador que impuso sobre ellos la aceptación de la fórmula homoousion. Da la impresión de que las simpatías del emperador, en cuanto fueron manifestadas, se inclinaban al otro lado. Eusebio de Cesarea era su consejero, y había dado ya su aprobación al credo eusebiano. Es evidente que sólo cuando vio que la fórmula de Atanasio era la única que tenía probabilidades de ser aceptada por el Concilio en conjunto, el emperador dio el peso de su apoyo al mismo. Esto no es incompatible con la idea de que la mayoría del Concilio estaba más o menos indeciso originalmente; y sólo cuando la discusión fue avanzando, llegaron a percibir claramente que Atanasio estaba luchando por la esencia de la fe, según ellos mismos la habían sostenido siempre.
Este famoso símbolo, el más antiguo de los credos eclesiásticos -si exceptuamos el llamado Credo de los Apóstoles, del cual es realmente una expansión-, no corresponde exactamente en su forma original a la que hoy tenemos. Su contenido es el siguiente: «Creemos en un Dios, Padre, Omnipotente, Hacedor de todas las cosas visibles e invisibles; y en Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado del Padre, Unigénito, esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios, Dios mismo, engendrado, no hecho, que es de la misma sustancia (omoousios) que el Padre; por el cual fueron hechas todas las cosas tanto en el cielo como en la tierra; que para nosotros, hombres, y para nuestra salvación, descendió y se encamó y se hizo hombre; padeció y al tercer día resucitó; ascendió al cielo, y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo. Pero los que dicen "Era cuando no era", y "Antes que fuera engendrado no era---, y que "Fue hecho de la nada", y los que dicen que el Hijo de Dios es de otra "sustancia" o "esencia", o que el Hijo de Dios es "creado" o ,,mudable" o "alterable", son anatematizados por la Iglesia Católica y Apostólica.» Como se verá, el Credo consiste en dos partes: el Credo propio, o parte doctrinal, que declara la fe católica, y la parte anatematizadora, que condena los errores de Arrio. En los cambios hechos más adelante podemos notar, primero la omisión de dos cláusulas, a saber, «Unigénito, esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios», y tanto en el cielo como en la tierra», y finalmente, toda la parte anatematizadora; y además, aparte de la inserción de varias cláusulas, como «Unigénito» antes de las palabras «Hijo de Dios», la frase «antes que todos los mundos» después de «engendrado del Padre», y especialmente una adición considerable después de las palabras «el Espíritu Santo». Los cambios se verán bien si se compara el original, más corto, con el Credo tal como se halla en los devocionarios o libros de oraciones presentes.
El Concilio había hablado, pero su decisión, lejos de terminar la controversia, fue en un sentido sólo el comienzo de la misma. La batalla fue transferida ahora a la Iglesia en conjunto, y siguió fortunas cambiantes durante medio siglo más, hasta el tiempo del Concilio de Constantinopla en el año 381. La Iglesia estaba ahora cosechando el fruto de una imprudente concesión a los emperadores, al darles el poder de intervenir en los asuntos eclesiásticos, un poder que hizo de las decisiones sobre la doctrina, las determinaciones de la fe cristiana, con demasiada frecuencia un asunto de capricho imperial e intrigas cortesanas, e introdujo en la Iglesia el principio de persecución empleado antes contra la Iglesia, o sea en la relación de los bandos entre sí. En este largo conflicto de la fe de Nicea con sus adversarios, el hombre que destaca por encima de todos es el noble Atanasio. La historia de la controversia arriana después de Nicea es poco más que la historia de las persecuciones de Atanasio. Hooker no exagera cuando resume la situación en su famosa frase: «Esta era la condición simple de aquellos tiempos: todo el mundo contra Atanasio, y Atanasio contra el mundo» (Ecc1. Polity, v. 42). En medio de estas pruebas brilla el carácter de Atanasio con espléndida grandeza. De todos los santos de la Iglesia primitiva, como dice Stanley, es el único que ha encandilado realmente las páginas frías y críticas de Gibbon en una hoguera de entusiasmo. El decir que Atanasio es el hombre más grande de su época es decir muy poco. En comparación con los hombres que se le oponían, intrigantes, cambiadizos, sin escrúpulos; en comparación con los emperadores que le empujaron al destierro, descuella como un gigante en estatura moral y fuerza de propósito. En buena fama y en mala fama sostuvo en alto su fe sin vacilar. Los métodos que usó en sus luchas están en contraste conspicuo con los de sus adversarios. Procuró vencer con argumentos, persuasión, no por la violencia. En la hora de la victoria fue generoso y tolerante. Los hombres contra los que pugnaba, en cambio, en lo que menos fiaban era en la justicia de su causa. Su único intento, según muestra la historia del período, era entramparle, rodearle, destruirle, y a este fin ningún acto era demasiado ruin, ninguna medida demasiado mezquina. Fue enviado cinco veces al exilio, y los hombres que le reemplazaron fueron un oprobio para la humanidad y la religión.' En el terreno moral solamente, al margen de la cuestión de verdad y error, el partido arriano del siglo cuarto ya queda condenado.
De las fases especiales del conflicto, sólo puedo hablar en términos brevísimos. No tardó mucho en cambiar la política de Constantino, y volvió a traer a Arrio y procuró imponerlo a la Iglesia, un paso frustrado sólo por la muerte súbita del gran heresiarca en la hora de su triunfo (336). Pero fue bajo el sucesor de Constantino, Constancio -un hombre de espíritu estrecho y despótico, débil e irresoluto, herramienta en manos de intrigantes, sin el genio de su padre, pero con toda la afición de éste para intervenir en los asuntos eclesiásticos-, que la crisis se hizo realmente aguda. Los hitos principales en la historia son el Concilio (semiarriano) de Antioquía en el año 341, notable por el número de sus credos; el Concilio (ortodoxo) de Sardica en 343, del que se retiró el bando de Eusebio, y estableció un concilio rival en Filipópolis; los concilios y credos múltiples de Sirmium, 351, 357 (arriano), 358 (semiarriano), 359; finalmente los concilios gemelos de Ariminum y Seleucia, 359, en conexión con los cuales, después de una prolongada resistencia, prevaleció la fuerza para asegurar la aceptación de una fórmula de la corte, y en que, en frase memorable de Jerónimo, «el mundo entero gimió y se asombró de hallarse arriano». Nos falta el espacio para contar en qué forma después de esto los partidos semiarrianos divergieron gradualmente; cómo la persecución del sector sincero de los mismos bajo Valente los llevó a los brazos de la ortodoxia; cómo las vicisitudes de fortuna llevaron a Teodosio al trono del Oriente, y dieron un nuevo giro a los asuntos en la capital, en que la predicación de Gregorio Nazianceno ya había dado oportunidad para un cambio en la opinión del pueblo; y que al final, en 381, fue convocado en Constantinopla el Concilio con el que termina la historia de la controversia arriana. Este Concilio, cuando se reunió, era puramente oriental; y fue sólo la adopción subsiguiente de sus decisiones por toda la Iglesia en general lo que le dio el título de «ecuménico». Tradicionalmente se adscriben al mismo las implicaciones al Credo de Nicea a que nos hemos referido antes. Esto se sabe ahora que es una equivocación. Las adiciones que recibió el Credo de Nicea no fueron la obra de este Concilio, sino que tuvieron un origen anterior. La mayoría de las cláusulas, por ejemplo, se hallan en el Credo de Cirilo de Jerusalén, hacia 350, y en un Credo de Epifanio de Salamis, hacia 374. El Credo así ampliado fue el adoptado por la mayoría y sancionado por el Concilio de Constantinopla --el «Concilio de los 150» , y aun de esto no hay evidencia contemporánea. El Credo ampliado fue atribuido a este Concilio por el Concilio de Calcedonia en 451.
Este fue, pues, el resultado doctrina] de esta controversia larga y atribulada, y se puede juzgar hasta qué punto fue un triunfo para la filosofía griega o una victoria para la fe cristiana. La verdad es que toda la fuerza de Atanasio se aplicó al rescate de la idea cristiana de Dios de manos de las influencias derivadas de la filosofía griega que intentaba subvertirla. Sohm, en su fogoso bosquejo de la historia de la Iglesia, dice con justicia que la lucha del Concilio de Nicea «no fue una disputa estéril sobre palabras, ni una pugna para introducir una idea especulativa más en la teología. Fue una lucha para la expulsión definitiva de la filosofía pagana del territorio cristiano, para que la esencia del Cristianismo no tuviera que ser buscada en una explicación lógica del Universo, ni su resultado en el establecimiento de una teoría filosófica. La helenización del Cristianismo fue combatida con éxito por Atanasio y el Concilio de Nicea». Las afirmaciones de Nicea son «metafísicas» sólo en el sentido de que todas las afirmaciones que relacionan al ser o esencia -afirmaciones, por ejemplo, sobre la existencia, personalidad, absolutez, eternidad de Dios, o también de nuestra propia identidad y libertad personal- son metafísicas. Pero estas afirmaciones, después de todo, son necesarias. El habla ordinaria está saturada de ellas, y no podríamos pasamos sin ellas. Lo que puede afirmarse verdaderamente es que, precisamente debido a que las definiciones nicenas se refieren a la esfera del ser y la esencia -son «metafísicas» en este sentido---, requieren ser suplementadas por otras sacadas de la esfera moral y espiritual. La manifestación más elevada de la Divinidad de Cristo hay que buscarla, según todos estarán de acuerdo, en la esfera del carácter y de la voluntad: en lo que hace lo humano en Cristo la imagen y exponente de lo divino: «Vimos su gloria, la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14).
Aquí, indudablemente, la teología moderna viene a suplementar las deficiencias de la teología nicena. Pero la teología moderna nunca puede prescindir del fundamento puesto en el testimonio de la teología nicena a la divinidad esencial de Cristo.
III. La divinidad suprema del Hijo ha sido establecida, pero el círculo de la doctrina trinitaria no había quedado completo todavía. No podía serlo hasta que se hubiera dado una expresión similar a la suprema divinidad y personalidad del Espíritu Santo. Esta era una fase de la controversia que no podía por menos que surgir, como escuela a las discusiones nicenas, y al mismo tiempo había de ser ayudada a una decisión por medio de ellas.
La controversia, pues, pertenece al siglo cuarto, pero los primeros estadios requieren unos comentarios.
La edad más primitiva de la Iglesia muestra pocos rastros de reflexión en la doctrina del Espíritu Santo. Desde el principio la Iglesia reconoció el triple nombre de Padre, Hijo y Espíritu, y por ello, de modo implícito, se puede decir que confesaba la divinidad y personalidad del Espíritu. Pero no había tratamiento dogmático del tema. La Iglesia poseía el Espíritu y no sentía la necesidad de discutirlo. Durante mucho tiempo la riqueza de material en las Epístolas apostólicas quedó inexplorada. Los Padres Apostólicos, en su mayor parte, se contentan usando las frases escriturales. Hermas parece haber confundido el Espíritu con el Hijo (ver Sim. v.). Los apologistas están exclusivamente ocupados con el Logos para tener mucho que decir sobre el Espíritu. No niegan ni su personalidad ni su deidad, pero, tal como en el caso del Hijo, no consideran su procesión como eterna, y, en consonancia con su inclinación subordinacionista, le colocan en el tercer rango de la Divinidad.' Teófilo, uno de los apologistas, es el primero en usar la palabra Trias. El movimiento montanista en el siglo segundo puede ser considerado como una reacción en favor del reconocimiento del Espíritu Santo; pero pasó a la extravagancia en su pretensión de inaugurar una nueva era del Paracleto. Los primeros Padres Católicos llevan la doctrina más adelante. La divinidad y personalidad del Espíritu es reconocida plenamente por Ireneo, Tertuliano, Clemente y Orígenes. Tertuliano lo llama expresamente «Dios», y hace hincapié en su unidad de esencia con el Padre y con el Hijo. Los Padres alejandrinos (no Tertuliano) reconocen su origen eterno, pero Orígenes, siguiendo la tendencia suya general, pone énfasis en la subordinación del Espíritu .2 Así como llama al Hijo un denteros teos, bién en un lugar habla del Espíritu como genoton (originado), aunque le exalta en honores y dignidad, como también en eternidad, sobre toda genota. Sus expresiones, pues, tienen un punto de conexión con las ideas sueltas del siglo cuarto; pero, en realidad, Orígenes sostenía firmemente la consustancialidad del Espíritu Santo con Dios.' Las herejías monarquianas, tanto en su forma unitaria como modal, por necesidad arrastraron consigo la negación del Espíritu como una persona distinta.
Sin embargo, fue en el siglo cuarto, como he dicho, y como resultado de la controversia arriana, que la doctrina del Espíritu llegó a ser discutida formalmente. Se había decidido en esta controversia, con respeto al Hijo, que no era una criatura, sino que tenía su personalidad en la esfera de lo divino. En este lado más elevado y eterno de su ser era omoousios- con el Padre. Pero si el Padre y el Hijo eran personas divinas, ¿qué podía decirse del Espíritu, el tercer miembro del círculo sagrado? La fórmula nicena no pronunció dictamen sobre esta cuestión, y sólo dijo brevemente, como una especie de apéndice al resto del Credo: «Y en el Espíritu Santo». Era aparente que se daba por sentado que, admitida la personalidad y divinidad del Hijo, también sería reconocido el Espíritu, pues de hecho no había sido puesto en entredicho por ningún sector de la Iglesia Católica. No fue hasta la mitad del siglo que parece haber mucha discusión sobre el tema. Los arrianos, negando la divinidad real del Hijo, naturalmente no podían reconocer la del Espíritu Santo, y parece que le consideraban como una criatura del Hijo, así como el Hijo era del Padre.
Después del año 350, sin embargo, estalló la controversia verdadera sobre el Espíritu. La aproximación gradual de los semiarrianos a la aceptación de la fórmula homoousion no implicaba que estaban igualmente dispuestos a extender esta fórmula al Espíritu. Empezaron a circular opiniones en contra libremente, desfavorables para el reconocimiento de la divinidad del Espíritu. Se declaraba por parte de muchos que era una criatura, y aun un espíritu ministrante, similar a los ángeles, y que difería de ellos sólo en grado (ver Sozomen, iv. 27). Atanasio halló que esta forma de creencia prevalecía en Egipto, y escribió en refutación de ella una serie de cartas a Serapio, un obispo en el Delta. El tema fue presentado en un concilio celebrado en Alejandría en el año 362, y la negación de la divinidad del Espíritu fue formalmente designada como herejía. Desde 360 el partido halló un jefe en el obispo depuesto de Constantinopla, Macedonio, un hombre violento y sin escrúpulos; y por medio de sus esfuerzos las nuevas ideas se esparcieron entre los semiarrianos. La Iglesia se vio de nuevo hundida en una confusión indescriptible. «¿Qué tormenta en el mar fue nunca tan violenta como esta tempestad en las Iglesias? En ella todas las marcas puestas por los Padres fueron quitadas; todo baluarte de opinión fue sacudido; todo iba a la deriva, lanzado de acá para allá. Nos atacamos los unos a los otros, nos derrocamos los unos a los otros; si nuestro enemigo no es el primero en herimos, somos heridos por el camarada a nuestro lado».
Sería pesado enumerar los sínodos y credos que intentaron frenar esta herejía macedoniana («Pneumatomachian»). Los tratados sobre el Espíritu Santo, o contra los macedonianos, ahora se incorporan a los escritos de los Padres con los escritos contra los eunomianos y otros herejes. Entre los extravíos que pintan de modo tan gráfico, la mente de los lectores nunca vaciló respecto al punto donde estaba la verdad, ni la Iglesia, bajo su guía, vaciló en el testimonio público que dio. Aparte de otras razones, los defensores de la divinidad del Espíritu tenían siempre este gran argumento a su favor: que si se admitía la homoousion del Hijo con el Padre, era difícil negar la aplicabilidad de la idea al Espíritu, el cual, se dijera lo que se dijera de El, siempre es reconocido en las Escrituras como divino en pleno sentido. Son pocos los que al parecer negaron la personalidad del Espíritu, aunque sabemos por Gregorio que los había. En los tiempos modernos, por otra parte, es generalmente la personalidad, no la divinidad, lo que se niega. Sin embargo, si se admite que son personales los dos miembros del círculo trinitario, el tercero, por esta misma razón, se puede suponer que lo es también. Es esta implicación lógica de la doctrina con la otra lo que hace que sea raro que para los que admiten la personalidad y divinidad del Hijo nieguen una personalidad y divinidad semejantes al Espíritu. La misma implicación lógica explica el hecho de que la controversia sobre la divinidad suprema del Espíritu, si bien aguda, fue también corta. La herejía macedoníana fue condenada definitivamente junto con la de Arrio en el Concilio de Constantinopla en el año 381. Después de esto parece muerta, por lo menos no se oye ya mucho de ella. Ha dejado su recuerdo en la cláusula ampliada en el Credo Niceno a la cual nos hemos referido antes. Cito el conjunto de esta nueva porción, que deja explícita la divinidad del Espíritu, y reafirma ciertos artículos ya abarcados en el Credo de los apóstoles. «Y [creemos] en el Espíritu Santo, Señor y dador de la vida; que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo juntamente es adorado y glorificado; que habló por los profetas. En una Iglesia santa, católica y apostólica. Reconocemos un bautismo para la remisión de los pecados; esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo venidero.»
Se observará que la palabra controvertida omoousios- no ocurre en esta adición al Credo. Es posible que fuera omitida a propósito para no herir las susceptibilidades de nadie; pero la afirmación de la divinidad suprema del Espíritu queda suficientemente clara, y las cláusulas pueden considerarse como regidas por la afirmación respecto al Hijo. La Iglesia nunca ha vacilado en la interpretación que se le da. Será difícil también señalar nada en estas cláusulas que pueda ser llamado «metafísico» en justicia, o que tenga analogía alguna con la filosofía griega. Incluso el término «procede» no tiene el sentido teológico fijo que ha adquirido más tarde. Su uso se basa en la idea etimológica de espíritu como algo que es respirado, expirado, y se emplea para distinguir el modo de origen del Espíritu del Hijo, que, en armonía con la relación filial, se dice que es «engendrado». Hay indudablemente una distinción cubierta por la diferencia de términos, pero debe ser reconocido libremente que pasamos aquí al reino de lo inefable.

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El Progreso del Dogma
por Dr. James Orr

Índice:
Prefacio
Capítulo I: Idea del Curso, Relación del dogma a su historia, Paralelismo del desarrollo lógico e histórico.
Capítulo II: Ideas primitivas apologéticas y religiosas fundamentales --Controversia con el Paganismo y el Gnosticismo (siglo segundo)
Capítulo III: La doctrina de Dios; la Trinidad y la Divinidad del Hijo y del Espíritu - Controversias Monarquiana, Arriana y Macedónica - (siglos tercero y cuarto)
Capítulo IV: Continuación del mismo tema. - Las controversias arriana y macedoniana (siglo cuarto)
Capítulo V: La doctrina del hombre y del pecado; la gracia y la predestinación - La controversia agustiniana y pelagiana (siglo quinto)
Capítulo VI: La doctrina de la Persona de Cristo, Las controversias cristológicas:  Apolinaria, Nestoriana, Eutiquiana, Monofisita, Monotelita (siglos quinto al séptimo)
Capítulo VII :La doctrina de la expiación -Desde Anselmo y Abelardo a la Reforma -(siglos once al dieciséis)
Capítulo VIII: La doctrina de la aplicación de la redención; la justificación por la fe; la regeneración, etc. - El Protestantismo y el Catolicismo Romano - (siglo dieciséis)
Capítulo IX: La teología posterior a la Reforma; Luteranismo y Calvinismo - Nuevas influencias activas sobre la Teología y sus resultados en el Racionalismo (siglos diecisiete y dieciocho)
Capítulo X: Reformulación moderna de los problemas de la Teología - La doctrina de las postrimerías (siglo diecinueve)
APÉNDICE

Biblioteca
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