Capítulo IV 

Tres heterodoxos españoles en la Francia revolucionaria. Otros heterodoxos extravagantes o que no han encontrado fácil cabida en la clasificación anterior.

I. El teósofo Martínez Pascual. Su Tratado de la reintegración de los seres. La secta llamada de los «martinezistas». -II. El «theophilánthropo» Andrés María Santa Cruz. Su Culto de la humanidad. -III. El abate Marchena. Sus primeros escritos: su traducción de LUCRECIO. Sus aventuras en Francia. Vida literaria y política de Marchena hasta su muerte. -IV. Noticia de algunas «alumbrados»: la beata Clara, la beata Dolores, la beata Isabel, de Villar del Águila. -V. El cura de Esco. -Adición: ¿Puede contarse entre los heterodoxos españíoles al P. Lacunza?

- I -
El teósofo Martínez Pascual. -Su «Tratado de la reintegración de los seres». -La secta llamada de los «martinezistas».

    No serán peregrinos, para quien quiera que haya estudiado con atención el movimiento filosófico de las primeras décadas de este siglo y la especie de reacción antisensualista que en Francia se produjo, para venir a engendrar, de una parte, el espiritualismo ecléctico, y de otra, el tradicionalismo católico, el nombre y los escritos del teósofo Claudio de Saint Martin comúnmente llamado el filósofo desconocido, en cuyos escritos, de nebuloso y aéreo misticismo, se hallan los gérmenes de ciertas ideas sobre la revolución francesa y su ley providencial, sobre la culpa y la expiación y sobre los sacrificios, que poco después fueron desarrolladas con elocuencia de fuego y difundidas de gente en gente por el regio espíritu de José de Maistre.

    La celebridad de Saint Martin vive, aún más que en sus oscuros libros, en los estudios que han dedicado a rehabilitar su memoria críticos tan elegantes e ingeniosos como Caro y Sainte-Beuve, y sobre todo en los extensos libros que primero Matter, el historiador del gnosticismo, y lueyo Franck, el expositor de la cábala, han dedicado a su doctrina, a los precedentes de ella, a sus maestros y a sus discípulos (2551).

    Saint Martin era algo más y algo menos que pensador y filósofo. No era cristiano, o lo era a su modo, y no afiliado en secta conocida; pero era místico, y con ser místico heterodoxo, [624] no llegaba a panteísta, y se quedaba en el deísmo de su tiempo. La lectura de los libros del zapatero alemán del siglo XVI Jacobo Boehme le hizo teósofo, pero tampoco se paró en la teosofía, sino que llegó a la teurgia, pretendiendo comunicaciones inmediatas y directas con los seres sobrenaturales y luces y revelaciones extraordinarias.

    En vano se quiere extirpar del humano espíritu la raíz de lo maravilloso; ¿quién la arrancará de cuajo? Derechas o torcidas, sus ramas buscan siempre el cielo. Cuando la demolición escéptica deja vacía de fe y de consuelos un alma, refúgiase ésta, si no es totalmente ruda, grosera y apegada a la materia, en cierto misticismo vago, en nieblas espiritualistas, y con más frecuencia aún en las ciencias ocultas y en las artes mágicas y vedadas. Cuando el aquejado de tan grave dolencia de incredulidad es todo un siglo, brotan en él como por encanto los seudoprofetas, los fingidores de milagros, los prestidigitadores científicos, los magnetizadores y nigromantes, los evocadores de espíritus los aventureros de longevidad portentosa, los intérpretes de las escondidas y misteriosas propiedades de piedras y plantas, los fisionomistas dotados del poder de la adivinación, los transmutadores de metales, los inventores de panaceas..., toda la turbamulta de personajes estrafalarios y grotescos, ora soñadores e ilusos, ora truhanes y buscavidas, que iluminaron con tan extraña luz los últimos años del siglo XVIII: Cagliostro, Casanova, Lavater, Swedemborg, Saint-Germain, los filaletas, Mesmer y otros innumerables, de cuyas influencias no se libertó la juventud de Goethe.

    Saint Martin procedía de estos singulares conciliábulos, santuarios místicos o logias, cuya red se extendía por toda Europa; pero su alma generosa, cándida e inclinada al bien fue apartándole poco a poco de aquellas tenebrosidades y llevándole a los espacios serenos de la pura filosofía, que llegó a entrever en sus últimos libros, donde la tendencia cristiana y providencialista es manifiesta. Pero antes de llegar a este término, el futuro autor del Ministerio del hombre-espíritu, el que deshizo y trituró, en su controversia con Garat, la doctrina condillaquista de la influencia de los signos en la abstracción, el precursor de De Maistre en las Consideraciones filosóficas y religiosas sobre la revolución francesa, había pasado por muchas y extraordinarias aventuras intelectuales, sometiéndose dócilmente al yugo de pietistas, reveladores y hierofantes muy inferiores a él, ora antiguos y olvidados, como Jacobo Boehme, ora contemporáneos suyos, como Martínez Pascual, a quien todos convienen en tener por su maestro. Saint Martin, militar joven, incrédulo ya a consecuencia de sus lecturas de Voltaire y Diderot, pero naturalmente inclinado a creer, ya fuese en Dios o en el demonio, y, por decirlo así, hambriento de lo maravilloso, se hallaba de guarnición en Burdeos cuando varios oficiales amigos suyos le ofrecieron iniciarle en una logia o conventículo dirigida por un judaizante [625] español de quien se contaban maravillas. Y Saint Martin se dejó llevar dócil a la escuela de los martinezistas.

    El singular personaje que gobernaba aquella caverna debía ser, a no dudarlo, hombre de extraordinaria potencia intelectual y de fuerza de voluntad no menor, cual se requerían para fanatizar hasta el delirio a sus numerosos adeptos. A diferencia de otros taumaturgos, era desinteresado, lo cual contribuía a alejar toda sospecha y a acrecentar su crédito. Su biografía permanece envuelta en nieblas; unos le llaman español; otros, portugués; para nosotros, todo es uno, y además nadie fija el lugar de su nacimiento. El Tratado de ta reintegración de los seres denuncia escaso conocimiento de la lengua francesa y está atestado de frases bárbaras, que lo mismo pueden ser castellanismos que lusismos. Era de familia judía, pero había recibido el bautismo, como todos los de su ralea que andaban por España; luego emigró, y dejó de ser cristiano, pero no para volver al judaísmo, sino para crear una especie de secta, mezcla informe de cábala y tradiciones rabínicas, de gnosticismo y teosofía, de magnetismo animal y de espiritismo, complicado todo con el aparato funéreo y mistagógico de las sociedades secretas.

    Para juzgar de esta doctrina tenemos dos fuentes diversas; primero, la obra capital del mismo Martínez, intitulada Tratado de la reintegración de los seres en sus primeras propiedades, virtudes y potencias espirituales y divinas; segunda, los libros y tradiciones de sus discípulos, que reproducen la enseñanza de Martínez, más o menos adulterada en puntos sustanciales.

    El Tratado de la reintegración nunca se ha impreso entero, y quizá no llegue a imprimirse nunca, porque su forma es bárbara e indigesta; su lectura, cansadísima. Las copias manuscritas son muy raras, y Matter declara no conocer más que dos: una, que él poseía en Francia, y otra, en la Suiza francesa. De la copia de Matter se valió Franck para reproducir las 26 primeras hojas, o introducción, del manuscrito (2552), que bastan, juntamente con el análisis de Matter, para dar idea del plan y contenido de la obra, que, como se verá, es cábala pura.

    «Desde la eternidad -dice Martínez Pascual- emanó Dios seres espirituales para su propia gloria en su inmensidad divina. Estos seres estaban obligados a un culto, que la divinidad les había prescrito con leyes, preceptos y mandamientos eternos. Eran libres y distintos del Criador y tenían propiedades o virtudes espirituales y personales. Antes de su emanación existían en el pensamiento de la divinidad, pero sin distinción de acción, pensamiento o entendimiento particular, porque en Dios hay innata una fuente irrestañable de seres, que Él emana cuando place a su libre voluntad. Los primeros espíritus que emanaron del seno de la divinidad se distinguían entre sí por sus virtudes, su poder y su nombre; ocupaban la inmensa circunferencia divina, llamada vulgarmente dominación, y con nombre más [626] misterioso círculo denario. Estos cuatro primeros principios espirituales atesoraban una parte de la dominación divina, un poder superior, mayor, inferior y menor (en esta gradación: 18, 10, 8, 4,) por el cual conocían todo lo que podía existir en los seres espirituales que no habían emanado aún del seno de la divinidad. Esta virtud innata en ellos la conservaron después de su prevaricación y caída porque es de saber que su pecado consistió en que, habiendo nacido para obrar como causas segundas, quisieron prevenir, condenar y limitar el pensamiento divino en sus operaciones de creación, así pasadas como presentes y futuras, o ser ellos mismos creadores de causas terceras y cuartas. He aquí la raíz del mal espiritual, y por eso los tales seres fueron desterrados a lugares de sujeción, privación y miseria impura, contraria a su naturaleza inmaterial.

    ¿Y cuáles fueron esos lugares? El universo físico, que, Dios creó expresamente para que los espíritus perversos ejercitasen su malicia. El hombre fue emanado y emancipado mucho más tarde, pero con virtudes y poderes iguales a los que tenían los primeros espíritus. El hombre primitivo era espíritu puro, y con esta forma gloriosa operaba sobre todas las formas corpóreas activas y pasivas, generales y particulares. Adán en su primer estado de gloria venía a ser el émulo del Creador, y leía como en libro abierto los pensamientos y operaciones divinas y mandaba en todo ser activo y pasivo de los que habitan la corteza terrestre y su centro, hasta el centro celeste, llamado cielo de Saturno. Gozaba de extraordinarias potencias taumatúrgicas, pero la soberbia le perdió, instigándole los ángeles malos a operar, en calidad de ser libre, ya sobre la divinidad, ya sobre toda la creación; en suma, a reformarla y hacer obra nueva.

    A tal tentación, Adán se sintió extraordinariamente sobrecogido, y cayó en éxtasis espiritual animal, del cual se aprovechó el espíritu maligno para insinuarle su poder demoníaco, en oposición a la ciencia divina que el Creador le había enseñado para sostener todos los seres inferiores a él. Adán, apenas despertó, repitió las palabras y el ceremonial que habían usado los ángeles malos en su tentativa de creación. Colocado Adán, a quien simbólicamente se llama el menor, en la tierra levantada sobre todo sentido, se dejó seducir por las voces de los espíritus, que en coros le decían: «Adán, tienes innato el verbo de creación en todos géneros; eres poseedor de todos los valores, pesos y medidas; ¿por qué no operas con el poder de creación divina que hay en ti?» Adán, lleno de orgullo, trazó seis círculos a semejanza de los del Criador; es decir, operó seis actos de pensamientos espirituales, ejecutó físicamente y en presencia del espíritu seductor su criminal operación; pero ¡cuál sería su sorpresa cuando en vez de la forma gloriosa que esperaba, se encontró con una forma tenebrosa, material, pasiva, opuesta a la suya y sujeta a la privación y corrupción! No era realmente la suya, sino una semejante a la que debía recibir después de [627] su prevaricación. Así degradó su propia forma impasiva, de la cual hubieran emanado formas gloriosas como la suya, una posteridad de Dios sin límites ni fin, porque las dos voluntades de creación hubieran sido una en dos sustancias. Dios, en castigo de tan criminal operación, cambió la forma de Adán en una forma de materia impura, semejante a la que él había fraguado, y le arrojó a la tierra como los demás animales.» Entonces Adán conoció su crimen, se humilló y dirigió al Señor de los espíritus buenos y malos, Dios fuerte del Sábado, una plegaria, cuyo texto nos da al pie de la letra el autor ni más ni menos que si la hubiera oído.

    Hasta aquí llega la parte impresa del tratado, faltando, por consiguiente, el principio de la reintegración o palingenesia, que consistirá, como en todos los sistemas gnósticos, en la vuelta de los eones a la sustancia divina de donde emanaron. Puede conjeturarse que como medios para acelerar esta reintegración, que no era del hombre sólo, sino de todas las criaturas, y hasta del demonio, aconsejaba Martínez Pascual la purificación moral y ciertas prácticas teúrgicas.

    Cójase ahora cualquier exposicion del Zohar; recuérdese lo que en otras partes de esta Historia queda dicho de los sephirot y del Adam-Kadmon de los cabalistas, y se verá con poco trabajo cuál era el fondo de las especulaciones teológicas o teosóficas de Martínez, en que hasta la forma es oriental y anacrónica en el siglo XVIII; no de filósofo que razona, sino de vidente inspirado que revela a los mortales lo que descubrió en los divinos arcanos y cuenta con extraordinaria sencillez las conversaciones de los ángeles.Como falta la segunda parte de su tratado en los dos manuscritos que se conocen, no puede sacarse en claro lo que pensaba de la divinidad de Cristo, y, a decir verdad, sólo dos puntos capitales de su doctrina se conocen bien: la teoría de la emanación y la del pecado original.

    Para todo lo demás es preciso acudir a sus discípulos, pero con algún escrúpulo y parsimonia, porque no todos le entendieron, y otros hicieron con él lo que Platón con Sócrates, poniendo en cabeza suya mil imaginaciones propias aún mas extrañas que la de la reintegración.

    Los trabajos de iniciación de Martínez traían larga fecha: habían comenzado en 1754, extendiéndose con más o menos resultado a París, Burdeos y Lyón. Pero, entre tantos afiliados, ninguno llegó a poseer todo el secreto de la enseñanza esotérica. Al mismo Saint Martin no le hizo las comunicaciones supremas. Tampoco adelantaron mucho más el abate Fournie, el conde de Hauterive, la marquesa de Lacroix ni el mismo Cazotte. A cada uno comunicó solamente Martínez aquella parte de la doctrina que convenía a su disposición y alcance.

    El abate Fournie era un visionario ignorante que quería conciliar el catolicismo con la teurgia. Refugiado en Londres durante la revolución, publicó allí en 1801 su apocalipsis con el extraño [628] título de Lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos, especie de parodia del tratado de La reintegración, lleno, como éste, de pormenores cabalísticos y de extrañas teorías neumatológicas sobre los ángeles y, lo que es más singular, empapado en las ideas cristológicas de Miguel Servet y de los más antiguos unitarios, con un sabor panteísta muy acentuado, de que, por el contrario, Saint Martin está inmune.

    He aquí como explica Fournie la reintegración: «Y conforme recibamos el Espíritu de Dios, que insensiblemente se nos comunica, y lleguemos al conocimiento perfecto de su esencia, nos haremos uno, como Dios es uno, y seremos confundidos en la unidad eterna de Dios Padre, Hijo y Espíritu Eterno y anegados en el piélago de las celestiales y eternas delicias.»

    Pero lo curioso para nosotros en el libro del abate Fournie no es esta especie de aniquilación o nirvana indostánico, sino los datos que nos comunica sobre los procedimientos de iniciación que en su logia usaba Martínez. «Después de haber pasado mi juventud -escribe su discípulo- de una manera tranquila y oscura, según el mundo, quiso Dios inspirarme ardiente deseo de que fuese realidad la vida futura y cuanto yo oía decir de Dios, de Jesucristo y de los apóstoles. Unos dieciocho meses pasé en la agitación que me causaban estos deseos, hasta que Dios me otorgó la merced de encontrar a un hombre que me dijo familiarmente: «Venid a verme; somos hombres de-bien. Abriréis un libro, miraréis la primera hoja, leyendo sólo algunas palabras por el centro y por el fin, y sabréis todo lo que el libro contiene. Mirad cuánta gente pasa por la calle: pues bien, ninguno de ellos sabe por qué camina, pero vos lo sabréis.» Este hombre que me hablaba de un modo tan extraordinario se llamaba Don Martinets de Pasquallis (sic). Al principio creí que era un hechicero o el mismo diablo en persona, pero a esta primera idea sucedió luego otra. «Si este hombre -me dije interiormente- es el diablo, es prueba de que realmente existe Dios, y como yo no deseo más que llegar a Dios, iré caminando siempre hacia él, aunque el diablo crea llevarme hacia sí.» Pensando esto, fui a casa de Martínez y me admitió en el número de los que le seguían. Sus instrucciones diarias eran que pensásemos siempre en Dios, que creciésemos en virtudes y que trabajásemos para el bien general... Muchas veces nos dejaba suspensos y dudando si era verdad o falsedad lo que veíamos; si era él bueno o malo, si era ángel de luz o demonio... De tiempo en tiempo recibía ya algunas luces y rayos de inteligencia, pero todo se me desaparecía como un relámpago. Otras veces, aunque raras, llegué a tener visiones, y creía yo que M. de Pasquallys tenía algún secreto para hacer pasar estas visiones por delante de mí y que para que todas a los pocos días se realizasen.»

    Con el tiempo, el abate Fournie acabó de perder el seso, y tuvo apariciones, entre ellas la de su propio maestro, ya difunto. [629] «Un día que estaba arrodillado en mi cuarto pidiendo a Dios que me socorriese, oí de pronto (serían como las diez de la noche) la voz de Martínez, mi director, que había muerto corporalmente hacía más de dos años, y que hablaba con toda distinción fuera de mi cuarto, cuya puerta estaba cerrada, así como las ventanas. Miro del lado del jardín, de donde procedía la voz, y veo con mis ojos corporales, delante de mí, a M. de Pasqually, y con él a mi padre y a mi madre, que estaban asimismo corporalmente muertos. ¡Dios sabe qué noche tan terrible pasé! Entre otras cosas, sentí mi alma herida por una mano, que traspasó mi cuerpo, dejándome una impresión de dolor que lengua humana no puede expresar, y que me pareció dolor no del tiempo, sino de la eternidad... Veinticinco años han pasado, pero aquel golpe fue tan terrible, que daría de buen grado todo el universo, todos sus placeres y su gloria, por no volver a ser herido de aquella manera. Digo que vi en mi cuarto a M. de Pasquallys con mi padre y mi madre y que me hablaron y les hablé como los hombres hablan ordinariamente entre sí. También se me apareció una de mis hermanas, que estaba corporalmente muerta hacía veinte años, y, en fin, otro ser que no pertenece al género humano. Poco después vi pasar distintamente ante mí y cerca de mí a nuestro divino Maestro, Jesucristo, clavado en el árbol de la cruz.»

    Prosigue refiriendo otras visiones, en que no interviene Martínez, y añade con acento de inquebrantable convicción: «Todo esto lo vi por mis ojos corporales hace más de veinticinco años, mucho antes que se supiera en Francia que existía Swedemburg ni se conociese el magnetismo animal.» Fournie se considera como un médium y da su libro por transcripción literal de sus inspiraciones. Vivía en continuo consorcio con los espíritus. «No sólo los he visto una vez, sino años enteros y constantemente, yendo y viniendo con ellos, en casa y fuera de ella, de día y de noche, solo y acompañado, hablándonos mutuamente y como los hombres se hablan entre sí.»

    De la marquesa de Lacroix, discípula predilecta de Martínez en París, cuenta Saint Martin que tenía manifestaciones sensibles, es decir, que veía y oía a los espíritus, interrumpiendo a veces la conversación que sostenía con las entes que llenaban sus salones para dirigirse a los seres invisibles que se aparecían de repente a los ojos de su extraviada fantasía.

    En Lyón había fundado Martínez la logia de la Beneficencia, de la cual era el alma el conde de Hauterive, con quien Saint Martin trabajó en las ciencias ocultas por los años de 1774, 1775 y 1776, sin que se sepa a punto fijo lo que consiguieron, porque la fraseología de los martinezistas es tan oscura, que nos deja a media miel cuando mayores cosas anuncia. Pero debían de ser ejercicios estupendos, puesto que querían llegar nada menos que «al conocimiento físico de la causa activa e inteligente», es decir, a la visión o intuición directa y sensible del Hijo de Dios. [630] Díjose que el conde de Hauterive tenía, como Hermótimo de Claromene, la facultad de abandonar el cuerpo cuando quería, pero Saint Martin redondamente lo niega.

    De todos los discípulos de Martínez, él y Cazotte, célebre por su profecía supuesta de la revolución francesa, eran los que menos se avenían con el aparato y la maquinaria taumatúrgica que usaba el español para las iniciaciones. «¿Cómo, maestro, son necesarias todas estas cosas para ver a Dios?», le preguntó un día, y Martínez contestó sin dejar su tono de inspirado: «Es preciso contentarnos con lo que tenemos», es decir, entendemos con las potencias inferiores a falta de comunicación directa con la causa suma. Saint Martin nos refiere que en la escuela de Martínez las comunicaciones sensibles y físicas eran numerosas y frecuentes, y que en ellas se comprendían todos los signos indicativos del Reparador, esto es, si la interpretación de Franck no parece errada, Cristo crucificado, Cristo resucitado, Cristo en gloria y majestad. Pero esto era sólo para los principiantes, entre quienes se contaba Saint Martin, porque otros llegaban a la grande obra interior, habiendo hombre que durante los equinoccios, y mediante una especie de descomposición, veía su propio cuerpo sin movimiento, como separado de su alma.

    Como Martínez Pascual pasó su vida en trabajos subterráneos, apenas quedan datos positivos de él, no obstante su extraordinaria influencia, ni es fácil siquiera determinar las fechas. Saint Martin debió conocerle y ponerse bajo su dirección entre los años de 1766 y 1771. Consta que en 1779 murió Martínez en Puerto-Príncipe de Santo Domingo.

    Pero no murió con él la secta; lo que hizo fue dividirse. De ella nacieron otras dos: la de los grandes profesores y la de los philaletas. Estos últimos, cuyo centro residía en Versalles, buscaban la piedra filosofal, por lo cual Saint Martin se apartó de ellos con enojo, teniéndolos por gente grosera, codiciosa e iniciada sólo en la parte formal de la teurgia. Deben ser los mismos que José de Maistre llama los cohen, y que formaban una jerarquía especial y superior entre los iluminados. En Alemania se propagó extraordinariamente una rama de los martinezistas, con el nombre de Escuela del Norte, y en ella se alistaron personajes de cuenta como el príncipe de Hesse, el conde de Bernstorf, la condesa de Reventlow... Poco después Swedemborg oscureció y destronó a Martínez Pascual, y su nombre y la tradición de su enseñanza se perdieron en la turbia corriente del sonambulismo y del espiritismo moderno. Hay, con todo, una diferencia radical entre los espiritistas y Martínez Pascual: los unos limitan por lo general sus invocaciones a las almas de los muertos, al paso que Martínez, dotado de virtudes más activas, ofrecía por término de su enseñanza la intuición sensible de Dios. Yo también he tenido algo de lo físico, decía Saint Martin, y la frase es digna de registrarse, porque Saint Martin era un espíritu elegante y delicado, nacido para el idealismo. Necesaria [631] era toda la espantosa anarquía y desorganización intelectual del siglo XVIII, en que el materialismo había borrado todos los linderos del mundo inmaterial y del terrestre, sin calmar por eso la ardiente e innata aspiración a lo suprasensible que hierve en el fondo del alma humana, para que un dogmatismo como el de Martínez Pascual, parodia inepta del Antiguo y Nuevo Testamento, mezclada con los sueños de vieja de los antiguos rabinos y con escamoteos y prestidigitaciones de charlatán de callejuela, lograra ese dominio y esa resonancia y arrastrase detrás de sí tan claros entendimientos como el del autor de L'homme de désir, en quien había muchas de las cualidades nativas de un egregio filósofo cristiano (2553).




- II -

El theophilánthropo Andrés María Santa Cruz. -Su «Culto de la humanidad».

    Cuando cejó un tanto el furor ateo de los primeros tiempos revolucionarios y cayó desprestigiado por su mismo exceso de ferocidad el culto de la diosa Razón, comenzó a notarse cierta reación espiritualista y deísta, que tomó al principio las formas más grotescas. Declaróse oficialmente la existencia del Ser Supremo, y Robespierre organizó fiestas, himnos y procesiones en honor suyo. Los convencionales habían determinado perdonar la vida al Ser Supremo, visto que un pueblo no podía vivir sin religión. El inventar una coartada a su talle y medida e imponerla por ley con su correspondiente y revolucionaria sanción penal, les parecía cosa hacedera y sencillísima. Además, muchos de ellos no eran ateos, sino deístas o algo más, y juraban sobre la Confesión del vicario saboyano, que les servía de Evangelio.

    Tales cultos duraron menos que sus mismos autores. El de Robespierre cayó con él en 9 de thermidor. Pero no fue bastante este fracaso para impedir nuevas tentativas de este género, entre las cuales logró cierta nombradía, en tiempo del Directorio, la secta de los theophilánthropos.

    Atribúyese su fundación al director La Revéillère Lepeaux, pero él lo niega rotundamente en sus Memorias (2554): «No tomé ninguna parte en la institución del culto de los theophilánthropos, que creó Valentín Haüy, hermano del célebre mineralogista e inventor de procedimientos de educación para los ciegos. Se había asociado con otros ciudadanos que yo tampoco conocía.»

    Estos ciudadanos vinieron a buscar a La Revéillère, que, desde luego, les prometió su apoyo oficial, aunque ni él ni su mujer quisieron nunca asistir a las ceremonias teofilantrópicas, y sólo una vez consintieron que su hija fuese. El Directorio [632] dio órdenes al ministro de Policía, Sotin, para que protegiese a los fundadores de la nueva institución y les suministrase los módicos recursos que exigía un culto tan sencillo y poco dispendioso, como que se reducía a recomendar, en interminables pláticas, el amor a Dios y a los hombres, la fraternidad universal y la ley de la naturaleza, el panfilismo y las virtudes filosóficas a lo Sócrates, a lo Epicteto o a lo Marco Aurelio. Mucha túnica blanca, mucho coro de niños y de doncellas, mucha reminiscencia de las candideces del Telémaco, mucho discurso soporífero, nada de misterios, teologías ni símbolos.

    El Gobierno protegió mucho aquel culto flamante, que traía la pretensión de extinguir los odios religiosos y hermanar a los mortales con vínculos de amor indisoluble. Se imprimieron y repartieron con profusión catecismos y manuales, que juntos forman hoy una colección bastante rara; se publicó para uso de los afiliados una pequeña biblioteca de moralistas antiguos, desde Zoroastro y Confucio hasta los estoicos; se recomendó a los padres de familia que enviasen sus hijos a aquellos templos y escuelas de la humanidad, que habían de educar una generación más fuerte y viril que la de España; y dieron al nuevo culto el apoyo de su nombre algunos literatos de fama, entre ellos el ingenioso y delicado autor de Pablo y Virginia, Bernardino de Saint-Pierre, que fue toda su vida fervoroso idólatra de la naturaleza, aunque debió a reminiscencias y dejos del sentimiento cristiano la mejor parte de su gloria.

    Figuraba en primera línea entre los theophilánthropos un español llamado Andrés María Santa Cruz, de quien restan muy pocas y oscuras noticias (2555). Natural de Guadalajara y sujeto de no vulgar instrucción, lo estrafalario de su carácter y sus ideas le habían tenido casi siempre en la miseria, que él arrastró por todas las capitales de Europa. Un príncipe alemán le encontró en Tours, y, compadecido de su desastroso estado, le hizo ayo de sus hijos. Al tiempo de estallar la revolución francesa se hallaba en Londres y, entusiasmado con los principios cuyo triunfo alboreaba, abandonó a sus discípulos, y a fines de 1790 estaba ya en París, trabajando por su cuenta en la emancipación universal y perorando en las sociedades patrióticas. Entonces se hizo amigo de La Revéillère Lepeaux, cuyos peligros, fugas y ocultaciones compartió después de la prisión de los girondinos y en la época del Terror.

    Fuera de esto, Santa Cruz parece haber sido personaje muy oscuro e ignorado, y ninguno de los historiadores de la revolución francesa le menciona. Quizá con las Memorias de La Revéillère Lepeaux, que sólo conocemos en extracto, puesto que impresas en 1873, aún no han pasado al dominio público y duermen en un subterráneo de Angers, puedan ampliarse o corregirse algo [633] estas noticias. En los trozos publicados, el famosorevolucionario guarda alto silencio acerca del pobre Santa Cruz.

    Poco medró éste con el advenimiento de sus amigos al Poder, pero se consoló arrojándose en cuerpo y alma en la secta de los theophilánthropos, de la cual fue uno de los primeros sacerdotes, y cuyos dogmas expuso en un folleto titulado Le culte de l'humanité, que se imprimió en París el año V de la república. Dicen los que le han visto que es una especie de código de la tolerancia, en que se enaltece pomposamente la moral y se afirma la existencia de Dios y la caridad universal, sin otro dogma ninguno. Todos mis esfuerzos para haber a las manos este opúsculo han sido infructuosos hasta ahora. En vano recorrí las bibliotecas de París y escribí a varios eruditos de allá. Como Bermúdez de Castro, único biógrafo que asegura haber leído el Culto de la humanidad, da las señas tan imperfectamente, ha sido imposible hallarle. Quizá se publicó anónimo o seudónimo; quizá habrá perecido, como tantos otros cuadernos de pocas páginas. La pérdida no es muy de sentir, porque los diez o doce librejos que he visto de los teofilántropos son el colmo de la insulsez soñolienta. Con todo eso, yo me alegraría de añadir a mi colección, a título de curiosidad bibliográfica, un ejemplar del Culto de la humanidad.

    A pesar de la protección oficial, la teofilantropía no llegó a madurar y murió en flor. Sólo en París y en algunos departamentos del Norte logró secuaces; ni uno solo en el mediodía. El público los silbó, y al poco tiempo nadie se acordaba de ellos. Santa Cruz, más desalentado y más miserable cada día, pero republicano siempre y aborrecedor del régimen bonapartista, determinó volver a España, donde nadie se acordaba de él, y acabar en paz sus trabajosos días. Cubierto de harapos llegó a una posada de Burgos en 1803, y allí le asaltó agudísima fiebre, de la cual a pocos días murió, sin haber querido descubir su nombre a persona alguna. Abierta su maleta, aparecieron muchos papeles y varios ejemplares del Culto de la humanidad.




- III -
El abate Marchena. -Sus primeros escritos: su traducción de Lucrecio. -Sus aventuras en Francia. -Vida literaria y política de Marchena hasta su muerte.

    Como propagador de la sofistería del siglo XVIII en España; como representante de las tendencias políticas y antirreligiosas de aquella edad en su mayor grado de exaltación; como único heredero, en medio de la monotonía ceremoniosa del siglo XVIII, del espíritu temerario, indisciplinado y de aventura que lanzó a los españoles de otras edades a la conquista del mundo intelectual y a la del mundo físico; como ejemplo lastimoso de talentos malogrados y de condiciones geniales potentísimas, aunque el viento de la época las hizo eficaces para el mal, merece el abate Marchena que su biografía se escriba con la posible [634] claridad y distinción, juntando los datos esparcidos y añadiendo bastantes cosas nuevas que resultan de los papeles suyos que poseemos (2556) y (2557).

    Don José Marchena Ruiz de Cueto, generalmente conocido por el abate Marchena, nació en Utrera el 18 de noviembre de 1768. Sus padres eran labradores de mediana fortuna.

    Comenzó en Sevilla los estudios eclesiásticos, pero sin pasar de las órdenes menores; aprendió maravillosamente la lengua latina, y luego se dedicó al francés, leyendo la mayor parte de los libros impíos que en tan gran número abortó aquel siglo, y que circulaban en gran copia entre los estudiantes de la metrópoli andaluza, aun entre los teólogos. Quién le inició en tales misterios, no se sabe; sólo consta que antes de cumplir veinte años hacía ya profesión de materialista e incrédulo y era escándalo de la Universidad. No eran mejores que él casi todos sus condiscípulos, los poetas de la flamante escuela sevillana, pero disimulaban mejor y se avenían fácilmente con las exterioridades del régimen tradicional, mientras que Marchena, ardiente e impetuoso, impaciente de toda traba, aborrecedor de los términos medios y de las restricciones mentales, indócil a todo yugo, proclamaba en alta voz lo que sentía, con toda la imprevisión y abandono de sus pocos años y con todo el ardor y vehemencia de su condición inquieta y mal regida. Decidan otros cuál es más funesta: la impiedad mansa, hipócrita y cautelosa o la antojadiza y desembozada; yo sólo diré que siento mucha menos antipatía por Marchena revolucionario y jacobino, que por aquellos doctos clérigos sevillanos afrancesados primero, luego fautores del despotismo ilustrado, y a la postre, moralistas utilitarios, sin patria y sin ley, educadores de dos o tres generaciones doctrinarias.

    El primer escrito de Marchena fue una carta contra el celibato eclesiástico, dirigida a un profesor suyo que había calificado sus máximas de perversas y opuestas al espíritu del Evangelio. Marchena quiere defenderse y pasar todavía por católico; pero con la defensa empeora su causa. El Sr. Cueto ha tenido a la vista el original de esta carta entre los papeles de Forner, y dice de ella «que es obra de un mozo inexperto y desalumbrado, que no ve más razones que las que halagan sus instintos y sus errores», y que en ella andan mezclados «sofismas disolventes, pero sinceros, citas históricas sin juicio y sin exactitud..., sentimentalismo filosófico a la francesa, arranques de poesía novelesca» (2558). [635]

    Más importante es otra obra suya del mismo tiempo, que poseo yo, y que parece haberse ocultado a la diligencia de los anteriores biógrafos. Es una traducción completa del poema de Lucrecio De rerum natura, en versos sueltos, la única que existe en castellano. No parece original, sino copia de amanuense descuidado, aunque no del todo imperito.No tiene el nombre del traductor, pero sí sus cuatro iniciales, J. M. R. C., y al fin la fecha, 1791, sin prólogo, advertencia ni nota alguna. La versificación, dura y desigual, como en todas las poesías de Marchena, abunda en asonancias, cacofonías, prosaísmo y asperezas de todo género; denuncia dondequiera la labor y la fatiga; pero en los trozos de mayor empeño se levanta el traductor con inspiración verdadera, y su fanatismo materialista le sostiene. En los trozos didácticos decae; a los pasajes mejor interpretados siguen otros casi intolerables por lo desaliñado del estilo y lo escabroso de la metrificación. Marchena era consumado latinista, y por lo general entiende el texto a las mil maravillas; pero su gusto literario, siempre caprichoso e inseguro, lo parece mucho más en este primer ensayo. Así es que, entre versos armoniosos y bien construidos, no titubea en intercalar otros que hieren y lastiman el oído más indulgente; repite hasta la saciedad determinadas palabras, en especial la de naturaleza; abusa de los adverbios en mente, antipoéticos por su índole misma, y atiende siempre más a la fidelidad que a la elegancia. Véanse algunos trozos para muestra así de los aciertos como de las caídas del traductor. Sea el primero la famosa invocación a Venus: Aeneadum genitrix divum hominumque voluptas:

                                 Engendradora del romano pueblo,
placer de hombres y dioses, alma Venus,
que bajo la bóveda del cielo,
por do giran los astros resbalando,
pueblas el mar que surca nao velera
y las tierras fructíferas fecundas;
por ti todo animal respira y vive;
de ti, diosa, de ti los vientos huyen;
ahuyentas con tu vista los nublados,
te ofrece suaves flores varia tierra,
las llanuras del mar contigo ríen
y brilla en nueva luz el claro cielo.
   Al punto que galana primavera
la faz descubre y su fecundo aliento
recobra ya Favonio desatado,
primero las ligeras aves cantan
tu bienvenida, ¡oh diosa!, porque al punto
con el amor sus pechos traspasaste;
en el momento por alegres prados
retozan los ganados encendidos
y atraviesan la férvida corriente. [636]
Prendidos del hechizo de tus gracias
mueren todos los seres por seguirte
hacia do quieras, diosa, conducirlos,
y en las sierras adustas, y en los mares,
en medio de los ríos caudalosos,
y en medio de los campos que florecen,
con blando amor tocando todo pecho,
haces que las especies se propaguen.

    Tampoco carece de frases y accidentes graciosos esta traducción de un lozanísimo pasaje del mismolibro primero:

                                 ¿Tal vez perecen las copiosas lluvias,
cuando las precipita el padre Eter
en el regazo de la madre Tierra?
No, pues hermosos frutos se levantan,
las ramas de los árboles verdean,
crecen y se desgajan con el fruto,
sustentan a los hombres y alimañas,
de alegres niños pueblan las ciudades...
Y dondequiera, en los frondosos bosques
se oyen los cantos de las aves nuevas;
tienden las vacas de pacer cansadas
su ingente cuerpo por la verde alfombra
y sale de sus ubres atestadas
copiosa y blanda leche; sus hijuelos,
de pocas fuerzas, por la tierna hierba
lascivos juguetean, conmovidos
del placer de mamar la pura leche.

    Ni falta vigor y robustez en esta descripción de la tormenta:

                                 La fuerza enfurecida de los vientos
revuelve el mar, y las soberbias naves
sumerge, y desbarata los nublados;
con torbellino rápido corriendo
los campos a la vez, saca de cuajo
los corpulentos árboles; sacude
con soplo destructor los altos montes,
el Ponto se enfurece con bramidos
y con murmullo aterrador se ensaña.
Pues son los vientos cuerpos invisibles
que barren tierra, mar y el alto cielo
y esparcen por el aire los destrozos;
no de otro modo corren y arrebatan
que cuando un río de tranquilas aguas
de improviso sus márgenes extiende,
enriquecido de copiosas lluvias
que de los montes a torrentes bajan,
amontonando troncos y malezas;
ni los robustos puentes la avenida
resisten de las aguas impetuosas;
en larga lluvia rebosando el río,
con ímpetu estrellándose en los diques,
con horroroso estruendo los arranca
y revuelve en sus ondas los peñascos... [637]

    Quizá en ninguno de sus trabajos poéticos mostró Marchena tanto desembarazo de dicción como traduciendo al gran poeta epicúreo y naturalista. Parece como que se sentía en su casa y en terreno propio al reproducir las blasfemias del poeta gentil contra los dioses y los elogios de aquel varón griego,

                                 De cuya boca la verdad salía
y de cuyas divinas invenciones
se asombra el universo, y cuya gloria,
triunfando de la muerte, se levanta
a lo más encumbrado de los cielos.
(Canto 6.º)

                                 ¡Oh tú, ornamento de la griega gente,
que encendiste el primero entre tinieblas
la luz de la verdad!...
Yo voy en pos de ti, y estampo ahora
mis huellas en las tuyas, ni codicio
ser tanto tu rival como imitarte
ansío enamorado. ¿Por ventura
entrará en desafío con los cisnes
la golondrina, o los temblantes chotos
volarán con el potro en la carrera?
   Tú eres el padre del saber eterno,
y del modo que liban las abejas
en los bosques floríferos las mieles,
así también nosotros de tus libros
bebemos las verdades inmortales...
(Canto 3.º)

    No era Marchena bastante poeta para hacer una traducción clásica de Lucrecio, pero estaba identificado con su pensamiento; era apasionadísimo del autor y casi fanático de impiedad; y, traduciendo a su poeta, le da este fanatismo un calor insólito y una pompa y rotundidad que contrasta con la descolorida y lánguida elegancia de Marchetti y de Lagrange. Los buenos trozos de esta versión son muy superiores a todo lo que después hizo, si es que la vanidad de poseedor no me engaña.

                                 Los sitios retirados del Pierio
recorro, por ninguna planta hollados;
me es gustoso llegar a íntegras fuentes
y agotarlas del todo, y me deleita,
cortando nuevas flores, coronarme
las sienes con guirnalda brilladora,
con que no hayan ceñido la cabeza
de vate alguno las perennes musas,
primero porque enseño cosas grandes
y trato de romper los fuertes nudos
de la superstición agobiadora,
y hablo en verso tan dulce, a la manera
que cuando intenta el médico a los niños
dar el ajenjo ingrato, se prepara [638]
untándoles los bordes de la copa
con dulce y pura miel... (2559)

    Marchena saludó con júbilo la sangrienta aurora de la revolución francesa, y, si hemos de fiarnos de oscuras tradiciones, quiso romper a viva fuerza los lazos de la superstición agobiadora, y entró con otros mozalbetes intonsos y con algún extranjero de baja ralea en una descabellada tentativa de conspiración republicana, que abortó por de contado, dispersándose los modernos Brutos, y cayendo uno de ellos, llamado Picornell, en las garras de la Policía. Marchena, que era de los más comprometidos en aquella absurda intentona y que además tenía cuentas pendientes con la Inquisición, se refugió en Gibraltar y desde allí pasó a Francia.

    La facilidad extraordinaria que poseía para hablar y escribir lenguas extrañas, el ardor de sus ideas políticas, que llegaban entonces a la demagogia más feroz; sus terribles condiciones de polemista acre y desgreñado y la exaltación de su cabeza le dieron muy pronto a conocer en las sociedades patrióticas, y especialmente en el club de los jacobinos. Marat se fijó en él y le asoció a la redacción de su furibundo periódico L'ami du peuple. Allí Marchena escribió horrores; pero, como en medio de todo conservaba cierta candidez política y cierto buen gusto y los crímenes a sangre fría le repugnaban extraordinariamente, comenzó a disgustarse del atroz personaje con quien su mala suerte le había enlazado y de la monstruosa y diaria sed de sangre que aquejaba a aquel energúmeno. Al poco tiempo le abandonó del todo, y, aconsejado por Brissot, se pasó al bando de los girondinos, cuyas vicisitudes, prisiones y destierros compartió con noble y estoica entereza.

    Sobre este interesantísimo período de la vida de Marchena derraman mucha luz las Memorias de su amigo compañero de cautividad el marsellés Riouffe (2560). De ellas resulta que Marchena fue preso en Burdeos el mismo día que Riouffe, es a saber, el 4 de octubre de 1793; conducido con él a París y encerrado en los calabozos de la Conserjería. Riouffe le llama a secas el español; pero monsieur Thiers nos descubre su nombre al contarnos la figura de los girondinos por el mediodía de Francia: «Barbaroux, Pétion, Salles, Louvet (el autor del Faublas), Meilhan, Guadet, Kervelégan, Gorsas, Girey-Dupré, Marchena, joven español que había ido a buscar la libertad a Francia; Riouffe, joven que por entusiasmo se había unido a los girondinos, formaban este escuadrón de ilustres fugitivos perseguidos como traidores a la libertad» (2561). [639]

    Después de la prisión, Riouffe es más explícito. «Me habían encarcelado -dice- juntamente con un español que había venido a buscar la libertad a Francia bajo la garantía de la fe nacional. Perseguido por la inquisición religiosa de su país, había caído en Francia en manos de la inquisición política de los comités revolucionarios. No he conocido un alma más verdadera y más enérgicamente enamorada de la libertad ni más digna de gozar de ella. Fue su destino ser perseguido por la causa de la república y amarla cada vez más. Contar mis desgracias es contar las suyas. Nuestra persecución tenía las mismas causas; los mismos hierros nos habían encadenado; en las mismas prisiones nos encerraron, y un mismo golpe debía acabar nuestras vidas...»

    El calabozo donde fueron encerrados Riouffe, Marchena y otros girondinos tenía sobre la puerta el número 13. Allí escribían, discutían y se solazaban con farsas de pésima ley. Todos ellos eran ateos, muy crudos, muy verdes, y para inicua diversión suya vivía con ellos un pobre benedictino, santo y pacientísimo varón, a quien se complacían en atormentar de mil exquisitas maneras. Cuándo le robaban su breviario, cuándo le apagaban la luz, cuándo interrumpían sus devotas oraciones con el estribillo de alguna canción obscena. Todo lo llevaba con resignación el infeliz monje, ofreciendo a Dios aquellas tribulaciones, sin perder nunca la esperanza de convertir a alguno de aquellos desalmados. Ellos, para contestar a sus sermones y argumentos, imaginaron levantar altar contra altar, fundando un nuevo culto con himnos, fiestas y música. Al flamante e irrisorio dios le llamaron Ibrascha, y Riouffe redactó el símbolo de la nueva secta, que se parecía mucho al de los theophilánthropos. Y es lo más peregrino que llegó a tomarla casi por lo serio, y todavía, cuando muchos años después redactaba sus Memorias, no quiso privar a la posteridad del fruto de aquellas lucubraciones y las insertó a la larga, diciendo que «aquella religión (!) valía tanto como cualquiera otra y que sólo parecía pueril a espíritus superficiales».

    Las ceremonias del nuevo culto comenzaron con grande estrépito: entonaban a media noche un coro los adoradores de Ibrascha, y el pobre monje quería superar su voz con el De profundis; pero, débil y achacoso él, fácilmente se sobreponía a sus cánticos el estruendo de aquella turba desaforada. A ratos quería derribar la puerta del improvisado santuario, y ellos le vociferaban: «¡Sacrílego, espíritu fuerte, incrédulo!»

    En medio de esta impía mascarada adoleció gravemente Marchena; tanto, que en pocos días llegó a peligro de muerte. Apuraba el benedictino sus esfuerzos para convertirle; pero él a todas sus cristianas exhortaciones respondía con el grito de ¡Viva Ibrascha! Y, sin embargo, en la misma cárcel, teatro de estas pesadísimas bromas con la eternidad y con la muerte, leía asiduamente Marchena la Guía de pecadores, de Fr. Luis de Granada. [640] ¿Era todo entusiasmo por la belleza literaria? ¿Era alguna reliquia del espíritu tradicional de la vieja España? Algo había de todo, y quizá lo aclaren estas palabras del mismo Marchena al librero Faulí en Valencia el año 1813: «¿Ve usted este volumen, que por lo ajado muestra haber sido tan manoseado y leído como los breviarios viejos en que rezan diariamente nuestros clérigos? Pues está así orque hace veinte años que le llevo conmigo, sin que se pase día en que deje de leer en él alguna página. Él me acompañó en los tiempos del Terror en las cárceles de París; él me siguió en mi precipitada fuga con los girondinos; él vino conmigo a las orillas del Rhin, a las montañas de Suiza, a todas partes. Me pasa con este libro una cosa que apenas sé explicarme. Ni lo puedo leer ni lo puedo dejar de leer. No lo puedo leer, porque convence mi entendimiento y mueve mi voluntad de tal suerte, que, mientras lo estoy leyendo, me parece que soy tan cristiano como usted y como las monjas y como los misioneros que van a morir por la fe católica a la China o al Japón. No lo puedo dejar de leer, porque no conozco en nuestro idioma libro más admirable» (2562).

    El hecho será todo lo extraño que se quiera, pero su explicación ha de buscarse en las eternas contradicciones y en los insondables abismos del alma humana y no en el pueril recurso de decir que el abate gustaba sólo en Fr. Luis de la pureza de lengua. No cabe en lo humano encariñarse hasta tal punto con un escritor cuyas ideas totalmente se rechazan. No hay materia sin alma que la informe; ni nadie, a no estar loco, se enamora de palabras vacías, sin parar mientes en el contenido.

    Pero tornemos a Marchena y a sus compañeros de prisión. Todos fueron subiendo, uno después de otro, al cadalso: sólo Marchena salió incólume de la general proscripción de los girondinos, y eso que, sintiéndose ofendido por el perdón, había escrito a Robespierre aquellas extraordinarias provocaciones, algo teatrales a la verdad, aunque el valor moral del autor las explique y defienda. «Tirano, me has olvidado.» «O mátame o dame de comer, tirano.» Hay en todos estos apotegmas y frases sentenciosas del tiempo de la revolución algo de laconismo y de estoicismo de colegio, un infantil empeño de remedar a Leónidas y al rey Agis, a Trasíbulo, y a Timoleón y Tráseas, que echa a perder toda la gracia hasta en las situaciones más solemnes. Plagiar, al tiempo de morir, palabras de Bruto es lo más desdichado y antiestético que puede entrar en cabeza de retórico, y nadie contendrá la risa aunque la autora del plagio sea la mismísima Mad. Roland. Yo no llamaré, como Latour, sublimes insolencias a las de Marchena, porque toda afectación, aun la de valor, es mala y viciosa. La muerte se afronta y se sufre honradamente cuando viene: no se provoca con carteles de [641] desafío ni con botaratadas de estudiante. Así murieron los grandes antiguos, aunque no mueran así los antiguos del teatro.

    Pero los tiempos eran de retórica, y a Robespierre le encantó la audacia de Marchena. Es más: quiso atraer y comprar su pluma, a lo cual Marchena se negó con altivez nobilísima, siguiendo en la Conserjería, siempre bajo el amago de la cuchilla revolucionaria, hasta que vino a restituirle la libertad la caída y muerte de Robespierre en 9 de thermidor (27 de julio de 1794).

    La fortuna pareció sonreírle entonces. Le dieron un puesto en el Comité de Salvación Pública, y empezó a redactar con Poulthièr un periódico, que llamó El amigo de las Leyes. Pero los thermidorianos vencedores se dividieron al poco tiempo, y Marchena, cuyo perpetuo destino fue afiliarse a toda causa perdida, se declaró furibundo enemigo de Tallien, Legendre y Fréron; escribió contra ellos venenosos folletos, perdió su empleo, se vio otra vez perseguido y obligado a ocultarse, sentó, como en sus mocedades, plaza de conspirador, y fue denunciado y proscripto en 1795 como uno de los agitadores de las secciones del pueblo de París en la jornada de 5 de octubre con Convención (2563).

    Pasó aquella borrasca, pero no se aquietó el ánimo de Marchena; al contrario, en 1797 le vemos haciendo crudísima oposición al Directorio, que para deshacerse de él no halló medio mejor que aplicarle la ley de 21 de floreal contra los extranjeros sospechosos y arrojarle del territorio de la república. Conducido por gente armada hasta la frontera de Suiza, fue su primer pensamiento refugiarse en la casa de campo que tenía en Coppet su antigua amiga Mad. de Staël, cuyos salones, o los de su madre, Mad. Necker, había frecuentado él en París. Corina no quería comprometerse con el Directorio o no gustaba de la insufrible mordacidad y cinismo nada culto de Marchena, a quien Chateaubriand, que le conoció en aquella casa, en sus Memorias con dos rasgos indelebles: «sabio inmundo aborto lleno de talento». Lo cierto es que la castellana de Copet dio hospitalidad a Marchena, pero con escasas muestras de cordialidad, y que a los pocos días riñeron del todo, vengándose Marchena de Corina con espantosas murmuraciones.

    Decidido a volver a Francia, entabló reclamación ante el Consejo de los Quinientos para que se le reconocieran los derechos de ciudadano francés, y, mudándose los tiempos según la vertiginosa rapidez que entonces llevaban las cosas, logró no sólo lo que pedía, sino un nombramiento de oficial del Estado Mayor en el ejército del Rhin, que mandaba entonces el general Moreau, famoso por su valor y por sus rigores disciplinarios.

    Agregado Marchena a la oficina de contribuciones de ejército en 1801, mostró desde luego aventajadísimas dotes de administrador [642] militar, laborioso e íntegro, porque su entendimiento rápido y flexible le daba recursos y habilidad para todo. Quiso Moreau en una ocasión tener la estadística de una región no muy conocida de Alemania, y Marchena aprendió en poco tiempo el alemán, leyó cuanto se había escrito sobre aquella comarca y redactó la estadística que el general pedía con el mismo aplomo que hubiera podido hacerlo un geógrafo del país.

    Pero no bastaban la topografía ni la geodesia a llenar aquel espíritu curioso, ávido de novedades y esencialmente literario; por eso en los cuarteles de invierno del ejército del Rhin volvía, sin querer, los ojos a aquellos dulces estudios clásicos que habían sido encanto de las serenas horas de su juventud en Sevilla. Entonces forjó su célebre fragmento de Petronio, fraude ingenioso, y cuya fama dura aún entre muchos que jamás le han leído. Los biógrafos de Marchena han tenido muy oscuras e inexactas noticias de él. Unos han supuesto que estaba en verso; otros han referido la vulgar anécdota de que, habiendo compuesto Marchena una canción harto alegre en lengua francesa y reprendiéndole por ella su general Moreau, se disculpó con decir que era traducción de un fragmento inédito de Petronio, cuyo texto latino inventó aquella misma noche, y se le presentó al día siguiente, cayendo todos en el lazo.

    Pero todo esto es inexacto y hasta imposible, porque el fragmento no está en verso, ni tiene nada de lírico, ni ha podido ser nunca materia de una canción, sino que es un trozo narrativo, compuesto ad hoc para llenar una de las lagunas del Satyricón; de tal suerte, que apenas se comprendería si le desligásemos del cuadro de la novela en que entra. Sabido es que la extraña novela de Petronio, auctor purissimae impuritatis, monumento precioso para la historia de las costumbres del primer siglo del imperio, ha llegado a nosotros en un estado deplorable, llena de vacíos y truncamientos, en que quizá haya desaparecido lo más precioso, aunque haya quedado lo más obsceno. El deseo de completar tan curiosa leyenda ha provocado supercherías y errores de todo género, entre ellos aquel que con tanta gracia refiere Voltaire en su Diccionario filosófico. Leyó un humanista alemán en un libro de otro italiano no menos sabio: Habemus hic Petronium integrum, quem saepe meis oculis vidi, non sine admiratione. El alemán no entendió sino ponerse inmediatamente en camino para Bolonia, donde se decía que estaba el Petronio entero. ¡Cuál sería su asombro cuando se encontró en la iglesia mayor con el cuerpo íntegro de San Petronio, patrono de aquella religiosa ciudad!

    Lo cierto es que la bibliografía petroniana es una serie de fraudes honestos. Cuando en 1662 apareció en Trau de Dalmacia el insigne fragmento de la cena de Trimalción, que casi duplicaba el volumen del libro, no faltó un falsario llamado Nodot que, aprovechándose del ruido producido en la Europa literaria por aquel hallazgo, fingiese haber encontrado en Belgrado (Alba-Graeca), [643] el año 1688, un nuevo ejemplar de Petronio en que todas las lagunas estaban colmadas. A nadie engañó tan mal hilada invención, porque los fragmentos de Nodot están en muy mediano latín y abundan de groseros galicismos, como lo pusieron de manifiesto Lebnitz, Crammer, Perizonio, Ricardo Bentley y otros muchos cultivadores de la antigüedad; pero como quiera que los suplementos de Nodot, a falta de otro mérito, tienen el de dar claridad y orden al mutilado relato de Petronio, siguen admitiéndose tradicionalmente en las mejores ediciones.

    Marchena fue más afortunado, por lo mismo que su fragmento es muy breve y que puso en él los cinco sentidos, bebiendo los alientos al autor con aquella portentosa facilidad que él tenía para remedar estilos ajenos. Toda la malicia discreta y la elegancia un poco relamida de Petronio, atildadísimo cuentista de decadencia, han pasado a este trozo, que debe incorporarse en la descripción de la monstruosa zambra nocturna de que son actores Giton, Quartilla, Pannychis y Embasicóetas. Claro que un trozo de esta especie, en que el autor no ha emulado sólo la pura latinidad de Petronio, sino también su desvergüenza inaudita, no puede trasladarse en parte alguna, ni menos en obra de asunto tan grave como la presente, con todo eso, y a título de curiosidad filológica, pongo en nota algunas líneas que no tienen peligro, y que bastan a dar idea de la manera del abate andaluz en este singular ensayo (2564). [644]

    El éxito de esta facecia fue completísimo. Marchena la publicó con una dedicatoria jocosa al ejército del Rhin y con cinco notas de erudición picaresca, que pasan, lo mismo que el texto, los límites de todo razonable desenfado. Así y todo, muchos sabios cayeron en el lazo; un profesor alemán demostró en la Gaceta Literaria Universal de Jena la autenticidad de aquel fragmento; el Gobierno de la Confederación Helvética mandó practicar investigaciones oficiales en busca del códice del monasterio de San Gall, donde Marchena declaraba haber hecho el descubrimiento. ¡Cuál sería la sorpresa y el desencanto de todos cuando Marchena declaró en los papeles periódicos ser el único autor de aquel bromazo literario! Y cuentan que hubo sabio del Norte que ni aun consintió en desengañarse.

    En las notas quiso alardear Marchena de poeta francés, como en el texto se había mostrado ingenioso prosista latino. Su traducción de la famosa oda o fragmento segundo de Safo, tan mal traducida y tan desfigurada por Boileau, no es ciertamente un modelo de gusto y adolece de la palabrería a que inevitablemente arrastran los alejandrinos franceses; pero tiene rasgos vehementísimos y frases ardorosas y enérgicas, que se acercan al original griego o a lo menos a la traducción de Catulo, más que la tibia elegancia de Boileau, de Philips o de Luzán:

                              A peine je te vois, à peine je t'entends.
Immobile, sans voix, accablé de langueur,
d'un tintement soudain mon oreille est frappée,
et d'un nuage obscur ma vue enveloppée:
un feu vif et subtil se glisse dans mon coeur.

    El tintinnant aures nunca se ha traducido mejor.

    Perdónense estos detalles literarios; no es fácil resistir a una inclinación arraigada, y, además, ¡cuánto sirven para templar la aridez de la historia y para completar el retrato moral de los personajes! Consuélese el lector con que nuestros heterodoxos de este siglo suelen ser gente de poca y mala y nada clásica literatura y que han de entretenemos poco con su latín ni con su griego.

    Animado Marchena con el buen éxito de sus embustes, quiso repetirlos, pero esta vez con poca fortuna, por aquello de non bis in idem. Escribió, pues, cuarenta hexámetros a nombre de Catulo, y como si fueran un trozo perdido del canto de las Parcas en el bellísimo epitalamio de Tetis y Peleo, y los publicó en París el año 1800 (2565), en casa de Fermín Didot, con un prefacio [645] de burlas en que zahería poco caritativamente la pasada inocencia de los sesudos filólogos alemanes: «Si yo hubiera estudiado latinidad -decía- en el mismo colegio que el célebre doctor en Teología Lallemand, editor de un fragmento de Petronio cuya autenticidad se demostró en la Gaceta de Jena, yo probaría, comparando este trozo con todo lo demás que nos queda de Catulo, que no podía ser sino suyo; pero confieso mi incapacidad, y dejó este cuidado a plumas más doctas que la mía.»

    Pero esta vez el supuesto papiro herculanense no engañó a nadie, ni quizá Marchena se había propuesto engañar. La insolencia del prefacio era demasiado clara; los versos estaban henchidos de alusiones a la revolución francesa, y a los triunfos de Napoleón, y además se le habían deslizado al hábil latinista algunos lapsus de prosodia y ciertos arcaísmos afectados, que Eichstaedt, profesor de Jena, notó burlescamente como variantes.

    El aliento lírico del supuesto fragmento de Catulo es muy superior al que en todos sus versos castellanos mostró Marchena. ¡Fenómeno singular! Así él, como su contemporáneo Sánchez Barbero, eran mucho más poetas usando la lengua sabia que la lengua propia. Véase una muestra de esta segunda falsificación:

       Virtutem herois non finiet Hellespontus.
Victor lustrabit mundum, qua maxumus arva
                                   aethiopum ditat Nilus, qua frigidus Ister
germanum campos ambit, qua Thybridis unda
laeta fluentisona gaudet Saturnia tellus.
Currite, ducentes subtemina, currite, fusi:
   Hunc durus Scytha, Germanus Dacusque pavebunt;
nam flammae similis, quom ardentia fulmina caelo
Iuppiter iratus contorsit turbine mista,
si incidit in paleasque leves, stipulasque sonantes,
tunc Eurus rapidus miscens incendia victor
saevit, et exultans arva et silvas populatur:
hostes haud aliter prosternens alter Achilles
corporum acervis ad mare iter fluviis praecludet.
Currite, ducentes subtemina, currite, fusi.
   At non saevus erit, cum iam victoria laeta
lauro per populos spectandum ducat ovantem,
vincere non tantum norit, sed parcere victis.

    Además de estos trabajos, publicó Marchena en Francia muchos opúsculos políticos e irreligiosos, de que he logrado escasa noticia, y algunas traducciones. Entre los primeros figuran un ensayo de teología (2566), que fue refutado por el Dr. Haeckel en la cuestión de los clérigos juramentados, no sin que Marchena aprovechase tal ocasión para declararse espinosista; algunas reflexiones sobre los fugitivos franceses, escritas en 1795, y El Espectador Francés, periódico de literatura y costumbres, que [646] empezó a publicar en 1796 en colaboración con Valmalette, y que no pasó del primer tomo, reducido a pocos números.

    Después de la desgracia de Moreau, Marchena se hizo bonapartista y fogoso partidario del imperio, que consideraba como a última etapa de la revolución y primera de lo que él llamaba libertad de los pueblos,es decir, el entronizamiento de las ideas de Voltaire, difundidas por la poderosa voz de los cañones del césar corso. No entendía de otra libertad ni otro patriotismo Marchena, aunque entonces pasase por moderado y estuvieron ya lejos aquellos días de la Convención en que él escribía sobre la puerta de su casa: Ici l'on enseigne l'atheisme par principes.

    La verdad es que no tuvo reparos en admitir el cargo de secretario de Murat cuando en 1808 fue enviado por Napoleón a España. Acción es ésta que basta para deshonrar a Marchena cuando recordamos que ni siquiera la sangre de mayo bastó a separarle del infame verdugo del Prado y de la Moncloa. ¡Cuán verdad es que, perdida la fe religiosa, no tiene el patriotismo en España raíz ni consistencia, tú apenas cabe en lo humano que quien reniega del agua del bautismo y escarnece todo lo que sus padres adoraron y lo que por tantos siglos fue sombra tutelar de su raza, y educó su espíritu, y forma su grandeza, y se mezcló como grano de sal en todos los portentos de su historia, pueda sentir por su gente amor que no sea retórica hueca y baladí, como es siempre el que se dirige al ente de razón que dicen Estado! Después de un siglo de Enciclopedia y de filosofía sensualista y utilitaria y sin más moral ni más norte que la conveniencia de cada ciudadano, es lógica la conducta de Marchena, como es lógico el examen de los delitos de infidelidad de Reinoso, que otros han llamado defensa de la traición a la patria.Uno de los más abominables efectos del fanatismo político por libertades y reformas abstractas es amortiguar o cegar del todo en muchas almas el desinteresado amor de la patria. Viniera de donde viniese el destructor de la Inquisición y de los frailes, le aceptaban los afrancesados, y de buen grado le servía Marchena.

    Por aquellos días que antecedieron a la jornada de Bailén solía asistir a la tertulia de Quintana. Allí le conoció Capmany, que nos dejó en cuatro palabras su negra semblanza entre las de los demás tertulios: «Allí conocí al impío apóstata Marchena, renegando de su Dios, de su patria y de su ley, fautor y cómplice de los franceses que entraron en Madrid con Murat.»

    Ya antes de este tiempo andaba Marchena en relaciones con Quintana y los suyos. Ciertas alusiones de los versos del abate nos inducen a creer que en sus mocedades cursó algún tiempo las aulas salmantinas. Lo cierto es que fue desde 1804 colaborador de las Variedades de ciencias, literatura y artes, no con su propio nombre, sino con las iniciales J. M., presentándole los editores como «un español ausente de su patria más de doce años había y que en medio de las vicisitudes de su fortuna no había dejado [647] de cultivar las musas castellanas». Allí se anunció que proyectaba una nueva traducción de los poemas ossiánicos más perfecta e íntegra que las de Ortiz y Montengón, y se pusieron para muestra varios trozos. A Marchena, falsario por vocación, le agradaban todas las supercherías, aun las ajenas, y traduciendo los pastiches de Macpherson, anduvo mucho más poeta que en sus versos originales, de tal suerte que es de lamentar la pérdida de la versión entera. Como las Variedades (2567) son tan raras, yo nunca he visto ejemplar completo, ni lo es el que tengo, y como, por otra parte, la poesía ossiánica, no obstante su notoria falsedad, conserva cierta importancia histórica, como primer albor del romanticismo nebuloso y melancólico y como primera tentativa de poesía artificialmente nacional y autónoma, quizá no desagrade a los lectores ver estampado aquí, tal como lo interpretó Marchena, el famoso apóstrofe Al sol con que termina el poema de Cárton, original del Himno al sol, de Espronceda:

   ¡Oh, tú, que luminoso vas rodando
por la celeste esfera
                              como de mis abuelos el bruñido
redondo escudo! ¡Oh, sol! ¿De dó manando
en tu inmortal carrera
va, di, tu eterno resplandor lúcido?
Radiante en tu belleza,
majestuoso te muestras, y, corridas
las estrellas, esconden su cabeza
en las nubes; las ondas de occidente,
las luces de la luna oscurecidas,
sepultan en su seno; reluciente
tú en tanto vas midiendo el amplio cielo.
¿Y quién podrá seguir tu inmenso vuelo?
Los robles empinados
del monte caen; el alto monte mismo
los siglos precipitan al abismo;
los mares irritados
ya menguan y ya crecen,
ora se calman y ora se embravecen.
La blanca luna en la celeste esfera
se pierde; más tú, ¡oh sol!, en tu carrera,
de eterna luz brillante,
ostentas tu alma faz siempre radiante.
Cuando el mundo oscurece
la tormenta horrorosa y cruje el trueno,
tú, riendo sereno,
muestras tu frente hermosa
en las nubes y el cielo se esclarece.
¡Ay!, que tus puros fuegos
en balde lucen, que los ojos ciegos
de Ossian no los ven más, ya tus cabellos
dorados vaguen bellos
en las bermejas nubes de occidente,
ya en las puertas se muevan de oriente. [648]
Pero también un día su carrera
acaso tendrá fin como la mía;
y, sepultado en sueño, en tu sombría
noche, no escucharás la lisonjera
voz de la roja aurora;
sol, en tu juventud gózate ahora.
Escasa es la edad yerta,
como la claridad de luna incierta
que brilla entre vapores nebulosos
y entre rotos nublados...

    Estos versos jugosos y entonados, aunque pobres de rima, son muestra clarísima de que sus largas ausencias y destierros, no habían sido parte a que Marchena olvidara la dicción poética española, sin que para abrillantarla ni remozarla necesitara recurrir entonces a los extraños giros, inversiones y latinismos con que en sus últimos años afeó, prosa o verso, cuanto compuso (2568).

    A los pocos días de haber llegado Marchena a Madrid, imperando todavía pro formula el antiguo régimen, se creyó obligado el tolerantísimo y latitudinario inquisidor general, don Ramón José de Arce, a mandar prender al famoso girondino, cuya estrepitosa notoriedad de ateo había llegado hasta España. Se le prendió y se mandó recoger sus papeles (algunos de los cuales tengo yo a la vista); pero Murat envió una compañía de granaderos, que le sacó a viva fuerza de las cárceles del Santo Tribunal. Con esta ocasión compuso Marchena cuatro versos insulsos, que llamó epigrama, y que, han tenido menos suerte que su chanza contra Urquijo.

    El rey José hizo a Marchena director de la Gaceta y archivero del Ministerio del Interior (hoy de Gobernación), le dio la cruz del Pentágono y le ayudó con una subvención para que tradujera el teatro de Molière, secundando a Moratín, que acababa de trasladar a la escena española con habilidad nunca igualada La escuela de los maridos. Marchena puso en castellano las comedias restantes (2569); pero sólo llegaron a representarse e imprimirse El avaro, El hipócrita (Tartuffe) y La escuela de las mujeres, recibidas con mucho aplauso en los teatros de la Cruz y del Príncipe. Estas traducciones, ya bastante raras, disfrutan de fama tradicional, en gran parte merecida. Con todo eso, Marchena no tenía verdadero ingenio cómico, y sus versos, ásperos como guijarros y casi siempre mal cortados, nada conservan de la fluidez y soltura necesarias al diálogo de la escena. Pero el hombre de talento dondequiera lo muestra, aun en las cosas más ajenas de su índole, y por eso las traducciones de Marchena se levantan entre el vulgo de los arreglos dramáticos del siglo [649] XVIII quantum lenta solent inter viburna cupressi. Hubiera acertado en hacerlas todas en prosa. Los romances de su Tartuffe (2570) son tan pedestres y de tan vulgar asonancia como los de El barón y La mojigata. Además de las comedias de Molière, tradujo y dio a los actores Marchena otras piezas francesas de menos cuenta: Los dos yernos y Filinto o el egoísta, célebre comedia de Fabre de L'Eglantine, que quiso hacer con ella una especie de contre-partie o de tesis contradictoria de la del Misántropo.

    Marchena no hizo gran fortuna ni siquiera con los afrancesados (2571), gracias a su malísima lengua, tan afilada y cortante como un hacha, y a lo áspero, violento y desigual de su carácter, cuyas rarezas, agriadas por su vida aventurera y miserable, ni a sus mejores amigos perdonaban. Acompañó al rey José en su viaje a Andalucía en 1810, y, hospedado en Córdoba, en casa del penitenciario Ariona, escribió, de concierto con él, una oda laudatoria de aquel monarca, muy mala, como obra de dos ingenios y hecha de compromiso pero no escasa de tristes adulaciones, hasta llamar al intruso rey delicias de España y sol benigno que venía a dorar de luces pías las márgenes del Betis:

                                 Así el Betis te admira cuando goza
a tu influjo el descanso lisonjero,
al tiempo que de Marte el impío acero
aun al rebelde catalán destroza (2572).

    Los versos son malos, pero aún es peor y más vergonzosa la idea. ¡Y no temían estos hombres que turbasen sus sueños las sombras de las inultas víctimas de Tarragona! No hay gloria literaria que alcance a cohonestar tales infamias, ni toda el agua del olvido bastará a borrar aquella oda en que Moratín llamó digno trasunto del héroe de Vivar al mariscal Suchet, tirano de Barcelona y de Valencia.

    Siguió Marchena en 1813 la retirada del ejército francés a Valencia. Allí solía concurrir de tertulia a la librería de D. Salvador Fauli, que había convertido en cátedra de sus opiniones antirreligiosas. Los mismos afrancesados solían escandalizarse, a fuer de varones graves y moderados, y le impugnaban, aunque con tibieza, distinguiéndose en esto Meléndez y Moratín. El librero temió por la inocencia de sus hijos, que oían con la boca abierta aquel atajo de doctas blasfemias, y fue a pedir cuentas a Marchena, a quien encontró leyendo la Guía de pecadores. El asombro que tal lectura le produjo acrecentóse con las palabras del abate, que ya en otro lugar quedan referidas.

    Ganada por los ejércitos aliados la batalla de Vitoria, Marchena volvió a emigrar a Francia, estableciéndose primero en [650] Nimes y luego en Montpellier y Burdeos, cada vez más pobre y hambriento y cada vez más arrogante y descomedido. En 28 de septiembre de 1817 escribe Moratín (2573) al abate Melon: «Marchena, preso en Nimes por una de aquellas prontitudes de que adolece; dícese que le juzgará un consejo de guerra a causa de que insultó y desafió a todo un cuerpo de guardia. Yo no desafío a nadie y nadie se mete conmigo.» Y en posdata añade: «Parece que ya no arcabucean a Marchena, y todo se ha compuesto con una áspera reprimenda espolvoreada de adjetivos.»

    Como recurso de su miseria, a la vez que medio de propaganda, emprendió Marchena para editores franceses la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopédica. Vulgarizó, pues, las Cartas persianas, de Montesquieu (2574); el Emilio y la Nueva Eloísa, de Rousseau; los Cuentos y novelas de Voltaire (Cándido, Micromegas, Zadig, El ingenuo, etc.); el Manual de los inquisidores, del abate Morellet (extracto infiel del Directorium, de Eymerich), el Compendio del origen de todos los cultos, de Dupuis; el Tratado de la libertad religiosa, de Bénoit, y alguna obra histórica, como la titulada Europa después del Congreso de Aquisgrán, por el abate De Pradt. En un prospecto que repartió en 1819 anunciaba, además, que en breve publicaría el Essai sur les moeurs y el siglo de Luis XIV, y quizá alguna otra que no haya llegado a mis manos, porque Marchena inundó literalmente a España de engendros volterianos. Muchas de estas traducciones son de pane lucrando, hechas para salir del día, con rapidez de menesteroso y sin propósito literario. De aquí enormes desigualdades de estilo, según el humor del intérprete y la mayor o menor largueza del librero. Apenas puede creerse que salieran de la misma pluma la deplorable traducción de las Cartas persianas, tan llena de galicismos, que parece obra de principiantes; la extravagantísima del Emilio, atestada de arcaísmos, inversiones desabridas y giros inarmónicos, y la fácil y donairosa de Cándido y de El ingenuo, que casi compiten en gracia y primor de estilo con los cuentos originales. [651]

    Del inglés tradujo Marchena a lengua francesa la Ojeada, del Dr. Clarke, sobre la fuerza, opulencia y población de la Gran Bretaña, y del italiano, el Viaje a las Indias Orientales, del padre Paulino de San Bartolomé. Publicó por primera vez la correspondencia inédita de David Hume y del Dr. Tucker y en los Anales de viajes insertó una descripción de las provincias vascongadas.

    Pero su trabajo más meritorio por aquellos días fue la colección de trozos selectos de nuestros clásicos, intitulada Lecciones de filosofía moral y elocuencia (2575), no por la colección en sí, que parece pobrísima y mal ordenada si se compara con otras antologías del mismo tiempo o anteriores, como Teatro crítico de la elocuencia española, de Capmany, o la de Poesías selectas de Quintana, sino por un largo discurso preliminar y un exordio, en que Marchena teje a su modo la historia literaria de España, y nos da, en breve y sustancioso resumen, sus opiniones críticas, e históricas y hasta morales y religiosas. La resonancia de tal discurso fue grandísima, sobre todo en la escuela hispalense, y aún no dista mucho de nosotros el tiempo en que los estudiantes sevillanos solían recibir de sus maestros, a modo de préstamo clandestino, los dos volúmenes de Marchena, como si contuvieran la última ratio de la humana sabiduría y el misterio esotérico, sólo revelable a los iniciados. ¿Quién no ha conocido famosos demócratas andaluces que se habían plantado en el abate Marchena, y por su nombre juraban, resolviendo de plano con el criterio del magistir dixit, más o menos disimulado, toda cuestión de estética y aun de teología?

    Usando de una expresión vulgarísima, pero muy enérgica, tengo que decir que el alma se cae a los pies cuando, engolosinado uno con tales ponderaciones, acomete la lectura del célebre discurso y quiere apurar los quilates de la ciencia crítica de Marchena. Hoy, que el libro ha perdido aquella misteriosa aureola que le daban de consumo la prohibición y el correr a sombra de tejado, pasma tanto estruendo por cosa tan mediana y baladí. La decantada perfección lingüística de Marchena estriba en usar monótona y afectadamente el hipérbaton latino con el verbo al fin de la cláusula, venga o no a cuento y aunque desgarre los oídos; en embutir dondequiera las frases muy más, cabe, so capa y eso más que, aunque esta última, que se le antojó castiza, no sé por cual razón le arrastre a singulares anacolutos; en encrespar toda la oración con vocablos altisonantes al lado de otros de bajísima ralea; en llenar la prosa de fastidiosísimos versos endecasílabos y en torcer y descoyuntar de mil modos la frase, dándose siempre tal maña, que escoge la combinación de palabras o de sílabas más áspera y chillona para rematar el período. ¡Menguado estudio de los clásicos había hecho Marchena, si no [652] le habían enseñado lo primero que debe aprenderse de ellos: la naturalidad! Estilo más enfático y pedantesco que el de este discurso, yo no lo conozco en castellano, digo, entre las cosas castellana que merecen leerse.

    Porque lo merece, sin duda, siquiera esté lleno de gravísimos errores de hecho y de derecho y escrito con rencorosa saña de sectario, que transpira desde las primeras líneas. La erudición de Marchena en cosas españolas era cortísima; hombre de inmensa lectura latina y francesa, había saludado muy pocos libros españoles, aunque éstos los sabía de memoria. Garcilaso, el bachiller La Torre, Cervantes, ambos Luises, Mariana, Hurtado de Mendoza, Herrera y Rioja, Quevedo y Solís, Meléndez y Moratín constituían para él nuestro tesoro literario. De ellos y poco más formó su colección; de ellos casi solos trata en el Discurso preliminar. La poesía de la Edad Media es para él letra muerta aun después de las publicaciones de Sánchez; de los romances, tampoco sabe nada, o lo confunde todo, y ni uno solo de los históricos, cuanto más de los viejos, admite en su colección. Los juicios sobre autores del siglo XVI suelen ser de una necedad intolerable; llama a las obras de Santa Teresa adefesios que excitan la indignación y el desprecio, y no copia una sola línea de ellas. Tampoco del Venerable Juan de Ávila ni de otro alguno de los predicadores españoles, porque son títeres espirituales. Los ascéticos, con excepción de Fr. Luis de Granada, le parecen mezquinos y risibles; las obras místicas y de devoción, cáfila de desatinos y extravagancias, disparatadas paparruchas. Los Nombres de Cristo, de Fr. Luis de León, le agradan por el estilo. ¡Lástima que el argumento sea de tan poca importancia, como que nada vale! De obras filosóficas no se hable, porque tales ciencias (basta que lo diga Marchena bajo su palabra) nunca se han cultivado ni podídose cultivar en España, donde el abominable Tribunal de la Inquisición aherrojó los entendimientos, privándolos de la libertad de pensar. ¿Ni qué luz ha de esperarse de los historiadores, esclavos del estúpido fanatismo y llenos de milagros y patrañas? Borrémoslos, pues, sin detenernos en más averiguaciones y deslindes.

    Por este sistema de exclusión prosigue Marchena hasta quedarse con Cervantes y con media docena de poetas. Tan extremado en la alabanza como antes lo fue en el vituperio, no sólo afirma que nuestros poetas líricos vencen con mucho a los demás de Europa, porque resulta, según su cálculo y teorías, que el fanatismo, calentando la imaginación, despierta y aviva el estro poético, sino que se arroja a decir que la canción A las ruinas de Itálica vale más que todas las odas de Píndaro y de Horacio; tremenda andaluzada, que ni siquiera en un hijo de Utrera, paisano de Rodrigo Caro, puede tolerarse. Bella es la canción de las Ruinas, y tuvo en su tiempo la novedad de la inspiración arqueológica; pero, cuántas odas la vencen, aun dentro de nuestro Parnaso! Marchena, amontonando yerro sobre [653] yerro, atribuye, como D. Luis José Velázquez, los versos del bachiller La Torre a Quevedo; cita como prueba de la originalidad de éste una traducción de Horacio, que es del Brocense, y, finalmente, decreta el principado de las letras a los andaluces, poniéndose él mismo en el coro y al lado del divino Herrera, no sin anunciar que ya vendrá día en que la posteridad la levante una estatua, vengándole de sus inicuos opresores.

    Por el mismo estilo anda todo, con leves diferencias. De vez en cuando centellean algunas intuiciones felices, algunos rasgos críticos de primer orden; tal es el juicio del Quijote, tal alguna que otra consideración sobre el teatro español, perdida entre mucho desvarío, que quiere ser pintura de nuestro estado social en el siglo XVIII tan desconocido para Marchena como el XIV; tal la distinción entre la verdad poética y la filosófica; tal lo que dice del platonismo erótico; tal el hermoso paralelo entre fray Luis de León y Fr. Luis de Granada, que es el mejor trozo que escribió Marchena, por mucho que le perjudique la forma, siempre retórica, de la simetría y de la antítesis, tal el buen gusto con que en pocos y chistosísimos rasgos tilda el castellano de Cienfuegos y de Quintana, en quien le agradaban las ideas, pero le repugnaba el neologismo. Pero repito que todos estos brillantes destellos lucen en medio de un lobreguez caliginosa, donde a cada paso va el lector tropezando, ya con afirmaciones gratuitas, ya con juicios radicalmente falsos, ya con ignorancias de detalle, ya con alardes intempestivos de ateísmo y despreocupación, ya con brutales y sañudas injurias contra España, ya con vilísimos rasgos de mala fe. En literatura, su criterio es el de Boileau, y, aunque parezca inverosímil, un hombre que en materias religiosas, sociales y políticas llevaba hasta la temeridad su ansia de novedades y sólo vivía del escándalo y por el escándalo, en literatura es, como su maestro Voltaire, el más sumiso a los cánones de los preceptistas del siglo de Luis XIV, el más conservador y retrógrado y el más rabioso enemigo de los modernos estudios y teorías sobre la belleza y el arte, «esa nueva oscurísima escolástica con nombre de estética que califica de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda». Marchena, como todos los volterianos rezagados, es falsamente clásico, a la manera de La Harpe, y para él, Racine y Molière son las columnas de Hércules del arte. A Shakespeare le llama lodazal de la más repugnante barbarie; a Byron, ni aun le nombra; de Goethe no conoce o no quiere conocer más que el Werther.

    Juzgadas con este criterio nuestras letras, todo en ellas ha de parecer excepcional y monstruoso. Restringido arbitrariamente el principio de imitación, entendida con espíritu mezquino la antigüedad (¿qué ha de esperarse de quien dice que Esquilo violó las reglas del drama, es decir, las reglas del abate D'Aubignac?), convertidos en pauta, ejemplar, y dechado único los artificiales productos de una civilización refinadísima, flores por [654] la mayor parte de invernadero, sólo el buen gusto y el instinto de lo bello podían salvar al crítico en los pormenores y en la aplicación de sus reglas, y de hecho salvan más de una vez a Marchena. Pero es tan inseguro y contradictorio su juicio, son tan caprichosos sus amores y sus odios y tan podrida está la raíz de su criterio histórico, que los mismos esfuerzos que hace para dar a su crítica carácter trascendental y enlazar la historia literaria con las vicisitudes de la historia externa sólo sirven para despeñarle. Bien puede decirse que todo autor español le desagrada en el hecho de ser español y católico. No concibe literatura grande y floreciente sin espíritu irreligioso, y, cegado por tal manía, ora se empeña en demostrar que los españoles de la Edad Media eran muy tolerantes y hasta indiferentes, como si no protestaran de lo contrario las hogueras de San Fernando, las matanzas de judíos y la Inquisición catalana y todos nuestros cuerpos legales; ora se atreve a poner lengua, caso raro un español, en la veneranda figura de Isabel la Católica, «implacable en sus venganzas y sin fe en la conducta pública) y; ora colocar al libelista Fr. Paolo Sarpi sobre todos nuestros historiadores por el solo hecho de haber sido protestante, aunque solapado; ora llama bárbara cáfila de expresiones escolásticas a la ciencia de Santo Tomás o de Suárez; ora niega porque sí, y por quitar una gloria más a su patria, la realidad del mapa geodésico del maestro Esquivel, de que dan fe Ambrosio de Morales y otros testigos irrecusables por contemporáneos; ora explica la sabiduría de Luis Vives por haberse educado fuera de la Península; ora califica de patraña un hecho tan judicialmente comprobado como el asesinato del Niño de la Guardia; ora imagina, desbarrando, que los monopantos de Quevedo son los jesuitas; ora calumnia feamente a la Inquisición, atribuyéndola el desarrollo del molinosismo, que ella castigó sin paz y sin tregua; ora nos enseña como profundo descubrimiento filosófico que los inmundos trágicos de la Epístola moral «son nuestros frailes, los más torpes y disolutos de los mortales, encenegados en los más hediondos vicios, escoria del linaje humano»; ora (risum teneatis!) excluye casi de su colección a Fr. Luis de Granada por inmoral. Y ciertamente que su moral era todo lo contrario de la extraña moral de Marchena, que en otra parte de este abigarrado discurso truena con frases tan estrambóticas, como grande es la aberración de las ideas, contra la moral ascética, enemiga de los deleites sensuales, en que la reproducción del humano linaje se vincula, tras de los cuales corren ambos sexos a porfía. Él profesa la moral de la naturaleza, «la de Trasíbulo y Timoleón), y, en cuanto a dogma, no nos dice claro si por aquella fecha era ateo o panteísta, puesto caso que del deísmo de Voltaire había ya pasado y todo lo tenía por cierto y opinable.

    Qui habitat in caelis irridebit eos, y en verdad que parece ironía de la Providencia que la nombradía literaria de aquel desalmado jacobino, que en París abrió cátedra de ateísmo, ande [655] vinculada, ¿quién había de decirlo?, a una oda de asunto religioso, la oda A Cristo crucificado. De esta feliz inspiración quedó el autor tan satisfecho que con su habitual e inverosímil franqueza no sólo la pone por modelo en su colección de clásicos, sino que la elogia cándidamente en el preámbulo, y, comparándose con Chateubriand, cuya fama de poeta cristiano le sacaba de quicio (2576), exclama: «Entre el poema de Los mártires y la oda A Cristo crucificado media esta diferencia: que Chateaubriand no sabe lo que cree y cree lo que no sabe, y el autor de la oda sabe lo que no cree y no cree lo que sabe.»

    La inmodestia del autor, por una parte, y los elogios de su escuela, por otra, contribuyen a que la oda no haga en todos los lectores el efecto que por su robusta entonación debiera. El autor la admiró por todos, se decretó por ella una estatua y nada nos dejó que admirar. Así y todo, es composición notable, algo artificial y pomposa, algo herreriana con imitaciones directas, desigual en la versificación, desproporcionada en sus miembros, pequeña para tan gran plan, que quiere ser la exposición de toda la economía del cristianismo, y, por último, fría y poco fervorosa, como era de temer del autor aunque muchos hayan querido descubrir en ella verdadero espíritu religioso. Si Marchena se propuso demostrar que sin fe pueden tratarse magistralmente los asuntos sagrados, la erró de medio a medio, y su oda es la mejor prueba contra su tesis. Fácil es a un hombre de talento calcar frases de los Libros santos y frases de León y de Herrera y zurcirlas en una oda, que no será mejor ni peor que todas las odas de escuela; pero de esto al brotar espontáneo de la inspiración religiosa, ¡cuánto camino! Júzguese por las primeras estancias de la oda de Marchena, que, si bien fabricadas de taracea, tienen ciertamente rotundidad y número, y vienen a ser las mejores de esta composición, en que todo es cabeza, como si el autor, fatigado de su valiente arranque, se hubiese dormido al medio de la jornada:

                                 Canto al Verbo divino,
no cuando inmenso, en piélagos de gloria,
más allá de mil mundos resplandece,
y los celestes coros de contino
Dios le aclamen, y el Padre se embebece
en la perfecta forma no creada,
ni cuando de victoria
la sien ceñida, el rayo fulminaba,
y de Luzbel la altiva frente hollaba,
lanzando al hondo averno,
entre humo pestilente y fuego eterno,
la hueste contra el Padre levantada.
   No le canto tremendo,
en nube envuelto horrísono-tonante, [656]
de Faraón el pecho endureciendo,
sus fuertes en las olas sepultando
que en los abismos de la mar se hundieron,
porque en brazo pujante
tú, Señor, los tocaste, y al momento,
cual humo que disipa el raudo viento,
no fueron; la mar vino,
tragólos en inmenso remolino,
y Amón y Canaán se estremecieron.

    Muy inferiores a ésta son las demás poesías de Marchena, que él, con igual falta de escrúpulos, va poniendo por modelo en los géneros respectivos. Fragmentos de un poema político, titulado La Patria, a Ballesteros;una elegía amatoria, fría como un carámbano, A Licoris; un fragmento de Tibulo, menos que medianamente traducido; algunos retazos de la tragedia Polixena, que nunca llegó a representarse por falta de actores, si hemos de creer al poeta, y una Epístola al geómetra Lanz, uno de los creadores de la cinemática industrial, sobre la libertad política.

    En general, todo ello está pésimamente versificado, lleno de asonancias ilícitas, de sinéresis violentas y de prosaicas cuñas, muestra patente de que el autor sudaba tinta en cada verso, empeñado en ser poeta contra la voluntad de las hijas de la Memoria. En la Epístola noto algunos tercetos felices:

                                 Tal la revolución francesa ha sido
cual tormenta que inunda las campiñas,
los frutos arrancando del ejido;
   empero, el despotismo las entrañas
deseca de la tierra donde habita,
cual el volcán que hierve en las montañas
   Y con perpetuo movimiento agita
el suelo que su lava esteriliza.
   Así en Milton los monstruos del abismo
devoran con rabioso ávido diente
de quien les diera el ser el seno mismo.

    Con cuya imagen quiere mostrar el autor que todos los excesos revolucionarios son consecuencia del despotismo y que él nutre y educa la revolución a sus pechos.

    Tampoco carece de cierta originalidad Marchena como primer cantor español de la duda y precursor de Núñez de Arce y otros modernos:

                                 ¡Dulce esperanza, ven a consolarme!
¿Quién sabe si es la muerte mejor vida?
Quien me dio el ser, ¿no puede conservarme
más allá de la tumba? ¿Está ceñida
a este bajo planeta su potencia?
¿El inmenso poder hay quien le mida? [657]
   ¿Qué es el alma? ¿Conozco yo su esencia?
Yo existo. ¿Dónde iré? ¿De dó he venido?
¿Por qué el crimen repugna a mi conciencia?

    Bien dijo Marchena que tal poesía era nueva en castellano, pero también ha de confesarse que la nueva cuerda no produce en sus manos más que sonidos discordes, ingratos y confusos.

    No todos sus versos están en las Lecciones de filosofía moral. Algunos de los más populares se imprimieron sueltos; otros, en gran número, existen manuscritos fuera de España. ¿Quién no conoce la famosa Heroida de Eloísa a Abelardo, del inglés Pope, que Colardeau imitó en francés (y que Santibáñez, Marchena, Maury y muchos otros pusieron con mediano acierto en castellano, para nocivo solaz de mancebos y doncellas, que veían allí canonizados los impulsos eróticos, reprobadas las austeridades monacales y enaltecido sobre el matrimonio el amor desinteresado y libre? Ciertamente que esta Eloísa nada tiene que ver con la escolástica y apasionadísima amante de Abelardo, ni con la ejemplar abadesa del Paracleto, sino que está trocada, por obra y gracia de la elegante musa de Pope, en una miss inglesa sentimental, bien educada, vaporosa e inaguantable. ¿Dónde encontrar aquellas tan deliciosas pedanterías de la Eloísa antigua, aquellas citas de Macrobio y de las Epístolas de Séneca, del Pastoral, de San Gregorio, y de la regla de San Benito; aquellos juegos de palabras oh inclementem clementiam! oh infortunatum fortunam!, mezclados con palabras de fuego sentidas y no pensadas: Non matrimonii foedera; non dotes aliquas expectavi, non denique meas voluptates aut voluntates, sed tuas, sicut ipse nosti, adimplere studui... Quae regina vel praepotens femina gaudiis meis non invidebat vel thalamis?... Et si uxoris nomen sanctius ac validius videtur, dulcius mihi semper extitit amicae vocabulum, aut (si non indigneris) concubinae vel scorti, ut quo me videlicet pro te amplius humiliarem, ampliorem apud te consequerer gratiam, et sic excellentiae tuae gloriam minus laederem... Quae cum ingemiscere debeam de commissis, suspiro potius de amissis.

    Después de leídas tales cartas, es humanamente imposible leer la Heroida,de Pope, donde ha desaparecido todo ese encanto de franqueza y barbarie, de ardor vehementísimo y sincero. Con todo eso, en el siglo pasado, esta ingeniosa falsificación de los sentimientos del siglo XII tuvo portentoso éxito y engendró una porción de imitaciones, que, con el nombre de heroidas, dado ya por Ovidio a otras composiciones suyas de parecido linaje, no menos infieles al carácter de los tiempos heroicos que lo eran las de sus imitadores al espíritu de la Edad Media, formaron uno de los más afectados, monótonos y fastidiosísimos géneros que por aquellos días estuvieron en boga.

    Pero ¿cuál de las traducciones de la Heroida, de Pope, que [658] andan en castellano (2577) es la de Marchena? Hoc opus, hic labor est. El señor marqués de Valmar, doctísimo colector de nuestros poetas del siglo XVIII, se inclina a atribuirle la más popular de todas, la que se imprimió en Salamanca, por Francisco de Toxar, en 1796, con título de Cartas de Abelardo y Eloísa, en verso castellano, y fue prohibida por un edicto de la Inquisición de 6 de abril de 1799. El señor Bergnes de las Casas, que imprimió en Barcelona en 1839, juntamente con el texto latino de las cartas de Abelardo y el inglés de la epístola de Pope, todas las imitaciones castellanas que pudo hallar de una y otra, atribuye a D. Vicente María Santibáñez, catedrático de Humanidades en Vergara, la susodicha famosa traducción, que comienza:

                              En este silencioso y triste albergue,
de la inocencia venerable asilo...;

y da como anónima la respuesta, que parece obra original del traductor de la primera, si bien muy inferior a ella en condiciones literarias, como que el original de Pope o de Colardeau no sostenía la flaca vena del autor:

                              Quién pudiera pensar que en tantos años
de penitente y retirada vida...

    Sólo podría resolver esta cuestión el manuscrito de poesías de Marchena recientemente descubierto en Francia; pero, a juzgar por el índice que tenemos a la vista, las Epístolas de Eloísa y Abelardo son en él muy diversas de las que se imprimieron en Salamanca, puesto que empieza la primera:

                              Sepulturas horribles, tumbas frías...

y la segunda:

                              ¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada...

    Las restantes poesías de Marchena contenidas en este manuscrito, cuya tabla reproduzco al pie de esta página, todavía aguardan editor. Un profesor francés trata de sacarlas a luz, precedidas de un estudio biográfico acerca de Marchena, y no es razón desflorar aquí su trabajo. Sírvale este silencio mío de nuevo estímulo para terminarle (2578). Los títulos de algunas de estas [659] composiciones las anuncian útiles para la biografía de Marchena. Será curioso ver cómo la revolución francesa, y todavía más curioso cotejar su oda a Carlota Corday con la hermosísima de Andrés Chenier al mismo asunto. Veremos nuevas muestras de su extraña inclinación a la poesía devota; un romance, v. gr., a la profesión de una monja. Le conoceremos como poeta amatorio y descriptivo, y gozaremos nuevas traducciones suyas de Tibulo, de Horacio y el pseudo-Ossian. Aun las poesías conocidas pueden tener variantes que quizá las mejoren.

    Cuando la revolución de 1820 abrió las puertas de España a los afrancesados, Marchena volvió a Madrid, muy esperanzado, sin duda, de ver premiados sus antiguos servicios a la causa de la libertad. Pero nada logró, porque la tacha de traidor [660] a la patria le cerraba todo camino en tiempo en que las heridas del año 1808 manaban sangre todavía, y los mismos afrancesados, que aun no habían comenzado su laboriosa tarea para rehabilitarse en la opinión, huían de Marchena, clérigo apóstata, cuyo radicalismo político y religioso, todavía raro en España, bastaba para comprometer cualquier partido a que se afiliara. Así es que le dejaron morir en el abandono y la miseria a principios de 1821, acordándose de él sólo después de muerto para hacerle pomposas funerales y pronunciar en su entierro algunos discursos, introduciéndose entonces por primera vez en España esta pagana y escandalosa costumbre, que por entonces arraigó poco, y que más adelante sirvió para profanar los entierros de Larra, de Espronceda y de Quintana, sin contar otros más recientes y en su línea no menos famosos. Oraciones y sufragios, que no pedantescas exhibiciones de la vanidad de los vivos, quieren los difuntos, a quien poco aprovecha semejante garrulería cuando se cumple en ellos la terrible sentencia: Laudantur ubi non sunt, cruciantur ubi sunt.

    El último trabajo literario de Marchena debió de ser una traducción de la Vida de Teseo, según el texto griego de Plutarco, cuyas Vidas paralelas se había propuesto traducir, según conjeturamos, en competencia con la versión de Ranz Romanillos. La suya, sólo de esa vida, se imprimió en Madrid el año 1821, con sus iniciales J. M. Otras muchas obras suyas debieron perderse, entre ellas la versión completa de Molière y una historia del teatro español, que anuncia próximas a publicarse, en el Discurso preliminar de las Lecciones. Otras andan dispersas por España y Francia, aun no hace muchos años que el manuscrito de su biografía de Meléndez Valdés se conservaba en poder de M. Pierquin, médico de Montpellier y rector de la Academia de Grenoble (2579).

    Tal fue Marchena, sabio inmundo y aborto lleno de talento, propagandista de impiedad con celo de misionero y de apóstol, corruptor de una gran parte de la juventud española por medio siglo largo, sectario intransigente y fanático, estético tímido y crítico arrojado, medianísimo poeta, acerado polemista político, prosador desigual, aunque firme y de bríos; nombre de negaciones absolutas, en las cuales adoraba tanto como otros en las afirmaciones, enamoradísimo de sí propio, henchido de vanagloria y de soberbia, que le daban sus muchas letras, las lenguas [661] muertas y vivas que manejaba como maestro, la prodigiosa variedad de conocimientos con que había nutrido su espíritu y la facilidad con que alternativamente remedaba a Espinosa, al divino Herrera o a Petrenio. El viento de la incredulidad, lo descabellado de su vida, la intemperancia de su carácter, agostaron en él toda inspiración fecunda, y hoy sólo nos queda de tanta brillantez, que pasó como fuego fatuo (semejante, ¡ay!, a tantas otras brillanteces meridionales), algunas traducciones, algunos versos, el recuerdo de la novela de su vida y el recuerdo mucho más triste de su influencia diabólica y de su talento abortado por la impiedad y el desenfreno. Para completar el retrato de este singular personaje, diremos que, según relación de sus contemporáneos, era pequeñísimo de estatura, muy moreno, y aun casi bronceado de tez, y horriblemente feo, en términos que, más que persona humana, parecía sátiro de las selvas.

    Cínico hasta un punto increíble en palabras y en acciones, vivía como Diógenes y hablaba como Antístenes. De continuo llevaba en su compañía un jabalí que había domesticado, le hacía dormir a los pies de su cama, y cuando, por descuido de una criada, el animal se rompió las patas, Marchena, muy condolido, le compuso una elegía en dísticos latinos, convidó a sus amigos a un banquete, les dio a comer la carne del jabalí y a los postres les leyó el epicedio. A pesar de su fealdad y de su ateísmo, de su mala lengua y de su pobreza, se creía amado de todas las mujeres, lo cual le expuso a lances chistosísimos, aunque impropios de la gravedad de esta historia. Todas estas y otras infinitas extravagancias que se omiten prueban que Marchena fue toda su vida un estudiante medio loco, con mucha ciencia y mucha gracia, pero sin seriedad ni reposo en nada. Así y todo, cuantos le conocieron, desde Chateaubriand y madama de Staël, desde Fontanes, Destutt-Tracy y Barante hasta Moratín, Maury, Miñano y Lista, vieron en aquel buscarruidos intelectual algo que no era vulgar, y que le hacía de la raza de los grandes emprendedores y de los grandes polígrafos, una aptitud sin límites para todos los ramos del humano saber y una vena sarcástica inagotable y originalísima. En el siglo XVII hubiera emulado quizá las glorias de Quevedo. En el siglo XVIII, sin fe, sin patria y hasta sin lengua, no pudo dejar más nombre que el siempre turbio y contestable que se adquiere con falsificaciones literarias o en el estruendo de las saturnales políticas (2580). [662]




- IV -
Noticia de algunos «alumbrados»: la beata Clara, la beata Dolores, la beata Isabel, de Villar del Águila.

    Quizá las únicas muestras de vigor que la Inquisición daba en los últimos años del siglo XVIII recaían en los escasos restos de las tenebrosas sectas iluminadas, que en otras edades habían infestado la Península. Abundaron en toda aquella centuria los procesos de confesores solicitantes; pero poca o ninguna sustancia se saca de ellos para esta historia, ya que la mayor parte de los casos eran cuestión de lujuria y no de dogmatismo o secta, por mucho que alarguemos el vocablo. Ni hemos de imaginar tampoco que fuese caso frecuente y ordinario la horrenda profanación de los solicitantes, pues Llorente, menos sospechoso que nadie, afirma sin reparó que de cien confesores denunciados, no llegaban a diez los reos de verdadera solicitación, por ser materia ésta en que fácilmente da campo a las denuncias lo exaltado y ligero de las imaginaciones femeniles (2581). No aconteció así en el caso de un fraile capuchino, cuyo nombre oculta Llorente por justas causas, natural del reino de Valencia y residente por muchos años en Cartagena de Indias, donde fue misionero apostólico, provincial y varias veces guardián. Su crimen había sido solicitar y pervertir a una entera congregación de beatas, que le miraban como oráculo, y a quienes imbuyó en la doctrina molinosista de la licitud de los actos carnales ejecutados in charitatis nomine, como medio de domeñar la sensualidad satisfaciéndola y de adelantar en la vida espiritual. Tras esto fingía revelaciones, que decía haber recibido del Señor en el acto de la consagración. Así pasaron largos años de escándalo, hasta que por trece declaraciones conformes fue descubierta la perversidad del confesor y se le formó proceso. Las monjas fueron reclusas en varios conventos de Nueva Granada y del reo se hizo cargo la Suprema, haciéndole venir a España, bajo partida de registro. Mostróse en las primeras audiencias tenacísimo en negar; luego defendió con singular y descabellada osadía la certeza de su revelación, merced a la cual se consideraba dispensado de cumplir el sexto mandamiento de la ley de Dios. Habló de la unión mística de las almas, trajo a colación textos de la Escritura, diabólicamente pervertidos, y pareció dispuesto a dejarse condenar y relajar como hereje contumaz e impenitente. Al cabo, las instancias del inquisidor Rubín de Ceballos y del secretario Llorente, deseosos de salvarle a todo trance, lograron de él, primero, que confesase la vanidad de sus revelaciones, y luego, que lisa y llanamente declarase que sólo su desenfrenada concupiscencia y no error alguno teológico le habían llevado a tal despeñadero. Abjuró de levi, fue recluso por cinco años en un convento de Valencia, privado perpetuamente de licencias, sujeto a muchas penitencias, ayunos y mortificaciones [663] y a una tanda de azotes, que le administraron los capuchinos de la Paciencia.

    Casos de iluminismo propiamente dicho fueron los ruidosos procesos de tres beatas, no separados entre sí por largo intervalo de tiempo y semejantísimos en todo. Es el primero el de Isabel María Herráiz, comúnmente llamada la Beata de Cuenca, y también la de Villar del Águila., por ser natural de este pueblo y casada con un labrador de él. Llevóla su necedad y delirio hasta propalar que el cuerpo de ella se había convertido en el verdadero cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Clérigos y frailes hubo que lo creyeron o fingieron creerlo, otros lo impugnaron en forma silogística, y llegó el delirio de la muchedumbre hasta tributar a aquella infeliz mujer culto de latría, llevándola procesionalmente por las calles entre cirios encendidos y humo de incienso.

    Delatados a la Inquisición la beata y sus cómplices, ella murió en las cárceles secretas, y su estatua, montada en un burro, salió a un auto de fe para ser reducida a cenizas. En el mismo auto abjuraron descalzos y con sogas al cuello, como patronos y fautores de aquel embuste, el cura deVillar del Águila y dos frailes, a quienes se condenó a reclusión en Filipinas; el cura de la aldea de Casasimarro, que fue suspenso por seis años; una criada de la beata, castigada con diez años de encierro en las Recogidas, y dos hombres del pueblo que se habían extremado en la adoración, que por ello fueron castigados con doscientos azotes y presidio perpetuo (2582).

    Aún fue mayor la notoriedad de la madrileña beata Clara, que aconsejada por su madre y su confesor, fingióse muchos años tullida, y, so color de espíritu profético y don de santidad y milagros, atrajo a su casa la flor de las señoras de la corte, que asiduamente la consultaban y se encomendaban a sus oraciones en casos de esterilidad, enfermedades, desavenencias matrimoniales y cualesquier otros graves incidentes de la vida, a todo lo cual daba ella fácil resolución en estilo grave y enfático, como de vidente o inspirada. De tal modo embaucaba a muchos con la fama de su santidad, que logró de Roma un breve de dispensación para hacer los tres votos de monja de Santa Clara, sin que la obligasen a clausura o vida común por no tolerarlo las dolencias que ella pretextaba (2583). Púsose altar delante de su cama, y todos los días comulgaba, fingiendo (como la beata de Piedrahita en el siglo XVI y tantas otras de su ralea) mantenerse sin otro alimento que el pan eucarístico. No le bastó tan mal urdida maraña para no ser castigada con pena de reclusión por el Santo Oficio, juntamente con sus dos principales cómplices, en 1802. Ni hubo en esta milagrería otro misterio [664] que una estafa a lo divino, en que el confesor y la madre recaudaban crecidísimas limosnas para la beata. El cebo de la ganancia hizo surgir imitadoras, como lo fue en 1803 otra beata epiléptica, María Bermejo, de quien Llorente hace mención (2584), añadiendo que así María como sus dos cómplices, que, al parecer, lo eran en más de un sentido, el vicerrector y el capellán del Hospital General de Madrid, fueron penitenciados por el Santo Oficio (2585).

    Más singular y no menos ruidoso caso fue el de la beata Dolores, relajada en un auto de fe de Sevilla en 24 de agosto de 1781, y de quien el vulgo afirma que fue condenada por bruja, arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a forjar novelescas historias, hasta suponerla joven y hermosa (2586). Todos estos accidentes no están mal calculados para excitar la conmiseración; lástima que sean todos falsos, ya que la beata Dolores no era bruja, sino mujer iluminada, secuaz teórica y práctica del molinosismo, bestialmente desordenada en costumbres so capa de santidad, y eso que por su belleza no podía excitar grandes pasiones, puesto que, además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros. Latour ha referido muy bien y con muchos detalles su proceso (2587); yo extractaré lo que él dijo, confirmado en todo por la tradición oral de los sevillanos.

    Aunque nacida de cristianos y honrados padres, María de los Dolores López mostró, muy desde niña, genio indómito y perversísimas inclinaciones. A los doce años huyó de la casa paterna para vivir amancebada con su confesor, que cuatro años después, a la hora de la muerte, asediado por los terrores de su conciencia, pedía por misericordia que quitasen de su lado a la cieguecita. [665]

    Su misma ceguera, unida a un entendimiento muy despierto, aunque, hábil sólo para el mal, le daba cierto prestigio fantástico entre la muchedumbre, que no acertaba a comprender cómo Dolores veía y adivinaba muchas cosas sin el auxilio de los ojos.

    Arrojada del convento de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén, en el cual pretendió entrar de organista, pasó a Marchena, donde tomó el hábito de beata, que conservó toda su vida. Desde entonces fue en aumento la fama de su santidad y de los especiales favores divinos que había recibido; llamaba al Niño Jesús el tiñosito, tenía largas conversaciones con su ángel custodio y acabó por pervertir en Lucena a otro de sus confesores, como había pervertido al primero.

    Encarcelado el confesor y recluido luego en un monasterio lejano y de rígida observancia, volvió a Sevilla la beata, perseverando por doce años en la misma escandalosa vida, hasta que uno de sus confesores la delató y se delató a sí mismo en julio de 1779, viniendo a confirmar sus acusaciones el testimonio de muchos vecinos de la fingida santa.

    El proceso duró dos años, porque la beata estuvo pertinacísima en no confesarse culpable, sosteniendo, por el contrario, que había sido favorecida desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales, aprendiendo a leer y escribir sin que nadie la enseñase, manteniendo continuo y familiar trato con Nuestra Señora, libertando millones de almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con el Niño Jesús, siendo testigo San José y San Agustín. Todo en premio de las flagelaciones y martirios corporales que voluntariamente se imponía.

    En vano se la sorprendía en las más groseras contradicciones; en vano agotaron sus esfuerzos por convertirla los más sabios teólogos y misioneros del tiempo, entre ellos el mismo Fr. Diego de Cádiz, que la predicó sin intermisión durante dos meses, retirándose al cabo convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Ni el temor de los castigos inminentes y aun de la hoguera, ni el desconsuelo y la deshonra de su familia bastaron a torcerla ni a conseguir que dudase un momento. Dijo que moriría mártir, pero que a los tres días mostraría Dios su inocencia y la verdad de sus revelaciones y la sabiduría de sus discursos, como así se lo había anunciado el mismo Dios en visión real.

    Algunos la juzgaban poseída y frenética, y ella procuró hacer actos de verdadera energúmena para salvarse por tal medio; pero así y todo, fue relajada al brazo seglar en 22 de agosto. Oyó la sentencia sin conmoción ni asombro ni muestras de pesar, temor o arrepentimiento. En los tres días que pasó en la capilla continuaron visitándola y exhortándola los teólogos y el mismo gobernador eclesiástico de la diócesis; pero ni aun tuvieron persuasión bastante para hacer que se confesase.

    La beata salió al auto con escapulario blanco y coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de su extraña [666] figura. Un fraile mínimo que iba cerca de ella, el P. Francisco Javier González, exhortaba a los circunstantes a que pidiesen a Dios por la conversión de aquella endurecida pecadora. Por todas partes sonaron oraciones y lamentos; sólo la beata permanecía impasible, contribuyendo su ceguera a lo inmutable de su fisonomía.

    Acabada la lectura del proceso, subió al púlpito el P. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio, famoso en Sevilla por su piedad y ejercicios espirituales, e hizo breve plática al pueblo, mostrando la clemencia del Santo Oficio e implorando de nuevo las oraciones de los asistentes para que Dios se apiadase de aquella desventurada, moviendo su endurecido corazón a penitencia.

    Hubo que amordazar a la beata para que no blasfemase y el P. Vega llegó a amenazarla con el crucifijo. Y no parece sino que esta sublime cólera labró de improviso en aquel árido espíritu, porque vióse a la beata prorrumpir súbitamente en lágrimas y, apenas llegada a la plaza de San Francisco, pedir confesión en altas voces, lo cual mitigó el rigor de la pena y dilató algunas horas el suplicio. Murió con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas. El pueblo la tenía por hechicera y afirmaba que ponía huevos mediante pacto diagólico y extraños brebages.




- V -

El cura de Esco.

    También fue extraño caso de inquisición, y tal que hay que separarle de los restantes, el de D. Miguel Solano, cura de Esco, fallecido en 1805 en los calabozos de la Inquisición de Zaragoza. Natural de un pueblo de la diócesis de Jaca, sus únicos estudios habían sido la moral y algo de teología escolástica; pero, dotado de genio inventivo y aficionado a las labores agrícolas, inventó o perfeccionó varios aparejos de labranza, que le dieron fama en las sociedades económicas. Luego se enfrascó en la lectura de la Biblia, y dio en mil extrañas imaginaciones, hasta formarse un sistema religioso propio, basado en la individual interpretación de las Escrituras al modo protestante. Rechazaba, pues, y tenía por falso cuanto no veía expreso en el sagrado texto, literalísimamente entendido, negaba el purgatorio y el primado del papa y solía predicar contra los diezmos. De todo hizo un tratado, que envió al obispo de Zaragoza y a varios teólogos, con lo cual la Inquisición no pudo menos de procesarle. Su primera intención fue huir a Francia; pero tal fanatismo tenía y tan persuadido andaba de la justicia de su causa, que desde Olerón vino él mismo a ponerse en manos de los inquisidores. Después de muchas discusiones teológicas, en que él se mantuvo firme en tener por única regla de fe la Escritura y la inspiración privada, rechazando la autoridad de papas, doctores [667] y concilios, fue relajado por dos veces al brazo seglar. Pero tal era la mansedumbre de la Inquisición entonces, que la Suprema se propuso a todo trance salvarle, haciéndole declarar loco por el médico de su pueblo. En esto adoleció gravemente Solano; pero ni aun así quiso dar oídos a las exhortaciones evangélicas del P. Santander, obispo auxiliar de Zaragoza. Murió Solano en las cárceles; no se le concedió sepultura eclesiástica, y fue enterrado secretamente dentro del mismo edificio de la Inquisición, por la parte del Ebro. Separándose los inquisidores de la costumbre, ni procedieron contra su memoria como hereje contumaz ni le quemaron en efigie (2588).




Adición a este capítulo

¿Puede contarse entre los heterodoxos españoles al padre Lacunza?

    Tradición antigua y venerable así de los hebreos como de los cristianos, aceptada y confirmada por algunos de los Padres apostólicos y por el apologista San Justino, afirmaba que el estado presente del mundo perecerá dentro del sexto millar. Para ellos los seis días del Génesis eran, a la vez que relato de lo pasado, anuncio y profecía de lo futuro. En seis días había sido hecha la fábrica del mundo y seis mil años había de durar en su estado actual, imperando luego justicia y bondad sobre la tierra y siendo desterrada toda prevaricación e iniquidad. Este séptimo millar de años llámase comúnmente el reino de los milenaristas o chiliastas. San Jerónimo (sobre el c. 20 de Jeremías) no se atrevió a seguirla ni tampoco a condenarla, ya que la habían adoptado los santos y mártires cristianos, por lo que opina que a cada cual es lícito seguir su opinión, reservándolo todo al juicio de Dios. Lo que desde luego fue anatematizado es la sentencia de los milenarios carnales, que suponían que esos mil años habían de pasarse en continuos convites, francachelas y deleites sensuales.

    El parecer de los milenarios puros o espirituales tuvo en el siglo XVIII un defensor fervorosísimo en el jesuita chileno padre Lacunza, uno de los desterrados, varón tan espiritual y de tanta oración, que de él dice su mismo impugnador, el P. Bestard, que «todos los días perseveraba inmoble en oración por cinco horas largas, cosido su rostro con la tierra». Ahogóse en uno de los lagos del Alta Italia muy a principios de este siglo, y no parece sino que aquellas aguas ahogaron también toda noticia de su persona, aunque esta oscuridad, que no han conseguido disipar los mismos bibliógrafos de su Orden, no alcanza a su doctrina, que tuvo larga resonancia y provocó muchas polémicas, ni a su obra capital, La venida del Mesías en gloria y [668] majestad. Compúsola en lengua castellana; pero otro jesuita americano la tradujo al latín, y así corrió manuscrita por Europa. Del original hay por lo menos tres ediciones (2589) y algunos manuscritos, todos discordes en puntos muy sustanciales. La obra, desde 1824, fue incluida en el Índice de Roma, razón bastante para que quedara con nota y sospecha de error. Pero no todo libro prohibido es herético; y, al ver que notables y ortodoxísimos teólogos ponen sobre su cabeza el libro del P. Lacunza, como sagaz y penetrante expositor de las Escrituras, por más que no consideren útil su lección a todo linaje de gentes, ocúrrese desde luego esta pregunta: ¿Fue condenada La venida del Mesías por su doctrina milenarista o por alguna otra cuestión secundaria?

    Cierto que un teólogo mallorquín, Fr. Juan Buenaventura Bestard, comisario general de la Orden de San Francisco en Indias, combatió con acritud el sistema. entero del P. Lacunza en unas Observaciones, impresas, a seguida de la prohibición de Roma, en 1824 y 1825. Pero todos sabemos que la cuestión del milenarismo (del espiritual se entiende) es opinable, y, aunque la opinión del reino temporal de Jesucristo en la tierra tenga contra sí a casi todos los padres, teólogos y expositores desde fines del siglo V en adelante, comenzando por San Agustín y San Jerónimo, también es verdad que otros Padres más antiguos la profesaron y que la Iglesia nada ha definido, pudiendo tacharse, a lo sumo, de inusitada y peregrina la tesis que con grande aparato de erudición bíblica y con no poca sutileza de ingenio quiere sacar a salvo el P. Lacunza. Ni ha de tenerse por herejía el afirmar, como él lo hace, que Jesucristo ha de venir en gloria y majestad, no sólo a juzgar a los hombres, [669] sino a reinar por mil años sobre sus justos en el mundo renovado y purificado, que será un como traslado de la celestial Sión.

    Otras debieron ser, pues, las causas de la prohibición del libro del supuesto Ben-Ezra, y, a mi entender, pueden reducirse a las siguientes:

    1.ª La demasiada ligereza y temeridad con que suele apartarse del común sentir de los expositores del Apocalipsis, aun de los más sabios, santos y venerados, tachándolos desde el discurso preliminar de su obra de haber enderezado todo su conato a acomodar las profecías a la primera venida del Mesías..., «sin dejar nada o casi nada para la segunda, como si sólo se tratase de dar materia para discursos predicables o de ordenar algún oficio para el tiempo de Adviento».

    2.ª Algunas sentencias raras y personales suyas, de que apenas se encuentra vestigio en ningún otro escriturario antiguo ni moderno, v. gr., la de que el anticristo no ha de ser una persona particular, sino un cuerpo moral, y la de la total prevaricación del estado eclesiástico en los días del anticristo.

    3.ª Las durísimas y poco reverentes insinuaciones que hace acerca de Clemente XIV, autor del breve de extinción de la Compañía.

    4.ª El peligro que hay siempre en tratar de tan altas cosas, de misterios y profecías, en lengua vulgar, por ser ocasión de que muchos ignorantes, descarriados por el fanatismo, se arrojen a dar nuevos y descabellados sentidos a las palabras apocalípticas, como vemos que cada día sucede.

    Por todas estas razones, y sin ser hereje, fue condenado el P. Lacunza, y por todas ellas debe hacerse aquí memoria de él, salvando sus intenciones y su catolicismo, y no mezclándole en modo alguno con la demás gente nonsancta de que se habla en este libro.

    La publicación de La venida del Mesías dio ocasión a varios escritos apologéticos y a nuevas explicaciones y censuras. Por entonces compuso el célebre párroco de San Andrés, de Sevilla, D. José María Roldán, uno de los poetas de la pléyade sevillana de fines del siglo XVIII, un libro que rotuló El ángel del Apocalipsis, manuscrito hoy en la Biblioteca Colombina. Roldán en algunas cosas da la razón al P. Lacunza; en otras muchas difiere, defendiendo, sobre todo, que el anticristo ha de ser persona humana y no cuerpo político y que el reino de Jesucristo durante el milenio ha de ser espiritual en las almas de los justos y no temporal y visible. Al mismo parecer, que pudiéramos llamar milenarismo mitigado, se acostó D. José Luyando, director del Observatorio Astronómico de San Fernando, que envió a Roma un comentario manuscrito sobre el Apocalipsis, sin lograr licencia para la impresión, aunque se alabó su piedad y buen deseo. [670]

    Ni fueron estas solas las semillas que dejó el libro de Josafat-Ben-Ezra. Todavía en estos últimos años reapareció lo sustancial de su enseñanza, aumentado con otras nuevas y peregrinas invenciones, en un libro del arcipreste de Tortosa, señor Sanz y Sanz, intitulado Daniel o la proximidad del fin del siglo, obra que fue inmediatamente prohibida en Roma por las mismas causas que la del P. Lacunza y además por querer fijar fechas a los futuros contingentes, anunciando, entre otras cosas, el fin del mundo para 1895 y dando grandes pormenores sobre el reino de los milenarios, hasta decir que «en él será restituida al hombre en toda su pureza la imagen de Dios con que fue criado y que llegará a ser perfecto y hermoso, como lo era Adán al salir de las manos e Dios» (2590).




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Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro seis