- VI -
El enciclopedismo en Portugal, y especialmente en las letras amenas. -Anastasio da Cunha. -Bocage. -Filinto.

    La obra de Pombal había engendrado sus naturales frutos. Extinguidos los jesuitas, secularizada la enseñanza, triunfante el regalismo, entronizada en las aulas la filosofía sensualista, divulgados por todas partes los libros de Francia no bastó la activa reacción de los primeros años del gobierno de D.ª María I la Piadosa a detener el contagio, y sólo sirvió para mostrar a las claras la profundidad del mal y las hondas raíces que había echado en el ánimo de los hombres de letras.

    «En el siglo XVIII -dice Braga (2485)-, la poesía fue el órgano de propagación de las ideas de los enciclopedistas en Portugal.» Y, realmente, nombres literarios son los primeros, por no decir los únicos, que figuran entre los apóstoles de las nuevas doctrinas. Es el primero de ellos José Anastasio da Cunha, más conocido y celebrado como matemático, y cuyo mérito exagera Almeida Garret hasta decir que su Curso de matemáticas puras, no mucho más original que el de Bails, es el mejor que existe en Europa. Quizá la posteridad respete más su corona de poeta. «Ni las rectas de Euclides -prosigue el mismo Garret- ni las curvas de Arquímedes estorbaron a este infeliz ingenio el cultivar las musas... Todos sus versos son filosóficos, tiernos, y algunos tan henchidos de suave melancolía, que dejan en el alma un como eco de armonía interior, que no procede del metro, sino de las ideas y de los sentimientos (2486). Así y todo, no es Anastasio da Cunha modelo de lengua; lo mismo que su amigo y modelo Bocage, abunda en galicismos, y todavía son más galicanos sus pensamientos que sus frases. Pero no era materialista vulgar. Como hombre de alma lírica y soñadora, tendía más bien al panteísmo naturalista, e invocaba el alma del mundo, esencias incomprensible, alma o rey del universo, patente en todo e invisible, en cuyo seno esperaba encontrar reposo y caricias como de madre. La principal de las composiciones suyas en que esta tendencia se manifiesta es la Oración universal. A esto y a sus melancolías panfilistas y nebulosas descripciones ossiánicas debe su originalidad literaria, pudiendo decirse de él que es como [573] Cienfuegos, a quien en muchas cosas se parece, débil precursor del romanticismo, no del histórico y tradicional, sino del interno y subjetivo de René y Obermann.

    Fue catedrático de matemáticas en Coímbra. Procesado inquisitorialmente, no sólo por sus ideas irreligiosas, sino por haber dogmatizado en un círculo de amigos, especialmente oficiales de Artillería, abjuró de sus yerros de naturalismo e indiferentismo y fue recluso por tres años en la casa llamada das Neccessidades, de Lisboa, que pertenecía a la Congregación de Padres del Oratorio, y desterrado luego por otros cuatro años a Evora. La sentencia es de 15 de septiembre de 1778. Fue su mayor enemigo y promotor de su desgracia José Monteiro da Rocha, catedrático de astronomía en Coímbra.

    No sobrevivió mucho Anastasio da Cunha a su desgracia: murió en 1787. Sus versos quedaron inéditos, pero la prohibición multiplicó las copias manuscritas, sobre todo su traducción o imitación de la Heroida de Eloisa a Abelardo, de Pope, como en Castilla aconteció con la de Marchena. También tradujo el Mahoma, de, Voltaire, y se le atribuye tradicionalmente la paternidad de una composición impía rotulada la Voz de la razón, que en muchos manuscritos corre con el título de Verdades sencillas. Pero es tan pedestre y tan de especiero ilustrado el volterianismo de las tales Verdades (de las cuales dice Teófilo Braga que «todavía hoy son estímulo secreto que lleva a la clase burguesa en Portugal a hacer el proceso crítico de su conciencia»), que cuesta trabajo achacarlas al insigne matemático, mucho más cuando en su proceso no se hace memoria de ella, como se hace de tantas otras cosas menos graves. Por eso, muchos, entre ellos el bibliófilo Inocencio de Silva (2487), comenzaron a negar que la Voz de la razón le perteneciese, y ahora recientemente, Teófilo Braga (2488) insiste en atribuírsela a Bocage, de quien también me parece indigna por la pobreza del estilo y por la falta de color poético y de brio en la versificación (2489). [574]

    Con Anastasio da Cunha fueron procesados varios amigos suyos, unos militares y otros profesores de Coímbra, uno de ellos Francisco de Mello Franco, que en el Imperio de la estupidez, débil imitación de la Dunciada, de Pope, cubrió de irrisión y mofa los antiguos métodos universitarios, que ya en prosa había desacreditado Verney y comenzado a reformar Pombal. El espíritu volteriano se insinúa más o menos así en este poema heroico-cómico, sobre todo en la picaresca descripción de los exorcismos, como en el agraciadísimo Hisopo, de Antonio Diniz, cuya impresión no autorizó Pombal, pero sí la dispersión de infinitas copias manuscritas, imitación mejorada del Lutrin de Boileau, y más poética que el Lutrin; desenfado, en suma, más facecioso que irreverente, al cual dio margen un famoso recurso de fuerza del deán y cabildo de la Iglesia de Elvas contra su prelado por cuestiones de pueril etiqueta (2490).

    Si Diniz y Mello Franco gracejaron con las cosas eclesiásticas más o menos ligeramente, los poetas de la segunda Arcadia lisbonense, sobre todo Bocage y Filinto, dieron de lleno en la poesía heterodoxa, y muestran, mejor que otro dato alguno, el estado de las ideas en Portugal a fin del siglo.

    Manuel María Barbosa de Bocage era quizá el hombre con más condiciones nativas de poeta que había aparecido en Portugal desde Camoens. Pero la falta de doctrina, de estudio y de sosiego; lo inquieto y arrebatado de su índole, extremosa así en lo bueno como en lo malo; la depravación callejera y el desorden y oprobio tabernario de su vida; el ansia de fáciles aplausos; la miseria de carácter, propia del menesteroso baldío, le hicieron dar con su conciencia moral y literaria por los suelos, prostituir su musa indignamente sobre las mesas de los cafés, arrastrarla por todos los lodazales de la obscenidad, de la baja adulación y del indulto descocado, vivir al día en círculo estrechísimo y malsano, sin cuidado de la gloria ni verdadera devoción al arte; consumir su existencia en brutales excesos báquicos o en amoríos de casa pública más brutales aún y derramar la mejor parte de su ingenio en el estéril ejercicio de la improvisación. Era, sin duda, repentista extraordinario, y quizá ninguno de los italianos le lleve ventaja, a lo menos en la factura métrica de los sonetos. Pero la improvisación es pésima escuela, y a la larga vicia y echa a perder las mejores naturalezas. Bocage que pudo ser artista de estilo, como lo muestran sus traducciones del latín y del francés; poeta ternísimo e intérprete sencillo de los más puros afectos del alma, como lo patentiza la Saudade materna; hábil remozador de antiguos asuntos, verbigracia, [575] en el Hero y Leandro, poeta descriptivo de gran lozanía en el idilio de Tritón; vehementísimo en la expresión de los celos y de toda pasión enérgica y furiosa, cual lo testifica la Cantata de Medea; poeta satírico de vigoroso empuje, en la Pena del talión, y hasta, ¿quién lo diría?, poeta amoroso, delicado y de un idealismo petrarquesco en algunos sonetos..., afeó todas estas admirables disposiciones con su abandono continuo y desastrosa facilidad, y no dejó más que fragmentos, pudiendo encerrarse, todos los que merecen vivir, en un muy pequeño volumen. Y aun así no fue pequeña su suerte en dejar algo digno de leerse, porque suele ser la improvisación flor de una aurora, que se deshoja a la siguiente.

    Bocage, no obstante su habitual desenfreno, era un alma naturalmente cristiana, y sus últimos días fueron hasta piadosos y edificantes. Pero en aquella turbulenta mocedad suya, la sed de brillar y de ser aplaudido por la juventud incrédula a la moda y quizá el secreto deseo y esperanza de encontrar en la mala filosofía justificación o excusa para sus vicios y torpezas de cada día y de cada hora, que por grados parecían llevarle al embrutecimiento, le condujeron a alardear de liberalismo y de impiedad. Se alistó en una logia masónica, de la cual era venerable Benito Pereira do Carmo, y orador, José Joaquín Ferreira, uno y otro conocidos más adelante como diputados de las Cortes de 1821 (2491). Saludó la aurora de la libertad en Francia y la invocó para Portugal:

        Da santa redempçao e vinda a hora
     a esta parte do mundo, que desmaia.
     ¡Oh, venha! ¡Oh, venha! e tremulo descaia despotismo feroz que nos devora!

    Y, finalmente, compuso cierta Epístola a Merilia, más conocida por la Pavorosa, porque comienza:

        Pavorosa illusao da eternidade...;

pieza no sólo brutalmente impía y volteriana, sino contraria a toda ley moral, decoro y honestidad, como que su fin declarado es quitar a una muchacha el temor del infierno y de la vida futura para hacerla consentir en los lascivos deseos del poeta. ¡Filosofía ciertamente recóndita y profunda!

    De esta escandalosa epístola (2492), digna de la execración de toda alma honrada, se esparcieron muchas copias manuscritas, así como de varios sonetos irreligiosos y del fárrago de versos [576] obscenos en que cada día se revolcaba la desgreñada inspiración de Bocage. El intendente general de Policía, Ignacio de Pina Manique, creyó necesario tomar alguna providencia contra aquel escándalo vivo y azote perenne de las buenas costumbres, y en 10 de agosto de 1797 mandó conducirle a las cárceles del Limoeiro y entablar proceso contra él como autor de papeles impíos y sediciosos. Desde la prisión importunó con cartas, versos y protestas de arrepentimiento a todos los próceres y ministros, al marqués de Ponte de Lima, al marqués de Abrantes, a José Seabra de Silva. Sus amigos, para salvarle de las garras de la Policía, discurrieron entregarle a la Inquisición, que en Portugal, como en Castilla, era por aquellos días un tribunal no sólo benigno, sino vano e irrisorio; como que tenía las garras limadas por Aranda y Pombal. El Santo Oficio se contentó con recluir a Bocage por breve temporada en el monasterio de Nuestra Señora das Necessidades, al cuidado de los Padres oratorianos, que le trataron muy bien y parecieron convertirle. Todos los versos que compuso desde entonces son una verdadera palinodia:

                                 Das patrias justas leis me é doce o peso,
amo a religiao ...................................;

dice en un soneto:

                                 Vejo a copia de un Deus no soberano;
curvo-me a's aras; em silencio adoro
d'alta religiao o eterno arcano ................
.............................................................
Desventurado sou, nao sou perverso;
ao jugo de altas leis o collo inclino,
e no humano poder contemplo, adoro,
augusta imagen do poder divino.
.............................................................
(Epístola al marqués de Abrantes.)


    Con todo eso, en 1803 le volvió a delatar a la Inquisición como pedreiro libre (así llamaban en Portugal a los francmasones) una beata llamada María Teodora Severiana Lobo: «Y dijo que el tal Bocage había dibujado encima de un banco un triángulo, y en un ángulo de él un ojo, y dentro de él el sol y la luna, y algunas estrellas y dos manos dadas, y que había dicho que no había otro cielo sino aquél; y que dicho Bocage, cuando le declaró estas cosas, no le declaró el lugar ni el tiempo de sus asambleas, pero sí que la sociedad tenía muchos afiliados, tanto en este reino como en otros, y que se comunicaban y ayudaban unos a otros, y que tenían varias señales con que se entendían» (2493).La Inquisición, o por la debilidad o por no hallar suficientes indicios, no procedió contra el poeta. Parece que el centro o conciliábulo de las tramas revolucionarias era el café o botillería de un tal José Pedro da Silva, en la plaza del Rocío, [577] de Lisboa, llamado burlescamente el agujero de los sabios, adonde concurría asiduamente Bocage, dividiendo sus horas entre la improvisación tumultuaria y las bebidas espirituosas (2494).

    Y, sin embargo, en aquella alma degradada quedaban semillas de creyente, que llegaron a germinar en los últimos meses de su dolorosa existencia, cuando la enfermedad y la pobreza acabaron de postrarle, levantando su alma a más serena esfera y a más altos pensamientos (2495). La inspiración religiosa era en él como nativa y le dictó bellísimos sonetos. Su ateísmo no había sido dogmático, sino práctico, y por una singularidad muy de poeta y muy española había conservado, en medio del tumulto de la orgía y del desenfreno de las ideas, cierta devoción a Nuestra Señora, cuyo adorable misterio de la Concepción celebró con verdadera efusión lírica en una cantata espléndida:

                                 Salve, ¡oh salve, inmortal, serena Diva,
do Nume occulto incombustivel zarza,
rosa de Jerichó por Deus disposta!
Flor, ante quem se humilhan
os cedros de que o Libano alardea.

    Sus postreros sonetos, los de expiación y arrepentimiento, verbigracia, los que comienzan:

                              Meu ser evaporei na lida insana
.............................................................
¡Oh! tu que tens no seio a eternidade!...
.............................................................
Se o grande, o que nos orbes diamantinos.
.............................................................
Comtigo, alma suave, alma formosa...

son, con mucha diferencia de los otros, los más hermosos que compuso. Ocasiones hay en que parecen poesía lamartiniana del buen tiempo. Tan cierto es que la pureza de las ideas engrandece y sublima al poeta (2496). Dios le premió con buena y cristiana muerte en 21 de diciembre de 1805. [578]

    Francisco Manuel do Nascimento, entre los árcades Filinto Elysio, fue cabeza de una secta literaria opuesta a la de los elmanistas o partidarios de Bocage. Su principal preocupación era la manía lingüística y el odio al galicismo. Más filólogo que poeta, como lírico horaciano de escuela se aventajó mucho, y sólo cede la palma a Correira Garçao. El entusiasmo por la patria y por las conquistas de la ciencia da a veces a Filinto originalidad y calor, y entonces entra en la corriente general de los poetas del siglo XVIII, asimilándose, aunque con menos inspiración, a Quintana. Así, su oda A la independencia de las colonias anglo-americanas trae, sin querer, a la memoria la oda A la vacuna hasta por el falso y superficial modo de entender la historia:

   Geme America ao peso
                              que insolente lhe agrava
dos vicios a cohorte maculosa:
o veneno de Europa se derrama...

    Filinto era sacerdote, pero adoptó enteramente las ideas francesas, y toda su vida fue pertinacísimo incrédulo. Alma seca, en que fácilmente prendió el materialismo utilitario, no tenía un adarme de creencia, como no fuera en cierto progreso vago e indefinido de la humanidad, al modo que le fantaseaba Condorcet. La Inquisición de Lisboa recibió en 1785 repetidas delaciones contra Filinto, que, advertido por sus amigos, y especialmente por el conde da Cunha, juzgó conveniente embarcarse y huir a tierra extraña. Estuvo en París hasta 1792, en que se atrevió a volver a Portugal como secretario del conde de Barca; pero, faltándole al poco tiempo la sombra de su protector, tornó a emigrar, y murió pobrísimo y oscuro en París por los años de 1819. Su nombre vive en una de las Meditaciones de Lamartine, que le llama el divino Manuel. Con su persecución y su destierro se recrudecieron sus ideas enciclopédicas, que eran de las más vulgares y superficiales del siglo XVIII. Los tomos que publicó en Francia, y que más o menos clandestinamente circularon en Portugal, están llenos de prosaicas lamentaciones sobre su destierro y proscripción, de dicterios contra la ralea frailuna, de maldiciones contra los bonzos y nayres, nombres que él da a los clérigos y a los déspotas de Roma, que engordan con dispensas, anatas e indulgencias. No puede darse nada más grosero e insípido que la famosa epístola que comienza:

                              Em quanto punes pelos sacros foros.
........................................................

o las odas:

                              Maldicto o Bonzo, e mais maldicto o Nayre...
Hoje quatre de Julho foi o dia...
quatro de Julho, memoravel dia...
Apagadas con crenzas, con chimeras... [579]

    Tales versos no tienen interés literario, sino histórico, pero así ellos como los inmundos sonetos.

                                 Christo morreou ha mil e tanto annos...
Nasci, logo a meus paes custou dinheiro...

denuncian una propaganda activa, que contribuyó, más que la de ningún otro poeta, más que la de Bocage, más que la de Anastasio da Cunha, a difundir en Portugal cierto liberalismo de taberna y de cuartel, delicias de la burguesía y de los zapateros ilustrados.

    Toda la filosofía de Francisco Manuel se reduce a haber descubierto que Cristo murió hace mil años, pero que todavía no cesan de pedir por él los franciscanos; que los frailes comen, beben y huelgan y nos llevan dinero por todo; que las devociones y los rezos, penitencias y rosarios son ritos risiveis y obra de frailes, y, finalmente, que los clérigos son unos ruines abejarucos o zánganos que se comen la miel de la social colmena y que suelen apuñalar a los reyes o mandarlos al otro mundo con veneno sutil, traidoramente. Por lo cual aconseja a los monarcas que rompan las tiránicas clausuras, que anulen los votos y que dejen a la imprenta alzar el claro grito, como ya lo había hecho en Francia y en América (2497).

    Está juzgado el hombre; ahora sólo falta añadir que el señor Romero Ortiz le llama filósofo concienzudo. Y, en efecto, como filósofo progresista no tiene precio; todo es relativo, y bien puede ser Filinto, el Santo Tomás o el Descartes de su escuela. Yo tengo para mí que su obra más filosófica fue una traducción de la Doncella, de Voltaire.

    El impulso escéptico comunicado por Bocage y Filinto a las letras portuguesas se deja sentir, más o menos, en todos los escritores de principios del siglo, divididos en los dos bandos de filintistas y elmanistas. Pero casi todos son oscuras medianías y no merecen particular recuerdo. Discípulo de Anastasio da Cunha fue el matemático José María de Abreu, condenado en el auto de 1778 a tres años de reclusión por lectura de libros prohibidos. Discípulo de Bocage fue Nuno Pereira Pato Moniz, poeta lírico no vulgar, revolucionario famosísimo, secretario del Grande de Oriente lusitano, periodista y diputado en la época constitucional de 1820 y deportado a las islas de Cabo Verde en 1827. El teatro sirvió de arma a los innovadores; los elogios dramáticos y las tragedias clásicas dieron voz a la nueva idea, pero todo fue rematadamente insípido hasta que en 1821 apareció el Catón, de Almeida Garret, obra al cabo de verdadero poeta, aunque por entonces le atasen los lazos de la falsa imitación clásica y le extraviase el ejemplo de Addison. [580]




- VII -
Literatura apologética. -Impugnadores españoles del enciclopedismo. -Pereira, Rodríguez, Forner, Ceballos, Valcárcel, Pérez y López, el P. Castro, Olavide, Jovellanos, Fr. Diego de Cádiz, etc., etc.

    No conoce el siglo XVIII español quien conozca sólo lo que en él fue imitación y reflejo. No bastan las tropelías oficiales, ni la mala literatura, ni los ditirambos económicos para pervertir en menos de cien años a un pueblo. La vieja España vivía, y con ella la antigua ciencia española, con ella la apologética cristiana, que daba de sí granados y deleitosos frutos, no indignos de recordarse aun después de haber admirado en otras edades los esfuerzos de San Paciano contra los novacianos, de Prudencio contra los marcionitas, patripassianos y maniqueos, de Orosio contra los pelagianos, de San Leandro contra el arrianismo, de San Ildefonso contra los negadores de la perpetua virginidad de Nuestra Señora, de Liciniano y el abad Sansón contra el materialismo y antropomorfismo, de Ramón Martí contra judíos y musulmanes, de Ramón Lull contra la filosofía averroísta y de Domingo de Soto, Gregorio de Valencia, Alfonso de Castro, el cardenal Toledo, D. Martín Pérez de Ajara, Suárez y otros innumerables contra las mil cabezas de la hidra protestante. Justo es decir, para honra de la cultura española del siglo XVIII, que quizá los mejores libros que produjo fueron los de controversia contra el enciclopedismo, y de cierto muy superiores a los que en otras partes se componían. Estos libros no son célebres ni populares, y hay una razón para que no lo sean: en el estilo no suelen pasar de medianos, y las formas, no rara vez, rayan en inamenas, amazacotadas, escolásticas, duras y pedestres. Cuesta trabajo leerlos, harto más que leer a Condillac o a Voltaire; pero la erudición y la doctrina de esos apologistas es muy seria. Ni Bergier ni Nonotte están a su altura, y apenas los vence en Italia el cardenal Gerdil. No hubo objeción, de todas las presentadas por la falsa filosofía, que no encontrara en algún español de entonces correctivo o respuesta. Si los innovadores iban al terreno de las ciencias físicas, allí los contradecía el cisterciense Rodríguez; si atacaban la teología escolástica, para defenderla, se levantaban el P. Castro y el P. Alvarado; si en el campo de las ciencias sociales maduraban la gran conjuración contra el orden antiguo, desde lejos los atalayaba el P. Ceballos y daba la voz de alarma, anunciando proféticamente cuanto los hijos de este siglo hemos visto cumplirse y cuanto han de ver nuestros nietos. En todas partes y con todo género de armas se aceptó la lucha: en la metafísica, en la teodicea, en el derecho natural, en la cosmología, en la exégesis bíblica, en la historia. Unos, como el canónigo Fernández Valcárcel, hicieron la genealogía de los errores modernos, siguiéndolos hasta la raíz, hasta dar con Descartes, y comenzaron por [581] la duda cartesiana el proceso del racionalismo moderno. Otros, como el médico Pereira, convirtieron los nuevos sistemas, y hasta la filosofía sensualista y analítica latamente interpretada, en armas contra la incredulidad; y algunos, finalmente, como Piquer y su glorioso sobrino Forner, resucitaron del polvo la antigua filosofía española, para presentarla, como en sus mejores días, gallarda y batalladora delante de las hordas revolucionarias que comenzaban a descender del Pirineo. ¡Hermoso movimiento de restauración católica y nacional, que hasta tuvo su orador inspirado y vehementísimo en la lengua de fuego de aquel apostólico misionero capuchino, de quien el mismo Quintana solía hablar con asombro, y ante quien caían de rodillas, absortos y mudos, los hombres de alma más tibia y empedernidamente volteriana!

    La resistencia española contra el enciclopedismo y la filosofía del siglo XVIII debe escribirse largamente, algún día se escribirá, porque merece libro aparte, que puede ser de grande enseñanza y no menor consuelo. La revolución triunfante ha divinizado a sus ídolos y enaltecido a cuantos le prepararon fácil camino; sus hombres, los de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Roda, Cabarrús, Quintana..., viven en la memoria y en lenguas de todos; no importa su mérito absoluto; basta que sirviesen a la revolución, cada cual en su esfera; todo lo demás del siglo XVIII ha quedado en la sombra. Los vencidos no pueden esperar perdón ni misericordia. Vae victis.

    Afortunadamente, es la historia gran justiciera, y tarde o temprano también a los vencidos llega la hora del desagravio y de la justicia. Quien busque ciencia seria en la España del siglo XVIII, tiene que buscarla en esos frailes ramplones y olvidados. Más vigor de pensamiento, más clara comprensión de los problemas sociales, más lógica amartilladora e irresistible hay en cualquiera de las cartas del Filósofo Rancio, a pesar del estilo culinario, grotesco y de mal tono con que suelen estar escritas, que en todas las discusiones de las Constituyentes de Cádiz, o en los raquíticos tratados de ideología y derecho público, copias de Destutt-Tracy o plagios de Bentham, con que nutrió su espíritu la primera generación revolucionaria española, sin que aprendiesen otra cosa ninguna en más de cuarenta años.

    En esta historia, que no es de los antiheterodoxos, sino de los heterodoxos, no cabe más que presentarse de pasada a los primeros, y, por decirlo así, ponerlos en lista, para que otro venga y haga su historia, que será por cierto más amena y de más honra para España que la presente. Con todo eso, hagamos constar el hecho de la resistencia y los nombres de los principales adalides, para que no imagine nadie que por ignorancia o por miedo dejaron los católicos abandonado y desguarnecido el campo.

    Colocaremos por orden cronológico los nombres de estos apologistas. Sea el primero D. Luis José Pereira, portugués de nacimiento, [582] según por clarísimos indicios conjeturamos, doctor en Filosofía y Medicina, individuo de la Academia Portopolitana (es decir, de Oporto), el cual leyó en la Médica Matritense, de Madrid, un Compendio de theodicea, con arreglo a los principios del sistema mecánico, dispuesto por método geométrico; obra que aun antes de imprimirse fue reciamente impugnada por muchos escolásticos y por otros que no lo eran del todo, como el Dr. Piquer, a quien clarísimamente se alude en el prólogo (2498). Decían que el nombre de theodicea era inaudito en España y traía cierto sabor de optimismo leibniciano; que el autor era crudamente sensualista (y esto sí que es verdad); que el método geométrico y el abuso de neologismos y términos abstractos comunicaba extraordinaria aridez a la obra, y, finalmente, que el autor parecía inclinado a sistemas nuevos y extravagantes, como el de Astruc sobre la generación vermicular del hombre, y que hacía demasiado caudal del nombre de religión y ley natural, muy usado por los incrédulos de fuera. El autor se defendió en un largo prólogo, y, a decir verdad, leído sin prevención el libro, mucho más parece bien intencionado que sospechoso, debiendo atribuirse los resabios de mala filosofía a influjos del tiempo y tenerse la Theodicea, de Pereira, por tentativa poco afortunada, aunque bastante ingeniosa, para concordar el sensualismo con los principios de la religión revelada. Su originalidad consiste en haber basado sus demostraciones en la anatomía, levantándose al conocimiento de Dios desde el conocimiento de la maravillosa estructura del cuerpo humano; lo cual no es más que una aplicación particular del principio general Invisibilia Dei a creatura mundi. Por medio de una serie de definiciones nominales, postulados y proposiciones, dispuestas al modo de la geometría, y parodiando la Ética, de Espinosa, arranca del principio de que el cuerpo humano y la vida animal no son ni pueden ser obras del acaso, y de que el movimiento no es esencial a la materia, y por grados va elevándose al conocimiento de una primera causa y espíritu creador y conservador de todas las cosas con providencia suprema y perfectísima, sin que la necesidad de su ser implique necesidad de obrar. Combate el error de la eternidad de la materia, que por lo que tiene de sucesiva no puede ser eterna, y por lo que tiene de divisible no puede ser inmensa, y por lo que tiene de extensa es contradictoria con el pensamiento. Para impugnar a Espinosa distingue el ente de suyo (Dios), ente necesario, en quien la esencia, la existencia y todas las perfecciones no necesitan de otro ente, y el ente por sí, que, salva la dependencia de la causa que le produce [583] y conserva, no requiere otro sustentante para existir. La materia, añade, no es una con unidad numérica, sino con unidad específica. Del optimismo anda muy lejos; sólo admite que el mundo sea óptimo relativo para sus fines, no óptimo absoluto; y no menos dista del pesimismo de Robinet en su Física de los espíritus.

    En ideología anda menos atinado Pereira que en cosmología, y, como otros muchos de entonces, se refugia en el tradicionalismo sensualista, afirmando que recibimos todas las ideas por vía de las sensaciones y de los signos articulados, sin los cuales el alma tiene sólo una fuerza pasiva; los cuales signos se aprenden y reciben de la tradición social, por cuya corriente se remontan a una inspiración o revelación primitiva.

    Poca o ninguna influencia ejerció este libro, sin duda por la aridez extraordinaria, de su forma y por el perverso castellano en que está escrito, aunque no pueden negársele fácil encadenamiento y austero rigor lógico. Hoy mismo es uno de los libros más raros y desconocidos del siglo XVIII. No tanto el Philoteo (2499), del P. Rodríguez, cisterciense del monasterio de Veruela. La mayor y mejor parte de este libro es respuesta a las objeciones de los naturalistas incrédulos. El autor, aunque monje, no era profano en tales materias, y brillaba, sobre todo, como anatómico y fisiologista. Su Palestra crítico-médica y su Nuevo aspecto de teología moral o Paradoxas phísico-teológicas, muy elogiados por el P. Feijoo y por Martín Martínez, dan derecho a contarle entre los más atrevidos renovadores del método experimental y entre los padres y progenitores, al igual de Foderé, de la medicina legal, que le debió positivos adelantos, como lo evidencian sus famosas disertaciones sobre la operación cesárea, sobre las pruebas de la virginidad y sobre el maleficio. Si de algo pecaba, era de audacia, por lo cual anduvo vigilante con sus escritos la mano expurgadora del Santo Oficio.

    El P. Rodríguez pues, fogoso experimentalista más avezado a las mesas de disección que a la controversias de las aulas, emprendió la refutación analítica de las teorías heterodoxas en la parte que él mejor conocía, y lo hizo en forma de diálogo entre dos librepensadores y dos católicos. La traza del Philoteo es amena, y el estilo, vigoroso, original y no a rendido ni copiado, aunque no exento de neologismos y redundancias. Sus teorías físicas no satisfacen hoy, pero eran las más avanzadas de su tiempo, y dentro de ellas razona con gran desembarazo y perfecta noticia, no sólo de lo que habían dicho los enciclopedistas, sino de cuanto se contenía en los libros ingleses de Burnet, [584] Woodward, Wisthon, etc., de donde ellos sacaban sus argumentos. Demostrar las causas finales por el espectáculo del mundo es el objeto principal del Philoteo; de aquí que en él ocupe largo espacio la indagación de los principios naturales y la teoría de la tierra. El autor dista toto caelo de las formas aristotélicas y ningún moderno descubrimiento le arredra, antes en todos ve mayor confirmación de la verdad de las Escrituras. «Lo que inmediatamente se deduce de los textos -dice-, es el dogma de la creación; esto era necesario, y por eso está claro en las sagradas Letras. Lo demás quedó para la investigación humana, pero con altísimo designio y propio de una providencia eterna. Quiso, como nos lo manifiesta la experiencia, que de siglo en siglo y de año en año fuesen presentándose motivos nuevos que prueben y confirmen la sabiduría y omnipotencia en los descubrimientos físicos, astronómicos y anatómicos (2500).

    ¡Hermosas y sapientísimas palabras, que nunca debe apartar de los ojos el naturalista católico! ¿Cómo la verdad ha de ser contraria a la verdad, ni la luz a la luz? Aunque sólo esto contuviera el Philoteo, por sólo esto merecía vivir.

    Pero lo merece, además, por la varonil y desenfadada elocuencia con que todo él está escrito y por la fuerza sintética y condensadora con que el autor demuestra el orden admirable del universo, sin salir un punto del terreno de la observación. Acérrimo enemigo de los neptunianos, más bien se inclina al sistema plutónico, aunque procura filosofar sin prevención de escuela, con datos empíricos que nadie rechaza. En lo máximo y en lo mínimo ve las huellas del Hacedor. Saluda el glorioso advenimiento de la química, que ya comenzaba a madurar en las retortas de Fourcroy y Lavoisier. «La filosofía está hoy dividida en muchos ramos; es menester recorrerlos todos para ver y palpar las obras de la creación, porque todos concurren a enseñarnos lo que hay en la entidad más pequeña...; la verdadera física es contraste palpable de los sueños de epicúreos, cartesianos y cuantos filósofos compusieron el mundo por sólo el movimiento causal de una materia vaga y homogénea.»

    Así, para el P Rodríguez, cada adelanto y cada triunfo del espíritu humano, cada nueva ciencia que aparece, cada experimento, cada descomposición química, es un himno de gloria al Creador, una lengua de fuego que publica sus maravillas. Con tan amplio espíritu está hecha su apología; los lunares que tiene, lunares son y vicios y errores de la ciencia de entonces; a nadie se le puede exigir que se adelante a su siglo; harta gloria suya es no haber rechazado por temor ningún descubrimiento. Si en algunas cosas no le satisfacen los principios de Newton, tampoco satisfacen hoy en lo que tienen de hipotético y sistemático, que él distingue cuidadosamente en la certeza de los cálculos del gran geómetra inglés, pudiendo decirse que en esto más bien se muestra adelantado que atrasado respecto de los newtonianos [585] fanáticos, como Voltaire y Mad. de Chatelet, para quienes el libro de los Principios era como las columnas de Hércules del espíritu humano. De los torbellinos de Descartes y de su concepción del mundo es declarado enemigo, y no menos de la pluralidad de mundos y habitación planetaria, tal como Fontenelle la había defendido, aunque buen cuidado tiene de advertir que la rechaza por razones físicas, y que, entendida tal opinión como debe entenderse, y con las cortapisas y limitaciones que la nulidad de la observación y las reglas del buen sentido imponen a la más desaforada fantasía, no riñe con la fe y puede propugnarse sin recelo.

    Aunque el argumento de las causas finales y la impugnación del panteísmo, del materialismo y de todo sistema de ciega causalidad llenan la mitad del Philoteo, tampoco merece olvido la otra mitad, en que se discurre contra los deístas sobre la autenticidad de los libros del Pentateuco, las pruebas de la revelación, los milagros y las profecías y la concordia de los evangelios. Mucho ha adelantado la exégesis bíblica; otras son hoy las objeciones y otras las respuestas; no impera ya Voltaire, sino Strauss y la escuela de Tubinga; mas para los reparos pueriles y las insensatas facecias del Diccionario filosófico y de la Biblia al fin explicada, monumentos de la más crasa ignorancia en las cosas de la antigüedad oriental, bastante medicina eran las contundentes réplicas del P. Rodríguez. Admitir la existencia de un Dios personal y negarle toda relación con las criaturas; confesar su sabiduría y providencia infinitas y poner en duda la posibilidad y necesidad de la revelación; entrarse por las Escrituras negando a bulto cuanto les parecía extraordinario y milagroso; hablar a tuertas y a derechas de indios, chinos y persas, y de su remotísima antigüedad y alta sabiduría; plagiar remiendos del pirronismo histórico de Bayle; soñar que Moisés fue la misma cosa que Baco o que Prometeo (vergonzoso delirio de Voltaire); imaginar que Esdras falsificó los libros de la ley después del cautiverio babilónico; tener por cosa baladí la jamás interrumpida y siempre incorrupta trasmisión de las Escrituras en la sinagoga; ver en el Génesis imitaciones y copias de Sanconiaton y hasta de Platón; cortar y rajar a roso y velloso en los textos hebreos sin conocer siquiera el valor de las letras del alefato, como ni Voltaire ni casi ninguno de los suyos lo conocía y, después de haber mostrado soberano desprecio al pueblo judío, ir a desenterrar del fárrago talmúdico, y del Toldot Jesu las más monstruosas invenciones para contradecir el relato evangélico, tal era la ciencia petulante y vana de los deístas y espíritus fuertes de la centuria pasada. ¿Qué extraño es que algo de esta ligereza se comunicase a sus impugnadores, y que el mismo P. Rodríguez pecase de nimia credulidad, dando por buenas las inscripciones de la alcazaba de Granada, que forjó Medina Conde, y trayéndolos por monumento legítimo y sincero del cristianismo español de los primeros siglos? [586]

    Célebre más que Rodríguez y que ningún otro de aquellos apologistas, pero no tan leído como corresponde a su fama, a la grandeza de su saber y entendimiento y al fruto que hoy mismo podemos sacar de sus obras, es el jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos y Mier (2501), gloria de la Universidad de Sevilla y del monasterio de San Isidro del Campo, refugio en otro tiempo de herejes, y en el siglo XVIII, morada del más vigoroso martillo de ellos, a quien Dios crió en estos miserables tiempos (son palabras de Fr. Diego de Cádiz) para dar a conocer a los herejes y reducir sus máximas a cenizas. Su vida fue una continua y laboriosa cruzada contra el enciclopedismo en todas sus fases, bajo todas sus máscaras, así en sus principios como en sus más remotas derivaciones y consecuencias sociales, que él vio, con claridad semiprofética (perdónese lo atrevido de la expresión) y denunció con generoso brío, sin que le arredrasen prohibiciones y censuras laicas ni destierros y atropellos cesaristas. Guerra tenaz, sin tregua ni descanso, porque el P. Ceballos estuvo siempre en la brecha, y ni él se hartó de escribir ni sus adversarios de perseguirle. Su obra apologética, llamemos así al conjunto de sus escritos, es de carácter enciclopédico, porque no dejó de acudir a todos los puntos amenazados ni de cubrir y reparar con su persona todos los portillos y brechas por donde cautelosamente pudiera deslizarse el error. La falsa filosofía, si estuviera acabada, sería una antienciclopedia. junta en fácil nudo el P. Ceballos dos aptitudes muy diversas; el talento analítico, paciente y sagaz, que no deja a vida libro de los incrédulos, y la fuerza sintética, que, ordenando y trabando en un haz todos los desvaríos que venían de Francia y mostrando sus ocultos nexos y recónditas afinidades, dando, por decirlo así, a los sistemas heterodoxos cierta lógica, consecuencia y unidad [587] que muchas veces no sospecharon sus mismos autores, levanta en frente de ellas otra síntesis suprema, expresión de la verdad católica en todos los órdenes y esferas del humano conocimiento, desde la ontología y la antropología hasta las últimas ramificaciones de la ética y del derecho natural y de gentes. Todo, hasta la pedagogía, hasta la estética, entra en el inmenso Cosmos del P. Ceballos. ¡Cuán grande nos parece su gigantesco desarrollo de la idea del orden cuando nos acordamos de aquella filosofía volteriana, cuyas profundidades estribaban en tal cual dicharacho soez sobre las lentejas de Esaú o el harén de Salomón!

    Por razones que luego se dirán, muchas obras del P. Ceballos quedaron inéditas, y así, no gozamos ni su Análisis del Emilio o tratado de la educación, de J. Jacobo Rousseau, ni su Examen del libro de Beccaria sobre los delitos y las penas, que motivó la condenación inquisitorial del mismo libro; ni sus Noches de la incredulidad, ni sus Causas de la desigualdad entre los hombres, ni su impugnación de El deísmo extático, ni su Ascanio, o discurso de un filósofo vuelto a su corazón, ni sus apologías y defensas, ni lo que trabajó contra el tratado de Educación claustral, del P. Pozzi, y contra el Juicio imparcial, de Campomanes. Todo este tesoro es aún inédito y de propiedad particular.

    Pero todo ello cede ante la obra magna del P. Ceballos, La falsa filosofía, crimen de Estado, de la cual poseemos impresos seis abultados volúmenes, que apenas componen la mitad de la obra a juzgar por el aparato del tomo primero. No es el estilo del P. Ceballos acendrado ni muy correcto, pero sí fácil y abundante, a la vez que recio y de buen temple, como de quien trata altas verdades atento sobre todo a la sustancia de las cosas. «Una erudición criada al fresco -dice el mismo- y en lo húmedo del ocio, aunque crezca, crece como una planta regalada y tierna. Toda se va en follaje, en gracias, en flores, pero no sabe sufrir un sol o un cierzo...; tropieza en una coma, pierde un mes en redondear un período o en acabar un verso; la desconcierta una expresión fuerte, la asombra o la escandaliza una licencia varonil y la desmaya la vista de un objeto serio y pesado» (2502). [588]

    El principal fin del P. Ceballos, que publicó su libro en 1774, muchos años antes de ver desencadenada la revolución francesa, fue mostrar la ruina de las sociedades, el allanamiento de los poderes legítimos, el desorden y la anarquía, como último y forzoso término de la invasión del naturalismo y del olvido del orden sobrenatural así en la ciencia como en la vida y en el gobierno de los pueblos. Corrieron los tiempos, y la revolución confirmó, y sigue confirmando con usura, los vaticinios del monje filósofo.

    Un libro no menor que La falsa filosofía fuera necesario para recorrer y examinar de nuevo las mil cuestiones metafísicas, éticas, políticas y sociológicas, como ahora bárbaramente dicen, que allí se remueven, y que son en sustancia las mismas que hoy agitan los espíritus y sirven de manzana de discordia entre incrédulos y apologistas. El P. Ceballos sacó la polémica teológica de los ruines términos en que solían encerrarla los sectarios de la Enciclopedia, generalizó las proposiciones y los argumentos y dejó prevenidas armas de buen temple y acerado corte, no sólo contra los volterianos de aquella centuria, sino contra sus hijos y nietos de ésta. Aquí baste dar sucinta idea del plan de tan grandioso libro, menos expuesto a envejecer que ningún otro de aquella edad por lo mismo que en él se da grande importancia a la fase política de lo que llaman ahora problema o crisis religiosa sus gárrulos adeptos y sus tentadores.

    Comienza el P. Ceballos por indagar el origen, historia y progresos de los llamados deístas, libertinos, espíritus fuertes y freethinkers. No se detiene en los socinianos, ni siquiera en el espíritu de libre examen derramado por la Reforma. Va más allá; los encuentra expresos en la Sagrada Escritura, condenados en el Eclesiastés y en Job; los sigue en Grecia, indaga las fuentes del atomismo de Demócrito y de Epicuro y las sucesivas evoluciones del materialismo, hasta que llega a Roma y se formula en los valientes versos de Lucrecio, y muestra cómo después del cristianismo sobreviven y fermentan estas reliquias de la impiedad antigua y cómo, al través de gnósticos, maniqueos y albigenses, van descendiendo, por la turbia corriente de la Edad Media, hasta el siglo XVI, en que dan razón de sí por boca de Pomponazzi. Desde entonces es fácil seguir a sus secuaces, ora broten dentro del protestantismo, llamándose unitarios, ora los engendre en Francia la perversión de las costumbres y de las ideas con el apodo de libertinos.

    ¿Conviene impugnar estas sectas? Nunca más que en el siglo XVIII, por lo mismo que el desorden ha llegado al colmo y que parecen acercarse los tiempos apocalípticos. Pero, si la empresa es grande y útil, también es ardua, porque, negando los adversarios la autoridad de las Sagradas Escrituras y los fundamentos de toda racional filosofía, no es fácil hallar campo neutral en qué entenderse, y, por otra parte, ellos esquivan todo acometimiento serio, contestando con burlas y cuchufletas a los más acerados dardos de la lógica. ¿Qué recurso queda? Ex fructibus eorum cognoscetis eos: mostrar a los príncipes y magistrados el germen de disolución social oculto en esas doctrinas, denunciarlas como sediciosas y trastornadoras del público reposo; enemigas no sólo de Dios, sino del principio de autoridad en el orden humano y de las bases en que descansan la propiedad y la familia. No se esquiva por eso la controversia especulativa; antes, al contrario, por ella ha de empezarse y ella ha de ser el fundamento de todo. La religión nada tiene que temer de la filosofía, al paso que la filosofía, cuando se quiebra los dientes en el dogma, acaba por condenarse a sí misma y muere suicidada, como hoy la mala metafísica en frente de los positivistas. Pleniores haustus ad religionem reducere. El ateísmo y el verdadero espíritu filosófico son incompatibles, y el mayor fruto de la sana filosofía es hacer dócil el ánimo y fácil el acto de creer. La razón en estado de salud es naturaliter christiana, y aspira a reducir sus ideas a una simplicidad perfecta, a una regla simple, fiel y recta que jamás discorde ni se mude, y cuando ella sea más una y nosotros estemos más unidos a ella, más nos acercaremos a la verdad primera inteligible. Esta tendencia a la unidad lógica pone ya el entendimiento a las puertas de la religión y le hace suspirar por una lumbre soberana que aclare los misterios y arcanos de la naturaleza, y por la cual los mismos filósofos gentiles anhelaron.

    Y si por los frutos se conoce el árbol, ¿qué pensar de esa falsa filosofía que, lejos de ser maestra de la disciplina y de las costumbres, inventora de las sabias leyes y de la vida sociable (como aquella de la cual hermosamente dijo Cicerón en las Tusculanas: tu dissipatos homines in societatem vitae convocasti, tu eos primo inter se domiciliis, deinde coniugiis, tum litterarum et vocum communicatione iunxisti), arruina con el principio utilitario el fundamento del deber y de la ley, llama a la rebelión a los pueblos que primero ha corrompido, quitándoles la esperanza y el temor de otra vida, disuelve los lazos del matrimonio y de la familia, llega a defender, por boca de oscuros sofistas franceses, la poligamia, el infanticidio, la exposición de los hijos y hasta la antropofagia (de todo hubo ejemplos en el desbordamiento intelectual del siglo XVIII), hace en el Sistema de la naturaleza la apoteosis del suicidio, reduce al interés personal [590] los causas de las acciones virtuosas, relega a los pobres y a los siervos la humildad, la resignación, la sobriedad, el agradecimiento y otras modestas virtudes cristianas y destierra la bendita eficacia y el escondido venero de consolación de la oración? Ni es menos funesta la licencia filosófica al progreso de las ciencias y de las artes, que nada ganan con ella sino tejer hilos sutiles de araña, o arderse en cuestiones vanas de las que agotan el entendimiento o le distraen errante y vago de una a otra parte, sin fe, ni certeza, ni asiento en nada, hasta caer en la degradante impotencia del solitario escepticismo. ¿Ni qué esperan las ciencias de una filosofía que en lo teológico empieza por negar el objeto de la misma ciencia; que en metafísica rechaza todos los universales, toda idea abstracta y, general; que en física excluye la averiguación de las causas de la composición de los cuerpos y nada sabe de las leyes del universo? ¿Qué moral ni qué leyes caben en una secta que comienza por negar la libertad humana? Y, finalmente, hasta la historia se vicia cuando al espíritu crítico sustituye el espíritu escéptico y hasta las amenas letras languidecen y mueren con una elegancia afectada y sin jugo cuando les falta el calor de las grandes ideas.

    Echadas así las zanjas de la obra, procede el P. Ceballos a impugnar los principios ateológicos, demostrando: 1.º, la existencia de Dios contra los ateos; 2.º, Dios creador y rector del universo, contra los deístas y materialistas, 3.º, Dios salvador y glorificador del mundo, contra los naturalistas de todo género y, negadores de la revelación. El segundo tomo es un excelente tratado de teodicea; el tercero está sacado todo de las entrañas de la más exquisita teología positiva. No es posible dar en pocas palabras idea de tanta riqueza y de la novedad con que están remozados los argumentos en sí vulgares como el del consenso común, el de la idea del ser perfecto, el de la noción de la verdad, el de lo necesario y contingente, el de la razón suficiente. Al P. Ceballos le era familiar cuanto razonamiento se había presentado contra los ateos desde San Anselmo, Santo Tomás y Sabunde hasta Descartes, Wolf, Samuel Clarcke y un cierto Canzio (que ha de ser el teólogo wolfiano Israel Canz, más bien que el famoso filósofo de Koenisberg, autor en sus mocedades de una disertación de existentia Dei); pero todo sabe asimilárselo y hacerlo doctrina propia, mostrando a la vez erudición filosófica inmensa, y más de otros autores; que de escolásticos, y gallardía de pensador firme y agudo. La cual brilla, sobre todo, en su nueva teoría del espacio, que él no llega a reducir a una categoría del entendimiento como Kant; pero que considera como cosa incorpórea e inmaterial, aunque real, como «el inmenso espíritu donde todos nos movemos, vivimos y estamos, no como partes o modos de una sustancia infinita, sino como sustancias particulares y creadas... La idea del espacio no indica extensión, sino sustentación de lo extenso. Este pneuma [591] o ser espiritual está fuera y dentro de nosotros, nos toca y nos penetra íntimamente; es, en fin, la misma inmensidad de Dios».

    Los gérmenes de esta opinión, más especiosa que sólida, están en Newton y en Clarcke. No se le ocultan al P. Ceballos los inconvenientes, pero responde que, no admitiendo en el espacio cantidad ni materia, y no suponiéndole extenso, sino inmenso, está salvado el resbaladero del espinosismo o el riesgo no menos de materializar, como lo hacía Newton, uno de los atributos divinos.

    Menos original, aunque extensa y nerviosa, es su refutación de la Ética, de Espinosa, hecha toda a la luz del principio de contradicción, y quizá erró en no ir derechamente a la raíz del árbol, es decir, a la mala definición de la sustancia y del ente, fijándose más bien en las internas contradicciones que resultan de juntar en Dios espíritu y materia o de suponer sus atributos infinitos, por una parte, y por otra, finitos y limitados. Si Dios es suficientísimo para sí mismo de todas maneras aun dentro de la concepción espinosista, ¿no implica también contradicción el suponer la creación necesaria y no obra libre del poder divino?

    Con no menos ingenio están desarrolladas las pruebas filosóficas de la Providencia contra los deístas; ya la del orden, fundamento de la verdad metafísica; ya la de la conservación y duración de las especies; permaneciendo en sus semillas la virtud o fuerza de la acción de Dios, que les dio el ser primero; ya la de la necesidad del mal metafísico en el sistema del universo, como que es mera limitación o defecto inherente al ser de toda criatura.

    «Sin religión sería el hombre una especie sin diferencia y hubiera quedado manca en él la Providencia sapientísima»; dice el P. Ceballos que de buen grado la definiría animal religioso o capaz de religión aún más que animal racional, ya que Lactancio y otros conceden racionalidad a los brutos, y del conocimiento todos convienen en que les grado genérico, aplicable a la noticia de lo sensible y a la noción de lo abstracto. Sin religión, fuera el hombre mucho más infeliz que los brutos, por lo mismo que es más perfecto y que son altísimas e insaciadas sus aspiraciones a la verdad y al bien. Pero ¿bastará la religión natural? Y ante todo, ¿qué cosa es la religión natural? La que los filósofos predican, dista toto caelo de aquella antigua ley natural en que los patriarcas vivieron, y que se llamaba así no porque les faltase luz de lo sobrenatural, directamente recibida de la primitiva tradición y de influjos y comunicaciones divinas, ni porque careciese de cultos, ceremonias y preceptos, sino porque no estaba escrita, como lo estuvo después entre los hebreos. Y como aquella fe y esperanza de los antiguos patriarcas miraba a Cristo como a su término, ¿qué cosa más absurda que querer escudarse con ella los adversarios de la divinidad de Cristo y de todo dogma que trasciende de lo natural? [592]

    ¿Y por qué se llaman racionalistas -prosigue el P. Ceballos, a quien vamos compendiando a nuestro modo-, cuando, siendo la ciencia el fin del ejercicio de la razón, no quieren subyugar su entendimiento a la fe por algunos instantes para merecer saber y comprender siempre? ¿En qué estudio no se comienza por el asenso al maestro y la fe humana? ¿No es siempre mayor el número de las cosas creídas que el de las sabidas? ¿No ponderan a cada paso los filósofos las flacas fuerza; de la razón y muchos desconfían en absoluto de ella? Más ciencia descubre la noche de la fe que el día humano. La fe levanta a la razón sobre su esfera natural, a la manera que el telescopio acrece el poder y el alcance de la vista. No es antirrazón, sino ante y sobre razón. ¿Por las impresiones de nuestros sentidos queremos argüir al que los hizo? Quien arroje el telescopio, no verá los misterios del cielo; quien prescinda de la revelación, nunca entenderá el misterio de las cosas ni alcanzará a rastrear las maravillas del plan divino. Además, la filosofía es insuficiente para la virtud y para la práctica de la vida; no ataca la raíz de la concupiscencia, vestigio del pecado original; carece de sanción eterna o no tiene en que fundarla; a lo sumo, y, prescindiendo de sus contradicciones, convencerá el entendimiento, pero no moverá la voluntad, ni sanará el corazón, ni dará a los hombres la paz que sobrepuja a todo sentido, la alegría y gozo del Espíritu Santo, el espíritu de verdad y santificación, que graciosamente se nos comunica por los sacramentos. ¡Qué repentina y eficaz metamorfosis la que obró la revelación en el mundo antiguo! ¡Cómo se realzó la naturaleza humana! Es digno de leerse lo que el P. Ceballos dice de las expiaciones y de los sacrificios, adelantándose a Saint-Martin y a José de Maistre y sin extremar, como ellos, las cosas por amor a la paradoja. La sangre de Cristo, que no se corrompe, sino que a cada instante se ofrece, vino a librar a nuestra especie del duro tributo de sangre que debía por el primer pecado.

    En el primitivo plan del P. Ceballos no entraban las pruebas de la religión revelada; pero Campomanes le aconsejó que las añadiera, y él lo hizo, viniendo a formar una especie de demostración evangélica semejante a la de Huet, y basada toda en argumentos históricos y morales. Los testimonios humanos no certifican la palabra divina, pero, confunden la incredulidad, y no pueden sustituirse ni con el iluminismo fanático ni con la demostración geométrica y a priori. Redúcese toda la demostración a dos puntos: 1.º Probar que Dios habló lo que creemos: a los fieles, con profecías; a los infieles, con señales y milagros; 2.º Probar que es manifiesta la verdad de lo revelado. Ya lo dijo San Agustín contra los maniqueos: Unum, cum dicis Spiritum Sanctum esse qui loquitur, et alterum, cum dicis manifestum esse quod loquitur. De aquí un tratado sobre los caracteres y del milagro (causa, utilidad, perfección, modo, medios y fin) sobre el silencio de los antiguos oráculos, impugnando [593] a Van-Dale y Fontenelle, que negaron en ellos toda intervención demoníaca, suponiéndolos trápala y embrollo de sacerdotes, y otro sobre el cumplimiento de las profecías, especialmente de las mesiánicas, y sobre las notas de la verdadera y falsa profecía, asunto muy bien tratado por el Dr. Horozco y Covarrubias, obispo de Guadix, en el siglo XVI.

    Hemos llegado a la segunda parte de La falsa filosofía; en ella el objeto del P. Ceballos es demostrar que, lejos de ser los pareceres incrédulos vanas especulaciones sin consecuencia, son errores perniciosísimos para el bienestar de la república y fecundo semillero de máximas anárquicas, aún peores que el temor supersticioso y la nimia credulidad. Al ateísmo en el universo corresponde la anarquía en el Estado o la obediencia forzada a una estúpida o ilustrada tiranía; pestes ambas del género humano, como ya advirtió el mismo Bayle. El ateísmo es declaración de guerra contra la sociedad y la justicia, y quien la hace queda en la categoría de enemigo público y de bajel armado en corso contra el orden social, sin distinción de imperios ni formas de gobierno. ¿Qué pabellón amparará al pirata? Negada la providencia divina, ¿dónde buscar la finalidad de todo poder humano, público o doméstico? ¿Dónde la razón y el fundamento del derecho? ¿Acaso en el supuesto estado de la naturaleza, del cual salieron los hombres por el influjo de la fuerza o por las blandas cadenas del soñado pacto social? Ni Hobbes, ni Rousseau, ni siquiera Montesquieu, resuelven el problema. Negada la libertad humana, se destruye el sujeto de los gobiernos, que es el ciudadano libre; ni queda en pie ley civil que pueda llamarse vínculo obligatorio. ¿Qué sentido tienen en un sistema materialista y fatalista las palabras conciencia moral y motivos de las acciones humanas? ¡Tiempos miserables aquellos del siglo XVIII, en que, como dice el deán Swift, habían llegado a tenerse por prejuicios de educación todas las ideas de justicia, de piedad, de amor a la patria, de divinidad, de vida futura, de cielo y de infierno! Por eso, el P. Ceballos, con profundidad de vidente, a vista de los primeros tumultos y chispazos y de los varios motines que precedieron de lejos a la revolución francesa, declara punto por punto la calamidad inminente, anuncia la interna descomposición que hoy vemos de la naciente democracia americana, y tiene por ineficaz todo remedio que no sea volver a entrar, gobernantes y gobernados, por las vías del santo temor de Dios: filosofía eterna aunque carezca vulgar y de viejas, porque ¿qué cosa más vieja y vulgar que la verdad? Escribíase esto en 1775.

    ¿Pero bastará cualquier especie de religión para refrenar el contagio, bastará la religión formada o reformada a gusto y arbitrio de los gobernantes y como ramo de policía? ¡Error insigne; la religión no es suplemento de las Bastillas y de la gendarmería! Esas religiones oficiales se resuelven siempre en la incredulidad y en deísmo privado. Quien, transformando el orden [594] jerárquico, somete la Iglesia al Estado, como hicieron los protestantes, deja sólo un simulacro de religión estéril y vacío. Por eso todas las sectas reformadas, ya lo nota con perspicua sagacidad el P. Ceballos, van caminando a toda prisa al racionalismo, aunque la fórmula oficial permanezca íntegra, como en Inglaterra y en Ginebra.

    Sin Dios no hay ley; sin ley no cabe sociedad ni humanidad; una doctrina como la de Helvetius, que pone en el interés y en el deleite las fuentes de toda acción justa, niega de raíz el derecho natural y disipa el derecho positivo. Esta es la tesis de una larga disertación del P. Ceballos sobre los fundamentos de la legislación, basados en lo justo esencial, de quien es participación, comunicación o mandato la ley impresa en nuestra alma por el Hacedor, la cual sirve de modelo y norma a todas las leyes humanas en lo que tienen de rectas y conformes a honestidad. Error es creer que el derecho natural se limita al fuero humano y no se alarga más de los lindes de esta vida, como si, quitando a la ley la sanción de la vida futura, no se truncase a la jurisprudencia de su parte más noble, que es el sumo bien del hombre.

    Algo flaquea el P. Ceballos en las disertaciones subsiguientes así por el método como por la sustancia, y hubiera acertado en suprimirlas, a lo menos la que trata de la cuestión de tortura en juicios criminales y aun la del derecho de guerra en lo que se refiere al alquiler militar de los suizos. Además de pequeñas y secundarias, son siempre odiosas tales disquisiciones, y en una apología de la religión, odiosísimas amén de impertinentes. Para rebatir las teorías penales del abuelo de Manzoni, para defender el derecho de castigar y la pena de muerte, no era preciso extremar tanto el intento contrario. Tampoco se ve la necesidad ni la justicia de atribuir universalmente a los filósofos impíos la doctrina del tiranicidio y regicidio, que rechazan muchos de ellos, especialmente los del siglo XVIII, fervorosos conservadores y muy partidarios de la autoridad, cuanto más de la vida, de los reyes. Mucho se hubiera asombrado el chambelán Voltaire de que se tomasen por máximas políticas los apóstrofes retóricos que él puso en Bruto o en La muerte de César. Más que los reyes (casi todos de su bando), eran los pueblos cristianos, y más que los pueblos, la Iglesia, lo que les estorbaba a los reformadores del siglo XVIII. Tuvo, con todo, esta disertación del padre Ceballos profético cumplimiento en la sangre expiatoria de Luis XVI.

    Con hermosos colores describe nuestro apologista el cuadro de una sociedad católica, donde los supremos imperantes ni son tímidos ni temibles y los pueblos ni temen ni dan que temer: ventaja independiente de cualquier forma de gobierno cuando la ciudad de mundo se funda en el amor de Dios y del prójimo, y no en el torpe egoísmo y en la utilidad privada, bastantes a depravar el régimen exteriormente más perfecto, al paso que [595 ] la caridad puede sanar y perfeccionar hasta el gobierno despótico, convirtiéndole en autoridad paterna, que a tanto alcanza la santa, interna y gloriosa instauración del derecho traída por el cristianismo, el cual hizo libre a la misma servidumbre, sin distinción de climas, ni de razas, ni de repúblicas y monarquías. No está ligada al norte la libertad, ni al sur la dependencia, dice nuestro autor, contradiciendo a Montesquieu.

    El gobierno moderado y suave es el que más conviene al espíritu del Evangelio, y por eso el P. Ceballos, que ve en las sagradas Letras grandes ejemplos contra el despotismo fatalista y ateo, se inclina a la monarquía templada, como el gobierno de menores inconvenientes, confirmando su tesis con la historia y las leyes de España, cuyos derechos de conquista sobre el Nuevo Mundo establece y prueba en una robusta apología.

    Hasta aquí llegaba el fácil y sereno curso de La falsa filosofía, con universal aplauso de los católicos, que agotaron en pocos meses dos ediciones del primer volumen, cuando el Poder público creyó necesario detenerle como obra perjudicial al orden de cosas establecido en tiempo de Carlos III, y sobre todo a las regalías de Su Majestad. Ciertamente que al P. Ceballos no le parecían bien, y en su tomo sexto procura precaver a los príncipes de la funesta manía de meterse a pontífices y reformadores, anunciando muy a las claras el propósito de tratar más de cerca la materia en tomos sucesivos.

    Además, había hecho acres censuras de dos libros entonces venerados como divinos y que todo jurisconsulto ponía sobre su cabeza: el Espíritu de las leyes y el Tratado de los delitos y de las penas (2503). Esto bastó para que, en obsequio a la libertad científica, se prohibiese al P. Ceballos seguir escribiendo, por mas que él, como sintiendo acercarse el nublado, había procurado abroquelarse con una cortesana y lisonjera dedicatoria a Campomanes. Los primeros tomos parecieron bien al conde y a los suyos; nadie puso reparo mientras la pendencia fue con Espinosa, con Hobbes o con Bayle, pero desde el cuarto tomo empezaron a ver muy claro (2504) que la bandera que les parecía amiga o neutral era bandera de guerra. Nada bastó para vengar las regalías de Su Majestad. Se fiscalizaron las conversaciones del P. Ceballos y las cartas que escribía a sus hermanos de religión de Guadalupe y de El Escorial, se le quiso complicar en un proceso, y por fin se le negó la licencia para el séptimo tomo. Se avistó con Carlos III: todo en vano. Desesperado del imprimir el resto de la obra en Castilla, hizo muchos años después, en 1800, dos viajes a Lisboa, y allí publicó un volumen más, [596] pero tan raro, que jamás he podido verle ni sé de ningún bibliófilo que lo posea. Pasaron algunos ejemplares la frontera, pero el regente de la Audiencia de Sevilla los recogió a mano real e hizo información sobre el caso. Tantos sinsabores aceleraron la muerte del P. Ceballos, acaecida en 1 de marzo de 1802. Dicen que Voltaire alcanzó a leer los primeros tomos de La falsa filosofía y que no habló del autor con la misma insolente mofa que solía emplear con sus adversarios. En sus obras no recuerdo que le mencione jamás. Sus discípulos de por acá encontraron más cómodo amordazar al P. Ceballos que responderle.

    Dos escritos suyos han sido salvados en estos últimos años de la oscuridad en que yacían, pero ninguno de ellos iguala a La falsa filosofía ni bastará a dar idea del mérito del P. Ceballos a quien sólo por ellos le conozca. Es el primero el Juicio final de Voltaire (2505), especie la alegoría satírica, compuesta en los cinco meses que siguieron a la muerte del patriarca de Ferney, a quien juzgan y sentencian en los infiernos Luciano, Sócrates, Epicuro, Virgilio y Lucrecio. La empresa de juzgar a Voltaire, y de juzgarle entre burlas y veras, requería sobre todo talento literario y gracia de estilo, precisamente las cualidades de que andaba más ayuno el ilustre pensador jeronimiano. Sus chistes son chistes de refectorio o tienen algo de soñoliento y de forzado. Tampoco escoge bien los puntos de ataque e insiste mucho en pueriles acusaciones de plagio. ¿Quién le inspiraría la maligna idea de lidiar irónicamente contra el rey de la ironía y de la sátira?

    El otro libro es la Insania o demencias de los filósofos confundidas por la sabiduría de la cruz (2506), especie de compendio popular de La falsa filosofía, escrito en forma de Cartas de Demócrito a Sofía, como si el autor se hubiera propuesto, sobre todo, precaver a las mujeres del contagio de la impiedad y del libertinaje. Las violencias del estilo en estas obras del P. Ceballos son extraordinarias y feroces, y a veces grotescas y de pésimo gusto. Ne quid nimis. Sírvale de disculpa que escribió en años turbulentos, achacoso y perseguido, sobreexcitada su imaginación meridional con el espectáculo de la revolución francesa, y, como no tenía la elocuencia de José de Maistre y vivía en tiempos en que toda corrupción literaria había llegado a su colmo, algo se le ha de perdonar de sus resabios gerundianos y del galicismo cursi que afea a trechos estas últimas producciones suyas, tan lejanas de la noble austeridad de La falsa filosofía. [597]

    El afán de las empresas enciclopédicas fue carácter común en los hombres más señalados del siglo XVIII. Cegábales el ejemplo, de Diderot y D'Alembert, y venían a empeñarse en obras inmensas, inasequibles a las fuerzas de un solo hombre, y que por lo regular quedaban muy a los principios. Cuando esta ambición recaía en espíritus ligeros y superficiales, engendraba compendios y libros de tocador. Cuando los autores eran nombres serios y de muchas letras, trazaban planes cuya sola enunciación asusta, y se ponían a desarrollarlos en muchos y abultados volúmenes, hasta que la vida o la paciencia les faltaban. Ni acertaban a limitarse ni a fijar un asunto concreto; todo lo querían abarcar y reducir a sistema. No se hacía la historia de tal o cual literatura particular, sino que se investigaban, al modo del abate Andrés, los orígenes y progresos de toda literatura, tomada esta palabra en su acepción latísima, es decir, comprendiendo todos los monumentos escritos, aunque no fuesen de índole estética. Si alguien se limitaba a su propia nación, era para incluir en la historia de la literatura la de todas las actividades humanas, hasta la táctica militar y la construcción de navíos y el arte de tejer el cáñamo, o para llenar cinco o seis volúmenes con indagaciones sobre la cultura de las razas prehistóricas de España, como hicieron los PP. Mohedanos. Otros con nada menos se contentaban que con trazar la Idea del universo o la Historia del hombre, como lo hizo en más de veinte volúmenes el doctísimo Hervás y Panduro, que a lo menos fue digno de tener tan altos pensamientos, puesto que supo más que otro hombre alguno del siglo XVIII y hasta adivinó y creó ciencias nuevas.

    Casi tan vasta en el plan como la Idea del universo, aunque muy inferior en tesoros de erudición y doctrina, es la obra que con el título de Dios y la naturaleza, compendio histórico, natural y político del universo (2507) publicó en 1780 y en los años siguientes el canónigo gallego D. Juan Francisco de Castro, de honroso recuerdo entre nuestros jurisconsultos por sus Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes (libro que influyó mucho en la difusión del estudio del derecho nacional y en la reforma de los métodos) y de buena memoria en su país natal de Lugo como promovedor de la industria popular y de las mejoras económicas.

    Sin combatir directamente las teorías heterodoxas como el P. Ceballos, se propuso, a manera de antídoto, desarrollar con toda amplitud el argumento de las causas finales por el espectáculo físico y moral del universo. Explica los principios del orden en el mundo intelectual, la teoría de hombre, la oposición y unión de la materia y del espíritu, las consecuencias del pecado original, y de aquí procede a la descripción de entrambos mundos, el físico y el moral, entrelazando y comparando sus [598] leyes. Diez tomos llegaron a imprimirse; uno más se conserva manuscrito en Galicia; pero la obra llevaba camino de crecer in immensum, puesto que abarcaba, además, de la filosofía, todos los pormenores de la historia natural y civil y la exposición de la religión, leyes, costumbres y ceremonias de todas las razas, desde las más cultas hasta las más bárbaras. Bien puede exclamarse aquí con el poeta: «Yo amo al que desea lo imposible.» Para alcanzar la perfecta demostración del principio del orden en el mundo no era preciso descender a tales menudencias, y en esto, como en todo, mostró talento filosófico muy superior al de Castro el sevillano D. Antonio Xavier Pérez y López, autor de un libro muy original por la forma (tomando esta palabra forma en el sentido más alto, esto es, como una singular manera de concebir, encadenar y exponer la doctrina), que autorizó a su autor para llamarle Nuevo sistema filosófico. Y, en efecto; aunque la idea capital y madre del sistema, la idea de poner el orden esencial de la naturaleza por fundamento de la moral y de la política, sea viejísima y venga a reducirse en último término al procedimiento de la Teología natural o Liber creaturarum, de Sabunde, de cuyo prólogo hay evidentes huellas en el Discurso preliminar, de Pérez y López (2508), tampoco ha de negarse que éste hizo propia esa concepción armónica, exponiéndola, de una manera ceñida y rigurosamente sistemática, con el método geométrico, que entonces privaba tanto, y con mucha novedad en los pormenores y en la manera de hilar y deducir unos de otros los razonamientos, no sin fuerte influencia de la Teodicea, de Leibnitz, y de varios escritos de Wolf (2509). En algún pasaje, olvidándose el autor de su ontología armonista, propende a un tradicionalismo que hoy diríamos mitigado, más próximo al del P. Ventura que al de Bonald. Pero nunca pierde de vista su favorito principio sabundiano: «El orbe es el gran código de la ley natural donde están grabados los fines de Dios y de las cosas creadas.» Apartemos el desorden producido por la primitiva corrupción de la naturaleza humana; fijémonos en la instauración del orden traída por el beneficio de Cristo, y veremos con claridad el orden metafísico, el orden físico y el orden moral, donde las leyes, obligaciones y derechos radican. Tal es la tesis de este sustancioso libro, que [599] en trescientas páginas no cabales compendia la filosofía así especulativa como práctica.

    Pero, entre todos nuestros filósofos del siglo XVIII, ninguno igualó en erudición, solidez y a plomo al insigne médico aragonés D. Andrés Piquer. En él fue inmensa la copia de doctrina; varia, amena y bien digerida la lectura; elegante con sencillez, modesto el estilo y firmísimo el juicio; de tal suerte, que en él pareció renacer el espíritu de Vives. Ni los prestigios de la antigüedad ni los halagos de la innovación le sedujeron; antes que encadenarse al imperio de la moda, escogió filosofar por cuenta propia, leyendo y analizando toda suerte de filosofías, probándolo todo y reteniendo sólo lo bueno, conforme a la sentencia del Apóstol, eligiendo de los mejores lo mejor, y trayéndolo todo, las riquezas de la erudición, las joyas de la experiencia, las flores de la amena literatura, a los pies de la verdad católica. Fue ecléctico en el método, pero jamás se le ocurrió hacer coro con los gárrulos despreciadores de la escolástica. Al contrario, de ella tomó lo sustancial y útil, desechando solamente las cuestiones ociosas y enriqueciéndolo todo con el fruto de los nuevos estudios después de bien cernido y cribado. Unos le llamaron innovador, otros retrógrado, y él prosiguió su camino, inmensamente superior a todos. Quien quiera conocer lo mejor de nuestra ciencia del siglo XVIII y cuánto y cuán vergonzosamente hemos retrocedido después, lea sus obras filosóficas, y hasta las de medicina. Su edición del texto griego de algunos tratados de Hipócrates y su traducción del mismo aun han merecido en nuestros días los elogios de Littré, juez competentísimo en la materia. Pero todavía valen más su Lógica, aristotélica en el fondo, y en ella el tratado sobre las causas de los errores; su Filosofía moral, y en ella el tratado de las pasiones; su Discurso sobre el mecanismo, verdadero preservativo no sólo contra las teorías materialistas, sino contra todo sistema fantástico que en cuestiones de física contradiga al método de observación, y, finalmente, su Discurso sobre el uso de la lógica en la teología y el De la aplicación de la filosofía a los asuntos de religión, hermosísima muestra del religioso, sencillo y sano temple de alma de su autor (vis bonus philosophandi peritus), que, con saber todo lo que se sabía en su tiempo así de filosofía como de ciencias naturales y haber leído cuanto había que leer, desde los primitivos fragmentos de la filosofía griega hasta el último libro de Rousseau o D'Alembert, y con haber pasado el resto de su vida en las salas de disección y en las academias de Medicina, jamás dudó, ni vaciló, ni se inquietó en las cosas de fe, ni se rindió en lo más leve al contagio enciclopedista precisamente porque era sabio, muy sabio: pleniores haustus ad religionem reducere. ¡Hermoso ejemplo de serenidad y alteza de espíritu! Cuando se pasa de los libros de la escuela volteriana a los suyos, parece que el ánimo se ensancha y como que se siente una impresión de frescura, placidez y rectitud moral, [600] que nos transporta a los mejores tiempos de la antigua sabiduría o a los nuestros del siglo XVI. Aunque no hizo Piquer apologías directas de la religión, debe recordársele aquí por lo acendrado del espíritu cristiano que informa su filosofía y porque en repetidas ocasiones y de todas maneras inculcó a los jóvenes aquella sentencia del Apóstol: Videte ne quis vos decipiat per philosophiam et inanem fallaciam (2510). ¿Y qué fue, en suma, toda la obra filosófica de Piquer, tan amplia, tan sesuda y tan varia, sino una gloriosa tentativa de eclecticismo erudito a la luz de las tradiciones científicas nacionales, un retoñar de la prudente crítica vivista, no matadora, sino reformadora de la escolástica; un cuerpo de ciencia sólida, íntegra, profundamente cristiana, sin timideces ni escrúpulos ñoños, acaudalada con los despojos de toda filosofía y con los maravillosos descubrimientos de las ciencias físicas e históricas, que son progresivas por su índole misma; ciencia, finalmente seria, y de primera mano, aprendida en las fuentes y rigurosa en el método, antítesis en todo de la superficialidad y de la falsa ciencia que desde el tiempo del P. Feijoo, aunque no por culpa del P. Feijoo, venía invadiéndonos?

    Discípulo y secuaz de Piquer y continuador de su filosofía en muchas cosas, aunque en otras disienta, fue su sobrino don Juan Pablo Forner, que, además de la afinidad de sangre, tiene con él parentesco de ideas muy estrecho. Forner, aunque malogrado a la temprana edad de cuarenta y un años, fue varón sapientísimo, de inmensa doctrina al decir de Quintana, que por las ideas no debía admirarle mucho; prosista fecundo, vigoroso, contundente y desenfadado, cuyo desgarro nativo y de buena ley atrae y enamora; poeta satírico de grandes alientos, si bien duro y bronco; jurisconsulto reformador, dialéctico implacable, temible controversista y, finalmente, defensor y restaurador de la antigua cultura española y caudillo, predecesor y maestro de todos los que después hemos trabajado en la misma empresa. En él, como en su tío, vive el espíritu de la ciencia española, y uno y otro son eclécticos; pero lo que Piquer hace como dogmático, lo lleva a la arena Forner, escritor polémico, hombre de acción y de combate (2511). No ha dejado ninguna [601] construcción acabada, ningún tratado didáctico, sino controversias, apologías, refutaciones, ensayos, diatribas, como quien pasó la vida sobre las armas, en acecho de literatos chirles y ebenes o de filósofos transpirenaicos. Su índole irascible, su genio batallador, aventurero y proceloso, le arrastraron a malgastar mucho ingenio en estériles escaramuzas, cometiendo verdaderas y sangrientas injusticias, que, si no son indicios de alma torva, porque la suya era en el fondo recta y buena, denuncian aspereza increíble, desahogo brutal, pesimismo desalentado o temperamento bilioso, cosas todas nada a propósito para ganarle general estimación en su tiempo, aunque hoy merezcan perdón o disculpa relativa. Porque es de saber que en las polémicas de Forner, hasta en las más desalmadas y virulentas (El asno erudito, Los gramáticos chinos, Carta de Bartolo, Carta de Varas, Suplemento al artículo Trigueros, etc.), hay siempre algo que hace simpático al autor en medio de sus arrojos y temeridades de estudiante, y algo también que sobrevive a todas aquellas estériles riñas de plazuela con Iriarte, Trigueros, Huerta o Sánchez, y es el macizo saber, el agudo ingenio, el estilo franco y despreocupado del autor, el hirviente tropel de sus ideas y, sobre todo, su amor entrañable, fervoroso y filial a los hombres y a las cosas de la antigua España, cuyos teólogos y filósofos conocía más minuciosamente que ningún otro escritor de entonces. No dejaba por eso de participar de algunas de las preocupaciones dominantes, sobre todo del regalismo, que entendía a la manera vieja, y de que hay larga muestra en sus doctas Observaciones (inéditas todavía) a la Historia universal, del ex jesuita Borrego, a quien tacha de haber dilatado en demasía los términos de la potestad eclesiástica, sobre todo al tratar de la célebre declaración del clero galicano, y de haber menoscabado los fundamentos del recurso de fuerza. Y bien da a entender su biógrafo Sotelo que la energía, fuerza y solidez con que defendió los derechos de la autoridad civil fueron los principales méritos que llevaron a Forner en edad tan temprana a la fiscalía del Consejo de Castilla. Pero fuera de esta mácula, de que nadie se libró entonces, Forner, enemigo de todo resto de barbarie y partidario de toda reforma justa y de la corrección de todo abuso, como lo prueba el admirable libro que dejó inédito sobre la perplejidad de la tortura y sobre otras corruptelas introducidas en el derecho penal, fue, como filósofo, el enemigo más acérrimo de las ideas del siglo XVIII, que él no se cansa de llamar «siglo de ensayos, siglo de diccionarios, siglo de diarios, siglo de impiedad, siglo hablador, siglo charlatán, siglo ostentador», en vez de los pomposos títulos de «siglo de la razón, siglo de [602] las luces y siglo de la filosofía» que le daban sus más entusiastas hijos.

    Contra ellos se levanta la protesta de Forner más enérgica que ninguna; protesta contra la corrupción de la lengua castellana, dándola ya por muerta y celebrando sus exequias; protesta contra la literatura prosaica y fría y la corrección académica y enteca de los Iriartes; protesta contra el periodismo y la literatura chapucera, contra los economistas filántropos, que a toda hora gritan: «humanidad, beneficencia», y protesta, sobre todo, contra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo aislamiento, su dureza algo brutal en medio de aquella literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de abates; un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso a abusar de su fuerza, como quien tiene conciencia de ella, y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones públicas contra todo el que se le ponga delante. En el siglo de las elegancias de salón, tal hombre, aun en España, tenía que asfixiarse.

    Entonces se entraba en la república literaria con un tomo de madrigales o de anacreónticas. Forner, estudiante todavía, no entró, sino que forzó las puertas con dos o tres sátiras atroces, tan atroces como injustas, contra Iriarte y otros, y, después de varios mojicones literarios dados y recibidos y de una verdadera inundación de papeles polémicos que cayeron como plebe de langosta sobre el campo de nuestras letras, llegó a imponerse por el terror, y aprovechó un instante de tregua para lanzar contra los enciclopedistas franceses su Oración apologética por la España y su mérito literario (2512).

    Era entonces moda entre los extraños, no sin que los secundasen algunos españoles mal avenidos con el antiguo régimen, decir horrores de la antigua España, de su catolicismo y de su ciencia. Ya no se contentaban con atribuirnos el haber llevado a todas partes la corrupción del gusto literario, el énfasis, la hipérbole y la sutileza, como sostuvieron en Italia los abates Tiraboschi y Bettinelli, a quien brillantemente respondieron nuestros jesuitas Serrano, Andrés, Lampillas y Masdéu, sino que se adelantaban a negarnos en las edades pretéritas toda cultura, buena o mala, y aun todo uso de la racionalidad. Así, un geógrafo oscuro, Mr. Masson de Morvilliers, preguntó en el artículo Espagne, de la Enciclopedia metódica: «¿Qué se debe a España? Y después de dos siglos, después de cuatro, después de diez, ¿qué ha hecho por Europa?» [603]

    A tan insultante reto contestaron un extranjero, el abate Denina, historiador italiano refugiado en la corte de Federico II de Prusia, y un español, el abate Cavanilles (insigne botánico), en ciertas Observations... sur l'article «Espagne» de la Nouvelle Encyclopédie, que imprimió en París en 1784.

    Forner tomó en su apología nuevo rumbo, y, partiendo del principio de que sólo las ciencias útiles y que se encaminan a la felicidad humana, tomada esta expresión en el sentido de la ética espiritualista y cristiana, merecen loor a sus cultivadores, y que no las vanas teorías, ni los arbitrarios sistemas, ni la creación de fantásticos mundos intelectuales, ni menos el espíritu de insubordinación y revuelta y el desacato contra las cosas santas deben traerse por testimonio del alto grado de civilización de un pueblo, sino antes bien de su degradación y ruina, probó maravillosamente y con varonil elocuencia que, si era verdad que la ciencia española no había engendrado, como la de otras partes, un batallón de osados sofistas contra Dios y su Cristo, había elaborado, entre las nieblas de la Edad Media, la legislación más sabia y asombrosa, había ensanchado en el Renacimiento los límites del mundo, había impreso la primera Poliglota y el primer texto griego del Nuevo Testamento, había producido en Luis Vives y en Melchor Cano los primeros y más sólidos reformadores del método en teología y en filosofía del lenguaje, había derramado la luz del cristianismo hasta los últimos confines de la tierra, ganando para la civilización mucha más tierra que la que conocieron o pudieron imaginar los antiguos; había descrito por primera vez la naturaleza americana y había traído, con Laguna, Villalobos, Mercado y Solano de Luque, el bálsamo de vida y de salud para muchas dolencias humanas; cosas todas tan dignas, por lo menos, de agradecimiento y de alabanza como el haber dado cuna a soñadores despiertos o a audaces demoledores del orden moral. «Vivimos en el siglo de los oráculos -dice Forner-; la audaz y vana verbosidad de una tropa de sofistas ultramontanos, que han introducido el nuevo y cómodo arte de hablar de todo por su capricho, de tal suerte ha ganado la inclinación del servil rebaño de los escritores comunes, que apenas se ven ya sino infelices remendadores de aquella despótica revolución con que, poco doctos en lo íntimo de las ciencias, hablaron de todas antojadizamente los Rousseau, los Voltaire y los Helvecios... Tal es lo que hoy se llama filosofía; imperios, leyes, estatutos, religiones, ritos, dogmas, doctrinas..., son atropellados inicuamente en las sofísticas declaraciones de una turba a quien con descrédito de lo respetable del hombre, se aplica el de filósofos.»

    Para salvarse de tan espantosa anarquía y desbarajuste intelectual, Forner, enemigo jurado de los enciclopedistas y asimismo poco satisfecho con el método cartesiano ni con el optimismo de Leibnitz, retrocede a Luis Vives y a Bacon, y encuentra en su crítica y en el método de inducción la piedra de todo [604] conocimiento. «¿Qué saben todavía los filósofos del íntimo artificio de la naturaleza? Sus principios constitutivos se esconden siempre en el pozo de Demócrito..., y no debe contarse por ciencia lo opinable, lo incierto, lo hipotético.» El ars nesciendi es la gran sabiduría. ¡Qué gran filósofo el filósofo de Valencia que le proclamó! El entusiasmo de Forner por él no tiene límites, y estalla en apóstrofes elocuentes, no exentos de algún resabio de declaración, que recuerda los elogios de Thomas, entonces tan de moda, sobre todo el Elogio de Descartes. Así y todo, no se ha hecho de Luis Vives juicio mejor ni más sustancioso y nutrido que el que hace Forner; apenas tiene dos páginas, y hay en él todos los gérmenes de un libro.

    No faltaron españoles que atacasen la Oración apologética, unos (los más), por torcida voluntad contra el autor o agriados con él por anteriores polémicas; otros, por espíritu enciclopedístico y aversión a las cosas de España. De estos últimos fue El Censor en su discurso 113, y de ellos también el autor anónimo de las Cartas de un español residente en París a su hermano residente en Madrid sobre la Oración apologética (Madrid 1788); opúsculo que se atribuye a uno de los Iriartes, consistiendo todo el nervio de su argumentación contra España en desestimar la teología y todas las ciencias eclesiásticas, la metafísica y cuanto Forner elogiaba como ciencias que no influyen derechamente en la prosperidad del Estado, al revés de la historia natural, la química, la mineralogía, la anatomía, la geografía y la veterinaria, que son, en concepto del anónimo impugnador, positivista rabioso, los únicos estudios serios. La cuestión del mérito literario de España, entonces como ahora, ocultaba diferencias más hondas, diferencias de doctrina, y era mucho más de lo que parece en la corteza. No es dado a ojos materialistas alcanzar el mérito de una civilización toda cristiana desde la raíz hasta las hojas.

    A ambos impugnadores satisfizo Forner, desenmascarándolos y yendo derechamente al fondo de la cuestión, así en un apéndice contra El Censor, unido a la Oración apologética, como en otra réplica que llamó Pasatiempo. Hizo más: comprendió que era llegada la hora de atacar de frente a los maestros de la vergonzante impiedad de por acá, y publicó en 1787 sus Discursos filosóficos sobre el hombre (2513), donde hay que distinguir cuidadosamente dos partes: los Discursos mismos, que están en verso y vienen a constituir una especie de poema didáctico al modo del Ensayo sobre el hombre, de Pope, o de la Ley natural, de Voltaire, y las Ilustraciones, que son mucho más extensas, importantes y, eruditas que los Discursos. Obras éstas de la primera juventud del autor, se resienten de dureza y sequedad más que todos sus restantes versos; el razonamiento ahoga y mata la espontaneidad lírica, como sucede en casi todos los poemas [605] didácticos, género híbrido y desastroso; y es tal la aridez y falta de color poético de estos Discursos, que semejan sediento páramo, donde ni crece un arbusto ni se descubre un hilo de agua corriente. Con todo, en la dedicatoria al varón virtuoso y en otros pasajes, la firmeza de las ideas alienta y da calor al estilo.

    Aunque los Discursos y las Ilustraciones, como escritos en diversos tiempos, no forman cuerpo de doctrina, sino más bien una serie de disertaciones sin más enlace que el propósito común, todavía puede sacarse de ellos enlazada serie de proposiciones, que se dan mucho la mano con el sistema del Orden esencial, de Pérez y López:

    1.ª El hombre, en cuanto racional, no entra en la ordenación puramente física de la naturaleza material, sino que obra libremente y tiene un orden peculiar suyo, que consiste en la recta constitución y ponderación de sus facultades intelectuales y morales.

    2.ª El fin de las obras de este orden es Dios, y, si Él no existiera, las obras humanas carecerían de finalidad, quedando baldíos y frustrados en su incesante anhelo el entendimiento y la voluntad.

    3.ª El orden del universo tiene por finalidad el orden del hombre; pero el orden del hombre está corrompido, como lo prueba la rebeldía de las pasiones y el abuso de la voluntad.

    4.ª Para restituir el orden primitivo, la infinita bondad perfeccionó la ley natural con la religión revelada.

    Las Ilustraciones, escritas con mucho brío, como toda la prosa de Forner, son tesoro de erudición filosófica, sobre todo de erudición filosófica española. No sólo Luis Vives, principal maestro de Forner, sino Raimundo Lulio, Sabunde, Gómez Pereira y sus impugnadores, Francisco Vallés y muchos escolásticos, vienen a corroborar sus opiniones, juntamente con los filósofos de la antigüedad citados en sus originales griegos. Lo mismo se observa en otro excelente libro suyo, que tituló Preservativo contra el ateísmo (1795), donde recuerda y admirablemente expone la profunda doctrina del P. Gabriel Vázquez, reproducida por Leibnitz, acerca del constitutivo esencial de la moralidad, que radica no en la voluntad divina, sino en la propia esencia de Dios.

    Era tal la aversión de Forner a la filosofía francesa, que llegó a trazar el croquis de un poema satírico en verso y prosa, especie de sátira menipea, burlándose del Contrato social, y más aún de las teorías de los condillaquistas sobre la palabra y de aquel primitivo estado salvaje en que el hombre, por no haber inventado todavía la palabra,

                                 ... ... ... ... siendo racional no razonaba,
y con entendimiento no entendía,
que así su ser el hombre ejercitaba. [606]
   Rousseau lo afirma, que lo vio, a fe mía,
y trató a dos salvajes que le hablaron,
aunque él dice que nadie hablar sabía.

¡Lástima que de este poema tan en la cuerda del autor no queden más que rasguños sueltos! Proponíase que el teatro de la fábula fuese una isla desierta, regida en paz y justicia por la ley natural, hasta que llegaban a ella, arrojados por una tempestad, varios filósofos y sabios, que en poco tiempo la corrompían, perturbaban y hacían infeliz, con sus sistemas preñados de gérmenes de discordia (2514).

    Tal fue este ingenio independiente y austero, tan enemigo de las utopías filosóficas como de las sociales, español de pura casta, en quien el espectáculo de la revolución francesa y el dogma de la soberanía nacional y de la justicia revolucionaria no hicieron mella sino para execrarlos en los viriles versos del canto de La paz. Ya en 1795 vio proféticamente que el cesarismo era el término forzoso de la demagogia desbocada:

                                 Libre llamas la tierra en sangre roja,
libre a ti porque matas, porque gimes;
buscas la libertad entre cenizas,
y libre tú a ti mismo te esclavizas.
   Que no, no ha visto el sol desde que ufano
los anchos horizontes pinta y dora,
un pueblo de sí mismo soberano,
aunque afecte potencia engañadora.
No bien se ajusta a la inexperta mano
arduo timón de corpulenta prora,
fantástico poder tal vez le engríe
y ensalza a un Sila que le oprime y ríe.

  El Sila anunciado por nuestro poeta fue Napoleón.

    La intolerancia oficial, que había atajado la voz del P. Ceballos, borró del canto de La paz las octavas en que se aludía a la infiel sofistería y prohibió la representación de una comedia de Forner intitulada El Ateísta.

    Quizá esta misma intolerancia fue causa de que no pasaran del cuarto tomo, con pérdida grande para nuestra ciencia, los Desengaños filosóficos (2515) y (2516), del Dr. D. Vicente Fernández Valcarce [607] (así se firma él, por más que la forma ordinaria del apellido sea Valcárcel), canónigo y luego deán de la santa iglesia de Palencia; aunque el autor, temiendo tal fracaso, había procurado escudarse con la protección de Floridablanca, dedicándole su libro, al modo que el P. Ceballos había dirigido el suyo a Campomanes, y Pereira su Theodicea al conde de Aranda. El doctor Valcárcel no era ciertamente hombre de tan varia y clásica erudición como Forner, pero se había nutrido con la medula de león de la filosofía escolástica, y, aunque escribía mal, pensaba con aplomo y firmeza, y en la disección de las opiniones contrarias era penetrante y sagacísimo. En alguna parte he leído que Valcárcel confundió a los antiescolásticos con los incrédulos. No hay tal confusión, sino que Valcárcel se remontó a la fuente y al escondido manantial de las turbias aguas del enciclopedismo, y empezó por llamar a juicio y residencia a Descartes, y después de él a Malebranche, a Locke y a Leibnitz. La originalidad de su libro estriba precisamente en la impugnación de los principios cartesianos, donde descubre los opuestos gérmenes del idealismo y del materialismo. No ha ido más lejos ni ha profundizado más ninguno de los restauradores modernos de la escolástica. Descartes, al decir del Dr. Valcárcel, sembró los gérmenes de toda duda con la suya metódica, abandonó el estudio de las causas finales, al mismo paso que con su ocasionalismo llenó el mundo de milagros; partió en dos el ser humano, y tuvo que recurrir a un prodigio continuo para explicar la armonía operaciones del compuesto; con la doctrina de la subjetividad de las cualidades sensibles, que atribuimos a la materia, abrió la puerta al idealismo de Berkeley, y tuvo que recurrir a la certeza del testimonio divino para probar la existencia de los cuerpos; con negar el alma de las bestias y con hacer dependientes del mecanismo todas las acciones vitales, dio argumentos a los materialistas. El entimema claudica por su base o es una petición de principio. Descartes confundió el ser con el conocer y el pensamiento con la esencia del alma, y esta confusión ha trascendido a toda su filosofía, dentro de la cual nadie probará con evidentes razones que el pensamiento y la materia extensa sean términos antitéticos, teniendo en esto Locke razón contra los cartesianos. Y no le pasma poco a Valcárcel que ensalzasen tanto el nombre de Descartes, como apóstol de nueva filosofía, los que no habían dejado en pie ni una sola palabra de su física y de su metafísica; contradicción que aún dura, y que hace de la. gloria de Descartes una gloria negativa, fundada principalmente en el espíritu racionalista que informa lo que apenas puede llamarse su doctrina. [608]

    Pensador no menos agudo y sutil se muestra el deán de Palencia en la crítica del ontologismo iluminado de Malebranche, que él gradúa de hermano gemelo del espinosismo, y en la del sensualismo lockiano, que llama superficial y vulgar filosofía, la cual ronda el castillo de la metafísica y nunca llega a penetrar en él, porque ve sólo una partecilla del entendimiento humano y no se atreve a levantar los ojos de la tierra. El resto de los Desengaños filosóficos se compone de disertaciones sueltas, ya sobre la tolerancia religiosa, ya sobre la distinción que pretenden establecer los nuevos filósofos, a modo de precaución oratoria, entre la verdad teológica y la filosófica; ya sobre milagros y revelaciones, agüeros, profecías, artes divinatorias, éxtasis y raptos, posesión demoníaca y aparecidos, pluralidad de mundos, martirio voluntario, institutos monásticos, vida eremítica y solitaria, salvación del alma del emperador Trajano e historia de los siete durmientes, todo ello muy a la larga, con hartas puerilidades, nimia credulidad y desorden inaudito, pero con chispazos de talento en medio de tan incongruente fárrago. El autor tenía pésimo gusto; era de los que, para asentar verdades como el puño, ponen en escuadrón tres o cuatro testimonios de Marco Tulio, de Séneca o de San Pablo, y además se había propuesto hacer entrar a viva fuerza en su libro todo lo que sabía, siquiera fuese arrastrado por las greñas. Triste cosa es que tan a menudo anden divorciados el saber filosófico y la amenidad literaria; de donde resulta ser los filósofos hoscos e intratables, y los literatos, insípidos y ayunos de ideas y de sustancia. Como quiera, haría muy señalado servicio el que quitase a los Desengaños filosóficos esa corteza pedantesca y reimprimiese, limpios de repeticiones y en orden menos anárquico, los discursos puramente críticos y los que se refieren a la moral y al derecho de gentes, especialmente la impugnación del sistema de Puffendorf. ¡Lástima que no llegase a publicar la disertación sobre el Método, que tantas veces anuncia, y que hubiera sido una nueva impugnación del cartesianismo y una nueva apología de la escolástica!

    Suple en parte su falta, y aun no deja grandes deseos de leer otra, la que en seis gruesos volúmenes trabajó, por los años de 1792, el franciscano Fr. Joseph de San Pedro de Alcántara Castro (2517), lector de Teología y Padre grave en su Orden, como que llegó a provincial y definidor general de ella. Su libro es uno de esos libros excelentes y llenos de sólida doctrina y de especies útiles, pero que es imposible leer seguidos sin un poderosísimo y aun heroico esfuerzo de voluntad. Eso sí, deja [609] apurada la materia, pero su estilo mazorral, inculto y erizado de cardos, más que de un teólogo condecorado, parece de un zafio sayagués, criado entre villanos de hacha y capellina. Quien lea con paciencia encontrará, como yo he encontrado, perlas en aquel fango, y frutos en aquel zarzal espesísimo, que recuerda los peores tiempos de la escolástica, no sólo por la barbarie continua y el desaseo inaudito del estilo, sino por el menosprecio que el autor afecta de las letras humanas, de la filología oriental, de la física moderna y de todo estudio que salga fuera de los lindes del Peripato. Llevar la defensa a tales extremos era perniciosísimo, era dar la razón a todos los impugnadores de la escolástica y atrasar o más bien hacer imposible la legítima reforma del método. El P. Castro probó, y probó muy bien y con erudición extraordinaria, que muchos escolásticos, así antiguos como modernos, habían sido peritísimos en las lenguas griega y hebrea. Pues si eso sabía, ¿por qué puso tanto conato en retraer de él a los teólogos de su tiempo, como cosa de mero lujo y no necesaria para la cabal inteligencia de las Escrituras? ¿Por qué, reproduciendo añejas aprensiones del hipocondríaco León de Castro, mil veces refutadas por los hebraizantes, se obstinó en defender como probable que los judíos habían alterado los códices hebreos de la Escritura en odio a Cristo, cuando precisamente la conservación y trasmisión inmaculada del Antiguo Testamento en la sinagoga vierte, por altísimos juicios de Dios, a corroborar la autoridad de los sagrados textos, convirtiendo a los judíos por tantas y tantas edades en bibliotecarios nuestros? ¿A qué traer a cuenta los puntos vocales de los Masoretas, como si implicasen corrupción o mudanza en el texto? Y si los escolásticos, aun en los tiempos más ásperos e incultos, leyeron con cuidadosa diligencia los Padres latinos y lo que alcanzaban de los griegos para certificarse de la tradición dogmática, ¿para qué apartar directa o indirectamente de tan saludables y copiosos manantiales a los teólogos del siglo XVIII, que precisamente por las nuevas exigencias de la patrística, de la exegesis y de la controversia debían revolver con diurna y nocturna mano tales libros? Semejantes trabajos anacrónicos dañan más que aprovechan, y duele ver comprometida tan buena causa como la que emprendió defender el P. Castro, y afeada tan enorme erudición como la que rebosa en su ingente alegato con tales resabios de goticismo y de rudeza. Así, escribiendo tan mal, aunque se supiese tanto, despreciando a carga cerrada los experimentos, la historia y las lenguas, y llamando, v. gr., cosillas de modernos al descubrimiento de la circulación de la sangre, se atrasó hasta nuestros días la reivindicación de la escolástica, se dejó cargarse de aparente razón a todos los que hablaban del estiércol y de la hediondez del Peripato, prevaleció el vulgar error de que los teólogos eran gente sin Escritura, sin Padres y sin concilios, y por fin y postre de todo, la admirable y única ontología de los escolásticos, su cosmología, su lógica, su moral, toda aquella ciencia [610] tan de veras, pero tan mal expuesta y tan mal defendida por apologistas como el P. Castro, se vio menospreciada y desierta, mientras que la juventud iba miserablemente a llenarse de vanidad y de ligereza sensualista en los compendios de Condillac y Desttut-Tracy o a aprender en Voltaire truhanerías y bufonadas. De esta manera vinieron a ser contraproducentes muchos libros, o nacieron muertos, entre ellos la misma Apología, de que voy hablando, victoriosa, sin embargo, y contundente en casi todo lo que es filosofía pura y monumento de inmenso saber y de labor hercúlea (2518).

    Entre estos atletas de la escolástica decadente ha de contarse, en primer término, a par de Valcárcel y del P. Castro, al insigne tomista sevillano Fr. Francisco Alvarado, de la Orden de Santo Domingo, que años adelante alcanzó en la controversia política alto y no disputado renombre, llamándose en sus peleas con los constitucionales de Cádiz el Filósofo Rancio. Pero ya en su juventud, hacia 1787, había dado hermosa muestra de su ciencia filosófica y del gracejo de su estilo en las Cartas de Aristóteles (2519), donde molió y trituró como cibera a los débiles partidarios que en Sevilla comenzaba a tener la nueva filosofía ecléctico-sensualista del Genovesi y de [611] Verney. Los nombres de estos adversarios del P. Alvarado no constan en sus cartas, y, a la verdad, poco se pierde, pues debían de ser hombres ignorantísimos, a juzgar por los enormes lapsus, no ya de filosofía, sino de latinidad elemental, en que los coge el Filósofo Rancio. ¡También era donosa idea la de los tales filósofos: clamar contra la barbarie de la escuela en un latín atestado de solecismos! Puede, con todo eso, rastrearse por algunos indicios que uno de sus novadores, el más conspicuo de ellos, era el P. Manuel Gil, de los Clérigos Menores, famoso predicador, a quien llamaban Pico de Oro; fraile inquieto y revolvedor, que años después aparece complicado en la conspiración del marino Malaspina y de la marquesa de Matallana contra el Príncipe de la Paz.

    Pero séanse los tales Barbadiñistas quienes fueren, lo cierto es que en cabeza suya asestó el P. Alvarado golpes certeros y terribles al llamado eclecticismo, que venía a ser un sensualismo vergonzante; puso de manifiesto la inanidad de juicio propio y el ningún plan ni propósito con que no ecléctica, sino sincréticamente, se habían barajado en las lógicas de Genovesi y de Verney mil especies contradictorias, producto de vagas y no bien asimiladas lecturas, y cuán inútil empeño era querer sustituir ese confuso miscuglio de ideas cartesianas, baconistas, leibnitcianas, malebranchianas y lockistas, hija cada cual de su padre y siempre mal avenidas al fuerte y vividero organismo de la lógica de Aristóteles. El P. Alvarado escogió admirablemente los puntos de ataque, redujo al silencio a sus émulos desde las primeras cartas, volvió al redil tomista a mucha oveja descarriada y se hizo leer hasta de los indiferentes con chistes, cuentos y ocurrencias, en que, a su modo, solía ser felicísimo. Nadie le negará donaire, aunque no sea gracia ática y de la mejor ley, sino donaire entre frailuno y andaluz, algo chocarrero y no muy culto, desmesurado sobre todo, hasta rayar en prolijidad y fastidio. Echar a puñados la sal nunca da buena sazón a los manjares. Así y todo, en estas Cartas aristotélicas hay menos desentonos chabacanos y menos groserías de dicción que en las cartas políticas, y a veces la ironía es fina y de buen temple.

    Por poco escolástico que uno sea, llega a dar involuntariamente la razón al P. Alvarado, en medio de su exclusivismo tomista, y aun al P. Castro, con su herrumbre escotista y todo, cuando se repara en la mísera inopia de doctrina y de seso que caracteriza a los que por entonces se dieron a reformar la filosofía y los planes de enseñanza. Ejemplo señaladísimo de ello es el Ensayo de educación claustral (2520), que en 1778 hizo salir de las prensas de Sancha un benedictino italiano llamado don Cesáreo Pozzi, abad de la Congregación de Monte Oliveto, el cual se hacía llamar profesor de matemáticas en la Sapienza de Roma, examinador de obispos, bibliotecario de la Biblioteca Imperial y correspondiente de las más célebres academias de Europa. Recibímosle muy bien, por esa confianza y generosa propensión que tenemos los españoles de honrar a todo extranjero que llega a nuestro país con fama de letras, y él nos pagó el hospedaje declamando largamente contra la barbarie de nuestros monjes y trazando programas para reformarla. Afortunadamente, le atajó los pasos el cosmógrafo mayor de Indias y elegantísimo historiador de ellas, D. Juan Bautista Muñoz (2521), filósofo valenciano de la escuela de Piquer y consumado latinista, mostrando que el Ensayo sobre la educación claustral era un centón zurcido de remiendos de Bielfeld, D'Aguesseau, Maupertuis, Helvetius, Rousseau, Warburton, Locke y de varios anónimos franceses que habían escrito de antropología y pedagogía con sentido materialista y fatalista, por donde, sin quererlo ni saberlo el buen [612] examinador de obispos, sino sólo por empeño de parecer varón leído y muy de su siglo, había llenado su libro de proposiciones heréticas, epicúreas y utilitarias. El efecto del Juicio, de Muñoz, fue admirable, tanto, que el P. Pozzi, corrido y avergonzado, huyó de España (2522), y la Inquisición prohibió inmediatamente su libro.

    No es de olvidar la parte que en este movimiento de resistencia tomaron algunos de los jesuitas deportados a Italia, aunque, por no haber escrito generalmente en lengua castellana, sus obras fueron menos conocidas aquí. El más infatigable de estos controversistas fue el P. Francisco Gustá, barcelonés, que tradujo al italiano el opúsculo de Muñoz contra Pozzi (2523) y un opúsculo francés rotulado El testamento político de Voltaire (2524), con muchas adiciones y escolios de su cosecha, y escribió además originalmente muchas obras, ya contra los filósofos ya contra los jansenistas, v. gr., las Memorias de la revolución francesa (2525), la Influencia de los jansenistas en la revolución de Francia (2526), los Errores de Pedro Tamburini en sus prelecciones de ética cristiana (2527), el Espíritu del Siglo XVIII (2528), la Respuesta a una cuestión sobre el juramento del clero francés (2529), el Antiguo proyecto de Bourg-Fontaine realizado por los modernos jansenistas (2530), la Respuesta de un párroco católico a las reflexiones democráticas del Dr. Juan Tumiati (2531), la Vida del marqués de Pombal (2532), el Ensayo crítico teológico sobre los catecismos modernos (2533) y otras muchas, en que fustiga valientemente a los [613] enemigos de la Compañía, mostrando la oculta conjuración de regalistas, port-royalistas e incrédulos contra la Iglesia, fenómeno histórico de que hoy nadie duda, aunque también sea cierto que muchos de los que a él contribuyeron lo hacían sin plena conciencia de la causa y de los resultados.

    El mismo espíritu predomina en las Causas de la revolución francesa, de Hervás y Panduro, encaminadas a demostrar que el menoscabo de la religión en Francia, comenzado por los sectarios de Port-Royal y coronado por los enciclopedistas, y manifiesto en hechos como el de la expulsión de los jesuitas, había traído por consecuencia forzosa la ruina de aquella monarquía, porque nunca subsisten los imperios cuando flaquea o queda vacilante el fundamento de la fe religiosa y cuando penetra toda carne la lepra social del escepticismo.

    También el abate Masdéu, aunque claudicaba en el punto de regalías, fue antirrevolucionario fervoroso; así lo prueban su Discurso al género humano contra la libertad e igualdad de la república francesa y sus Cartas a un republicano de Roma sobre el juramento de odio a la Monarquía (2534).

    En las obras de estos Padres de la Compañía (2535), escritas en presencia de la inmensa hoguera que abrasa a Francia, amenazando devorar el resto de Europa, la controversia desciende ya del terreno especulativo al de lo que llaman política palpitante, no de otra suerte que los apologistas anteriores habían ido pasando, conforme lo pedían los tiempos, de las cuestiones metafísicas y cosmogónicas a las cuestiones de ética y de derecho natural, y de éstas a las postreras aplicaciones del derecho de gentes, reflejando fielmente en sus escritos todas las modificaciones y tormentas de la época. Así, v. gr., predomina el elemento político y antieconómico en el tratado de La monarquía (2536), que publicó en 1793 el arcediano de Segovia D. Clemente Peñalosa y Zúñiga con pretensiones de imitar el Espíritu de las leyes en la disposición y en el modo, aunque el criterio sea muy distinto y, a decir verdad, algo abigarrado y confuso, siendo de aplaudir en el autor, más que otra cosa, su buen deseo de apuntalar el antiguo edificio. Dice un laborioso historiador de la economía política que La Monarquía de Peñalosa no estaría muy poblada de economistas. Pequeño mal por cierto, si éstos [614] habían de ser como los que por antonomasia llamamos así en España (2537).

    Aunque los tratados apologéticos hasta aquí citados son los más notables bajo el aspecto científico y los más dignos de leerse, no fueron, con todo eso, los más populares y leídos por nuestros padres. Cupo tal honor a otros dos libros que podemos llamar de vulgarización amena, y que hoy mismo rara vez faltan en ninguna casa cristiana del antiguo régimen. Es el primero la Armonía de la razón y de la religión (2538) o diálogos sobre la teología natural, compuestos en lengua portuguesa por el P. Teodoro de Almeida, del Oratorio de San Felipe Neri, de Lisboa, a quien no sin hipérbole han llamado el Feijoo portugués, escritor fecundísimo, fiel a la divisa de instruir deleitando, cuyas Recreaciones filosóficas contribuyeron, juntamente con el Teatro crítico y con el Espectáculo de la naturaleza, del abate Pluche, y con las Reglexiones filosóficas, de Sturm, a difundir entre los jóvenes y las mujeres y el vulgo no erudito de la Península una noticia mas o menos superficial, más o menos razonada, de los fenómenos naturales y de los adelantos de la física experimental. Por tal manera, el P. Almeida, hombre cándido, modesto y virtuosísimo, vino a lograr extraordinaria fama, multiplicándose enormemente las ediciones de sus obras, que le dan derecho a figurar entre los más beneméritos propagadores de la general cultura, si bien nunca pasa de exponer con elegante perspicuidad observaciones y noticias muy comunes. Era tal el prestigio de su nombre, que hasta una especie de novela que compuso, intitulada El hombre feliz independiente del mundo y de la naturaleza, alcanzó, por dos o tres generaciones sucesivas, innumerables lectores (de fijo más que los que tenía Cervantes), y eso que, a pesar de su moralidad acrisolada, es obra tan soñolienta, lánguida y sin gracia, que sólo, atendida la penuria de novelas españolas en el siglo XVIII y primera mitad del XIX, llega uno a comprender cómo pudieron hincarle el diente ni las mismas contemporáneas de Richardson, habituadas a [615] los innumerables volúmenes de la Clarisa Harlowe y de la Pamela.

    En materias filosóficas, el P. Almeida, que comenzó a escribir en la primera mitad del siglo y que hasta cierto punto hereda el impulso del P. Tosca y de Feijoo, propende al cartesianismo y sigue a Descartes hasta en lo de negar el alma de los brutos. En los mismos diálogos de la Armonía, cuando trata de la distinción entre la materia y el espíritu y de sus constitutivos esenciales, descubre huellas evidentes de las Meditaciones cartesianas. Por lo demás, la Armonía es una teodicea popular, fácil, agradable y sencilla, en que se prueban con los argumentos más acomodados a la general comprensión la existencia de Dios, la ley natural, la espiritualidad e inmortalidad del alma, la necesidad de la revelación y del culto y los premios y castigos de la otra vida.

    Todavía más famoso que el libro del P. Almeida fue el Evangelio en triunfo, de Olavide (2539), que hoy mismo conserva nombradía muy superior a su mérito por circunstancias no dependientes de éste. El autor era impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la revolución francesa. Sus extrañas fortunas hacían que unos le mirasen con asombro, otros con recelo, achacando el extraordinario y súbito cambio de sus ideas, unos, a propio interés y móviles mundanos; otros, a la dura lección del desengaño. Acertaban estos últimos, como luego lo mostró la vida penitente y austera de Olavide y su muerte cristianísima. Dios había visitado terriblemente aquella alma, que no se hubiera levantado sin un poderoso impulso de la gracia divina. Cada páginas del Evangelio en triunfo, libro, por otra parte, medianísimo, porque el talento del autor no alcanzaba a más, respira convicción y fe. Fue, sin duda, obra grata a los ojos de Dios, expiación de anteriores extravíos y buen ejemplo, que, por lo ruidoso de quien le daba, hizo honda impresión en el ánimo de muchos y trajo a puerto de salvación a otros infelices como el autor. Así debe juzgarse el Evangelio en triunfo: más como acto piadoso que como libro. Es la abjuración, la retractación pública y brillante de un impío, la reparación solemne de un pecado de escándalo. Todo esto vale harto más y es de más trascendencia social que hacer un buen libro. Imagínese el poder de tal ejemplo a fines del siglo XVIII y cuán hondamente debió resonar en las almas esa voz que salía de las cárceles del Terror adorando y bendiciendo lo que toda su vida había trabajado por destruir. El éxito fue inmenso: en un solo año se hicieron tres ediciones de los cuatro voluminosos tomos del Evangelio en triunfo.

    Con todo eso, la malicia de algunos espíritus suspicaces no dejó de cebarse en las intenciones del autor. Decían que exponía [616] con mucha fuerza los argumentos de los incrédulos contra la divinidad de Jesucristo y la autenticidad de los libros santos que se mostraba frío y débil en la refutación. Algo de verdad hay en esto, pero por una razón que fácilmente se alcanza: Olavide había vuelto sinceramente a la fe, pero con la fe no había adquirido la ciencia teológica ni el talento de escritor, que nunca tuvo. Su lectura predilecta y continua por la mayor parte de su vida habían sido los libros de Voltaire y de los enciclopedistas; aquello lo conocía bien, y estaba muy al tanto de todas las objeciones. Pero en teología católica y en filosofía claudicaba, porque jamás las había estudiado, como él mismo confiesa, ni leído apenas libro alguno que tratase de ellas. Así es que su instrucción dogmática, a pesar de las buenas lecturas en que se empeñó después de su conversión, no pasaba de un nivel vulgarísimo, bueno para el simple creyente, pero no para el apologista de la religión contra los incrédulos. Además, como su talento, aunque lúcido y despierto, no se alzaba mucho de la medianía, tampoco pudo suplir con él lo que de ciencia le faltaba, así que resultaron flojas algunas partes de su Apología, si bien, a fuerza de sinceridad y firmeza y de ser tan burda la crítica religiosa de los volterianos, fácilmente suele conseguir el triunfo.

    Literariamente, el libro de Olavide vale poco y está escrito medio en francés (como era de recelar, dadas sus lecturas favoritas y su larga residencia en París), no sólo atestado de galicismos de frases y giros, sino de rasgos enfáticos y declamatorios de la peor escuela de entonces. El autor abusa de los recursos de sentimiento, cosa mala y ocasionada siempre, y más en una apología de la religión; así echó a perder Chateaubriand las suyas. Querer hacer cristianos por el sentimiento sólo, es el peor de todos los caminos. Es cosa demasiado movediza, inestable y femenil el sentimiento y suele andar mezclado con harta liga para que sobre él pueda fundarse una creencia robusta y estable. Cuando se dan por demostraciones dogmáticas lágrimas y sollozos, la conversión queda en el aire, si Dios no lo remedia. Debe el sentimiento concurrir con todas las facultades humanas a recibir la luz de la fe que le ilustre y purifique, pero no usurpar el puesto que se debe a otras potencias de orden más alto.

    De este pecado, no infrecuente en los apologistas franceses, adolece mucho el libro de Olavide, donde la preparación y demostración evangélicas están ahogadas en una especie de novela lacrimatoria, que tiene cierto interés autobiográfico, pero que daña al valor absoluto y a la seriedad del libro. Olavide debió escoger entre escribir una defensa de la religión o escribir sus propias Confesiones. Prefirió mezclar ambas cosas, y resultó una producción híbrida, de muy dudoso valor y perteneciente a un género que pasó de moda.

    ¡Cuán fresca y hermosa juventud conserva, por el contrario, el Tratado teórico-práctico de enseñanza, que en las cárceles de [617] Bellver compuso Jovellanos (2540) para la Sociedad Económica Mallorquina! Monumento insigne de pedagogía cristiana se ha llamado y debe llamarse a este tratado, nunca mas oportuno que en el día de hoy, cuando una pedagogía pedantesca e intuitiva aspira a crear la escuela sin Dios para corromper desde la cuna a las generaciones futuras. Ya entonces apuntaba esa perversa tendencia, y Jovellanos acudió a neutralizarla, formando un plan en que el estudio de la religión y de la moral cristianas sigue y acompaña a los demás estudios en toda su duración y se enlaza y fortifica con todo género de ejercicios piadosos. Y al desarrollarle, si se quitan algunos resabios sensualistas sobre los signos y el lenguaje, o más bien tradicionalistas, con que forzosamente había de imprimir su sello aquella edad, nada se hallará en Jovellanos que desdiga de la más acendrada enseñanza católica, sino, antes bien, recias invectivas contra las novísimas teorías de ética y derecho natural, que suponen y reconocen derechos sin ley o norma que los establezca, y leyes sin legislador, sociedades sin jerarquía y perfecciones sociales inasequibles. Ni le satisfacen las secas enseñanzas y las fastuosas virtudes de la moral pagana ni puede resignarse a ver los preceptos éticos separados por un solo momento del catecismo. «Quisiéramos -dice que la enseñanza de las virtudes morales se perfeccionase con esta luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante, ninguna virtud verdadera y digna de un cristiano» (2541).

    También la poesía contribuyó a esta obra de resistencia ortodoxa por boca del mismo Jovellanos, de Forner y de algunos otros. ¿Qué son las epístolas a Bermudo y a Posidonio sino elocuentes manifiestos contra la falsa filosofía y contra la embriaguez y vanagloria de la ciencia humana?

    Con menos fortuna, porque su talento era exigido, pero con buen deseo, lidiaron en el mismo palanque varios poetas mediocres y justamente olvidados, incapaces de resistir el empuje de la musa heterodoxa de Quintana. Sólo por lo honrado de su propósito puede hacerse memoria del beneficiado de Carmona, D. Cándido María Trigueros, escritor laboriosísimo y que tuvo todas las ambiciones literarias, nunca o rara vez coronadas por el éxito, pero sí acerbamente vapuleadas por el irascible Forner. Trigueros es autor de El poeta filósofo o poesías filosóficas en verso pentámetro, cuyos asuntos son, entre otros, El hombre, [618] La desesperación, La falsa libertad o el libertinismo (2542). No puede darse cosa más abominable y prosaica; los llamados pentámetros son alejandrinos pareados a la francesa. ¡Gran progreso hacer retroceder nuestra métrica a la quaderna vía de Gonzalo de Berceo y al martilleo acompasado del mester de clerecía! Por entonces nadie siguió a Trigueros, pero como no hay extravagancia que no tenga eco, las parejas de alejandrinos han resucitado en nuestros días por torpe imitación francesa, sobre todo en Portugal, donde Antonio Feliciano del Castilho y su hijo y sus amigos los han vuelto a poner en moda.

    Además de Trigueros, un D. José Calvo de Irizábal, capitán de navío, escribió cierto Poema en defensa de la religión, que se conserva manuscrito entre los papeles de Jovellanos (2543), y que, si no por el vigor poético, se distingue a lo menos por la violencia asperísima.

    Más digna de recuerdo es La galiada o Francia revuelta (2544), que compuso el célebre sainetista gaditano D. Juan González del Castillo, rival en su género de D. Ramón de la Cruz y maestro de Böhl de Faber. En su tiempo pasaba por republicano, y sin duda para sincerarse escribió La galiada, que, así y todo, pareció a muchos un modo indirecto de esparcir las mismas doctrinas que fingía anatematizar. El héroe de La galiada es Mirabeau, a quien se le aparecen las furias por la noche, conforme a la maquinaria de la epopeya clásica. Bastarán los dos primeros versos para dar idea del increíble y chistoso prosaísmo con que está escrita:

                                 Hay en Italia un sitio (según dicen)
que los griegos llamaban el averno

El autor era hombre de bien, y no se atreve a asegurar que haya tal sitio, sino sólo que lo dicen.

    Y, sin embargo, Castillo era poeta no sólo cómico, sino lírico, aunque desigual e incorrectísimo, y buena prueba es de ello, así como de la sinceridad de sus sentimientos antirrevolucionarios, su valiente e inspirada, aunque algo declamatoria, Elegía a la injusta cuanto dolorosísima muerte de la constante heroína María Antonia de Lorena, reina de Francia, víctima inmolada en las aras de la impiedad, del fanatismo y de la anarquía. Hay algo allí que no es poesía de escuela, y que sale del alma y retrata fielmente la generosa indignación que se apoderó [619] de todos los ánimos nobles ante las iniquidades del tribunal revolucionario, afrenta del humano linaje:

                                 Sí, porque de otro modo, ¿cómo hubieran
puesto esos monstruos sus nefarias manos
en su reina infeliz? ¿Cómo pudieran
marchitar, ¡oh gran Dios!, esos tiranos
aquella rosa, honor del galo suelo;
aquella estrella de su antiguo cielo?
almas crueles,
¿es esa a quien ceñisteis la corona?
¿A esos pies ofrecisteis los laureles?
¿Quién hizo a una gavilla de asesinos
árbitros de la ley, jueces del trono?
¿Quién creó un tribunal de libertinos
do vota la impiedad, dicta el encono?

    En otros géneros de amena literatura se distinguieron, por la pureza del sentido moral, algunos escritores valencianos, especialmente el jesuita D. Juan Bautista Colomés, que escribió en lengua francesa un diálogo lucianesco, imitación de la Almoneda de vidas, del satírico de Samosata, con el título de Les philosophes al encant (Los filósofos en pública subasta) (2545), sátira más ingeniosa que amarga de los sistemas del siglo XVIII, y el franciscano Fr. Vicente Martínez Colomer, autor de varias novelas morales del género del P. Almeida y Montegón, entre las cuales recuerdo el Valdemaro y el Impío por vanidad. Y es digno de apuntarse aquí, por lo extraño del caso, que a este fraile tan católico se debió la primera traducción del René, de Chateaubriand, padre y dogmatizador de toda una literatura pesimista y malsana, de misántropos no comprendidos.

    Cerremos este cuadro de la literatura católica y apologética del siglo XVIII, hoy sepultada en densas nieblas por el odio de los sectarios, como lo está la del XIX, trayendo a la memoria los nombres de algunos oradores sagrados, que difundieron por todos los ámbitos de la Península la luz de la cristiana enseñanza y acosaron sin tregua al renovado anticristianismo de Celso, de Porfirio y de Juliano. Pongamos ante todos a Fr. Diego de Cádiz, misionero capuchino (1743,1801) y varón verdaderamente apostólico, cuyo proceso de beatificación está muy adelantado. Él fue en un siglo incrédulo algo de lo que habían sido San Vicente Ferrer en el siglo XV y el Venerable Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, en el XVI. Desde entonces acá, palabra más elocuente y encendida no ha sonado en los ámbitos de España. Los sermones y pláticas suyas que hoy leemos son letra muerta y no dan idea del maravilloso efecto que, no bajo las [620] bóvedas de una iglesia, sino a la luz del mediodía, en una plaza pública o en un campo inmenso, ante 30.000 o más espectadores, porque las ciudades se despoblaban y corrían en turbas a recibir de sus labios la divina palabra, producía con estilo vulgar, con frase desaseada, pero radiante de interna luz y calentada de interno fuego, aquel varón extraordinario, en quien todo predicaba: su voz de trueno, el extraño resplandor de sus ojos, su barba, blanca como la nieve; su hábito y su cuerpo amojamado y seco. ¿Qué le importaban a tal hombre las retóricas del mundo, si nunca pensó en predicarse a sí mismo?

    Para juzgar de los portentosos frutos de aquella elocuencia, que fueron tales como no los vio nunca el ágora de Atenas, ni el foro de Roma, ni el Parlamento inglés, basta acudir a la memoria y a la tradición de los ancianos. Ellos nos dirán que a la voz de Fr. Diego de Cádiz, a quien atribuyen hasta don de lenguas, se henchían los confesonarios, soltaba o devolvía el bandido su presa, rompía el adúltero los lazos de la carne, abominaba el blasfemo su prevaricación antigua y 10.000 oyentes rompían a un tiempo en lágrimas y sollozos. Quintana le oyó y quedó asombrado, y todavía en su vejez gustaba de recordar aquel asombro, según cuentan los que le conocieron. Y otro literato del mismo tiempo, académico ya difunto, hijo de Cádiz, como Fr. Diego, pero nada sospechoso de parcialidad, porque fue volteriano empedernido, traductor en sus mocedades del Ensayo, del barón de Holbach, sobre las preocupaciones, y hombre que en su edad madura no juraba ni por Roma ni por Ginebra, D. José Joaquín de Mora, en fin, ensalzaba en estos términos la elocuencia del nuevo apóstol de Andalucía:

                                 Yo vi aquel fervoroso capuchino,
timbre de Cádiz, que con voz sonora,
al blasfemo, al ladrón, al asesino,
fulminaba sentencia aterradora.
Vi en sus miradas resplandor divino,
con que angustiaba el alma pecadora,
y diez mil compungidos penitentes
estallaron en lágrimas ardientes.
   Le vi clamar perdón al trono augusto,
gritando humilde: «No lo merecemos»,
y temblaban, cual leve flor de arbusto,
ladrones, asesinos y blasfemos;
y no reinaban más que horror y susto
de la anchurosa plaza en los extremos,
y en la escena que fue de impuro gozo
sólo se oía un trémulo sollozo (2546). [621]

Orador más popular, en todos los sentidos de la palabra, nunca le hubo, y aun puede decirse que Fr. Diego de Cádiz era todo un hombre del pueblo, así en sus sermones como en sus versos, digno de haber nacido en el siglo XIII y de haber andado entre los primeros hermanos de San Francisco.

    Con el P. Cádiz compartió la gloria de misionero y le excedió mucho como escritor, porque era hombre más culto y literato, el capuchino Fr. Miguel Suárez, honra de esta ciudad de Santander, donde tuvo su cuna y de la cual tomó el apellido de religión. Su fama no ha llegado a nosotros tan intacta como la del P. Cádiz. A Fr. Miguel de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza, protegido del arzobispo Arce y afrancesado luego por flaqueza o por voluntad, le perjudicaron sobremanera las vicisitudes políticas de los tiempos, y con ser él hombre de vida irreprensible y austerísima, vióse objeto de tremendas acusaciones de traición, de las cuales se defendió muy mal (2547).

    Juzgar al P. Santander como orador sagrado es empresa larga y no para este lugar. Quedan de él hasta once tomos de sermones, entre dogmáticos, morales y panegíricos, y ejercicios de sacerdotes y pláticas para religiosas, con otros opúsculos de menos cuenta, que por mucho tiempo han sido arsenal de los predicadores españoles. El primer tomo de este inmenso repertorio está destinado a probar, contra los incrédulos, la divinidad de la religión de Jesucristo, asunto nuevo en la oratoria sagrada española cuando el autor escribía y predicaba. Son materia de estos sermones, mucho más doctrinales que oratorios y semejantes a los que hoy se llaman en Francia conferencias, la existencia de Dios, la necesidad de la religión revelada, la divinidad de los Evangelios, la certidumbre de las profecías y de los milagros, la inmortalidad del alma, el pecado original y las causas y pretextos de la incredulidad. El tono es templado y de enseñanza, aunque no faltan felices movimientos oratorios (2548). El P. Santander [622] escribía punto por punto sus sermones antes de predicarlos; de aquí que se eche de menos en ellos el calor y la vida que sólo comunica la improvisación. Viven más como depósito de doctrina que como monumento de elocuencia.

    También deben mencionarse, como protestas y gritos de alarma contra la creciente incredulidad, algunas pastorales de obispos, entre ellas las singularísimas del venerable prelado de Santander, D. Rafael Tomás Menéndez de Luarca, portento de caridad, padre de los pobres y bienhechor grande de la tierra montañesa, digno de buena memoria en todo menos en sus escritos, que son, así los prosaicos como los poéticos, absolutamente ilegibles. A tal punto llega lo estrafalario, macarrónico y gerundiano de su estilo, que yo mismo, con ser montañés y preciarme de impertérrito leyente, nunca he podido llegar al cabo ni puedo dar razón sino de algunas páginas salteadas. Los títulos mismos bastan para hacer retroceder al más arrojado. Remedio ígneo, fumigatorio, fulminante, se rotula una de estas pastorales. Años adelante, y creciendo en él con la vejez el mal gusto, escribió un enorme poema filosófico, que debió constar de siete volúmenes, pero que, afortunadamente, quedó reducido a dos (2549). Viene a ser una refutación de las teorías enciclopédicas, pero no se publicó hasta 1814, y, por consiguiente, no entra en el período que historiamos. La portada tiene cincuenta renglones; baste el principio: El recíproco sin y con de Dios y de los hombres, buscado por medio de aloquios al mismo Dios... y reconocido del propio modo en lo que son el Sumo Ser y los otros seres, especialmente el hombre..., con los mejores arbitrios de pasar desde nuestro Todo-nada (nada doble) al que hemos de ser Nada-Todo (2550). Cualquiera diría que este título y el poema entero habían salido de la pluma de Sanz del Río o de Nicolás Salmerón. [623]


Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro seis
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