Capítulo III
El enciclopedismo en España durante el siglo XVIII.

I. El enciclopedismo en las regiones oficiales. Sus primeras manifestaciones más o menos embozadas. Relaciones de Aranda con Voltaire y los enciclopedistas. -II. Proceso de Olavide y otros análogos. -III. El espíritu enciclopédico en las sociedades económicas. El doctor Normante y Carcaviella. Cartas de Cabarrús. -IV. Propagación y desarrollo de la filosofía sensualista. Sus principales expositores: Verney, Eximeno, Campos, Foronda, etc. -V. El enciclopedismo en la amena literatura. Procesos de Iriarte y Samaniego. Filosofismo poético de la escuela salmantina. Tertulia de Quintana. Sus odas. Vindicación de Jovellanos. -VI. Resistencia ortodoxa. Principales impugnadores del enciclopedismo. El P. Rodríguez, Ceballos, Valcárcel, Forner, el P. Castro, Jovellanos, Fr. Diego de Cádiz, etc.




- I -
El enciclopedismo en las regiones oficiales. -Sus primeras manifestaciones más o menos embozadas. -Relaciones de Aranda con Voltaire y los enciclopedistas.

    En la introducción de este volumen quedan consignados los orígenes, tendencias y caracteres de la impiedad francesa del siglo XVIII, vulgarmente conocida con el nombre de enciclopedismo. De Francia irradió a toda Europa, contagiando a reyes, príncipes y ministros, a todos los rectores de los pueblos, a la vieja aristocracia de la sangre y a las otras dos, de las letras y de la Banca, que desde Voltaire y desde el sistema económico de Law habían comenzado a levantar la cabeza. Al pueblo llegaron los efectos mucho más tarde, y sólo después que sus monarcas habían agotado los esfuerzos para descristianizarle y corromperle. Por de contado que ellos fueron las primeras víctimas en cuanto rompió la valla el furor de la plebe amotinada. ¡Cuán ciego es quien no ve la mano de la Providencia en las grandes expiaciones de la Historia!

    Los estragos de la Enciclopedia en Italia y en España son más subterráneos y difíciles de descubrir que en Rusia o en Alemania. Es preciso hacer un estudio analítico y minucioso, atar cabos sueltos y seguir atentamente los más tenues e imperceptibles hilos de agua hasta dar con el escondido manantial de toda la política heterodoxa que estudiamos en el capítulo anterior. Por otra parte, en España, donde es tal la penuria de memorias, relaciones y correspondencias, y tratándose del siglo XVIII, que casi todos los españoles miran por instinto como época sin gloria y que apenas estudia nadie, la dificultad sube de punto, ningún dato es pequeño, ni despreciable, ora venga de los documentos escritos, ora de la tradición oral, aunque pobre y desmedrada, cuando se trata de conocer el estado moral de una [487] época tan cercana a nosotros, y tan remota, sin embargo, de nuestro conocimiento por más que contuviera en germen todos los errores y descarríos de la presente.

    Producciones literarias francamente volterianas o traducciones que no fuesen clandestinas, no las hay ciertamente hasta fines del siglo; pero, si antes no se ve al monstruo cara a cara, harto se le conoce por sus efectos en las regiones oficiales, por lo que informa y tuerce el espíritu económico, por el colorido general que imprime a las letras y por el clamor incesante de sus impugnadores. Todo esto será materia de estudio en el capítulo presente.

    No bastan las tradiciones regalistas, no basta el jansenismo francés o pistoyano para explicar aquella lucha feroz, ordenada, regular e implacable que los consejeros de Carlos III y de Carlos IV, los Aranda, Rodas, Moñinos, Campomanes y Urquijos emprendieron contra la Iglesia en su cabeza y en sus miembros. Y cuando vemos repetirse el mismo hecho en todas las monarquías de Europa, y a la filosofía sentada en todos los tronos, y que a Pombal responde Choiseul, y a Choiseul, Tanucci, y a Tanucci, Kaunitz, y que Catalina II civiliza a la francesa a los tártaros y a los cosacos, y que Federico de Prusia, ayudado por el Patriarca, remeda en Potsdam justamente los gustos de Tiberio y los de Juliano el Apóstata; mientras que el emperador de Austria José II, poseído de extraño y pedantesco furor canonista, arregla como sacristán mayor, las iglesias de su imperio; en medio, digo, de todas estas coincidencias y del método y de la igualdad con que todo se ejecuta, ¿quién dudará ver en todo el continente un solo movimiento, cuyo impulso inicial está en Francia, y del cual son dóciles adeptos y servidores, cual si obedeciesen a una secreta consigna, todos esos consejeros, reyes, ministros y hasta obispos?

    Los hechos hablan muy alto. Limitémonos a España y al tiempo de Carlos III. Ya sabemos que Roda, escribiendo a Choiseul, con nada menos se contentaba, después de la expulsión de los jesuitas, que con exterminar a la madre, es decir, como él añade con cínico desenfado, para evitarnos todo peligro de mala inteligencia nuestra santa madre la Iglesia romana. Tal era le mot d'ordre, mejor dicho, la bandera y el grito de toda la escuela: Écrasez l'infâme.

    De la impiedad del conde de Aranda y de sus relaciones con los enciclopedistas, nadie duda. Recorramos las obras de Voltaire; ¿dónde buscar más autorizado testimonio?

    «Aunque los nombres propios (leemos en el Diccionario filosófico) no sean objeto de nuestras cuestiones enciclopédicas, nuestra sociedad literaria se ha creído obligada a hacer una excepción en favor del conde de Aranda, presidente del Consejo Supremo de España y capitán general de Castilla la Nueva, el cual ha comenzado a cortar las cabezas de la hidra de la Inquisición. justo era que un español librase la tierra de este [488] monstruo, ya que otro español le había hecho nacer (Santo Domingo)... Las caballerizas de España estaban llenas, desde más de quinientos años, de las más asquerosas inmundicias; lástima grande era ver tan hermosos potros sin más palafreneros que los frailes, que les oprimían la boca y les hacían arrastrarse en el fango. El conde de Aranda, que es excelente jinete, empieza ya a limpiar los establos de Augías de la caballería española. Bendigamos al conde de Aranda, porque ha limado los dientes y cortado las uñas al monstruo» (2342).

    En prosa y en verso no se cansó Voltaire de celebrar a Aranda. Así exclama en la oda A mi bajel:

    «Vete hacia esas columnas, que en otro tiempo separó el terrible hijo de Alcmena, domador de los leones y de la hidra, el que desafió siempre el odio de las celosas deidades. En España encontrarás un nuevo Alcides, debelador de un hidra más fatal; él ha rasgado la venda de las supersticiones y sepultado en la noche del sepulcro el infernal poder de la Inquisición. Dile que hay en Francia un mortal que le iguala» (2343).

                              Va plutôt vers ces monts qu'autrefois sépara
    le redoutable fils d'Alcmène,
qui dompta les lions, sous qui l'hydre expira,
et qui des dieux jaloux brava toujours la haine.
Tu verras en Espagne un Alcide nouveau,
    vainqueur d'une hydre plus fatale,
des superstitions déchirant le bandeau,
    plongeant dans la nuit du tombeau
de l'Inquisition la puissance infernale.
Dis lui qu'il est en France un mortel qui l'égale.

    El conde de Aranda quedó encantado de verse comparar en términos tan retumbantes con el hijo de Alcmena, desquijarrador del león nemeo. Y en muestra de, agradecimiento envió a Voltaire exquisita colección de vinos españoles, don gratísimo para el viejo patriarca de Ferney, que los celebró, como buen gourmet, en una poesía ligera y nada edificante, que se llama en las ediciones Jean qui pleure et Jean qui rit: «Cuando por la tarde, en compañía de algunos libertinos y de más de una mujer agradable, como mis perdices y bebo el buen vino con que el conde de Aranda acaba de adornar mi mesa; cuando, lejos de bribones y de tontos, sazono los entremeses de un delicioso almuerzo con las gracias, las canciones y los chistes, llego a olvidarme de mi vejez», etc., etc.

    Et je bois le bons vins
                              dont monsieur d'Aranda vient de garnir ma table (2344).

    El regalo de Aranda era espléndido; no sólo envió muestras de nuestros mejores vinos, sino porcelanas, sedas, paños y toda [489] manera de productos de la industria nacional. Voltaire le escribía desde Ferney: «Señor conde, tengo la manufactura de vuestros vinos por la primera de Europa. No sabemos a cuál dar la preferencia, al canarias o al garnacha, al malvasía o al moscatel de Málaga. Si este vino es de vuestras tierras, deben de caer muy cerca de la tierra prometida. Nos hemos tomado la libertad de beber a vuestra salud en cuanto han llegado. Juzgad qué efecto habrán hecho en gentes acostumbradas al vino de Suiza. Vuestra fábrica de media porcelana es muy superior a la de Estrasburgo. Mi alfarería es, en comparación de vuestra porcelana, lo que Córcega en cotejo de España. También hago medias de seda, pero las vuestras son de una delicadeza admirable. De paños no tenemos nada. Vuestros hermosos merinos, de lana tan suave y delicada, son desconocidos aquí... Recibid, señor, el testimonio de mi profunda admiración por un hombre que desciende a todos estos pormenores en medio de tan grandes cosas. De seguro que en tiempo del duque de Lerma y del conde-duque de Olivares no tenía España tales fábricas. Conservo como reliquia preciosa el decreto solemne de 7 de febrero de 1770 (2345), que desacreditó un poco las fábricas de la Inquisición. Europa entera debía felicitaros por él. Si alguna vez queréis engalanar el dedo de una ilustre dama española con un reló en forma de anillo... adornado de diamantes, sabed que sólo en mi aldea se hacen, y que estoy a vuestras órdenes. No lo digo por vanidad, porque es puro acaso el que ha traído a mi pueblo al único artista que trabaja en estos pequeños prodigios. Los prodigios no deben desagradaros» (2346).

    Bien dice el Príncipe de la Paz en sus Memorias que a Aranda le embriagaron los elogios de los enciclopedistas, que se habían propuesto reclutarle para sus doctrinas, y que adoptó sin examen cuanto de malo, mediano y bueno (2347) había producido aquella secta. Y, siendo hombre de tan terca voluntad como estrecho entendimiento, oyó a los franceses como oráculos, fue sectario fanático y adquirió, más que la ciencia, la ambición y los ardores de la escuela (2348). «Es un pozo profundo, pero de boca angosta», decía de él el napolitano Caraccioli.

    A Carlos III llegó a hastiarle tan desembozada impiedad, y sin duda por eso le mantuvo casi siempre lejos de la corte, en la Embajada de París, donde trató familiarmente al abate Raynal y a D'Alembert, que acabaron de volverle el juicio con sus elogios. Rousseau me dice, que continuando España así, dará la ley a todas las naciones -escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1786- y, aunque no es ningún doctor de la Iglesia, [490] debe tenérsele por conocedor del corazón humano y yo estimo mucho su juicio (2349).

    Los franceses creían a Aranda capaz de todo. Por entonces vino a España un mozalbete que decían el marqués de Langle, quien publicó en 1784, con el seudónimo de Fígaro, entonces de moda por la comedia de Beaumarchais, un Viaje por España, lleno de necedades y dislates más que ningún otro de los que sus compatriotas han escrito sobre la Península. Allí dice textualmente (2350): «El conde de Aranda es el único hombre de quien puede envanecerse al presente la monarquía española; el único español de nuestros días cuyo nombre escribirá la posteridad en sus libros. Él había propuesto admitir en España todas las sectas sin excepción y quería grabar en el frontispicio de todos los templos, reuniéndolos en una misma cifra, los nombres de Calvino, de Lutero, de Confucio, de Mahoma, del Preste Juan, del gran Lama y de Guillermo Penn. Quería que en adelante, desde las fronteras de Navarra hasta el estrecho de Gibraltar, los nombres de Torquemada, Isabel, Inquisición, autos de fe, se castigasen como blasfemias. Quería, por último, poner en venta las alhajas de los santos, las joyas de las vírgenes y convertir las reliquias, las cruces, los candeleros, etc., en puentes, canales, posadas y caminos reales.»

    El marqués de Langle era un señorito de sociedad ignorantísimo y petulante. Si a Aranda o a cualquier español de entonces se le hubieran ocurrido tales desvaríos no se habría hallado en Zaragoza jaula bastante fuerte para encerrarle. Pero se trae aquí este testimonio para probar el crédito que tenía Aranda entre los hermanos (frase de Voltaire).

    Bien dijo Pío VI que los ministros de Carlos III eran hombres sin religión. Aquel monarca, piadoso, pero cortísimo de alcances y dirigido por un fraile tan ramplón y vulgar como él, estaba literalmente secuestrado por la pandilla de Aranda y Roda, que Voltaire llamaba coetus selectus. Léase la siguiente carta del patriarca de Ferney al marqués de Miranda, camarero mayor del rey de España, escrita en 10 de agosto de 1767.

    «Señor, tenéis la audacia de pensar libremente en un país donde esta libertad ha sido las más veces mirada como un crimen. Hubo tiempo en la corte de España, sobre todo cuando los jesuitas dominaban, en que estaba casi vedado el cultivo de la razón y era mérito en la corte el embrutecimiento del espíritu... Al fin lográis un ministro ilustrado (¿Aranda o Roda?) que tiene mucho entendimiento y permite que otros lo tengan. Sobre todo, ha sabido conocer el vuestro, pero las preocupaciones son todavía más fuertes que vos y que él... Tenéis en Madrid aduana de pensamientos; a la puerta los embargan como si fuesen géneros ingleses... Los griegos esclavos disfrutan cien veces más [491] libertad en Constantinopla que vosotros en Madrid. Os parecéis a aquella reina de las Mil y una noches, que, siendo fea con extremo, castigaba de muerte a todo el que se atrevía a mirarla cara a cara. Tal era, señor, el estado de vuestra corte hasta el Ministerio del conde de Aranda y hasta que un hombre de vuestro mérito se acercó a la persona de Su Majestad. Pero aún dura la tiranía monacal. No podéis descubrir el fondo de vuestra alma sino a algunos amigos íntimos, en muy pequeño número. No os atrevéis a decir al oído de un cortesano lo que diría un inglés en pleno Parlamento. Nacisteis con un ingenio superior; hacéis tan lindos versos como Lope de Vega, escribís en prosa mejor que Gracián. Si estuvieseis en Francia se os creería hijo del abate Chaulieu y de madame de Sévigné. Si hubieseis nacido inglés, seríais oráculo de la Cámara de los Pares. ¿Pero de qué os servirá esto en Madrid? Sois un águila encerrada en una aula y custodiada por lechuzas... En Madrid y en Nápoles, los descendientes del Cid tienen que besar la mano y el hábito de un dominico. Los frailes y los curas son los que engordan con la sangre de los pueblos. Supongo que habéis encontrado en Madrid una sociedad digna de vos y que podéis filosofar libremente en vuestro coetus selectus. Insensiblemente educaréis discípulos de la razón; educaréis las almas asimilándolas a la vuestra, y cuando lleguéis a los altos puestos del Estado, vuestro ejemplo y vuestra protección dará a las almas el temple de que carecen. Basta con dos o tres hombres de valor para cambiar el aspecto de una nación... ¡Ojalá, señor, que podáis encadenar al ídolo, ya que no podáis derribarle!» (2351)

    Contra Aranda se recibieron cuatro denuncias en la Inquisición y aun resultó complicado en el proceso de Olavide (2352), pero su alta dignidad le escudó, lo mismo que a Azara, tan volteriano en sus cartas; a Campomanes y a Roda. Olavide pagó por todos, como veremos en el párrafo siguiente, aunque por modo de amonestación se hizo asistir a su autillo al gobernador del Consejo y a otros grandes señores de la corte.

    El volver de los sucesos castigó providencialmente a Aranda en tiempo de Carlos IV. Apasionadísimo por la causa de la república francesa, tuvo en Aranjuez, el 14 de mayo de 1794, áspera disputa con el omnipotente Godoy, y, dejándose llevar de su ruda y aragonesa sinceridad, única condición que le hace simpático, dijo durísimas verdades al privado en la presencia misma del rey. Aquella tarde, y con el mismo arbitrio y despótico rigor con que él había tratado a los jesuitas, fue expulsado de la corte y conducido de castillo en castillo hasta su villa de Epila, donde murió confinado en 1798. ¡Cuán inapelables son los caminos del Señor! (2353) [492]

    ¿Murió Aranda como cristiano o como gentil? Un documento oficial, su partida de defunción, citada por Ferrer del Río, asegura que el conde recibió los sacramentos de penitencia, santo viático y extremaunción. La tradición del país, referida por don Vicente de la Fuente, afirma que Aranda persistió en su impenitencia y que el capuchino que a ruegos de la familia entró a auxiliarle salió llorando, sin que en adelante quisiera declarar cosa ninguna (2354). Habiendo sido Aranda pecador público y enemigo jurado de la Iglesia; incurso en las censuras del capítulo Si quem clericorum del Tridentino, necesaria era una retractación pública y en toda forma, de que no hay en Epila el menor vestigio, y, por tanto, la duda subsiste en pie. Publice peccantes, publice puniendi.




- II -
Proceso de Olavide (1725-1804) y otros análogos (2355).

    Don Pablo Olavide era peruano y hombre de toga. Habíase dado a conocer, siendo oidor de la Audiencia de Lima, en el horrible terremoto que padeció aquella ciudad en 1746. Al reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés no vulgares, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Así y todo, no faltó quien murmurase de él, sobre todo por haber construido un teatro con el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid y rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en la conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima que decían D.ª Isabel de los Ríos, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano (2356). [493]

    Desde entonces, la casa de Olavide en Leganés y en Madrid fue punto de reunión para lo que ahora llamaríamos buena sociedad o high life. En aquel tiempo, los salones eran raros y más fácil el monopolio del buen tono. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París; ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran leyente de sus libros, hacía ruidoso y vano alarde de su proyectos innovadores. Aranda se entusiasmo con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio dedicábalos a las bellas letras; puso en su casa un teatro de aficionados, como era de moda en los chateaux de Francia y como lo hacía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín (2357) le atribuye sólo la Zelmira, la Hipermnestra y El desertor francés, pero D. Antonio Alcalá Galiano (2358) añade a ellas una, que corrió anónima, de la Zaida («Zaire») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira (tan popular todavía entre los ancianos que recogieron algo de la tradición de aquel siglo), convirtiendo los desmayos y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente, Olavide nada tenía de poeta ni en lo profano ni en lo sagrado, que después cultivó tanto; sus versos son mala prosa rimada, sin nervio, ni color, ni viveza de fantasía. A veces, traduciendo a Voltaire, le sostiene el original, y, a fuerza de ser fiel lo hace mejor que Huerta. Así en estas palabras, casi últimas, de Orosman:

                              Di que la amaba y di que la he vengado...
(Dis que je l'adorais, et que je l'ai vengée.)

    Pero estos aciertos son raros. Era medianísimo en todo, de instrucción flaca y superficial, propia no más que para deslumbrar en las tertulias, donde el prestigio de la conversación suple más altas y peregrinas dotes. Con esto y con dejarse llevar del viento de la moda filosófica, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, de las vagas lecturas y de la [494] imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia y acabó por dar tristísima y memorable caída.

    Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, y en 1769 era asistente de Sevilla. De aquel tiempo (22 de agosto) data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formuló por entonces (2359). Todo él respira el más rabioso centralismo y odio encarnizado a todas las fundaciones particulares y libertades universitarias. Laméntase de que «España sea un cuerpo compuesto de muchos cuerpos pequeñas, en que cada provincia... sólo se interesa en su propia conservación, aunque sea con perjuicio y depresión de las demás, y en que cada comunidad religiosa, cada colegio, cada gremio, se separe del resto de la nación para reconcentrarse en sí mismo». «De aquí proviene aquel fanatismo con que tantos han aspirado a la gloria de fundadores, queriendo cada particular establecer una república aparte con leyes suyas y nuevas; vanidad que se ha introducido hasta en la religión y en la libertad de los que mueren... Por estos principios se puede hoy mirar la España como un cuerpo sin vida ni energía, como una república monstruosa, formada de muchas pequeñas que mutuamente se resisten.» Difundíase, por de contado, en largas invectivas contra los colegios mayores, pero aún trataba peor, y con supina ignorancia y ligereza, al escolasticismo. «Este es aquel espíritu de error y de tinieblas que nació en los siglos de ignorancia... Mientras las naciones cultas, ocupadas en las ciencias prácticas, determinan la figura del mundo o buscan en el cielo nuevos luminares, nosotros consumimos nuestro tiempo en vocear las cualidades del ente o el principium quod de la generación del Verbo.» ¿Para qué queremos teología ni metafísica? «Son cuestiones frívolas e inútiles -dice Olavide-, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas... Así se ha corrompido la simplicidad y pureza de los principios evangélicos.»

    Olavide era un iluso de filantropía, pero con cierta cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. Allá en Sevilla protegió, a su modo, las letras, y sobre todo la economía política, y alentó y guió los primeros pasos de Jovellanos. De su tertulia, y con ocasión de una disputa sobre la comedia larmoyante de La Chaussée y la tragedia bourgeoise de Diderot, salió El delincuente honrado, drama algo lánguido y declamatorio, pero tierno y bien escrito, si bien echado a perder por la monotonía sentimental del tiempo, como que su ilustre autor se propuso «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan [495] inocentes como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por igual a aquellos hombres, y para que la afectación llegase a su colmo juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía francesa, llamándose entre ellos el mayoral Jovino y el facundo Elpino. Este era Olavide, y su amigo le cantaba así, en versos sáficos bien poco afortunados:

    Cuando miraba del cimiento humilde
                              salir erguido el majestuoso templo,
el ancho foro, y del facundo Elpino
            la insigne casa.
    Cuando el anciano documentos graves
daba, y al joven prevenciones blandas,
y a las matronas y a las pastorcillas
santos ejemplos.

    Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo de Olavide, por fortuna de éste, puesto que basta la amistad de tal varón para salvarle del olvido y hacer indulgente con él al más áspero censor, Ni en próspera ni en adversa fortuna flaqueó el cariño de Jovino, que aún describía en 1778 a sus amigos de Sevilla.

    Mil pueblos que del seno enmarañados
                              de los marianos montes, patria un tiempo
de fieras alimañas, de repente
nacieron cultivados, do a despecho
de la rabiosa envidia, la esperanza
de mil generaciones se alimenta;
lugares algún día venturosos,
del gozo y la inocencia frecuentados,
mas hoy de Filis (2360) con la tumba fría
y con la triste y vacilante sombra
del sin ventura Elpino ya infamados
y a su primero horror restituidos (2361).

    Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de inconsciente fervor economista se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas, hoy tenido por remedio pobre e insuficiente. «Colonizar -ha dicho el vigoroso autor de la Población rural- en un pensamiento caduco que ni todos los disfraces de la ambición ni los afeites de la moda podrán rejuvenecer» (2362). [496]

    Pero en el siglo XVIII aún no había aclarado la experiencia lo que hoy vemos patente, y parecían muy bien las colonias, como todo medio artificial y rápido de población y cultivo. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano que se hacía llamar D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entró en sus designios, redactó una consulta favorable en 26 de febrero de 1767, y sin dilación tratóse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciego y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, 6.000 alemanes y flamencos católicos; y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuitas.

    Para establecer la colonia fue designado, con título de superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten y son gloria única de su nombre. Fue aquél para Olavide una especie de idilio campestre y filantrópico, una Arcadia sui generis como la que Gessner fantaseaba en Suiza. Por desgracia propia, el superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo D. José Antonio Yauch, se quejó en un Memorial de 14 de marzo de 1769 de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos. Confirmó algo de estas acusaciones el obispo de Jaén; envióse de visitadores al consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente varios protestantes, y, en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable; Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de concesiones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos, Fr. Romualdo de Friburgo, que, escandalizado, aunque extranjero, de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. El se quejaba de los capuchinos que le alborotaban la colonia (2363), y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión. [497]

    Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide en septiembre de 1775 por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de los libros de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares, profanador de los días de fiesta y hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A esto se añadían otros cargos risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en los nublados y al enterramiento de los cadáveres en las iglesias.

    El Santo Oficio impetró licencia del rey para procesar a Olavide aprovechando la caída y ausencia de Aranda, y se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. El temió el nublado que se le venía encima y escribió a Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776 (2364), le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella; he hecho gloria de la que, por desgracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre... Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y que maestros me enseñaron conforme a la disciplina de la Iglesia... Y estoy persuadido a que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque no alcanza..., siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano... Es verdad que yo he hablado muchas veces con el mismo Fr. Romualdo sobre materias escolásticas y teológicas y que disputábamos sobre ellas, pero todas católicas, todas conformes a nuestra santa religión... El podrá interpretarlas ahora como su necedad le sugiera; pero, aun dejando aparte mi religión, ¿qué prueba hay de que fuera yo a proferir discursos censurables delante de un religioso que yo sabía ser mi enemigo, que escribía contra mí a todos y que, hasta en las cartas que incluyo, me tenía amenazado con la Inquisición?»

    Roda, que quizá tenía en el fondo menos religión que Olavide, pero que a toda costa evitaba el ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al inquisidor general. Éralo entonces el antiguo obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de jansenismo, e inclinado, por ende, a la tolerancia con los innovadores. Así y todo, los cargos [498] eran graves, y tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dio, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de los duques de Granada, de Híjar y de Abrantes, de los condes de Mora y de Coruña, de varios consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, de tres oficiales de Guardias y de varios Padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio; recuérdese que entre los invitados estaba Campomanes. La Inquisición, aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder ya mermado y decadente, abatiendo en el asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.

    Olavide salió de la ceremonia sin el hábito de Santiago, con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Tribunal. Oyó con terror grande leer la sentencia y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria; los cargos eran 66, confirmados por 78 testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiera en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda, ni paño de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación.

    Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó el inquisidor, así como de la fustigación con varillas.

    Los enemigos de Olavide, que tenía muchos por el asunto de las colonias, se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice: El siglo ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruido y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa (2365). Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y [499] aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.

    A muchos pareció excesivo el rigor con que se trató a éste, y quizá lo era, habida consideración al tiempo, en que las penas de infamia iban cayendo en desuso. Sobre todo, parecía poco equitativo que se castigasen con tanta dureza las imprudencias de un subalterno, mientras que seguían impunes, no por mejores, sino por más disimulados o más poderosos, los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más pestíferos de la Iglesia.

    Olavide era una cabeza ligera, un enfant terrible, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó a tempestad. Comenzó por abatirse y anonadarse, pero luego vino a mejores pensamientos, no cayó en desesperación y la fe volvió a su alma. Retraído en el monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Señeri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide (2366), y vienen a ser una paráfrasis del Miserere, que luego incluyó, retocada, en su traducción completa de los Salmos del real profeta:

     Señor: misericordia; a tus pies llega
                              el mayor pecador, mas ya contrito,
que a tu infinita paternal clemencia
pide humilde perdón de sus delitos.
  A mis oídos les darán entonces
con tu perdón consuelo y regocijo,
y mis huesos exámines y yertos
serán ya de tu cuerpo miembros vivos.
  Porque, si tú quisieras otra ofrenda,
ninguna te negará el amor mío,
pero no quieres tú más holocausto
que un puro amor y un ánimo sumiso.
  Señor, pues amas y deseas tanto
a tu siervo salvar, dispón benigno
que en la inmortal Jerusalén del alma
se labre de tu amor el edificio.

    El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Era necesario que la desgracia viniera a labrar en aquella alma superficial [500] y distraída no como sobre arena, sino como sobre piedra. Burlando la confianza del inquisidor general, y no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto título de conde del Pilo (2367), trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado y de buena intención, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir la Galatea, de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».

    Los enciclopedistas recibieron en triunfo a Olavide, y aunque de España se reclamó su extradición, el mismo obispo de Rhodez, en cuya diócesis vivía, le dio medios para refugiarse en Ginebra. La revolución le abrió de nuevo las puertas de Francia y le declaró ciudadano adoptivo de la república una e indivisible, con lo cual, tornado él a su antiguo vómito, escribió contra los frailes (2368) y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo aunque inhonesto retiro. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él mismo en mal castellano, pero con mucha sinceridad:

    «La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ella se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la oscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fue así..En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación (2369) se halló de repente cercada de soldados, y por orden de la Junta de Seguridad General fui conducido a la prisión de mi departamento (2370). En aquel tiempo, la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia... ¡Pero pobre de mí! ¿Qué podría hacer yo? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen y ningunos amigos que me dirigiesen» (2371).

    Y más adelante, Olavide se retrata en la persona de «aquel filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero, habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el [501] falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística... Un infortunio lo condujo a donde pudiera escuchar las pruebas que persuaden su verdad, y, a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y, después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida (2372).

    Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana, mentir contra la historia y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y de semillas cristianas, aunque hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.

    No dudo, pues, aunque lo nieguen los viejos, por la antigua mala reputación de Olavide, y lo nieguen algunos modernos, por repugnarles que el espectáculo de la libertad revolucionaria fuera bastante medicina para curar de su envejecida impiedad a un filósofo incrédulo, víctima de los rigores inquisitoriales; no dudo, repito, que la conversión de Olavide fue sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado, donde, si la ejecución no satisface, el fondo por lo menos es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez e hipocresía. Ya lo veremos al analizar más adelante esta obra entre las demás impugnaciones españoles del enciclopedismo. Dicen, y con alguna apariencia de razón, que expone con mucha fuerza los argumentos racionales de los incrédulos y que se muestra flojo en la defensa, acudiendo a razones históricas o a impulsos del sentimiento, pero esto no arguye mala fe, sino medianía de entendimiento, como la tuvo Olavide en todo, y poca habilidad y muy escasa teología, que él reconoce y deplora. Así y todo, a fuerza de ser tan buena la causa y tan firme el arrepentimiento del autor, no ha de tenerse por vulgar su libro, y fue además buena obra, por ser de quien era, volviendo al redil mucha oveja descarriada.

    Del éxito inmediato tampoco puede dudarse; publicada en Valencia en 1798 sin nombre de autor, se reimprimió cuatro veces en un año, y llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. De ella participó el egregio inquisidor general D. Francisco Antonio Lorenzana, y aquel mismo año le permitió volver a España. Llorente dice que entonces le conoció en Aranjuez, y que tendría unos setenta y cuatro años. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus fortunas eran objeto de admiración, de estupor. Los vientos corrían favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas de Urquijo y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los [502] días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente, y no digamos que le salteó, la muerte en Baza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades.

    Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como lo mostró La Harpe, haciendo al mismo tiempo que Olavide, y en una cárcel no muy distante, el mismo trabajo. Pero en verdad que, si La Harpe y Olavide trabajaron para su justificación y para el buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices poéticos. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos cuando se leen los Salmos originales. Además, Olavide no pasaba de medianísimo versificador; a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede dar color estilo, absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de fantasmas sensibles. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y al desleimiento del conjunto. No sólo queda inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David como serena cuando interpreta a Horacio. No sólo cede la palma a David Abenatar Melo y otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que, dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica, queda a larga distancia del sevillano González-Carvajal, no muy poeta, pero grande hablista, amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los Libros santos. Véase algún trozo de los mejores. Sea el salmo 109: Dixit Dominus Domino meo:

     Dijo el Señor al que es el Señor mío:
                                    Siéntate a mi derecha hasta que haga
que, puestos a tus pies tus enemigos,
servir de apoyo puedan a tus plantas.
  Hará el Señor que de Sión augusta
de tu ínclita virtud salga la vara,
que en medio de tus mismos enemigos
los venza, los domine y los abata. [503]
  Esta vara es el cetro de tu imperio,
y lo empuñó tu mano soberana
cuando todo el poder, toda la gloria,
de mi eterna virtud mi amor te pasa.
  En medio de las luces y esplendores
que en el cielo a mis santos acompañan,
pues te engendré en mi seno antes que hiciera
al lucero magnífico del alba.
  El Señor lo afirmó con juramento,
y nunca se desmiente su palabra;
tú eres, le dice, Sacerdote eterno,
Melchisedech el orden te prepara.
  El Señor que te tiene a tu derecha,
en el día fatal de su venganza,
redujo a polvo y convirtió en ceniza
a los más grandes reyes y monarcas.
  Juzgará las naciones. De ruinas
al universo llenará su saña,
porque destrozará muchas cabezas
que su ley violan y su culto atacan.
  En el torrente que el camino corta
se detendrá para beber de su agua,
y por eso de gloria revestido,
alza la frente y su cabeza exalta (2373).

    Además de los Salmos, tradujo Olavide todos los cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator; todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a traducir tan excelentes originales; pero, desgraciadamente, le dio por ser poeta original y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El fin del hombre, El alma, La inmortalidad del alma, La Providencia, El amor del mundo, La penitencia y otros magníficos asuntos hasta dieciséis, coleccionados luego con el título de Poemas christianos (2374). Olavide serpit humi en todo el libro; válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de arte; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos las imágenes y los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. [504] Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormento de encontrados efectos, no hallase en el fondo de su alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase nunca de la triste insipidez que denuncian estos versos elegidos al azar, porque todos los restantes son de la misma ralea:

     En la tierra los míseros mortales
                              están llenos de penas y de males,
que el turbulento mundo les produce,
y, con todo, este mundo les seduce.
A muchos atormenta, a otros engaña,
o bien los alucina, o bien los daña.
A unos trata con ásperos rigores,
a otros vende muy caros sus favores,
y estos mismos favores que les vende,
los trueca presto en mal que los ofende.

    Harto nos hemos alejado del asunto para completar la monografía de Olavide. Fuera del suyo, son muy escasos los procesos de enciclopedismo en tiempos de Carlos III. Recordemos, no obstante, el del arcediano de Pamplona, D. Felipe Samaniego, caballero de Santiago y consejero, que invitado a asistir al autillo de Olavide, entró en tales terrores, que al día siguiente se denunció con toda espontaneidad como lector de gran número de libros vedados, especialmente los de Hobbes, Espinosa, Bayle, Voltaire, Diderot, D'Alembert, Rousseau y otros, que le habían hecho caer en un absoluto pirronismo religioso. Pidió misericordia, y ofreció para en adelante no desviarse un ápice de la verdad católica. Se le absolvió de las censuras ad cautelam después que confirmó con juramento su declaración y presentó al santo Tribunal una lista circunstanciada de las personas que le habían facilitado los libros y de aquellas otras con quien había tenido coloquios sobre semejantes novedades y que parecían inclinarse a ellas. Denunció, entre otros, al general Ricardos, después conde de Truillas y héroe de la primera campaña del Rosellón; al general D. Jaime Masones de Lima; al conde de Montalvo, embajador en París y hermano del duque de Sotomayor; a O'Reilly, Lacy y el conde de Ricla, ministro que fue de la Guerra en tiempo de Carlos III, y, finalmente, al duque de Almodóvar, de quien tornaremos a hablar por su traducción de Raynal y su Década epistolar. En ninguno de estos procesos se pasó de las primeras diligencias, ora por falta de pruebas, ora por debilidad del Santo Oficio. Sólo el matemático D. Benito Baíls (2375), ya muy anciano y achacoso, estuvo algún tiempo en las cárceles secretas, asistido por una sobrina suya. Se le acusaba de ateo y materialista, y él se confesó reo de vehementes dudas sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. En vista de lo sincero de su arrepentimiento y del mal estado de su [505] salud, fue absuelto con penitencias, y se le dio su casa por cárcel, con obligación de confesar en las tres Pascuas del año. Esta sencilla relación, que tomamos de Llorente (2376), dice bien claro que no fue el motivo de la persecución de Baíls su discurso sobre policía de cementerios, como generalmente se afirma (2377).

    En tiempo de Carlos IV fueron vanos e irrisorios todos los esfuerzos de la Inquisición, minada sordamente por el jansenismo de sus principales ministros. Todavía el cardenal Lorenzana tuvo en 1796 el valor laudable de admitir tres denuncias que otros tantos frailes le presentaron contra el Príncipe de la Paz como sospechoso de bigamia y ateísmo y pecador público y escandaloso. El arzobispo de Sevilla, D. Antonio Despuig y Dameto, famoso como arqueólogo y fundador del museo de Raxa, y el obispo de Ávila, Muzquiz, confesor de la reina, juntaron sus esfuerzos contra el privado y acabaron de persuadir a Lorenzana, varón virtuoso y muy docto, pero que pasaba por tímido e irresoluto, a emprender la instrucción secreta que debía preceder al mandamiento de prisión. Llorente (2378) refiere, aunque su narración parece novelesca y poco creíble, que Bonaparte interceptó en Génova un correo de Italia en que venían cartas del nuncio Vincenti al arzobispo Despuig sobre este negocio, y que, deseoso de congraciarse con Godoy, las puso en sus manos por medio del general Pérignon, embajador de la república francesa en Madrid. A consecuencia de esto fueron desterrados de España Lorenzana, Despuig y Muzquiz en 14 de marzo de 1797 con el irrisorio pretexto de mandarlos a consolar a Pío VI. Lorenzana murió en Roma después de haber mostrado magnificencia, digna de un príncipe italiano del Renacimiento, en costear las ediciones críticas que hizo el P. Arévalo de San Isidoro, de Prudencio, de Draconcio y de otros monumentos de nuestra primitiva Iglesia. Nunca logró volver a España; se le obligó a renunciar la mitra y le sustituyó el infante D. Luis de Borbón.

    Si Godoy no pasaba por buen católico, mucho menos Urquijo, de quien queda hecha larga memoria en el capítulo anterior. Su infeliz traducción de La muerte de César, tragedia de Voltaire, y algunas proposiciones del discurso que la antecedía sobre la influencia del teatro en las costumbres llamaron la atención del Santo Oficio, que le declaró levemente sospechoso de incredulidad y escepticismo y le absolvió ad cautelam en una audiencia de cargos, exigiéndole que consintiese en la prohibición de la tragedia y del discurso. El edicto tiene la fecha [506] de 9 de julio de 1796 y en él no se nombran para nada al traductor, que a la sazón estaba en candelero.

    Urquijo se vengó más adelante del Santo Oficio mermando de cuantas maneras pudo su jurisdicción y sustrayendo de su vigilancia, por decreto de 11 de octubre de 1799, los libros y papeles de los cónsules extranjeros que moraban en los puertos y plazas de comercio de España. A cuyo decreto restrictivo dio margen un allanamiento de domicilio verificado por los inquisidores de Alicante en el Consulado de Holanda para recoger los libros prohibidos que tenía entre los suyos el finado cónsul de aquella plaza, D. Leonardo Stuck (2379).




- III -
El enciclopedismo en las sociedades económicas. -El Dr. Normante y Carcaviella. -Cartas de Cabarrús.

    La economía política, en lo que tiene de ciencia seria, no es anticristiana, como no lo es ninguna ciencia; pero la economía política del siglo XVIII, hija legítima de la filosofía materialista que más o menos rebozada lo informaba todo, era un sistema utilitario y egoísta con apariencias de filantrópico. Y, aunque en España no se mostrase tan a las claras esta tendencia como en Escocia o en Francia, debe traerse a cuento la propagación del espíritu económico, porque en medio de aquellas candideces humanitarias y sandios idilios, y en medio también de algunas mejoras útiles y reformas de abusos que clamaban al cielo, y de mucho desinteresado, generoso y simpático amor a la prosperidad y cultura de la tierra, fueron en más de una ocasión los economistas y las sociedades económicas excelentes conductores de la electricidad filosófica y revolucionaria, viniendo a servir sus juntas de pantalla o pretexto para conciliábulos de otra índole, según es pública voz y fama, hasta convertirse algunas de ellas, andando el tiempo, en verdaderas logias o en sociedades patrióticas. Con todo eso, y aunque sea discutible la utilidad directa o remota que las sociedades económicas ejercieran difundiendo entre nosotros ora los principios fisiocráticos de la escuela [507] agrícola de Quesnay, Turgot y Mirabeau, el padre, que se hacía llamar ridículamente el amigo de los hombres, mientras vivía en continuos pleitos de divorcio con su mujer, ora las teorías más avanzadas de Adam Smith sobre la circulación de la riqueza, es lo cierto que para su tiempo fueron instituciones útiles, no por lo especulativo, sino por lo práctico, introduciendo nuevos métodos de cultivo, perfeccionando, restaurando o estableciendo de nuevo industrias, roturando terrenos baldíos y remediando en alguna parte la holgazanería y la vagancia, males endémicos de España. Lo malo fue que aquellos buenos patricios quisieron hacerlo todo en un día, y muchas veces se contentaron con resultados artificiales de premios y concursos, mereciendo que ya en su tiempo se burlase de ellos sazonadísimamente el célebre abogado francés Linguet, azote implacable de los economistas de su tierra y fuera de ella, poseídos entonces como ahora de ese flujo irrestañable de palabras, calamidad grande de nuestra raza, que, no pudiendo ejercitarse entonces en la política, se desbordaba por los amenos prados de la economía rural y fabril. ¡Oh con cuánta razón, aunque envuelta en amarga ironía, escribía Linguet!:

    «Si España espera repoblar sus campos con las frases disertas que haya consignado en el papel un agricultor teórico, se engaña grandemente. Si imagina que sus manufacturas van a renacer porque una muchacha dirigida por un economista entusiasta, en vez de serlo por un confesor, hile en un año dos o tres libras más que su vecina, no se engaña menos... Estos establecimientos son distracciones de la impotencia y no síntomas de vigor. No reparan nada, no sirven para nada, no producen nada más que mal... El tiempo que se dedica a una teoría es inútil para la práctica... ¿Qué invención estimable ha salido de esos registros de sociedades pro patria, de Amigos del País, de agricultura, de fomento, esparcidas por toda Europa?... Los particulares hacen las grandes cosas; las sociedades no hacen más que grandes discursos» (2380).

    Apresurémonos, sin embargo, a declarar que no todas las sociedades económicas fueron dignas de igual censura, ni mucho menos todos sus miembros, entre los cuales los había muy prácticos y muy bien intencionados. Téngase, además, en cuenta que no todo lo que digamos de las sociedades económicas ha de tomarse en desdoro suyo, puesto que hubo muchas, sobre todo de las de provincias, donde el espíritu irreligioso no penetró nunca o fueron ternísimos sus efectos.

    No así en las Vascongadas, que sirvió de modelo de todas. Dícenos el biógrafo de Samaniego que «en aquella edad en que la educación estaba atrasada en España y las comunicaciones con el interior del reino eran difíciles por falta de caminos, los caballeros de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, [508] que vivían cerca de la frontera de Francia, encontraban más cómodo el enviar a sus hijos a educarse a Bayona o a Tolosa que el dirigirlos a Madrid» (2381). Los efectos de esta educación se dejaron sentir muy pronto. De ella participó el famoso conde de Peñaflorida, D. Javier María de Munive e Idíaquez (nació en Azcoitia el 23 de octubre de 1729), joven de buena sociedad, agradable y culto, algo erudito a la violeta, como lo reconocía y confesaba él mismo con mucha gracia. «Es verdad que he gustado siempre de la lectura, pero tan lejos de oler a estudio, que ha sido sin sujeción, método o cosa que lo valga; a pasar el rato y no más. Prueba de esto es que en mi vida he concluido juego entero de libros, sino es la Historia del pueblo de Dios, la de Don Quijote y las Aventuras de Telémaco; todo lo demás ha sido pujos y picando aquí y allí. La mesa de mi gabinete suele estar sembrada de libros ascéticos, poéticos, físicos, músicos, morales y romancescos, de suerte que parece mesa de un Gerundio que está zurciendo algún sermón de los retazos que pilla, ya de éste, ya del otro predicable» (2382).

    Cuánto adolecía el conde de Peñaflorida de la elegante ligereza y suficientísima presunción de su tiempo, bien lo manifestó dedicando, en son de chunga, un opúsculo «al vetustísimo, calvísimo, arrugadísimo, gangosísimo, y evaporadísimo señor el señor don Aristóteles de Estagira, príncipe de los Peripatos, margrave de Antiperistasis, duque de las Formas Sustanciales, conde de Antipatías, marqués de Accidentes, barón de las Algarabías, vizconde de los Plenistas, señor de los lugares de Tembleque, Potrilea y Villavieja, capitán general de las cualidades ocultas y alcalde mayor perpetuo de su preadamítico mundo» (2383).

    Aparte de estas bufonadas, el conde de Peñaflorida, aunque no pasase de dilettante, tampoco era de los que él llama «críticos a la cabriolé, que con cuatro especies mal digeridas de las Memorias de Trévoux o el journal extranjero, peinaditas en ailes de pigeon y empolvadas con polvos finos à la lavande o a la sans pareille, quieren parecer personas en la república de las letras». Al contrario, cultivaba con mucha aplicación la física experimental y las matemáticas, hizo traer una máquina eléctrica y otra neumática, estableció en su casa de Azcoitia una academia de ciencias naturales y un gabinete, al cual concurrían varios clérigos y dos caballeros del pueblo, D. Joaquín de Eguía y D. Manuel Altuna, a quienes y al conde llamaba el padre [509] Isla el triunvirato de Azcoitia (2384). Cuando se publicó el primer tomo de Fray Gerundio de Campazas, en uno de cuyos capítulos quiere impugnar el P. Isla la física moderna con razones pobrísimas, fútiles e indignas de su ingenio, los caballeritos de Azcoitia salieron a impugnarle con mucho donaire y no menos desenvoltura en cinco cartas, que corrieron impresas clandestinamente con el título de Los aldeanos críticos o cartas críticas sobre lo que se verá. Aunque iban anónimas, el P. Isla supo muy pronto de dónde le venía el golpe, y se quejó amargamente al conde de Peñaflorida, entablándose entre ellos una correspondencia no poco desgarrada y virulenta, en que, después de haber competido en improperios, acabaron por hacer las paces y quedar muy amigos (2385). El triunvirato de Azcoitia no podía ver a los teólogos: «Ya sabe vuestra merced que esto de teólogo en España es lo mismo que hombre universal... Si un caballero tiene que entrar en alguna dependencia política, primero lo ha de tratar con el teólogo; si un comerciante quiere hacer compañía con otro o hacer algún asiento con el rey, ha de ser después de haberlo consultado con el teólogo...; si hay que formar alguna representación al soberano, lo ha de firmar el teólogo; si es cosa de extender un testamento, venga el teólogo... Mire vuestra merced ahora qué papel haremos nosotros, que, como ellos dicen, no somos más que unos pobres corbatas, qué otro fruto sacaremos sino el que nos trate el vulgo de herejes y ateístas.»

    Con estas laicas y anticlericales animosidades, que sin ton ni son mezclaban aquellos caballeros con sus lecturas de la Física del abate Nollet y sus experimentos en la máquina neumática, no es de extrañar que recibiesen con entusiasmo la nueva de la expulsión de los jesuitas y tratasen de aprovecharla para ir secularizando la enseñanza. Ya en julio de 1763 se, había presentado a las juntas forales de Guipúzcoa, celebradas en Villafranca, un Proyecto o plan de agricultura, ciencias y artes útiles, industria y comercio, firmado por el conde de Peñaflorida y por quince procuradores de otros tantos pueblos guipuzcoanos.

    Se aprobó el plan en las juntas de 1764, celebradas en Azcoitia, y comenzó a formarse una sociedad llamada de Amigos del País, título filantrópico que hubiera entusiasmado al buen [510] marqués de Mirabeau, y cuyo objeto había de ser «fomentar, perfeccionar y adelantar la agricultura, la economía rústica, las ciencias y artes y todo cuanto se dirige inmediatamente a la conservación, alivio y conveniencias de la especie humana».

    Los estatutos se imprimieron en 1766, autorizados con una carta del ministro Grimaldi. Sirvió de lema el Irurachat con las tres manos unidas. Entró en la sociedad la flor de la nobleza vascongada, muchos caballeros principales de otras provincias y bastantes eclesiásticos ilustrados que sabían francés y estaban al tanto de las novedades de allende los puertos. Cuando en abril de 1767 se expulsó a los jesuitas, sin duda para alivio y conveniencia de la especie humana, los Amigos del País no se descuidaron en apoderarse de su colegio de Vergara y fundar allí una escuela patriótica a su modo, que se inauguró definitiva mente, con el nombre de Real Seminario, en 1776, festejando su fundación mil arengas y desahogos retóricos, en que le llamaba «luminar mayor que llenará de luces a todo el reino, inagotable manantial de sabiduría que con sus copiosos raudales inundará felizmente a España».

    De tales cándidas ilusiones rebaja mucho la posteridad, con todo y dar altísimo precio a los trabajos metalúrgicos de Lhuyard y Proust, y alguno, aunque menor, a las Recreaciones políticas de Arriquibar y a las deliciosas fábulas de Samaniego, que nacieron o se desarrollaron al calor de la Sociedad y del Seminario. Pero, en general, el espíritu de la institución era desastroso; hacíase estudiado alarde de preferir los intereses materiales a todo y de tomar en boca el nombre de Dios, dicho en castellano y a las derechas, lo menos que se podía. Cuando se hacía el elogio de un socio muerto, decíase de él no que había sido buen cristiano, sino ciudadano virtuoso y útil a la patria y que su memoria duraría mientras durase en los hombres el amor a las virtudes sociales. El Seminario fue la primera escuela laica de España. Entre aquellos patriotas daban el tono Peñaflorida, cuyas tendencias conocemos ya, su sobrino el fabulista Samaniego, autor de cuentos verdes al modo de La Fontaine; D. Vicente María Santibáñez, traductor de las Novelas morales, de Marmontel (de bien achacosa moralidad por cierto), y D. Valentín Foronda, intérprete de la Lógica, de Condillac (2386). La tradición afirma unánime, y bastantes indicios lo manifestarían aunque ella faltase, que las ideas francesas habían contagiado a los nobles y pudientes de las provincias vascas mucho antes de la guerra de la Independencia. El Sr. Cánovas recuerda a [511] este propósito que allí tuvo más suscritores la Enciclopedia que parte alguna de España. Cuando, vencidas nuestras armas en la guerra con la república francesa en 1794, llegaron los revolucionarios hasta el Ebro, pequeña y débil fue la resistencia que en el camino encontraron. Las causas de infidencia formadas después denunciaron la complicidad de muchos caballeros y clérigos del país con los invasores y sus ocultos tratos para facilitar la anexión de aquellas provincias a la república francesa o el constituirse en estado independiente bajo la protección de Francia. Clérigo guipuzcoano hubo que autorizó y bendijo los matrimonios civiles celebrados en las municipalidades que los franceses establecieron en varios lugares de aquella provincia y aun publicó un folleto donde sostiene las más radicales doctrinas sobre este punto, hasta decir que el matrimonio es puro contrato civil (2387) y (2388).

    Tan mala fama tenía la Sociedad Económica, que algunos de sus miembros más influyentes no se libraron de tropiezos inquisitoriales. Así Samaniego, como veremos pronto, y así también el marqués de Narros, a quien muchos testigos de su misma tierra acusaron de haber defendido proposiciones heréticas sacadas de los escritos de Voltaire, Rousseau, Holbach y Mirabeau, que asiduamente leía. Se le hizo venir con otros pretextos a la [512] corte y abjuró de levi, y con penitencias secretas, en la Suprema (2389), salvándole de más rigor la protección de Floridablanca.

    Treinta y nueve sociedades económicas habían brotado como por encanto así que el Gobierno aprobó y recomendó la vascongada e hizo correr profusamente ejemplares del discurso de Campomanes sobre la Industria popular. Algunas de ellas murieron en flor; otras no hicieron cosa que de contar sea, y algunas llevaron a término mejoras útiles, dignas de ser referidas en historia de más honrado asunto que la presente. El mal está en que, como dice el historiador positivista Buckle, sólo se removió la superficie. Madrid, Valencia, Segovia, Mallorca, Tudela, Sevilla, Jaén, Zaragoza, Santander..., debieron a estas sociedades positivos y más o menos duraderos beneficios, pero mezclados con mucha liga. La Sociedad cantábrica mandó traducir las obras de ideología materialista de Destutt-Tracy (2390). En Zaragoza produjo no pequeño escándalo el Dr. D. Lorenzo Normante y Carcaviella, que explicaba economía civil y comercio en la Sociedad aragonesa por los años de 1784, defendiendo audaces doctrinas en pro de la usura y de la conveniencia económica del lujo y en contra del celibato eclesiástico. Muchos se alarmaron y le delataron a la Inquisición, pero sin fruto, aunque Fr. Diego de Cádiz y su compañero de hábito Fr. José Jerónimo de Cabra hicieron contra sus errores una verdadera misión. Así comenzó la enseñanza pública de la economía política en España (2391).

    De la Sociedad Económica Matritense fue árbitro y dictador Campomanes, y después de él el conde de Cabarrús, aventurero francés, ingenioso, brillante y fecundo en recursos, tipo del antiguo arbitrista modificado por la civilización moderna hasta convertirlo en hacendista y hombre de Estado. El mayor elogio que de él puede hacerse es que mereció la amistad firme, constante y verdadera de Jovellanos, que todavía en su Memoria en defensa de la Junta Central le llama «hombre extraordinario, en quien competían los talentos con los desvaríos y las más [513] nobles calidades con los más notables defectos». Adquirió mucha notoriedad por haber conjurado la crisis monetaria con la creación del Banco de San Carlos; paliativo ineficaz a la larga, como lo insinuó Mirabeau en un célebre folleto y lo probó luego la experiencia cuando el Banco apareció en 1801 con un déficit de 17 millones.

    De las fortunas sucesivas de Cabarrús no hay que hablar; fueron tan varias como inquieta y móvil su índole, viéndose ya en el Poder, ya en las cárceles de Batres, ora festejado como salvador y regenerador, ora maldecido como intrigante y afrancesado. En 1792 dirigió a Jovellanos cinco cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, las cuales, precedidas de otra al Príncipe de la Paz (escrita bastante después, en 1795), llegaron a imprimirse en Vitoria, en 1808, reinando el intruso José (2392). En todo lo que no es economía política, de lo cual otros juzgarán, Cabarrús delira, como quien había leído el Contrato social sin digerirle. «La vocación del hombre en el estado de la naturaleza -dice- es el sueño después del pasto; la vocación en las sociedades políticas es la imitación a la costumbre.» «La enseñanza, enteramente laica; apodérese el Estado de la generación naciente; exclúyase de esta importante función todo cuerpo y todo instituto religioso...; la educación nacional es puramente humana y seglar, y los seglares han de administrarla para que los niños no contraigan la tétrica hipocresía monacal. ¿Tratamos, por ventura, de encerrar la nación en claustros y de marchitar estas dulces y encantadoras flores de la especie humana?» Si Cabarrús es muy enemigo de la educación frailuna, todavía lo es más de las universidades, cloacas de la humanidad y que sólo han exhalado sobre ella la corrupción y el error. (Él, por de contado, no había puesto los pies en ninguna para no contagiarse, metiéndose a hacendista y salvador de la patria, como tarea más fácil.) ¿Para qué universidades? ¿Para qué los dogmas abstractos de la teología y los errores y máximas absurdas de que abunda? «Enséñese a los niños el Catecismo político, la Constitución del Estado.» Ya veremos cómo aprovecharon y fecundizaron esta idea risible los legisladores gaditanos, hasta mandar leer su mamotreto, a guisa de evangelio, en las misas mayores.

    «Se trata de borrar las equivocaciones de veinte siglos -grita Cabarrús-; veinte años bastan para regenerar la nación...; [514] impidamos que se degrade la razón en los hombres.» ¿Y cómo? Volviendo al estado de la naturaleza: «adorando al omnipotente Hacedor en aquellos templos humildes y rústicos, en aquellos altares de césped en que le adoraba la humanidad naciente». Para llegar a este feliz estado, conviene no sólo secularizar la instrucción pública, sino incautarse de los seminarios conciliares y que los dirija el Estado, para que no se introduzca en ellos la superstición y no se enseñe más que el Evangelio, y no tantas devociones apócrifas y ridículas, que pervierten la razón, destruyen toda virtud y dan visos de gentilidad al cristianismo. De Órdenes religiosas no se hable: «sería muy fácil probar que todos aquellos institutos carecen ya de los objetos para los cuales se fundaron; y, además, criada elementalmente una generación como hemos propuesto, ¿quién había de meterse fraile?» A este tenor es todo el plan de reforma, cuyo autor llega a defender intrépidamente el divorcio, contra los comentadores absurdos y discordes y la estúpida costumbre que sostienen la indisolubilidad del matrimonio. Los argumentos que trae no son canónicos ni jurídicos, sino ad hominem, y de los más deliciosos dentro del género: «Pido a todo hombre sincero que me responda si está bastante seguro de sí para prometerse querer siempre a la misma mujer y no querer a otra...»

    El ánimo se abisma al considerar que un hombre tan ligero y tan vano, predicador sentimental de los más absurdos delirios antisociales, llegó a ser ministro y a regir las riendas de esta pobre nación bajo un Gobierno que se decía católico y absoluto. ¡Qué España la de Carlos IV! El estilo declamatorio y panfilista de estas cartas las denuncia a tiro de cañón como hijas legítimas o bastardas de Rousseau y del abate Mably. Porque es de notar que el conde de Cabarrús, a diferencia de otros volterianos aristócratas o ennoblecidos de su tiempo, propende al radicalismo político, acepta el pacto social y la moral universal y se declara acérrimo enemigo de la nobleza hereditaria en una carta calcada sobre el Discurso acerca de la desigualdad de condiciones. Su libro, aunque venía de un afrancesado, fue arsenal de argumentos, poliantea y florilegio para los patriotas de Cádiz, que convirtieron en leyes muchos de los ensueños idílicos del padre de la querida del convencional Tallien. Legislar como en un barbecho, fantasear planes de educación y de vida común a la espartana, querer trocar en un día la constitución social de un pueblo, lentamente edificada por los siglos, con sólo arrojar cuatro garabatos sobre el papel; tomar palabras huecas y rasgos de retórica y novelería por fundamentos de un código, cual si se tratase de forjar reglamentos para el orbe de la luna, puede ser ejercicio lícito, aunque sandio, de estudiantes ociosos, pero es vergonzosa e indigna puerilidad en hombres de gobierno. Querer regenerar la constitución monárquica sentando al bueno de Carlos IV en un banco rústico o haciéndole manejar un arado, como Cabarrús propone, es ñoñez y simplicidad insigne y poesía [515] bucólica de mala ley; es buscar el principio de autoridad en el Numa Pompilio del caballero Florián o en los idilios de Gessner. Pase por inocentada y pase por entusiasmo del momento el elogio de la Asamblea constituyente de Francia, «la mayor y más célebre agregación de talentos que haya honrado a la humanidad». Pero ¿qué decir de esta proposición: «las leyes que no se fundan en el pacto social son obras de la pasión y del capricho; carecen del atributo de la ley»? Aunque el pacto social no fuera utopía y sueño, sería en todo caso un hecho, y ¿quién puso sobre un hecho el fundamento metafísico de la justicia?

- IV -
Propagación y desarrollo de la filosofía sensualista. Sus principales expositores: Verney, Eximeno, Foronda, Campos, Alea, etc.

    Hemos visto en capítulos anteriores el estado de la filosofía a principios del siglo XVIII: las novedades gassendistas del padre Tosca y de Zapata, las tendencias cartesianas de D. Gabriel Álvarez de Toledo, el experimentalismo, mezclado eléctricamente con otras direcciones, del P. Feijoo y de Martín Martínez. El predominio de Gassendi y Descartes duró poco; más tiempo dominaron Bacon y Newton, porque la admiración nos venía impuesta desde Francia; luego llegaron por sus pasos contados Locke y Condillac, y, por fin y corona de todo, el sensualismo se trocó en materialismo, y a principios del siglo XIX imperaron solos Condorcet, Destutt-Tracy y Cabanis. Con unos diez o doce años de regazo íbamos siguiendo todos los pasos y evoluciones de Francia.

    Así y todo, la filosofía española de aquel tiempo, tomada en conjunto, valía más que la de ahora, no por los sensualistas y materialistas, sino a pesar de ellos y de sus rastreros y degradantes sistemas. Para gloria de nuestra nación, debe decirse que sólo un expositor ilustre tuvo aquí Locke, que los demás no se alzaron un punto de la medianía, y que, en cambio, los más ilustres pensadores del siglo XVIII, el cisterciense Rodríguez, el jeronimiano Ceballos, los canónigos Valcárcel y Castro, el insigne médico Piquer y su discípulo Forner, en quienes pareció renacer el espíritu de Vives; el sevillano Pérez y López, émulo de Sabunde, y, finalmente, el jesuita Hervás y Panduro, uno de los padres de la antropología como lo es de la lingüística comparada, se mantuvieron inmunes de tal contagio, lidiaron sin tregua contra la invasión intelectual de Francia, procuraron reanudar la cadena de oro de nuestra cultura y fueron fervorosos espiritualistas, al revés de los que negaban toda actividad del alma anterior y superior a las sensaciones y buscaban en la sensación, de varios modos transformada, la raíz de todo conocimiento, aplicando torpemente el método analítico. [516]

    El primero en fecha de los intérpretes y propagadores de la filosofía sensualista entre nosotros, aunque no la propugnase sino de soslayo y con atenuaciones, es un portugués, Luis Antonio Verney, arcediano de Évora, de quien podemos decir que fue el filósofo de Pombal, como Pereira fue su canonista. Dióle extraordinario crédito en su tiempo el Verdadero método de estudiar para ser útil a la república y a la Iglesia, escrito en forma de cartas de un religioso italiano capuchino, por ende llamado el Barbadiño, a un amigo suyo, doctor de la Universidad de Coimbra. Plan es el que traza el Barbadiño de reforma para todas artes y disciplinas, y especialmente para los estudios teológicos, pero en tan ardua empresa procedió con harto apresuramiento, escasa cautela y desmedida satisfacción propia, junta con indiscreto afán de novedades, conforme al gusto del tiempo, mereciendo bien la acre censura que de un gran filósofo español hizo injustamente el asperísimo Melchor Cano, es decir, que acertó a señalar las causas de la corrupción de los estudios, pero no tanto al proponer los remedios. Los tiros del Barbadiño iban principalmente enderezados contra las escuelas de los jesuitas, a quienes, no obstante, parece que quiso desagraviar con una amistosa dedicatoria. Pero los Padres de la Compañía no se dejaron adormecer por el incienso, y salieron con duplicados bríos a la defensa de sus métodos de enseñanza, distinguiéndose en esta polémica el P. Isla, que muy inoportunamente la introdujo en su Fray Gerundio, afeando con ella dos o tres largos capítulos; el P. Codorníu, que escribió un Desagravio de los autores y la facultades que ofende el Barbadiño, y el P. Serrano, a quien la intolerancia antijesuítica que comenzaba a reinar impidió vulgarizar por la estampa una Carta crítica sobre los desaciertos de Verney en materia de poesía, gramática y humanidades (2393).

    Realmente, el libro del Barbadiño abunda en singulares extravagancias, entre ellas cuento la de pedir que se castigue no menos que de muerte a los estudiantes que hagan burlas pesadas a los novatos, al modo que las hicieron con D. Pablo los estudiantes de Alcalá. Pedir tal rigor por muchachadas, sólo entre portugueses y en tiempos de Pombal, en que el crimen de lesa majestad y la pena capital andaban de moda, se concibe como verosímil.

    Por lo demás, los tres tomos del Barbadiño son útiles y muy amenos, y razonables en muchas cosas, porque la larga residencia del autor en Italia había pulido su gusto y desengañándole de los vicios de la educación en Portugal, infundiéndole ardentísimo amor a la pura latinidad y a los primores de las letras humanas. Por eso anduvo muy feliz al censurar el pésimo sistema [517] de enseñar la lengua latina (aunque no acertó en encarnizarse con el P. Manuel Álvarez, harto mejor humanista que él), y no menos al reprobar los vicios de la oratoria sagrada, con tal energía y donaire, que el mismo autor del Fray Gerundio le quedó envidioso. Pero acontecía a Verney lo que a muchos que, por haber residido largo tiempo en un país más culto, viniendo de otro menos ilustrado, desprecian en montón las cosas todas de su tierra; de tal suerte, que el Verdadero método de estudiar puede tomarse por sátira sangrienta y espantosa contra Portugal y los portugueses. Nada encuentra bueno; ni siquiera a Camoens, a quien desenfadadamente maltrata y zahiere, tanto y más que en nuestros días el P. Macedo. Otro yerro más grave aún, y asaz común en todos los reformadores del siglo XVIII, fue querer introducir en un día, y como por sorpresa y asalto, cuanto veían ensalzado fuera, por donde el plan de enseñanza del Barbadiño viene a dar en utopía impracticable. Nada menos quiere que oprimir la memoria y el entendimiento del principiante teólogo con una balumba de prolegómenos históricos, geográficos, cronológicos, indumentarios..., recomendándole, cual si hubiera de dedicarse ex profeso a las ciencias auxiliares, cuantos mapas, tablas cronológicas y atlas, no ya de la tierra santa y de las edades bíblicas, sino de todos países y lugares, habían salido de las prensas italianas y francesas. A este tenor es todo; a una intemperancia de erudición moderna, las más veces impertinente, mézclase absoluto menosprecio de la filosofía y teología escolásticas, que llega a calificar de perjudicialísimas a los dogmas de la religión, y que quiere sustituir con la vaga lectura y el estudio mal dirigido de los Padres y concilios, de los expositores y controversistas, de la historia eclesiástica y de la liturgia; nociones utilísimas sin duda, pero que, dadas sin discreción al estudiante, en vez de aquella admirable leche para párvulos que se llama teología escolástica, donde está ordenado y metodizado lo más selecto y, digámoslo así, el extracto y la quintaesencia, el saber de Padres y Doctores, sólo engendrará un confuso centón de especies inconexas y no merecerá nombre de ciencia, el cual sólo compete a lo que está sujeto a norma y ley y forma un cuerpo bien trabado, en que las verdades se enlazan y derivan unas de otras. Bien hizo Verney en recomendar el estudio de las lenguas orientales, como indispensable al teólogo expositivo y muy conveniente a cualquiera otra especie de teólogo; bien en reprobar el lenguaje bárbaro y las cuestiones inútiles, pero de aquí no debió pasar, so pena de temerario. Además, en todo lo que dice de teología mostró muy subido sabor janseniano.

    Como literato curioso y amante de la novedad, abierto a todo viento de doctrina y amigo de lo nuevo por nuevo y no por verdadero ni por bueno, Verney aceptó sin discusión por dogmas de eterna verdad cuantas opiniones propalaban los modernos o neotéricos, y cayó, como Genovesi y Condillac, en mil frialdades [518] contra el Peripato y Aristóteles y el silogismo. Pero, como era espíritu más retórico que filosófico, inagotable de palabras más que firme de ideas, se mantuvo por lo general en una especie de sincretismo elegante, que ni a eclecticismo llegaba. Todo se le vuelve recomendar la historia de la filosofía, como hacen todos los que vagan sin ningún sistema (2394). De Descartes era grande admirador, pero mucho más de Bacon, y sobre todo de Locke, con quien está acorde en la cuestión capital del origen de las ideas. Lógica y cronológicamente las refiere todas a los sentidos; pero, además de la sensación, admite la reflexión y comparación (2395) como actividades del alma que trabajan sobre el dato de los sentidos. Supone que la idea de sustancia se forma por agregación de las ideas parciales de los accidentes, mezcladas con cierta idea confusa del sustentáculo en que residen. Comparando el alma las ideas simples que debe a la percepción sensible, forma las ideas de relación. Los universales se forman «considerando una cosa que tiene otras semejantes, y considerándolas luego todas juntas en una masa, sin observar diferencia alguna particular» (2396); filosofía ciertamente pobre, ramplona e incomprensible en medio de su aparente facilidad, puesto que quiere aunar cosas tan contradictorias como el alma pasiva y esclava del dato empírico o de la experiencia, y el alma considerando, aunque sea con ideas confusas, que no sabemos de dónde le vienen, y moviéndose libremente como entelequia. Natural era que tal hombre despreciase soberanamente (2397) toda especulación acerca de los universales y el principio de individuación y que no viese en la ontología escolástica más que quimeras. Hay entendimientos en quien no cabe un adarme de metafísica, y tiene además el empirismo en todas sus formas la propiedad de atrofiar, o a lo menos de mutilar, el entendimiento y de cortarle las alas. Por eso, el tratado De re metaphysica, de Verney, en lo que tiene de útil y laudable, no es tal metafísica, sino física, o cuestiones malamente sacadas de la lógica y de otras partes de la filosofía. En física se va con los neotéricos a banderas desplegadas, cosa buena en lo experimental, pero que no le autoriza ara declarar ociosa toda disputa sobre los primeros principios de los cuerpos, borrando así de una plumada la cosmología, que ahora llaman filosofía de la naturaleza. Por el mismo principio echa abajo la ética especulativa (2398), [519] tildando con los apodos de ridícula y metafísica, expresión de oprobio en boca suya, a la indagación de los fundamentos del deber, sin calcular que así, con pocos embates, vendría por tierra la ética práctica, a la cual él reduce todo el derecho natural y de gentes, para el cual recomienda como texto, sin escrúpulos ni prevenciones de ningún género, a Grocio, a Puffendorf y, con ciertos repulgos, a Locke, que trató del derecho natural con su acostumbrada penetración y profundidad. Hasta para Tomás Hobbes (2399) tiene palabras de disculpa y de elogio el buen arcediano de Évora, no por herejía suya, sino por pueril vanidad de mostrarse leído en libros. extranjeros y superior a todas las preocupaciones y trampantojos de su tierra.

    Muchos escolásticos y algunos jesuitas que no lo eran del todo salieron a impugnar terriblemente el plan del Barbadiño, especialmente un fraile que se ocultó con el seudónimo de fray Arsenio de la Piedad; pero a Pombal le pareció de perlas, y mandó ponerle en práctica, sirviendo de texto los tres tomitos a que el elegante Barbadiño había reducido toda la filosofía en virtud del desmoche que de sus partes más caritales había hecho (2400). Lo mejor de todo es el tratado de re logica, que así y todo, no pasa de un plagio del italiano Genovesi, de quien era amigo y a quien sigue paso a paso en el método, en las ideas y en las citas. Nuestro insigne médico D. Andrés Piquer, autor del mejor tratado de lógica que se escribió en el siglo XVIII en España y fuera de aquí, con mucha diferencia de los restantes, juzga severísimamente el trabajo de Verney: «Nada nuevo hay en esta lógica tan voluminosa, y, aunque en ella se tratan materias de todas las artes, siendo así que es poquísimo lo que hay de verdadera lógica, no tuvo otro trabajo que el de copiar a otros modernos que han hecho lo mismo. La erudición es mucha, pero hacinada, y con señas de no haberse sacado de los originales, por donde es tumultuaria, desordenada y de ningún modo a propósito para instruir con fundamento a los lectores, pero sí acomodada para llenarles la cabeza de varias especies y hacer que parezcan sabios sin serlo. Sobre todo es intolerable el desprecio que hace de los antiguos y la ciega deferencia a [520] los modernos, hasta decir que «el librito de la lógica de Heinecio o de Wolfio... excede en grande manera a las bibliotecas de Aristóteles, Theophrasto y Crisippo. Llama pedantes a Erasmo, Huet, Scalígero, Vosio, Salmasio y aun al mismo Grocio. Dejo aparte los desprecios de Aristóteles, continuados y repetidos en toda la obra, porque estoy seguro que Verney no le ha leído, y se echa de ver en la poca exactitud con que refiere sus opiniones» (2401).

    Es de advertir que Verney, al contrario de otros innovadores filosóficos de su tiempo, no gustaba del método geométrico de Wolf, Gravesande y Keil, antes hacía profesión de escritor cultísimo y de atildado ciceroniano, hasta el ridículo extremo de pasearse muchas veces por las calles de Roma con un libro de Cicerón en las manos. Así es que trata con tal desdén el silogismo, que le relega a un apéndice: Appendix, de re syllogistica (2402).

    Como Verney pensaban en lo ideológico algunos jesuitas españoles de los desterrados a Italia, y el que más se acerca a él es su paisano el P. Ignacio Monteiro, que, en su notable Curso de filosofía ecléctica, aboga por la libertad de filosofar, citando el ejemplo de Inglaterra, se muestra muy conocedor de todos los libros de los impíos lle su tiempo, a quienes impugna con sobrada moderación e indulgencia, no escatimando los elogios a Locke y a Bayle, ni aun al optimista Shaftesbury, a Rousseau y a Helvecio, de quienes declara haber tomado doctrinas para la ética, así como de Montaigne y de Charron. Pero mucho más sabio y más prudente que Verney, sigue en otras cosas, así de sustancia como de método, a los antiguos escolásticos peninsulares, especialmente a Pedro de Fonseca, eximio comentador de [521] la metafísica de Aristóteles y lumbrera de la Universidad de Coímbra. Y aunque Locke y el Genuense de una parte, y Leibnitz y Wolf, de otra, parezcan ser sus predilectos, de donde resulta un conjunto bastante híbrido y más erudito que filosófico, lo que es en la cuestión del origen de las ideas no vacila en apartarse toto caelo del sensualismo condillaquista, y defiende las «ideas, especies o nociones innatas, infundidas en nuestro entendimiento por Dios». Otras ideas de inferior calidad las refiere a los sentidos, otras a la meditación o reflexión (2403).

    El P. Monteiro era desertor de todos los campos. Nos dice en el proemio de la física que militó muchos años bajo las banderas de Aristóteles; pero «como era amantísimo de la libertad filosófica y despreciador de la autoridad en las cosas que caen bajo la jurisdicción de la humana mente, dejó a los peripatéticos y estudió el atomismo de Gassendo, que tampoco le satisfizo el todo. De allí pasó a Descartes, y de Descartes a Newton, hasta que entendió que «la verdad no estaba en un solo sistema, sino difusa y esparcida en todos, con mezcla de muchas proposiciones dudosas o falsas». Entonces abrazó fervorosamente el experimentalismo, basando toda su física en la observación, en la experiencia y en el cálculo, aceptando o rechazando, conforme a este único criterio, lo que en Aristóteles o en Epicuro, en Descartes, en Newton, en Clarke y en Leibnitz hallaba de razonable. No siguió el método geométrico, ni tampoco el escolástico, sino el expositivo, aunque da mucha importancia a los cálculos. En la división de la filosofía se aparta de todos los tratadistas; la distribuye en neumática, o tratado de los espíritus; moral y física. En ésta era realmente doctísimo; pero, ¡cosa singular!, un hombre tan aficionado a novedades, no admitía del todo la atracción newtoniana.

    Si el P. Monteiro acertó a librarse del sensualismo, no así el doctísimo valenciano Antonio Eximeno, a quien llamaron el Newton de la música por haber establecido nuevo sistema de ella, refutando los de Tartini, Euler, Rameau y D'Alembert. Ya en el mismo libro Del origen y reglas de la música, donde trata del instinto con ocasión de la palabra, define la idea sensación [522] renovada, y en otra parte la identifica con la impresión material. Mucho más explícito anda en su elegante tratado De studiis philosophicis et mathematicis instituendis, especie de discurso sobre el método, que sirve de introducción a sus Institutiones philophophicae et mathematicae (2404). Esta obra quedó incompleta por haberse extraviado el tercer tomo en un naufragio cuando manuscrito venía a España para imprimirse, pero la parte que nos queda basta y sobra para mostrar sus tendencias. El curso es breve; la parte propiamente filosófica queda reducida a un tratado de análisis psicológico sobre las facultades de la mente humana y el origen de los conocimientos; todo lo demás es física y matemáticas; de metafísica, ni palabra (2405); la lógica está embebida en el análisis preliminar, cuyas fuentes son el Ensayo de Locke sobre el entendimiento humano y el tratado de las sensaciones de Condillac (2406), en quienes halla nuestro jesuita cuanta ciencia puede desearse, quantam licet scientiam comparare. No se hable de filosofías eclécticas ni de transiciones con las inepcias aristotélicas, porque tales esfuerzos son dignísimos de risa. La filosofía, según Eximeno, viene a reducirse a lo siguiente:

    1.ª Todo lo que el hombre hace, siente, medita y quiere, ha de referirse, como a último término, a su utilidad y conservación.

    2.ª Todo lo que el hombre siente, piensa y quiere es inseparable de algún placer o dolor.

    3.ª No hay idea que no haya sido adquirida por intermedio de algún sentido, ni siquiera la misma idea de Dios (2407).

    4.ª Las percepciones, sensaciones o impresiones (para Eximeno todo es uno) quedan en la memoria, y se ensalzan entre sí por cierto nexo, el cual consiste en la misma textura de las fibras del órgano, que enlaza entre sí los vestigios de las ideas.

    5.ª «Todos los placeres y dolores del hombre tienden a un solo y simplicísimo fin, es a saber, a su conservación deleitosa..., conspirando todas las ideas a advertir al hombre que [523] se cuide y conserve para disfrutar de los placeres de la vida... (2408). A toda idea acompaña alguna impresión agradable o desagradable.»

    6.ª El hombre está dotado de la facultad de comparar y enlazar entre sí las ideas y de mudar el nexo y orden con que se engendran. A esto se llama facultad activa del alma.

    7.ª Por comparación entre las ideas singulares y por abstracción después se forman las ideas generales.

    8.ª La percepción del placer o del dolor presente es la razón que determina al hombre a querer o a no querer (2409).

    ¡Singular poder de la moda, y cuán pocos se sustraen de él! El hombre que con tanto desenfado propugnaba no ya el sensualismo lockista, sino la moral utilitaria, con resabios deterministas, y hasta la teoría del placer, al modo de los epicúreos o de la escuela cirenaica, era un religioso ejemplar y católico a toda ley, como lo era también el clarísimo P. Andrés, a quien él dedica su libro, historiador de todas las ciencias, y entre ellas de la filosofía con criterio ecléctico, pero sin disimular sus inclinaciones sensualistas. Para él Locke es el Newton de la metafísica; «no podía el entendimiento humano haber caído en mejores manos; Locke ha abierto un nuevo mundo, del cual podemos sacar ricos tesoros de nuevos y útiles conocimientos; sólo después de su Ensayo hemos empezado a estudiar bien nuestra mente, a seguirla más atentamente en sus operaciones, a conocernos en la parte más noble de nosotros mismos... Él prefirió una verdad rancia a una especiosa y aplaudida novedad» (2410) (la de las ideas innatas). Pero todavía Locke no le parece bastante sensualista al abate Andrés; aún reserva mayores elogios para Condillac, en quien encuentra «la más fina anatomía del espíritu humano y de sus facultades y operaciones», las cuales demostró, contra el sistema lockiano de la reflexión, que no son más que la misma sensación transformada de diversos modos (2411). No hay más filosofía racional y posible: «Descartes y Malebranche tienen demasiados caprichos fantásticos, a vueltas de algunas verdades útiles; Leibnitz y Clarcke se han entretenido en especulaciones demasiado sutiles, en que no se puede llegar [524] a la certeza; Wolfio y Genovesi conservan todavía mucho de la herrumbre escolástica; sólo Locke, Condillac y el ginebrino Bonnet pueden formar juntos un curso de práctica y útil metafísica, porque han examinado las sensaciones y puesto en claro la influencia de las palabras y de los signos en las ideas.» ¡Es decir, porque han reducido la filosofía a la gramática! No da cuartel a los demás enciclopedistas, pero sí a D'Alembert, con cuyo Discurso preliminar se extasía, llamándole «el más bello cuadro que pluma filosófica trazó nunca» y rompiendo en admiraciones del tenor siguiente: «¡Qué extensión y profundidad de miras! ¡Qué inteligencia y posesión de las materias y de sus recíprocas relaciones! ¡Qué conocimiento de las facultades de nuestra alma y de los caminos que han recorrido su incansable actividad!» Los Elementos de filosofía, de D'Alembert, son una iluminada y segura guía que, conduciendo al filósofo por los inmensos campos de la naturaleza, le muestra los terrenos fértiles que puede cultivar con seguridad de coger nuevos y útiles frutos, y los lugares estériles y áridos, donde después de muchos trabajos y fatigas no puede esperar más que espinas o frutos ásperos e insípidos y tal vez dañinos» (2412).

    Dentro del empirismo, que excluye toda noción de lo absoluto y de lo eterno y reduce los universales a meros nombres o flatus vocis sin contenido ni eficacia, sólo un refugio quedaba a los pensadores creyentes; el de suponer recibidas las primeras nociones de la humana mente de la tradición o enseñanza, que por cadena no interrumpida se remontaba hasta Adán, que las recibió directamente de Dios. Este sistema, del que ya pueden encontrarse vislumbres en los rabinos y en Arias Montano, llámase desde Bonald acá tradicionalismo, y a él se refugiaron muchos filósofos nuestros del siglo XVIII (2413) (y, sin duda, otros de otras partes, porque las mismas causas producen los mismos efectos), afirmando, con Hervás y Panduro, que el pensar es pedisecuo del hablar, o diciendo, como Verney, que las ideas abstractas las recibimos de nuestros mayores o que son el fruto de enseñanza ajena.

    Si ésta era la doctrina de los más sesudos y prudentes, júzguese adónde llegarían, sin este efugio tradicionalista, los innovadores resueltos y, de pocas o dudosas creencias. Dos traducciones se hicieron de la Lógica de Condillac; libro pobrísimo, pero muy famoso. Fue autor de la primera D. Bernardo María de Calzada, capitán de un regimiento de caballería, el cual la dedicó al general Ricardos, procesado por el Santo Oficio como sospechoso de adhesión a los errores franceses (2414). Tampoco Calzada [525] salió inmune de las aventuras a que le llevó su desdichado afán de traducir, cuyo oficio era en él alivio de menesteroso. Abjuró de levi, según refiere Llorente, que fue el encargado de prenderle y que se enterneció mucho (2415). Calzada, a quien llama, Moratín aquel eterno traductor de mis pecados, había puesto en verso castellano, con escaso numen, muchos poemas franceses, entre ellos las fábulas de La Fontaine. La religión, de Luis Racine; la tragedia de Voltaire Alzira o los americanos y la comedia de Diderot El hijo natural.

    La segunda traducción de la Lógica, que más bien debe llamarse arreglo, es de D. Valentín Foronda, miembro influyente de la Sociedad Económica Vascongada y cónsul en los Estados Unidos, autor de unas Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre las leyes criminales (2416) y traductor del Belisario de Marmontel, novela o poema en prosa soporífero, hoy olvidado, pero que en su tiempo llamó, estrepitosamente la atención por haber censurado la Sorbona uno de sus capítulos, en que se defiende a las claras la tolerancia o más bien la indiferencia religiosa.

    Foronda no se limitó, como Calzada, a traducir literalmente, aunque con supresiones, la Lógica de Condillac, sino que la puso en diálogo para acomodarla a la capacidad de su hijo, y la adicionó con varias reflexiones tomadas de la Aritmética moral, de Buffon, y con un tratado de la argumentación y del desenredo de sofismas, copiado de la Enciclopedia metódica (2417). El estilo de Foronda es agradable y sencillo, casi igual en limpieza y claridad al del autor que traduce.

    Muchos traducían la Enciclopedia sin decirlo. Así lo hizo el doctor D. Tomás Lapeña, canónigo de Burgos que imprimió allí en 1806 un Ensayo sobre la historia de la filosofía, en tres volúmenes. Ya anuncia en el prólogo que no ha hecho más que reducir y sistematizar lo que halló en otros libros, suprimiendo [526] sólo lo que podía inspirar cierta libertad de pensamiento, no poco perjudicial (2418). Alguna vez muestra haber recurrido a la gran compilación de Brucker y a otras fuentes serias, pero todo lo demás está copiado ad pedem litterae del gran diccionario de Diderot y D'Alembert, con sólo suprimir la parte más francamente heterodoxa e impía y juntar en un solo cuerpo lo que andaba desparramado en muchos artículos.

    El más original e inventivo de nuestros nominalistas de entonces es el valenciano D. Ramón Campos, autor de un libro llamado El don de la palabra (2419), donde se sostiene sin embages que «la abstracción no es operación del pensamiento, sino que se hace por medio del lenguaje articulado», de donde deduce que «no es posible infundir ninguna idea abstracta ni general en los sordos de nacimiento». ¿Qué será una abstracción hecha por medio de la palabra sin intervención del pensamiento? Misterio más singular y maravilloso no le hay en ninguna ideología espiritualista. Destutt-Tracy fue el primero que dio en tal desvarío, verdadero oprobio y rebajamiento de la mente humana, por más que le adoptasen algunos de los primeros tradicionalistas, afirmando que «sólo los signos artificiales, o, por mejor decir, los signos articulados, dan cuerpo a las ideas arquetipas y a las ideas de sustancia generalizadas», y que «sin tales signos no hay ideas abstractas ni deducciones».

    A muchos sensualistas les retrajo de ir tan allá, a pesar del espíritu de sistema, la observación clarísima de lo que pasa con los sordomudos. A Destutt-Tracy y a Campos les refutó gallardamente el abate Alea, amigo y contertulio de Quintana, colaborador suyo en las Variedades de ciencias, literatura y artes y muy protegido por el Príncipe de la Paz, que le puso al frente del Colegio de Sordomudos y de la Comisión Pestalozziana (2420). Alea, aunque materialista en el fondo, admite que los sordomudos son tan capaces de abstraer y generalizar como los demás hombres, sin más diferencia que la del método y la del tiempo. Lejos de él creer, como Campos, que «el pensamiento, por su [527] naturaleza, es incapaz de abstracciones y de toda idea general» y que «la memoria y la formación de las ideas universales son efectos del don de la palabra, y de ningún modo operación del pensamiento». Estas brutalidades antirracionales indignan al elegante abate, quien se limita a decir prudentemente que «las ideas se reciben o engastan en los signos, y en particular en los articulados, los cuales, después que la lengua está formada y rica en términos abstractos, son ocasión para el pensamiento de mil ideas nuevas que no tendrían sin ellos». Y con lógica irrebatible pregunta a Campos: «Los inventores de las palabras más abstractas, ¿no concibieron la abstracción antes de inventar la palabra que la expresa?»

    Campos señala el último límite de degradación filosófica. no es posible caer más bajo. Para él, las facultades humanas se reducen a dos: imaginación y memoria, y aun éstas dependen del don de la palabra. La imaginación es el pensamiento de las cualidades unidas con sus objetos o de los objetos de sus cualidades», la memoria es el pensamiento de los objetos o de las cualidades no en concreto, sino pegados y adheridos a las palabras, y tomando, por decirlo así, la forma de éstas, es decir, separados o reunidos según que la palabra los separa o reúne. La unidad de idea depende de la unidad de movimiento en la sílaba.

    ¡A tal grado de miseria había llegado la filosofía en la patria de Suárez! Y por lo mismo que parecían fáciles a la compresión las groserías empíricas, propagáronse como la lepra, y fueron la única filosofía de nuestros literatos y hombres políticos en los primeros treinta años del siglo XIX. Esa es la que propagaron Reinoso en Sevilla, el P. Muñoz en Córdoba y D. Juan Justo García, D. Ramón de Salas (2421) y otros muchos en Salamanca, cuya Universidad, y especialmente el Colegio de Filosofía, eran, a fines de la decimoctava centuria, un foco de ideología materialista y de radicalismo político. De allí salieron la mayor parte de los legisladores de 1812 y de los conspiradores de 1820. Quintana, Gallardo, Muñoz Torrero... eran hijos de las aulas salmantinas. Meléndez, que también se había educado allí, dice en una carta a Jovellanos que «al Ensayo sobre el entendimiento humano, de Locke, debió todo lo que sabía discurrir» (2422). No es extraño que su discípulo Quintana, trazando la biografía del maestro, se entusiasme con aquella escuela «que desarrugó de pronto el ceño desabrido y gótico de los estudios escolásticos y abrió la puerta a la luz que a la sazón brillaba en Europa..., difundiendo el conocimiento y gusto de las doctrinas políticas y de las bases de una y otra jurisprudencia..., los buenos libros que salían en todas partes, y que iban a Salamanca como a un centro de aplicación y de saber; en fin, el ejercicio de una razón [528] fuerte y vigorosa, independiente de los caprichos y tradiciones abusivas de la autoridad» (2423).

    De todas estas indicaciones y de las que reuniremos en el párrafo siguiente, se saca en claro que el espíritu de la Universidad en sus últimos tiempos era desastroso. Los canonistas jansenizaban: «Toda la juventud salmantina es port-royalista (dice Jovellanos en su Diario inédito), de la secta pistoyense: Obstraect, Zuo1a y, sobre, todo, Tamburini andan en manos de todos; más de tres mil ejemplares había ya cuando vino su prohibición; uno solo se entregó (2424).

    Los afiliados del flamante filosofismo solían reunirse y solazarse en casa del catedrático de Jurisprudencia, D. Ramón de Salas (2425), a quien luego veremos figurar como propagador de las teorías utilitarias de Bentham. y diputado en las Cortes del año 20, siendo quizá uno de los autores del proyecto del Código penal (2426). Su casa en, Salamanca era de disipación y de juego. Aun no había escrito sus Lecciones de derecho público constitucional, pero públicamente se le tildaba de volteriano y descreído, por lo cual fue delatado a la Inquisición en 1796. Confesó haber leído las obras de la mayor parte de los corifeos del deísmo y del ateísmo en Francia, pero para refutarlos; y los inquisidores de entonces, que eran tan sospechosas como él, no sólo le dieron por libre, sino que quisieron perseguir al dominico P. Poveda, que le había denunciado, y dar de este modo a Salas una satisfacción pública. El P. Poveda no se dio por vencido, e hizo que el proceso volviese a los calificadores hasta dos veces. Pero los calificadores y el Consejo de la Suprema se empeñaron en declarar inocente a Salas, a pesar de la opinión contraria del sapientísimo arzobispo de Santiago, D. Felipe Vallejo, que había conocido el fondo de las doctrinas de Salas en varias discusiones que tuvo con él en Salamanca. Tanto insistió y tan bien probó su intento, que el catedrático salmantino tuvo que abjurar de levi, fue absuelto ad cautelam y desterrado de Salamanca y Madrid. Desde Guadalajara, adonde se retiró, levantó formal queja a Carlos IV contra el cardenal Lorenzana, inquisidor general; pidió la revisión de las piezas del proceso, y, como los vientos eran favorables a sus ideas, logró un decreto, redactado por Urquijo, en que se prohibía a los inquisidores prender a nadie sin noticia del rey. El Príncipe de la Paz se interpuso y el decreto no llegó a publicarse (2427).

    A difundir las nuevas ideas contribuía desde 1791 una librería exclusivamente francesa que los editores Alegría y Clemente habían establecido en Salamanca. Ni era tampoco pequeño [529] estímulo la creación de las cátedras de derecho natural y de gentes que habían comenzado a establecerse desde el tiempo de Carlos III (2428), y que, comenzando por Grocio y Puffendorf y continuando por Vattel y Montesquieu, habían acabado en Rousseau y en su Contrato social. Los estudiantes son siempre de la oposición, y poco les importa de qué calidad sea lo nuevo, con tal que la novedad lo proteja. Así iba la revolución naciente reclutando sus oradores entre las huestes universitarias, y especialmente entre los legistas. Tampoco los seminarios conciliares estaban libres del contagio, especialmente los de Salamanca, Burgos, Barcelona y Murcia. Del primero, fue rector Estala, ex escolapio trocado en abate volteriano.

    En vano Floridablanca, que había impulsado al principio este movimiento, se aterró y quiso resistirle cuando empezaban a sonar a nuestras puertas los alaridos de la Revolución francesa; en vano cerró las cátedras de Derecho público y de Economía política e hizo callar al periodismo, que ya empezada a desmandarse, y cortó el vuelo de las sociedades económicas, que a toda prisa iban degenerando en sociedades patrióticas, a estilo de Francia; y comenzó a ejercer vigilancia, quizá nimia y suspicaz, en los actos y conclusiones públicas de las universidades, queriendo convertir a España, según expresión sarcástica del funesto Príncipe de la Paz, en un claustro de rígida observancia. Porque toda esta prudente y aun necesaria represión apenas duró dos años, y en dos años no era posible que enmendase tanto desacierto el mismo que los había causado, y que en el fondo de su alma sólo difería de los innovadores resueltos en ser más tímido o más inconsecuente. Por eso fácilmente le derribó Aranda, cuyo nuevo advenimiento en 1792 festejaron con increíble entusiasmo los revolucionarios franceses por boca de Condorcet: «La filosofía va a reinar sobre España, decía... La libertad francesa... encontrará en vuestra persona uno de sus defensores contra la superstición y el despotismo. El destructor de los jesuitas será el enemigo de todas las tiranías. Me parece ver a Hércules limpiando el establo de Augías y destruyendo esa vil canalla que, bajo el nombre de sacerdotes y de nobles, son la plaga del Estado. Sois el ejecutor testamentario de los filósofos con quienes habéis vivido; la sombra de D'Alembert os protege. Vais a demostrar a la Europa que el mayor servicio que se puede hacer a los reyes es romper el centro del despotismo y convertirlos en los primeros siervos del pueblo» (2429).

    Tampoco duró mucho el predominio de Aranda, pero su espíritu en todo lo malo pasó a Godoy, que en sus Memorias se [530] jacta de haber dado libertad a las luces, metáfora francesa muy de moda entonces, y de haber levantado el entredicho que pesaba sobre las letras, estimulando las reuniones que mantenían el patriotismo y ejercitaban los talentos con provecho común. ¡Así salió ello! El favorito de María Luisa, aunque hombre ignorantísimo, tenía, como otros personajes de su laya, la manía de la instrucción pública, y, sobre todo, de la instrución primaria lega y sin catecismo. Por entonces andaban en moda el sistema pedagógico de un suizo llamado Enrique Pestalozzi, así como ahora privan el método de Froebel, la enseñanza intuitiva y los jardines de la infancia; pedanterías de dómines ociosos. Y como el tal sistema cuadraba muy bien con el espíritu filantrópico, candoroso y humanitario de la época, el Príncipe de la Paz no se descuidó en fundar un Instituto Pestalozziano, poniendo al frente, entre otros, al abate Alea y al sevillano Blanco (White). ¡Buen par de apóstoles!




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Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro seis