Capítulo I
Bajo Felipe V y Fernando VI.

Parte después (partes 7 a 10)
I. Consecuencias del advenimiento de la dinastía francesa bajo el aspecto religioso. Guerra de Sucesión. Pérdida de Mahón y Gibraltar. Desafueros de los aliados ingleses y alemanes contra cosas y personas eclesiásticas. Reformas económicas de Orry hostiles al clero. -II. El regalismo. Ojeada retrospectiva sobre sus antecedentes en tiempo de la dinastía austríaca. -III. Disidencias con Roma. Proyectos de Macanaz. Su caída, proceso y posteriores vicisitudes. -IV. Gobierno de Alberoni. Nuevas disidencias con Roma. Antirregalismo del cardenal Belluga. La bula «Apostolici Ministerii». Concordato de 1737. -V. Otras tentativas de concordato hasta el de 1756. -VI. Novedades filosóficas. Cartesianismo y gassendismo. Polémicas entre los escolásticos y los innovadores. El P. Feijoo. Vindicación de su ortodoxia. Feijoo como apologista católico. -VII. Carta de Feijoo sobre la francmasonería. Primeras noticias de sociedades secretas en España. Exposición del P. Rábago a Fernando VI. -VIII. -La Inquisición en tiempo de Felipe V y Fernando VI. Procesos de alumbrados. Las monjas de Corella. -IX. Protestantes españoles fuera de España. Félix Antonio de Alvarado. Gavin. D. Sebastián de la Encina. El caballero de Oliveira. -X. Judaizantes. Pineda. El sordomudista Pereira.




- I -
Consecuencias del advenimiento de la dinastía francesa bajo el aspecto religioso. -Guerra de sucesión. -Pérdida de Mahón y Gibraltar. -Desafueros de los aliados ingleses y alemanes contra cosas y personas eclesiásticas. -Reformas económicas de Orry hostiles al clero.

    Como no escribo la historia de los hechos políticos o militares, sino de las revoluciones religiosas, fácilmente puedo pasar en silencio la guerra de Sucesión de España. Y en verdad que me huelgo de ello; pues no es ciertamente agradable ocupación, para quienquiera que tenga sangre española en las venas, penetrar en el oscuro y tenebroso laberinto de los intrigas que se agitaron en torno al lecho de muerte de Carlos II y ver a nuestra nación, sin armas, sin tesoros ni grandeza, codiciada y vilipendiada a un tiempo mismo por los extraños; repartida de antemano, y como país de conquista, en tratados de alianza, violación abominable del derecho de gentes, y luego sometida a vergonzosa tutela, satélite humilde de la Francia, para servir siempre vencedora o vencida, y perder sus mejores posesiones de Europa por el tratado de Utrecht, en que inicuamente se la sacrificó a los intereses de sus aliados, y perder hasta los últimos restos de sus sagradas libertades provinciales y municipales sepultadas bajo los escombros humeantes de la heroica Barcelona. Siempre será digna de alabanza la generosa devoción y el fervor desinteresado con que los pueblos castellanos [338] defendieron la nueva dinastía, y por ella derramaron, no sin gloria, su sangre en Almansa, en Villaviciosa y en Brihuega. Pero, por tristes que hubiesen sido los últimos tiempos de Carlos II, casi estoy por decir que hubieron de tener razón para echarlos de menos los que en el primer reinado de Felipe V vieron a nuestros ejércitos desalojar, uno tras otro, los presidios y fortalezas de Milán, de Nápoles, de Sicilia y de los Países Bajos, y vieron sobre todo, con lágrimas de indignación y de vergüenza, flotar en Menorca y en Gibraltar el pabellón de Inglaterra. ¡Jamás vinieron sobre nuestra raza mayores afrentas! Generales extranjeros guiaban siempre nuestros ejércitos, y una plaga de aventureros, arbitristas, abates, cortesanas y lacayos franceses, irlandeses e italianos caían sobre España, como nube de langosta, para acabarnos de saquear y empobrecer en son de reformar nuestra Hacienda y de civilizarnos. A cambio de un poco de bienestar material, que sólo se alcanzó después de tres reinados, ¡cuánto padecieron con la nueva dinastía el carácter y la dignidad nacionales! ¡Cuánto la lengua! ¡Cuánto la genuina cultura española, la tradición del saber de nuestros padres! ¡Cuánto su vieja libertad cristiana, ahogada por la centralización administrativa! ¡Cuánto la misma Iglesia, herida de soslayo, pero a mansalva, por un rastrero galicanismo y por el regalismo de serviles leguleyos que, en nombre del rey, iban despejando los caminos de la revolución.

    Ha sospechado alguien que las tropas aliadas, inglesas, alemanas y holandesas, que infestaron la Península durante la guerra de Sucesión pudieron dejar aquí semillas de protestantismo. Pero el hecho no es probable, así porque los resultados no lo confirman como por haber sido corto el tiempo de la guerra para que una soldadesca brutal y odiada hasta por los partidarios del archiduque pudiera influir poco ni mucho en daño de la arraigada piedad del pueblo español. Al contrario: uno de los motivos que más decidieron a los castellanos en pro de Felipe V fue la virtuosa indignación que en sus ánimos produjeron los atropellos y profanaciones cometidas por los herejes del Norte contra las personas y cosas eclesiásticas. Nada contribuyó a levantar tantos brazos contra los aliados como el saqueo de las iglesias, el robo de las imágenes y vasos sagrados y las violaciones de monjas cometidas en el Puerto de Santa María por las gentes del príncipe de Darmstadt, de sir Jorge Rooke y del almirante Allemond en 1702.

    Tan poderoso era aún el espíritu católico en nuestro pueblo, que aquellos inauditos desmanes bastaron para levantar en armas a los pueblos de Andalucía; con tal unanimidad de entusiasmo, que hizo reembarcarse precipitadamente a los aliados (2135). No fue, sin embargo, bastante medicina este escarmiento, y en libros y papeles del tiempo vive la memoria de otros sacrilegios [339] cometidos por tropas inglesas en los obispados de Sigüenza, Cuenca, Osma y Toledo durante la campaña de 1706. Así se comprende que legiones enteras de clérigos lidiasen contra las huestes del pretendiente y que, entre los más fervorosos partidarios de Felipe V y entre los que le ofrecieron mayores auxilios, tanto de armas como de dinero, figurasen los obispos de Córdoba, Murcia y Tarazona.

    Con todo eso, también la Iglesia fue atropellada en sus inmunidades por los servidores del duque de Anjou. Ya en las instrucciones de Luis XIV a su embajador el conde de Marsin, instrucciones dadas como para un país conquistado, y que no se pueden recordar sin vergüenza, decíase que «las iglesias de España poseían inmensas riquezas en oro y plata labrada, y que estas riquezas se acrecentaban cada día por la devoción del pueblo y el buen crédito de los religiosos; por lo cual, en la actual penuria de moneda, debía obligarse al clero a vender sus metales labrado» (2136). No fue sordo a tales insinuaciones el hacendista Orry, hechura de la princesa de los Ursinos, hombre despejado y mañoso, pero tan adulador de los grandes como insolente y despósito con los pequeños, y además ignorante, de todo en todo, de las costumbres del país que pretendía reformar. El clamoreo contra los proyectos económicos de Orry fue espantoso y suficiente para anularlos en lo relativo a bienes eclesiásticos. Ni ha de creerse nacida tal oposición de sórdido interés, pues prelados hubo entre los que más enérgicamente protestaron contra aquellos conatos de desamortización que se apresuraron al mismo tiempo a levantar, equipar y sostener regimientos a su costa, y otros que, como el arzobispo de Sevilla, D. Manuel Arias, hicieron acuñar su propia vajilla y la entregaron al rey para las necesidades de la guerra.

    Mejor que sus deslumbrados consejeros entendió alguna vez Felipe V, con ser príncipe joven, valentudinario y de cortos alcances, la grandeza y el espíritu del pueblo que iba a regir. En circunstancias solemnes y desesperadas, el año 1709, cuando las armas de Francia y España iban en todas partes de vencida y el mismo Luis XIV pensaba en abandonar a su nieto, dio éste un generoso manifiesto, en que se confiaba a la lealtad de los españoles y ofrecía derramar por ellos hasta la última gota de su sangre, «unido de corazón con sus pueblos por los lazos de caridad cristiana, sincera y recíproca, invocando fervorosa y continuamente a Dios y a la Santísima Virgen María, abogada y patrona especial de estos reinos, para abatir el orgullo impío de los temerarios que se apropian el derecho de dividir los imperios contra las leyes de la justicia» (2137).

    Dios consintió, sin embargo, que el Imperio se dividiese y que hasta territorios de la Península, como Gibraltar, quedasen perdidos para España y para el catolicismo. Dice el marqués de [340] San Felipe que ésta fue la primera piedra que cayó de la española monarquía, «chica, pero no de poca consecuencia», y nosotros podemos añadir que fue la primera tierra ibera en que libremente imperó la herejía, ofreciendo fácil refugio a todos los disidentes de la Península en los siglos XVIII y XIX y centro estratégico a todas las operaciones de la propaganda anglo-protestante.

    Sólo muy tarde, en 1782, recobramos definitivamente el otro jirón arrebatado por los ingleses en aquella guerra: la isla de Menorca. Por el artículo II del tratado de Utrecht, en que, haciendo de la necesidad virtud, reconocimos aquella afrentosa pérdida, se estipulaba que «a todos los habitantes de aquella isla, así eclesiásticos como seglares, se les permitía el libre ejercicio del culto católico, y que para la conservación de éste en aquella isla se emplearían todos los medios que no pareciesen enteramente contrarios a las leyes inglesas» (2138). Lo mismo prometió, en nombre de la reina Ana, a los jurados de Menorca el duque de Argyle, que llevó en 1712 plenos poderes para arreglar la administración de la isla. Con todo, estas promesas no se cumplieron; y no sólo se atropelló el fuero eclesiástico, persiguiendo y encarcelando a los clérigos que se mantenían fieles a la obediencia del obispo de Mallorca, sino que se trató por todas maneras de suprimir el culto católico e implantar el anglicano; todo para asegurar la más quieta posesión de la isla. Sobre todo desde 1748 (2139), durante el gobierno de Blakeney en Mahón, se trató de enviar ministros y predicadores, de fundar escuelas catequísticas, de repartir biblias y de hacer prosélitos «por medio de algunas caridades a familias necesitadas». En ciertas instrucciones impresas que por entonces circularon, se recomienda «el convidar y rogar de tiempo en tiempo a los menorquines, sobre todo a los que supiesen inglés, que fueran a oír las exhortaciones de los pastores anglicanos», así como el hacer rigurosa inquisición de las costumbres de los sacerdotes católicos y mermar sus rentas, si es que no se les podía atraer con donaciones y mercedes. No faltaron protestantes fanáticos que, con mengua del derecho de gentes, propusieran educar a los niños menorquines fuera de su isla. Y hubo entre los generales, gobernadores de la isla, un M. Kane, que con militar despotismo, y saltando por leyes y tratados, expulsó, en virtud de una ordenanza de 22 artículos, a los sacerdotes extranjeros, suprimió la jurisdicción del obispo de Menorca y hasta prohibió la toma de órdenes y los estudios de seminario, arreglando como pontífice máximo la iglesia en aquella isla. Con tan desaforados procedimientos, no es maravilla que aquellos buenos insulares aborreciesen de muerte el nombre inglés y acogieran locos de entusiasmo las dos expediciones libertadoras del mariscal de Richelieu y del duque de Crillón. [341] Las tropas francesas del primero dejaron también en su breve ocupación, si hemos de creer al Dr. Pons, gérmenes de lujo y vanidad, y aun de ideas enciclopedistas, que por entonces ya levantaban la cabeza.

- II -
El regalismo. -Ojeada retrospectiva sobre sus antecedentes en tiempo de la dinastía austríaca.

    Palabra es la de regalismo asaz vaga y elástica y que puede prestarse a varios y contradictorios sentidos. Tomámosla aquí en su acepción peor y más general, siquiera no sea técnicamente la más exacta, y designamos con ella, como otros con la voz cesarismo, toda intrusión ilegítima del poder civil en negocios eclesiásticos. Afortunadamente, las cosas están hoy claras y ha pasado el tiempo de las sutilezas jurídicas. Amigos y enemigos reconocen ahora que el regalismo del siglo pasado no fue sino guerra hipócrita, solapada y mañera contra los derechos, inmunidades y propiedades de la Iglesia, ariete contra Roma, disfraz que adoptaron los jansenistas primero y luego los enciclopedistas y volterianos para el más fácil logro de sus intentos, ensalzando el poder real para abatir el del sumo pontífice, y, finalmente, capa de verdaderas tentativas cismáticas. A la sombra del regalismo se expulsó a los jesuitas, se inició la desamortización, se secularizó la enseñanza y hasta se intentó la creación, de una iglesia nacional y autónoma; todo desfigurando y torciendo y barajando antiguas y veneradas tradiciones españolas. El regalismo es propiamente la herejía administrativa, la más odiosa y antipática de todas.

    No de todos los regalistas del siglo pasado puede decirse que fueran radicalmente herejes o impíos, aunque de los ministros y consejeros de Carlos III y de su hijo, nada tiene de temerario el afirmarlo. En tiempo de Felipe V, las ideas francesas aun no habían hecho tanto camino, y quizá en el mismo Macanaz sea posibles disculpar las intenciones. Así y todo, entre él y los regalistas del siglo XVIII hay un abismo.

    Las regalías son derechos que el Estado tiene o se arroga de intervenir en cosas eclesiásticas. El nombre es relativamente moderno, puesto que las regalías de que hablan las Partidas no son más que los derechos mayestáticos; v. gr., el de acuñar moneda y el de comandar los ejércitos. Las regalías de que ahora hablamos, concernientes sólo a negocios eclesiásticos, son unas veces concesiones y privilegios pontificios; otras, verdaderas usurpaciones y desmanes de los reyes, que jamás han podido constituir derecho. El origen de las regalías se remonta a los últimos años del siglo XV.

    Concedidas las regalías a tan católicos monarcas, como los que por excelencia recibieron este nombre, no fueron ni podían ser en aquella primera edad arma contra la Iglesia ni ocasión [342] de disturbios. Por otra parte, los abusos que, como dejos y heces del gran trastorno producido por el cisma de Occidente, se habían hecho sentir en el siglo XV, especialmente la multiplicación de encomiendas y mandatos De providendo, las falsificaciones de bulas y aun las intrusiones recíprocas de ambas jurisdicciones eclesiástica y temporal, decretando irregularmente prisiones y embargos; la extensión desmesurada que habían logrado los privilegios de exención e inmunidad, todo esto exigía pronto y eficaz remedio, contribuyendo a ello la tendencia unitaria que entonces dominaba en todas las grandes monarquías europeas, empeñados los reyes en la obra de concentrar el poder y de abatir las tiranías señoriales.

    Antítesis de las reservas fueron las regalías, siendo el primero y más importante de los derechos que los Reyes Católicos recabaron el de la presentación de los obispos; triste y ocasionado privilegio, pero consecuencia forzosa de las continuas quejas, así de los cabildos como del reino junto en cortes, contra la falta de residencia de los obispos forasteros y la corrupción y venalidad de los curiales. A punto llegaron las cosas de tener que apoderarse el Rey Católico en 1479 de los castillos del obispado de Cuenca para impedir que tomara posesión el cardenal Galeoto Riario, nepote del papa, y de poner éste en prisiones, en el castillo de Santángelo, al obispo de Osma por otra discordia sobre provisión del obispado de Tarazona. Más brava aún estalló la contienda con motivo del obispado de Sigüenza, cuya posesión se disputaban D. Pedro González de Mendoza, apoyado por el rey, y el cardenal Mella, favorecido por el papa. Por entonces se vino a un acuerdo; el papa revocó pro formula algunos de sus nombramientos, entre ellos el del nepote Riario; y los Reyes Católicos, como agradeciéndole el haber renunciado a su derecho, presentaron para el mismo obispado al mismo sobrino, que jamás llegó a venir a España. Como quiera, la presentación quedó triunfante, aunque más de hecho que de derecho. Defendióla, por encargo de los Reyes Católicos, el insigne jurisconsulto de las leyes de Toro, Dr. Palacios Rubios.

    En cambio, los expolios, o séase la ocupación de las rentas de las sedes vacantes por los nuncios y colectores apostólicos, introdujéronse en España, según testimonio de jerónimo Zurita (2140), en el pontificado de Inocencio VIII (1484 a 1492), siendo legado el cardenal de Santa Cruz, Benardino Carvajal, de tumultuosa y cismática memoria. Los reyes lo resistieron mucho; pero quedaron los expolios bajo el falso supuesto de costumbre antigua y mediante concordias de los nuncios y colectores con muchos cabildos, aprobadas por Clemente VIII en la bula Pastoralis Oficii, de 1599. Y, rodando luego por su curso natural las cosas, esta reserva vino a trocarse, como todas, en regalía, y los expolios, que de cabildos habían pasado a la Cámara Apostólica, [343] entraron en el fisco real, todo para mayor empobrecimiento de la Iglesia y lucro y regocijo de asentistas y luguleyos.

    Peor regalía, y la más detestable de todas en sus efectos fue la del placet, regium exequatur, pase regio o retención de bulas, que comenzó abusivamente en tiempo del cisma de Aviñón. Las primeras retenciones son de los tiempos de don Juan II de Castilla y de D. Alfonso V de Aragón, que en 1423 pretendió legalizar esa medida dictatorial y transitoria, tolerable quizá en tiempos tan conturbados como los del cautiverio babilónico, pero inicua y desastrosa en tiempo de paz. Ni hay legislación antigua en que se funde el tal exequatur, arma predilecta de todos los gobiernos hipócritamente impíos, que mediante ella quieren arrogarse el derecho de mutilar las palabras y enseñanzas pontificias y aun el de impedirlas llegar a oídos de los fieles. La bula de Alejandro VI de 26 de junio de 1493 sólo concede un derecho de revisión no más que para averiguar si las bulas De indulgencias eran auténticas o falsificadas. Y aun esta revisión habían de hacerla el capellán mayor de los reyes o el ordinario de la diócesis, asistidos del nuncio de Su Santidad (2141). Sobre tan liviano fundamento se ha querido levantar este monstruoso y anticanónico privilegio, del cual ya uso y abusó, en 1508, Fernando el Católico, si realmente es suya la insolentísima carta al virrey de Nápoles, conde de Ribagorza y Castellán de Amposta, la cual corre manuscrita de letra del siglo XVII, con anotaciones atribuidas a Quevedo. A mí, hasta por el afectado arcaísmo del lenguaje, me parece una fabricación del tiempo de los falsos cronicones. En ella, Fernando el Católico increpa duramente al virrey por no haber ahorcado al cursor de Roma, que le presentó ciertas letras apostólicas depresivas de las preeminencias reales. Raya en lo inverosímil y revela mano muy inexperta en el falsario que un tan sagaz e impenetrable político como el hijo de D.ª Juana Henríquez se dejara arrebatar de la ira hasta el extremo de amenazar con quitar la obediencia a Su Santidad en los reinos de Castilla y Aragón si el breve no se revocaba; terminando con aquella frase que ha quedado en proverbio: «E digan e hagan en Roma cuanto quisieren, e ellos al Papa e vos a la capa» (2142).

    Como la espuma iban creciendo los derechos reales con la incorporación de los maestrazgos de las órdenes militares, con la abolición de los señoríos temporales de la mayor parte de las [344] iglesias y con las mil restricciones impuestas al derecho de asilo (especialmente por las Cortes de Monzón en 1512) al fuero eclesiástico y a todo linaje de inmunidades. Por la ley hecha en las Cortes de Madrigal de 1476, todo entrometimiento de los jueces eclesiásticos en la jurisdicción real o contra legos en causas profanas era castigado con pérdida de todos los maravedises que por juro de heredad poseyesen; y además, con bárbaro y draconiano rigor, tildábase no menos que con pena de infamia y destierro por diez años y pérdida de la mitad de sus bienes al laico que en tales juicios fuese testigo contra laicos (tít. 1, 1.2 de la Novísima recopilación). Algo por el estilo pidieron y obtuvieron las Cortes de Navarra, convocadas en Sangüesa, en 1503, fundándose en por tales pleitos muchos legos morían descomulgados.

    No fueron menor semillero de controversias las décimas, redécimas y diezmos que así el papa como el rey querían, en tiempos difíciles, imponer a las iglesias. De aquí resistencia de España a Roma y de los cabildos a los exactores; todo ello con lastimoso juro de excomuniones y entredichos. Si en 1473 consintieron las iglesias de Castilla en pagar 30.000 florines a Sixto IV para la guerra contra el turco, en cambio, los aragoneses se resistieron tenazmente a contribuir al subsidio que Julio II pidió en el concilio V de Letrán (2143), y siguieron su ejemplo los castellanos, autorizados por el mismo regente Cisneros, quien para mostrar que no se movían por sórdida codicia, sino por el celo del derecho, ofreció al papa, por medio de su agente en Roma, hasta la plata de las iglesias, pero sólo en caso de necesidad extrema y guerra empeñada con el turco.

    A su vez, los reyes solicitaron y obtuvieron de Roma ciertas imposiciones y décimas, v. gr., la que León X concedió al emperador en 1512, y a la cual contestaron muchas iglesias castellanas, sobre todo la de Córdoba, con entredicho y cesación a divinis.

    Un paso más dieron las regalías en tiempo de Carlos V merced a la buena voluntad de su ayo el papa Adriano, que en 1523 concedió a los reyes de España, como patronos de todas las iglesias de su corona, el derecho universal de presentación de obispos. Aún no habían pasado tres años, cuando el arzobispo de Guadix, D. Gaspar de Ávalos, en pleito con el arzobispo de Toledo sobre la colegiata de Baza, daba el mal ejemplo de acudir al emperador en demanda de despojo de jurisdicción y diezmos. Y entonces, por primera vez, dióse, aunque con protesta del de Toledo, el exorbitante caso de intervenir la jurisdicción laica de la Chancillería de Granada en un litigio eclesiástico, y de tal naturaleza, que no admitía interdicto.

    Pecó Carlos V de sobrado regalista, y entre los cargos que Clemente VII formuló contra él por la pluma de Sadoleto figura [345] la retención de bulas y su examen por el Consejo, aunque sea cierto que las más veces sólo había tenido por objeto impedir los ruines efectos de amañadas obrepciones y subrepciones o la provisión de beneficios en extranjeros, contraria a todas las leyes de España y funesta para la Iglesia, aunque interesadamente defendieran lo contrario los italianos. La suerte de las armas fue favorable al emperador, y Clemente VII, después del saco de Roma, confirmó (en 1529) el derecho de la presentación y fundó el Tribunal de Nunciatura, para que se decidieran aquí, y ante un auditor y seis protonotarios españoles, la mayor parte de las apelaciones que antes iban a Roma. Para colmo de gracias, Paulo III estableció en 1534la Comisaría de Cruzada, con facultad en el emperador para nombrar a quien cobrase y administrase aquella pingüe renta, que, formada de los diezmos, de los beneficios, de las medias anatas, de las vacantes, maestrazgos y encomiendas y de los expolios, venían disfrutando, con más o menos protesta, los reyes, por sucesivas concesiones apostólicas, desde mediados del siglo XV. En tiempos de Carlos V comenzaron también las enajenaciones y ventas de lugares, rentas y vasallos de la Iglesia, que Roma autorizó para ayuda de la guerra contra turcos y herejes a pesar del dictamen contrario de insignes teólogos y canonistas nuestros, como Melchor Cano, que opinaban que ni el rey podía pedir tal concesión ni el papa otorgarla. Hubo en algunas de tales ventas lesiones enormísimas y quejas y resistencias y entredichos; pero muy fuera del camino van los que en tales concesiones graciosas que la Iglesia, como madre amorosísima, otorgó a monarcas católicos de veras, que eran brazo y espada suya en todos los campos de batalla de Europa, quieren encontrar precedentes y justificaciones de desamortización.

    Ni es menos error tomar por doctrina esencialmente regalista la que se expuso en algunos pareceres dados a Felipe II con motivo de sus desavenencias con Paulo IV. No se trataba allí de regalías ni de límites de las dos potestades, ni de cosas espirituales o espiritualizadas, sino de cuestiones internacionales con el papa considerado como soberano temporal, del cual dijo Domingo del Soto: «Cuando se viste el arnés, parece desnudarse la casulla, y cuando se pone el yelmo, encubre la tiara.» Y lo mismo los juristas que los teólogos, así Gregorio López como los Mtros. Mancio y Córdoba y el mismo Soto cuando declaraban lícita la guerra así defensiva como ofensiva, bien claro dan a entender que no ha de ir encaminada contra el Pontífice, sino contra el rey de Roma. No puede negarse, sin embargo, que en el Memorial de agravios presentado por Felipe II a la Junta de Valladolid, y redactado, según es fama, por el Dr. Navarro de Azpilcueta, hay cosas durísimas y hasta provocaciones al cisma, que sólo pueden explicarse teniendo en cuenta la indignación y el furor que en los primeros momentos se apoderó del rey y de sus consejeros al saber que había sido preso en Roma, [346] contra todo derecho de gentes, el embajador Garcilaso y que se había dado un trato de cuerda al correo mayor Juan Antonio Tassis. Así y todo, suena mal en boca de tan católico monarca al poner sospecha en la elección canónica de Paulo IV, suponiéndole intruso por coacción, y el amenazar no sólo con ocupación de expolios y vacantes y con mandar salir a los españoles de Roma, sino con un concilio nacional.

    Y con esto llegamos al famoso parecer de Melchor Cano, de que tanto caudal han hecho todos los enemigos de la Iglesia, del cual, juzgando benignamente y con toda la reverencia debida a tan gran varón, bien puede decirse, como el mismo Cano al fin de la consulta reconoce, «que tiene palabras y sentencias que no parecen muy conformes a su hábito y teología». No porque sean heréticas ni cismáticas, sino porque son ásperas, y alguna vez irreverentes y desmandadas, como lo era la condición de su autor. Bien dijo él mismo, con claro entendimiento que pocas veces le abandona, que aquel negocio más requería prudencia que ciencia. Y hubiera acertado en atemperarse a este consejo y medir con la prudencia sus palabras. Así no hubiera escrito para escándalo de los débiles, aunque sin intención siniestra, aquello de «mal conoce a Roma el que pretende sanarla»: Curavimus Babylonem et non est sanata; ni menos hubiera dicho con tan cruda generalidad y sin atenuaciones «que malos ministros habían convertido la administración eclesiástica en negociación temporal y mercadería y trato prohibido por todas las leyes divinas, humanas y naturales».

    ¡Pluguiera a Dios, sin embargo, que los que tanto cacarean aquel parecer que Melchor Cano dio muy contra su voluntad (2144), y suplicando al rey por amor de Dios que después de leído y aprovechado le arrojase al fuego, hubieran leído despacio la grande obra del restaurador de nuestra teología, su obra De locis, en que tan fervoroso papista se muestra! ¡Pluguiera a Dios que hubiesen meditado el parecer mismo, que puede tacharse de acritud en la forma, pero no, a lo que entiendo, de mala doctrina canónica! ¿Por qué no pararon a atención en aquellas tan discretas prevenciones del principio, cuando advierte que siempre es cosa arriesgada el tocar en la persona del papa, «a quien debemos más respeto y reverencia que: al propio padre que nos engendró», y que en la Sagrada Escritura «está reprobado y maldito el descubrir las vergüenzas de los padres», siendo, además, cosa muy difícil «apartar el vicario de Cristo de la persona en quien está la vicaría», por donde toda afrenta que se hace al papa «redunda en mengua y deshonor de Dios». Y si este es peligroso siempre, ¿cuánto más había de serlo en tiempos de herejía y de revuelta, cuando estaba tan cercano el ejemplo de los alemanes, que también comenzaron «so color de [347] reformación y de quitar abusos y remediar agravios..., porque el estrago de la religión jamás viene sino en máscara de religión»? «No parece consejo de prudentes, añade el sabio dominico, comenzar en nuestra nación alborotos contra nuestro superior, por más compuestos y ordenados que los comencemos... Y con los herejes no hemos de convenir en hechos, ni en dichos, ni en apariencias, y como entre los cristianos hay tanta gente simple y flaca, sólo esta sombra de la religión les dará escándalo, a que ningún cristiano debe dar causa por ser daño de almas, que con ningún bien de la tierra se recompensa». ¡Oh si hubiesen meditado estas profundas palabras los primeros regalistas, artífices inconscientes de la revolución, aunque en el fondo fuesen católicos!

    Y después de todo, ¿qué dice en sustancia el Parecer? Que todo rey está obligado a defender las tierras de su mando de todo el que quiera hacerles fuerza y agravio injusto; que esta defensa ha de ser moderada e inculpada; que en el papa hay que distinguir «dos personas: una, la del prelado de la Iglesia universal; otra, la de príncipe temporal de sus tierras»; que, como a príncipe temporal, se le puede resistir con dinero, con armas y con soldados; que Paulo IV no hace la guerra como vicario de Cristo, sino como príncipe de Italia, confederándose con el rey de Francia y entrando en tierras de los coloneses; que conviene atajar estos desmanes y aun atar las manos al papa, pero con mucho miramiento y quitanclo el bonete, y que como medios extraordinarios durante la guerra debe prohibirse que salga dinero español para Roma y que viajen allá los naturales de estos reinos, disponiéndose, además, la ocupación de las temporalidades de los obispos que sin causa bastante residían in curia. Para cuando se ajustase la paz, y como ventajas que podían sacarse de ella, aconseja al rey que solicite que todos los beneficios sean patrimoniales; es decir, que se supriman los mandatos y reservas, que las causas ordinarias se sentencien en España, que quedan aquí los expolios y vacantes y que el nuncio despache los negocios gratis o, a lo menos, con un asesor español.

    Sólo una proposición, que en otra pluma sería sospechosa tal como está formulada, hemos notado en el Parecer, y ella ha sido el motivo casi único de las admiraciones de jansenistas y episcopalistas: lo de poder los obispos, en casos extremos y en que el acceso a Roma no es seguro, disponer todo lo necesario para la buena gobernación eclesiástica aun en aquellos casos que por derecho se entiende estar reservados al sumo pontífice. Pero adviértanse bien los términos; en casos de necesidad extrema, y no por un derecho anterior que se recobra entonces, como Pereira y los de su escuela sostenían.

    Y basta ya del Parecer, que, más por el nombre de su autor que por la importancia que en sí tiene, está sirviendo todos los días de piedra de escándalo, olvidando, o afectando olvidar, los que le citan como piedra angular de la escuela regalista española [348] que no es una obra sosegadamente escrita, sino un borrón confidencial de un hombre violento y entonces personalmente agriado con los curiales de Roma. Pero con todo eso, ¿qué hubieran dicho los leguleyos del siglo XVIII, que tan desenfadadamente contaban a Cano entre los suyos, si hubieran llegado a leer otro dictamen suyo y de Domingo de Soto (2145), en que sin ambages ni rodeos dicen al rey y a su Consejo que «sólo haciendo manifiesta fuerza e incurriendo en las censuras de la bula In Coena Domini», podían impedir la publicación de las letras y mandamientos apostólicos? ¡La bula In Coena Domini: el coco de los regalistas!

    En el crecer de esta escuela bajo su primera fase, es decir, durante la monarquía austríaca, influyeron diferentes causas, todas ellas muy ajenas de ningún propósito heterodoxo. Tales fueron el entusiasmo cesarista de los jurisconsultos amamantados con las tradiciones del Imperio romano y grandes sostenedores de lo que llamaban ley regia y derechos mayestáticos; el interés de todos los bien avenidos con las exenciones y mal humorados con la jurisdicción ordinaria y con las reformas disciplinares del concilio de Trento; la austera indignación de muchos prelados y teólogos contra verdaderos abusos y desmanes de la íntima, y aun de la superior, grey de los curiales romanos. Como de ordinario sucede, la resistencia degeneró en tumulto; el entusiasmo por el principio regio, en servilismo; se confundió el abuso con el derecho, y católicos muy firmes de doctrina dejaron prevenidas armas y recursos que habían de ser de terrible efecto en manos de sucesores suyos menos piadosos y bien intencionados.

    La bula In Coena Domini, que no sólo excomulga a los usurpadores de la jurisdicción eclesiástica, sino también a los reyes inventores de nuevos tributos y comedores de pueblos (2146), tuvo muy varia fortuna en España. El papa Adriano la publicó en Zaragoza; pero años adelante, en 1551, el virrey de Aragón, y con él la Audiencia, castigaron al impresor que en aquella misma ciudad osó estamparla, y en 1572 Felipe II suplicó a Roma contra ella y prohibió de todas maneras su publicación, y hasta llegó a expulsar al nuncio por querer hacerla.

    Tremendo sostenedor de las regalías fue aquel católico monarca, y no menos algunos embajadores suyos, como el cenobítico Vargas Mexía; pero tampoco hemos de ocultar que este primer regalismo y este aferrarse a las antiguas concesiones y solicitar otras nuevas no solía tener causa más honda que la extremada penuria del erario. Y bueno será recordar, para desengaño de los que tanto claman contra la opulencia de la Iglesia y los bienes amortizados, que Roma concedió a nuestros gobiernos católicos cuanto humanamente podía conceder, puesto que a los antiguos recursos de Cruzada, subsidios, quinquenios, etc., todavía añadió San Pío V en 1567 la renta del excusado, que [349] según otro breve de 1572, podía cobrar el rey de la primera casa diezmera. Gracias a este y a otros arbitrios, sólo un 3 por 100 de la renta decimal llegaba al clero, aun en tiempos en que, faltando todos los motivos de la concesión, ni se armaban galeras ni se hacían guerras contra turcos y herejes.

    Los recursos de fuerza se multiplicaron en el siglo XVII, y hubo cabildos, como el de Córdoba en 1627, que reclamaron con insistencia el real auxilio en sus controversias con los obispos (2147). Nuestros más famosos regalistas prácticos, o de la primera escuela, corresponden al reinado de Felipe IV. Dióles pretexto y alas la desavenencia de aquel monarca con el papa Urbano VIII (Barberini), muy italiano y muy inclinado a la alianza de Francia, y enemigo, por ende, del predominio de los españoles en Italia. Llegó el conflicto a términos de cerrar Felipe IV en 1639 la Nunciatura y retener las bulas del nuncio, monseñor Fachenetti, contribuyendo a ello las quejas de muchos litigantes españoles contra la rapacidad y mala fe e los oficiales de la Nunciatura y las reclamaciones de los obispos contra la mala costumbre de llevar todo género de causas, en primera instancia, al Tribunal del Nuncio, haciendo ilusoria la jurisdicción ordinaria. Al fin vino a transigirse todo por la concordia de 9 de octubre de 1640, en que se comprometió el nuncio a no conmutar disposiciones testamentarias sino con arreglo a los cánones de Trento y a no dispensar de residencias, ni de beneficios incompatibles, ni extra tempora, ni de amonestaciones, ni de oratorio; a no dar indultos ni admitir permutas o resignaciones in favorem de beneficios o de rentas eclesiásticas y a no dar licencias de confesar y predicar, ni relajar a los regulares del rigor de su regla y constituciones, con otras promesas al mismo tenor, y un arancel fijo de derechos. (Ley 2, tít. 4, 1.3 de la Novísima recopilación.) Todo lo cual vino a remediar en parte el daño y a devolver a los obispos alguna parte de su jurisdicción, no poco menoscabada por los recursos omisso medio.

    Fruto de estas contiendas fueron los ásperos libros del licenciado Jerónimo de Ceballos sobre recursos de fuerza en causas y personas eclesiásticas (2148); del consejero D. Pedro González de Salcedo, sobre «la natural ejecución y obligación de la ley política lo mismo entre legos que entre eclesiásticos» (2149), con otras menos famosas de Solórzano Pereira, Vargas Machuca, Ramírez, Sessé y Larrea, a todos los cuales había precedido en la defensa de los recursos de fuerza el jesuita Enríquez en su tratado De clavibus Romani Pontificis, escrito a principios del mismo siglo.

    Como el escribir en defensa de la jurisdicción real o ley regia era el camino más seguro de obtener togas y presidencias de cancillerías, multiplicáronse como la langosta estos farragosos [350] libros. Entre todos lograron el mayor aplauso, y realmente arguyen rica erudición legal, moderación relativa y agudo ingenio, las del Dr. D. Francisco Salgado de Somoza (2150), abogado gallego, que, en premio de sus buenos servicios a la causa de Felipe IV logró el oficio de juez de la monarquía de Sicilla, luego el de oidor de Valladolid y, finalmente, el de consejero de Castilla y la abadía de Alcalá la Real. En dos libros que fueron Alcorán de los regalistas defendió los recursos de fuerza y la retención de bulas, aunque fundándose más bien en la lenidad eclesiástica y en las concesiones de Roma que en principios de derecho natural. Por eso vacila en las conclusiones, y niega a los regulares el recurso, y confunde el derecho de protección con el de fuerza, eterno sofisma de aquella escuela (2151).

    Roma prohibió tales libros. El de Enríquez fue recogido y quemado, el de Ceballos se vedó por decreto de 12 de diciembre de 1624, y, finalmente, se pusieron en el Índice los de Salgado. Como en represalias, nuestro Consejo mandó recoger las obras del cardenal Baronio y borrar lo que en ellas se decía de la [351] monarquía de Sicilia. Las prohibiciones de Roma no pasaron al Índice de nuestra Inquisición (2152).

    El monumento más curioso de aquella lucha es el Memorial que de orden de Felipe IV presentaron a Urbano VIII, de la orden de Predicadores, en 1633, los dos comisionados regios, D. Fr. Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, y D. Juan Chumacero y Carrillo, del Consejo y Cámara de Castilla, los cuales con el tiempo llegaron a ser cardenal-arzobispo de Sevilla el primero, presidente de Castilla el segundo. En este Memorial, muy traído y llevado, es más el ruido que la sustancia. No contiene grandes exageraciones regalistas, ni menos herejías. Todo se reduce a quejarse de expolios y vacantes, gravámenes de la Nunciatura, coadjutorías, pensiones sobre beneficios y rigor de los aranceles de la Dataría (2153).

    Entre tanto crecía nuestra pobreza, y los reyes, sin duda por remediarla, mermaban lo que podían de las rentas eclesiásticas. A todas las antiguas gabelas habíase añadido el subsidio de millones, que fue prorrogándose por sexenios desde 1601, hasta provocar la declarada resistencia de las iglesias de Castilla y León que se juntaron en comunidad o congregación para defender la inmunidad eclesiástica o regularizar a lo menos el pago de tantas exacciones como pesaban sobre el estado eclesiástico: tercias, cruzadas, subsidio, excusado... ¿Quién las contará todas? Hasta 1650, los reyes habían solicitado siempre permiso de Roma para cobrar la de millones; pero en esa fecha, triunfante ya el regalismo en los Consejos, comenzó a atropellarse la inmunidad eclesiástica y a cobrarse sin autorización la sisa, a pesar de las enérgicas protestas del cardenal-arzobispo de Toledo, D. Cristóbal Moscoso y Sandoval (2154); de Palafox, obispo de Osina, y de Fr. Pedro Tapia, arzobispo de Sevilla, el último de los cuales llegó a excomulgar nominatim a todos los cobradores y a poner entredicho, que duró once meses. La Iglesia triunfó por entonces: se suspendió la cobranza y hubo que restituir lo cobrado.

    En aquel primer hervor de espíritu regalista no faltaron voces que se alzasen hasta contra la Inquisición. El Consejo de Castilla, en consulta de 7 de octubre de 1620, 8 de octubre de 1631 y 30 de junio de 1639, proponía que se despojara de su parte de autoridad real a los inquisidores, «los cuales gozaban a preeminencia de afligir el alma con censuras, la vida con desconsuelos, y la honra con demostraciones. Las competencias de jurisdicción, las varias etiquetas y hasta las infinitas concordias, [352] tan pronto hechas como rotas, fueron un semillero de pleitos. La magistratura secular era generalmente enemiga de las inmunidades y exenciones del Santo Oficio, y bien claro lo demuestra la célebre consulta de 12 de mayo de 1639, dirigida a Carlos II por una junta magna de consejeros de Estado, Castilla, Aragón, Italia, Indias y Órdenes, que presidió el marqués de Mancena. Allí, después de quejarse largamente de que los inquisidores turben todas las jurisdicciones, queriendo anteponer la suya y que sus casas tengan la misma inmunidad que los templos, con menoscabo de la justicia ordinaria y de la autoridad de los jueces reales, proponen ciertas cortapisas en cuanto a censuras, invocan el recurso de fuerza y piden que se modere el privilegio del fuero en los ministros, familiares y dependientes.

    Todo esto y lo antes referido se decía y disputaba libremente entre buenos y fervorosos católicos y por entonces no era ocasión a peligro alguno. Pero es lo cierto que el poder real a principios del siglo XVIII tenía a su alcance, recibidos como en herencia de los Reyes Católicos y de los austríacos, no sólo la pingüe regalía del patronato y el amplísimo derecho de presentación, sino el terrible poder del exequatur y el de los recursos de fuerza. Y para sostener toda esta máquina de privilegios y de usurpaciones tenía a su servicio la ciencia de los legistas, enamorados del gobierno absoluto, y para quienes era máxima aquello de que la ley es la voluntad del príncipe, siendo manera de sacrilegio el juzgar de su potestad. Las tradiciones del derecho imperial, por una parte, el interés, por otra, y, finalmente, el espíritu etiquetero y litigioso de corporación y de colegio, atentos más a la forma que a la sustancia, habían llenado los tribunales, especialmente el Consejo de Castilla, de gárrulos defensores de las regalías.

    Pongamos ahora, en vez de la sociedad católica y española del siglo XVII, la sociedad galicana y enciclopedista del siglo XVIII, y sin más explicaciones comprenderá el más lego pará qué podían servir, en manos de los ministros de un rey absoluto como Carlos III, contagiados todos, cuál más, cuál menos, ya de jansenismo, ya de volterianismo, el pase regio, los recursos de fuerza, la regalía de amortización y el patronato. ¡Oh si hubieran podido levantar la cabeza Ceballos y Salgado! ¡Cómo se hubieran avergonzado de verse citados por Campomanes y por Llorente! Bien puede jurarse que, si tal hubieran podido adivinar, hubieran quemado ellos mismos sus libros y hasta se hubieran quemado la mano con que los escribieron (2155). [353]

- III -
Disidencias con Roma. -Proyectos de Macanaz. -Su caída, proceso y posteriores vicisitudes.

    Varia como las alternativas de la guerra de Sucesión fue la conducta del papa Clemente XI (Albani) respecto de Felipe V. Pero en general se le mostró desfavorable, llegando a reconocer por rey de España al archiduque cuando los austríacos, dueños de Milán y de Nápoles, amenazaron con la ocupación de los Estados pontificios. En represalias, Felipe V, por decreto de 22 de abril de 1709, al cual precedió consulta con el P. Robinet, su confesor, y con otros teólogos, cerró el Tribunal de la Nunciatura, desterró de España al nuncio y cortó las relaciones con Roma (2156). Los regalistas vieron llegado el siglo de oro. Una junta de consejeros de Estado y de Castilla mandó escudriñar en los archivos cuantos papeles se hallasen favorables al regio patronato y contrarios a lo que se llamaba abusos de la curia romana. Contra ellos clamaron también las Cortes de 1713, célebres por el establecimiento de la ley Sálica. Al frente de los regalistas estaban el obispo de Córdoba y virrey de Aragón, D. Francisco de Solís, que resumió en un virulento Memorial (dado de orden del rey, transmitida por el marqués de Mejorada) las quejas de todos los restantes (2157), y el intendente de Aragón, D. Melchor Rafael de Macanaz, personaje famosísimo, y con quien ya es hora de que hagamos conocimiento.

    Entre los leguleyos del siglo XVIII, pocos hay tan antipáticos como él, y vanos son cuantos esfuerzos se hacen para rehabilitar su memoria. No nos cegará la pasión hasta tenerle por hereje; [354] pero su nombre debe figurar en primera línea entre los serviles aduladores del poder real, entre los autores y fautores de la centralización a la francesa y entre los enemigos más encarnizados de todos los antiguos y venerados principios de la cultura española, desde la potestad eclesiástica hasta los fueros de Aragón. Era murciano, de la ciudad de Hellín, nacido en 1679, de familia no rica, pero antigua. En la gramática se aventajó poco; más en el derecho civil y canónico, que cursó en Salamanca. Su inteligencia era tardía y algo confusa: pero su laboriosidad en el estudio era incansable y férrea. Acabó por ser grande estudiante, opositor a cátedras, muy aventajado en ejercicios y conclusiones, y, a la postre, catedrático de instituta y de cánones, dándole reputación sus lecturas De solutionibus, De fideiommissis y De rescriptis. De su piedad entonces, a pesar del regalismo, no puede dudarse. Baste decir que sustituyó los antiguos y tumultuosos vítores de los estudiantes con un rosario que iban cantando por las calles en loor de la Santísima Virgen cuando ocurría elección de rector u otro suceso análogo. Algo amengua el mérito de esta disposición piadosa lo mucho que el mismo Macanaz la cacareó, así en su autobiografía como en un tomo en folio que escribió, arrebatado de su desastrosa fecundidad, con el rótulo de Vítores de Salamanca y de la Santa Virgen.

    De las aulas pasó a la práctica forense, y en los tribunales de Madrid logró mucha fama en los últimos días de Carlos II, llegando a ser propuesto por el Consejo de Indias para una plaza de oidor en Santo Domingo. Mucho le dio la mano el cardenal Portocarrero, al cual acompañó, como promotor fiscal, en una visita eclesiástica girada al priorato de San Juan. Fogoso partidario de la causa francesa desde el comienzo de la guerra, asistió a Felipe V en la frontera de Portugal y en Cataluña y fue asesor del virrey de Aragón, conde de San Esteban de Gormaz, y muy protegido del embajador francés, Amelot. Aquilatada así su ciega fidelidad a la causa real, Macanaz fue el hombre escogido en 1707 para intendente de Valencia, con públicas y secretas instrucciones encaminadas a implantar allí un gobierno semejante al de Castilla y acabar del todo con los antiguos fueros y libertades.

    Nadie más a propósito que Macanaz para ejecutor de las voluntades del hipocondríaco príncipe francés, que bárbaramente y a sangre fría había ordenado la destrucción de Játiva. En aquel país hasta las piedras se levantaban contra la Casa de Borbón, y no era el arzobispo D. Antonio Cardona el menos fogoso partidario de los derechos del archiduque Carlos. Macanaz, duro e inflexible en sus determinaciones, tropezó muy luego con él, atropelló la inmunidad eclesiástica, y fue excomulgado por el arzobispo, teniendo que defenderse en un largo Memorial, que, según su costumbre, llegó o dos tomos en folio.

    De Valencia pasó a Intendente de Aragón, de cuyas antiguas libertades era acérrimo enemigo, como bien lo declaran [355] ciertos discursos jurídicos, históricos y políticos que contra ellas escribió; obra farragosa e ilegible, que, con muy mal acuerdo, ha sido sacada estos últimos años de la oscuridad en que yacía (2158). ¿Qué pensar del criterio histórico de un hombre que llamaba a los fueros de Aragón «injustas concesiones arrrancadas a los reyes a fuerza de levantamientos sediciosos»? ¡Y éste es uno de los patriarcas y progenitores del liberalismo español!

    En Zaragoza gobernó como un visir, cargando con la odiosidad de aquella gente; pero su crédito con los palaciegos franceses y con su gran protectora la princesa de los Ursinos creció como la espuma conforme crecían los dineros que de su intendencia, y con diversos tributos y exacciones, iban recaudando.

    Tales servicios y la reputación que tenía de canonista hicieron que la corte le prefiriese en 1713 para ir de plenipotenciario a París, donde (por mediación de Luis XIV, a quien Macanaz no se harta de llamar el grande, y cuya tutela pesaba vergonzosamente sobre su nieto y sobre España) debía tratarse del arreglo de las cuestiones pendientes con Roma. En nombre de la Santa Sede dirigía la negociación del nuncio, Aldobrandi. Mandóse entregar a Macanaz todos los papeles de la junta magna de 1709 y del Consejo y recopilar en un Memorial todos los agravios que el Gobierno español pretendía haber recibido de los Tribunales de Roma y de la Nunciatura.

    Macanaz recibió los papeles de manos del cardenal Giudice, inquisidor general, y los extractó en cuatro tomos en folio, que le servieron de aparato y de pruebas para su famoso Memorial, comúnmente llamado el de los 55 puntos, presentado como informe fiscal al Consejo de Castilla en 19 de diciembre de 1713 (2159).

    Aunque su doctrina es de fondo cismático, comienza por declarar, a modo de precaución oratoria, que en materias de fe y religión se debe seguir a ciegas la doctrina de la Iglesia y los cánones y concilios que la explican. Pero, en materias de gobierno temporal, todo príncipe es señor de sus estados, y puede hacer e impedir cuanto favorezca o contradiga al bien de ellos. Los principales capítulos son:

    1.º Que sean gratuitas las provisiones de la Santa Sede.

    2.º Que no se consientan las reservas, so pena de extrañamiento del reino y ocupación de frutos del beneficio vacante y de todo género de temporalidades.

    3.0 Anulación de las pensiones sobre dignidades y beneficios eclesiásticos, especialmente de las llamadas in testa ferrea, [356] por ser en defraudación de los patronos y contra las piadosas disposiciones de los fundadores.

    4.º Que nadie vaya a Roma a pretender beneficios, sino que se entienda con el agente de preces, y éste con el fiscal general del Consejo, todo bajo las mismas penas de extrañamiento y ocupación de temporalidades.

    5.º Que no se toleren las coadjutorías con futura sucesión, los regresos, accesos e ingresos en beneficios o prebendas, seculares o regulares, con cura de almas o sin ellas.

    6.º Que nadie (bajo las bárbaras penas de seis años de presidio y mil ducados de multa, si es noble, y de seis años de galeras al remo, si es plebeyo) ose solicitar de Roma dispensas matrimoniales sin presentar antes los despachos al fiscal general, y éste al Consejo y el Consejo al rey.

    7.º Que no vayan a parar a la Cámara apostólica los expolios y vacantes.

    8.º «Que absolutamente se cierre la puerta a admitir nuncio con jurisdicción» y que a nadie sea lícito apelar a tribunal alguno de fuera de estos reinos, sino que todos los pleitos y censuras eclesiásticas vayan de los ordinarios al metropolitano, y de éste al primado.

    9.º Que se cumpla el real arancel de derechos en los tribunales eclesiásticos.

    10.º Que se multipliquen los interdictos posesorios y los recursos de fuerza, regularizándose su ejecución, lo mismo que el conocimiento de las causas civiles y criminales de los exentos, arrancando a los tribunales eclesiásticos la jurisdicción mere temporal que tienen usurpada.

    11.º Que se ataje la amortización de bienes raíces y vuelvan a estar en vigor las pragmáticas de D. Juan II (1422, 1431, 1462), que mandaron suspender los Reyes Católicos.

    12.º Que se castigue severamente a los clérigos defraudadores de las rentas reales, contrabandistas y guerrilleros en la pasada guerra de Sucesión. Macanaz lleva su celo realista hasta traer a colación antiguas leyes, que mandan herrarles la cara con hierro candente.

    13.º Que se restrinja el derecho de asilo, o sea, la inmunidad local, lo mismo que la frecuencia y el rigor de las censuras, a tenor de lo dispuesto por el concilio de Trento.

    14.º Que nadie sea osado a alegar la autoridad de la bula In Coena Domini sino en los capítulos admitidos de antiguo en España; y que así ella como la bula Unam Sanctam, de Bonifacio VIII, y otras al mismo tenor sólo se observen y guarden en cosas de la fe y religión y no en las que tocan al gobierno temporal de los pueblos.

    15.º Que el rey provea por sí, conforme a las leyes de estos reinos, los obispados vacantes, ya que el papa no quería aprobar las presentaciones de Felipe V y sí las del archiduque. [357]

    16.º Que, a pesar de todas las excepciones, puede el rey, sin impetrar breve ni rescripto de Roma, incluir al estado eclesiástico, así secular como regular, en los repartimientos y contribuciones de guerra y aun hacer uso de la plata de las iglesias.

    17.º Que se guarde lo prevenido en el concilio de Trento sobre unión de parroquias y beneficios...

    20.º Que se reformen las religiones como las dejó el cardenal Cisneros y que los productos de esta reforma se apliquen a hospitales, casas de niños huérfanos, casas de corrección de mujeres, escuelas, etc., sin que por caso alguno se tolere que haya en cada pueblo más de un convento de religiosos y otro de religiosas de la misma orden ni más de un convento de cualquiera especie en pueblo que no pase de mil vecinos.

    De los fundamentos jurídicos e históricos de este papel no hay que hablar. Júzguese cuál sería la erudición canónica o la buena fe de un hombre que supone concedida por autoridad de los reyes la elección de los obispos por el clero y el pueblo,tradicional y veneranda disciplina de la Iglesia desde los primeros siglos. A tal punto le ciega su monarquismo, confundiendo y barajando cánones y tiempos. Hay en su papel extraña mezcla de verdades útiles y de denuncias de verdaderos abusos con proposiciones gravemente sediciosas y atentatorias de los derechos de la Iglesia. Prohibir toda apelación a Roma, sustituir la presentación con el nombramiento regio, someter al visto bueno del Consejo todo linaje de preces, incomunicar a los católicos con la Santa Sede, hacer de una manera laica y cesarista la reforma del estado eclesiástico, era de hecho quitar en España toda jurisdicción al papa, oprimir de todas maneras la conciencia de los católicos y constituir una especie de iglesia cismática, cuyos pontífices fuesen los fiscales del Consejo.

    Ya para entonces se había desistido de enviar a Macanaz a París. En lugar suyo fue D. José Rodrigo Villalpando, antiguo fiscal real y patrimonial de la Audiencia de Aragón, hechura de nuestro fiscal, que le designó para el cargo y le dio sus instrucciones, mientras él quedaba en Madrid asesorando a Orry y dirigiendo los hilos de la trama.

    Pero había ido demasiado lejos en el Memorial de los 55 párrafos, que aun a sus amigos pareció temerario y duro en los términos. Tenía, por otra parte, poderosísimos adversarios, y más que ninguno, el cardenal inquisidor general, D. Francisco Giudice, resentido con el fiscal desde que éste se había opuesto a su pretensión de ser arzobispo de Toledo alegando las leyes recopiladas, que prohibían dar prelacías a extranjeros. A este primer disgusto se añadió en el ánimo del cardenal el de no haber sido nombrado para ajustar el concordato, aunque Felipe V, como para desagraviarle, le envió a París con una misión extraordinaria.

    Hallábase en aquella corte a tiempo que un consejero llamado D. Luis Curiel, que luego reemplazó a Macanaz en la [358] fiscalía del Consejo de Castilla, delató a la Inquisición el pedimento de Macanaz, faltando al secreto que había jurado observar. Examinado por varios teólogos, los pareceres se dividieron, siendo de los más favorables el del P. Polanco, célebre impugnador del gassendismo. Pero la mayoría le calificó de sedicioso, ofensivo de los oídos piadosos y aun de herético y cismático, extremándose en la censura el P. Polanco, de la Orden de Santo Domingo, porque él era de los teólogos que habían aconsejado a Felipe V, años antes, la expulsión del nuncio y la clausura de su tribunal.

    En vista de los dictámenes, el inquisidor general, por edicto fechado en Marly el 30 de julio de 1714, condenó el informe fiscal, juntamente con ciertos libros de M. Barclay y M. Talón, en defensa de las regalías de Francia. Y tres consejeros de la Inquisición hicieron publicar el edicto en todas las iglesias de Madrid el 15 de agosto de 1714. Bien puede decirse que a él fue el último acto de energía del Santo Tribunal. Entablóse un duelo a brazo partido entre la Inquisición y el poder real; pero la Inquisición triunfó, aunque por última vez.

    El rey mandó a los tres consejeros revocar el edicto sin tardanza, y ellos contestaron que le habían recibido del inquisidor general. Con esto, se mandó llamar al cardenal Giudice, muy odiado en la corte de Versalles, y en Bayona se le intimó la orden de revocar el edicto, de dimitir su cargo de inquisidor general y de volverse a Italia. Sustituyóle el obispo Gil de Taboada, y con él fueron nombrados otros cuatro consejeros, a los cuales no quisieron dar posesión los antiguos.

    En tal conflicto, se pensó hacer una reforma del Tribunal de la Fe, y el marqués de Grimaldo comisionó a Macanaz y al fiscal del Consejo de Indias, D. Martín de Miraval, para que examinasen los archivos de ambos Consejos y, en vista de los antecedentes, diesen por escrito su dictamen, lo cual hicieron en consulta de 3 de noviembre de 1714.

    Pero las bulas de Gil de Taboada no acababan de llegar de Roma, y, en cambio, Giudice contaba con el valioso y decidido apoyo del abate Julio Alberoni, negociador de la boda de Felipe V con Isabel Farnesio y señor absoluto de la voluntad de los reyes después de la caída de la princesa de los Ursinos. Alberoni, aprovechándose de una breve ausencia de Macanaz en Francia, volvió a llamar a Giudice, le restituyó su cargo, y dio, en cambio, a Taboada, el arzobispado de Sevilla.

    Desde entonces, el cambio de política fue notable, y la perdición de Macanaz segura, porque la condición de Felipe V era tan débil y pueril, que jamás acertó a defender ni aun a sus más fieles amigos y servidores. Alberoni comenzó por anular los proyectos de Orry sobre la plata de las iglesias, y en sus primeros decretos acusó a los ministros anteriores de enemigos de la Iglesia y usurpadores de su potestad por haber separado [359] de su cargo a un inquisidor general, que sólo podía ser desposeído por el papa. Macanaz protestó desde Pau de Bearne, donde se hallaba; pero, faltándole a poco su gran protector el marqués de Grimaldo, quedó expuesto sin defensa a la venganza de sus enemigos. El cardenal Giudice publicó nuevo edicto, citándole a comparecer en el término de noventa días para responder a los cargos que pesaban sobre él de herejía, apostasía y fuga. Se embargaron sus bienes, libros y correspondencias, se tomó declaración a cuantos tenían cartas suyas y hasta se redujo a prisión a un hermano suyo, fraile dominico, que luego resultó sin culpa.

    Macanaz escribió enormemente en defensa propia y ofensa de Giudice aunque guardándose bien de volver a España, como decía en conciencia. Todo el nervio de su argumentación estribaba en el falso supuesto de ser la Inquisición un tribunal de jurisdicción real, en que no tenían derecho a mezclarse la Santa Sede ni los obispos.

    Vista la rebeldía y no comparecencia de Macanaz, un tercer edicto le declaró excomulgado y sospechoso en la fe, sin que ninguno de los inquisidores generales que vinieron después de Giudice se atrevieran a revocarlo.

    Macanaz. vivió desde entonces fuera de España, pero en correspondencia secreta con el rey, con su confesor el P. Daubenton, con el marqués de Grimaldo y con otros personajes y ocupado en altas misiones diplomáticas, v. gr., la de enviado extraoficial, aunque él se dice plenipotenciario, en el Congreso de Cambray.

    A despecho de Alberoni, primero, y de Riperdá, después, nunca dejó desde Bruselas, desde Lieja o desde París de asistir al rey con sus informes y consejos ni antes ni después de 1730, en que ya su influencia política, pública o secreta, iba decayendo.

    Algo pareció volver a levantarse, después de treinta y dos años de destierro, cuando contaba ochenta de edad, en 1746, con el advenimiento de Fernando VI, cuyos ministros Carvajal y Ensenada le enviaron de plenipotenciario al Congreso de Breda. Pero pronto incurrió en su enojo por haberse mostrado partidario de la alianza con Inglaterra, y en 1748 se le intimó la orden de volver a España. Llegó a Vitoria el 3 de mayo, y aquel mismo día fue conducido por un piquete de dragones a la ciudadela de Pamplona, de donde pasó al castillo de San Antón, de La Coruña.

    Doce años permaneció en aquellas durísimas prisiones militares, hasta que vino a restituirle la libertad el advenimiento de Carlos III, y con él el triunfo de la mayor parte de sus ideas. Pero no le alcanzó la vida para disfrutar de él. Murió en Hellín el 2 de noviembre de 1760, a los noventa y un años cumplidos de su edad, meses después de haber salido de las cárceles. Bueno [360] será advertir que en esta última persecución suya no tuvo la Inquisicion ni arte ni parte alguna (2160).

    Las obras de Macanaz son en gran número; pero no hay para qué formar catálogo de ellas, cuando ya lo hizo con toda diligencia y esmero un descendiente suyo. Además, la mayor parte de ellas nada tienen que ver con el propósito de esta historia. Escritor tan prolífico como desaliñado, nada escrupuloso en achaques de estilo, jamás se le ocurrió perseguir bellezas literarias. Escribió como fiscal que informa, y su literatura es cancilleresca, curial y de oficina. Ahógale una erudición indigesta, muchas veces inútil y parásita. Sus escritos, a juzgar por los pocos que han llegado a imprimirse, deben de ser un fárrago de repeticiones sin arte. Dejó acopiados curiosos materiales para la historia de España y de sus conquistas americanas; notas a la España Sagrada, a Mariana y al Teatro crítico, de Feijoo; once tomos de memorias sobre la guerra de Sucesión y el establecimiento de la Casa de Borbón en España; notas al Derecho real de España y muchos tomos de documentos con apostillas y observaciones suyas al pie y por las márgenes. Lo que sabemos de estas obras, todavía inéditas y de propiedad privada, completa la fisonomía intelectual de Macanaz, y es por sí prueba suficiente para declarar apócrifos otros papeles que se le atribuyeron manuscritos, algunos de los cuales llegaron a estamparse en el Semanario erudito. Macanaz no era jansenista ni partidario de ninguna de las proposiciones reprobadas en la bula Unigenitus; y bien lo prueba su voluminosa Historia del cisma janseniano, manuscrita en ocho tomos, parte de los cuales están en la Academia de la Historia. Macanaz no prevaricó en las cuestiones de la gracia, ni era bastante teólogo para eso. Fue sólo acérrimo regalista con puntas cismáticas. Tampoco fue enemigo sistemático del Santo Oficio ni antes ni después de su persecución. Antes había escrito una Defensa de ella (2161) contra M. Dellon, médico francés, y después una Historia dogmática, no hartándose en una ni en otra de llamar santo y admirable al Tribunal de la Fe. Mal conocían a éste y mal conocían a Macanaz los que han supuesto que tuvo intención de destruirle o aniquilarle. La Inquisición le encantaba; pero en manos del rey y con inquisidores nombrados por él y sin facultades para proceder contra los ministros, es decir, una Inquisición regalista y medio laica, una especie de oficina del Consejo. A la fin y a la postre, esto vino a ser en los últimos y tristísimos años del siglo XVIII. Quien sepa las buenas relaciones [361] de Macanaz con el P. Daubenton y con los jesuitas de Pau, tampoco tendrá por suyos ciertos Auxilios para bien gobernar una monarquía católica (2162) cuando vea que el décimo de los Auxilios que el autor propone es la expulsión de los jesuitas, a quienes llama enemigos tenaces de la dignidad episcopal y del Estado, motivo suficiente para creer que los tales Auxilios se forjaron, con poco temor de Dios, en el tiempo feliz del Sr. D. Carlos III, en que vulgares arbitristas y papelistas curiosos especularon en grande con el nombre y la fama algo misteriosa de Macanaz. Harto tiene éste con el Memorial de los 55 puntos, cuya paternidad nadie le niega, para que su nombre sea de mal recuerdo entre los católicos españoles.

- IV -
Gobierno de Alberoni. -Nuevas disensiones con Roma. -Antirregalismo del cardenal Belluga. -La bula «Apostoli Ministerii». -Concordato de 1737.

    Con la caída de Macanaz parecieron allanados los obstáculos que se oponían a la celebración del concordato. Alberoni comenzó por llamar a Giudice, robustecer la autoridad del Santo Oficio y anular cuanto Orry había proyectado contra los bienes de las iglesias. Los tratos entre el nuncio Aldobrandi y D. José Rodrigo Villalpando, después marqués de la Compuesta, en tratos se quedaron, y es dudoso que ningún convenio, ni siquiera provisional, llegara a firmarse. Desavenidos al poco tiempo el omnipotente ministro y el testarudo inquisidor general, tuvo éste que renunciar su cargo y retirarse a Italia, mientras que a Alberoni le valía el capelo cierto convenio, no concordato en rigor jurídico, mediante el cual volvió a abrise el Tribunal de la Nunciatura (1717).

    Pero vino a dar al traste con todo la codicia simoníaca de Alberoni, el cual, no satisfecho con el obispado de Málaga, que contra toda ley del reino había alcanzado, y con las rentas del arzobispado de Tarragona, que malamente detentaba, quiso y obtuvo de Felipe V que le presentase para la mitra de Sevilla. La negativa de Roma puso fuera de sí al cardenal, quien echando por los mismos atajos que Macanaz, víctima suya, expulsó de estos reinos al nuncio, cerrando su Tribunal; mandó salir de Roma a los españoles, cobró, sin solicitar bulas ni concesiones pontificias, el subsidio eclesiástico y pidió informe a una junta magna sobre los consabidos abusos de la curia romana en materia de reservas, expolios y vacantes, apelaciones, dispensas, cédulas bancarias, presentación de obispos, etc. [362]

    Tales violencias duraron poco; no tardó en caer Alberoni, odiado igualmente por España y por Roma, a cuyos intereses había servido de una manera vacilante y desigual, siempre con más talento que fortuna y con más fortuna que conciencia. Pocos de los nuestros le agradecieron sus altos pensamientos de reconquistar Italia y lo que hizo por nuestra marina y el buen lugar que dio a España entre las potencias de Europa, aunque el éxito no coronase de todo en todo sus planes.

    Cada vez más embrollados los puntos de disidencia con Roma, era urgente venir a un acuerdo, sobre todo para hacer con autoridad apostólica la reforma que dentro de casa necesitábamos, y que pedían a gritos los prelados más austeros y menos sospechosos de regalismo, llevando entre ellos la voz el insigne obispo de Cartagena, D. Luis Belluga, cardenal desde 1720, prelado batallador al modo de los de la Edad Media, gran partidario de la Casa de Borbón, hasta el extremo de haber levantado a su costa 4.000 hombres en la guerra de Sucesión, declarándola guerra santa, y presentándose en persona en el campo de batalla de Almansa para decidir la victoria; virrey y capitán general de Valencia en nombre de Felipe V, pero enemigo acérrimo de la camarilla francesa, de Orry y de Macanaz y de la princesa de los Ursinos, a la vez que ultramontano rígido y azote de las pretensiones regalistas de los fiscales del Consejo, como lo pruela su famoso Memorial de 1709 protestando de la expulsión del nuncio y de la clausura de su Tribunal y combatiendo ásperamente el pase regio y los recursos de fuerza.

    En cuanto a la reforma del estado eclesiástico, los pareceres se dividieron. Unos, como el ejemplar y venerable arzobispo de Toledo, P. Francisco Valero y Cora, se inclinaban a reanudar los concilios provinciales, malamente interrumpidos desde fines del siglo XVI con pretextos de etiqueta (v. gr., la cuestión del marqués de Velada), que ocultaban males más hondos. Y realmente, Felipe V, por cédula fecha en 30 de marzo de 1721 (2163), recomendó a los prelados la pronta celebración de estos sínodos provinciales y diocesanos, conforme a las disposiciones de los sagrados cánones y del concilio de Trento y balo la real protección, sin atender a usos, estilos ni costumbres contrarias.

    El cardenal Belluga, o porque temiera ver desarrollarse algún germen cismático en estos concilios provinciales o por no querer asistir como sufragáneo al sínodo de Toledo, él que era cardenal y obispo de la antigua metrópoli cartaginense, de la cual en los cinco primeros siglos dependió Toledo, opinó que la reforma debía impetrarse de la Santa Sede, y él por su parte la solicitó, autorizado por el rey y apoyándole varios prelados. Tal fue el origen de la famosa bula Apostolici Ministerii, dada por Inocencio XIII en mayo de 1723.Todo lo que en ella se [363] dispone, o más bien se recuerda, dispuesto estaba en el concilio de Trento: condiciones con que ha de admitirse a la prima tonsura; precisa adscripción de los ordenados a alguna iglesia y asistencia en ella: supresión de beneficios y capellanías que no tengan rédito fijo y reducción de los incongruos; predicación obligatoria de los párracos o sus coadjutores; autoridad y preeminencia de los obispos en coro, capítulo y actos públicos a pesar de todo privilegio, costumbre inmemorial y concordias de cabildos. Item, que no se admita en ningún monasterio ni convento mayor número de frailes y monjas que los que puedan mantenerse de los bienes del mismo convento o de las limosnas acostumbradas; que sólo el diocesano pueda dar órdenes y letras dimisionarias y licencias de confesar a los regulares; que los obispos remedien todos los abusos introducidos en las iglesias contra las prescripciones del ceremonial de obispos, o del ritual romano, o de las rúbricas del misal y del breviario, sin admitir en contra ninguna apelación suspensiva; que se cumplan los decretos de Clemente XI sobre celebración de misas en oratorios privados y altares gestatorios. Y, finalmente, se dictan algunas reglas sobre apelaciones e inhibiciones y jueces conservadores, recomendándose en todo lo demás la observancia de los cánones de Trento, sin que valga a detenerla ningún privilegio anterior, ni costumbre, ni prescripción centenaria o inmemorial (2164).

    Seculares y regulares pusieron el grito en el cielo ante esta bula de verdadera reformación, que, con no traer nada nuevo, venía a cortar inveterados abusos y a restituir a los obispos lo que nunca debieron haber perdido. El clamor de los cabildos, que se creían atacados en sus exenciones, y el de muchos frailes, que veían menoscabados sus privilegios, se juntó con el de los regalistas, que de las exenciones gustaban, y en cuanto a la reforma, si es que en ella pensaron, querían hacerla dentro de España y por mano real. Infinitos memoriales llovieron a nombre de las catedrales de Castilla y León. Con todo eso, la bula se cumplió, a lo menos en parte, y conservó su autoridad legal en todo, siendo no pequeña gloria para el cardenal Belluga haberla obtenido primero y defendido después gallardamente (2165).

    Con breves intervalos de quietud, todo el reinado de Felipe V, en sus dos períodos, fue de hostilidad más o menos descubierta contra Roma. El nieto de Luis XIV no podía perdonar al papa sus simpatías por los austríacos sobre todo en las cuestiones de Italia. De aquí nuevas expulsiones del nuncio y clausura de su tribunal y prohibiciones de enviar dinero a Roma, y hasta una invasión de los Estados pontificios por el infante D. Carlos, ya rey de Nápoles en 1736. A la sombra de tales violencias se logró el capelo para el infante D. Luis, [364] administrador de los arzobispados de Toledo y de Sevilla a los diez años, y se ajustó el concordato de 1737 (26 de septiembre), confirmado por breve de 14 de noviembre del mismo año. En él se restringe la inmunidad local; se trata, de poner remedio a los fraudes y ficciones de ventas y contratos hechos a nombre de eclesiásticos para lograr exenciones de impuestos; se prohíben los beneficios por tiempo limitado; se concede al rey un subsidio de 150.000 ducados por cinco años, se sujetan a contribución, desde la fecha de la concordia, los bienes que de nuevo pasasen a manos muertas; se previene a los ordinarios moderación y cautela en las censuras; se anuncia una visita de regulares hecha por los metropolitanos; se reserva Roma las causas de apelación más importante (matrimoniales, decimales, jurisdicciones, etc.), confiando a jueces in partibus las inferiores; se mandan formar un estado de los réditos ciertos e inciertos de todas las prebendas y beneficios gala tasar y regular las imposiciones y medidas anatas. Quedaban en suspenso, aplazadas más o menos indefinidamente, las cuestiones más importantes y escabrosas: el regio patronato, las reservas, los expolios y vacantes y las coadjutorías (2166).

    Semejante concordato no satisfizo a nadie. A los regalistas pareció poco, y a los ultramontanos, demasiado. Hacíase ahínco, sobre todo, en lo del patronato regio, en defensa del cual había publicado poco antes el ministro Patiño un abultado infolio, que llamó, conforme al gusto del tiempo, Propugnáculo histórico, canónico, político y legal (2167).

    La verdad es que, al fin de la jornada, bien poco lograron aquellos ministros que en son de guerra habían invadido las tierras del papa, y recogido a mano real los breves de Roma, y estorbado el curso de las preces. Todo consistió en que Patiño había muerto al tiempo de cerrarse el concordato y que no le ultimó él, sino su sucesor D. Sebastián de la Cuadra (2168).

    El concordato fue letra muerta excepto en lo relativo al derecho de asilo. Los abusos siguieron en pie, y Mayáns llegó a decir que aquella concordia no era válida de hecho ni de derecho. Pero ni del derecho ni del hecho puede dudarse, ya que ambas partes lo aceptaron y dieron disposiciones para hacerle cumplir.

    Pero todo estaba en el aire mientras no se resolviera la cuestión del patronato. Y no porque aflojaran un punto los ministros de Felipe V en reunir documentos para sacarle a salvo [365] y enviar colecciones de ellos a Roma. Sabemos por Mayáns (en sus Observaciones) que el marqués de los Llanos, D. Gabriel de la Olmeda, fiscal de la Real Cámara, recopiló en un papel los fundamentos de hecho y de derecho que confirmaban el patronato, y que este papel pasó a Roma y mereció una refutación en forma de Benedicto XIV, que, como doctísimo canonista que era, no quiso pasar por las simples copias de bulas que el cardenal Aquaviva le presentó y puso reparos críticos a la cronología de muchas de ellas.

    Entre tanto, el espíritu antirregalista había provocado cierta reacción en España. Víctima de ella fue el franciscano Fr. Nicolás de Jesús BELANDO, autor de la Historia civil de España, donde largamente refirió todos los acontecimientos del reinado donde de Felipe V hasta el año de 1735. Contaba entre ellos el caso de Macanaz en tono de apología de aquel ministro, y en las disensiones de Roma daba siempre la razón al rey, y trataba po poco agriamente al P. Daubenton, confesor del rey, y a los jesuitas, acusándolos hasta de revelar secretos de confesión, v. gr., el pensamiento que Felipe V tuvo de abdicar en Luis I (2169). En 6 de diciembre de 1746 se mandó recoger el tomo 3.º de la Historia de BELANDO, «por contener proposiciones temerarias, escandalosas, injuriosas, denigrativas de personas constituidas en dignidad, depresivas de la autoridad y jurisdicción del Santo Oficio, próximas a la herejía y, respectivamente, heréticas».

    El autor reclamó, invocó en favor suyo las aprobaciones de su libro, el hecho de haber aceptado Felipe V la dedicatoria y el dictamen que en favor suyo había dado D. José Quirón, abogado de los Reales Consejos. Todo fue en vano; BELANDO y Quirón fueron encarcelados, y el primero, recluso en un convento de su Orden en Valencia, con prohibición de escribir en adelante y severas penitencias. El tercer tomo de la obra de BELANDO, que abarca los sucesos ocurridos desde 1713 a 1733, es raro y buscado por los bibliófilos. Macanaz escribió de él unas anotaciones apologéticas que andan manuscritas (2170).

- V -
Otras tentativas de concordato, hasta el de 1756.

    No hay parte de nuestra historia, desde el siglo XVI acá, más oscura que el reinado de Fernando VI. Todavía está por hacer el cuadro de aquel período de modesta prosperidad y reposada economía, en que todo fue mediano y nada pasó [366] de lo ordinario ni rayó en lo heroico, siendo el mayor elogio de tiempos como aquéllos decir que no tienen historia. Pero mientras la honradez, la justicia, la cordura y el buen seso, el amor a la paz, el respeto a la tradición, el desinterés político y la prudencia en las reformas sean prendas dignas de loor en hombres de gobierno, vivirá honrada y querida la memoria de aquel buen rey, que, si no recibió de Dios grande entendimiento, tuvo, a los menos, sanísimas intenciones e instinto de lo bueno y de lo recto, guía más segura e infalible que todos los tortuosos rodeos de la política de Maquiavelo. Aquel reinado no fue grande, pero fue dichoso. De Fernando VI y de Ensenada y del P. Rábano puede decirse con una sola frase que gobernaron honrada y cristianamente, no como quien gobierna un grande imperio, sino como el padre de familia que rige discretamente su casa y acrece por medios lícitos el caudal heredado. ¡Dichosos aquellos tiempos; en que todavía era posible gobernar así!

    Pero dichosos, no, porque el germen mortífero del espíritu del siglo XVIII vivía o se inoculaba en España, aunque con más lentitud que en otras partes. Y en ese mismo reinado de Fernando VI, que fue ciertamente intervalo de paz, aunque breve, daba alguna señal de su existencia ya en arranques regalistas, ya en alguna leve punta volteriana que asoma en los escritos de los que más de cerca seguían el movimiento literario de Francia, ya en la primera aparición de las sociedades secretas.

    Como quiera, las cuestiones pendientes con Roma se allanaron entonces merced a un nuevo y definitivo concordato. Afírmase repetidamente, y con error, que el de 1737 no llegó a ser ley del reino ni fue aceptado por el Consejo; pero convencen de lo contrario las reales cédulas impresas en 1741 mandándole cumplir y ejecutar en todas sus partes (2171). El mal estuvo en la inobservancia y, sobre todo, en lo incompleto de la concordia, que era y parecía provisional. Sobre todo era urgente resolver la discordia del patronato. Mucho hincapié hacía la Dataría romana en no reconocerle, alegando ser poquísimas las iglesias fundadas por nuestros reyes, pues no los había en los primeros siglos cristianos, a lo cual se juntaba el haber sido nombre jamás oído en la Iglesia hasta el siglo XI el de patronato de legos. Contestaban los regalistas alegando el título de dotación, el de conquista, los indultos apostólicos y la costumbre. El mismo P. Rábano, si es suyo el papel que con su nombre se ha impreso sobre esta materia (2172), llama al patronato «el bien de los bienes y el remedio universal de todos los perjuicios que sufre la disciplina eclesiástica en España... desde el día que se introdujeron las reservas apostólicas» Al mismo tiempo, el P. Burriel, comisionado por el ministro Carvajal, recorría nuestros [367] archivos eclesiásticos y escudriñaba sobre todo el de Toledo en busca de documentos que confirmasen la pretensión de patronato. Se pidió parecer a los jurisconsultos de más fama en materias canónicas: al marqués de los Llanos, a Mayáns y Siscar, a D. Blas Jover y Alcázar, al abad de la Trinidad de Orense.

    El resultado de todos estos trabajos y consultas se envió a Roma al cardenal Portocarrero, agente de España, en forma de instrucciones, que redactó D. Jacinto La torre, canónigo de Zaragoza. Como sucede siempre en tales casos, ambas partes comenzaron por pedir demasiado, para quedar luego en un término razonable. El gran Benedicto XIV se propuso conceder cuanto buenamente podía, y, si al principio desoyó las exigencias harto duras del ministro Carvajal y Lancáster, no tuvo reparo en dar benigno oído a D. Manuel Ventura Figueroa, agente secreto del marqués de la Ensenada y del P. Rábano. El concordato de 1753, el más ventajoso que nunca había logrado España, es todo él obra de aquel sabio pontífice hasta en sus términos literales. Subscríbanse Figueroa y el cardenal Valentía Gonzaga. Mediante una indemnización de 1.143.333 escudos romanos al 3 por 100, para los empleados, de la Dataría, fue definitivamente reconocido el derecho universal de patronato en todo lo que no contradijese a los patronatos particulares y suprimidos los expolios y vacantes, las cédulas bancarias, las coadjutorías y pensiones (2173), reservándose el papa cincuenta y dos dignidades, canonicatos, prebendas y beneficios para su libre provisión. El rey de España se comprometía a dar 5.000 escudos anuales de moneda romana para el mantenimiento del nuncio en Madrid.

    Bueno será decir que, aun después de este convenio, en que Roma renunció a todos sus antiguos emolumentos mediante una indemnización levísima, hubo quien siguiera clamando contra los abusos de la curia romana.

    Las negociaciones preliminares del concordato dieron lugar a una porción de escritos más o menos eruditos, pero todos de exaltado regalismo. Nadie fue tan lejos en este camino como el insigne valenciano D. Gregorio Mayáns y Siscar, a quien llamó Voltaire el Néstor de los literatos de España, aludiendo a su longevidad, que fue no menor que la suya. Ni los sospechosos elogios y la amistad del patriarca de Forno, ni sus audacias y pirronismos históricos, ni sus extremidades regalistas deben ser parte a que tengamos por sospechoso en la fe a aquel varón, a quien podemos llamar grande, no tanto por el ingenio cuanto por la sana crítica y la indomada y fecunda laboriosidad. Era en todo un español de la antigua cepa, amantísimo de las glorias de su tierra, incansable en sacar a luz o reproducir de nuevo por la estampa las obras de nuestros teólogos y filósofos, jurisconsultos, humanistas, historiadores y poetas. ¡Cuán pocos [368] son los que han dado más luz que él a nuestra historia científica y literaria! A él debemos magníficas ediciones de Luis Vives, del Brocense, de Antonio Agustín, de Fr. Luis de León, del marqués de Mondéjar, de Ramos de Manzano, de Retes, de Puga, ilustradas con biografías de los autores y notas copiosísimas. Él aspiró a reanudar en todo la tradición y la cadena de la ciencia patria, siendo sus esfuerzos en pro de nuestra cultura todavía más simpáticos que los del P. Feijoo, porque son más castizos. Incansable en purgar nuestra historia de fábulas y ficciones, no sólo dio a luz la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio, sino que hizo por su cuenta guerra sin cuartel a los falsos cronicones y a toda la faramalla de historiadores locales. Quizá le llevó demasiado lejos el espíritu crítico, mezclado con cierta aspereza y terquedad de carácter y con una vanidad literaria superior a todo lo creíble. Así se comprende que diera en paradojas como la Defensa del rey Witiza o que se obstinara en caprichos como el de la Era española.

    Pero ¿cómo no perdonárselo, todo, cuando se recuerda que él penetró de los primeros, con la antorcha de Valdés y de Aldrete, en el misterio de los orígenes de la lengua castellana, en tiempos en que la filología romance andaba en mantillas; que él en su severísima Retórica tuvo a gala no citar más ejemplos modernos que de autores españoles, todavía en mayor número que los de griegos y latinos, que él por primera vez escribió la vida de Miguel de Cervantes, y levantó la fama de Saavedra Fajardo, y resucitó el olvidado nombre de Pedro Juan Núñez, y, finalmente, que él dio luz al caos de nuestra historia jurídica en su Carta al doctor Berni sobre el origen y progresos del derecho español, años antes de que el P. Burriel escribiese la admirable Carta a D. Juan de Amaya, tesoro de erudición y de sagradísimas conjeturas? Bien puede perdonarse a quien tan grandes cosas hizo el que con vanidad un poco pueril no tuviera reparo en llamarse ingenio egregio adolescens, iudicioque admirabili, iuris et antiquitatis peritissimus. Válgale por disculpa el no haber titubeado el doctísimo Huánuco en apellidarle a boca llena Vir celeberrimus, laudatissimus, elegantissimus, como si todo superlativo le pareciera pequeño para su alabanza.

    Del cargo de regalista no puede defenderse a Mayáns, si realmente son suyas, como afirma Sempere y Guarinos (2174), todas las obras publicadas acerca del patronato a nombre del fiscal del Consejo de Castilla, D. Blas Jover y Alcázar. Tales son el Informe en el pleito con el prior y cabildo de la real iglesia del Santo Sepulcro, de Calatayud, para que se declare ser de presentación real todas las prebendas de dicha iglesia sin límite [369] ni restricción alguna (1745), volumen en folio destinado a probar la nulidad del testamento de Alfonso el Batallador en pro de las órdenes militares; la Respuesta al oficio del reverendo arzobispo de Nacianzo, nuncio apostólico en estos reynos, contra la demanda puesta en la Cámara, de orden de Su Majestad, probando ser de real patronato la iglesia de Mondoñedo, por derechos de fundación, edificación, dotación y conquista (1745), el Informe canónico-legal sobre la -representación que hizo al rey el nuncio, arzobispo de Nacianzo (1746); sobre coadjutorías y letras testimoniales; el Examen del concordato de 26 de septiembre de 1737 (1747), dirigido a prevenir a Fernando VI, a su advenimiento al trono, contra las reclamaciones del nuncio pidiendo que se cumpliera el pasado concordato, y, finalmente, las Observaciones sobre el concordato de 1753, que después de andar largos años manuscritas llegaron a imprimirse en el Semanario erudito, de Valladares, con noticia de su verdadero autor, a quien el mismo D. Manuel de Roda, empedernido, si bien vergonzante, volteriano, había negado licencia para la impresión en otros tiempos, considerándola más escandalosa que útil y aun de efecto contraproducente, por lo mismo que en ella se maltrata reciamente a Roma en puntos en que Roma había cedido (2175).

    Pero ¿quién se libró entonces de aquel desdichado vértigo cismontano, si hasta se dejaron arrebatar de él alguna vez la índole cándida y el hermosísimo entendimiento del jesuita Andrés Marcos Burriel, a quien el ministro Carvajal y Lancáster envió a Toledo en busca de papeles que de un modo o de otro favoreciesen las pretensiones cesaristas, que se querían fundar en la historia? Ya queda dicho en otro lugar le esta obra nuestra que el P. Burriel dejó inédita una carta queriendo sacar a salvo, y extremando quizá, el sentir del Tostado acerca de la potestad pontificia, de cuya opinión viene a decir que «es como una ciudadela de reserva para lance perdido en negociaciones con Roma, o como una arma secreta, que, manejada por debajo de capa, sin escandalizar al público, obligará al ministerio [370] de Roma a tomar cualquier partido». «La opinión del Abulense -añade-, no sólo tiene firmes apoyos en lo general de la Iglesia, sino en lo particular de España. Tiene apoyos en España: en el tiempo primitivo de los romanos, en el tiempo de los godos, en el tiempo de la cautividad de los moros, en el tiempo de la restauración, aun después de introducido el decreto de Graciano...» Y así prosigue el P. Burriel, apoyándose, con lamentable error canónico, no sólo en las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea, sino hasta en el conciliábulo de Pisa y hasta en el testimonio de herejes como Pedro de Osma, a quien se contenta con llamar atrevido; todo queriendo demostrar que el papa es sólo caput ministeriale Ecclesiae, que, independientemente del concilio ecuménico, no tiene infalibilidad en el dogma (2176).

    Cegaba al P. Burriel, y quiero decirlo siquiera por el entrañable amor que profeso a su buena memoria de erudito, que con los despojos de su labor enriqueció a tantos, sin cosechar él ningún fruto; cegábale, digo, aquella íntima devoción suya, aquel, mejor diré, entusiasmo y fanatismo por todas las cosas españolas, y, sobre todo, por nuestra antigua liturgia, por nuestros concilios y colecciones canónicas y por las tradiciones de nuestra Iglesia. De continuo vivía con las sombras de los Isidras, Barullos y Jilvanes, y había llegado a fantasear cierta especie de Iglesia visigoda, que, sin ser cismática, conservara sus himnos, sus ritos y sus cánones y pudiera llamarse española. Hispanismo lamentable, o más bien engañoso espejismo, propio de quien vive entre libros y papeles viejos y se absorbe todo en la ilusión de lo antiguo; ilusión de que sacaron largo partido los gobernantes del tiempo de Carlos III, indiferentes en el fondo a tales investigaciones arqueológicas, pero interesados en mover guerra al papa bajo cualquier pretexto. ¡Si hubiera comprendido el P. Burriel cuán peligroso es jugar con fuego y cuán triste cosa poner la erudición seria y razonada y la contemplación serena de las instituciones de otros siglos al servicio de los fugitivos intereses de tal o cual bandería, o de ministros o hacendistas que sólo tiran a saltar el barranco de hoy con ayuda de erudiciones y teorías que para esto inventan!

    Musas colimus severiores hubiera debido decir el que con indecible y heroica diligencia, y en solos cuatro años, revisó más de 2.000 documentos. y copió cuanto había que copiar en Toledo, de misales y breviarios, de los llamados góticos y mozárabes; de actas y vidas de santos; de martirologios y leccionarios; de obras de San Isidro y de los Padres toledanos; de códigos y monumentos legales; de diplomas y escrituras, dejando preparado en una forma o en otra cuanto después, con más o menos fortuna, sacaron a luz Arévalo, La Serna Santander, el cardenal Lorenzana, González, Aso y Manuel y tantos [371] otros, pues hoy es el día en que aún estamos viviendo, confesándolo unos y otros sin confesarlo, de aquella inestimable riqueza que la tiranía oficinesca arrancó de manos del P. Burriel cuando todavía no había comenzado a dar forma y orden a sus apuntamientos (2177). Y no sólo a la historia eclesiástica se limitaban sus esfuerzos, antes tuvo pensamientos más altos y universales que los del mismo Mayáns, como lo testifican sus inéditos y desconocidos Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras, escritos hacia 1750. Allí se propone reanudar en todo el hilo de la vieja cultura española, y, en vez de pedir, como tantos otros de su tiempo, inspiraciones a Francia, quiere buscar el agua en las primordiales fuentes de nuestro saber castizo, y proyecta, sin que la inmensidad de la empresa le arredre, una colección de Santos Padres y otra de teólogos y místicos, todos españoles, y asimismo bibliotecas históricas completísimas de todos los antiguos que trataron de cosas de España, de cronicones latinos; de crónicas castellanas; de historiadores particulares y de Indias; de biografías; de historias de reinos, ciudades y pueblos; un cuerpo diplomático; una colección de monumentos de lenguas de Indias; enmiendas y adiciones a Nicolás Antonio; bibliografías particulares, ediciones de todos nuestros humanistas, desde Alonso de Palencia y Nebrina y el Comendador Griego hasta Vicente Marinar, y de todos nuestros filósofos, desde Vives hasta Suárez, y de nuestros arqueólogos y juristas; y como, si todo esto no fuera bastante, una Historia cristiano (aún no había comenzado a escribir el P. Flórez), un Martirologio en que se enmendasen las fábulas del de Tamayo de Salazar, una historia natural de España y otra de América, un Corpus Potérium hispanorum y colecciones de gramáticos, de oradores, de críticos, etc.

    ¡Qué manera tan grandiosa y nueva de concebir la historia de España! ¡Qué atención a todo y qué poner las cosas en su lugar! Y no se diga por todo elogio que in magnas volviese sat est, porque al P. Burriel, que todas estas maravillas había concebido, no le faltó el saber, ni los materiales, ni el buen juicio, ni el delicado gusto, ni siquiera el tiempo para aprovecharlos. Sólo le dañó el ser jesuita y el haberle faltado la sombra del P. Rábano cuando más falta le hacía y cuando comenzaba a desatarse la tormenta contra la Compañía. No le alcanzó a Burriel la expulsión, pero sufrió el martirio más cruel que puede sufrir un hombre de letras: el de verse arrebatar en un [372] día, de real orden, subscrita por el ministro Walk, el fruto de todas sus investigaciones y el tesoro de todas sus esperanzas. Aquel acto de absurdo despotismo le costó la vida. Hora es ya de vengar su memoria, oscurecida por tanta corneja como se atavió con sus plumas.

- VI -
Novedades filosóficas. -Cartesianismo y gassendismo. -Polémicas entre los escolásticos y los innovadores. -E. P. Feijoo. -Vindicación de su ortodoxia. -Feijoo como apologista católico.

    Quizá parezca extemporáneo no poco de lo dicho en el párrafo anterior; pero, aparte del regalismo, siempre es útil traer a cuento los respetables nombres de Mayáns y Burriel, los dos españoles más españoles del siglo pasado, cuando se va a hablar de la ola de ideas extranjeras que inundó nuestra tierra desde los primeros años del siglo XVIII y a detenernos un momento ante la figura del P. Feijoo, a quien tienen muchos por el pensador más benemérito de nuestra cultura en aquella centuria.

    Pero ni Feijoo está solo, ni los resultados de su crítica son tan hondos como suele creerse, ni estaba España, cuando él apareció, en el misérrimo estado de ignorancia, barbarie y fanatismo que tanto se pondera. Hora es ya de que las leyendas cedan el paso a las historia y que llegue a los siglos XVII y XVIII algún rayo de la vivísima luz que ha ilustrado y hecho patentes épocas mucho más remotas y de más difícil acceso.

    Alguna culpa quizá no leve, tenga en esto el mismo padre Feijoo, que de modesto no pecó nunca (2178) y parece que puso desmedido empeño en que resaltase la inferioridad del nivel intelectual de los españoles respecto del suyo. Hay en sus escritos, por mucha indulgencia que queramos tener, ligerezas francesas imperdonables, que van mucho más allá del pensamiento del autor, y que denuncian no ciertamente desdén ni menosprecio ni odio, pero sí olvido y desconocimiento de nuestras cosas, hasta de las más cercanas a su tiempo; como que para hablar de ellas solía inspirarse en enciclopedias y diccionarios franceses.

    Lejos de nosotros palabra alguna dura e injuriosa para tan gran varón. No somos de aquellos que, exagerando su mérito relativo, le disputan todo mérito absoluto, hasta desear ver quemados sus libros, por inútiles, al pie de su estatua. Yo afirmo, al contrario, que esos escritos me han enseñado mucho y deleitado no poco y que largo tiempo ha de pasar antes que envejezcan.

    Lo que me parece mal es el estudiar a Feijoo solo, y mirarle como excepción de un pueblo de salvajes, o como una perla [373] caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las nieblas del mal gusto y de la extrema insipiencia.

    Cierto que las amenas letras agonizaban cuando él comenzó a escribir. En tiempo de Carlos II se habían apagado el astro de Calderón y el de Solís, únicos supervivientes de la poética corte de Felipe IV. Con ellos se habían llevado a la tumba el genio dramático y el estilo histórico. El teatro vivía de las migajas de la mesa de Calderón, recogidas afanosamente por Bances Candamo, Zamora y Cañizares. De la poesía lírica apenas quedaba sombra, ni merecen tan sagrado nombre los retruécanos, conceptibles, equívocos y paloteo de frases con que se ufanaban Montoro, el primer Benegasi, Tafalla y Negrete, y hasta Gerardo Lobo, con tener este último muy espontáneo y desenfadado ingenio. Sólo cruzaban de vez en cuando, como ráfagas hermosas, aquel anubladísimo cielo algunas inspiraciones místicas de almas virginales retraídas en el claustro o tal cual valiente y filosófico arranque del tétrico y asceta D. Gabriel Álvarez de Toledo. En lo demás, alto silencio. Imitando de lejos a Quevedo, escribía con sal mordicante y con abundancia desaliñada de lengua el Dr. D. Diego de Torres, confundiendo a la continua la pintura de costumbres con las caricaturas y bambochadas.

    Pero la cultura de un país no se reduce a versos y novelas, y justo es decir, como ya lo notó el Sr. Cánovas del Castillo, con la discreción y novedad que suele poner en sus juicios históricos (2179), que aquellos días de Carlos II y del primer reinado de Felipe V, tristísimos para las letras, no lo fueron tanto, ni con mucho, para los estudios serios; no siendo culpa de la historia el que esta vez, como tantas otras, contradiga las vanísimas imaginaciones de los que quieren amoldarla a sus ideas y sistemas.

    Será desgracia de los que así pensamos; pero, por mucho que nos empeñemos en admirar las grandezas y esplendores de la edad presente, en vano buscan los ojos en esta España, tan redimida ya de imposiciones y tiranías científicas, un matemático como Hugo de Omerique, cuya Analysis geometrica, sive nova et vera methodus resolvendi tam problemanda geometrica quam arithmeticas quaestiones, que por lo ingeniosa y aguda mereció los elogios de Newton, fue impresa en Cádiz en 1698, en tiempos en que el análisis matemático andaba en mantillas o gemía en la cuna. Lo cual no fue obstáculo, sin embargo, para que, pocos años adelante, el P. Feijoo y el humorístico doctor Torres, que quizá no habían visto tal libro ni sabían bastantes matemáticas para entenderle, afirmasen, cada cual por su lado, que las ciencias exactas eran planta exótica en España. Seraneo en Oviedo o en Salamanca, donde ellos, casi profanos, escribían; pero en España estaba Cádiz, patria de Omerique, y Valencia, [374] donde escribía y enseñaba el doctísimo P. Tosca. Y los aficionados a estudios históricos, sólidos y macizos, de crítica y de investigación, ¿cómo no han de tener por edad dichosa aquella en que convivieron, y aunaron sus esfuerzos contra el monstruo de la fábula, y barrieron hasta el polvo de los falsos cronicones, y exterminaron una a una las cabezas de aquella hidra más mortífera que la de Lerna, y limpiaron el establo de Aguas de nuestra historia eclesiástica y civil tan doctos varones como D. Juan Lucas Cortés, Nicolás Antonio, Mondéjar y el cardenal Aguirre, a quien se puede agregar a tan ilustre compañía, perdonándole su debilidad, de que entonces participaban muchos, por las decretadas ante-sicilianas? Ingratos y necios seríamos si negásemos que a la época de Carlos II debimos nuestra máxima colección de concilios, nuestra bibliografía antigua y nueva, superior hoy mismo a la que cualquiera nación tiene; los primeros trabajos encaminados a dar luz a la historia de nuestras leyes, de los cuales fue brillante muestra la Themis hispanica, que como suya publicó Franckenau; y, finalmente, las Disertaciones eclesiásticas y los infinitos trabajos de Mondéjar, los del P. Pérez, benedictino, y la Censura de historias fabulosas, luminosos faros que nos guiaron al puerto de la España Sagrada. ¡Edad de ignorancia, de superstición y de nieblas aquella en que, al impulso y a la voz de nuestros críticos, cayeron por tierra supuestas cátedras apostólicas y episcopales, borrase de los martirologios a innumerables santos cuyos nombres y reliquias honraba la engañada devoción del vulgo y ni cartularios de monasterios ni obras tenidas por de Santos Padres se libraron de la inquisidora mirada de la crítica! ¿No arguye mayor valor el que creyentes hagan esto en una sociedad católica que el atacar baja y cobardemente al cristianismo en una sociedad impía?

    Dónde, si no en esa escuela de noble y racional y cristiana libertad histórica, aprendieron los Berlangas, Burriel, Mayáns y Flórez, lumbreras de la primera mitad del siglo XVIII, pero educados con los libros y tradiciones del siglo anterior libres casi de todo contagio extranjero, porque hasta el regalismo y lo que pudiéramos llamar hispanismo de algunos de ellos tiene sabor castizo, y más que de Bossuet viene de Salgado?

    ¡Y ésta es la nación que nos pintan oprimida y fanatizada hasta que el benedictino gallego vino a redimirla con el fruto de sus estudios en las Memorias de Trévoux, en el Diccionario de Morera, en el Journal des Savants, en las Curiosidades de la naturaleza y del arte o en la Historia de la Academia Real de Ciencias! No saben de España, ni entienden a Feijoo, ni aciertan siquiera a alabarle los que tal dicen. Feijoo, en primer lugar, si levantara la cabeza, podría contestarles que en su infancia había alcanzado a aquellos grandes jurisconsultos Ramos del Manzano y Retes, de cuyos tratados De posesión ha afirmado en nuestros días el gran Savigny que, «juntamente con los comentarios de Domellas, son las obras más serias y profundas sobre esta importantísima [375] parte del Derecho romano». Les diría que, antes de venir él al mundo, habían expuesto el obispo Cañamiel y el judaizante Caldoso las filosofías de Gassendi y de Descartes, adaptándolas unos y combatiéndolas otros, como el P. Polanco, obispo de Jaén, en su Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores, al cual no se desdeñó de contestar el padre Saguens, maignanista francés, en su Atomismos demonstratus; prueba clarísima de que las lucubraciones de los nuestros no eran tan despreciadas ultrapuertos. Les confesaría que tampoco fue él el revelador del método experimental en España, puesto que en 1679 se había fundado en Sevilla la Sociedad regia de medicina y demás ciencias, cuyo único objeto era combatir el llamado galenismo y propagar el método de observación. Y tampoco tendría reparo en confesarles que, si su mala suerte le hizo tropezar muchas veces con bárbaros sangradores y metafísicos, curanderos, semejantes al inventor del agua de vida, también le concedió su fortuna ser contemporáneo de Solano de Luque, que con el Lydius Lapis Apollinis tan honda revolución produjo en la semeyótica, o doctrina del pulso; y ser amigo del insigne anatómico, y médico, y filósofo escéptico Martín Martínez, ninguno de los cuales había aprendido seguramente en su escuela, aunque el segundo tomase puesto a su lado.

    No exageremos la decadencia de España para realzar el mérito de Feijoo. Aun sin tales

ponderaciones, es bien grande y más grande nos parecerá si no nos empeñamos en verle aislado, sin maestros ni discípulos, en medio de una Beocia inculta hasta enemiga fanática del saber. Pues qué, ¿si en el ambiente hubiera vivido, cree de buena fe ninguno de sus admiradores que Feijoo tuviera fuerza inicial bastante para levantarse como se levantó y remover tantas ideas y dejar tales rastros de luz?

    Feijoo vale no sólo por sí mismo y por lo que había aprendido en sus lecturas francesas, sino por lo mucho que recibió de la tradición española, a pesar de sus frecuentes ingratitudes. Confieso que nunca he podido leer sin indignación lo que escribió de Raimundo Lulio. Juzgar y despreciar a tan gran filósofo sin conocerle, ¿qué digo?, sin haberle tomado nunca en las manos, es uno de los rasgos más memorables de ligereza que pueden hallarse en el siglo XVIII. Si Feijoo hubiera escrito así siempre, bien le cuadraría el epíteto de Voltaire español, no por lo impío, sino por lo superficial y vano. Ni siquiera después que recia y sesudamente le impugnaron los PP. Tronchón y Torreblanca, Pascual y Fornés, se le ocurrió pasar los ojos por las obras de Lulio, que de cierto no faltarían, a lo menos algunas, en la biblioteca de su convento. Dijo que no gustaba de malbaratar el tiempo, y que se daba por satisfecho con haber visto una idea del sistema de Lulio en el Syntagma, de Gassendi, donde apenas ocupa dos páginas. Así escribía el P. Feijoo cuando escribía a la francesa.

    Repito que no le acabo de perdonar nunca estos pecados [376] contra la ciencia española. Porque es de saber que Feijoo llegó a ser un oráculo, y lo es todavía para muchas gentes, y lo era, sobre todo, en aquellos últimos días del siglo XVIII y primeros del XIX, en que pareció que íbamos a olvidar hasta la lengua. Antes de Feijoo, el desierto; así razonaban muchos. Y, sin embargo, la mayor gloria de Feijoo se cifra en haber trabajado por la reforma de los estudios, traduciendo a veces casi literalmente, aplicando otras veces a su tiempo las lecciones que Luis Vives había dado en el Renacimiento sobre la corrupción de las disciplinas y el modo de volverlas al recto sendero (2180). Siguiendo a aquel grande y sesudo pensador, antorcha inmortal de nuestra ciencia, no se ató supersticiosamente a ningún sistema; filósofo con libertad y fue de todas veras, como él mismo dice con voz felicísima, ciudadano libre de la república de las letras. Peregrinó incansable por todos los campos de la humana mente, pasó sin esfuerzo de lo más encumbrado a lo más humilde y, firme en los principios fundamentales, especuló ingeniosa y vagamente de muchas cosas, divulgó verdades peregrinas, impugnó errores del vulgo y errores de los sabios, y fue, más que filósofo, pensador, más que pensador, escritor de revistas o de ensayos a la inglesa. No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos.

    En filosofía presenció la lid entre los escolásticos recalcitrantes y los importadores de nuevos sistemas, sin decidirse resueltamente por unos ni por otros, aunque no ocultaba sus simpatías por los segundos. Si de algo se le puede calificar, es de baconiano, o más bien de vivista. Era un espíritu ecléctico y curioso, con tendencias al experimentalismo. En filosofía natural le enamoraron los Principios, de Newton, cuando llegó a conocerlos, y tuvo siempre aficiones atomísticas muy marcadas, aunque por falta de resolución o por templanza de espíritu, o por no querer pensar en ello, si hizo guerra a las cualidades ocultas de la escuela, no rechazó nunca las formas sustanciales, ni se pasó a los reales de la física corpuscular, como hicieron otros contemporáneos suyos, v. gr., el P. Tosca y su discípulo Berni; el padre Juan de Nájera, autor del Maignanus redivivus; el Pero Guzmán, que lo fue del Diamantino escudo atomístico, y el insigne médico murciano Dr. Zapata, que en son de triunfo escribió El ocaso de las formas aristotélicas. Gassendi, más que Descartes, era el maestro de todos ellos. En contra lidiaban, con otros de menos nombre, el doctor Lesaca, de quien es el Colirio filosófico-aristotélico, y otro libro, no de mejor gusto, en que pretende impugnar las opiniones del Dr. Zapata ilustrando las formas aristotélicas a la luz de la razón; y el Dr. López de [377] Araújo y Azcárraga, que puso vigilante en frente de Feijoo y Martín Martínez su Centinela médico-aristotélica contra escépticos. Obsérvese que, por lo general, eran médicos, y no teólogos los que descendían arena en pro de lo antiguo. Los escolásticos se contentaban con hacer íntegros Cursos de filosofía, al modo que lo ejecutaron, entre otros muchos descubiertos o la infatigable diligencia de nuestro amigo Laverde (2181), los padres Aguilera y Bidma, Fr. Juan de la Trinidad y Fr. Juan de la Natividad, el franciscano González de la Peña, el trinitario descalzo Fr. José del Espíritu Santo y el elegante y sazonadísimo jesuita Luis de Losada, a quien más bien puede llamarse ecléctico, sobre todo en las materias de física, puesto que aceptó de los nuevos sistemas cuanto buenamente podía aceptar sin menoscabo de la concepción cosmológica que vulgarmente se llama aristotélico-escolástica.

    Es moda confundir en montón a los antagonistas del padre Feijoo y tenerlos a todos por esclavos de rancias preocupaciones, y, sin embargo, algunos de ellos eran más innovadores que él y más resueltos. No hablemos de los lulianos, que, si hubieran alcanzado a Hegel, alguna parte habrían reclamado en aquella lógica que-es metafísica. No digamos nada de aquel singular eclecticismo o sincretismo del P. Luis de Flandes en su extraño libro El académico antiguo contra el escéptico moderno, donde, renovando, por decirlo así, algo del espíritu armónico de Fox Morcillo, quiso conciliar, bajo las universales máximas, las opuestas inferiores, es decir, las formas aristotélicas con el realismo de Platón, y hasta con el de Lulio, remontándose en física hasta los pitagóricos, de quien el cantor del Time recibió inspiraciones. Pero aún los más vulgares impugnadores del Teatro crítico, el mismo D. Salvador José Mañer, diarista famélico, sobre quien agotaron Feijoo y el P. Sarmiento el vocabulario de los dicterios y de las afrentas, y a quien Jorge Pitillas llamó alimaña, no era un trasañejo peripatético, envuelto en el estiércol de la escuela, sino un gacetillero y erudito a la violeta, ávido de novedades y gran lector de diccionarios franceses, a quien de mano maestra retrató el implacable satírico del Diario de los Literatos:

                                 Voy a la biblioteca; allí procuro
pedir libros que tengan mucho tomo,
con otros chicos, de lenguaje oscuro.
   Apunto en un papel que pesa el plomo,
que Dioscórides fue grande herbolario,
según refiere Wanderlack el Romo.
   Y allego de noticias un armario
que pudiera muy bien, según su casta,
aumentar el Mercurio literario. [378]

    Este era Mañer y ésta su erudición. Hombre de flaquísimo magín, no tenía reparo en defender con absurdos testimonios las mortíferas propiedades del basilisco o el inquieto poder de los duendes; pero al mismo paso negaba su ascenso a la fórmula del anfibio de Liérganes, que Feijoo admitió sin reparo. Y por lo que hace a las novedades filosóficas, era campeón acérrimo de ellas y enemigo jurado de la escolástica. Así le vemos defender con extraño tesón aquella singularísima sentencia de D. Gabriel Álvarez de Toledo, precursor en esto de modernísimos sistemas, del infinito y sempiterno desarrollo de una sola semilla criada, que cada planta busca, según su especie, en la nueva producción, resplandeciendo así la sabiduría del Altísimo en bosquejar con sólo un rasgo de su poder toda la serie de vegetales (2182). De igual suerte, defendió la duda cartesiana en el concepto de provisional e hipotética.

    No es ocasión de exponer aquí punto por punto las polémicas del P. Feijoo; buena parte de la historia intelectual de España en los primeros años del siglo XVIII se compendia en ellas. Su escepticismo médico (2183), eco del que antes había defendido el Dr. Gazola, veronés, provocó las ásperas y por lo general desatentadas y pedestres impugnaciones de los Dres. Aquenza, Suárez de Rivera, Araújo, García Ros y Bonamich y las amigables advertencias de Martín Martínez. En puntos históricos le combatió con pésimo y gerundiano estilo, pero no sin razón a veces, el franciscano Soto-Marne, insigne en los anales del mal gusto por su colección de sermones, llamada Florilegio; Feijoo no se quedó corto en la respuesta, pero como en sus admiradores el entusiasmo rayaba en fanatismo, recurrieron a uno de aquellos alardes de arbitrariedad, siempre tan simpáticos en España, e hicieron que Fernando VI dijese, de real orden a su Consejo, que nadie fuera osado a impugnar las obras de Feijoo, ni menos a imprimir las refutaciones, por la razón poderosísima de que los escritos del P. Feijoo eran del real agrado. El P. Soto-Marne puso el grito en el cielo contra aquella tiranía ministerial, y en tres Memoriales no tan mal escritos como el Florilegio, y, sobre todo, muy racionales en el fondo, reclamó aquella libertad que la Inquisición había dejado y dejaba siempre en materias opinables. «Esto es cautivar los ingenios -decía el P. Soto-Marne-, es manifiesto agravio de la verdad, ofensa de la justicia y detrimento de la común enseñanza... ¿Por qué el Mtro. Feijoo ha de pretender un privilegio que no ha gozado otro escritor hasta ahora? ¿Por ventura está canonizada su doctrina? ¿No se han sujetado siempre a examen crítico, impugnación y censura las obras de Santos Padres, de pontífices... y de los más ilustres escritores que venera el orbe literario?» [379]

    Vox clamantis in deserto. Los gobernantes del siglo XVIII se habían propuesto civilizarnos more turquesco y con procedimientos de déspota. Así se proclamaba solemnemente y se imponía como ley del reino la infalibilidad de un escritor polígrafo que trató de todas materias, en algunas de las cuales no pasaba de dilettante.

    Y, sin embargo, la gloria de Feijoo está muy alta. No es, ciertamente, escritor clásico, pero si ameno y fácil. ¡Lástima que afeen su estilo tantos y tantos vocablos galicanos, algunos de ellos tan inauditos, como tabla por mesa, ancianas opiniones en vez de antiguas y ponerse en la plaza de Mr. de Fontenelle por ponerse en su lugar! ¡Lástima mayor que él hiciera perder el primero a nuestra sintaxis la libertad y el brío, atándola a la construcción directa de los franceses, en términos de que muchas veces parece literalmente escritor de ultrapuertos hasta cuando más discurre por cuenta propia! Pero, aparte de estos lunares, perdonables en trabajos hechos a vuela pluma, y que tienen siempre el mérito grandísimo de la claridad y el de dejarse leer sin fatiga, ¡cuánta y cuán varia y selecta lectura, aunque por lo general de segunda mano; cuánta agudeza, originalidad e ingenio en lo que especuló de suyo! ¡Qué vigor en la polémica y que brío en el ataque! ¡Qué recto juicio en casi todo y qué adivinaciones y vislumbres de futuros adelantos!

         No nos acordemos de los gigantes del siglo XVI; pongámosle en cotejo con los hombres de su tiempo, y entonces brillará lo que debe.

    Lo que pierde en profundidad, lo gana en extensión. Como filósofo, ¿es pequeño loor suyo el no haber jurado nunca in verba magistri, ni haberse dejado subyugar jamás ni por el imperio de la rutina ni por los halagos de la novedad, hechicera más terrible que las Alcinas y Morganas? En mal hora se ha llamado a Feijoo el Voltaire español; ni vale nuestro benedicto lo que como escritor vale el autor de Cándido y del Diccionario filosófico, ni es pequeña injuria para Feijoo, filósofo sin duda, aunque no de la generosa madera de Santo Tomás, de Suárez o de Leibnitz, sino con esa filosofía sincrética y errabunda, a cuyos devotos se llama hoy pensadores, el de verse asimilado a aquel bel esprit, que tuvo entre sus dones el de la sátira cáustica y acerada como ningún otro de los hijos de Adán, pero que fue en toda materia racional y discursiva el más inepto y torpe de cuantos han empleado su pluma para corromper el género humano. ¿quién no ha leído a Voltaire? Y aunque se confiese con sonrojo, ¿quién no le ha leído dos veces? Pero esto es ventaja del estilo, no de la doctrina, y, si alguna relativa ventaja de ciencia lleva a Feijoo, no se atribuya al autor, sino al tiempo y a la nación y, sobre todo, a su viaje a Inglaterra. La mayor audacia de Voltaire en filosofía natural, la adopción de los principios newtonianos, es de 1738, y él mismo dice en la segunda edición de 1745 que todos los físicos franceses eran, [380] cuando él escribió, cartesianos, y rechazaban, ¿quién sabe si por vanidad nacional?, la luz que les venía de Inglaterra. Pues bien, de 1750 y 1753 datan los tomos 3.º y 4.º de las Cartas eruditas, en que el autor se hace cargo de dicho sistema, y, a pesar de ciertos reparos, le propugna. Había en su mente gérmenes positivistas, si esta palabra no se toma in malam partem, o empíricos, si queremos buscar algo menos mal sonante. Enamorábale el Gran magisterio de la experiencia. La demostración ha de buscarse en la naturaleza... Por ninguna doctrina filosófica es dado llegar al conocimiento, no ya de lo suprasensible, sino de la verdadera e íntima naturaleza de lo sensible... La investigación de los principios es inaccesible al ingenio humano... Todas estas proposiciones tan discutibles, y la última falsa en sus términos literales, como que es la negación de la metafísica, no impiden a Feijoo ser tan idealista como el que más cuando llega el caso. Dígalo su ensueño Sobre la posibilidad de un sexto sentido; su disertación cartesiana Que no ven los ojos, sino el alma; su opinión Sobre la racionalidad de los brutos, que supone un medio entre espíritu y materia; su Persuasión del amor de Dios, fundada en un principio de la más sublime y metafísica, es decir, en la aspiración al bien infinito. Y bueno será recordar a los que no quieren ver en Feijoo más que un pedisecuo de la inducción baconiana que, lejos de fiarse de la experiencia precaria y falaz, como único y seguro criterio, mostró resuelta adhesión al escepticismo físico (así le llamaban sus partidarios, aunque mejor debiera llamarse criticismo), de que hacía alarde el doctor Martínez, haciendo propias aquellas palabras de Vallés en la Philosophia sacra: Non solum autem non est hactenus comparata scientia physicarum assertionum, sed ne comparari quidem potest, quia physicus non abstrahit a materia: materialium vero noticia, cum pertineat ad sensus, non potes ultra opinionem procedere. Scientia enim est universalium et intelligibilium. ¿Han meditado estas platónicas palabras los que a secas y sin atenuaciones quieren hacer a Feijoo positivista católico? (2184)

    Lo cierto es que Feijoo nunca fundó escuela ni sistema y que, comparado con el P. Tosca o con Diego Mateo Zapata puede pasar hasta por conservador y retrógrado. «Yo estoy bien hallado con las formas aristotélicas y a ninguno de los que las impugnan sigo», dice en el discurso de las Guerras Philosophicas. Pero siempre será de alabar la firmeza con que defendió de la nota de heterodoxia, que algunos escolásticos las imputaban, a las filosofías cartesiana y gasendista en lo relativo a los accidentes de la consagración. Ya había respondido a esto el padre Saguens, distinguiendo el valor de la palabra accidentes en el sistema peripatético y el que tiene entre los atomistas, es decir, de apariencias o representaciones pasivas, con lo cual queda a [381] salvo la definición del concilio de Constanza, que definió contra los wiclefista la permanencia de los accidentes, voz sustituida en el Tridentino por la menos anfibológica de especies sacramentales. Y es lo cierto que la objeción, si objeción era, cogía de Plano a muchos suaristas, negadores de varios accidentes sustanciales, como lo fue el P. Oviedo de la figura y Rodrigo de Arraiga de la gravedad y de la humedad, que ellos no tuvieron por distintas de la cosa figurada, húmeda o grave.

    Otros más graves tropiezos de la escuela cartesiana no se le ocultaron a Feijoo; por eso no abrazó nunca la duda metódica, ni, con ser benedictino, dio por bueno el argumento de San Anselmo, ni aceptó ninguno de los tránsitos del pensar al ser, que son el pecado capital de todos los psicologismos, así como vio muy claras las consecuencias materiales que por lógica inflexible se deducían de la negación del alma de los brutos. Por eso él la admite como forma material, esto es, dependiente de la materia en el hacerse, en el ser y en el conservarse.

    La bizarría y agudeza del entendimiento de Feijoo luce hasta en aquellas materias más ajenas de sus estudios habituales; en crítica estética por ejemplo. Prescindamos de lo que escribió del drama español y de la música de los templos; pero ¿será lícito olvidar que, mientras Voltaire no acertaba a separarse un punto de las rígidas leyes penales de la poética de Boileau, osaba nuestro monje proclamar en El no se qué y en la Razón del gusto que la hermosura no está sujeta a una combinación sola, ni a un cierto número de combinaciones y que hay en la mente del artista una regla superior a todas las reglas que la escuela enseña? «Las reglas son luces estériles que alumbran y no influyen», decía en otra parte. Por eso creyó firmemente que la elocuencia es naturaleza y no arte y que el genio puede lo que es imposible al estudio. Tales audacias bien merece que le perdonemos el haber confundido la declamación con la poesía, prefiriendo Lucano a Virgilio, y hasta aquella lastimosa carta disuadiendo a un amigo suyo del estudio de la lengua griega y aconsejándole el de la francesa. ¡Con lágrimas de sangre habría llorado Feijoo el haberla escrito si hubiera podido ver el estrago que tales opiniones llegaron a hacer, y siguen haciendo, en nuestros estudios!

    Los últimos retoños del siglo XVIII fueron bien injustos con el P. Feijoo. Les agradaba como debelador de preocupaciones, pero les repugnaba como cristiano viejo. Hoy mismo persiste esta antinomia. El abate Marchena, al mismo tiempo que se pasaba de indulgente llamándole escritor puro y correcto (2185), acusaba de haber tributado acatamiento a cuanto la Inquisición y el despotismo abroquelaban con su impenetrable escudo, y tenía los errores que combatió por tan extravagantes y ridículos, que no merecen acometimiento serio. ¡Y eso que entre ellos estaba el de La Voz del Pueblo, que a Marchena, demagogo y [382] convencional, debía parecerle de perlas! Lista divulgó entre sus infinitos discípulos el chiste de la estatua, no acorde en esto con su condiscípulo Blanco White, que declara en las Letters from Spain (2186) haber aprendido de Feijoo «a raciocinar, a examinar, a dudar», penetrando por medio de sus obras en un mundo nuevo de libertad y de análisis cual si tuviera en la mano la misteriosa lámpara de Aladino. ¿Cuál es peor, el desdén o el elogio?

    Para muchas gentes, Feijoo no es más que impugnador de supersticiones, brujerías y hechizos. De aquí se ha deducido, con harta ligereza, cuál sería el estado intelectual del pueblo que tales cosas creía. Recórranse, con todo eso, los discursos de Feijoo, y se verá que muchas de esas supersticiones por él impugnadas eran exóticas entre nosotros, y él sólo las conocía eruditamente y por libros de otras partes. Así la astrología judiciaria y los almanaques; materia de bien poco interés en España, donde no corrían otros pronósticos que los de Torres y el Lunario, de Cortés, y donde nadie pensaba en horóscopos ni en temas genetlíacos; así lo escribió de las artes divinativas, confesando él mismo que de la vara descubridora de tesoros sólo sabía por un libro del P. Lebrón, del Oratorio, y por el Diccionario de Baile; así El purgatorio de San Patricio; y La virtud curativa de los lamparones, atribuida a los reyes de Francia; y Las fortunas del astrólogo Juan Marín; y la leyenda de El judío errante; y las Transformaciones mágicas, y la misma Cueva de Toledo, para la cual tuvo que exhumar el manuscrito de Virgilio Cordobés, confesando él mismo que la tal especie había desaparecido enteramente del vulgo y que el mamotreto de Virgilio era el único monumento de la enseñanza de las artes mágicas en España. ¿Y entonces a qué impugnar lo que nadie creía ni sabía, como no fuera a título de curiosidad? ¿Será aventurado decir que de gran parte de las patrañas impugnadas por Feijoo tuvimos aquí la primera noticia por sus escritos? ¿No tiene algo de cándido el prevenir a los españoles que tengan por fábula las metamorfosis de El asno de Apuleyo?

    Bueno era, con todo, el preservativo, porque siempre es buena la verdad oportuno et importune, aunque los discursos de Feijoo hicieran a la larga el mal efecto de persuadir a los extranjeros, y a muchos de los de casa, de que estaba infestado de supersticiones el país menos supersticioso de Europa entonces como ahora y de que él había sido una especie de Hércules o de Teseo exterminador de la barbarie. Digamos más bien que el espíritu del P. Feijoo, curioso y algo escéptico, se deleitaba en lo maravilloso y extraordinario aunque fuese para impugnarlo. Gustable leer y discutir casos raros y opiniones fuera del común sentir, y a veces tomaba partido por ellas defendiendo, v. gr., la pluralidad de mundos o la habitación acuática del peje Nacela y de mi paisano Francisco de la Vega. ¿Quién había oído en [383] España hablar de vampiros y de brucolacos hasta que al P. Feijoo se le ocurrió extractar las disertaciones del P. Calme sobre esos entes de la mitología alemana? ¿Quién pensaba en las virtudes de la piedra filosofal sino aquel trapacero aragonés traductor del Philaleta?

    Más gloria mereció el P. Feijoo en la impugnación de milagrerías y embustes so capa de religión. Tenía derecho a hacerlo, puesto que era creyente de veras, y juzgaba extremos igualmente viciosos la nimia credulidad y la incredulidad proterva. Así y todo, en el discurso de los Milagros supuestos tuvo que pedir ejemplos a las Memorias de Trévoux, y de España y de su tiempo sólo acertó a referir el caso de un corregidor de Agrada que mandó dar trescientos azotes a una vieja empeñada en hacer sudar a un crucifijo Más adelante impugnó la vieja relación de la campana de Velilla, que la Inquisición había mandado borrar, cincuenta años hacía, de los Anales de D. Martín Carrillo; el culto supersticioso del toro de San Marcos en algunos pueblos de Extremadura (2187); las flores de San Luis del Monte, que no eran sino huevecillos blancos de cierta oruga, que los suspendía en aquel santuario al alentar la primavera. Esta última impugnación sublevó a los cronistas de la religión seráfica y dio margen a acerbas polémicas y a una información judicial, en que Feijoo acabó por tener razón y convencer a los más tercos.

    La tarea del P. Feijoo, así en estos discursos como en el de la campana y crucifijo de Lugo, y otros menos notables, no pudo ser más generosa y bien encaminada. Escribía para un siglo que comenzaba a malearse con el virus de la incredulidad. Empezaban a correr de mano en mano los libros de Francia, y era urgente, dejando a salvo el arca santa, barrer las escorias que impedían el acceso a ella y hacían tropezar a los incrédulos. Un falso milagro, nada prueba; pero tales condiciones subjetivas pueden darse, que haga claudicar en la fe a algún ignorante. ¡Y ay de aquel por quien viene el escándalo! «La sagrada virtud de la religión -dice el P. Feijoo- navega entre dos escollos opuestos: uno, el de la impiedad; otro, el de la superstición» (2188). «Depurar la hermosura de la religión de vanas credulidades» es el propósito confesado por él, y no hay motivo racional de sospechar de su ortodoxia.

    Al contrario; parece que en los últimos tomos de sus Cartas eruditas crece la atención a las cuestiones éticas, sociales y religiosas, al revés del Teatro crítico, donde la filosofía natural predomina.

    Llegaba a él un sordo mugido de las olas que en Francia [384] comenzaban a levantarse; había leído algo de Voltaire, a quien llama escritor delicado, con ocasión de la Vida de Carlos XII, obra la más inocente del patriarca de Forno (2189); conocía la paradoja de Rousseau sobre el influjo de las ciencias y de las letras en la corrupción de los pueblos, y ella y el tema de la Academia de Dijon le dieron pretexto para escribir una larga carta sobre las ventajas del saber, «impugnando a un temerario que pretendió probar ser más favorable a la virtud la ignorancia que la ciencia». No hallaba en Rousseau más que «un estilo declamatorio y visiblemente afectado; una continua sofistería, basada, sobre todo, en el paralogismo non causa pro causa, y una inversión y uso siniestro de las noticias históricas. Realmente, el tema de la Academia de Dijon era una impertinencia de aquellas a que sólo puede contestarse con una paradoja o con un lugar común. «Tomad la contraria y os dará gran fama», dijo Diderot a Rousseau, y Rousseau optó por la contraria.

    La réplica de Feijoo merece leerse (2190). No le entusiasma la virtud espartana, que tan pomposamente encarecía Rousseau; al contrario, tiene la por suprema y asquerosa barbarie, sobre todo puesta en cotejo con la cultura ateniense. No concede de ligero que los romanos de la decadencia valiesen menos moralmente que los de los primeros tiempos de la república, porque no en un solo vicio consiste la nequicia, ni en una sola virtud la santidad; y, sobre todo, niega rotundamente que entre los hombres de ciencia sean más los viciosos que los virtuosos, porque, antes al contrario, la continua aplicación al estudio desvía la atención de todo lo que puede perturbar la serenidad del ánimo o excitar el apetito. Respírase en todas las cláusulas de este discurso el más simpático amor al cultivo de la inteligencia; truena el P. Feijoo contra quien osa buscar ejemplos de perfección en el siglo X, siglo de tinieblas, y se indigna [385] contra los que establecen parentesco entre la herejía de Lutero y el renacimiento de las letras humanas. Sólo se equívoca en creer que Rousseau buscaba únicamente notoriedad de ingenioso con su sofística paradoja, sin reparar, por falta de noticias del autor, que aquella perorata de escolar era el primer grito de guerra lanzado contra la sociedad y la filosofía del tiempo por un ingenio solitario, misantrópico, vanidoso y enfermizo, en cuya cabeza maduraban ya los gérmenes del Discurso sobre la desigualdad de las condiciones, del Contrato social y del Emilio.

    Si más pruebas necesitáramos del recto sentir y de la acendrada ortodoxia de Feijoo, bastaría recordar que entre sus Cartas eruditas hay un escrito contra los judíos, intitulado Reconvenciones caritativas a los profesores de la ley de Moisés (2191); otra contra los filósofos materialistas (2192) y una especie de preservativo contra los errores protestantes, destinado a los españoles que viajan por país extranjero. Era devotísimo de Nuestra Señora, y en su amoroso patrocinio fundaba la esperanza de la eterna felicidad, como él con frase ternísima dice en otra carta (2193). En su comunidad vivió ejemplarmente y murió como un santo.

    No obstante, alguna vez, durante su larga vida, ochenta y siete años, honrada como a porfía por reyes y pontífices sabios, se desató contra él la calumnia, tildándole de sospechoso en la fe. No surgieron en España tales rumores, tan pronto ahogados como nacidos. El mismo Feijoo lo refiere en el discurso sobre las Fábulas gacetable (2194), que hoy diríamos periodísticas. En la Gaceta de Londres de 27 de noviembre e 1736 se estampó cierta carta de un teólogo español a un amigo suyo de Inglaterra, en que se hablaba de conatos de reforma doctrinal en España, patrocinados por el Doctor del Fejo, que había presentado con tal fin un Memorial al Consejo de Castilla. Del Doctor del Fejo débanse tales señas, que era preciso identificarle con el autor del Teatro crítico, donde hallaba el gacetero una libertad de pensar hasta entonces no conocida en España. Mezclando reminiscencias del informe de Macanaz y otras hablillas que circularon antes de la publicación de la bula Apostolici Ministerii, atribuías a nuestro benedictino el proyecto de un concilio nacional y de una iglesia autónoma. Dijere que mucha parte de los teólogos españoles habían apadrinado el Memorial del doctor y que la mayoría del Consejo le había aprobado. Esta carta fue reproducida por la Gaceta de Utrecht de 7 de diciembre del mismo año, luego por la de Berna, y así corrió en todo país protestante, y aun católico, hasta llegar a la celda de San Vicente de Oviedo, «En puntos de fe, no sólo no he tocado en los principios, más ni aun en las más remotas consecuencias», respondió Feijoo; y quien conozca sus obras tendrá por superflua cualquier otra defensa (2195).

    Ni tampoco hay para qué romper lanzas por la pureza de doctrina de los demás pensadores de entonces, que, con ser [386] católicos a machamartillo, tomaron el nombre de escépticos reformados, puesto que su corifeo, el Dr. Martínez, reconoce como criterios de verdad la revelación en los dogmas de fe, la experiencia en las cosas naturales y los primeros principios de la razón en las consideraciones metafísicas. (Diálogo 1.ºde la Philosophia sceptica.) Verdad es que este escepticismo tiene algo de eclecticismo incoherente sobre todo cuando el autor de la Philosophia sceptica establece aquella sutilísima distinción entre los estudios teológicos, para los cuales prefiere la filosofía aristotélica (por las viejas relaciones que tiene con la reina de los saberes); y los de ciencias naturales y medicina, para los cuales prefiere la filosofía corpuscular o atomística por estar basada en principios geométricos y sensibles y no en abstractas nociones, como la física de Aristóteles. Pero, siendo contrarias, o más bien contradictorias, ambas cosmologías, claro que es vicio radical del sistema o sobrado afán de conciliaciones querer legitimar, según los casos, la una o la otra. ¡Como si pudiera haber dos filosofías igualmente verdaderas, una para la especulación y otra para la práctica! En esto le impugnó victoriosamente el Dr. Lesaca, que, como otros aristotélicos, tenía el mérito de llevar a la pelea un sistema bien trabado y consecuente en todas sus partes.

    Escepticismo mitigado o escepticismo racional llamaba al suyo el Dr. Martínez. Positivismo le llamaríamos hoy, si no infamase el nombre y si, por otra parte, el autor no protestase tantas veces de su respeto a los fundamentos metafísicos de la certeza. «Creía los fenómenos que la observación y la experiencia persuaden -dice el P. Feijoo hablando de su amigo-, pero dudaba de sus íntimas causas, y tal vez las juzgaba impenetrables, por lo menos con aquel conocimiento que puede engendrar verdadera demostración» (2196) (Obras apologéticas, p. 219).

    Más resuelto el P. Tosca, por quien en los reinos de Valencia y Aragón se perdió el miedo al nombre de Aristóteles, en la cuestión de principiis rerum naturalium se acostó al parecer de Gassendi, aunque en otras cosas especuló libremente como hombre que era de larga experiencia y contemplación, de indecible amor a la verdad y franqueza en profesarla: altísimo elogio que le tributó no menor autoridad que la de Mayáns. Y, aunque parezca que la doctrina de los átomos trae consigo no sé qué sabor materialista, más que por culpa suya, por culpa de los que en otro tiempo la profesaron y por el recuerdo de Demócrata [387] y Leucipo, de Picuro y de Lucrecia, lo cierto es que esta opinión, corregida y mitigada, con sólo la causa primera, que creó los átomos y les dio el impulso inicial para moverse y combinarse, ha sido profesada, desde el Renacimiento acá, por excelentes católicos, desde Gómez Pereira hasta el P. Sacho, y es opinión que la Iglesia deja libre, como todas las que recaen sobre aquellas cosas que Dios entregó a las disputas de los hombres. Y así como hay y ha habido siempre atomistas católicos, fácil es tropezar con ateos y materialistas que rechazan como hipotética, vacía y falsa la concepción atómica, y quizá tengan razón, sin que en esto se interese el dogma, que ni la aceptó por verdadera ni por herética la reprueba.
Parte después (partes 7 a 10)

Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro seis
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