Epílogo
Resistencia ortodoxa.

I. La casa de Austria en sus relaciones con el luteranismo. Supuesta herejía de D.ª Juana la Loca, Carlos V y el príncipe D. Carlos. -II. Espíritu general de la España del siglo XVI. Reformas de órdenes religiosas. Compañía de Jesús. Concilio de Trento. Prelados sabios y santos. -III. La Inquisición. Supuesta persecución y opresión del saber. La lista de sabios perseguidos, de Llorente. -IV. Prohibición de libros. Historia externa del Índice expurgatorio. -V. El Índice expurgatorio internamente considerado. Desarrollo de la ciencia española bajo la Inquisición.




- I -
La Casa de Austria en sus relaciones con el Luteranismo. -Supuesta herejía de D.ª Juana la Loca, Carlos V y el Príncipe D. Carlos.

    Llego al fin de mi exposición histórica de las disidencias religiosas del siglo XVI con el remordimiento y el escrúpulo de haber dedicado tan largas vigilias a tan ruin y mezquino asunto. Sólo la curiosidad erudita me ha sostenido en esta fatigosa labor, donde, fuera de los nombres de Juan de Valdés y de Miguel Servet, insignes el uno entre los lingüistas y el otro entre los fisiólogos, ni una figura simpática, ni una idea nueva y generosa, se han atravesado, en mi camino. ¡Pobre de España si España en el siglo XVI hubiera sido eso! Un grupo de disidentes, sectarios de reata los más, mirados con desdén y con odio, o ignorados en absoluto por el resto de los españoles, es lo que he encontrado. Originalidad nula; estilo seco y sin poder ni vida; lengua hermosa no por mérito de los escritores, sino porque todo el mundo escribía bien entonces. ¿Qué es lo que puede salvarse de toda esa literatura protestante? Los diálogos literarios y no teológicos de Valdés, la traducción de la Biblia de Casiodoro. Todo lo demás poco importaría que se perdiese. Confieso que comencé este estudio con entusiasmo e interés grande y que le termino con amargo desaliento. Yo quisiera que los españoles, aun en lo malo, nos hubiéramos aventajado al resto de los mortales; pero tengo que confesar que, fuera de las audacias de Servet y del misticismo de Molinos, ningún hereje español se levanta dos dedos de la medianía. Y, sin embargo, tiene su utilidad este trabajo, siquiera para mostrar que el genio español muere y se ahoga en las prisiones de la herejía y sólo tiene alas para volar al cielo de la verdad católica.

    ¡Cuánto mejor me hubiera estado describir la católica España del siglo XVI, que con todos sus lunares y sombras, que no hay período que no los tenga, resiste la comparación con las edades más gloriosas del mundo! Hubiéramos visto, en primer lugar, un pueblo de teólogos y de soldados, que echó sobre [282] sus hombros la titánica empresa de salvar, con el razonamiento y con la espada, la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales; y en nueva y portentosa cruzada, no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el tanto más cuanto de pimienta, canela o jengibre, como los héroes de nuestros días, sino por todo eso que llaman idealismos y visiones los positivistas, por el dogma de la libertad humana y de la responsabilidad moral, por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana! Y no lo fue con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del siglo XVI son de conquistas para la Reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso; y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y que el protestantismo no ha ganado desde entonces una pulgada de tierra, y hoy, en los mismos países donde nació, languidece y muere. Que nunca fue estéril el sacrificio por una causa justa, y bien sabían los antiguos Decios, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de victoria para su pueblo. Yo bien entiendo que estas cosas harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas, que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del siglo XVII, no encuentran palabras de bastante menosprecio para una nación que batallaba contra media Europa conjurada, y esto no por redondear su territorio ni por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas de teología..., la cosa más inútil del mundo. ¡Cuánto mejor nos hubiera estado tejer lienzo y dejar que Lutero entrara o saliera donde bien le pareciese! Pero nuestros abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocurrió juzgar de las grandes empresas históricas por el éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo referían y subordinaban a este objeto supremo: Fiet unum ovile, et unus pastor. Lo cual hermosamente parafraseó Hernando de Acuña, el poeta favorito de Carlos V:

                                 Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la edad dichosa en que promete el cielo
una grey y un pastor solo en el suelo,
por suerte a nuestros tiempos reservada.
   Ya tan alto principio en tal jornada
nos muestra el fin de vuestro santo celo
y anuncia al mundo para más consuelo
un monarca, un imperio y una espada.

    En aquel duelo terrible entre Cristo y Belial, España bajó sola a la arena; y, si al fin cayó desangrada y vencida por el [283] número, no por el valor de sus émulos, menester fue que éstos vinieran en tropel y en cuadrilla a repartirse los despojos de la amazona del Mediodía, que así y todo quedó rendida y extenuada, pero no muerta, para levantarse más heroica que nunca cuando la revolución atea llamó a sus puertas y ardieron las benditas llamas de Zaragoza.

    Al frente de este pueblo se encontró colocada, por derecho de herencia, una dinastía extranjera de origen y en cierto modo poco simpática, guardadora no muy fiel de las costumbres y libertades de la tierra, aunque harto más que la dinastía francesa que le sucedió, sobrado atenta a intereses, pretensiones, guerras y derechos de familia, que andaban muy fuera del círculo de la nacionalidad española; pero dinastía que tuvo la habilidad o la fortuna de asimilarse la idea madre de nuestra cultura y seguirla en su pujante desarrollo y convertirse en gonfaloniera de la Iglesia como ninguna otra casa real de Europa.

    Y, sin embargo, se ha dudado del catolicismo de algunos de sus príncipes, y libros hay en que, con mengua de la crítica, se habla de las ideas reformistas de D.ª Juana la Loca, del emperador y del príncipe D. Carlos.

    ¡Protestante D.ª Juana la Loca! El que semejante dislate se haya tomado en serio y merecido discusión, da la medida de la crítica de estos tiempos. Confieso que siento hasta vergüenza de tocar este punto, y, si voy a decir dos palabras, es para que no se atribuya a ignorancia o a voluntaria omisión mi silencio. Por lo demás, la historia es cosa tan alta y sagrada, que parece profanación mancharla con semejantes puerilidades y cuentos de viejas, pasto de la necia y malsana curiosidad de los periodistas y ganapanes literarios de estos tiempos. Un Mr. Bergenroth, prusiano, comisionado por el Gobierno inglés para registrar los archivos de la Península que pudieran contener documentos sobre las relaciones entre Inglaterra y España, hábil copista y paleógrafo, pero ajeno de criterio histórico y no muy hábil entendedor de los documentos que copiaba (2110), halló en Simancas e imprimió triunfalmente en 1868 ciertos papeles que, a su parecer, demostraban que D.ª Juana no había sido loca, sino luterana, y perseguida y atormentada como tal por su padre Fernando el Católico y por su hijo Carlos V. Por lo mismo que la noticia era enteramente absurda y salía, además, de los labios de un extranjero, alemán por añadidura, y como tal infalible, hizo grande efecto entre cierta casta de eruditos españoles creyendo los infelices que era una grande arma contra la Iglesia el que D.ª Juana hubiera sido hereje. No quedó sin contestación tan absurda especie, y hoy, después de los folletos de D. Vicente de la Fuente, de Gachard y de Rodríguez Villa (2111), [284] es ya imposible consignar semejante aberración en ninguna historia formal. La locura de D.ª Juana fue locura de amor, fueron celos de su marido, y bien fundados y muy anteriores al nacimiento del Luteranismo, como que ya estaba monomaníaca en 1504. De su piedad antes de esta crisis no puede dudarse. En 15 de enero de 1499 escribía de ella el prior de los dominicos de Santa Cruz, de Segovia, que «tenía buenas partes de buena cristiana y que había en su casa tanta religión como en una estrecha observancia». (Página 55 de los documentos de Bergenroth.) ¿Y qué diremos del famoso trato de cuerda que mosén Ferrer, uno de los guardadores de D.ª Juana, mandó darle para obligarla a comer? (2112) Si D.ª Juana estaba loca, ¿no era necesario, para salvar su vida, tratarla como se trata a los locos y a los niños, sujetándole los brazos con cuerdas o de cualquiera otra manera, y haciéndola tomar el alimento por fuerza? ¿Qué tortura ni qué protestantismo puede ver en esto quien tenga la cabeza sana? Sabemos por cartas del marqués de Denia, otro de sus carceleros, que en 1517 la pobre reina oía misa con gran devoción (p. 177) y tenía un confesor de la Orden de San Francisco, dicho Fr. Juan de Ávila. Y, si luego no quiso en algún tiempo confesarse, fue porque estaba rematadamente loca e iban sus manías por ese camino, sobre todo después que el susodicho marqués, que siempre la trató inicuamente, le quitó el confesor y se empeñó en que escogiera a un dominico. Parece que en sus últimos años aquella infeliz demente manifestaba horror a todo lo que fuese acción de piedad (2113) y no recibía los santos sacramentos; pero ¿qué prueba esto, tratándose de una mujer tan fuera de sentido, que decía a fray Juan de la Cruz (2114) que «un gató de algalia había comido a su madre e iba a comerla a ella»? Afortunadamente, Dios le devolvió la razón en su última hora y la permitió hacer confesión general y solemne protesta de que moría en la fe católica, asistiéndola y consolándola San Francisco de Borja.

    ¿Y quién pudo nunca dudar del acendrado catolicismo del grande Emperador? Verdad es que tiene sobre su memoria el reo borrón del saco de Roma, y el acto cesarista y anticanónico del Interim, y las torpezas y vacilaciones que le impidieron atajar en los comienzos la sedición luterana, de lo cual bien amargamente se lamentaba él en sus últimos años. Pero ¿cómo poner [285] mácula en la pureza de sus sentimientos personales? Ni siquiera se atrevió a tanto el calumniador Gregorio Leti. ¡Protestante el hombre que aún antes de Yuste observaba las prácticas religiosas con la misma exactitud que un monje! ¡El que llamó desvergüenza y bellaquería a la intentona de los protestantes de Valladolid, y, sintiendo hervir la sangre como en sus juveniles días, hasta quiso salir de su retiro a castigarlos por su mano, como gente que estaba fuera del derecho común y con quien no debían seguirse los trámites legales! ¡El que en su testamento encarga estrechamente a su hijo que «favorezca y mande favorecer al Santo Oficio de la Inquisición por los muchos y grandes daños que por ella se quitan y castigan!» «Mucho erré en no matar a Lutero (decía Carlos V a los frailes de Yuste), y si bien le dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra, por ser la culpa del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí solo, entonces era obligado a guardarle la palabra, y por no le haber muerto yo, fue siempre aquel error de mal en peor: que creo que se atajara, si le matara» (2115). Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje; y contra todos sus calumniadores protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cambio de la libertad religiosa: «Yo no quiero reinos tan caros como ésos, ni con esa condición quiero Alemania, Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado».

    Al lado de tan terminantes declaraciones, poco significa el proceso que Paulo IV, enemigo jurado de los españoles, mandó formar al Emperador como cismático y fautor de herejes por los decretos de la Dieta de Ausburgo, puesto que tal proceso era exclusivamente político, y se enderezaba sólo a absolver a los súbditos del imperio del juramento de fidelidad y traer nuevas complicaciones a Carlos V. Así y todo, no llegó a formularse la sentencia ni pasó de amenaza la excomunión y el entredicho (2116).

    ¿Y qué diremos del príncipe D. Carlos, alimaña estúpida, aunque de perversos instintos, que viene ocupando en la historia mucho más lugar del que merece? Poco ganaría la Reforma con que un niño tontiloco se hubiera adherido a sus dogmas, si es que cabía algún género de dogmas o de ideas en aquella cabeza. Pero, así y todo, el protestantismo de D. Carlos es una fábula; y a quien haya leído el libro de Gachard, definitivo en este punto, no han de deslumbrarle las paradojas de D. Adolfo de Castro. Que el príncipe tuviera tratos con los rebeldes flamencos en odio a su padre, no puede dudarse; que pensó huir a los Países Bajos, es también verdad averiguada; [286] pero todo lo que pase de aquí son vanas conjeturas y cavilosidades. Ni D. Carlos formaba juicio claro de lo que querían los luteranos, ni en toda aquella desatinada intentona procedía sino como un muchacho mal criado, anheloso de romper las trabas domésticas, hacer su voluntad y campar por sus respetos. Todo es pueril e indigno de memoria en este príncipe. El no tenía pensamiento ni inclinación buena; pero, si en la prisión se resistió a confesarse, porque hervía en su alma el odio a muerte contra su padre, esto mismo demuestra que creía en la eficacia del sacramento y temía profanarle. Repito que este punto está definitivamente fallado después de Gachard y de Mouy, y hora es ya de dejar descansar a aquella víctima no de la tiranía de su padre, sino de sus propios excesos y locura que tan sin merecerlo, y por extraño capricho de la suerte, llegó a convertirse en héroe poético y legendario. Ni a la misma Reforma puede serle grato engalanarse con oropeles y lentejuelas de manicomio.




- II -
Espíritu general de la España del siglo XVI. -Reformas de órdenes religiosas. -Compañía de Jesús. -Concilio de Trento. -Prelados sabios y santos.

    Nadie ha hecho aún la verdadera historia de España en los siglos XVI y XVII. Contentos con la parte externa, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tratados de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los investigadores modernos de los fatigosos y monótonos temas de la rivalidad de Carlos V y Francisco I, de las guerras de Flandes, del príncipe D. Carlos, de Antonio Pérez y de la princesa de Éboli. Lo más íntimo y profundo de aquel glorioso período se les escapa. Necesario es mirar la Historia de otro modo; tomar por punto de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la resistencia contra la herejía, y conceder más importancia a la reforma de una orden religiosa o a la aparición de un libro teológico que al cerco de Amberes o a la sorpresa de Amiens.

    Cuando esa historia llegue a ser escrita, veráse con claridad que la reforma de los regulares, vigorosamente iniciada por Cisneros, fue razón poderosísima de que el protestantismo no arraigara en España, por lo mismo que los abusos eran menores y que había una legión compacta y austera para resistir a toda tentativa de cisma. Dulce es apartar los ojos del miserable luteranismo español para fijarlos en aquella serie de venerables figuras de reformadores y fundadores: en San Pedro de Alcántara, luz de las soledades de la Arrabida, que parecía hecho de raíces de árboles, según la enérgica expresión de Santa Teresa; en el Venerable Tomás de Jesús, reformador de los Agustinos Descalzos; en la sublime doctora abulense y en su heroico compañero San Juan de la Cruz; en San Juan de Dios, portento de caridad, en el humilde clérigo aragonés fundador de las Escuelas [287] Pías y, finalmente, en aquel hidalgo vascongado herido por Dios como Israel, y a quien Dios suscitó para que levantara un ejército, más poderoso que todos los ejércitos de Carlos V, contra la Reforma. San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro. Ningún caudillo, ningún sabio influyó tan portentosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante, débelo en gran parte a la Compañía de Jesús (2117).

    España, que tales varones daba, fecundo plantel de santos de y de sabios, de teólogos y de fundadores, figuró al frente de todas las naciones católicas en otro de los grandes esfuerzos contra la Reforma, en el Concilio de Trento, que fue tan español como ecuménico, si vale la frase. No hay ignorancia ni olvido que baste a oscurecer la gloria que en las tres épocas de aquella memorable asamblea consiguieron los nuestros. Ellos instaron más que nadie por la primera convocatoria (1542) y trabajaron por allanar los obstáculos y las resistencias de Roma. Ellos, y principalmente el cardenal de Jaén, se opusieron en las sesiones sexta y octava a toda idea de traslación o suspensión. Tan fieles y adictos a la Santa Sede como independientes y austeros, sobre todo en las cuestiones de residencia y autoridad de los obispos, ni uno solo de nuestros prelados mostró tendencias cismáticas, ni siquiera el audaz y fogoso arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, atacado tan vivamente por algunos italianos. Ninguno confundió el verdadero espíritu de reforma con el falso y mentido de disidencia y revuelta. Inflexibles en cuestiones de disciplina y en clamar contra los abusos de la curia romana, jamás pusieron lengua en la autoridad del pontífice ni [288] trataron de renovar los funestos casos de Constanza y Basilea. Pedro de Soto opinaba a la vez que la autoridad de los obispos es inmediatamente de derecho divino, pero que el Papa es superior al Concilio, y en una misma carta defiende ambas proposiciones. Cuando la historia del Concilio de Trento se escriba por españoles y no por extranjeros, aunque sean tan veraces y concienzudos como el cardenal Pallavicini, ¡cuán hermoso papel harán en ella los Guerreros, Cuestas, Blancos y Gorrioneros; el maravilloso teólogo D. Martín Pérez de Ayala, obispo de Segorbe, que defendió invenciblemente contra los protestantes el valor de las tradiciones eclesiásticas; el rey de los canonistas españoles, Antonio Agustín, enmendador del Decreto de Graciano, corrector del texto de las Pandectas, filólogo clarísimo, editor de Festo y Varrón, numismático, arqueólogo y hombre de amenísimo ingenio en todo; el obispo de Salamanca, D. Pedro González de Mendoza, autor de unas curiosas memorias del concilio; los tres egregios jesuitas, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco de Torres; Melchor Cano, el más culto y elegante de los escritores dominicos, autor de un nuevo método de enseñanza teológica basado en el estudio de las fuentes de conocimiento; Cosme Hortolá, comentador perspicuo del Cantar de los Cantares; el profesor complutense Cardillo de Villalpando, filósofo y helenista, comentador y defensor de Aristóteles y hombre de viva y elocuente palabra; Pedro Fontidueñas, que casi le arrebató la palma de la oratoria, y tantos y tantos otros teólogos, consultores, obispos y abades como allí concurrieron, entre los cuales, para gloria nuestra, apenas había uno que no se alzase de la raya de la medianía, ya por su sabiduría teológica o canónica, ya por la pureza y elegancia de su dicción latina, confesada, bien a despecho suyo, por los mismos italianos! Bien puede decirse que todo español era teólogo entonces. Y a tanto brillo de ciencia y a tan noble austeridad de costumbre juntábase una entereza de carácter, que resplandece hasta en nuestros embajadores Vargas y D. Diego de Mendoza. ¿Cuándo ha sido España tan española y tan grande como entonces?

    Una serie de concilios provinciales puso vigorosamente en práctica los cánones del Tridentino, a pesar de la resistencia de los mal avenidos con la Reforma. ¿Qué había de lograr el protestantismo cuando honraban nuestras mitras obispos al modo de Fr. Bartolomé de los Mártires, D. Alonso Velázquez, Fr. Lorenzo Suárez de Figueroa, Fr. Andrés Capilla, D. Pedro Cerbuna, D. Diego de Covarrubias, Fr. Guillermo Boil y el Venerable Lanuza; cuando recorrían campos y ciudades misioneros como el Venerable Apóstol de Andalucía, Juan de Ávila, orador de los más vehementes, inflamados y persuasivos que ha visto el mundo; cuando difundían el aroma de sus virtudes aquellas almas benditas y escogidas, en cuya serie, después de los grandes santos ya antes de ahora recordados, fuera injusto no hacer [289] memoria de los Beatos Alonso Rodríguez y Pedro Claver; de Bernardino de Obregón, portento de caridad; del venerable agustiniano Hórozco; del austero y penitente dominico San Luis Beltrán, del recoleto San Francisco Solano, apóstol del Perú; del Beato Simón de Rojas, reformador de las costumbres de la corte; del Beato Nicolás Factor, gran maestro de espíritus? Pero ¿a qué buscar tan altos ejemplos? El que quiera conocer lo que era la vida de los españoles del gran siglo dentro de su casa, lea la biografía que de su Padre escribió el jesuita La Palma; lea las incomparables vidas de D.ª Sancha Carrillo y de D.ª Ana Ponce de León, compuestas por el P. Roa, luz y espejo de lengua castellana, y dudará entre la admiración y la tristeza al comparar aquellos tiempos con éstos.

    Joya fue la virtud pura y ardiente, puede decirse de aquella época como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la Historia y las heces de la literatura picaresca. Aun los que flaqueaban en punto a costumbres, eran firmísimos en materia de fe; ni los mismos apetitos carnales bastaban a entibiar el fervor; eran frecuentes y ruidosas las conversaciones, y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero, y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos.

    ¿Cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma y exornar a las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste a recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de aquella invicta legión. Pero, por el enlace que con nuestro asunto tiene, no hemos de olvidar que Fr. Alonso de Castro recopiló en su grande obra De haeresibus cuantos argumentos se abían formulado hasta entonces contra todo linaje de errores y disputó, con tanta sabiduría jurídica como teológica, de iusta haereticorum punitione; que Domingo de Soto, cuyo nombre, gracias a Dios, suena todavía con elogio gracias a su tratado de filosofía del derecho (De iustitia et iure), trituró las doctrinas protestantes de la justificación en su obra De natura et gratia; que el cardenal Toledo impugnó más profundamente que ningún otro teólogo la interpretación que los luteranos dan a la Epístola a los Romanos; que Fr. Pedro de Soto, autor de un excelente catecismo, hizo increíbles esfuerzos con la pluma y con la enseñanza para volver al gremio de la Iglesia a los súbditos de la reina María; que el eximio Suárez redujo a polvo las doctrinas cesaristas del rey Jacobo y el torpe fundamento de la Iglesia Anglicana y que el obispo Caramuel, océano de erudición y de doctrina y verdadero milagro de la naturaleza, convirtió en Bohemia y Hungría tal número de herejes, que a no verlo confirmado en documentos [290] irrecusables parecería increíble y fabuloso. Pero bien puede decirse que, entre todos los libros compuestos aquí contra la Reforma, no hay uno que por la claridad del método y de la exposición, ni por la abrumadora copia de ciencia teológica y filosófica, ni por la argumentación sobria y potente iguale al del jesuita Gregorio de Valencia, De rebus fidei hoc tempore controversis. ¿Quién lee hoy este libro, uno de los más extraordinarios que ha producido la ciencia española? ¿Quién el elegante y doctísimo tratado de D. Martín Pérez de Ayala De divinis traditionibus? ¿Quién las obras del P. Diego Ruiz de Montoya, fundador de la teología positiva, y a quien siguieron y copiaron muchas veces Petavio y Tomasino?

    Pero digo mal; es en España donde no se leen, que fuera de aquí no hay teólogo que no se descubra con amor y veneración al oír los nombres de Molina y Báñez, de Medina, de Suárez y de Gabriel Vázquez. La sola historia de las controversias De auxiliis bastaría para mostrar la grandeza de la especulación teológica entre nosotros. No sólo nació en España la ciencia media y el congruismo, sino también el sistema de la gracia eficaz que llaman tomista por haberle defendido siempre los dominicos, pero que fue creación de Báñez en oposición a Molina. ¡Y qué ingeniosa doctrina la de éste tal como la atenuaron y desarrollaron otros jesuitas posteriores! ¡Qué oportunidad la de los teólogos de la Compañía en levantar, frente de la hórrida predestinación calvinista, una doctrina que tan altos pone los fueros de la libertad humana!




- III -
La Inquisición. -Supuesta persecución y opresión del saber. -la lista de sabios perseguidos, de LLorente.

    Al lado de las virtudes de los santos, de la espada de los reyes y de la red de conventos y universidades que mantenía vivo el espíritu teológico, lidiaba contra la herejía otro poder formidable, de que ya es hora de hablar, y con valor y sin reticencias ni ambages.

    Ley forzosa del entendimiento humano en estado de salud es la intolerancia. Impónese la verdad con fuerza apodíctica a la inteligencia, y todo el que posee o cree poseer la verdad, trata de derramarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las nieblas del error que les ofuscan. Y sucede, por la oculta relación y armonía que Dios puso entre nuestras facultades, que a esta intolerancia fatal del entendimiento sigue la intolerancia de la voluntad, y cuando ésta es firme y entera y no se ha extinguido o marchitado el aliento viril en los pueblos, éstos combaten por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento y de la lógica, con la espada y con la hoguera.

    La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada cree, ni espera en nada, ni se afana y acongoja por la salvación [291] o perdición de las almas, fácilmente puede ser tolerante. Pero tal mansedumbre de carácter no depende sino de una debilidad o eunuquismo de entendimiento.

    ¿Cuándo fue tolerante quien abrazó con firmeza y amor y convirtió en ideal de su vida, como ahora se dice, un sistema religioso, político, filosófico y hasta literario? Dicen que la tolerancia es virtud de ahora, respondan de lo contrario los horrores que cercan siempre a la revolución moderna. Hasta las turbas demagógicas tienen el fanatismo y la intolerancia de la impiedad, porque la duda y el espíritu escéptico pueden ser un estado patológico más o menos elegante, pero reducido a escaso número de personas; jamás entrarán en el ánimo de las muchedumbres.

    Si la naturaleza humana es y ha sido y eternamente será, por sus condiciones psicológicas intolerante, ¿a quién ha de sorprender y escandalizar la intolerancia española, aunque se mire la cuestión con el criterio más positivo y materialista? Enfrente de las matanzas de los anabaptistas, de las hogueras de Calvino, deEnrique VIII y de Isabel, ¿qué de extraño tiene que nosotros levantáramos las nuestras? En el siglo XVI, todo el mundo creía y todo el mundo era intolerante (2118). [292]

    Pero la cuestión para los católicos es más honda, aunque parece imposible que tal cuestión exista. El que admite que la herejía es crimen gravísimo y pecado que clama al cielo y que compromete la existencia de la sociedad civil; el que rechaza el principio de la tolerancia dogmática, es decir, de la indiferencia entre la verdad y el error, tiene que aceptar forzosamente la punición espiritual y temporal de los herejes, tiene que aceptar la Inquisición. Ante todo hay que ser lógicos, como a su modo lo son los incrédulos, que miden todas las doctrinas por el mismo rasero, e, inciertos de su verdad, a ninguna consideran digna de castigo. Pero es hoy frecuente defender la Inquisición con timidez y de soslayo, con atenuaciones doctrinales, explicándola por el carácter de los tiempos, es decir, como una barbarie ya pasada, confesando los bienes que produjo, es decir, bendiciendo los frutos y maldiciendo del árbol..., pero nada más. ¿Ni cómo habían de sufrirlo los oídos de estos tiempos, que, no obstante, oyen sin escándalo ni sorpresa las leyes de estado de sitio y de consejos de guerra? ¿Cómo persuadir a nadie de que es mayor delito desgarrar el cuerpo místico de la Iglesia y levantarse contra la primera y capital de las leyes de un país, su unidad religiosa, que alzar barricadas o partidas contra tal o cual gobierno constituido?

    Desengañémonos: si muchos no comprenden el fundamento jurídico de la Inquisición, no es porque él deje de ser bien claro y llano, sino por el olvido y menosprecio en que tenemos todas las obras del espíritu y el ruin y bajo modo de considerar al hombre y a la sociedad que entre nosotros prevalece. Para el economista ateo será siempre mayor criminal el contrabandista que el hereje.¿Cómo hacer entrar en tales cabezas el espíritu de vida y de fervor que animaba a la España inquisitorial? ¿Cómo hacerles entender aquella doctrina de Santo Tomás: «Es más grave corromper la fe, vida del alma, que alterar el valor de la moneda con que se provee al sustento del cuerpo»?

    Y admírese, sin embargo, la prudencia y misericordia de la Iglesia, que, conforme al consejo de San Pablo, no excluye al hereje de su gremio sino después de una y otra amonestación, y ni aún entonces tiñe sus manos en sangre, sino que le entrega al poder secular, que también ha de entender en el castigo de los herejes, so pena de poner en aventura el bien temporal de la república. Desde las leyes del Código teodosiano hasta ahora, a ningún, legislador se le ocurrió la absurda idea de considerar las herejías como meras disputas de teólogos ociosos, que podían dejarse sin represión ni castigo porque en nada alteraban la paz del Estado. Pues qué, ¿hay algún sistema religioso que en su organismo y en sus consecuencias no se enlace con cuestiones políticas y sociales? El matrimonio y la constitución de la familia, [293] el origen de la sociedad y del poder, ¿no son materias que interesan igualmente al teólogo, al moralista y al político? Nunc tua res agitur, paries cum proximus ardet. Nunca se ataca el edificio religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social. ¡Qué ajenos estaban de pensar los reyes del siglo XVIII, cuando favorecían el desarrollo de las ideas enciclopedistas, y expulsaban a los jesuitas, y atribulaban a la Iglesia, que la revolución, por ellos neciamente fomentada, había de hundir sus tronos en el polvo!

    Y haycon todo eso católicos que, aceptando el principio de represión de la herejía, maltratan a la Inquisición española. ¿Y por qué? ¿Por la pena de muerte impuesta a los herejes? Consignada estaba en todos nuestros códigos de la Edad Media, en que dicen que éramos más tolerantes. Ahí está el Fuero real mandando que quien se torne judío o moro, muera por ello e la muerte de este fecho atal sea de fuego. Ahí están las Partidas (ley 2, tít. 6, part. 7) diciéndonos que al hereje predicador débenlo quemar en fuego, de manera que muera; y no sólo al predicador, sino al creyente, es decir, al que oiga y reciba sus enseñanzas (2119).

    Imposible parece que nadie haya atacado a la Inquisición por lo que tenía de tribunal indagatorio y calificador; y, sin embargo, orador hubo en las Cortes de Cádiz que dijo muy cándidamente que hasta el nombre de Inquisición era anticonstitucional. Semejante salida haría enternecerse probablemente a aquellos patricios, que tenían su código por la obra más perfecta de la sabiduría humana; pero ¿quién no sabe, por ligera idea que tenga del Derecho Canónico, que la Iglesia, como toda [294] sociedad constituida, aunque no sea constitucional, ha usado y usa, y no puede menos de usar, los procedimientos indagatorios para descubrir y calificar el delito de herejía? Háganlo los obispos, háganlo delegados o tribunales especiales, la Inquisición, en ese sentido, ni ha dejado ni puede dejar de existir para los que viven en el gremio de la Iglesia. Se dirá que los tribunales especiales amenguaban la autoridad de los obispos. ¡Raro entusiasmo episcopal: venir a reclamar ahora lo que ellos nunca reclamaron!

    No soy jurista ni voy a entrar en la cuestión de procedimientos, que ya ha sido bien tratada en las diversas apologías que se han escrito en estos últimos años (2120). Ni disputaré si la Inquisición fue tribunal exclusivamente religioso o tuvo algo de político, como Hefele y los de su escuela sostienen. Eclesiástica era su esencia, e inquisidores apostólicos, y nunca reales, se titularon sus jueces; y en su fondo, ¿quién dudará que la Inquisición española era la misma cosa que la Inquisición romana por el género de causas en que entendía y hasta por el modo de sustanciarlas? Si, a vueltas de todo esto, tomó en los accidentes un color español muy marcado, es tesis secundaria y no para discutida en este libro.

    ¿Y qué diremos de la famosa opresión de la ciencia española por el Santo Tribunal? Lugar común ha sido éste de todos los declamadores liberales, y no me he de extender mucho en refutarle, pues ya lo he hecho con extensión en otros trabajos míos (2121). Llorente, un hombre de anchísima conciencia histórica y moral, formó un tremendo catálogo de sabios perseguidos por la Inquisición. Hasta ciento dieciocho nombres contiene, incluso los de jansenistas y enciclopedistas del siglo XVIII, que ahora no nos interesan. Los restantes son, por el orden en que él los trae y sin omitir ninguno:

    El Venerable Juan de Ávila, cuya inocencia se reconoció a los pocos días, saliendo en triunfo y a son de trompetas de las cárceles de la Inquisición sevillana.

    Un cierto Dr. Balboa, catedrático de leyes en Salamanca a principios del siglo XVII, grande enemigo de los jesuitas, y que estuvo a punto de ser procesado por ciertos memoriales contra ellos y contra el Colegio Imperial. Pero lo cierto es que no lo fue ni hay para qué citarle.

    El Dr. Barriovero, Fr. Hernando del Castillo, Fr. Mancio del Corpus Christi, Fr. Luis de la Cruz, Juan Fernández, el jesuita Gil González, Fr. Juan de Ledesma, Fr. Felipe de Meneses, Pedro de Mérida, Fr. Juan de la Peña, Fr. Ambrosio de Salazar, fray Fernando de San Ambrosio, Fr. Antonio de Santo Domingo, Fr. Pedro de Sotomayor, Fr. Francisco de Tordesillas, Fr. Juan de Villagarcía. ¡Tremenda lista! Pues bien, casi todos éstos, [295] con paz de Llorente, no son literatos (fuera de Fr. Hernando del Castillo), ni escribieron nada, ni están en el catálogo más que para abultarle y sorprender a los incautos. Son sencillamente personas de quienes se hace referencia en el proceso del arzobispo Carranza, ya por haber dado censuras favorables al Cathecismo, ya por haber tenido correspondencia con Fr. Bartolomé. A algunos de ellos (Fr. Hernando del Castillo) se le tuvo por sospechoso en la materia de justificación, pero pronto se reconoció su inocencia. Fr. Luis de la Cruz y Fr. Juan de Villagarcía abjuraron de levi, y pienso que sobraban motivos para mayor rigor (2122).

    Clemente Sánchez de Bercial, arcediano de Valderas. Su Sacramental se prohibió, pero él no fue procesado, diga lo que quiera Llorente, ni podía serlo, porque vivió muy a principios del siglo XV, en tiempo de D. Juan II, cuando no había Inquisición en Castilla. Et voilà comment on écrit l'Histoire.

    El Brocense (Francisco Sánchez). Aquí la cuestión varía de especie. Tenemos, afortunadamente, el proceso (cf. Documentos inéditos, t. 2), que no llegó a sentenciarse por muerte del procesado. Nadie admira más que yo al Brocense; le tengo por padre de la gramática general y de la filosofía del lenguaje. Como humanista es para mí hombre divino, como lo era para Gaspar Scioppio. Pero no vaya a creer el cándido lector que le llevó a las audiencias inquisitoriales su saber filológico, ni el haber escudriñado las causas de la lengua latina, sino su incurable manía de meterse a teólogo y de mortificar a sus compañeros, los teólogos de la Universidad, con pesadas zumbas, que les herían en lo vivo. Atrájole, además, no pocas enemistades su fervor antiaristotélico y ramista, manifiesto, sobre todo, en el tratado De los errores de Porfirio. Era hombre de espíritu vivo, arrojado e independiente, enemigo de la autoridad y de la tradición, hasta el punto de declarar en una ocasión solemne que sólo captivaba su entendimiento en las cosas que son de fe y que tenía por cosa mala el creer a los maestros si con evidencia matemática no probaban lo que decían. Entre los cargos acumulados contra el Brocense hay infinitas puerilidades de estudiantes ociosos o mal inclinados; hay verdaderos atrevimientos y caprichos del Maestro, y en el fondo de todo, una rivalidad filosófica y una cuestión de escuela. Yo creo que la Inquisición, que con tanta benignidad le había tratado siempre, hubiera acabado por absolverle, recomendándole más cautela y recato en hablar. Lo cierto es que sus libros no se pusieron en el Índice, ni había motivo, puesto que Francisco Sánchez, aunque poco amigo de la escolástica y acérrimo odiador de la barbarie literaria y algo erasmita en sus aficiones, limitó siempre sus audacias a materias opinables y fue buen católico e hijo sumiso de la Iglesia. [296]

    El cancelario de la Universidad de Alcalá, Luis de la Cadena, sobrino de Pedro de Lerma y erasmita como él. Dicen que fue delatado a la Inquisición de Toledo y dicen que por temor a la tormenta emigró a París, donde murió de catedrático de la Sorbona. Nadie lo prueba; y, aunque fuera todo verdad, la delación no es proceso.

    Martín Martínez de Cantalapiedra, catedrático de Escritura en Salamanca y envuelto con Fr. Luis de León y Arias Montano en la borrasca levantada contra los hebraizantes por el helenista León de Castro. Abjuró de levi por ciertas proposiciones en menosprecio de los antiguos expositores.

    Fray Bartolomé de las Casas. ¡Qué crítica la de Llorente! Si hubiera puesto entre los perseguidos y entre las víctimas de la independencia científica a los adversarios de Las Casas, y especialmente a Juan Ginés de Sepúlveda, cuyos libros se recogieron, tendría alguna apariencia de razón, aunque no para sacar a plaza al Santo Oficio, que poco intervino en tales cuestiones. ¿Pero a Fr. Bartolomé de las Casas, a quien siempre dimos aquí la razón en medio de sus hipérboles y arrebatos? El procedimiento de Llorente es en este caso tan sencillo como burdo; alguien delató ciertas proposiciones de Fr. Bartolomé a la Inquisición; luego el apóstol de las Indias es una de las víctimas del abominable Tribunal, porque, según los principios jurídicos de aquel famoso canonista, lo mismo es una delación a que no se da curso que un proceso.

    Pablo de Céspedes. También huelga aquí el nombre del autor del Poema de la pintura. ¿Y por qué hace el papel de víctima? Por una carta suya inserta en el proceso del arzobispo Carranza, de quien era agente en Roma.

    Un jesuita llamado Prudencio de Montemayor, a quien los dominicos acusaron en 1600 de pelagiano por ciertas conclusiones acerca de la gracia y libre albedrío.

    Fray Jerónimo Román, a quien se reprendió en el Santo Oficio de Valladolid por algunos lugares de sus Repúblicas del mundo, impresas en 1575.

    Fray Juan de Santa María, franciscano descalzo, autor del libro de República y policía cristiana (1616). Con perdón de Llorente, no se le procesó, sino que se expurgó una claúsula de su obra.

    Fray José de Sigüenza. El inmortal historiador jeronimiano fue delatado a la Inquisición de Toledo; compareció ante ella y fue absuelto.

    El Dr. Jerónimo de Ceballos, uno de los regalistas del siglo XVII, cuyas obras se prohibieron en Roma, pero no en España.

    Quien conozca nuestra literatura de los siglos XVI y XVII, no habrá dejado de reírse de ese sangriento martirologio formado por Llorente, en que no hay una sola relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni aun cosa que pueda calificarse de proceso formal, [297] como no sea el del Brocense, ni tampoco nombres que algo signifiquen, fuera de éste y de los de Luis de la Cadena, Sigüenza, Las Casas y Céspedes, que está aquí no se sabe por qué.

    Hay otros cuatro eximios varones de quienes conviene hablar separadamente, si bien con brevedad. Sea el primero Antonio de Nebrija, padre o restaurador de las letras humanas en España. Sus enmiendas al texto latino de la Vulgata, algunas de las cuales pasaron a la Complutense, parecieron mal a los teólogos por ser gramático el autor, y no faltaron hablillas y delaciones, y aún fueron sometidas a calificación sus Quincuagenas; pero todo se estrelló en la rectitud y buena justicia de los inquisidores generales D. Diego de Deza y Cisneros, según el mismo Nebrija en su Apología rerum quae illi obiiciuntur. Y Alvar Gómez, el clásico biógrafo de nuestro cardenal, refiere que éste hizo los mayores esfuerzos por defender a Nebrija y a sus compañeros de la Políglota de las diatribas de sus émulos y de la ignorancia de los tiempos y por cubrirlos con su autoridad «et auctoritate honestare et a calumniatorum, criminationibus asserere». ¡Bendito modo de oprimir las letras tenían estos inquisidores generales! A mayor abundamiento, Nebrija publicó luego en Alcalá, y dedicadas al cardenal, las Quincuagenas.

    Del proceso de Fr. Luis de León fuera temeridad decir nada después del magistral y definitivo Ensayo histórico del mejicano D. Alejandro Arango y Escandón, modelo de sobriedad, templanza, buen juicio y buen estilo. Quien lo lea o quien recurra al proceso original, tan conocido desde que se estampó en los Documentos inéditos, formará idea clara de la terrible cuestión, filológica y universitaria al principio, suscitada (con ocasión de las juntas que en Salamanca se tuvieron sobre la Biblia de Vatablo) entre nuestros hebraizantes Fr. Luis de León, Martín Martínez de Cantalapiedra y el Dr. Grajal y el helenista León de Castro, partidario ciego de la versión de los Setenta y odiador de los códices hebreos, que suponía corrompidos por la malicia judaica. En estas juntas, y para decir toda la verdad, unos y otros se arrebataron hasta decirse duras palabras, amenazando Fr. Luis de León a Castro con hacer quemar su libro sobre Isaías. Era León de Castro hombre de genio iracundo y atrabiliario, muy pegado de su saber y muy despreciador de lo que no entendía. Hiriéronle las palabras de Fr. Luis en lo más vivo de su orgullo literario, y no entendió sino delatarle a la Inquisición. A sus delaciones se juntaron otras, especialmente las del célebre teólogo dominico Bartolomé de Medina. Y como la cuestión que yacía en el fondo del proceso era la de la autoridad y valor de la Vulgata, cuestión capitalísima, y más en aquel siglo, el Santo Oficio tuvo que proceder con pies de plomo y dejar que el reo explicara y defendiera largamente sus opiniones. Así lo hizo Fr. Luis en varios escritos admirables de erudición y sagacidad, sobre todo para compuestos en una [298] cárcel y con pocos libros. Y, aunque el proceso duró mucho y sus enemigos eran fuertes y numerosos, la virtud, sabiduría e inocencia del profesor salmantino triunfaron de todo, y acabó por ser absuelto, aunque se recogió, conforme a las reglas del Índice expurgatorio, la traducción que había hecho en lengua vulgar del Cántico de Salomón.

    León de Castro, pertinaz en sus odios contra los hebraístas, que él llamaba judaizantes, osó poner lengua en la Biblia Regia de Amberes, y acusó a Arias Montano (2123) de sospechoso de opiniones rabínicas. Defendiéronle en sendas cartas el cisterciense Fr. Luis de Estrada y Pedro Chacón, (2124) y, examinada la Biblia por diversos calificadores, y especialmente por el padre Mariana, varón de severísimo juicio e incapaz de torcer la justicia a pesar del poco amor de Arias Montano a la Compañía, la decisión fue favorable y no hubo proceso, y Felipe II prosiguió honrando al solitario de la Peña de Aracena como quizá ningún monarca ha acertado a honrar a un sabio.

    ¿Y con qué derecho se cuenta entre las víctimas de la Inquisición al P. Mariana, que fue tan favorecido por ella, que le confirió la redacción del Índice expurgatorio de 1583 y la censura de la Políglota antuerpiense? ¿Cómo se hace responsable al Santo Oficio de la tormenta política excitada contra el sabio jesuita por su tratado De la alteración de la moneda, que tan al vivo mostraba las llagas del reino y la corrupción y venalidad de los procuradores a Cortes y de los validos de Felipe III?

    Clamen, cuanto quieran ociosos retóricos y pinten al Santo Oficio como un conciliábulo de ignorantes y matacandelas; siempre nos dirá a gritos la verdad en libros mudos, que inquisidor general fue Fr. Diego de Deza, amparo y refugio de Cristóbal Colón; e inquisidor general Cisneros, restaurador de los estudios de Alcalá, editor de la primera Biblia políglota y de las obras de Raimundo Lulio, protector de Nebrija, de Demetrio el Cretense, de Juan de Vergara, del Comendador Griego y de todos los helenistas y latinistas del Renacimiento español; e inquisidores generales D. Alonso Manrique, el amigo de Erasmo; y D. Fernando Valdés, fundador de la Universidad de Oviedo; y D. Gaspar de Quiroga, a quien tanto debió la colección de concilios y tanta protección Ambrosio de Morales; e inquisidor D. Bernardo de Sandoval, que tanto honró al sapientísimo Pedro de Valencia y alivió la no merecida pobreza de Cervantes y de Vicente Espinel. Y aparte de estos grandes prelados, ¿quién no recuerda que Lope de Vega se honró con el título de familiar del Santo Oficio, y que inquisidor fue Rioja, el melancólico cantor de las flores, y consultor del Santo Oficio el insigne arqueólogo y poeta Rodrigo de Caro, cuyo nombre va unido inseparablemente al suyo por la antigua y falsa atribución [299] de las Ruinas? Hasta los ministros inferiores del Tribunal solían ser hombres doctos en divinas y humanas letras y hasta en ciencias exactas. Recuerdo a este propósito que José Vicente del Olmo, a quien muchos habrán oído mentar como autor de la relación oficial del auto de fe de 1682, lo es también de un no vulgar tratado de Geometría especulativa y práctica de planos y sólidos (Valencia 1671) y de una Trigonometría con la resolución de los triángulos planos y esféricos, y uso de los senos y logaritmos, que es, y dicho sea entre paréntesis, una de tantas pruebas como pueden alegarse de que no estaban muertos ni olvidados los estudios matemáticos, aun en la infelicísima época de Carlos II, cuando se publicaban libros como la Analysis geometrica, de Hugo de Omerique, ensalzada por el mismo Newton.

    Pero ¿cómo hemos de esperar justicia ni imparcialidad de los que, a trueque de defender sus vanos sistemas, no tienen reparo en llamar sombrío déspota, opresor de toda cultura, a Felipe II, que costeó la Políglota de Amberes, grandioso monumento de los estudios bíblicos, no igualada en esplendidez tipográfica por ninguna de la posteriores, ni por la de Walton, ni por la de Jay; a Felipe II, que reunió de todas partes exquisitos códices para su biblioteca de San Lorenzo y mandó hacer la descripción topográfica de España, y levantar el mapa geodésico, que trazó el maestro Esquivel, cuando ni sombra de tales trabajos poseía ninguna nación del orbe; y formó en su propio palacio una academia de matemáticas, dirigida por nuestro arquitecto montañés Juan de Herrera; y promovió y costeó los trabajos geográficos de Abraham Ortelio; y comisionó a Ambrosio de Morales para explorar los archivos eclesiásticos, y al botánico Francisco Hernández para estudiar la fauna y la flora mejicanas?




- IV -
Prohibición de libros. -Historia externa del «Índice expurgatorio».

    No sólo se combate a la Inquisición con retóricas declamaciones contra la intolerancia, con cuadros de tormentos y con empalagosa sensiblería. Hay otra arma, al parecer de mejor temple; otro argumento más especioso para los amantes de la libertad de la ciencia y del pensamiento humano emancipado. No se trata ya de hogueras ni de potros, sino de haber extinguido y aherrojado la razón con prohibiciones y censuras; de haber matado en España las ciencias especulativas y las naturales y cortado las alas al arte. Todo lo cual se realizó, si hemos de creer a la incorregible descendencia de los legisladores de Cádiz, en ciertas listas de proscripción del entendimiento, llamadas Índices expurgatorios. Bien puede apostarse doble contra sencillo a que casi ninguno de los que execran y abominan estos libros los ha alcanzado a ver ni aun de lejos, porque casi [300] todos son raros, rarísimos, tanto por lo menos como cualquiera de las obras que en ellos se prohíben o mandan expurgar. Y, si no los han visto, menos han podido analizarlos, ni juzgar de su contenido, ni sentenciar si está o no proscrito en ellos el entendimiento humano. Por lo cual, y siendo mengua de escritores serios el declamar en pro ni en contra sobre lo que se sabe mal y a medias, es preciso, para entendemos sobre los Índices, declarar lisa y llanamente lo que eran, trazando primero su historia externa o bibliográfica, y luego la interna; clasificando y aun enumerando los principales libros que vedó o mandó tachar el Santo Oficio; tarea no tan larga y difícil como sin duda habrán pensado los críticos liberales y tarea indispensable si nuestras conclusiones sobre el decantado influjo del Santo Oficio en la decadencia de la cultura nacional han de ser cosa sólida y maciza.

    El prohibir a los fieles las lecturas malas o sospechosas ha sido derecho ejercido en todos tiempos, y sin contradicción, por la Iglesia. Así se explica la desaparición de casi todas las obras de los primeros heresiarcas y el decreto del Papa Gelasio sobre los libros apócrifos, primer documento legal en la materia. A través de las oscuridades de los tiempos medios, y con las interrupciones y lagunas dolorosas que su historia ofrece, vemos que papas, concilios y obispos seguían ejerciendo en diversos modos este derecho de prohibición, necesario al buen régimen de la sociedad eclesiástica y aun de la civil. En tiempo de Recaredo arden en Toledo las Biblias ulfilanas y los libros arrianos. El Concilio de París de 1209 veda los libros franceses de teología, los cuadernos de David de Dinant y las doctrinas seudoaristotélicas del maestro Amalrico y del español Mauricio. El Concilio de Tolosa de 1229, y a su ejemplo la junta congregada en Tarragona el año 1233 por D. Jaime el Conquistador, prohíbe las traducciones vulgares de la Biblia. Y, fundada ya y organizada la Inquisición en Provenza y Cataluña, se van añadiendo a las antiguas prohibiciones del Derecho canónico, inauguradas con el Decreto de Gelasio, las que los inquisidores, con autoridad apostólica, iban haciendo. Así se prohibieron los libros teológicos de Arnaldo de Vilanova. Así fue condenado a las llamas el Virginale, de Nicolás de Calabria. Así los libros de magia y de invocación de los demonios del catalán Raimundo de Tárrega, y todos los demás de que se habla en el Directorium, de Eymerich. Así, aunque temporalmente, algunos de Raimundo Lulio, gracias a la Extravagante, de Gregorio XI, que obtuvo o forjó el mismo Eymerich.

    De Castilla hay menos noticias, sin duda porque fueron rarísimos los casos de herejía manifestada en libros. Con todo eso, D. Fr. Lope Barrientos, obispo de Cuenca y confesor del príncipe D. Enrique, expurgó y condenó en parte a las llamas, no como inquisidor, sino por especial comisión de D. Juan II, y bien contra su propia voluntad, la biblioteca de D. Enrique de Villena. [301] Y en 1479 los teólogos complutenses que condenaron a Pedro de Osma mandaron arder su libro De confessione, lo cual se llevó a cabo pública y solemnemente en Alcalá y en el patio de las escuelas de Salamanca, quemándose juntamente con el libro la cátedra en que el Maestro había explicado.

    Sabemos por testimonios oscuros y nada detallados que el Santo Oficio, desde los primeros días de su establecimiento en Castilla, comenzó a perseguir los libros de prava y herética doctrina y que el primer inquisidor Fr. Tomás de Torquemada, quemó en el convento de Dominicos de San Esteban, de Salamanca, gran número de ellos. Y es sabido que Cisneros, en su fervor evangélico y propagandista, entregó a las llamas en Granada muchos ejemplares del Corán, algunos de ellos con vistosas encuadernaciones, y libros arábigos de toda especie, reservando los de medicina.

    Las primeras prohibiciones de libros no se hacían en forma de Índice, sino por provisiones y cartas acordadas, de las cuales parece ser la más antigua la que el cardenal Adriano, inquisidor general, dio en Tordesillas el 7 de abril de 1521, prohibiendo la introducción de los libros de Lutero. No eran éstos conocidos aún en España, pero la prohibición respondía a un breve de León X circulado a todas las iglesias de la cristiandad. El inquisidor D. Alonso Manrique la repitió en 11 de agosto de 1530 y él y otros se valieron imprudentemente de la autoridad inquisitoria para cerrar la boca a los impugnadores de Erasmo; que al fin los inquisidores eran hombres, y no todo acto suyo es justificable (2125).

    Nada de esto se parecía aún a sistema formal de Índices, ni los primeros se redactaron en España, ni se oyó tal nombre en la cristiandad hasta el año 1546, en que, asustado Carlos V por los estragos de la propaganda luterana, solicitó de los teólogos de la Universidad de Lovaina una lista o catálogo de los libros heréticos que en Alemania se imprimían. Nuestra Inquisición hizo suyo este catálogo, y le reimprimió varias veces (2126), con algunas adiciones de libros latinos y castellanos que no habían llegado a noticia de los doctores lovanienses. Intervinieron en este primer Índice los inquisidores Alonso Pérez y el licenciado Valtodano, el secretario Alonso de León y el fiscal Alonso Ortiz. Encabézase el libro con un breve de Julio III que prohíbe la lectura y conservación de libros prohibidos y revoca todas las licencias anteriores (2127) y (2128). [302]

    No fue bastante medicina este Índice, y como las Biblias de impresión extranjera que se introducían en España desde 1528 venían plagadas de errores y herejías en las notas, sumarios y glosas, determinó D. Fernando de Valdés que se hiciera un Índice y censura especial de Biblias en 1554 (2129); trabajo muy curioso y bien hecho, en que se expurgan más de cincuenta y cuatro ediciones.

    Conforme arreciaba la tormenta protestante y se multiplicaban los libros sospechosos aun en España y en lengua vulgar, iban pareciendo no suficientes, el Índice de Lovaina y la censura de Biblias. Así es que el infatigable Valdés dispuso la formación de un nuevo y copioso Índice, que salió de las prensas de Sebastián Martínez, de Valladolid, el año 1559, y forma un tomo en 4.º de primera rareza. Es piedra angular de todos los restantes.

    En pos de [303] este Índice viene el que por encargo de Felipe II formaron en Amberes varios teólogos, el principal de ellos Arias Montano, e imprimió elegantísimamente Plantino en 1570. De este Índice publicaron en 1609 (Estrasburgo) y 1611 (Hanau) los calvinistas franceses Francisco Junio y Juan Pappi una reimpresión, con prólogos y notas burlescas, adicionada con la censura de las glosas del Derecho canónico que, por encargo de San Pío V, había trabajado el maestro del Sacro Palacio, fray Tomás Manrique.

    Mucho más copioso e interesante que el de Valdés para nuestra historia literaria es el que mandó formar a Mariana y otros teólogos el inquisidor D. Gaspar de Quiroga, y se imprimió en Madrid por Alonso Gómez, 1583, dividido en dos partes o tomos; uno, de libros prohibidos, y otro, de expurgatorios, con ciertas reglas sobre la expurgación, que se repitieron en todas las ediciones subsiguientes. Esta segunda parte fue reimpresa en Saumur, 1601, por los protestantes.

    Don Bernardo de Sandoval y Rojas autorizó el quinto de estos Índices generales, estampado en Madrid por Luis Sánchez en 1612 y reimpreso por los protestantes ginebrinos en 1619, imprenta de Juan Crespín, con un prólogo de Horacio Turretino en burla y depresión del Santo Oficio. Este Índice tiene por separado dos apéndices; uno, que el mismo Quiroga dio en 1614 (por Luis Sánchez), y otro, publicado en 1628 por su sucesor el cardenal D. Antonio Zapata (imprenta de Juan Gómez).

    Al mismo Zapata se debe el sexto Índice, publicado en 1632 (Sevilla, imprenta de Francisco de Lira), con más reglas y advertencias y muchos más libros que en los anteriores.

    Su sucesor, D. Fr. Antonio Sotomayor, de la Orden de Predicadores, arzobispo de Damasco y confesor de Felipe IV, se mostró celosísimo en su oficio inquisitorio, y, no satisfecho con haber quemado más de 2.000 libros en el convento de doña María de Aragón, de Madrid, mandó publicar un nuevo Índice en 1640, en la imprenta del maldito Diego Díez de la Carrera, que decía Quevedo. El cual Índice fue reimpreso y parodiado por los protestantes, según su costumbre, en Ginebra, 1667, aunque con la fecha y lugar supuestos de la primera edición.

    Finalmente, y para llevar esta historia hasta lo último, en el siglo XVIII se imprimieron hasta tres Índices expurgatorios. El primero, más voluminoso que todos los pasados, como que consta de dos tomos en folio, fue comenzado por D. Diego Sarmiento y Valladares y acabado por D. Vidal Marín, obispo de Ceuta e inquisidor general, en 1700. Con no muchas adiciones le reprodujo en 1748 D. Francisco Pérez Cuesta, obispo de Teruel, siendo la más importante y acomodada a las necesidades del tiempo un catálogo de autores jansenistas.

    De este Índice es un compendio el publicado en 1790, en un solo volumen, por el inquisidor general Don Agustín Rubín de Ceballos, que incluyó ya en él gran número de libros impíos [304] y enciclopedistas. Lo mismo se observa en un suplemento publicado en la imprenta Real en 1805, último acto literario de la Inquisición (2130) y (2131). [305]




- V -
El «Índice expurgatorio» internamente considerado. Desarrollo de la ciencia española bajo la Inquisición.

    Los Índices expurgatorios, que fueron al principio en cuarto y luego en folio, contienen reglas generales y prohibiciones o expurgaciones particulares. Natural es que comencemos por las primeras.

    Y, ante todo, por las Biblias en lengua vulgar, que severamente estuvieron vedadas en España por la regla quinta de los antiguos Índices, hasta que se levantó la prohibición en 1782, pero sólo para las versiones aprobadas por la Silla Apostólica o dadas a la luz por autores católicos con anotaciones de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, que remuevan todo peligro [306] de mala inteligencia. En lo cual sabiamente se ajustó el Santo Oficio a la doctrina del breve de Pío VI, en elogio y recomendación de la Biblia toscana del arzobispo Martini.

    A nadie escandalice la sabia cautela de los inquisidores del siglo XVI. Puestas las Sagradas Escrituras en romance, sin nota ni aclaración alguna, entregadas al capricho y a la interpretación individual de legos y de indoctos, de mujeres y niños, son como espada en manos de un furioso, y sólo sirven para alimentar el ciego e irreflexivo fanatismo, de que dieron tan amarga muestra los anabaptistas, los puritanos y todo el enjambre de sectas bíblicas nacidas al calor de la Reforma. ¿Cómo entregar sin comentarios al vulgo libros antiquísimos, en lengua y estilo semíticos o griegos, henchidos de frases, modismos y locuciones hebreas y preñados de altísimo sentido místico y profético? ¿Cómo ha de distinguir el ignorante lo que es Historia y lo que es ley, lo que es ley antigua y ley nueva, lo que se propone para la imitación o para el escarmiento, lo que es símbolo o figura? ¿Cómo ha de penetrar los diversos sentidos del sagrado texto? ¿A qué demencias no ha arrastrado la irreflexiva lectura del Apocalipsis?

    Para evitar, pues, que cundieran los videntes y profetas, y tornasen los días del Evangelio eterno y aquellos otros en que los mineros de Turingia deshacían con sus martillos las cabezas de los filisteos, vedó sabiamente la Iglesia el uso de las Biblias en romances, reservándose el concederlo en casos especiales. Y no eran nuevas estas prohibiciones, que ya en tiempo de los valdenses las habían formulado un concilio de Tolosa y reproducido D. Jaime el Conquistador en 1233. Claro que entonces existían ya Biblias catalanas; pero este decreto contribuyó a hacerlas, desaparecer. Pasado el peligro, la prohibición cayó en olvido, y hoy poseemos, aunque manuscritas y en un solo códice, una Biblia catalana completa, que parece traducida en el siglo XV (2132), y varios fragmentos, algunos muy considerables, [307] de otras versiones diferentes. Y consta que en 1478 se imprimió en Valencia, por Alfonso Fernández de Córdoba y maestre Larbert Palmart, a expensas de un mercader alemán, dicho Felipe Vizlant, una traducción catalana de las Sagradas Escrituras, en que intervinieron Fr. Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente, y otros teólogos. Pero esta versión fue tan rigurosamente destruida, que sólo han llegado a nosotros las últimas hojas, guardadas con veneración en la cartuja de Portaceli.

    En Castilla, donde el peligro de herejía era menor, no hubo nunca tal prohibición, así vemos que D. Alfonso el Sabio, en su Grande y general historia, escrita a imitación de la Historia escolástica, de Pedro Coméstor, intercaló buena parte de los sagrados Libros traducidos o extractados en vulgar. Y en 1430, a ruegos y persuasión del maestre de Calatrava, D. Luis de Guzmán, hizo rabí Moseh Arragel una traducción completa, notabilísima como lengua, que todavía yace inédita en la biblioteca de los duques de Alba. Esto sin contar otras muchas versiones, anónimas y parciales, que se conservan en El Escorial y la que hizo de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo el converso Martín de Lucena, a quien decían el Macabeo, a ruegos del marqués de Santillana.

    La imprenta comenzó a difundir las Escrituras en lengua vulgar desde muy temprano. Y quizá la primera muestra entre nosotros fue el Psalterio, de la Biblioteca Nacional de París, al que siguió un Pentateuco impreso por los judíos, y luego la Biblia ferrariense, que era casi la única que en España circulaba cuando los edictos de prohibición vinieron. La cual fue tan rigurosa en el Índice de Valdés, que hasta se mandó recoger y entregar al Santo Oficio los libros de devoción en que anduviesen traducidos pedazos de los Evangelios y Epístolas canónicas, etc. Más adelante este rigor amansó, y aún en España vino a quedar en vigor la regla cuarta del Índice tridentino, que deja al buen juicio del obispo o del inquisidor, previo consejo del párroco o confesor del interesado, conceder o no la lectura de la Biblia en lengua vulgar por licencia in scriptis. Y, a decir verdad, la privación no era grande; porque ¿quién no sabía latín en el siglo XVI? Pues todo el que lo supiese, aunque fuera un muchacho estudiante de gramática, estaba autorizado para leer la Vulgata sin notas. Y el pueblo y las mujeres tenían a su disposición las traducciones en verso de los libros poéticos, que jamás se prohibieron; ciertos comentarios y paráfrasis y muchos libros de devoción, en que se les daba, primorosamente engastada, una buena parte del divino texto. Fácil sería hacer una hermosa Biblia reuniendo y concordando los lugares que [308] traducen nuestros ascéticos. ¿A qué se reducen, pues, las declamaciones de los protestantes? Lejos de estar privados los españoles del siglo XVI del manjar de las Sagradas Escrituras, penetraba en todas las almas así el espíritu como la letra de ellas y nuestros doctores no se hartaban de encarecer y recomendar su estudio, como puede verse en los muchos pasajes recopilados por Villanueva.

    Prohíbe, en general, nuestro Índice los libros de heresiarcas y cabezas de secta, como Lutero, Zuinglio y Calvino, mas no las obras de sus impugnadores, en que andan impresos tratados o fragmentos de ellos; ni las traducciones que esos herejes hicieron, aun de autores eclesiásticos, sin mezclar errores de su secta; los libros abiertamente hostiles a la religión cristiana, como el Talmud, el Corán y ciertos comentarios rabínicos; los de adivinaciones, supersticiones y nigromancías; los que tratan de propósito cosas lascivas, exceptuando los antiguos gentiles, que se permiten propter elegantiam sermonis, con tal que no se lean a la juventud los pasajes obscenos.

    Vamos a ver a qué estaban reducidas las trabas del pensamiento, y para esto procederemos, aunque con brevedad suma, por ciencias y géneros. El teólogo español podía leer libremente todos los Padres y Doctores eclesiásticos anteriores a 1515, puesto que dice expresamente el Índice que «en ellos no se mude, altere ni expurge nada», como no sean las variantes y corruptelas introducidas de mala fe por los protestantes. Ni los libros de Tertuliano después de su caída ni ningún otro hereje antiguo le estaban vedados. También se le permitían todos los escolásticos de la Edad Media, incluso Pedro Abelardo, salvo algunos pasajes, y Guillermo Occam, exceptuando sus libros contra Juan XXII. Y tenía a su alcance toda la inmensa copia de teólogos ortodoxos posteriores, sobre todo los que daban sin cesar alimento a nuestras prensas, sin que haya ejemplo de que ninguno de nuestros grandes teólogos fuera molestado en cosa grave por el Santo Oficio, pues en el libro de Melchor Cano se expugnaron sólo dos o tres frases insignificantes; en Suárez y otros, lo que decían de la confesión in scriptis, y esto a consecuencia de un decreto de Clemente VIII de 1602; y en el tratado De morte et immortalitate, de Mariana, algunas expresiones que a los dominicos les parecieron demasiado molinistas, o, como ellos decían, semipelagianas. No era raro que las cuestiones de escuela trascendiesen a la formación del Índice, y las disputas de la gracia y de la Inmaculada solían dar motivo a prohibiciones opuestas, según que unos y otros entendían en el Índice.

    En cuanto a los libros de religión en lengua vulgar, prohibíanse en el Índice de Valdés los de Taulero, Dionisio Rickel, Henrico Herph y otros alemanes, sospechosos de inducir al panteísmo y al quietismo. Se mandaban recoger las primeras ediciones del Audi, filia, del Maestro Ávila; de la Guía de pecadores y [309] De la oración y meditación, de Fr. Luis de Granada, y de la Obra del cristiano, de San Francisco de Borja, no porque contuviesen error alguno, sino por el universal terror que inspiraban, en tiempo de los alumbrados, los libros místicos y «por encerrar cosas que, aunque los autores píos y doctos las dixeron sencillamente, creyendo que tenían sano y católico sentido, la malicia de los tiempos las hace ocasionadas para que los enemigos de la fe las puedan torcer al propósito de su dañada intención». ¡Y cuánto ganaron algunas de estas obras con ser luego enmendadas por sus autores! Compárese el desorden, las repeticiones y el desaliño de las primeras y rarísimas ediciones de la Guía de pecadores con el hermoso texto que hoy leemos, y de seguro se agradecerá a la Inquisición este servicio literario. Sin diferir en nada sustancial, es más culto, más lleno y metódico el tratado que han leído siempre los católicos españoles, y que ojalá leyesen mucho los que a tontas y a locas acusan al Santo Oficio de haberle prohibido.

    Más adelante desapareció este recelo contra la mística, y ni San Pedro de Alcántara, ni Fr. Juan de los Ángeles, ni fray Luis de León, ni Malón de Chaide, ni Santa Teresa, ni San Juan de la Cruz suenan para nada en los Índices; Fr. Jerónimo Gracián sólo por sus Conceptos del amor divino y por sus Lamentaciones del miserable estado de los ateístas, materia que se consideró peligrosa porque en España no los había. Los demás libros de religión vedados en el Índice son, ya formalmente heréticos, como los de Valdés, Pérez, Valera, etc., y la traducción de las Prédicas, de Fr. Bernardo de Ochino; ya sospechoso en grado vehemente, como el Catecismo de Carranza; ya relativos a controversias pasadas, cuyo recuerdo convenía borrar, v. gr., la Cathólica impugnación del herético libelo que en el año passado de 1480 fue divulgado en Sevilla, obra de Fr. Hemando de Talavera contra ciertos judaizantes.

    Cien veces lo he leído por mis ojos, y, sin embargo, no me acabo de convencer de que se acuse a la Inquisición de haber puesto trabas al movimiento filosófico y habernos aislado de la cultura europea. Abro los Índices, y no encuentro en ellos ningún filósofo de la antigüedad, ninguno de la Edad Media, ni cristiano ni árabe, ni judío; veo permitida en términos expresos la Guía de los que dudan, de Maimónides (regla 14 de las generales), y en vano busco los nombres de Averroes, de Avempace y de Tofail; llegó al siglo XVI, y hallo que los españoles podían leer todos los tratados de Pomponanzzi, incluso el que escribió contra la inmortalidad del alma, pues sólo se les prohíbe el De incantationibus, y podían leer íntegros a casi todos los filósofos del Renacimiento italiano: a Marsilio Ficino, a Nizolio, a Campanella, a Telesio (estos dos con algunas expurgaciones). ¿Qué más? Aunque parezca increíble, el nombre de Giordano Bruno no está en ninguno de nuestros Índices, como no está en el de Galileo, aunque sí en el Índice romano; ni el [310] de Descartes, ni el de Leibnitz, ni, lo que es más peregrino, el de Tomás Hobbes, ni el de Benito Espinosa; y sólo para insignificantes enmiendas el de Bacon. ¿No nos autoriza todo esto para decir que es una calumnia y una falsedad indigna lo de haber cerrado las puertas a las ideas filosóficas que nacían en Europa, cuando, si de algo puede acusarse al Santo Oficio, es de descuido en no haber atajado la circulación de libros que bien merecían sus rigores? Se dirá que no pasaban nuestros puertos; pero ¿no están ahí todos los biógrafos de Espinosa para decirnos que la Ética y el Tratado teológico-político se introducían en la España de Carlos II disfrazados con otros títulos? En vano se nos quiere considerar como una Beocia o como una postrera Thule; siempre será cierto que tarde o temprano entraba aquí todo lo que en el mundo tenía alguna resonancia, y mucho más si eran libros escritos en latín y para sabios, con los cuales fue siempre tolerantísimo el Santo Oficio.

    Afirmo, pues, sin temor de ser desmentido, que en toda su larga existencia, y fuese por una causa o por otra, no condenó nuestro Tribunal de la Fe una sola obra filosófica de mérito o de notoriedad verdadera ni de extranjeros ni de españoles. En vano se buscarán en el Índice los nombres de nuestros grandes filósofos; brillan, como se dice, por su ausencia. Raimundo Lulio se permite íntegro; de Sabunde sólo se tacha una frase; de Vives, en sus obras originales, nada, y sólo ciertos pedazos del comentario a la Ciudad de Dios, de San Agustín, en que dejó imprudentemente poner mano a Erasmo; el Examen de ingenios, de Huarte, y la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de D.ª Oliva, que no escasean de proposiciones empíricas y sensualistas, sufrieron muy benigna expurgación; y los Diálogos de amor, de León Hebreo, mezcla de cábala y neoplatonismo, se vedaron en lengua vulgar, pero nunca en latín. ¡Y ésta es toda la persecución contra nuestra filosofía!

    Pues aún es mayor falsedad y calumnia más notoria lo que se dice de las ciencias exactas, físicas y naturales. Ni la Inquisición persiguió a ninguno de sus cultivadores ni prohibió jamás una sola línea de Copérnico, Galileo y Newton. A los Índices me remito. ¿Y qué mucho que así fuera, cuando en 1594 todo un consejero de la Inquisición que luego llegó a inquisidor general D. Juan de Zúñiga, visitó, por comisión regia y apostólica, los Estudios de Salamanca, y planteó en ellos toda una facultad de ciencias matemáticas como no la poseía entonces ninguna otra universidad de Europa, ordenando que en astronomía se leyese como texto el libro de Copérnico?

    En letras humanas aún fue mayor la tolerancia. Cierto que constan en el Índice los nombres de muchos filólogos alemanes y franceses, unos protestantes y otros sospechosos de herejía, verbigracia, Erasmo, Joaquín Camerario, Scalígero, Henrico Stéphano, Gaspar Barthio, Meursio y Vossio; pero, bien examinado todo, redúcese a prohibir algún tratado o a expurgaciones o a [311] que se ponga la nota de auctor damnatus al comienzo de los ejemplares.

    ¿Y qué influjo maléfico pudo ejercer el Índice en nuestra literatura nacional? ¡Cuán pocas de nuestras obras clásicas figuran en él! Del Cancionero general se quitaron las escandalosísimas obras de burlas y algunas de devoción tratadas muy profanamente y con poco seso. De novelas se vedó la Cárcel de amor, que su mismo autor, Diego de San Pedro, había reprobado, principalmente por terminar con el suicidio del héroe. La Celestina no se prohibió hasta 1793; los antiguos inquisidores eran más tolerantes, y la trataron como a un clásico, mandando borrar algunas frases y dejando correr lo demás propter elegantuam sermonis. Apenas se mandó recoger ningún libro de caballerías (2133) fuera de los celestiales y a lo divino, los más necios y soporíferos de todos, v. gr., la Caballería celestial del pie de la rosa fragante. Con el teatro ninguna censura moderna ha sido tan tolerante como aquel execrado Índice. Baste decir que, fuera de las «comedias, tragedias, farsas o autos donde se reprende y dize mal de las personas que frecuentan los Sacramentos, o se haze injuria a alguna orden o estado aprobado por la Iglesia», lo dejaba correr todo. Así es que la lista de las producciones anteriores a Lope de Vega prohibidas por el Santo Oficio se reduce, salvo error, que enmendará el Sr. Cañete cuando publique su deseada historia de ese teatro, a las siguientes:

    Auto de Amadís de Gaula, de Gil Vicente.

    Égloga de Plácida y Victoriano, de Juan del Enzina.

    Las primeras ediciones de la Propaladia, de Torres Naharro; no la de 1573, en que se quitaron algunas diatribas contra Roma.

    Comedia Josephina, distinta de la hermosa Tragedia Josephina, de Micael de Carvajal, como ha demostrado el señor Cañete.

    Comedia Orfea (hoy perdida).

    Comedia La Sancta, ¿quizá La Lozana?, impresa en Venecia.

    Comedia Tesorina, de Jaime de Huete, imitación torpe y ruda de Torres Naharro.

    Comedia Tidea, de Francisco de las Natas.

    Auto de la resurrección de Cristo.

    Farsa de dos enamorados.

    Farsa custodia.

    Compárese esto con la riqueza total, y se verá cuán poco monta. Más adelante, y a excepción de algunos autos sacramentales y comedias devotas, en que lo delicado de la materia exigía más rigor, dejóse a nuestros ingenios lozanear libremente y a sus anchas por el campo de la inspiración dramática. Y lo mismo a los líricos, con la única excepción importante de Cristóbal de Castillejo, en cuyo Diálogo de las condiciones de las mujeres se mandó borrar el trozo de las monjas. ¿Y quién encadenó la fantasía de nuestros noveladores y satíricos? ¿Hubo [312] nunca ingenio más audaz y aventurero que el de don Francisco de Quevedo? Pues bien: el Santo Tribunal despreció todas las denuncias de sus émulos y dio el pase a sus rasgos festivos cuando él los pulió, aderezó e imprimió por sí mismo, reprobando las ediciones incompletas y mendosas que mercaderes rapaces habían hecho fuera de estos reinos (2134).

    Es caso no sólo de amor patrio, sino de conciencia histórica, el deshacer esa leyenda progresista, brutalmente iniciada por los legisladores de Cádiz, que nos pintan como un pueblo de bárbaros, en que ni ciencia ni arte pudo surgir, porque todo lo ahogaba el humo de las hogueras inquisitoriales. Necesaria era toda la crasa ignorancia de las cosas españolas en que satisfechos vivían los torpes remedadores de las muecas de Voltaire para que en un documento oficial, en el dictamen de abolición del Santo Oficio, redactado, según es fama, por Muñoz Torrero, se estampasen estas palabras, padrón eterno de vergüenza para sus autores y para la grey liberal, que las hizo suyas, y todavía las repite en coro: «Cesó de escribirse en España desde que se estableció la Inquisición».

    ¡Desde que se estableció la Inquisición, es decir, desde los últimos años del siglo XV! ¿Y no sabían esos menguados retóricos, de cuyas desdichadas manos iba a salir la España nueva, que en el siglo XVI, inquisitorial por excelencia, España dominó a Europa aún más por el pensamiento que por la acción y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcase su garra?

    Entonces, Vives, el filósofo del sentido común y de la experiencia psicológica, escudriñó las causas de la corrupción de los estudios y señaló sus remedios con espíritu crítico más amplio que el de Bacon y formulando antes que él los cánones de la inducción. El valenciano Pedro Dolese combatió el primero la cosmología peripatética, pasándose a los reales de Leucipo y de Demócrito. Siguiéronle, entre otros muchos, Francisco Vallés en su Philosophia Sacra, donde es muy de notar una extraña teoría del fuego como unidad dinámica, y Gómez Pereyra, que en su Antoniana Margarita redujo a polvo la antigua teoría del conocimiento mediante las especies inteligibles y propugnó, siglos antes que Reid, la doctrina del conocimiento directo, así como se adelantó a Descartes en el entimema famoso y en el automatismo de las bestias. Fox Morcillo y Benito Pererio llevaron muy adelante la conciliación platónico-aristotélica, afirmando que la idea de Platón es la forma de Aristóteles cuando se concreta y traduce en las cosas creadas. Juan Ginés de Sepúlveda, [313] Pedro Juan Núñez Monzó, Monllor, Cardillo de Villalpando y otros muchos, helenistas al par que filósofos, adelantaron grandemente la crítica y correccion del texto de Aristóteles y de Alejandro de Afrodisia. Surgieron partidarios de las diversas escuelas griegas en lo que no parecían hostiles al dogma, y hubo muchos estoicos, y Quevedo intentó la defensa de Epicuro, y el ingenioso médico Francisco Sánchez, en su extraño libro De multum nobili, prima et universali scientia, quod nihil scitur, enseñó el escepticismo aún más radicalmente que Montaigne y Charron; y también con vislumbres escépticas desarrolló Pedro de Valencia las enseñanzas de los antiguos sobre el criterio de la verdad en el precioso opúsculo que tituló Académica. No faltaron averroístas, al modo de los de la escuela de Padua donde con tanto crédito explicó, al mismo tiempo que Pomponazzi, el sevillano Montes de Oca. La rebelión antiaristotélica comenzó en España mucho antes que en Francia: las Ocho levadas, del salmantino Herrera, anteceden a Pedro Ramus, discípulo infiel de Vives. Y también Ramus tuvo aquí secuaces, especialmente el Brocense, que tanto se encarniza con la dialéctica aristotélica en su tratado De los errores de Porfirio.

    Al lado de estos pensadores independientes, que libremente disputaban de todo lo opinable, se presentaban unidas y compactas las vigorosas falanges escolásticas de tomistas y escotistas y la nueva y brillantísima de filósofos jesuitas, que más adelante se llamaron suaristas. Porque, en efecto, no hay en toda la escolástica española nombre más glorioso que el de Suárez, ni más admirable libro que sus Disputationes Metaphysicae, en que la profundidad del análisis ontológico llega casi al último límite que puede alcanzar entendimiento humano. Y Suárez, insigne psicólogo en el De anima, es, con su trato De legibus, uno de los organizadores de la filosofía del derecho, ciencia casi española en sus orígenes, que a él y a Vitoria (De indis et iure belli), a Domingo de Soto (De iusticia et iure), a Molina (De legibus) y a Baltasar de Ayala (De iure belli) debe la Europa antes que a Grott ni a Puffendor.

    ¿Quién enumerará todos los jesuitas que con criterio sereno y desembarazado trataron todo género de cuestiones filosóficas, apartándose, en puntos de no leve entidad, de lo que pasaba por doctrina tomística pura? ¿Cómo olvidar la Metafísica y la Dialéctica de Fonseca, el tratado De anima del cardenal Toledo, el De principiis, de Benito Pererio, los cursos de Maldonado, Rubio, Bernaldo de Quirós, Hurtado de Mendoza y el atrevidísimo de Rodrigo de Arriaga (hombre de ingenio agudo, sutil y paradójico, que no tuvo reparo en impugnar a Santo Tomás y a Suárez), y, sobre todo, las Disputationes Metaphysicae, pocas en número pero magistrales, que se han entresacado de los libros de Gabriel Vázquez? Además, casi todas las obras de los teólogos lo son a la vez de profundísima filosofía. ¡Cuántas luces ontológicas pueden sacarse del tratado De ente supernaturali, [314]de Ripalda! Y las obras místicas de Álvarez de Paz, ¿no constituyen una verdadera suma teológica y filosófica de la voluntad?

    Bacon contaba todavía entre los desiderata de las ciencias particulares el estudio de sus respectivos tópicos, lugares o fuentes, cuando ya este anhelo estaba cumplido en España, por lo que hace a la teología, en el áureo libro de Melchor Cano, al cual rodean como minora sidera el de Fr. Luis de Carvajal. De restituta theologia, y el de Fr. Lorenzo de Villavicencio, De formando theologiae studio. Y, descendiendo a otras ciencias más del agrado de los racionalistas modernos, ciencia española es la gramática general y la filosofía del lenguaje, a cuyos principios se remontó, antes que nadie, el Brocense en su Minerva, si bien con aplicación a la lengua latina. Simultáneamente, Arias Montano, luz de los estudios bíblicos entre nosotros, concebía altos pensamientos de comparación y clasificación de las lenguas, que anunciaban la aurora de otra ciencia, la cual sólo llegó a granazón en el siglo XVIII, y también, por fortuna nuestra, en manos de un español: la filología comparada.

    Y al mismo tiempo, Antonio Agustín, aplicando al Derecho la luz de la arqueología y de las humanidades, daba nueva luz al texto de las Pandectas y enmendaba el Decreto de Graciano; Antonio Gouvea rivalizaba con Cuyacio, hasta despertar los celos de éste, y D. Diego de Covarrubias y otra serie innumerable de romanistas y canonistas daban fehaciente y glorioso testimonio de la transformación que por influjo de los estudios clásicos venía realizándose en el Derecho.

    La Inquisición no ponía obstáculos; ¿qué digo?, daba alas a todo esto, y hasta consentía que se publicasen libros de política llenos de las más audaces doctrinas, no sólo la de la soberanía popular, sino hasta la del tiranicidio, aquí nada peligroso, porque no entraba en la cabeza de ningún español de entonces que el poder real fuese tiránico, y siempre entendía que se trataba de los tiranos populares de la Grecia antigua.

    Como a nadie se le ocurría entonces tampoco que los estudios clásicos fueran semilla de perversidad moral, brillaban éstos con inusitado esplendor, como nunca han vuelto a florecer en nuestro suelo. Abierto el camino por Antonio de Nebrija, maestro y caudillo de todos; por Arias Barbosa, que fue para el griego lo que Nebrija para el latín, pronto cada universidad española se convirtió en un foco de cultura helénica y latina. En Alcalá, Demetrio el Cretense; Lorenzo Balbo, editor de Quinto Curcio y de Valerio Flaco; Juan de Vergara, traductor de Aristóteles, y su hermano, que lo fue de Heliodoro; Luis de la Cadena, elegantísimo poeta latino; Alvar Gómez de Castro, el clásico biógrafo del Cardenal; Alonso García Matamoros, apologista de la ciencia patria y autor de uno de los mejores tratados de retórica que se escribieron en el siglo XVI; Alfonso [315] Sánchez, a quien no impidieron sus aficiones clásicas hacer plena justicia a Lope de Vega, y esto por altas razones de naturalismo estético, a pocos más que a él reveladas entonces. En Salamanca, el Comendador Griego, corrector de Plinio, de Pomponio Mela y de Séneca, seguido por sus innumerables discípulos, sin olvidar, por de contado, al iracundo León de Castro, tan rico de letras griegas como ayuno de letras orientales; ni mucho menos al Brocense, que basta por sí a dar inmortalidad a una escuela; ni a su yerno Baltasar de Céspedes, ni a su poco fiel discípulo Gonzalo Correas. En Sevilla, los Malaras, Medinas y Gironés, que alimentan o despiertan el entusiasmo artístico en los pechos de la juventud hispalense e infunden la savia latina en el tronco de la poesía colorista y sonora que allí espontáneamente nace. En Valencia, la austera enseñanza aristotélica de Pedro Juan Núñez, cuyos trabajos sobre el glosario de voces áticas de Frinico no han envejecido y conservan todavía interés; ¡rara cosa es un libro de filología! En Zaragoza, Pedro Simón Abril, incansable en su generosa empresa de poner al alcance del vulgo la literatura y la ciencia de los antiguos, desde las comedias de Terencio hasta la lógica y la política de Aristóteles. Y en los colegios de la Compañía, hombres como el P. Manuel Álvarez, cuya gramática por tanto tiempo dominó en las escuelas; como el P. Perpiñán, sin igual entre los oradores latinos, y como el P. Juan Luis de la Cerda, rey de los comentadores de Virgilio. ¿Qué mucho, si hasta en tiempos de relativa decadencia, en reinado de Felipe IV, tuvimos un Vicente Mariner, que interpretó y comentó cuanto hay que comentar de la literatura griega, desde Homero hasta los más farragosos escoliastas y hasta los más sutiles, tenebrosos e inútiles poemas bizantinos; y un D. José Antonio González de Salas, que, en medio de las culteranas nebulosidades de su estilo tanto se adelantó, en fuerza de sagaces intuiciones a la crítica de su tiempo cuando hizo el análisis de la Poética, de Aristóteles, y buscó la idea de la tragedia antigua aún con más acierto que el Pinciano? ¿Y qué mucho, si en los ominosos días de Carlos II se educó el deán Martí, en quien todas las musas y las gracias derramaron sus tesoros, hombre que parecía nacido en la Alejandría de los primeros Ptolomeos o en la Roma de Augusto? ¿Quién ha escrito con más elegancia y donaire que él las cartas latinas? ¡Qué sazonada y copiosa vena de chistes en una lengua muerta!

    Cerremos los oídos al encanto para no hacer interminables esta reseña, y no olvidemos que al mismo paso que los estudios de humanidades, y por recíproco influjo, medraron los de historia y ciencias auxiliares. Y a la vez que Antonio Agustín fundaba, puede decirse, la ciencia de las medallas, y Lucena, Fernández Franco, Ambrosio de Morales y muchos más comenzaban a recoger antigüedades, estudiar piedras e inscripciones y explorar vías romanas, nacía la crítica histórica con Vergara, escribía Zurita sus Anales, que «una sola nación posee para envidia [316] de las demás», y Ocampo, Morales, Garibay, Mariana, Sandoval, Yepes, Sigüenza e infinitos más daban luz a la historia general, a la de provincias y reinos particulares, a las de monasterios y órdenes religiosas. Aún la ficción de los falsos cronicones fue, en definitiva, aunque indirectamente, beneficiosa, por haber suscitado una poderosa reacción de la crítica histórica, que nos dio en tiempo de Carlos II los hermosos trabajos de Nicolás Antonio, D. Juan Lucas Cortés y el marqués de Mondéjar.

    Más pobre fuimos en ciencias exactas y naturales, pero no ciertamente por culpa de la Inquisición, que nunca se metió con ellas; ni tanto, que no podamos citar con orgullo nombres de cosmógrafos, como Pedro de Medina, autor quizá del primer Arte de navegar, traducido e imitado por los ingleses aún a principios del siglo XVII; como Martín Cortés, que imaginó la teoría del polo magnético, distinto del polo del mundo, para explicar las variaciones de la brújula; como Alfonso de Santa Cruz, inventor de las cartas esféricas o reducidas; de geómetras, como Pedro Juan Núñez que inventó el nonius y resolvió el problema de la menor duración del crepúsculo; de astrónomos, como don Juan de Rojas, inventor de un nuevo planisferio; de botánicos, como Acosta, García de Orta y Francisco Hernández, que tanto ilustraron la flora del Nuevo Mundo y de la India Oriental; de metalurgistas, como Bernal Pérez de Vargas, Álvaro Alonso Barba y Bustamante; de escritores de arte militar, como Collado, Alava, Rojas y Firrufino, norma y guía de los mejores de su tiempo en Europa.

    Y, sin embargo, ¡cesó de escribirse desde que se estableció la Inquisición! ¿Cesó de escribirse, cuando llegaba a su apogeo nuestra literatura clásica, que posee un teatro superior en fecundidad y en riquezas de invención a todos los del mundo; un lírico a quien nadie iguala en sencillez, sobriedad y grandeza de inspiración entre los líricos modernos, único poeta del Renacimiento que alcanzó la unión de la forma antigua y del espíritu nuevo; un novelista que será ejemplar y dechado eterno de naturalismo sano y potente; una escuela mística, en quien la lengua castellana parece lengua de ángeles? ¿Qué más, si hasta los desperdicios de los gigantes de la decadencia, de Góngora, de Quevedo o de Baltasar Gracián, valen más que todo ese siglo XVIII, que tan neciamente los menospreciaba?

    Nunca se escribió más y mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición. Que esto no lo supieran los constituyentes de Cádiz, ni lo sepan sus hijos y sus nietos, tampoco es de admirar, porque unos y otros han hecho vanagloria de no pensar, ni sentir, ni hablar en castellano. ¿Para qué han de leer nuestros libros? Más cómodo es negar su existencia.

    En el volumen siguiente veremos cómo se desmoronó piedra a piedra este hermoso edificio de la España antigua y cómo fue olvidando su religión y su lengua y su ciencia y su arte, y [317] cuanto la había hecho sabia, poderosa y temida en el mundo, a la vez que conservaba todo lo malo de la España antigua: y cómo, a fuerza de oírse llamar bárbara, acabó por creerlo. ¡Y entonces sí que fue de veras el ludibrio de las gentes, como pueblo sin tradición y sin asiento, esclavo de vanidades personales y torpe remedador de lo que no entendía más que a medias!


Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro cinco
www.iglesiareformada.com