V. 1: Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.
Sigo insistiendo hasta el hastío en el hecho de que la «libertad» y la «esclavitud» de que se habla aquí son
las que se describen en el capitulo 6 de la carta a los Romanos, donde dice (v. 20, 22): «Porque cuando erais esclavos del pecado, erais Libres acerca de la justicia. Mas ahora que habéis sido libertados del pecado,
habéis sido hechos siervos de Dios.» Dispongamos estos conceptos en forma de un diagrama:
Libres acerca de la justicia Ser esclavos del pecado
Ser esclavos de la justicia Ser libres del pecado
Pues el que es libre del pecado, queda hecho un esclavo de la justicia; en cambio, el que es un
esclavo del pecado, es libre acerca de la justicia, y viceversa.
Repito todo esto porque sé que «por la multitud de las langostas y de los pulgones, los frutos de nuestra
tierra fueron devorados de una manera tal» (Sal. 105:34, 35)1 que ya nadie entiende qué es aquella esclavitud
y libertad. Hasta ese extremo se anidó y se arraigó el invento humano del libre albedrío respecto de
cada uno de estos conceptos antagónicos y contradictorios (libertad y esclavitud). Más aun: aquella gente
a la cual Pablo se ve obligado a hacer frente en el ya mencionado capitulo 6 de Romanos (v. 12), incluso
sustenta una idea carnal en cuanto a la libertad, como si al creyente en Cristo le fuera lícito hacer todo lo
que se le antoje. Pero la verdadera libertad es muy distinta: por vivir en ella, hacemos voluntaria y alegremente lo que en la ley se demanda, sin fijarnos en castigos ni recompensas. En cambio, estamos en
«esclavitud» cuando hacemos estas cosas por temor servil o deseo pueril.2 Por lo tanto no importa ni
cambia nada el hecho de que uno sea «esclavo del pecado» o «esclavo de la ley», porque el que es esclavo
de la ley, invariablemente es un pecador, jamás cumple la ley, a no ser en apariencia, mediante obras
exteriores. Y así se le da una recompensa sólo temporal, como a los hijos de las esclavas y concubinas; la
herencia empero la recibe el hijo de la mujer libre. «Cristo», dice el apóstol, «nos hizo Ubres con esta
libertad.» Es ésta una libertad espiritual, una que debe ser conservada en el espíritu. No es aquella libertad
de los paganos, reconocida como insuficiente aun por el mismo pagano Persio.3 Es libertad de la ley, pero
de índole contraria a la que suele practicarse entre los hombres. Pues la libertad humana se caracteriza por
el hecho de que son cambiadas las leyes, sin que por ello cambien los hombres. La libertad cristiana por su parte se caracteriza por el hecho de que son cambiados los hombres, sin que cambie la ley, de manera que la misma ley que anteriormente había sido odiosa para el libre albedrío, nos resulta ahora grata «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Ro. 5:5). En esta libertad, nos enseña el apóstol, debemos estar firmes, con valor y persistencia; porque Cristo, que en bien nuestro cumplió la ley y derrotó el pecado, envía el espíritu de amor al corazón de los que creen en él, y así son hechos justos y amantes de la ley, no por sus propias obras, sino porque Cristo en su gracia así se lo concede. Si te apartas de esta libertad, eres desagradecido para con Cristo, y además te muestras orgulloso de ti mismo, puesto que quieres alcanzar la justicia y liberarte de la ley recurriendo a tus propias fuerzas y dejando a Cristo a un lado.
Fíjate en el carácter enfático de estas palabras: «no estéis otra vez», «no estéis en esclavitud», «no
estéis bajo el yugo de la esclavitud» «no estéis sujetos», o como dice el texto aún más significativamente:
“ìÞ ÝíÝ÷åóå (no os dejéis encerrar), expresión similar a la que el apóstol había usado ya en una oportunidad
anterior al decir que estábamos como «confinados» en una cárcel (cap. 3:23). Esto es: No os dejéis
encerrar por la tan opresiva e insoportable carga de la ley, bajo la cual, a pesar de todo, no podéis llevar otra existencia que la de esclavos y pecadores; no os dejéis poseer por ella, o como dice Erasmo, no os dejéis «enlazar ni envolver»4 “Ser retenido” no es tan grave; pero “ser retenido en esclavitud”, esto si es duro; y lo más duro es “ser retenido bajo el yugo de la esclavitud”, ante todo si ya se había recibido la libertad.
“Estad firmes”, dice Pablo. Con ello atribuye a los gálatas más de lo que realmente encuentra en
ellos; es decir, les habla como a «todavía no caídos»; de otra manera habría dicho: «Levantaos». Pero ahora emplea un lenguaje más dulce: «Estad firmes». Esto ha de servir al mismo tiempo como lección: a nadie se le debe cubrir inmediatamente de reproches como si no hubiese ninguna esperanza de que pueda corregirse; antes bien, al censurar a una persona, hay que dar muestras convincentes de que se tiene buena esperanza (de que dicha persona enmiende su conducta). No es así como proceden los lanzarrayos5 de nuestro tiempo: a ellos les basta con haber aterrado a la gente con demostraciones arbitrarias de su poder.
V. 2: He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo.
Después de haber aniquilado la justicia de la ley con muchos y muy fuertes argumentos, y de haber
dado amplísima cuenta acerca de la fe en Cristo, Pablo se dedica ahora con no menor energía a dar exhortaciones, serias advertencias, amenazas y promesas, regando así lo que acababa de plantar (1 Co. 3:6 y sigtes.). Con fervor y celo verdaderamente apostólicos recurre a todos los medios posibles y trata de componerlo todo de la mejor manera, de modo que resulta sumamente grato contemplar esa demostración de solicito cuidado con que desempeña su cargo. En primer lugar infunde temor a los gálatas advirtiéndoles
que de nada les aprovechará Cristo si se circuncidan, y lo recalca con un «Yo Pablo os lo digo». Repite su
nombre para hacer pesar su autoridad. Así también yo por mi parte repito aquí: hacerse circuncidar no es
nada malo, pero buscar su Justicia en la circuncisión (y para este fin se hacían circuncidar), esto si es una
impiedad. Y en esas obras relacionadas con la ley ceremonial es fácil darse cuenta de que la confianza en la justicia es una confianza falsa -más fácil que en las obras morales exigidas por el Decálogo; porque tampoco en estas se ha de buscar la justicia, sino únicamente en la fe en Cristo. Menciono esto para que nadie tome lo dicho aquí como base para pensar que el apóstol esté luchando sólo contra la ley en su aspecto ceremonial. El caso es que escogió como blanco la obra mas notoria de la ley, pero al mismo tiempo tiene en mente todas las obras de la ley.
Parece haber aquí un contraste con Romanos 2 (v. 25): «En verdad la circuncisión aprovecha, si
guardas la ley». «¿De qué manera aprovecha la circuncisión si guardas la ley», pregunta Jerónimo, «si ni
siquiera Cristo aprovecha a los que recibieron la circuncisión?».6 El mismo santo varón aporta a ese respecto una buena cantidad de consideraciones. Pero digámoslo en breves palabras: Es imposible cumplir la ley sin Cristo, como ya se hizo notar repetidas veces; en efecto, el apóstol considera esto un principio invariable, y lo corroboró con pruebas suficientes. Aquellos empero que guardan la ley, es decir, que por fe poseen a Cristo, el consumador de la ley, tienen plena libertad de hacerse circuncidar o no hacerse circuncidar. A ellos todo les aprovecha, “todas las cosas les ayudan a bien” (Ro. 8:28). Mas los que se hacen circuncidar a la manera de un esclavo de la ley y por temor a ella, queriendo con ello satisfacer las exigencias de la ley y alcanzar una justicia que les debe ser adjudicada por obligación, éstos ciertamente “desechan a Cristo y la gracia de Dios” (cap. 2:21), ya que presumen de cumplir la ley de otra manera que por medio de Cristo. A éstos, Cristo no les aprovecha, a causa de la circuncisión; a aquellos otros en cambio, la circuncisión no les perjudica, a causa de Cristo.
Por idéntica necedad, o mejor dicho impiedad, son arrastrados a la perdición los que, al ser aterrados
por su conciencia, o al hallarse en peligro de una muerte inminente, al fin se han da do cuenta de lo
perdidamente mala que es su vida, y que, al ver ahora la. gran distancia que los separa de la ley de Dios, o
caen en desesperación, o se entregan a una impiedad similar, a saber intentan hacer satisfacción por sus
pecados y guardar de ahí en más la ley para tranquilizar su conciencia, creyendo que llegarán a hacerse
buenos si han dado cumplimiento a lo que se prescribe en la ley. Además, por «cumplir» ellos no entienden
el puro y simple creer (en Cristo, el Cumplidor de la ley), sino el haber hecho satisfacción a la ley mediante
un crecido numero de obras.
Tales maneras impías de querer alcanzar la justicia las aprendemos de los decretos de hombres, y de
ese monstruo de teología que tiene por cabeza a Aristóteles y por pies a Cristo, ya que estos decretos y esta teología son los que hoy día ejercen el dominio absoluto. ¿Y cómo no habríamos de aprenderlas, si ellos se jactan tanto de sus miserables obras de satisfacción?7 Uno se asombra al ver la importancia que les dan en su comercio de indulgencias. Hacen como si creer en Cristo fuera demasiado poco, cuando en realidad, en esta fe sola reside nuestra justicia, redención y satisfacción, nuestra vida y gloria (1 Co. 1:30).
Tu, pues, cuando bajo la conducción de la ley hayas llegado al conocimiento de tus pecados, cuídate
de no caer de inmediato en la presunción de querer satisfacer de allí en adelante las exigencias de la ley
llevando en lo futuro una vida mejor. Antes bien, desespera totalmente de tu vida pasada y futura, y cree
valientemente en Cristo. Creyendo empero, y siendo a raíz de ello un hombre justificado y cumplidor de la
ley, dama a Cristo para que el pecado sea destruido también en tu carne (RO. 6:6), y también allí sea
cumplida la ley, así como ya es cumplida en tu corazón por medio de la fe. Y sólo entonces podrás ponerte
a hacer «buenas obras» conforme a la ley.
Por esto considero muy apropiada la práctica de imprimir en el espíritu de los moribundos nada más
que al Cristo crucificado, y de exhortarlos a la fe y a la esperanza. En estos momentos al menos -por más
que los engañadores de almas nos hayan burlado durante nuestra vida entera-, en estos momentos al medios se viene abajo el libre albedrío, se vienen abajo las buenas obras, se viene abajo la justicia basada en el cumplimiento de la ley. Lo único que queda es la fe y la invocación de la purísima misericordia de Dios.
Esto me hizo pensar ya más de una vez que en el instante de la muerte hay mas cristianos, o por lo menos
mejores cristianos, que en la vida. Pues cuanto más libre de obras propias sea la confianza, y cuanto más
exclusivamente se aferre a Cristo solo, tanto mejor lo hace al cristiano; y es con miras a esta fe que se deben practicar las buenas obras de toda nuestra vida. Pero actualmente, las neblinas, las nubes y los torbellinos de tradiciones y leyes humanas y también de ignorantes intérpretes de la Escritura y predicadores ineptos, nos empujan hacía nuestros propios méritos. Queremos hacer satisfacción por nuestros pecados con nuestras propias fuerzas, y con las obras que hacemos no tenemos en vista el limpiarnos de los vicios de la carne y el «destruir el cuerpo del pecado» (Ro. 6:6); al contrario: como si ya fuésemos limpios y santos, sólo tratamos de acumular estas obras como granos en un depósito, con la intención de convertir con ellas a Dios en deudor nuestro, y de obtener quién sabe qué lugar de privilegio en el cielo. ¡Hombres ciegos, ciegos y otra vez ciegos! A todos ellos Cristo no les aprovecha de nada; ellos conocen otro medio, y se justifican a sí mismos.
De esto empero se desprende que las palabras «si os circuncidáis» hacen referencia no tanto a la obra
exterior sino más bien al deseo interior que constituye el motivo para la obra. Pues el apóstol habla aquí de
algo espiritual, de algo que ocurre en lo intimo de la conciencia. La obra exterior en sí no puede ser
diferenciada Como perteneciente a tal o cual categoría, sino que la diferencia radica por entero en la opinión, en la intención, en la conciencia, en el propósito, en el criterio, etc. (que dio origen a la obra). Por lo tanto, si una persona hace obras de la ley porque su conciencia le dice que son necesarias, y porque confía en alcanzar la justicia por medio de ellas, esta persona «anda en consejo de malos y está en camino de pecadores»; y el que enseña tal cosa, «está sentado en silla de pestilencia» (Sal. 1:1)8 En cambio, si son hechas con un piadoso espíritu de amor, en confianza y por libre voluntad, entonces estas obras son méritos de una justicia adquirida ya previamente por medio de la fe. Son hechas empero en un piadoso espíritu de amor si se las hace para socorrer a alguna necesidad o para cumplir algún deseo de otra persona. Pues en este caso no son obras de la ley, sino obras del amor, obras hechas no a causa de la ley que las exige, sino a causa del hermano que las desea o las necesita. Así fue como también las hizo el apóstol mismo.
Ésta debe ser para ti la norma invariable que debes aplicar en todas las obras y a cualquier tipo de ley.
Así, pues, si un sacerdote o un monje hace las obras que le impone su ceremonial, incluso las obras de la
castidad y pobreza, con la intención de convertirse por medio de ellas en justo y bueno, el tal es un impío y
niega a Cristo; porque el caso es que estas obras las debe usar el que ya ha sido justificado por medio de la fe, para purgar su carne y su «viejo hombre», a fin de que su fe en Cristo crezca y llegue a ser en él la única fuerza dominante, y se concrete así el reino de Dios. Por esta razón, el justificado por la fe hará tales obras con ánimo alegre, no para acumular muchos méritos, sino para ser purificado. Mas ¡ay, qué enfermedad más grave reina hoy día en aquellas multitudes de monjes y sacerdotes que lo son con el mayor desgano y solamente con miras a la vida presente, y que no tienen la menor Idea de lo que debieran ser, ni de lo que debieran hacer, ni de lo que debieran buscar!
Perdóname, lector, por haber gastado tantísimas palabras en este asunto. Es que esos madianitas
cayeron sobre la iglesia en tal cantidad que se necesitan seiscientos Gedeones, de las trescientas trompetas, y de los cántaros ni hablemos, para echarlos fuera (Jue. 7:16 y sigtes.). Las aguas impetuosas de los asirios llegaron hasta la garganta de Judá, la extensión de sus alas ha llenado la anchura de tu tierra, oh Emanuel, por cuanto hemos desechado las aguas de Siloé, que corren mansamente (Is. 8:6 y sigtes.). Por ello, con nuestras llaves que atan (Mt. 16: 19) no hemos merecido otra cosa que un sinnúmero de lazos para las almas.
V. 3: Otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley.
«El primer mal que os debiera aterrar es el hecho de que Cristo no os es de provecho alguno (v. 2), lo
cual no significa otra cosa que: aun no habéis cumplido la ley. Por esto existe como segundo mal el hecho
de que todavía pesa sobre vosotros la carga de la ley, y que estáis obligados a guardar toda la ley. No cabe
ninguna duda de que tanto lo uno como lo otro es un daño como no puede haber otro mayor: carecer de ese beneficio tan grande que nos es ofrecido en Cristo, y ser oprimido por ese mal tan funesto que proviene de la ley».
Permíteme la pregunta, Pablo: ¿con qué dialéctica se puede establecer, o aun defender con éxito, este
razonamiento: «Te haces circuncidar, luego estás obligado a guardar toda la ley»? ¿Acaso el que se hace
circuncidar no guarda al menos la ley de la circuncisión? La respuesta a esta pregunta la hallamos en
Jeremías 9 (v. 26): «Todas las naciones son incircuncisas; toda la casa de Israel empero es incircuncisa de
corazón». El apóstol está hablando, pues, a base de su hipótesis de que ninguna obra de ninguna ley es una obra genuina a menos que sea hecha en la «fe que purifica el corazón» (Hch. 15:9). En consecuencia: ni con la circuncisión ni con otra obra alguna puede lograrse más que una satisfacción en lo exterior, hipócrita, de las exigencias de la ley. Pues una obra sólo es buena si procede de un corazón bueno y puro. Un corazón bueno empero sólo puede ser producido por la gracia; y la gracia viene no por las obras, sino por la fe en Cristo. Así, la circuncisión de Abraham habría carecido totalmente de valor si no le hubiera precedido la fe: a raíz de esta fe, Abraham fue considerado justo, y entonces sí hizo una buena obra al circuncidarse. Esto es lo que el apóstol dice en Romanos 2 (v. 25): «Si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión». ¿No es esto lo mismo que decir: «El circunciso no es circunciso, y el que guarda la ley no guarda la ley»? Porque la guarda no con la parte más importante y mejor de su ser, es decir, con su corazón, sino tan sólo con su carne. Por esto dice también Santiago: «El que ofendiere en un punto, se hace culpable en todos» (Stg. 2:10). Pues el que por la fe cumple en un punto, cumple en todos, puesto que la fe es el cumplimiento de todas las leyes, a causa de Cristo que las ha cumplido todas. Entonces: si careces de fe en un punto, no la tienes en ninguno. Por lo tanto, el apóstol está en lo correcto al afirmar: «el que se hace circuncidar sin tener fe y siendo incircunciso de corazón, de hecho no se circuncida. Al contrario: no hace ninguna obra de ninguna ley, sino que sigue estando en deuda con la ley entera».
La interpretación de San Jerónimo es que si los gálatas se circuncidaban, era necesario que guardaran
también todas las demás disposiciones de la ley -lo que da la impresión de que sólo guardaban la ley de la
circuncisión.9 No puedo compartir esta opinión, ya que los apóstoles falsos habían impuesto a los gálatas
toda la ley de Moisés, como se desprende de lo dicho anteriormente por Pablo: «Guardáis los días, los
meses, los años y los tiempos» (cap. 4:10). Así, pues, lo que Pablo quiere demostrar es más bien esto: su
observancia de la ley les había dado a los gálatas justamente el resultado contrario, a saber, una no observancia total. hasta puede decirse una transgresión real. y tanto mayor aun.
V. 4: De Cristo os desligasteis,10 los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído.
Ahí está lo que yo decía: no es la obra de la circuncisión lo que el apóstol condena, sino la confianza
de obtener justicia por medio de ella. «Los que por la ley os justificáis», dice; o sea: es un pecado de
impiedad si os queréis justificar mediante obras de la ley. Las obras de la ley muy bien pueden ser hechas
por los que ya son justos; pero ningún impío puede justificarse por medio de ellas. Además: aun el justo, si
presume de poder justificarse mediante obras, antes que obtener justicia, más bien la pierde, y «cae de la
gracia» por la cual había sido justificado, dado que es trasladado de un terreno bueno a terreno estéril. Al
parecer, Pablo alude aquí una vez más en forma velada al nombre de los gálatas, cuyo significado es
«desviación»,11 por cuanto desviándose de la gracia habían caldo en la ley. Ya ves, pues, con cuánta constancia el apóstol sostiene que somos justificados por la fe sola, y que las obras no son la base (lat. principia) para adquirir la justicia, sino funciones de la justicia ya adquirida, y medios para incrementarla.
San Jerónimo critica al autor de la versión latina por el uso del verbo evacuatí estis (habéis sido
vaciados), porque en opinión de él, el significado es más bien «habéis cesado de hacer la obra de Cristo».
Sin embargo, a mí me agrada sobremanera ese verbo tan expresivo. Pablo quiere decir: «Estáis ociosos,
estáis desprovistos, estáis vacíos de la obra de Cristo, y la obra de Cristo no está en vosotros». Pues de
hecho, como ya hemos señalado antes (cap. 2:20), no es el cristiano el que vive, habla, obra y padece, sino que es Cristo quien hace todo esto en el cristiano. Todas las obras del cristiano son obras de Cristo; tan indeciblemente sublime es la gracia que obtenemos por la fe. Por lo tanto: el que se deja desviar hacia la ley, vuelve a vivir en sí mismo, practica su propia obra, su propia vida, su propia palabra, quiere decir:
peca, y no guarda la ley. Está desligado de Cristo, Cristo no habita en él ni lo usa como instrumento suyo.
El tal se entrega, por decirlo así, a un nefasto y desdichado descanso sabático en lo que a las obras del Señor se refiere, cuando por el contrario debiera observar un descanso sabático en lo que se refiere a sus propias obras, desocupándose y desapegándose de ellas para que se hicieran en él las obras del Señor, lo cual, según nos enseña San Agustín, quedaba indicado simbólicamente con la institución, en tiempos remotos, del día sábado.12 Así que: el que cree en Cristo, es «vaciado» de sí mismo y se desocupa de las obras propias a fin de que Cristo viva y obre en él. En cambio, el que intenta justificarse por medio de la ley, es vaciado de Cristo y se desocupa de las obras de Dios a fin de vivir y obrar en sí mismo, esto es: a fin de que perezca y se pierda.
V. 5: Pues nosotros en el Espíritu por la fe aguardamos la esperanza de la justicia.
«En el Espíritu por la fe» parece ser la manera hebrea de decir: «nosotros, por el Espíritu que proviene
de la fe» o «porque creemos». Por ende aguardamos la esperanza de la justicia no de un modo carnal, sino
de un modo espiritual. Aquellos empero que no creen, están vacíos del Espíritu. Por esto aguardan la
esperanza de su propia justicia, de una manera carnal, a base de las obras. La fe hace que los hombres sean espirituales; las obras hacen que sean carnales. Ya lo he dicho antes:13 Al no estar en la gracia, el hombre no puede hacer lo que exige la ley, sino por temor al castigo o por la esperanza de obtener una recompensa prometida. Pero tanto lo uno como lo otro es un actuar carnal y propio de uno que trabaja por sueldo.
Consecuentemente, allí no se aguarda «en el Espíritu» la esperanza, sino que «en la carne» se apetecen las cosas de que se quisiera disfrutar; pues los que así proceden, hacen el bien no por amor a la justicia, sino por la ventaja que les reporta la recompensa.
¿Qué significará aquello de que «aguardamos la esperanza de la justicia»? ¿A quién se le ocurre
«aguardar una esperanza»? Y bien: hay quienes toman la «esperanza» por «el bien que se espera». Así p. ej. se hace notar en el libro III de las Sentencias14 que en el Credo Atanasiano se usa la palabra «fe» -»Esta es la fe católica», etc.- para significar lo que se cree, o las palabras que expresan lo que se cree. Sin embargo, no me gusta oír que se tomen las palabras «fe» y «esperanza» en este sentido. Pues así como es correcto decir «vivo una vida», así me parece que se puede decir también «espero una esperanza» sin caer en un absurdo. Sin embargo, por ahora no quiero entrar en discusiones al respecto. Siga cada cual la opinión que pueda o quiera. Lo que yo sé es que la Escritura se vale a menudo de un modo de hablar que atribuye a la «fe» y a la «esperanza» aquello que se alcanza con la fe y la esperanza. De la misma manera, en efecto, los hombres son llamados «dioses» (Sal. 82:6; Jn. 10:34), y además: veraces, buenos, justos, santos, todo lo cual son atributos que corresponden sólo a Dios; silos hombres son veraces, etc., lo son porque tienen parte en Dios y porque adhieren a él. Análogamente, la «esperanza», que tiene que ver con un aferrarse a lo que ha de venir, por ese mismo aferrarse a lo por venir llega a ser una designación para «lo que se espera» o para «el bien esperado», y eso no simplemente por un mero abuso caprichoso del vocablo, como creen aquellos, 15 sino con justa razón. Esa misma gente sueña también con que hay ciertas personas que llegan a ser justas por si solas, sin aferrarse a la justicia divina. Pero no; la «fe» es «justicia ante Dios» sólo porque se aferra a la justicia y verdad divinas y porque está acorde con ellas. Y esto es obra de la gracia divina, no de la naturaleza humana.
V. 6: Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el
amor.
Aquí se prueba con la mayor claridad que la circuncisión es un acto licito, cosa que San Jerónimo y
sus partidarios impugnan a voz en cuello;16 porque si la circuncisión no es lícita, entonces será necesaria la incircuncisión (para poder ser salvo). Pero. «la incircuncisión» dice Pablo «no es de valor alguno», por lo
tanto tampoco es necesaria. Por otra parte: también la incircuncisión es lícita; porque si no lo es, entonces
la circuncisión es necesaria (para la salvación). Pero «la circuncisión no es de valor alguno», entonces
tampoco es necesaria. ¿Qué queda, pues, sino lo que San Agustín dice tan apropiadamente a ese respecto, a saber: «El hecho de que Pablo haya circuncidado a Timoteo cuando éste ya era cristiano (Hch. 16: 3) no significa que Cristo «no le haya aprovechado» (v. 2) a Timoteo»?17 El caso es que Pablo circuncidó a Timoteo para evitar que otros se sintieran ofendidos. De ninguna manera actuó como un hipócrita; antes bien, le guió su convicción de que daba lo mismo circuncidarse o no circuncidarse, según aquel principio suyo enunciado en 1 Corintios 7 (v. 19): «La circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es». La circuncisión, en efecto, no es perjudicial para aquel que no cree que su salvación depende de ella.
Para establecer este principio de indiferencia, Pablo tuvo la gran prudencia de hacer esa doble afirmación;
porque si sólo hubiese dicho: «La circuncisión no es de ningún provecho», se podría haber tenido
la impresión de que la incircuncisión era necesaria (para salvarse); en cambio, si sólo hubiese dicho: «La
incircuncisión no aprovecha para nada», podría haberse considerado a la circuncisión como un acto necesario (para obtener la salvación). Ahora empero es únicamente la opinión que uno tiene, la confianza, y la conciencia, lo que establece una diferencia entre circuncisión e incircuncisión; en si, ambas son lícitas,
ambas tienen carácter de «indiferentes», ni buenas ni malas, al igual que todas las demás obras de la ley. En 1 Corintios 7 (v. 18, 19) el apóstol lo expresa así: «¿Fue llamado alguno siendo circunciso? No trate de
aportar señales de haber sido incircunciso. ¿Fue llamado alguno siendo incircunciso? No se circuncide. La
circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es, sino el guardar los mandamientos de Dios».
¿En qué estamos, pues? El dejarse circuncidar ¿no es «guardar el mandamiento de Dios»? ¿Acaso no
existe tal mandamiento divino, dado por medio de Moisés y de Abraham (Gn. 17:9 y sigtes.; Lv. 12:3)? En
un párrafo anterior dije que los que sólo han recibido la circuncisión en la carne, sin tener circuncidado el
corazón, son ante Dios incircuncisos, si bien es cierto que para los judíos, las disposiciones ceremoniales
de la ley eran de observancia necesaria hasta el advenimiento de Cristo. Pues hasta esta fecha seguían en
vigencia tanto la promesa dada a Abraham como la ley dada a Moisés. Asilo dice claramente el propio
Moisés en Deuteronomio 18 (v. 15), donde exhorta a los judíos a «oír al Profeta que Dios levantará, tal
como habían oído a Moisés mismo». Moisés por lo tanto no quería que se le siguiera oyendo a él después
del advenimiento de aquel Profeta, Cristo. En idéntico sentido, este pasaje es citado también por el apóstol
Pedro contra los judíos, en Hechos 3 (v. 22, 23). Y cuando Dios dio a Abraham la ley de la circuncisión, su
voluntad indubitable era que esta ley tuviese vigencia sólo hasta que se hiciera efectiva la bendición prometida.
Pues por cierto, simultáneamente con la venida de la «Simiente a quien fue hecha la promesa» (Gá.
3:19), llegan también a su fin la promesa y el pacto de la promesa junto con su «sello».18 Por lo tanto, una
vez venido Cristo, la circuncisión carece de valor. Sin embargo, el aplicarla no es en si ni bueno ni malo, y
además es lícito, como lo es cualquier otro mandamiento con respecto a días de guardar, comidas, vestimentas, lugares, sacrificios, etc., -si bien tales observancias carecían de valor también antes de la venida de Cristo si no tenían como base la justicia interior, como dice Isaías, cap. 1 (v. 11): «¿Qué ofrenda digna podría yo presentar al Señor?», etc. En el mismo sentido se dice también en Hebreos 9 (v. 10) que todo esto «ha sido impuesto hasta el tiempo de reformar las cosas». Pero también las obras del Decálogo estaban situadas fuera de la gracia y deben terminar, para que su lugar lo puedan ocupar las obras verdaderas del Decálogo, hechas en el espíritu.
Hice estas declaraciones para evitar que alguien me atribuya la opinión de que aun antes del advenimiento
de Cristo, la circuncisión tenía el carácter de indiferente, no siendo ni buena ni mala, o que a los
judíos les era permitida la incircuncisión. Pues Job y muchos otros hombres de Oriente, como Naamán de
Siria, el hijo de la mujer de Sarepta, el rey Nabucodonosor después de su conversión,19 eran hombres
justos, y no obstante incircuncisos, puesto que la ley de Moisés comprometía solamente a los judíos, que
eran los que la habían recibido.
Si Pablo habla de «la fe que obra por el amor», lo hace a modo de aclaración para arrojar luz sobre
lo que acaba de decir, y para dar la correcta comprensión a los párvulos.20 El apóstol quiere hacernos
entender de qué se nos está hablando tan reiteradamente, a saber, de la fe verdadera y sincera, de la «buena conciencia y fe no fingida», como lo expresa en su carta a Timoteo (1 Ti. 1:5). Fingida empero es la fe que nuestros teólogos llaman «la fe adquirida», y fingida es también la fe que, a pesar de ser «infundida», carece del amor.21
No quiero detenerme aquí en las frívolas cuestiones que plantea esa gente, ni en sus fastidiosas
exposiciones doctrinales en las que sostienen que a la fe infusa debe añadirse como complemento necesario la fe adquirida -¡como si el Espíritu Santo nos necesitara a nosotros, y no más bien nosotros a él en todas las cosas! Pues el desvarío de aquellos teólogos de que si un niño recién bautizado22 es criado entre turcos e infieles sin tener un maestro cristiano, el tal niño es incapaz de saber lo que un cristiano debe saber- esto no es más que simple tontería. ¿No ven ellos por la experiencia diaria qué provecho trae la enseñanza cristiana a aquellos que no son «traídos» interiormente por Dios (Jn. 6:44), y por el otro lado, cuán grandes cosas son hechas por personas que no reciben esa instrucción exterior en las tantas y tan tremendamente importantes materias que los teólogos enseñan y aprenden? Cuando enseña el Espíritu, hay enseñanza viva; más aun, allí está la vida y la realidad misma: él sabe, dice y obra todo en todos. Aquel a quien Dios enseña, por cierto no es distinto de aquel a quien Dios crea de nuevo. ¿Quién, en efecto, enseña al inexperto vástago del hombre a vivir, ver, sentir, hablar y obrar, y quién enseña al orbe entero a continuar cumpliendo todas sus múltiples funciones? Ridículos son los antes mencionados desvaríos, demasiado tonto es el concepto que tienen acerca de Dios. Por tanto, el que oye la palabra de Cristo con sinceridad y adhiere a ella fielmente, al instante es revestido también con el Espíritu del amor, como lo destacó el apóstol en un pasaje anterior al decir: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?» (cap. 3:2). Pues no puede ser de otra manera: si oyes a Cristo con sinceridad, inmediatamente también le amarás, ya que él hizo y padeció tanto por ti. Si puedes amar al que te regala veinte florines, o al que te distingue con algún favor, ¿cómo no habrías de amar a aquel que entrega por ti no una cierta cantidad de monedas de oro, sino su propia persona, a aquel que en bien tuyo recibe tantas heridas, que vierte por ti su sangre cual sudor y cual torrente, que muere por ti y carga con todo hasta las últimas consecuencias? Mas si no le amas, de seguro que no oyes con sinceridad ni crees sin fingimiento que todo esto fue hecho por ti; pues el que puedas hacer esto, es obra del Espíritu. El otro tipo de fe en cambio, esa fe que obra milagros, es un don que Dios en su generosidad otorga también a algunos que otros desagradecidos que hacen sus obras para su propia gloria.
De éstos dice San Pablo en 1 Corintios 13 (v. 2): «Si tuviese toda la fe, etc.». Por tanto, de una manera muy acertada y significativa el apóstol define la fe como «le que obra por el amor»; esto es, como lo demuestra Erasmo a base del texto griego: la fe eficaz no es la que ni bien «adquirida» ya se echa a dormir, ni la que demuestra su poder mediante obras prodigiosas, sino la que es activa por medio del amor, como ya lo había dicho Pablo mismo en una ocasión anterior (cap. 2:8): «El que actuó en Pedro, actuó también en mí para con los gentiles». Pues la palabra «creer» expresa un «estar activo».
V. 7a: Vosotros corríais bien.
Es un modo de hablar propio de las Escrituras tomar las palabras «ir», «andar», «seguir», «camino»,
«viaje», «paso», “pisadas» y otras similares en el sentido de «llevar una vida (cristiana)», y aun en el sentido de «creer» y «amar». Pues como dice San Agustín, a Dios no nos podemos acercar de una manera local, sino sólo con el afecto y el amor, lo que viene a ser entonces un «andar con los pies del corazón y de la mente».23 Por esto dice también el apóstol que «nuestro andar está en el cielo»24 cuando «buscamos las cosas de arriba, donde está Cristo» (Col. 3:1). A pesar de que este modo de hablar es común y corriente en las Escrituras, es preciso traerlo a la memoria, ya que hoy día prevalece por doquier el muy difundido error de que, a manera de práctica piadosa, pero de hecho en contra de la verdadera práctica piadosa, la gente corre y corre a Roma, a Jerusalén, a Santiago25 y a mil otros lugares, tal como si «el reino de Dios no estuviera entre ellos» (Lc. 17:21). Y esa práctica impía recibe un apoyo no escaso de parte del aparatoso y desvergonzado despliegue de indulgencias.26 Engañado por éstas, y sin la necesaria capacidad de discernimiento, el pueblo poco instruido da a estas correrías mucha más importancia que a la práctica del amor. Y sin embargo, sólo por el amor se puede correr hacia Dios; además, el amor cada cual lo puede practicar en abundancia en el mismo lugar en que reside. Pero el afán de lucro tiene obcecados a los pastores y les impide hacer frente a ese difundido error.
El apóstol no dice empero: «andabais» sino «corríais». Con esto les tributa a los gálatas un elocuente
reconocimiento y los alaba en tono paternal. Pues el «correr» es característico de los perfectos, como
leemos en el Salmo 18 (19:5): «Se alegra cual gigante para correr el camino», y en la carta a los corintios (1 Co. 9:24): «Corred de tal manera que lo obtengáis». Por otra parte, de los que son perfectos y obstinados en la maldad se dice en Proverbios 1 (v. 16): «Sus pies corren hacia el mal, y van presurosos a derramar sangre»; y lo mismo repite Isaías en el cap. 59 (v. 7). «Correr en Cristo» equivale, pues, a apresurarse, arder, ser perfecto en la fe y en el amor para con Cristo.
V. 7b: ¿Quien os estorbó para no obedecer a la verdad?
«¿Quién os estorbó en la buena carrera, y os estorbó de tal manera que ya no disteis crédito a la
verdad?» Esto suena como si Pablo quisiera decir: «Ninguna astucia, ninguna autoridad, ningún prestigio
personal o apariencia impresionante de hombre alguno, por grandes que fuesen, os debiera haber hecho
tambalear. A gente que duerme, y que apenas puede «arrastrarse» en Cristo, vale decir, a los que todavía
son más bien débiles, a éstos si alguno los podrá engañar, estorbar y seducir. Pero si personas que corren y que arden, y más aún: si personas «que me recibieron como a Cristo» (cap. 4:14), «que estaban dispuestas a sacarse sus propios ojos» (cap. 4:15), que por amor hacia mi enfrentaron toda suerte de peligros para sus bienes y para su vida -si personas tales no solamente se dejan estorbar, sino incluso desviar hasta el extremo de que ya no dan crédito a la verdad, ¿quién no habría, de asombrarse? Sois en verdad «gálatas»,27 gente que se. deja desviar con demasiada facilidad, ya que desde las alturas de una tan grande perfección fuisteis arrojados tan pronto a un abismo tan profundo de creencia falsa,, contraria a la anterior fe verdadera.» En conexión con esto es oportuno reflexionar acerca de qué es la naturaleza humana, y qué el libre albedrío, sí Dios retira su mano; y además, acerca de qué será de los pueblos que carecen de los buenos servicios de fieles pastores, cuando los gálatas, tan fuertes en Cristo, sufrieron una caída tan repentina y tan profunda al estar ausente Pablo.
¡Afuera ya mismo con los que quieren ser pastores de muchos rebaños (lat. locorum, lugares) y
hasta pastores de muchos pastores y que se glorían de su propia potestad, cuando ni siquiera son capaces de proveer pastura para sí mismos! En efecto, tan Corrupta es hoy día la mentalidad, que se toma lo dicho por Cristo a Pedro: «Apacienta mis ovejas» (Jn. 21:17) en el sentido de «Sé el superior28 de las ovejas y
gobierna sobre ellas»; e incluso se considera esto actualmente como la única manera de apacentar las
ovejas de Cristo, aunque éstas no hayan visto una sílaba del evangelio, que es lo único que puede servirles
de alimento. Además las palabras: «Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18) las
interpretan así: «Sobre la piedra, esto es, sobre la potestad de la iglesia», no obstante que Cristo dio a estas palabras un significado espiritual, indicando con ellas la solidez de la fe. De esta manera nos convierten la fe en Cristo, enteramente espiritual, en una potestad enteramente terrenal. Por esto, en el caso nuestro no es cuestión de preguntar: «¿Quién os estorbó para no obedecer a la verdad?”, sino antes bien: «¿Por qué nadie os estorba en vuestro empeño de obedecer a las mentiras en las cuales corréis de la manera más bochornosa?
» Pues ¿qué otra cosa habríamos de hacer ante el hecho de que los pastores tienen los ojos puestos no en
el lugar hacia donde podamos correr, sino en el grado de dominio que ellos puedan ejercer?
No estaríais de acuerdo con nadie.
Jerónimo opina que esta frasecilla debe rechazarse de plano, ya que no se halla en ninguno de los
libros griegos ni tampoco en los escritos de los que compusieron comentarios sobre las cartas de Pablo. Por esto también nosotros haremos caso omiso de dicha frase.29
V. 8: Esta persuasión no es de aquel que os llama.
San Jerónimo lee «vuestra persuasión» y entra en una larga discusión acerca del libre albedrío. Esta
discusión debe tomarse con cierta cautela, ante todo porque Jerónimo cita las opiniones de otros, vale decir, compila sus comentarios. Por mi parte apruebo lo que sugiere Erasmo: éste dice que el texto griego no tiene ni «vuestra» ni es» ni «esta», y ve en esta declaración (v. 8) una respuesta a la pregunta precedente, en esta forma: «¿Quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Por cierto, nada sino una persuasión que no es del Dios que os llama.»30
La «persuasión», por otra parte, puede tomarse tanto en sentido activo como en sentido pasivo;31 sin embargo, expresa una censura más severa y cuadra mejor con la pregunta precedente si se la toma en sentido pasivo. El significado sería entonces: «Habéis sido estorbados porque os habéis dejado persuadir demasiado pronto. Sois gálatas: rápidamente os dejáis desviar de aquel que os llama», como Pablo habla observado ya antes (cap. 1:6). Gente tan perfecta no debiera haber cedido tan pronto a la persuasión, por más que los apremiasen los que intentaban persuadirlos. Una vez más puedes notar que Pablo llama a la fe más bien una «persuasión», porque es algo que no se te puede demostrar, a menos que creas al que te persuade; pues la fe no tolera las disputaciones de los sofistas.
V. 9: Un poco de levadura corrompe toda la masa.
Nuestras ediciones del texto tienen la versión defectuosa: «Un poco de levadura corrompe toda la
masa»,32 que refleja más bien la opinión propia del traductor que las palabras del apóstol. San Jerónimo en
cambio traduce así: «Un poco de levadura leuda toda la mezcla».33 El mismo pensamiento lo expresa Pablo en 1 Corintios 5 (v. 6), incluso con las mismas palabras: «¿No sabéis que un poco de levadura corrompe (lat. corrumpit) toda la masa?» Parece ser una especie de dicho proverbial, de uso común por parte del apóstol, muy bueno por cierto y de gran énfasis.
Ahora bien: en el pasaje de 1 Corintios 5 (v. 7, 8), el apóstol indica claramente que hay dos clases de
levadura, al decir: «Limpiaos de la vieja levadura», y luego: «...no con la vieja levadura». Hay por lo tanto
también una nueva levadura. La levadura vieja es un maestro pernicioso, una doctrina perniciosa, un pernicioso ejemplo. En el presente pasaje, el apóstol habla de lo primero y de lo segundo; a lo tercero se refiere en 1 Corintios 5 (v. 6, 13), donde ordena que el fornicario sea quitado de entre ellos cual levadura vieja,
«para que seáis» como dice (v. 7)- «nueva masa». Una orden similar hallamos en Mateo 16 (v. 6) y Lucas 12
(v. 1): «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es hipocresía», lo que más adelante (Mt. 16:12) los
mismos evangelistas lo explican como referencia a la doctrina de los fariseos. La «masa» o la «mezcla» es
el pueblo, el discípulo, o la doctrina correcta de la fe genuina. Mas así como la levadura se asemeja a la
masa, así la doctrina pervertida siempre se da a sí misma el aspecto de la verdad, y no se la puede discernir
sino mediante el sabor, es decir, mediante el «discernimiento de espíritus» (1 Co. 12:10). La levadura nueva
es Cristo, la palabra de Cristo, la obra de Cristo y la de todo cristiano; así que también. ella es un maestro,
es una doctrina, y es un ejemplo. La “masa” en cambio es (en este caso) el pueblo, la sabiduría de la carne,
el viejo hombre, la vida del mundo, etcétera.
De ahí que se diga en Mateo 13 (v. 33): «El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó
una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado». «Una mujer», vale decir: la
iglesia, o la sabiduría de Dios, «tomó la levadura», o sea, la palabra del evangelio, «y la escondió», dado
que la palabra de la fe demuestra su fuerza no en las obras exteriores de la ley sino en lo intimo de la
conciencia, como está escrito (en el Salmo 119:11): «En mi corazón he guardado tus dichos»; pues esta
«palabra de fe» lo hace a uno justo en espíritu ante Dios. «En tres medidas de harina» significa: en el
número determinado y en la cantidad medida de sus escogidos. Pues según Jerónimo, satum34 es la designación
hebrea para una medida de áridos usada en la provincia de Palestina, equivalente a un modio y
medio (aprox. 13 litros), lo que es más o menos la cantidad de harina que las mujeres suelen tomar para
leudaría. Así que: sea cual fuere la interpretación simbólica que uno quiera hacer de las tres medidas, se lo
habremos de permitir, siempre que entienda con ellas un número determinado y una cantidad medida de
personas, sea por elección de parte de la Santa Trinidad, o sea de otra manera. «Hasta que todo fue leudado»
esto significa, como ya dije antes: la fe por la cual somos hechos justos espiritualmente es, por decirlo así,
una ocultación de la levadura, y en cierto modo una mezcla de la Palabra de Dios con nuestra alma, con el
resultado de que esta fe mantiene en sujeción la carne, destruye el pecado y echa fuera la vieja levadura, a
fin de que ella misma gobierne soberana en todos los miembros y leude nuestro ser entero.
Siendo pues que en las Escrituras se nos llama «un solo pan y una sola copa», y siendo que la
doctrina igualmente es llamada «pan y copa» (1 Co. 10:17), es preciso que nos acostumbremos a estas
alegorías y entendamos la mezcla y el cambio de la harina y la levadura como figuras del cambio de las
doctrinas, y del cambio que se produce en el alma de las personas. Por ende, aunque el apóstol se refiere en
este pasaje a la mala doctrina, habrá que aplicar sus palabras, ya que tienen carácter de afirmación general,
también a cualquier clase de malos deseos. Y ni bien un deseo tal comienza a cosquillearnos, debemos
frenarlo con estas palabras: «Un poco de levadura corrompe toda la masa». Porque si no resistes al mal
deseo en el momento mismo en que comienza a manifestarse, se hará más y más fuerte; y si cuenta con tu
consentimiento y complacencia, te contaminará el cuerpo y el alma enteros. Mas si la ley de Moisés, que no
tenia ningún gusto a «cosa viciada» -si esa ley es en opinión del apóstol una «levadura», ¿qué serán nuestras
tradiciones eclesiásticas, que con un olor tan fuerte y repugnante revelan su procedencia de carne y sangre?
V. 10a: Yo confío en vosotros, en el Señor, que no pensaréis de otro modo.
Muy bien atempera el apóstol sus palabras para que no se crea que él deposita su confianza en el
hombre. «Confío en vosotros», pero no con miras a vosotros mismos, sino «en el Señor». Y si bien el
sentido seria el mismo si dijera: «Yo confío respecto de vosotros en el Señor», hay sin embargo cierto
oculto énfasis que no sé definir, pero que me hace preferir la formulación «hebraizante», como podría
llamársela, empleada por Pablo: «Confío en vosotros en el Señor». Pues también esto parece ser una especie
de leve lisonja emanada de su solicitud paternal, a saber, que Pablo confía, sí, en ellos, pero sólo “en el
Señor». Y tiempo sería también de que por fin nos resultase familiar la palabra «pensaréis» (sapietis), de
tan frecuente uso en el Nuevo Testamento, a menudo con el significado de «sabiduría», «prudencia», como
en Romanos 8 (v. 6): «La prudencia de la carne es muerte».35 Pues aquello que se designa con esta palabra,
y que es llamado también empeño del ánimo, intento, intención, parecer, sentido, sentimiento, opinión,
juicio, propósito, designio, plan, reflexión, mente» etc., todo esto está expresado en esa palabra griega
öñüíçìá, o öñüíçóéò.36 Por eso dice el Salmo 1 (v. 1): «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo
de malos», lo que en alemán se llama «gutdunckel», como cuando decimos «es dunckt mich so recht».37
«De otro modo» no puede referirse a lo que precede inmediatamente, sino que debe ser relacionado con el
contenido básico de la epístola entera. El sentido será entonces éste: «Aprendisteis de mí el evangelio;
espero que no pensaréis en nada nuevo, nada distinto, que no introduciréis cambios». Nuevamente, el
apóstol se expresa en forma muy afable y se limita a una piadosa conjetura; pues de hecho, los gálatas ya
habían comenzado a pensar otra cosa, u otra cosa había comenzado a parecerles buena.
V. 10b: Mas el que os perturba, llevará la sentencia, quienquiera que sea.
«El que os perturba» quiere decir: el que mediante sus doctrinas propias os aparta de la fe verdadera
y os desplaza de la posición que ocupabais. Pero al que así os perturba, ¿no le podrá excusar su celo
piadoso, o como dicen, su «buena intención»38 ¿O su ignorancia? ¿O el hecho de que es un discípulo de los
apóstoles, y un discípulo nada insignificante? «¡No!», dice Pablo: «quienquiera que sea», y por más destacado
que sea: ha cometido un grave pecado, y «llevará su sentencia». También éste es un modo de hablar
característico de la Escritura: «llevar su carga, su juicio, su iniquidad», que indica que las personas en
cuestión serán condenadas. En efecto: los que están en Cristo no llevan su carga, sino que, como dice Isaías
en el cap. 53 (v. 4, 6), Cristo mismo «llevó nuestras enfermedades», y «el Señor cargó en él los pecados de
todos nosotros». Pero en sí, todo hombre está obligado a llevar su propio pecado, a pesar de que no tiene la
capacidad para ello, como leemos en el Salmo 37 (38:4): «Porque mis iniquidades han sobrepasado mi
cabeza; y como carga pesada se han agravado sobre mi».
Es, pues, algo horrible lo que Pablo dice aquí: «llevará su sentencia». Fíjate también en la audacia
soberana con que desposee al perturbador de toda prerrogativa personal: «quienquiera que sea, eso no me
interesa; sea apóstol o discípulo de los apóstoles, el prestigio personal nada tiene que ver». Ahí vemos cuan
profundamente desprecia Pablo la «acepción de personas», y cuán grandes males son perpetrados al amparo
del renombre y la falsa apariencia que los hombres suelen darse. Y ni esto es suficiente para poder
disuadirnos de que con los ojos abiertos, voluntariamente, y hasta con placer, nos dejemos seducir por la
ostentación de santidad, autoridad, potestad, reglamento, privilegios, y otras vanidades por el estilo. Porque
en la iglesia de hoy día ya no está permitido decir: «quienquiera que sea», sino que basta con decir:
«este hombre opina así, así lo quiere, así lo ordena», para que se lo tome como veredicto de la iglesia entera.
Mientras tanto, ciertos preconizadores del anticristo han llegado al extremo de sostener, con desvergonzada
consecuencia, que nadie debe decir a otro: «¿Por qué haces esto?», y al que menos se lo debe decir es al
Romano Pontífice. Para éste, dicen además, «no hay juez en la tierra»,39 y «Cristo no habría hecho provisión
suficiente para su iglesia si no hubiese otorgado a un hombre un poder equivalente al que posee él
mismo». Palabras como éstas, más insensatas que la peor de las impiedades, son precisamente las que
nuestro siglo merece oír: son la justa recompensa por los «méritos» que hemos hecho en nuestro servir a
Cristo.
V. 11a: Y yo, hermanos, si aun predico la circuncisión, ¿por qué padezco persecución todavía?
Ya en una oportunidad anterior, cap. 1 (v. 10), el apóstol había hecho la pregunta: «¿Busco ahora el
favor de los hombres? Si todavía agradara a los hombres, no seria siervo de Cristo». Con aquellas frases
expresa lo mismo que aquí, a saber: que a causa de la palabra de Cristo, por la cual queda abolida la
circuncisión, había sido perseguido por los judíos, como está documentado en el libro de los Hechos y en
muchas epístolas.40 Por esto Pablo dice ahora: «Que la circuncisión no es de ningún valor, os lo enseñará
también el ejemplo mío: yo por mi parte actúo en plena conformidad con lo que escribo, con el resultado de
que por tal motivo tengo que padecer persecución. Esta persecución ciertamente no la tendría que padecer
sí asintiendo a la opinión de aquéllos predicara la circuncisión».
San Jerónimo cree que aquellos apóstoles falsos hicieron abuso también del nombre de Pablo en su
intento de trastornar el animo de los gálatas, valiéndose del hecho de que el mismo Pablo habla circuncidado
a Timoteo y habla hecho un voto a Cencrea, de lo cual ya se habló en un párrafo anterior.41 Pero fíjate
bien en las palabras del apóstol: no dice «si aún tolero la circuncisión» sino «sí aún la predico». Hacer de la
circuncisión un objeto de predicación como si fuera necesaria para alcanzar la salvación -esto no. Tolerarla
en cambio como cosa innocua esto sí, siempre que la fe en Cristo conserve su posición dominante.
V. 11b: En tal caso se ha quitado el tropiezo de la cruz.
Si se predica la circuncisión, los judíos quedan apaciguados: en tal caso deja de existir lo que les
sirvió de tropiezo. Pues el verbo que usa el apóstol aquí (evacuatum est - se ha quitado) es el mismo que
empleó antes al decir «os desligasteis» (evacuatí estis, v. 4) o sea, el tropiezo ha quedado inoperante,
ocioso, ‘vacío’; de modo que, según este significado, el tropiezo «ya no tendrá ningún efecto» entre los
judíos.
Pero ¿qué clase de conclusión es ésta: «se predica la circuncisión, por lo tanto cesa el tropiezo de la
cruz»? Además, ¿no sería muy de desear que no existiera ningún tropiezo de la cruz? ¿O es tu deseo, Pablo,
que tropiece el mayor número posible de personas? ¿Quién puede admitir tal cosa?
A propósito de la primera pregunta: el apóstol dice muy bien que el tropezar en Cristo es una
particularidad precisamente de los judíos. Así lo recalca también en 1 Corintios 1 (v. 23, 24):
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles
locura; para nosotros empero los que creemos, poder de Dios y sabiduría»; y en Lucas 2 (v. 34), Simeón
dice respecto de los judíos: «Este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel». Y en
Isaías 8 (v. 13, 14) leemos: «Al Señor de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro
miedo. Y él os será por santuario; pero a las dos casas de Israel, por piedra para tropezar, y por tropezadero,
y por lazo y por caída a los que habitan en Jerusalén». Por lo tanto es correcto decir: «Si Pablo tratase de
complacer a los judíos predicando la circuncisión, y si aprobase su manera impía de querer obtener la
justicia, éstos tampoco tomarían ofensa ni le perseguirían.»
Respecto de la segunda pregunta puede decirse: No es el deseo del apóstol que haya tropiezo, sino
que él alega la experiencia, evidente para todos, de que el tropiezo de la cruz no ha sido quitado, como
prueba de que él no predica la circuncisión. El sentido es entonces: «Por este mismo hecho, por ver que el
tropiezo de la cruz no cesa, podéis conocer que yo no predico la circuncisión. Aún persiste el furor y el
tropiezo de los judíos, y así también me siguen persiguiendo. Sin duda, tanto su furor como su tropiezo
cesarían si yo predicase la circuncisión. Por ende, esta experiencia en un sentido y en otro que yo sufro y
ellos toman ofensa- debiera ser para vosotros prueba más que suficiente de que no hay acuerdo entre mi y
los judíos en cuanto a la circuncisión.»
Creo que lo expuesto basta para los «gálatas insensatos». Por otra parte, quien busca una solución
más exhaustiva de este problema, tendrá que recurrir a lo dicho en el Evangelio (Mt. 18:7): «Es necesario
que vengan tropiezos» y en Romanos 11 (v. 8): «Les dio espíritu de compunción42 etc.; y deberá recordar
que “era necesario que así se hiciera para que se cumplieran las Escrituras” (Mt. 26:54). Pero en el contexto
presente paso por altos estas verdades abismales, si bien no quiero negar que con sus palabras el apóstol las
tocó levemente.
V. 12: ¡Ojalá sean mutilados los que os perturban!.43
San Jerónimo cree que con estas palabras el apóstol pronuncia una maldición; pero pone gran
empeño en hallar una excusa para Pablo, o al menos un atenuante.44 Sin embargo, de lo dicho en una
oportunidad anterior45 hemos aprendido que es cosa común que los santos pronuncien maldiciones, y lo era
ya en tiempos muy remotos. El mismo Cristo maldijo la higuera (Mt. 21:19), o, sí el maldecir una higuera
parece no tener importancia: Elíseo por cierto maldijo a seres humanos, a los muchachos de Bet-el, en el
nombre del Señor (2 R. 2:24). En 1 Corintios 5 (v. 5) Pablo «entregó a Satanás» a un hombre que había
cometido fornicación, y en el último capítulo de la misma carta dice (1 Co. 16:22): «El que no amare al
Señor Jesucristo, sea anatema, maran-ata». (Burgensis afirma que esta palabra es el peor tipo de maldición
entre los hebreos, mientras que nuestros eruditos interpretan el «maran-ata» erróneamente, creo- como «el
Señor viene»,46 ) No sería de extrañar, pues, si también aquí el apóstol pronunciase una maldición, deseando
que el mal cayera sobre el hombre «exterior», al que veía obstaculizar la comunicación del bien por
parte del Espíritu.
Jerónimo relaciona el «sean mutilados» con las partes pudendas del cuerpo, pues piensa en personas
que son sometidas a la castración. Esta es una desgracia tan grande que si alguien se la inflige a un
hombre contra la voluntad de éste, el tal es castigado con todo rigor por las leyes del Estado; y el que se la
aplica voluntariamente, incurre en una acción infamante. En Deuteronomio 23 (v. 1) leemos (Vulgata): «El
eunuco que tenga magullados o amputados los testículos y cortado su miembro viril, no entrará en la
congregación del Señor», y en el capitulo 25 (v. 11, 12) se ordena que se debe cortar sin misericordia alguna
la mano de la mujer que en una riña entre su marido y otro hombre, «asiere a aquel otro de sus partes
vergonzosas para librar a su marido». ¿No son esto disposiciones necias y ridículas, aunque estuvieren
escritas en libros de autores paganos? Lo serían, sin duda, si no fuera que Dios a propósito convierte en
tontería la sabiduría del mundo (1 Co. 1:20). Él no quiso que nuestro altivo desprecio de cosas tan vergonzosas
(vergonzosas, sin embargo, sólo a causa de nuestra pecaminosidad) nos hiciera mirar con desdén
misterios tan sublimes. Los dos testículos, de esto no cabe duda, son los dos testamentos; porque «el
escriba docto en el reino de los cielos sacará de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas» (Mt. 13:52). ¿Y no
es la matriz de la mujer un símbolo de la voluntad y de la conciencia? Pero prefiero pasar por alto estas
cosas, porque los que son puros las descubrirán por sí solos, y los impuros no las pueden oír sin correr
peligro. La mano de la mujer empero, que debe ser amputada por haber asido de sus partes vergonzosas a
un hombre extraño, me parece significar la temeridad de aquellos que en la controversia entre uno que
enseña la verdad y uno que enseña mentiras, ponen a un lado o hasta tergiversan las Escrituras, o intentan
obtener la victoria mediante su propio entendimiento y mediante opiniones humanas.
Pero ¿qué significan aquellas palabras («ojalá sean mutilados» etc.)? Significan sin duda que Pablo,
hombre sumamente versado en cuestiones referentes a la ley, al hablar de la circuncisión y de quienes la
enseñan (como necesaria) parece desearles que sean no sólo circuncidados sino hasta mutilados enteramente,
no sólo en cuanto al prepucio sino también en cuanto a los testículos y al miembro viril. Con esto
alude claramente al sentido oculto al que señala también el texto griego que añade la cópula «también»:
«ojalá sean también mutilados». Tendremos entonces: «Ya que a toda costa quieren ser circuncidados, mi
deseo es que sean también mutilados, y que sean eunucos con los testículos y el miembro viril amputados»,
quiere decir, personas incapacitadas para enseñar Y para engendrar hijos espirituales,47 personas que deben
ser expulsadas de la iglesia. Pues un obispo, o más propiamente aún: Cristo mismo, es el esposo de la
iglesia, a la cual él fecunda con el semen de la palabra de Dios mediante sus testículos y su miembro viril,
en perfecto pudor y santidad. Los miembros de los impíos empero deben ser extirpados por cuanto ellos
fecundan con semen espurios y palabra adúltera.
V. 13: Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis48 la libertad como
ocasión para la carne, sino servios por amor los unos a los otros.
Otros leen: «Sino servios por amor del espíritu los unos a los otros.» No es mucha la diferencia. Lo
que Orígenes discurre aquí, según referencias de San Jerónimo, respecto de un significado oscuro, y de la
carne de la ley, ni lo entiendo ni lo comparto.49 A mí, el pensamiento del apóstol y la conclusión que hace
me parecen claros. Con decir «vosotros a libertad fuisteis llamados» quiere indicar que «fuisteis llamados
de la esclavitud de la ley a la libertad de la gracia». Como hubo tanto titubeo entre los gálatas respecto de
este punto, también yo mismo me veo obligado a referirme siempre de nuevo a él. La ley, digo, produce
esclavos. Pues quienes la cumplen, la cumplen no en forma gratuita, sino impulsados por el temor al
castigo con que se los amenaza, y por el deseo de obtener los bienes que se les promete; y de esta manera,
en realidad no la cumplen. Pero la ley, no cumplida, mantiene a los hombres en el estado de inculpados, y
de esclavos del pecado. La fe en cambio hace que recibamos el amor y que a raíz de ello cumplamos la ley
no por una momentánea compulsión o atracción, sino en forma libre y constante. Por lo tanto, dejarse
circuncidar es una característica de la esclavitud, amar al prójimo en cambio es una característica de la
libertad, porque aquello (el circuncidarse) se hace bajo la amenaza de la ley, contra la propia voluntad, esto
empero (el amar al prójimo) se hace bajo el influjo de un amor rebosante y gozoso, espontáneamente.
Además, la advertencia «solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne» el apóstol
la agrega para que no demos lugar a la idea tonta de querer ver en esta libertad un estado en que cada cual
tiene permiso y vía libre para hacer lo que se le antoje. Idéntica advertencia hallamos también en Romanos
6 (v. 14). Allí el apóstol imparte una enseñanza acerca de la misma libertad, y dice: «No estáis bajo la ley,
sino bajo la gracia». Con esto se afirma categóricamente que estamos libres de la ley. Pero inmediatamente
después (v. 15), Pablo se hace a sí mismo la objeción: «¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo
la ley? En ninguna manera.» Esto es exactamente lo que el apóstol dice aquí (Gá. 5 :13): «Se daría ocasión
a la carne» si se quisiese tomar la libertad en un sentido tan carnal. No estamos libres de la ley conforme al
modo y punto de vista humano, (como ya dije antes),50 o sea, porque la ley haya sido abrogada y cambiada.
Antes bien, estamos libres de la ley conforme al modo y punto de vista divino y teológico, o sea, porque
nosotros mismos somos cambiados, y convertidos de enemigos de la ley en amigos de la ley. Esta es
también la línea de pensamiento de Pedro cuando dice en su primera carta, capítulo 2 (v. 16): «Como libres,
y no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios». Ahí
tienes lo que significa «ocasión para la carne»: es tomar la libertad como pretextó para hacer lo malo, lo que
lleva a los hombres a pensar que por no estar atados ya a ninguna ley, tampoco tienen la obligación de hacer
el bien y vivir correctamente. Pero la liberta tiene una finalidad muy distinta, a saber, la de que ahora así,
hagamos el bien ya no por compulsión sino alegremente, sin esperar una recompensa. Por otra parte, también
en el presente pasaje el propio apóstol dice que esta libertad es una esclavitud del amor. «Servíos por
amor», dice, «los unos a los otros». Pues la libertad consiste en esto: que no tengamos otra obligación que
la de amar al prójimo. El amor empero nos enseña en forma muy fácil cómo hacer todas las cosas correctamente.
Donde no hay amor, todas las enseñanzas serán pocas.51
¡Imagínate pues lo estúpidos que son los hombres si creen que mediante la libertad que nos desliga
del dominio de la ley y del pecado, se nos da el permiso de pecar! ¿Por qué entonces no creen también que
mediante la libertad con que ellos se desligan de la justicia, se les da el permiso de obrar correctamente?
Pues si consideran válida la deducción: «He sido desligado del pecado, luego bien puedo pecar», también
debe hacerse esta otra deducción: «He sido desligado de la justicia, luego bien puedo hacer lo que es justo».
Si, esta última argumentación no es admisible, tampoco lo es la primera. Esta idea tonta procede, como ya
dije, de la mente humana y de la práctica de autojustificarse: como la justificación al modo humano es
producto de las obras, se cree que una vez «adquirida» la justicia, sigue un estado de completa libertad en
que se pueden dejar de lado las obras de justicia. La justicia de la fe, sin embargo, nos es donada antes de
que se hagan obras, y es por sí misma el comienzo de las obras; de ahí que sea una libertad para entrar en
acción, así como la justicia humana es una libertad para entrar en receso. Ambas son, por lo tanto, de índole
muy distinta, como dice Isaías, capítulo (v. 9): «Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis
caminos más altos que vuestros caminos». Consecuentemente, aquella imaginación carnal ve en la libertad
de la justicia52 más bien una odiosa esclavitud, puesto que esa imaginación odia la ley y las obras que la ley
demanda; y por eso, la única libertad estimable para ella es la que consiste en que la ley sea cambiada y
abrogada, sin perjuicio de que aquel odio pueda continuar como antes. Así que la expresión «para la
carne» que Pablo emplea en este pasaje está tomada no en sentido alegórico sino en sentido propio como
«vicios de la orne» o «carne que alberga los vicios» que nos impulsan a buscar cada uno lo suyo y a
descuidar lo que es del prójimo.53 Pero tal actitud atenta contra el amor, y el que usa la libertad de esta
manera, la usa como «ocasión para la carne», para que la carne, después de habérsele donado la libertad,
tenga ocasión de servir a sus deseos con desprecio total del prójimo.
V. 14: Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Así se lee en Levítico 19 ( v. 18 ) . Lo mismo dice Pablo también en Romanos 13 (v. 8, 9): «No
debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque:
no adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento,
se repite54 en esta sentencia: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” El texto griego tiene “se
recapitula” o “se resume” en lugar de “se repite”, y así lo traduce Jerónimo en algunos pasajes. Por lo tanto,
también en este pasaje (Gá. 5: 14) el verbo “se cumple” debe entenderse como sinónimo de “se resume,
está comprendida”. Digo esto para que no se crea que el apóstol enseña aquí que la ley antigua es “cumplida”
por la ley nueva en el sentido de que la ley nueva es una ley con entendimiento espiritual y palabras
espirituales.55 Pues la gracia sola, y nada más, es el cumplimiento de la ley.56 Las palabras no se cumplen
con palabras; antes bien, son los hechos los que cumplen las palabras, y son las demostraciones de poder
las que confirman lo hablado. Ese mandamiento de amor al prójimo, por otra parte, tan eminentemente
espiritual, ¿acaso no está escrito en Levítico 19 (v. 18) ? Así, pues, toda la ley «se resume» en esta palabra;
pero «se cumple» por medio de la gracia. Repito: “a libertad hemos sido llamados»: cumplimos toda la ley
si el prójimo tiene necesidad de ello. A esta única ley servimos en amor.
Es pues correcto lo que se dijo anteriormente57 : que ser esclavo del Espíritu y ser libre del pecado
o de la ley es la misma cosa, así como ser esclavo del pecado o de la ley es lo mismo que ser libre acerca de
la justicia, o libre de la justicia y del Espíritu. De una esclavitud se va a otra esclavitud, de una libertad a
otra libertad, quiere decir, del pecado a la gracia, del temor ante los castigos al amor de la justicia, de la ley
al cumplimiento de la ley, del dicho al hecho, de la imagen a la verdad, de la señal a la sustancia, de Moisés
a Cristo, de la carne al espíritu, del mundo al Padre: todo esto se produce al mismo tiempo.
Mas si este mandamiento es llamado por el apóstol la suma total de todas las leyes, y si en este
único punto principal de amor está «encerrado» todo, como traduce Jerónimo, se hace necesario detenerse
un poco más en este tema.
En primer lugar: ¡cuántos son los que describen qué se debe decir, qué se debe hacer, qué se debe
soportar, qué se ha debe pensar. Es mucho, en verdad, lo que puede acontecer en el trato que los hombres
tienen entre sí, donde hay tal variedad de opiniones, miembros, objetos y casos, de suerte que no hay fin de
hacer leyes y libros (Ecl. 12:12). En efecto ¡cuántas leyes necesita la lengua solamente! ¡Cuántas los ojos!
¡Cuántas los oídos! ¡Cuántas las manos! ¡Cuántas el sentido del gusto! ¡Cuántas el sentido del tacto! Además,
¡cuántas leyes necesitan los asuntos de familia! ¡Cuántas las amistades! ¡Qué sarta interminable de
leyes! ¡Si no quieres creerlo, no tienes más que fijarte en el estudio que hoy día es el más engorroso de
todos, el de Derecho y de Leyes! Este mandamiento en cambio: ¡con cuánta concisión, cuán rápida y
eficazmente lo resuelve todo! Mete su mano en la misma cabeza, fuente y raíz de todas estas cosas - en el
corazón, digo, de donde «mana la vida o la muerte», según Proverbios, 4 (v. 23).58 Verdad es que entre las
obras del hombre, unas están más ocultas en su interior, otras son más visibles en el exterior, ninguna
empero es tan intima como el amor. Nada puede hallarse en el corazón humano que esté más profundamente
escondido. Si esta emoción afectiva ha sido encaminada correctamente, ya los demás miembros no
tienen necesidad de precepto alguno, porque todo fluye de esta emoción: tal como es ella, es todo lo demás,
y donde falta ella, todo lo demás son trabajos de necios, de los cuales se dice en Eclesiastés 10 (v. 15): «El
trabajo de los necios los fatiga». En cambio, «al hombre entendido la sabiduría le es fácil», según Proverbios
14 (v. 6).59 Es por eso que los profetas llaman «molestia (lat. labor) y dolor» a los esfuerzos que los
hombres hacen para alcanzar la justicia. Ea el Salmo 7 (v. 14) leemos: «El impío concibió dolor y dio a luz
iniquidad»; además: «El dolor volverá sobre su cabeza» (v. 16). Y en otro Salmo se dice: «La molestia de
sus propios labios los cubrirá» (140:9), y «Debajo de su lengua hay molestia y dolor», Salmo 9 (10: 7).60
Así, pues, la palabra hebrea AVEN se traduce con «dolor» algunas veces, y con «molestia» otras, por
cuanto con ella se expresa la iniquidad, o mejor dicho: aquella impía justicia proveniente de leyes y obras
que nunca lleva la calma al corazón humano. De ahí también el uso frecuente del término BET-AVÉN, es
decir, «casa del ídolo». Así, en efecto, llama el profeta (Oreas 4:15) la casa en que Jeroboam levantó los
becerros de oro e hizo pecar a Israel (1 R. 12:28 y sigtes.; 14.16). Porque en estas prácticas de justicia
carentes de amor hay mucho trabajo y mucha molestia, pero ningún fruto. Es ésta la razón de por qué San
Jerónimo, al comentar este pasaje, deplora el proceder de los que así se afanan, y dice: «Ahora, empero, que
todas estas prácticas resultan mucho más difíciles, las seguimos al menos en medida algo reducida. Lo
único que no hacemos es justamente lo que es más fácil --aquello cuya ausencia resta valor a todo lo demás
que hagamos-. El ayuno causa molestias al cuerpo; las vigilias atormentan la carne; el dinero para limosnas
se junta sólo con gran dificultad; y nadie derrama su sangre en el martirio sin que ello le cause dolor y
temor, por más ardiente que sea su fe. Para todas estas obras se encuentra gente que las haga. Solamente
con el amor nadie quiere molestarse, etc.»61 ¿Qué te parece que habría dicho Jerónimo si hubiese podido
echar un vistazo a nuestro tiempo actual, donde por la cantidad enorme de leyes y supersticiones el amor no
sólo es algo en que nadie quiere «molestarse», sino algo completamente extinguido? Y en verdad: no
puede, creo yo, surgir nada más funesto para el amor que un cúmulo de leyes y tradiciones. A causa de
éstas, los hombres son desviados a las obras y absorbidos completamente por prácticas de justicia humana,
de tal modo que hasta son compelidos a olvidarse del amor.
Veamos pues ahora el énfasis y el acento particular que tienen estas palabras («amarás a tu prójimo
corno a ti mismo»)
En primer lugar, el apóstol nos describe la más noble de todas las virtudes, a saber, el amor. No dice,
en efecto: «Trata a tu prójimo con afabilidad, dale la mano, sé de provecho para él, salúdale, o haz alguna
otra obra exterior» sino «amarás”; porque hay también personas que «hablan paz con su prójimo pero la
maldad está en su corazón» (Sal. 28:3).
En segundo lugar, el apóstol retrata el más noble objeto del amor: dejando aparte toda acepción de
personas, dice: «a tu prójimo». No dice: «amarás al rico, al poderoso, al erudito, al sabio, al virtuoso, al
justo, al hermoso, al agradable, etc., sino «a tu prójimo» a secas. Con esto mismo pone en clara que si bien
ante los hombres todos nosotros somos diferentes uno de otro en cuanto a renombre personal y condición
social, ante Dios somos todos parte de la misma masa y gozamos de igual reputación. Pues donde se hacen
distingo entre personas se extingue radicalmente este mandamiento del amor. Tal a el caso de los que
desprecian a los poco instruidos, a los pobres, a los débiles, a los humildes, a los tontos, a los pecadores, a
los difíciles de tratar, etc.; pues estos despreciadores toman en consideración no al hombre mismo sino a su
máscara y su apariencia exterior, y así se engañan.
En tercer lugar, el apóstol presenta el más noble ejemplo para ambos (la virtud y el objeto del amor)
al decir: «como a ti mismo». Para las demás leyes se han de buscar ejemplos situados en lo exterior, en el
ambiente que nos rodea; el ejemplo para la ley del amor en cambio nos es presentado en nuestro propio
interior. Además, los ejemplos exteriores no tienes suficiente poder motivador porque no los sentimos ni
vivimos personalmente. Este ejemplo en cambio lo sentimos en el interior; vive en nosotros y nos enseña
de la manera más convincente, no con letras ni con palabras ni con pensamientos, sino con la percepción
directa de la experiencia. ¿Quién, en efecto, no siente vivamente cómo se ama a sí mismo, cómo busca y
planea y trata de obtener lo que es saludable, honroso y necesario para él mismo? Y bien: toda esta percepción
es un índice vivo, un monitorio en tu propio corazón, y una prueba siempre presente de lo que debes
a tu prójimo, a saber, lo mismo que a ti mismo, y con igual afecto.
¿Por qué, entonces, nos enfrascamos en tantos libros? ¿Por qué consultamos con tantos maestros?
¿Por qué nos molestamos con obras y prácticas que supuestamente otorgan justicia? Todas las leyes, todos
los libros, todas las obras han de medirse con la vara de esta percepción interior y este afecta; y en esto, el
cristiano debe ejercitarse en todo su obrar, a lo largo de su vida entera.
Por lo tanto, no se podría haber dado un ejemplo más eficaz para esta doctrina divina; porque este
ejemplo no lo vemos ni lo oímos, como los ejemplos para las demás leyes, sino que lo experimentamos y
lo vivimos; nunca quedaremos sin este ejemplo, ni nunca lo podremos apartar de nuestra mente. Ni tampoco
se podría haber presentado un objeto más digno para el amor que tu prójimo, es decir, el que más se te
asemeja, y el que está más estrechamente emparentado contigo. Ni se podría haber enseñado un género más
perfecto de virtud que el amor, que es la fuente de todos los bienes, así como «la codicia es la raíz de todos
los males» (1 Ti. 6:10 ). Y así, prácticamente todo lo más elevado está contenido en este brevísimo mandamiento,
de modo que en verdad es la suma, la cabeza, el cumplimiento y el fin de todas las leyes.. Sin este
mandamiento, todos los demás merecidamente quedan relegados a la insignificancia.
Por ende, no tiene ninguna razón de ser tu queja de que no sabes qué o cuánto debes a tu prójimo.
¡Fuera con esas distinciones sutiles de los grandes doctores!62 «Muy cerca de ti está la palabra, en tu
corazón» (Dt. 30:14). Está escrita con letras tan gruesas que la puedes palpar con la mano, puesto que tú
mismo vives y sientes esta norma: Debes amar (al prójimo) “como a ti mismo” , dice; o sea, no menos de
lo que te amas a ti mismo. Ahora bien: cuánto te amas a ti mismo, nadie te lo podrá decir mejor que tú
mismo; pues tu propio sentimiento te muestra muy a las claras lo que otro sólo puede insinuarte con cierta
aproximación. Y por esto, nadie te podrá decir mejor que tú mismo qué debes hacer, decir y desear a tu
prójimo. Pues aquí no vale el proverbio: el peor maestro de un hombre es ese hombre mismo. A1 contrario:
en este aspecto, tú mismo serás tu mejor maestro, y el menos falaz de todos, mientras que todos los demás
maestros están sujetos a errores. Tan accesible es la ley de Dios, y de tal modo ha sido puesta al alcance de
nuestra mano, que nadie puede excusarse si no ha vivido como es debido.
Mas ¡ay, cuán descuidado está hoy día este asunto, tanto por parte de los predicadores como por
parte de los oyentes. Y entretanto pululan por doquier ejércitos de orugas y langostas, hasta se diría de
sanguijuelas, que recomiendan y ofrecen a gritos, incansable e insistentemente, diversidad de indulgencias,
vigilias, ofrendas, edificación de iglesias, levantamiento, de altares, implantación de fiestas conmemorativas
y aniversarios y otras cosas de este tipo, que sirven a fines de lucro más bien que al amor. En cambio,
lo único que «cubre multitud de pecados» (1 P. 4:8), el amor fraternal, permanentemente lo dejan a un lado.
De esto resulta que los teólogos aquellos63 están en lo correcto con su afirmación de que sin amor, ninguna
obra puede ser buena; pero son los peores de todos los maestros cuando enseñan que nosotros no podemos
saber cuando nos hallamos en el estado de amor. Sí: nos obligan virtualmente a imaginarnos que el amor es
algo así como una propiedad, en estado de reposo y oculta, en nuestra alma. Y, ¿a dónde llegan con este
ensueño? Ni más ni menos que a esto, a decir que no somos capaces de percibir lo más presente y lo más
vivo que hay dentro de nosotros, a saber, el pulso mismo de la vida, o sea, el afecto del corazón. ¿O será que
este Mercurio nos quiere convertir en personajes como aquel Sosia de la comedia de Plauto, de modo que
ya no tenemos percepción ni conocimiento de nosotros mismos?64 ¡Así que yo soy incapaz de darme
cuenta de si una persona me agrada o no me agrada! ¡Pero por favor! ¿Por qué entonces levanto cargos
contra el que me resulta repugnante, y elogio a aquel con quien me llevo bien? ¿O acaso tampoco me doy
cuenta si maldigo, si obro mal, si bendigo, si obro bien?
«Pero», dicen los teólogos, «esto puede ser un afecto natural; y es sabido que la naturaleza es una
imitadora por demás engañosa de la gracia.» A esto respondo: Admito que la naturaleza hace grandes
esfuerzos por imitar la gracia, pero no más lejos que hasta la cruz. De la cruz se aparta totalmente; más aún:
en este punto «siente» en dirección opuesta, y ofrece a la gracia la más encarnizada resistencia. Mas lo que
yo entiendo con «cruz» es la adversidad. Pues la naturaleza alea, elogia, hace bien y bendice sólo mientras
nadie la ofenda. Pero cuando la vulneras, o te opones a su voluntad, al instante la naturaleza hace la obra
que responde a su verdadero ser; su amor se desvanece y se convierte en odio, gritería, malicia, etc. ¿Por
qué? Porque estaba aferrada a la apariencia, no a la verdad; su amor se dirigía a la condición de la persona
y a lo que ésta representaba exteriormente, no a la realidad misma; era amiga no del prójimo mismo, sino
de sus bienes y propiedades. El amor (verdadero) en cambio «nunca deja de ser; todo lo sufre, todo lo cree,
todo lo soporta» (1 Co. 13:7). Ama por igual al enemigo y al amigo. Aunque cambie el prójimo, el amar no
cambia; pues así como el prójimo sigue siendo prójimo por más que varíe en su modo de ser, así el amor
sigue siendo amor, no importa lo mucho que se lo vulnere o se lo apoye.
Por esto, la cruz es la prueba, o como dicen, la «piedra de toque» del amor: estando en la cruz (o
adversidad) ya no tienes motivo para decir que el amor es una propiedad oculte, ni que eres incapaz de
saber o sentir si amas a tu prójimo. Si allí, en la adversidad, te das cuenta de que aún guardas sentimientos
afectuosos, no te quepa duda de que has superado la naturaleza, y de que Cristo te ha otorgado el don del
amor; en cambio, si te llenas de sentimientos amargos, reconoce en ello tu disposición natural, y trata de
ponerte en posesión del amor.65 El amor natural busca la vida placentera y repasada; hasta las amistades
-como dice el poeta66 -las evalúa por la utilidad que le prestan. Busca su propia conveniencia, y su anhelo
es recibir solamente lo bueno. El amor cristiano en cambio es un amor valiente; permanece firme en medio
del desconcierto; evalúa las amistades por los servicios que él mismo presta; busca el bien de los demás, y
está pronto para dar antes que para recibir.67 Si: el amor verdadero reparte cosas buenas y toma para sí las
malas; la mente carnal en cambio toma para si las cosas buenas, y las malas las reparte o al menos las
rehuye.
Cuídate también de aquellos que sostienen la tesis de que una oración o cualquier otra obra es una
obra hecha por amor aun cuando le falte toda relación con el prójimo, con tal que proceda de aquella
«propiedad presente y latente en el alma». Es ésta una manera de pensar sumamente burda, más aún: en
extremo perniciosa. La verdad es muy otra: sólo entonces oras por amor cuando lo que te impulsa a orar por
el hermano, sea amigo o enemigo, es el afecto que sientes hacia él. Sólo entonces hablas bien de tu prójimo
por amor, cuando resistes a su difamador por la sola y única razón de que profesas un sincero cariño al
hermano, sea amigo o enemigo, cariño que no te permite tolerar que el buen nombre del hermano sea
mancillado; insisto: no cuando eres impulsado por la esperanza de cubrirte de gloria o de granjearte amistades,
sino por pura benevolencia que te hace desear el bien del otro. Así sucede también con todos los
demás actos tuyos: sólo son actos de amor cuando al hacerlos no tienes en vista más quo el bien y el
provecho de tu prójimo, no importa quién sea, amigo o enemigo.
Esta instrucción te enseñará qué nivel has alcanzado en tu vida de cristiano. Aquí podrás descubrir
a quiénes amas y a quiénes no, qué progresos has hecho o cuánto te falta aún. Pues si todavía queda una
sola persona hacia la cual no sientas un sincero afecto, ya «no eres nada» (1 Co. 13:2), aunque obraras
milagros. En fin, a base de esta norma tú mismo aprenderás a discernir, sin necesidad de maestro, entre
«obras» y «obras buenas». Verás entonces claramente: querer bien prójimo, hablar bien de él y hacerle bien,
y disponer tu vida entera de una manera tal que sea un «servir por amor a1 prójimo», como acaba de decir
el apóstol -esto es mejor que edificaras todas las iglesias de todo el mundo y poseyeras los méritos acumulados
por todos los monasterios e hicieras todos los milagros de todos los santos, faltándote sin embargo
esto: el querer servir con ello a tu prójimo. He aquí, es la enseñanza que hoy día no sólo se ignora, sino que
echa completamente por tierra con esas tradiciones humanas que cubren esta enseñanza como un ejército
enorme. El designio de los que defienden tales tradiciones es evidentemente el de enseñar a no amar al
prójimo sino por consideraciones personales, ya que se limitan a sostener disputaciones acerca de las obras
y a hacer distingos a base de la apariencia exterior.
Con no menor cautela debe entenderse aquella tan difundida diferenciación entre ley natural,68 ley
escrita, y ley del evangelio. Pues si el apóstol dice aquí que todas las leyes convergen y se resumen en una
sola, el amor es por cierto “el propósito final de toda la ley”, como lo expresa en 1 Timoteo 1 (v. 5). Pero en
Mateo 7 (v. 12), también Cristo mismo equipara expresamente la así llamada “ley natural” - “Todas las
cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos” - con la ley
y los profetas al decir: “porque esto es la ley y los profetas”. Y bien: siendo Cristo mismo el que enseña el
evangelio, resulta evidente que la diferenciación entre estas tres leyes se basa no tanto en su función, sino
más bien en el entendimiento incorrecto de quienes las interpretan. Luego, esta ley escrita: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (Lev. 19:18) dice exactamente lo mismo que la ley natural: “Todas las cosas que
queráis que los hombres hagan con vosotros” (lo que equivale al “amarse a si mismo”), “así también haced
vosotros con ellos” (lo que significa, por cierto, amar también a los demás con el mismo amor con que uno
se ama a sí mismo; esto no necesita mayor explicación). Pero ¿no es esto lo mismo que nos enseña también
el evangelio entero? Por lo tanto hay una sola ley, que corre a través de todos los siglos, que es conocida por
todos los hombres, que está inscrita en el corazón de todos, y que desde el comienzo hasta el fin no deja una
excusa para nadie. Y aunque en el caso de los judíos se hayan agregado las diversas ceremonias, y en el
caso de los demás pueblos las leyes particulares de cada uno, no obligatoria para el resto del mundo, no
obstante, esta ley es la única que el Espíritu dicta sin osar en, el corazón de todos.
Hay otro hecho al que también se debe prestar la más cuidadosa atención. Algunos padres extrajeron
de este mandamiento la opinión de que el amor convenientemente graduado69 comienza por uno mismo,
«porque» -al decir de ellos-, «el amarse a sí mismo se prescribe como norma conforme a la cual debes
amar a tu prójimo».
He reflexionado mucho para entender esto; pero la dificultad persiste. Sin querer adelantarme a
nadie con mi juicio, expondré sin embargo mi propia opinión, quizás algo atrevida. Yo entiendo este mandamiento
como una orden no de amarse a si mismo, sino al prójimo solamente. En primer lugar, porque el
amor a si mismo ya está de por si en todos los hombres. En segundo lugar: si Dios hubiese querido que se
siguiera este orden, habría dicho: «Ámate a ti, y a tu prójimo como a ti mismo». Pero ahora dice: «Amarás
a tu prójimo como a ti mismo», esto es: así como ya te estás amando a ti mismo aun sin que se te lo ordene.
Pero también el apóstol Pablo menciona en 1 Corintios 13 (v. 5) como una característica del amor el «no
buscar lo suyo», con lo que descarta completamente el amarse a sí mismo. Cristo manda «negarse a sí
mismo» (Mt. 16:24; Lc. 9:23) y «odiar su propia vida» (Lc. 14:26; Jn. 12:25) . Y en Filipenses 2 (v. 4) se
nos dice claramente: «No mirando cada uno por lo suyo propio sino por lo de los otros». Finalmente, si el
hombre tuviera el verdadero amor a sí mismo, ya no necesitaría la gracia de Dios; porque este amor, para
ser verdadero, tiene que ser un amor que se dirige a la propia persona y al prójimo; pues este mismo amor,
y no otro, es el que se exige en este mandamiento. Pero, como ya dije, el mandamiento presupone que el
hombre se ame a sí mismo. Y si Cristo dice en Mateo 7 (v. 12) : «Todas las cosas que queráis que los
hombres hagan con vosotros», deja en claro que efectivamente ya existe en el hombre un afecto y amor a sí
mismo; y además queda en claro que Cristo no ordena allí ese amor. Por esto me tomo la osadía, como dije
de opinar que el mandamiento habla de ese amor tergiversado con que cada uno busca solamente lo suyo
olvidándose de su prójimo; por otra parte, este amor se convierte en el amor verdadero cuando el hombre
procede a la inversa, sirviendo solamente a su prójimo y olvidándose de sí mismo. Así lo ejemplifican
también los miembros del cuerpo, de los cuales cada uno sirve al otro, aun con peligro para sí mismo. Pues
la mano lucha en favor de la cabeza y ataja los golpes, los pies se internan en el lodo y en el agua para que
no tenga que hacerlo el cuerpo mismo. Pero si uno se atiene a aquel sistema del amor graduado, fomenta
también en forma peligrosísima el afán de buscar el interés personal. Y este afán es precisamente lo que
Cristo quería extirpar de raíz con este mandamiento.
Pero en el supuesto caso de que realmente se tuviera que admitir que el mencionado mandamiento
coloca en primer no el amarse a si mismo, yo no tendría reparos en ir más lejos aún y diría que un amor de
esta índole siempre es inicuo mientras permanezca centrado en sí mismo, y no es un amor bueno a menos
que esté fuera de su propio radio, en Dios. Quiere decir: mi afecto y amor dirigidos hacia mí mismo deben
estar completamente muertos, y no debo tener otro afán sino el de que se cumpla en mí la sola voluntad de
Dios, debo, en consecuencia, estar dispuesto a aceptar la muerte, la vida o cualquier otra forma que mi
Alfarero quiera darme (Ro. 9:21). Mas esto resulta cosa ardua y en extremo difícil, y sobre pasa las posibilidades
de la naturaleza; porque en tal caso me amo no por lo que yo mismo soy, sino con mi voluntad
asumida en la voluntad de Dios. Y en esta forma amaré entonces también a mi prójimo: desearé y haré que
en él se cumpla de ninguna manera la propia voluntad de él, sino la sola voluntad de Dios. No creo, sin
embargo, que haya sido ésta la interpretación de los antes mencionados Padres, ni tampoco parece ser éste
el amor del cual el mandamiento nos está hablando. Por esto quisiera exhortar seriamente a todos a que se
cuiden de enseñanzas paganas como «Sé tú el prójimo de ti mismo» y otras similares; son enseñanzas que
falsean la verdad, y que tuercen además el sentido propio de la palabra. Pues la palabra «prójimo» sólo
puede emplearse con relación a otra persona; al cristiano le corresponde decir, por lo tanto: «sé el prójimo
para otra persona», como lo indica también este mandamiento.
Pero aquí surge la pregunta: ¿cómo puede estar comprendida en este mandamiento toda la ley,
particularmente las tantas leyes rituales y ceremoniales del Antiguo Testamento? ¿Acaso el que ama a su
prójimo cumple todo aquello? No cuesta mucho entender que en el «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
estén comprendidos los preceptos del Decálogo; además ya lo hemos demostrado con las palabras del
apóstol escritas en Romanos 13 (v. 9).70 Pero ¿quién presenta hoy día sacrificios de animales, quién se hace
circuncidar, quién «guarda los tiempos y los años», etc., de la misma manera como honramos a los padres
y nos cuidamos de matar, de cometer adulterio, de hurtar, etc.? San Jerónimo, fiel a su costumbre, opina
que las leyes ceremoniales se cumplen en corma espiritual.71 Pero ¿qué diremos en cuanto a las leyes de
otros pueblos, leyes que los apóstoles y hasta Cristo mismo nos mandaron guardar de igual modo? De esta
suerte, al fin de cuentas lo acusaremos al apóstol de ambiguo porque, empleando un mismo término,
supuestamente enseña que los 10 Mandamientos se cumplen de un modo, y las leyes ceremoniales de otro.
En conformidad con mis anteriores declaraciones,72 yo digo esto: Al que por la predicación del
mensaje de la fe ha recibido el espíritu del amor, le es lícito hacer todas aquellas otras cosas establecidas
por las leyes ceremoniales y también por las leyes humanas, sea entre los judíos o entre los gentiles. Pero no
se han de observar dichas leyes como si en el guardarlas, o en las obras que ellas exigen, residiera la
salvación. No; deben ser guardadas por amor y consideración hacia aquellos con quienes hemos de convivir,
en la medida en que ellos mismos exijan de nosotros tal observancia, y a los efectos de preservar la paz
y evitar que se produzcan cimas y sediciones; porque «el amor todo lo soporta» (1 Co. 13:7). Y lo que se ha
de temer a este respecto no es tanto el contravenir las leyes mismas, sino más bien el causar ofensa a los que
viven conforme a estas leyes, y a cuyos deseos el amor nos manda sujetarnos. Por ende, si Dios hubiese
querido que se siguieran practicando las ceremonias ordenadas por la ley, o si por causa de alguna necesidad
se tuviera que guardar una o varias de ellas, ineludiblemente habría que hacerlo. Pero ahora que él las
abrogó, ya no significan para nosotros ninguna obligación. En forma análoga se han de acatar también las
leyes imperiales, pontificias, municipales, estatales y provinciales, es decir, al solo efecto de «no ofenderlos
», como dice Cristo (Mt. 17:27), y de no atentar contra el amor y la paz. Y así salta a la vista que ni
siquiera en la imaginación puede existir una ley que no esté comprendida en el amor. Pues si tú mismo
hubieses decretado algo, sin duda querrías que se te obedeciera. Consecuentemente, la ley natural y la ley
del amor te imponen la obligación de prestar esta obediencia también al otro, especialmente a Dios y a
aquellos a quienes Dios instituyó como representantes de su potestad.73 Sólo debes tener cuidado de no
considerar la observancia de esos preceptos humanos como base de tu salvación, sino come medio con que
has de servir por amor a los demás.
Pero por otra parte, los legisladores mismos tienen un« obligación mucho mayor aún para con el
amor. Por esto, cuando vieren que sus leyes resultan gravosas o hasta nocivas para, sus súbditos, deben
tratar por todos los medios posibles ola servir al bien de los demás y abrogar tales leyes. Y quien más que
ningún otro deben atenerse a esta norma de conduce son los legisladores eclesiásticos; pues no cabe la
menor dudó de que ellos tampoco quieren ser gravados siquiera con una sílaba de la ley. Pero si no conceden
esta libertad también a los demás, no son obispos sino tiranos que imponen a los hombres «cargas
insoportables que ellos mismos no quieren mover ni con un dedo» (Mt. 23: 4).
Esto te ayudará a comprender, amado lector, por qué acostumbro tildar de tiránicas a ciertas leyes
pontificias. Ya es tiempo de que se las abrogue, por muchísimas y muy fundadas razones. Primero, porque
son onerosas y odiosas para todo el mundo; y ante esta realidad, los obispos debieran ceder. Segundo,
porque no son más que redes para pescar dinero, siendo ofrecidas en venta sin la menor vergüenza mediante
las dispensas. Tercero, porque sirven para promover la impiedad, y al mismo tiempo destruyen totalmente
tanto la justicia verdadera en la cual reside la salvación, como también el amor. Sin embargo, allí donde
el despreciar tales leyes podría causar ofensa, es necesario observarlas, a causa del amor.74
Para finalizar: creo que ha vuelto a quedar suficientemente clarificado que el apóstol habla no sólo
de leyes ceremoniales, sino de todas las leyes en general. En efecto: una vez que se ha recibido la fe, el
amor cumple todas las leyes, alegre y espontáneamente; y esto significa cumplirlas de veras. Por otra parte,
el amor no funda su confianza de salvarse ni en las leyes ni en las obras hechas a base de ellas; porque esto
significa cumplirlas con una obediencia de esclavo, y esto a su vez significa no cumplir ninguna de todas
estas leyes.
V. 15: Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no seáis consumidos unos de otros.
Cuando el apóstol quiere exhortar a sus lectores al amor, casi siempre añade, en todas sus cartas,
que sean todos de un mismo sentir, que no se envanezcan el uno contra el otro a causa de los dones que en
diferente medida se les han concedido (1 Co. 4: 6; Ro. 12: 3). Es ésta la razón de por qué les presenta, en
Romanos 12 (v. 4 y siglas.) y 1 Corintios 12 (v. 12 y siglas.) el cuadro del cuerpo y los miembros, mostrándoles
cómo los miembros se tratan entre sí con solicitud, y cómo uno sirve al otro y pone empeño en no
dañarlo. El apóstol sabe muy bien que los gálatas son seres humanos; sabe también que cuanto más extraordinarios
sean los dones, tanto más perniciosos son cuando falta el amor. El conocimiento envanece; el
manejo del poder envanece; en fin: todo envanece, excepto el amor; el amor edifica (1 Co. 8:1). Sólo el
amor usa todas las cosas en la forma correcta, porque invierte todos los dones de Dios no en la satisfacción
de sus propios gustos, sino en el servicio a los demás. Donde no hay amor hay rivalidades, hay contiendas
y disputas; allí la gente «no piensa de sí con cordura, sino que tiene más alto concepto de sí que el que debe
tener», como se lee en Romanos 12 (v. 3). Este, digo, me parece ser el mal que el apóstol toca en el presente
pasaje; porque es el que más trabas pone al servicio del amor. Pues mientras que cada cual se envanezca a
causa del don que se le ha dado, y sólo piense en cómo usarlo para mejorar su propia posición en lugar de
pensar en cómo servir con ese don a algún otro, -mientras tanto forzosamente se levantan rivalidades y
envidia, mutuo desprecio, calumnia, condenación, juicio inconsiderado, ira, odio, lenguaje violento, malicia,
etc. En Efesios 4 (v. 1 y siglas.) y Filipenses 2 (v. 1 y siglas.), Pablo detalla este pensamiento en forma
amplia; pues aquí sólo lo menciona de paso.
Lo que el apóstol quiere decir es, pues, lo siguiente: «Sé que sois seres humanos, y que podéis caer
en tentación mientras que uno quiera aparecer como más excelente que otro, y mientras que no queráis ser
«buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P. 4:10) que está en vosotros: Pero tened
cuidado de que no os calumniéis ni os mordáis unos a otros ni deis lugar a esta clase de tentación; sino por
el contrario, como ya dije antes, servios por amor los unos a los otros, cada uno con el don con que ha sido
enriquecido, «el uno en la enseñanza, el otro en el repartir con liberalidad», como se expone más extensamente
en Romanos 12 (v. 3 y sigtes.). Pero no de manera tal que el que enseña se envanezca frente al que
está en condiciones de repartir, porque éste tal vez no esté repartiendo tanto como aquel otro quisiera. Ni
tampoco de manera tal que el que está en condiciones de repartir se envanezca frente al que enseña, porque
tal vez le parezca que él no necesita. la enseñanza de aquél. La misma regla se debe seguir con respecto a
todos los demás dones, Pues como acabo de señalar, ese género de envanecimiento se produce muy fácilmente
en los que tienen una determinada capacidad: se jactan entonces de no necesitar a los demás, el
resultado es que «no sirven por amor los unos a los otra sino que «se consumen» en mutuo desprecio, en
odio, arrogancia, calumnia, etc.
V. 16: Digo pues: andad en el Espíritu, y no daréis satisfacción (lat. Perficietis) a los deseos de la carne.
El apóstol quiere decir: «Mi advertencia de que no os mordáis ni os comáis significa tanto como:
quiero que viváis en el Espíritu; de esto resultará entonces que no haréis tales cosas. Sé que de vez en
cuando se levantan en vosotros deseos de esta naturaleza; pero no les deis lugar, sino andad en el Espirita,
es decir, progresad, y haceos siempre más espirituales». El mismo pensamiento lo expresa Pablo también
en Romanos 8 ( v. 13 ) : «Si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras
de la carne, viviréis»: El «hacer morir por el Espíritu las obras de la carne» lo llama aquí «andar en el
Espíritu» y resistir a la tentación, a los efectos de no morderse mutuamente y morir. Ninguno de nosotros
puede evitar del todo que le ataque esa inclinación al «morder y comer». Pero por medio del Espíritu
debemos resistir a tales inclinaciones.
Esta alegoría del «morderse y comerse», muy acertada por cierto, se halla con mucha frecuencia en
las Sagradas Escrituras. Vayan algunos ejemplos: E1 Salmo 57 (v. 4) dice de los hijos de los hombres que
«sus dientes son lanzas y saetas», y el Salmo 3 (v. 7): «Los dientes de los pecadores quebrantaste». En
Proverbios 30 (v. 14) se habla de la «generación cuyos dientes son espadas, y cuyas muelas mastican para
devorar a los pobres de la tierra, y a los menesterosos de entre los hombres». Una expresión equivalente es
el «tragar» de Proverbios 1 (v. 12): «Lo tragaremos vivo como el Seol» y Salmo 51 (52:4) : «Has amado
palabras que destruyen ( quiere decir que tragan, que devoran), engañosa lengua». Parece, sin embargo, que
con «morder» el apóstol entiende el inculpar, calumniar y censurar a otros, con «comer» en cambio el
ejercer venganza y opresión por parte de estos otros, mientras que con «consumir» parece referirse a la
consiguiente ruina de ambas partes.
Si el apóstol dice «no daréis saos facción», se debe prestar mucha atención al significado peculiar
de esta palabra. Pues entre el «hacer» los deseos de la carne o del espíritu, y el «darles satisfacción» existe,
conforme al entendimiento paulino, esta diferencia (como lo hace notar San Agustín en el último capitulo
del 3. libro «Contra Juliano»):75 Hacer los deseos es tenerlos, ser incitado y sentirse movido por ellos ya
sea a la ira, ya sea a la lascivia; en cambio, dar satisfacción a los deseos es darles lugar y cumplirlos; y esto
son entones las obras de la carne. Pero el tiempo en que «no tendremos» o «no haremos» los deseos, sólo
llegará cuando ya no tengamos tampoco nutra carne mortal, como observa San Agustín en el 1. libro de sus
Retractationes, capitulo 24.76 Es por esto, dice San Agustín, que todos los santos siguen siendo en parte
carnales, a pesar de ser espirituales en cuanto a su hombre interior (Libro 6. Contra Juliano).77 Así, el amor
mismo desea, conforme a su desear espiritual, tener la capacidad de no sentir los deseos de la carne; pero
no logra dar satisfacción a tal deseo espiritual, puesto que no es capaz de mantener completamente alejados
de sí a los deseos de la carne. Me parece oportuno advertir, de paso, que Pablo llama «deseos de la carne»
no sólo a la lascivia, sino al deseo dirigido hacia todas esas obras que luego enumerará (cap. 5:19-21). Por
esto, Agustín dice textualmente: «El `no dar satisfacción’ a los deseos de la carne ocurre cuando uno no
consiente en ellos: por más que se muestren activos mediante incentivos, sin embargo no son concretados
mediante obras. De ahí que Pablo dijera a los romanos: El querer el bien está en mí. pero no el hacerlo ( Ro.
7:18 ). Pues `hacer el bien’ es no dar curso a los malos deseos, `consumar el bien’ en cambio es no tener
malos deseos.78 De esta manera, los deseos de la carne no se `consuman’, a pesar de que se `hacen presentes’;
y por otra parte, tampoco nuestras buenas obras `se consuman’, a pesar de que `se hacen»’.
Todo esto nos hace ver claramente qué es la vida cristiana, a saber: una tentación, una milicia, y una
lucha. Y nos muestra además cómo se ha de instruir a los que se ven atacados por diversas tentaciones, a fin
de que no caigan en desesperación al no sentirse aún libres de las funestas inclinaciones a toda suerte de
pecados. Así se lee en Romanos 13 (v. 14): «No proveáis para los deseos de la carne», y en Romanos 6 (v.
12): «No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias».
Nadie puede evitar los malos deseos; pero no obedecer a los malos deseos: esto sí podemos.
Si me he referido a este punto con mayor diligencia y amplitud fue a causa de esos teólogos que
operan con significados «impropios» (propter improprüstas meos), quienes sin que toda acción buena
realizada en esta vida sea al mismo tiempo parcialmente mala, y afirman que el pecado de la concupiscencia
sólo puede llamarse pecado «en un sentido impropio”.79 Tú, por el contrario, debes creer al apóstol
y a Agustín, quienes dicen que lo bueno es «hecho» pero no «consumado». Que lo bueno sea «hecho» está
muy bien; pero que Úb sea «consumado», está muy mal; porque la ley de Dios debe ser consumada. Pero
aun los santos en su totalidad la cumplen sólo en forma defectuosa, y así pecan en cada una de sus obras.
Además, tal cosa como un «pecado en sentido impropio» no existe, sólo hay pecado en sentido propio;
porque tampoco existe una gracia en sentido impropio ni un Dios en sentido impropio ni un Cristo en
sentido impropio ni un Espíritu Santo en sentido impropio que perdona estos pecados y nos limpia de ellos.
Verdad es que en el bautismo ha sido quitada la culpa del pecado, como lo atestigua Agustín;80 sin embargo,
el impulso sigue existiendo. Esto es: Dios no «culpa de iniquidad al hombre», conforme a las palabras
del Salmo 31 ( 32:2) sino que sana (la iniquidad); pues si quisiera culpar al hombre, como en verdad y con
pleno derecho podría hacerlo, todo estarla sujeto a muerte y condenación.
V. 17a: Porque el deseo de la carne es contra el espíritu, y el espíritu es contra la carne.
Así como la palabra «espíritu» usada en este pasaje no significa «castidad» solamente, así el significado
de la palabra «carne» tampoco puede quedar restringido a «lascivia» y nada más. Me vi obligado a
dar esta aclaración, puesto que casi todo el mundo adoptó la costumbre de tomar la «concupiscencia de la
carne» sólo en el sentido de lascivia. Pero de esta manera no se podrá entender al apóstol. Lo que Pablo
quiere decirnos aquí, lo trata en forma magistral y lo aclara aún más detalladamente en Romanos 7 (v. 22,
23) donde dice: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis
miembros, que se rebela contra la ley de mi mente y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis
miembros etc.». Pues al decir esto, Pablo no se pone en el lugar de otros -si bien San Agustín, en el capítulo
11 del libro 6. Contra Juliano confiesa haberlo entendido anteriormente así, o mejor dicho: no haberlo
entendido; los que lo entendían así eran, en cambio, los maniqueos y pelagianos,81 según Agustín. San
Pedro por su parte dice en su primera carta, capitulo 2 (v. 11): «Os ruego como a extranjeros y peregrinos,
que os abstengáis de los ‘deseos carnales que batallan contra el alma».
San Jerónimo, al comentar este pasaje, se entrega a profundas reflexiones acerca de la cuestión de
cómo podría hallar algo intermedio entre espíritu y carne, y también obras de un tipo intermedio. Luego,
siguiendo a su tan estimado Orígenes, llega a la distinción «espíritu, alma, carne», y consecuentemente
diferencia también entre hombre espiritual, natural82 y carnal. Y aunque esta trinidad parece hallar su
confirmación en el último capítulo de 1 Tesalonicenses (5: 23) , donde dice que «vuestro espíritu entero,
vuestra alma y cuerpo sean guardados etc.», no obstante no me atrevo ni a asentir a esta opinión ni a disentir
de ella; en primer lugar, porque en el pasaje citado (1P. 2:11), Pedro evidentemente considera el espíritu y
el alma como una misma cosa, ya que él llama «alma» a aquello contra lo cual batallan los deseos carnales,
en tanto que Pablo dice que el deseo de la carne es contra el «espíritu»; en segundo lugar, porque a mi modo
de ver, el apóstol considera al «hombre carnal» como idéntico con el «hombre natural».
Yo en mi osadía no quisiera hacer de ninguna manera esta separación de carne, alma y espíritu. Pues
los malos deseos que la carne tiene, no los tiene sino mediante el alma y el espíritu por virtud del cual vive.
Antes bien, «espíritu y carne» es a mi entender el hombre entero, en especial el alma misma. En pocas
palabras, para dar un ejemplo muy poco elegante: a la carne que recibió una herida o a la carne enferma
puedo llamarla tanto carne sana como también carne enferma (puesto que ninguna es totalmente enferma).
Pues en cuanto que comienza a curarse y está curada, se habla de «salud»; pero donde queda una herida o
una dolencia, se habla de «enfermedad». Además, una enfermedad o una herida impide a la restante carne
sana hacer en forma perfecta lo que la carne sana podría hacer. Análogamente, el mismo hombre, el mismo
alma, el mismo espíritu del hombre, asociado a y viciado por la inclinación de la carne, es espíritu en
cuanto que «pone la mira en las cosas de Dios (Mt. 16:23)», y es también carne en cuanto que se deja
arrastrar por los estímulos de la carne; y si consiente en ellos, es totalmente carne, como se dice en Génesis
6 (v. 3). En cambio, si consiente por entero en la ley, es totalmente espíritu; pero esta sólo ocurrirá cuando
el cuerpo sea espiritual (1 Co. 15:44). No hay que imaginarse, por lo tanto, que se trata de dos hombres
distintos. Antes bien, puede pensarse en algo ad como el crepúsculo matutino, que no es ni día ni noche y
sin embargo puede llamarse tanto «día» como «noche», aunque habría más razón para llamarlo «día», ya
que es a éste a1 que se dirige, emergiendo de las tinieblas de la noche. Pero el ejemplo más hermoso para
ilustrar la situación es el de aquel hombre medio muerto del que nos habla el Evangelio según San Lucas
(10:30 y sigtes.), el cual, habiendo sido levantado por el samaritano, por cierto fue curado, pero todavía no
restablecido en forma completa. Lo mismo sucede también con nosotros: como miembros de la iglesia de
Cristo nos hallamos en vías de convalecencia, pero aún no estamos sanos del todo; a causa de esto último
somos llamados «carne», a causa de aquello otro somos llamados «espíritu». Es el hombre entero el que
ama la castidad; pero es también el mismo hombre entero el que es seducido por las incitaciones a la
lascivia. Son, pues, dos hombres enteros, y sin embargo, un solo hombre entero; y así sucede que el hombre
está en lucha consigo mismo y es adversario de sí mismo. Por una parte quiere, y por la otra parte no quiere.
Y ésta es precisamente la gloria de la gracia de Dios: el habernos hecho enemigos de nosotros mismos.
Pues ella vence el pecado a la manera como Gedeón venció a los madianitas (Jue. 7:22), a saber, con el más
glorioso de todos los triunfos, haciendo que los enemigos se despedacen entre ellos mismos. Podemos
mencionar como ejemplo también el agua que se vierte en el vino que está sobre el altar: primeramente
sostiene una lucha con el vino, hasta que se disuelve en él y se hace vino ella también83 así ocurre con la
gracia. Otro ejemplo es el ya citado de la «levadura a la que se esconde en tres medidas de harina hasta que
todo quede leudado» (Mt. 13:33).
V. 17b: Y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.
¡Qué audacia la del apóstol! No le tiene ningún miedo al fuego: ¡niega el libre albedrío! Esto suena
muy extraño en nuestros oídos. Lo que quisiéramos, dice, no lo podemos hacer. ¡Y nosotros hemos erigido
a la voluntad (respaldados, por cierto, por la autoridad de Aristóteles) en reina y señora de todos nuestros
poderes y actos! Y este error, esta herejía mayúscula todavía habría sido tolerable si Pablo se hubiese
referido con sus palabras sólo a los que se hallan fuera de la gracia. ¡Ahora empero, para que no le quede
excusa que pueda salvarlo de la hoguera, lo afirma respecto de los que viven por medio del espíritu de la
gracia!. Y en Romanos 7( v. 14 y 19) dice lo mismo: «Mas yo soy carnal, vendido al pecado; no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago». Si un hombre justo y santo prorrumpe en tales quejas en
cuanto al pecado, ¿dónde quedarán el pecador y el impío con sus obras «buenas según su aspecto general»
y «moralmente buenas»? Ni la gracia de Dios ha hecho completamente libre al albedrío.84 ¿Y ese albedrío
quiere hacerse libre a sí mismo? ¡Cómo podemos decir semejante insensatez!
Ya se ha hablado lo suficiente acerca del antagonismo entre espíritu y carne. Ninguno logra, extinguir
al otro mientras dure esta vida, aun cuando el espíritu domine a la carne contra la voluntad de ésta, y se
la sujete. Por esta razón, nadie debe gloriarse de tener un corazón limpio o de estar limpio de inmundicias.
Pues de entre las obras de mi carne no hay ninguna de la cual se pueda decir: ésta no la hice yo. Pero si el
corazón es impuro, tampoco es pura la obra; como el árbol, así es también el fruto. Con esto me dirijo una
vez más contra los defensores del significado impropio85 que encuentran en sí mismos acciones buenas sin
mácula alguna o sin falta que «hablando impropiamente» pueda llamarse pecado, oponiendo con ello sus
erróneas opiniones personales a las tan claras e inequívocas palabras de Pablo quien dice: «No hacéis lo
que queréis» a causa de la oposición de la carne que «se rebela contra la ley de vuestra mente» (Ro. 7:23)
y contra la voluntad de vuestro espíritu.
El apóstol no observa aquí la distinción entre «hacer» y «consumar» que usó anteriormente; porque
está claro que el «no hacéis» lo toma en el sentido de «no consumáis». Pero, tampoco la observa en Romanos
7 (v. 19) al decir: «No hago» el bien que quiero», porque este «hago» es sinónimo de consumo, llevo a
cabo. En cambio, cuando dice (en Ro. 7:15) «El mal que aborrezco, eso hago»: allí observa la distinción»
puesto que hace el mal, pero no lo consuma. Si a alguien no le convence esta distinción que hace Agustín,
piense en otra interpretación, con tal que deje en pie la siguiente verdad como entendimiento básico: Hay
en nosotros una lucha entre espíritu y carne. Esta lucha nos impide cumplir la ley en forma perfecta. Por tal
motivo somos pecadores en tanto que estemos en la carne, y en toda buena obra necesitamos la misericordia
perdonadora de Dios. Nuestro ruego permanente debe ser: «No entres en juicio con tu siervo; porque no
se justificará delante de ti ningún ser viviente» (Sal. 143:2).
V. 18: Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley.
Dice el apóstol: «Os he exhortado a que andéis en el Espíritu, que sigáis el deseo del Espíritu, que
resistáis el deseo de la carne, a fin de que no os mordáis y comáis unos a otros sino que os sirváis unos a
otros en el amor que es el cumplimiento de la ley; porque si hacéis esto, y si de esta manera os dejáis guiar
por el Espíritu y obedecéis el deseo del Espíritu, `no estáis bajo la ley’: no debéis nada a la ley sino que la
cumplís. ¿Por qué, entonces, os decidisteis a volver nuevamente a la ley? ¿Por qué tratáis de llegar al
cumplimiento de la ley por otro camino?»
En párrafos anteriores ya expliqué con suficiente claridad qué es «estar bajo la ley»: es no cumplirla,
o cumplirla a la manera de un esclavo, sin dedicación gozosa. Mas esta dedicación gozosa no la produce
ni la ley ni la naturaleza sino la fe en Cristo Jesús. Y este dejarse conducir por el. Espíritu, este obedecer el
deseo del Espíritu, este combate y serio intento que constituye nuestra vida entera, es lo que da por resultado
que Dios nos perdone misericordiosamente si no hacemos lo que queremos. Pues todavía no somos
espiritas, sino que estamos siendo guiados por el Espíritu. En efecto: la palabra de Jesús en Juan 3 (v. 6):
«Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» nos muestra lo que debemos ser; la palabra escrita aquí . por
Pablo nos muestra lo -que somos: Debemos ser espíritu, pero hasta el momento sólo estamos bajo la
conducción del Espíritu, o para decirlo así: en proceso de formación a cargo del Espíritu. En cambio, los
que están bajo la ley, también están sujetos a las obras de la carne. Así está escrito en Romanos 7 ( v. 5 ):
«Mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros
para llevar frutos para la muerte», y también en Romanos 8 (v. 14): «Los que son guiados por el
Espirita de Dios, éstos son hijos de Dios». . Porque este «conducir» y «guiar» es lo mismo que el «traer» de
que se habla en Juan 6 ( v. 44): «Nadie viene a mí si el Padre no le trajere» y en Juan 12 (v. 32): «Si fuere
levantado de la tierra; a todos atraeré a mí mismo», es decir, los moveré amablemente, haré que actúen con
gozo y de buena voluntad. Con el Espíritu despertaré un deseo86 en aquellos que se veían obligados, por
Moisés y por la ley y sus terrores, a obrar con ánimo triste y contra su voluntad, o también seducidos, tamo
niños, con promesas referentes a bienes temporales. Así dice la esposa en el Cantar de los Cantares, cap. 1
(v. 4, Vulg.): «Atráeme en pos de ti; correremos hacia la fragancia de tus ungüentos». Esto significa: «Con
la palabra de la ley v con severas amenazas, Moisés y los profetas me aterran, débil y reacio como soy, y me
apremian; tú empero atráeme dulcemente y úngeme suavemente con la palabra de la ley y el recuerdo de la
misericordia, que me has demostrado». Pues la fragancia de los ungüentos es el evangelio de la gracia de
Dios. En este evangelio se huele, o sea, se percibe mediante la fe, el ungüento de la gracia de Dios. Por esto
se dice en el Eclesiástico,87 cap. 24 (v. 20): «En las calles he dado olor cual cinamomo y bálsamo aromático,
y como mirra selecta he dado suave perfume», y en el Salmo 44 (45:8): «Mirra y áloe y casia exhalan tus
vestidos». Pablo por su parte declara (2 Co. 2:14, 15) «Somos grato olor de Cristo... a aquellos olor de vida
para vida». Este mismo «atraer» es llamado también un «silbar» en Isaías 7 (v. 18): «En aquel día silbará el
Señor a la mosca que está en los últimos confines de Egipto», quiere decir, soplará sobre ellos con el
Espíritu Santo; despertará el espíritu de ellos para que tengan deseos contrarios a los de la carne, etc. (v. 17)
. Y en 1 Reyes 19 (v. 11 y sigtes.) está escrito que lo que hizo percibir a Elías la presencia del Señor no fue
el fuerte viento ni el terremoto ni el fuego (todo lo cual son los terrores de la ley) sino el silbo de una suave,
brisa; porque la ley del Señor se cumple no con un corazón lleno de tristeza o apremiado por la necesidad,
sino con gozo y placer.
V. 19-21a: Manifiestas son empero las obras de la carne, qué son: fornicación, inmundicia, lascivia,
lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias,
homicidios, borracheras, orgías y cosas semejantes a éstas.
Aquí se hace patente con más claridad que nunca que la palabra «carne» debe tomarse no sólo en el
sentido de deseos libidinosos, sino como designación para todo, absolutamente todo aquello que es contrario
al espíritu de la gracia. Pues herejías o facciones y disensiones son vicios de los cerebros más sutiles,
vicios cuyo aspecto exterior es de la más fulgurante santidad. Digo esto para corroborar lo que ya afirmé
anteriormente, a saber: con la palabra «carne» se señala al hombre entero, y también con la palabra «espíritu
» se señala al hombre entero; el hombre interior y el hombre exterior; o sea, el hombre viejo y el hombre
nuevo, no se distinguen a la manera como se distinguen el alma y el cuerpo, sino de acuerdo a sus inclinaciones.
Pues como los frutos u obras del Espíritu son paz, fe, templanza, etc. (Gá. 5:22), y como estos frutos
se dan en el cuerpo, ¿quién puede negar que el Espíritu y su fruto están en el cuerpo y en los miembros
carnales? Así lo dice San Pablo expresamente en 1 Corintios 6 (v. 19): «¿No sabéis que vuestros miembros
son templo del Espíritu Santo?» Ya ves: no sólo el alma es un templo espiritual; también lo son los miembros.
Y un poco más adelante, el apóstol añade: «Glorificad a Dios y llevadlo en vuestro cuerpo» (1 Co. 6:
20, Vulg.); no dice: «en vuestra alma». Por otra parte, si las envidias y enemistades son vicios del alma,
¿quién negará que hay «carne» también en el alma? Por lo tanto, el hombre espiritual es -el hombre entero
en cuanto que «pone la mira en las cosas de Dios» (Mt. 16:23); y el hombre carnal es el hombre entero en
cuanto que pone la mira en lo que es suyo propio.
El apóstol no sabe de filosofía aristotélica. No llama a estos vicios «hábitos en el alma»88 sino
obras reales. Y a todas estas obras les atribuye el mismo «hábito»: carne, es decir, el hombre entero, tal
como nació de Adán, no como aquellos discípulos de Aristóteles, que siguen buscando hasta hoy día la
base (lat. subjectum) de los vicios y las virtudes y todavía no saben si ubicarlos en la parte racional del
hombre, o en la parte que se escapa al dominio de la razón. «Bienaventurado el hombre a quien tú, Señor,
corriges, y en tu ley lo instruyes» ( Sal. 94:12), para librarlo de tales pensamientos necios y vanos y «para
hacerle descansar de aquellos días de aflicción, hasta que para el impío se cave el hoyo» (v. 13). Siguiendo
el ejemplo del apóstol, has de despreciar por lo tanto aquello de los hábitos y las demás fantasías de la
filosofía moral, y has de saber: eres carne, o eres espíritu; y tanto lo uno como lo otro «se conoce por sus
frutos» (Mt. 7:20) que el apóstol enumera aquí sin tapujos.
Acerca del número de estos vicios hay muy poco acuerdo entre los comentaristas. San Agustín
habla de trece, San Ambrosio de dieciséis, nuestra versión latina de diecisiete. San Jerónimo cuenta quince,
omitiendo la lascivia y los homicidios; su argumento es: «En los códices latinos se mencionan en este
catálogo de vicios también el adulterio, la lujuria y los homicidios; pero es preciso saber, que se nombran
no Más de quince obras de la carne, y a éstas, nos hemos referido en nuestro comentario». Tal lo que dice
Jerónimo. Erasmo y Stapulensis concuerdan más o menos con nuestra versión (latina), sólo que añaden el
adulterio y omiten o la lujuria o la lascivia.89
Sin embargo, el apóstol no confronta uno por uno los frutos (del Espíritu, v. 22) con las obras (de la
carne, v. 19 ), sino que, sin observar un determinado orden, opone uno a muchos, y muchas obras a muchos
frutos; así, p. ej., opone el amor y el gozo a la fornicación, a la inmundicia y a la lujuria, que son perversiones
del amor y del gozo; la paz, la paciencia, la longanimidad, la benignidad y la bondad las opone a las
enemistades, pleitos, querellas, iras, contiendas, etc.; la fe a las herejías, la idolatría, las hechicerías; la
templanza a las borracheras y orgías.
Lo primero90 es la fornicación, harto conocida.
Lo segundo es la inmundicia, en la que San Jerónimo incluye todos los placeres antinaturales y
vergonzosos.
Lo tercero es la lujuria (pues la palabra lascivia que figura en nuestro texto parece ser una observación
al margen incluida luego en el texto -una de estas observaciones que alguno anotó allí en su empeño de
aclarar el significado de «inmundicia» o «lujuria», o también para indicar que otros textos contienen esta
palabra). Pese a que San Jerónimo toma esta palabra en un sentido muy amplio incluyendo hasta excesos
de parte de los cónyuges, el término griego àóÝëãåéá significa más bien disolución o, como dice Ambrosio,
obscenidad, lo que puede referir se a costumbres y también a gestos y palabras.
Lo cuarto es la idolatría. También ésta es bien conocido pero la de hoy día por lo menos ya no es tan
grosera como la que existía entre los gentiles. Por otra parte, también aquellos «cuyo dios es el vientre»
(Fil. 3:19), y los avaros (Ef. 5:5) son, a juicio del apóstol, idólatras. Idólatras son además los aduladores, los
orgullosos, y todos los que buscan su gloria en el hombre, sea en ellos mismos o en otro. Así, no pocos los
príncipes y obispos de nuestros días son ídolos.
En quinto lugar está la hechicería, un mal que hoy día aumentando en forma asombrosa. Según
Jerónimo empero se la llama «arte maléfica», pues la palabra griega öÜïìá÷ïí91 significa veneno o medicamento;
de ahí que a una mujer que prepara medicamentos (lat. pharmaceutria) se la llame hechicera. El
apóstol se refiere, pues, a los magos, los hechiceros, las personas que hacen encantamientos, y todos aquellos
que tienen un pacto con los demonios y a raíz de ello engañan y dañan a sus prójimos y les roban sus
bienes. Mas al mismo tiempo, la palabra autorizada de un apóstol tan grande deja en claro que aquellas
hechicerías no son pamplinas, sino que realmente son capaces de causar daño, cosa que muchos no creen.
Con lo que se menciona en sexto lugar, las enemistades, se alude al parecer a aversiones encubiertas
y odio oculto de uno contra otro. La querella, que en nuestro texto aparece como pleitos, en griego ìñéò,
o sea, riña, es la acción que resulta de la enemistad. Celos o rivalidad: de esto ya se habló antes.92 Lo que
son tras, todos lo saben. Contiendas -en opinión de San Jerónimo, la expresión griega Ýñéäåßáé (pendencias)
-es más apropiada- se producen cuando un individuo de genio respondón se deleita con la cólera de
otro y arma discusiones mujeriles y provoca a su contrincante. De todo esto te podrás dar cuenta mejor por
la experiencia y por el ejemplo de dos adversarios que si te lo describo. En un principio, pues, estos dos
están enemistados y se hallan en desacuerdo; tan pronto como se presente alguna oportunidad, pasan a la
querella, y de la querella a la rivalidad, porque cada uno quiere ser más que el otro. Esa rivalidad empero
los lleva a la ira; y en su ira, cada cual trata de decir, de hacer o de no hacer algo que pique al otro y lo
provoque, o sea, se produce una contienda. Pero donde hay contienda, hay también disensiones: cada uno
está dispuesto a defender lo suyo y rebajar lo del otro. De esto resultan luego las facciones y las herejías,
donde cada uno atrae partidarios a su bando e incita a otros a abandonar el bando contrario. Con esto se
fomenta la envidia, un mal atroz; y finalmente se lanzan al asesinato y homicidio. Y ahí tienes entonces el
fin de esta calamidad. Como ejemplo te pueden servir dos adversarios ante un tribunal, o dos estados
enemistados entre si, o dos sofistas o teologoides (theologistas) que discuten en pro de sus respectivas
opiniones.93 En nueve grados o fases dividió el apóstol por lo visto a aquel deseo carnal tan proclive a la
exasperación y a la cólera; de tal manera detesta él a los que son enemigos del amor. San Jerónimo agrega
a esto la observación de que todo hombre que entienda las Escrituras en sentido diferente del que exige el
Espíritu Santo, es llamado hereje, aun cuando no se separe de la iglesia. ¡Una sentencia muy dura por cierto
contra los teólogos aristotélicos!
Sigue luego, en séptimo lugar, la ebriedad, prohibida no sólo en lo que toca al consumo de vino,
sino también con respecto a toda otra clase de bebida. Por esto se dice en Luces 1 (v. 15): «Vino y sidra, o
sea, bebida embriagante, no beberá» Por supuesto, no son éstos los únicos pasajes de la Escritura en que se
recomienda la abstinencia del vino y la sobriedad. Por otra parte, los efectos que ha producido la embriaguez
están demostrados con suficiente claridad en los relatos que esta misma Escritura presenta respecto de
los casos de Noé y Lot (Gn. 9:21 y sigtes.; 19:30 y sigtes.). Estos hombres se embriagaron sin culpa propia,
pero no sin que su ebriedad haya redundado en perjuicio para otros. Y bien: estas historias son de conocimiento
público. De ahí la advertencia de Cristo: «Mirad que vuestros corazones no se carguen de glotonería
y embriaguez», Mateo 21 (v. 34). Y en verdad, estamos hartos,, de ver que en nuestros países, el exceso
en el beber es como una plaga que la ira de Dios hizo caer sobre nosotros. Todo el mundo huye de una plaga
que afecta el cuerpo; la combatimos con la mayor energía, y tratamos de evitar que nos ataque. A esta,
plaga en cambio nos lanzamos por propia iniciativa con increíble ceguedad, y no hay nadie que siquiera
levante la voz de alarma, y mucho menos alguno que nos lo prohíba. Realmente este mal ya está asolando
nuestra tierra con demasiada virulencia como para que pudiera existir alguna esperanza de poder extirparlo.
Lo último son las orgías, que en Lucas 21 (v. 34) son das «glotonería». Así como la embriaguez
carga los corazones por el exceso en el beber, la glotonería los carga por el excesos en el comer. También
este tan difundido mal va aumentando en forma alarmante aun entre los conductores del pueblo y grandes
en Israel.94 Tan grande es el derroche, tanta la suntuosidad, tal la cantidad y variedad de platos, que uno se
lleva la impresión de que a toda costa quieren hacer aparecer ridículas aquellas comilonas descomunales de
los antiguos. La palabra «orgías» empero (lat. comessatio) es un derivado de “Comos”,95 nombre que entre
los griegos llevaba el dios de los banquetes y de la glotonería. De la misma manera, pues, el placer sexual
deriva su nombre de Venus,96 la glotonería deriva el suyo de Comos. Ambos son, sin duda, deidades muy
poderosas, y además vecinas. A Cosmos le rinde culto el vientre, a Venus lo que está debajo del vientre.
Comos por su parte mantiene y da vigor a Venus; de lo contrario, sin Ceres y Baco; Venus está fría.
Al final, el apóstol añade «y cosas semejantes a éstas». ¿Quién, en efecto, podría describir en
detalle toda esa laguna lernea97 de la vida carnal? Además, la arrogancia y la vanagloria ya las incluyó
adecuadamente en «rivalidades y celos»; con «iras, envidias, disensiones», etc., ya tiene incluidas la calumnia,
las maldiciones, la injuria, las blasfemias, y también los engaños, fraudes, asechanzas y mentiras. Sólo
puso de relieve algunos pecados en particular para que los gálatas no pudieran venirse con el pretexto de no
haber sabido cómo resistir a las concupiscencias de la carne.
V. 21b: Acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas,
no heredarán el reino de Dios.
He aquí, esto significa «andar en el Espíritu» y «no satisfacer los deseos de la carne» (v. 16), «dejarse
guiar por el Espíritu», «no estar bajo la ley» (v. 18), y «resumir toda la ley en este único punto principal
que es el amor» (v. 14) -a saber: si «no se practican tales cosas». Ya ves cómo la fe sola no es suficiente; y
sin embargo, la fe sola justifica, porque si es fe verdadera, obtiene el espíritu del amor. Pero e1 espíritu del
amor huye de todos estos vicios, y de este modo cumple la ley y hereda el reino de Dios. Por esto, todo se
ha de atribuir a la fe; la fe empero se ha de atribuir a la palabra; y la palabra, a la misericordia divina que
envía a los apóstoles y predicadores de la palabra (comp. Ro. 10:14, 15), a fin de que «toda nuestra competencia
provenga de Dios» (2 Co. 3:5), del cual viene «toda dádiva y todo don perfecto» ( Stg. 1:17).
Éstos son los puntos en que se debía haber insistido entre el pueblo, e insistido en e1 orden en que
los presenta el apóstol,98 a saber: Que los que desesperan de sus propias fuerzas; en primer lugar oigan la
palabra de la fe; que oyéndola, lleguen a creerla; como creyentes, invoquen a1 Señor; invocándole, sean
escuchados; como personas que han sido escuchadas reciban el espirito del amor; habiendo recibido este
espíritu, anden también en el Espíritu, no dando satisfacción a los deseos de la carne sino crucificándolos;
crucificados con Cristo, resuciten y posean el reino de Dios. Nosotros, en cambio, cargamos las almas con
obras y estatutos elegidos por nosotros mismos. Siempre enseñamos, y «nunca llegamos al conocimiento
de la verdad» (2 Ti. 3:7); más aún: en oposición a la verdad levantamos en alto el libre albedrío y nuestras
propias virtudes. Enseñamos a la gente a abrigar confianzas vanas y hablamos en términos tan altisonantes
como vacíos de las «obras meritorias de condigno» y las «obras meritorias de condigno”,99 y así finalmente
sofocamos del todo el conocimiento de Cristo y hundimos a los hombres siempre más en la terrible miseria
de su mala conciencia.
San Agustín dice a propósito de la frase «los que practican tales cosas» lo siguiente:» `Practican’
tales cosas quienes consienten en los deseos carnales y toman la decisión de llevar a efecto las `tales cosas’,
aun cuando les falte la posibilidad de concretar esa decisión».100 Y luego agrega una distinción sorprendente:
«Una cosa», dice, «es no pecar,101 y otra cosa es no tener pecado». Pues aquel en quien `el pecado no
reina’, no peca: el tal es uno «que no obedece a sus concupiscencias» (Ro. 6:12). Aquel en cambio en quien
estos deseos ni siquiera existen, no sólo no peca, sino que tampoco tiene pecado.» Aun cuando esto podría
llegar a ser realidad, en muchos aspectos, ya en esta vida presente, su realización total sólo ha de esperarse
en la resurrección y transformación de la carne. La distinción, que hace Agustín nos enseña exactamente lo
mismo que ya se expuso con amplios detalles en párrafos anteriores, a saber, que el hombre, en cuanto que
anda en el Espíritu, es justo y santo y no peca. Pero en cuanto que todavía es impulsado por malos deseos,
es pecador y es carnal. Tiene por lo tanto el pecado en su carne, y su carne peca; él mismo sin embargo no
peca. ¡Ciertamente, una declaración extraña: el mismo hombre peca y al mismo tiempo no peca! Es aquí
donde se produce la armonización de aquellos dos enunciados del apóstol Juan: el de 1 Juan 1 (v. 8): «Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos», y el otro de 1 Juan 3 (v. 9) y 5 (v. 18):
«Todo aquel que es nacido de Dios no peca». Todos los santos, pues, tienen pecado y son pecadores -y
ninguno de ellos peca. Son justos en atención al hecho de que la grata obró en ellos la curación; son
pecadores en atención al hecho, de que esta curación debe continuar todavía.
V. 22, 23a: Mas el fruto del espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,. longanimidad,
mansedumbre, fe, moderación, templanza, castidad.
No hay duda de que Pablo enumeró sólo nueve frutos, como se desprende claramente de los comentarios
de San Jerónimo y San Agustín y del texo griego, donde la lista reza como sigue: «El fruto del
espíritu es amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza». Es evidente
empero que el número aquel fue elevado a doce a raíz de la laboriosidad de algunos imperitos. Estos, al
haber hallado en una glosa o al margen o sea Jerónimo la palabra «paciencia», la insertaron en el texto en el
cuarto lugar donde debía haberse puesto «longanimidad», a la cual relegaron al séptimo lugar. Además se
enteraron de que «templanza», según San Jerónimo, significa lo mismo que «moderación» y «castidad».
Entonces añadieron también estos dos vocablos al texto, y cambiaron además la ubicación de «fe» y «mansedumbre
».102
Consecuentemente, con esto queda invalidada la base para la doctrina de los doce frutos sustentada
por aquellos teólogos,103 no sólo por la inexactitud del número sino también por la forma de interpretación
que ellos aplican. Estos teólogos, en efecto, convierten los frutos en sus «hábitos Inherentes subjetivamente
en el alma»; el apóstol en cambio los presenta como obras vitales del espíritu que se hallan difundidas en el
hombre entero, ya que los opone a las obras de la carne. Pero además, el «espíritu» significa en este pasaje
(pese a la opinión discrepante de Jerónimo) no el Espíritu Santo, sino el hombre espiritual, de modo que la
antítesis es: «Obras de la carne» «frutos del espíritu». La «carne» es el árbol malo que produce espinas y
abrojos, el «espíritu» es el árbol bueno que produce uvas e higos, como se lee en Mateo 7 (v. 16 y sigtes.).
Por otra parte, también Ambrosio dice que es la ley del espirito la que produce estas obras; y San Jerónimo,
volviendo al camino correcto, interpreta el «espíritu» como el «árbol bueno». Asimismo, Pablo habla, de
las «obras» de la carne, no de los «frutos», y de los «frutos» del espíritu, no de sus «obras». ¿Por qué será?
Seguramente porque las obras de la carne no sirven para nada, ya que nadie saca provecho de las espinas y
los abrojos; al contrario, son obras malas que no hacen más que daño. Pero las obras del espíritu son útiles,
y de ellas podemos disfrutar por toda la eternidad. Son los higos y las uvas de la Tierra de Promisión. Por
lo tanto, con toda razón se los distingue con el honroso nombre de «frutos».
El primero de estos frutos es el amor. Respecto del amor ya dijimos104 que no es una «propiedad
oculta». Antes bien, así como San Agustín, hablando de la fe, afirma que «cada cual la reconoce con
absoluta certeza si la tiene», así también cada cual se da perfecta cuenta si tiene esperanza, e igualmente se
da perfecta cuenta si tiene amor, ante todo en tiempo de prueba. El amor es, por ende, esa afectuosa inclinación
hacia el Dios airado y el prójimo que nos ofende. Pues es en los momentos en que Dios hiere y
perturba cuando se prueba el amor que se le tiene, como quedó demostrado en el caso de los mártires, y
como lo vemos en el Cristo padeciente. Y es en los momentos en que el prójimo nos ofende y parece
merecer nuestro odio cuando se prueba el amor que le tenemos. Por otra parte, casi no hay otra virtud tan
expuesta a la hipocresía, al extremo de que en Romanos 12 (v. 9) el apóstol manifiesta esta sola inquietud:
«El amor sea sin fingimiento». El hecho es que Dios tiene muchos «amantes» del tipo que se describe en el
Salmo (49:18; Vulg. 48:19): «Te dará su reconocimiento cuando le hicieres bien» y en el Salmo 78 (v. 36;
Vulg. 77:36): «Y le amaron con su boca, y con su lengua le mentían». Es posible, pues, que el amor
permanezca oculto en días de paz; pero en tiempo de guerra, nada se siente más vivamente que el amor, la
esperanza y la fe -a no ser que no se sienta tampoco la infidelidad, desesperación y el odio.
El segundo fruto, el gozo, tiene que ver, igual que el amor, tanto con Dios como con el prójimo: Con
Dios, cuando nos alegramos a causa de la misericordia divina, y cuando aun enmedio de las tempestades de
este mundo, alabamos y bendecimos al Señor en el horno de fuego día y noche.105 Y con el prójimo, cuando
no le envidiamos los bienes que posee sino que le congratulamos por ellos como si fuesen los nuestros
propios, y cuando alabamos los dones de Dios que hay en él. Pero así como los seguidores de la carne
fingen amor sólo mientras el tiempo esté sereno, así lo hacen también con el gozo: alaban a Dios y alaban
los dones de Dios en los hombres, pero sólo mientras no se los ofenda: entonces salen a la superficie las
obras de la carne. Las obras de Dios que antes habían alabado -ahora las denigran, y se enfadan si sus
denuestos no surten efecto y si el buen nombre del prójimo no sufre mengua. Pues nadie puede imaginarse
cuán profunda es la maldad de la carne; ¡a cuántos no los arrastra a la perdición meciéndolos en una
engañosa seguridad, hasta que son tentados y puestos a prueba.
Las palabras del apóstol parecen sencillas y claras; pero si te pones a llevarlas a la práctica, verás
cuán difícil es no hacer las obras de la carne. Aquellos «insensatos»106 su creen estar infinitamente distanciados
de estas obras, cuando en realidad están llenos de ellas hasta la coronilla. Pues estas obras desbordan
cual impetuoso torrente incluso sobre las prácticas religiosas, las observancias, las buenas obras, las reglas,
los estatutos, las tradiciones y la moral hecha por los hombres. Pero de ahí reciben también ese manto del
“amor a la justicia” bajo el cual ocultan su celo, y conforme a su santa religiosidad destruyen con seguridad
el amor y la paz y el gozo. Hoy en día, esta locura ha tomado posesión de casi todos los monasterios, todas
las iglesias, y, como dice el salmista, “de los escogidos de Israel” (Sal. 78: 31). Pues en los hombres que son
manifiestamente malos, las obras de la carne se reconocen sin dificultad; pero bajo las tonsuras, las ínfulas107
y otros sagrados elementos rituales, este Behemot108 es engordado admirablemente y reina en plena
seguridad, en tanto que aquellos creen rendir un servicio a Dios si aman la carne de su propio partido y en
cambio persiguen e inculpan con odio Inextinguible a los extraños.
El tercer fruto es la paz, que por su parte también es doble: relacionada con Dios, es la buena
conciencia que se apoya en la misericordia divina. Pero a veces, esta paz «sobrepasa todo entendimiento»
(Fil. 4:7); y esto ocurre al ser turbada por cuanto Dios se oculta y esconde su rostro, quedando así la
conciencia abandonada a si misma. Paz con el prójimo empero existe allí donde se cede a la voluntad de
éste. Pues esta paz con los hombres jamás puede ser duradera si cada cual justifica, protege, busca y exige
lo suyo propio. Lo vemos en nuestros dice en que la curia romana y sus tribunales han llenado la iglesia de
pleitos, demandas y litigios. Pero entre tanto se conforman con un mísero pedacito de paz que lograron
concertar con sus propios partidarios, y se proveen a sí mismos de un «pretexto para hacer lo malo» (1 P.
2:16), de modo que lo que menos piensan es que puedan estar sumergidos en las obras de la carne. Pues no
se fijan en el número de aquellos con quienes viven en discordia, sino sólo en el número de aquellos con
quienes viven en concordia, e incluso tienen a mano buenos consejos para los demás acerca de cómo se
puede mantener la paz. Esta gente no entiende un ápice de la paz que elogia el apóstol en Romanos 12 (v.
18) diciendo: «En cuanto depende de vosotros, estad en paz con todos los hombres», y de la que se habla en
Mateo 5 (v. 9): «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios».
Pero los juristas excusan el quebrantamiento de esta paz -de una manera muy erudita, por supuestoal
enseñar que a la violencia hay que repelerla con la violencia. Declaran ostentosamente que se debe
proteger la justicia -¡como si no fuera la más sublime justicia el dejar a un lado la «justicia» propia, ceder
al prójimo que quiere quitarnos la túnica, y dejarle también la capa (Mt. 5:40)! En pocas palabras: Ea
imposible atenerse a un mismo tiempo a lo que dice el evangelio y a lo que dice el derecho humano. Por
esto es también imposible que la paz subsista simultáneamente con estos derechos humanos, máxime en
tiempos como los nuestros en que el evangelio no es nada y el derecho humano lo es todo en todos los
órdenes. Aquí sí puede hablarse del ángel del Apocalipsis enviado por Dios en su ira «para quitar de la
tierra la paz» (Ap. 6:4).
El cuarto fruto es la longanimidad, en griego ìá÷ñïäíìßá, que en este pasaje evidentemente no es
sinónimo de àðïìïíç, decir paciencia, ni de Üíïãç, o sea tolerancia, a pesar de que San Jerónimo quiere
que «paciencia» y «longanimidad» se consideren sinónimos.109 Sin embargo, parece haber una diferencia
entre el mero tolerar a los malos, y el soportar el mal que nos hacen, y aun esperar que se enmienden,
anhelar su bien y desterrar todo deseo de venganza, lo que son las características de la longanimidad. En
Romanos 2 (v. 4) leemos: «O menosprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad? Es
«bondad» de Dios cuando hace bien a los hombres; es “paciencia” cuando soporta que abusen de Sus
beneficios y en, ingratitud le devuelven mal por bien; y es «longanimidad» cuando espera que se enmienden.
El quinto fruto es la benignidad, el sexto la bondad. Según Jerónimo, la diferencia que existe entre
ambas es la siguiente. La benignidad es una virtud suave, afable, tranquila, apta para aunar a todos los
buenos, que invita a familiarizarse con ella, agradable en lo que dice, moderada en su comportamiento, por
lo que San Ambrosio usa como traducción el término «lenidad».110 Generalmente, y en mal latín, se la
llama «amigabilidad; (amicabilitas). En alemán se dice «freuntlich» (amable, amistoso), «holdselig» (agraciado,
lleno de gracia),111 leudseling (afable>, en griego se habla de ÷ñçïôüôçò, lo que en 2 Corintios 6
(v. 6) se traduce con «amabilidad» (lat., también en la Vulg.: suavitus); dice allí: «en amabilidad, en el
Espíritu Santo». Por esto Pablo usó en Romanos 16 (v. 18) para «suaves palabras» la expresión ÷ñçóôïëïãßáé.
Y a mi juicio seria más correcto decir «amabilidad» en vez de «benignidad», ya que la malignidad, el vicio
opuesto a la benignidad, es demasiado horrenda como para que se la pueda aplicar a individuos cuyo
defecto es que son difíciles de tratar y toscos en su manera de ser. De estos últimos se dice, en efecto: «Es
un buen hombre, pero no sabe amoldarse a las costumbres de la gente» «er ist frum, aber gar tzu unfreuntlich
und nit leudselig».112 La «bondad» puede ser por lo tanto una virtud más bien seria, con el ceño fruncido
por lo severas que son sus costumbres. Y sin embargo está dispuesta a hacer el bien, no daña a nadie, es de
utilidad para todos; pero le falta en cierta medida el don de gentes.
El séptimo fruto es la fe. San Jerónimo entiende que se trata aquí de la fe que el apóstol describe en
Hebreos 11 (v. 1) como «sustancia de las cosas que se esperan» (lat. Substantia rerum sperandarum), pues
la «sustancia» la explica como «posesión», como lo evidencian sus palabras: «Porque esperamos q u e
venga lo que por la fe poseemos». Por largo tiempo, yo también era de esta opinión,113 porque observé que
en las Sagradas Escrituras la palabra «sustancia» se usa casi siempre en el sentido de bienes y posesión,
observación a la que llegué ante todo porque me atuve a lo que Jerónimo dice al respecto de este pasaje.
Pues lo que los autores de libros de sentencias recopilaron con respecto a la palabra «sustancia», ¿para qué
exponerlo aquí? Pero luego, mi estimado Felipe Melanchton,114 un jovenzuelo por su aspecto físico, pero
un anciano con venerables canas por su clara inteligencia, del cual me valgo como maestro de griego, me
mostró que esta opinión no era permisible, y que cuando en griego se quiere hacer referencia a «sustancia»
en el sentido de «bienes», no se usa la palabra àðüóôáóéò (que es la palabra que el apóstol emplea en
Hebreos 11:1), sino ïýóßá, âñùôüí o àðáñåéò. Entonces cambié de opinión y admito que a mi entender,
ûðüóôáóéò o sustancia significa propiamente la «existencia» y la «esencia» por virtud de la cual toda
cosa subsiste en sí misma, como lo entiende Crisóstomo. Pero puede significar también una promesa, un
pacto -no es aquí el momento para entraren mayores discusiones al respecto- o una expectación, interpretaciones
que bien caben dentro de lo que enfatiza y expresa la palabra de la cual proviene ýðüóôáóéò.
Pero hay también muy buenas razones para tomar la palabra «fe» de este pasaje en el sentido de «verdad»
o «fidelidad» u «honradez» que no engaña a nadie y que es tan imperiosamente necesaria en los negocios y
en la convivencia humana. Así hallamos que también la fidelidad tiene sus dos aspectos: fidelidad dirigida
hacia Dios al cual somos fieles, no tanto porque guardamos las promesas nuestras sino más bien por cuanto
creemos en las promesas de él. Y fidelidad dirigida hacia nuestro semejante al cual somos fieles si guardamos
con firmeza, constancia nuestros convenios y promesas.
El octavo fruto es la mansedumbre, en la que Jerónimo ve lo opuesto a iras y contiendas. Es muy
difícil hallar una diferencia entre mansedumbre y longanimidad. Sin embargo, a la mansedumbre y apacibilidad
se la conoce como una virtud, que no se deja arrastrar a la ira y que no es vengativa. La longanimidad
va aún más lejos y espera el mejoramientos de los malos, aun de aquellos que no adoptaron una actitud
provocadora.115
El noveno fruto es la continencia o mejor templanza, leer aquí «templanza» debemos pensar no
sólo en la castidad sino también en el beber y comer. El significado de la palabra encierra por lo tanto
ambas cosas, la castidad y la moderación. Así que el apóstol pone aquí un freno también al comportamiento
licencioso de los cónyuges, para que vivan sobriamente y atemperen el apetito sexual observando la
debida moderación.
V. 23b: Contra tales cosas no hay ley.
Fijo el pensamiento en la argumentación que se había puesto seguir, el apóstol siempre inculca la
verdad de que la ley no hace justos a los que depositan su confianza en ella: afirma en 1 Timoteo (v. 9): «La
ley no fue dada para el justo, sino para los rebeldes y parricidas etc.». Los que son no necesitan la ley. ¿Por
qué, entonces, los gálatas se vuelcan nuevamente a la ley, no sólo a los Diez Mandamientos sino también a
las leyes ceremoniales?, pues no se te puede escapar que el apóstol está hablando no sólo de la ley ceremonial,
sino también y ante todo de la ley moral.
Una vez más, empero, Pablo usa su característico lenguaje teológico. Por ende, al interpretarlo se
debe tener mucho cuidado de no incurrir en tonterías, como si el justo no tuviera la obligación de vivir con
corrección y hacer el bien (este es, en electo, lo que personas poco instruidas entienden con «no estar bajo
la ley»). La verdad es, en cambio, que el justo no tiene ley porque no le debe nada a la ley, puesto que tiene
el amor que guarda y cumple la ley. Podría citarse a este respecto un ejemplo que usó Agustín116 : Tres más
siete no «deben ser» diez sino que «son» diez, y para que lo sean no es preciso recurrir a ninguna ley o regla.
Igualmente, una casa ya construida no «debe ser» construida, puesto que ya está hecha, y esto es lo que
había buscado el arte -comparable en este caso a la ley de su constructor. Lo mismo se aplica al justo: no
«debe» vivir correctamente sino que vive correctamente, y no necesita una ley que le enseñe cómo vivir
correctamente. En forma análoga, una virgen no «debe ser» virgen (puesto que ya lo es); si intentase ser
virgen por medio de alguna ley, ¿no estaría fuera de juicio? El injusto en cambio «debe» vivir correctamente,
porque no vive correctamente tal como la ley lo requiere. En todo esto insiste el apóstol para que ( los
gálatas ) no presuman de poder llegar a ser justos a base de la ley y sus obras, sino que reciban por medio
de la fe, sin ley ni obras, el espíritu por virtud del cual pueden satisfacer las demandas de la ley, como ya se
expuso en forma más que abundante en los párralos que anteceden.
V. 24: Pero los que son de Cristo, han crucificado la carne con sus vicios y deseos.
Con esto, el apóstol responde a una velada pregunta que algún lector, bajo el efecto de lo que acaba
de exponerse, podría dirigirle: «Si la ley no está en contra de personas de este tipo, y si son justos y no
deben nada a la ley, ¿por qué les ordenas entonces que no hagan las obras de la ley, que anden en el Espíritu, y otras cosas más? ¿Acaso con esto no les exiges que ‘deben hacer’ algo? ¿no les estas prescribiendo una ley? ¿No van tus preceptos dirigidos en contra de ellos? ¿Por qué te contradices a ti mismo?» ¿Y qué crees que responderá Pablo? Sin duda repetirá, a manera de respuesta, lo que ya hemos aprendido en párralos anteriores, a saber: Los que son perfectos en rendir aquellos frutos, no están bajo la ley. Ellos cumplen la ley plenamente, por eso la ley no tiene nada en contra de ellos. Pero esta meta nadie la llega a alcanzar completamente mientras esté aún en la carne. Por esta razón, los que están en Cristo son guardados al menos hasta el punto de que crucifican su carne y luchan contra sus deseos cumpliendo así la ley de Dios en su espíritu, aun cuando «con la carne» (como leemos en Romanos 7:25) «sirvan a la ley del pecado». De ahí que al describir los frutos del espíritu «contra los cuales no hay ley», el apóstol no piensa tanto en que pueda haber quienes ya los están produciendo, sino que más bien propone una meta a la cual los hombres espirituales deben esforzarse por llegar. Por consiguiente: en tanto que los hombres vivan en el Espíritu, la ley no tiene nada en contra de ellos; mas en tanto que sean llevados por los deseos de la carne, la ley está en contra de ellos.
Que con esto se ha dado una regla que abre el entendimiento para todo lo demás que se dice en
alabanza de los justos y santos de la tierra, lo demuestra San Agustín con gran acierto y lujo de detalles en
su obra Acerca de la Naturaleza y la Gracia.117 Así se lee también en Romanos 6 (v. 6): «Nuestro viejo
hombre! fue crucificado juntamente con Cristo»; y en el cap. 2 de nuestra carta (v. 20), Pablo dice: «Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». Paso por alto lo que San
Jerónimo acota a este respecto citando a Orígenes; tampoco llega a convencerme.118 Había dicho el apóstol que la ley no está en contra del espíritu, que es el que produce los frutos prescritos por la ley. Así, por otra parte, los hombres espirituales tampoco actúan en contra de la ley mediante obras de la carne, sino que hacen lo bueno y se apartan de lo malo. ¿Y porque qué hacen esto? Por cuanto son de Cristo, por eso se allegan a Cristo, no a Moisés, no a la ley. Mas si son de Cristo, sin duda tienen crucificada su carne, no mediante la ley, ya que ésta incitaba aún más a la carne, sino por medio de Cristo. Es como si apóstol dijera: «No podéis pertenecer a Cristo si queréis pertenecer a la ley. Si pertenecéis a la ley, no crucificaréis la carne, y la ley estará en contra de vosotros.» Así que: los que pertenecen a Cristo, no están bajo la ley y al mismo tiempo crucifican la carne con sus vicios y deseos.
Jerónimo cree que «vicios» -o como dice el texto griego «pasiones» (ðáèÞìáôá)- es un término más
bien general, que fue agregado a «deseos» porque las pasiones pueden relacionarse también con el padecimiento.
¿Y qué si con «vicios» o “pasiones» Jerónimo quisiera entender las violentas emociones de un
ánimo irascible que se agitan con furor en la amargura del corazón, y con «concupiscencias» los apetitos
concupiscibles que causan placer cosquilleando la carne? Dejemos a cada uno la libertad de pensar lo que
quiera.
La forma como se produce esta «crucifixión» es bien conocida: Los clavos, en efecto, son la palabra
de Dios; bajo el impulso de la gracia de Dios penetran profundamente e impiden a la carne seguir sus
propios deseos. Así está escrito en Eclesiastés 12 (v. 11, Vulg.): «Las palabras de los sabios son como
aguijones, y como clavos hincados profundamente, dados mediante el consejo de los maestros por un
Pastor», es decir, por Cristo mediante los apóstoles y profetas.
***
1 407 Con esta alusión salmística a las plagas de Egipto, Lutero quiere indicar el estado deplorable en que el legalismo había
hundido a la iglesia, especialmente en lo relativo al entendimiento de la palabra de Dios.
2 Referencia a la actitud del niño que obedece por el deseo de verse recompensado.
3 Aulo Persio Flaco, 34-62 d.C., poeta y filósofo romano. En Una de sus Sátiras desarrolla la paradoja estoica de que todos los
hombres son esclavos, excepto los filósofos estoicos. Con el ejemplo de persio, Lutero muestra a la cristiandad de su época que
la libertad del «libre albedrío» es una ficción, y que también entre los paganos hay hombres sinceros que lo admiten.
4 Erasmo, Annotationes ad locum.
5 Comp. pág. 211 (segundo párrafo). Lat., fulminatores.
6 Jerómmo, Commentarius, 421422.
7 Al dar la absolución al penitente se le imponían ciertas “obras de satisfacción”, por ejemplo, el rezar una cierta cantidad de
Padrenuestros. con toda razón, Lutero señala aquí el contraste entre la futilidad de estas obras y la magnitud de la culpa.
8 Sedet in cathedra pestilentiae, cit. según la Vulgata.
9 Jerónimo, Commentarius, 423.
10 Trad. literal: habéis sido vaciados (evacuati estís, Vulgata).
11 Véase pág. 43, nota 61.
12 Agustín, Enarrationes zn Psalmos, XXXVII, 2, Corpus Christianorum, Ser. Lat. XXXVIII, 383.
13 Véase pág. 165.
14 Pedro Lombardo, Sententiae III, 23 3. Patrol. Ser. Lat. CXCII, 805.
15 Evidentemente, Lutero está hablando una vez más de los teólogos que atribuyen al hombre natural la posibilidad de hacer obras
normalmente buenas; véase también pág. 118, nota 210
16 Jerónimo, Commentarius, 425-426.
17 Agustín, Epist. ad Gatatas erpositio, Patrol. Ser. I,at. XXXV, 2135-2136.
18 I.e., la circuncisión, Ro. 4:11.
19 Job. 1:1; 2 R. 5:8 y sigtes.; 1 R. 17:8 y sirtes.; Dan. 4:31 y sigtes.
20 A los de conocimiento aún escaso; comp. 1 Co. 3:1 y sigtes.; 14:20; He. 5:13.
21 En estos párrafos, Lutero discute la doctrina escolástica de que a la fe que el Espíritu «infunde» en el bautismo, debe agregarse
la fe que el hombre «adquiere» personalmente.
22 O: un muchacho que de chico recibió el bautismo (lat. puer recens baptisatus).
23 Comp. Agustín, Confessiones, V, 2.
24 Fil. 3:20 (Vulgata): Nostra autem conversatio in caelis est.
25 Santiago de Compostela, España en tiempos de Lutero uno de los lugares de peregrinación más frecuentados, por hallarse
depositadas allí, según se creía, las reliquias del apóstol Santiago el Mayor.
26 Los lugares de peregrinación de cierto renombre gozaban por lo común del privilegio de que las indulgencias allí expedidas
eran de especial «eficacia».
27 Véase pág. 35, nota 61.
28 Lat. Esto... praelatus, lo que puede entenderse también como alusión al prelado; «superior eclesiástico constituido en una de
las dignidades de la iglesia, como abad, obispo, arzobispo. etc.».
29 Jerónimo, Commentarius, 429. Efectivamente, la frase mencionada aparece sólo en el Códice G (Seidedianus I, siglo X):
µçäåíß ðåßèåóèå = «por nadie os dejéis persuadir», en algunas versiones latinas antiguas, y en la Vulgata Sixtina de 1590.
30 Jerónimo, Commentarius, 429; comp. Erasmo, Paraphrasis, opera, 962.
31 En sentido activo, los apóstoles falsos persuadieron a los gálatas; en sentido pasivo, los gálatas estaban dispuestos a dejarse
persuadir.
32 «Nuestras ediciones» = la Vulgata: Modicum fermentum totam massam corrumpit.
33 Jerónimo, Commentarius, 429.
34 La «medida» de Mt. 13:13 es en el texto de la Vulg. «satun», latinización del hebreo SEAH, cuya forma SATA dio origen al
griego óÜôïí (Gesenius). Vease Jerónimo, Commentarius, 430.
35 Vulgata: Prudentia carnis mors est.
36 öñüíçìá = intento, aspiración; üíçóéò; = modo de pensar, racionalidad, prudencia.
37 Alemán gutdunckel (en grafia moderna Gutdünken) = el (bien) parecer. «Es dunckt (dünkt) rnich so recht», «así me parece
bien».
38 Véase pág. 96, Nota 71.
39 Cita de la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII.
40 Comp. Hch. 13; 1 Co. 4; 1 Co. 15; 2 Co. 6; 2 Co. 11; Fil. 1; Col. 2; 2 Ts. 2 (especialmente v. 15), etc.
41 Véase pág. 85 y sigtes. Jerónimo, Commentarius, 432.
42 Dedit eis spiritum compunctionis (Vulg.). Reina-Valera: ... espíritu de estupor”
43 Lat. Utinam abscindar tur, qui vos conturbant. (La Vulgata tiene: Utinam et absc ...).
44 Jerónimo, Commentarius, 432.
45 Viase pág. 141 y sigtes.
46 En griego ìáñÜí o: ìáñáíÜ; del arameo maranata. «el Señor viene», o quizá más exactamente «el Señor ha venido». (Comp.
Enciclopedia de la Biblia, vol. IV. Ed. Garridos, Barcelona.) Hasta el fin de su vida Lutero tuvo dificultades con el significado de
esta palabra.
47 Comp. 1 Tim 1:2.
48 En la edición (latina) del texto usado por Lutero faltaba el verbo detis = «deis», por lo que él inserta la aclaración: «Sobreentiéndase
uséis; porque Pablo recurrió aquí a una reticencia omitiendo este verbo».
49 Jerónimo, Commentarius, 435-436.
50 En el comentario de cap. 5:1.
51 Literalmente: «Nada puede ser enseñado en forma suficiente» -allí la ley en toda su amplitud es más necesaria que nunca.
52 En este contexto: justicia resultante de la fe.
53 Comp. 1 Co. 13:5; Fil. 2:4.
54 Lat. instauratur.
55 De ser así, «cumplir» seria equivalente a «completar», «complementar lo que faltaba a la ley antigua». Contrariamente a esta
opinión, Lutero hace resaltar que el mandamiento «espiritual» del amor al prójimo ya fue promulgado en el Antiguo Testamento,
y por lo tanto no se lo puede considerar un complemento neotestamentario.
56 «Cumplir» equivale entonces, estrictamente hablando, a «llevar a efecto, hacer». Pero no es así como Lutero quiere que se
entienda el «cumplir» en Gá. 5:14, sino en el sentido de «resumir», «comprender».
57 Véase pág. 219.
58 «O muerte» es un agregado de Lutero.
59 Trad. literal: «Para los prudentes es fácil la enseñanza».
60 Todas estas citas son traducciones directas del latín (Vulgata).
61 Jerónimo, Commentarius, 437.
62 Los escolásticos hicieron el intento de establecer diversos grados en el amor al prójimo. A los parientes, amigos. etc., se les
debía un amor más entrañable que p. ej. a una persona totalmente desconocida, a la cual se la podía conformar con las «sobras».
63 Comp. pág. 25, nota 43.
64 En la comedia «Amphitryon», de Plauto, el dios Mercurio hace que el esclavo Sosia entre en un estado tal de confusión que
incluso duda de su propia identidad.
65 Lat. et charitatem quaere; trad. literal: y busca el amor.
66 El poeta romano Ovidio (43 a.C. - 18 d C.) que en su destierro en el Ponto se quejaba de la inconstancia y cobardía de sus
amigos de tiempos mejores.
67 Comp. 1 Co. 10:24; Fil. 2:4.
68 Comp. pág. 178; nota 306.
69 Comp. pág. 253, nota 468. El primero en entender mal este mandamiento fue Agustín. Respecto de los «grados del amor» véase
también pág. 180, nota 313.
70 Véase pág. 24.
71 Jerónimo, Commentarius, 436-438.
72 Comp. p. ej. Pág. 73 y sigtes.
73 Lutero piensa en la «autoridad secular» conforme a Ro. 13:1-7.
74 En la edición de 1523 del presente Comentario, Lutero eliminó esta última frase. Comp. también pág. 115.
75 Agustín, Contra Julianum haeresis Pelagianae defensorem (Contra Juliano, defensor de la herejía pelagiana), III 26, 62;
Patrol. Ser. Lat. XLIV 733-734.
76 Agustín, Retractationes (especie de resumen y complemento de sus obras) I 23 (24), 2; Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum
Latinorum, XXXVI, III.
77 Agustín, Contra Julianum . . . III 15, 46, Patrol. Ser. Lat. XLIV, 848-849.
78 En latín se hace aquí un juego de palabras con lacere, hacer, y su compuesto intensificativo perficere, hacer completamente,
acabar, etc. Este perficere es también el verbo que en el vers. Gá. 5: 16 se tradujo con «dar satisfacción».
79 Comp. pág. 101, nota 86; pág. 118, nota 210; pág. 140, nota 255.
80 Agustín, Contra Julianum . . . VI, 18, 51-52; Patrol. Ser. Lat. XLIV 852-854.
81 Agustín, op. cit. VI, 23, 70-73; Patrol. Ser. Lat. XLIV 865-868.
82 Lat. animalem, de animalis, «que tiene alma, vida» = psíquico, anímico. En sus escritos posteriores, también en su traducción
de la Biblia, Lutero usa mayormente la expresión «hombre natural».
83 La práctica de mezclar agua con el vino de la Santa Cena se remonta a los tiempos de la iglesia antigua; comp. Ireneo, Adversos
haereses, V, 2, 3; Cipriano, Epist. 63, 13. Fue defendida y definida en el Concilio de Trento, Ses. XXII, 7, 8.
84 Pablo acaba de decir que aun en el estado de gracia, el espíritu y la carne sostienen entre sí una lucha permanente.
85 Véase pág. 264.
86 Lat. Spiritu concupiscentiam... suscitabo. Las ed. de Erlangen y Wittenpberg tienen «spiritus concupiscentiam. . .” lo que
parece más correcto: levantaré en ellos el deseo del Espíritu.
87 Eclesiástico, o Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac, libro apócrifo del A.T.
88 «Aristóteles identifica a veces el hábito, exiV, con la disposición déÜèåóéò, pero otras veces establece una distincion entre ellos
que ha sido llevada a sus últimas consecuencias por sus comentaristas”. Para éstos, el hábito como manera de ser es de mayor
duración que la mera disposición; el hábito aparece entonces como algo permanente en oposición al carácter transitorio y
accidental de la disposición. Un camino semejante siguieron los escolásticos.» - José Ferrater Mora. Diccionario de 1Filosofía,
Ed. Sudamericana, Bs. As.. Véase también pág. 95, nota 166.
89 Jerónimo, Commentarius, 442.446; Agustín, Epist. ad Gálatas Expositio, Patrol. Ser. Lat. XXXV. 2139-2140; Ambrosio (?),
Commentarius in Xll epist.b.Pauli, Patrol. Ser. Lat. XVII, 389.
90 Lo primero en «nuestra» versión (latina, la Vulgata), que omite el «adulterio».
91 En el texto griego de Gá. 5:20, la hechicería es áïìá÷åéá.
92 Véase pág. 200 y sigta.
93 Las disputaciones teológicas de aquel entonces, aun las que giraban en torno de temas de escasa importancia, a menudo
adquirían ribetes bochornosos.
94 Alusión a la buena vida que se daban los jerarcas eclesiásticos de aquel entonces.
95 Comos, en griego Kãµïò. En realidad la palabra comessatio es un derivado de comedere, comer (comp. «comilona» en
castellano).
96 Comp. el castellano «venéreo».
97 Mit.: En la laguna de Lerna vivió aquel reptil fabuloso de siete cabezas al que dio muerte Hércules. En la ciudad de Lerna, de
la Argólida, se celebraban fiestas en honor de Baco, Ceres y Proserpina.
98 Respecto de lo que sigue, comp. Ro. 10:13-17; Gá. 5:13-25; Ro. 6:5-8.
99 Véase pág. 118, nota 210.
100 Agustín, Epist. ad Galatas espositio, Patrol. Ser. Lat. XXXV, 2139.
101 La expresión latina non peccare (o non peccat), usada repetidas veces en este párrafo, también podría traducirse con «no
practicar el pecado». Comp. el texto 1 Jn. 3:9, citado al final del párrafo: Versión Reina-Valera» Todo aquel que es nacido de
Dios, no practica el pecado»; Lutero: Omnis qui natus est ex Deo non peccat; La Vulgata presenta exactamente la misma
formulación en 1 Jn. 5:18; en 1 Jn. 3:9 en cambio tiene peccatum non facit.
102 Jerónimo, Commentarius, 446 y sigtes. Agustín, Epist. ad Galatas Expositio, Patrol. Ser. Lat. XXXV, 2140.
103 «Los teólogos aristotélicos» mencionados en la pág. 273 que hablaban de los hábitos en el alma.
104 Véase pág. 255.
105 Comp. Daniel cap. 3.
106 Comp. Gá. 3:1.
107 Cada una de las dos cintas anchas que penden por la paste posterior de la mitra episcopal.
108 Job 40:15: el hipopótamo. Algunos Padres de la Iglesia ven en él la representación de Satanás.
109 Jerónimo, Commentarius, 448.
110 Jerónimo, Commentarius, 448; Ambrosio, Commentarius, XII epist. b. Pauli, Patrol. Ser. Lat. XVII, 389.
111 «Holdselige» es también la palabra con que Lutero traduce el greego ÷å÷áñéôùìÝíç en la salutacion angélica Lc. 1:28
(Reina-Valera: «muy favorecida»).
112 Esta, frase en alemán es la traducción del dicho en latín que le precede.
113 I.e. de la opinión de que la «fe» en Gá. 5:22 es la que se describe en He. 11:1.
114 Felipe Melanchton había llegado a la universidad de Wittemberg en agosto de 1518.
115 Las últimas palabras de esta oración dicen en latín: qui etiam non irritarunt. La Ed. Walch-St. Louis hace al respecto la
siguiente observación, digna de ser tenida en cuenta: «Las palabras ‘qui etiam non irritarunt’ parecen no cuadrar en este contexto.
Tal vez haya que leer etiam num o etiamnunc en lugar de etiam non, y traducir: ‘que hasta el presente dieron motivo para
airarse’.»
116 Agustín, Epist. ad Gal. Expositio, Patroi. Ser. Lat. XXV, 2139-2141.
117 Véase pág. 10, nota 18.
118 Jerónimo, Commentarius, 449-450.
Comentario sobre la Epístola San Pablo a Tito
por Martín Lutero

Capítulo Cinco
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