Carta Abierta Respecto del Riguroso Panfleto Contra los Campesinos

por Martín Lutero

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Al  honorable y  circunspecto Gaspar Miiller, canciller
en Mansfeld, mi buen amigo: ¡gracia y paz en Cristo!


Honorable y circunspecto señor: Me vi obligado a contestar en forma impresa a vuestra carta  por cuanto van en continuo aumento los re¬proches y las preguntas acerca del panfleto que publiqué contra los rebeldes campesinos. Se lo considera poco cristiano y excesivamente riguroso. Doy esta contestación pública e impresa, a pesar de que me había propuesto taparme los oídos y dejar que los corazones ciegos y desagradecidos que sólo buscan motivos para escandalizarse en mí, que¬den sumidos en su escándalo hasta pudrirse en él, puesto que de otros libros míos no aprendieron lo suficiente como para que pudieran o quisieran comprender y aprobar también un juicio tan palpable, tan simple y terrenal como el de aquella obrita tan criticada. Pensé en las palabras de Cristo en Juan 3: "Si no creéis cuando os hablo de cosas terrenales, ¿cómo creeríais si os hablase de cosas celestiales?"  Y cuan¬do los discípulos dijeron: "¿Sabes también que los fariseos se escanda¬lizaron en esta palabra?", Jesús les respondió: "Dejadlos que se escan¬dalicen; son ciegos y guías de ciegos", Mateo 15.
Gritan estos críticos en tono de suficiencia: ¡Ahí se ve el verdade¬ro espíritu de Lutero, exhortando al derramamiento de sangre sin misericordia alguna! ¡Debe ser el diablo el que habla a través de él! Bien; si no estuviese acostumbrado ya a ser juzgado y condenado, esta crítica podría llegar a exasperarme. Pero —y esto es la mayor vanidad que veo en mí— siempre es así que mis acciones y enseñanzas por de pronto tienen que aguantar ataques y dejarse crucificar. Nadie goza de renombre a menos que sepa juzgar a Lutero. El Lutero ese es el blanco y el objeto de la oposición, en él cada cual cree tener que ensayar su ingenio para ver si puede ganarse las espuelas y ser armado caballero. Todo el mundo tiene en tal caso un espíritu superior al mío, sólo yo soy el enteramente carnal: ¡y quisiera Dios que tuviesen en realidad un espíritu superior! Con gusto me conformaría entonces con mi condición de carnal, y diría como San Pablo a sus corintios: "Ya estáis ricos, ya estáis saciados, bien podéis gobernar sin nosotros" . Pero mucho me temo que lo de su espíritu elevado es menos que cierto; pues aún no veo que estén realizando nada de particular, a no ser cosas que al fin los llevan al oprobio y fracaso.
Lo que ellos no ven es cómo tropiezan con este su juzgar, y cómo ponen al descubierto los pensamientos de su corazón mediante tal opo¬sición, como dice Simeón respecto de Cristo en Lucas 2. Ellos se dan perfecta cuenta, dicen, del espíritu que tengo yo. Y yo por mi parte me doy perfecta cuenta de lo poco que han comprendido y aprendido el evangelio. Pese a todo lo que platican acerca de éste, no saben de él un ápice; pues ¿cómo habrían de saber lo que es justicia celestial mediante Cristo conforme al evangelio, quienes ni aun saben lo que es justicia terrenal mediante la autoridad civil conforme a la ley? Tales personas merecen que no oyeran una palabra ni vieran una obra que podría servir para mejorarlos; al contrario, no deberían experimentar más que tropiezos como les sucedió a los judíos con Cristo, por cuanto su corazón está tan lleno de maldad que no anhelan cosa mejor que tropiezos, a fin de que se cumpla en ellos lo dicho en el Salmo 17: "Con los perversos eres perverso" y en Deuteronomio 32: "Yo los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo; les causaré tropiezo con una nación insensata".
Estos fueron mis motivos por qué quise permanecer callado y dejar que ellos arremetieran y tropezaran: para que fuesen endurecidos y cegados en sus tropiezos —como lo tienen bien merecido— todos estos desagradecidos que hasta hoy día no han aprendido absolutamente nada con la tan grande y radiante luz del evangelio, difundida por doquier en forma tan abundante, y que han menospreciado el temor de Dios de una manera tal que para ellos ya nada es evangélico sino sólo el juzgar y despreciar a los demás y creerse a sí mismos dueños de un magno espíritu y elevado entendimiento, y que de la enseñanza de la humildad no saben extraer otra cosa que soberbia, así como una araña no extrae de la rosa otra cosa que veneno. Pero como usted pide informaciones, no para usted mismo, sino para tapar la boca a esa gente inservible —aunque soy de la opinión de que usted se está esforzando en vano en una empresa imposible, pues ¿quién podrá taparle la boca a un necio que tiene el corazón lleno de necedad, cuando bien se sabe que de la abundancia del corazón tiene que rebasar la boca?— tam¬bién por parte mía quiero prestarle a usted un servicio en esta co¬yuntura, aunque me parece un servicio inútil.
En primer lugar hay que amonestar a los que critican mi librito contra los campesinos para que se callen la boca y: sean prevenidos —pues con toda seguridad, también ellos abrigan pensamientos rebeldes en su corazón— no sea que cometan una imprudencia, y algún día sean decapitados también ellos, como dice Salomón: "Hijo mío, teme a Dios y al rey y no te entremetas con los revoltosos. Porque su quebranta¬miento vendrá de repente, y el quebrantamiento de ambos, ¿quién lo comprende?" . Esto nos enseña que ambos, los revoltosos y los que se entremeten con ellos, son condenados, y que Dios no quiere que estas cosas se tomen a la ligera; antes bien, al rey y a las autoridades hay que tributarles el respeto debido. Pero hacen causa común con los re¬beldes los que se interesan por ellos, deploran su infortunio, los justi¬fican, y tienen compasión de aquellos a quienes Dios no quiere ver compadecidos, sino antes bien castigados y aniquilados. Porque el que así se interesa por los rebeldes, da a entender claramente que si tuviere la oportunidad y el tiempo para ello, también causaría una desgracia, tal como en su corazón tenía resuelto hacerlo. Por esto, las autoridades deben tomar severas medidas con tales personas, para que se callen la boca y se den cuenta de que el asunto va en serio.
Si esta respuesta les parece demasiado dura, y si me acusan de emplear un lenguaje violento y de taparle la boca .al que quiere hablar, yo digo: justamente esto es lo correcto, pues un rebelde no merece que se le conteste con argumentos mesurados y razonables, porque no los acepta; con el puño hay que contestarles a tales bocas, de modo que les salte la sangre por las narices. Los campesinos tampoco quisie¬ron prestar oídos ni admitir razones, y fue preciso abrirles las orejas a balazos, de suerte que sus cabezas saltaron por el aire. A tal alumno, tal palmeta. Quien no quiere escuchar la palabra de Dios a las buenas, tiene que escuchar al verdugo a las malas. Si dicen que en esto soy demasiado duro y despiadado, respondo: misericordioso o no miseri¬cordioso, estamos hablando ahora de la palabra de Dios; Dios quiere que se honre al rey y que se aniquile al rebelde, y no obstante, Dios es por lo menos tan misericordioso como nosotros.
No quiero aquí ni oír ni saber nada de misericordia, sino prestar atención a lo que demanda la palabra de Dios; y por esto mantengo que mi librito es y será correcto, aunque todo el mundo se escandalizare en él. ¿Qué me importa que te disguste a ti si le gusta a Dios? Si él quiere que prevalezca la ira y no la misericordia, ¿por qué quieres tú imponer la misericordia? ¿No pecó Saúl con su misericordia para con los amalecitas, cuando no ejecutó la ira de Dios como se le había man¬dado? ¿No pecó Acab al ser misericordioso con el rey de Siria per¬donándole la vida contra la expresa orden de Dios?  Si quieres mise¬ricordia, no te entremetas con los rebeldes, sino antes respeta las autoridades y haz lo bueno. "Si haces lo malo, teme", dice Pablo, "porque no en vano lleva la espada" .
Esta respuesta debería ser suficiente para todos los que se escan¬dalizan en mi librito y lo hacen objeto de inútiles ataques. ¿Acaso no es justo y razonable callarse la boca al oír que Dios dice y quiere cierta cosa determinada? ¿O tiene Dios la obligación de explicar y rendir cuentas a estos charlatanes inútiles porque él quiere que las cosas se hagan así? Con que Dios guiñase con un ojo solamente, creo yo, bas¬taría para enmudecer a todas las criaturas; ¡cuánto más si habla! Ahí está su palabra: "Hijo mío, teme a Dios y al rey; de lo contrario, tu quebrantamiento vendrá de repente". Además, Romanos 12: "El que resista a lo establecido por Dios, acarreará condenación para sí mis¬mo". ¿Por qué aquí tampoco San Pablo se muestra misericordioso? Si hemos de predicar la palabra de Dios, necesariamente tendremos que predicar tanto la palabra que anuncia la ira como la que anuncia misericordia. Hay que predicar, como del cielo, así también del infier¬no; hay que esforzarse por aplicar provechosamente la palabra, el juicio y la obra de Dios a ambos, buenos y malos, para que los malos sean castigados, y los buenos, protegidos.
Ahora bien: para que el santo Dios salga airoso al ser juzgado por tales jueces, y para que se vea que los juicios divinos son rectos y sin tacha, defendamos su palabra contra esas bocas frívolas y pongamos de manifiesto los móviles de su divina voluntad, a fin de abrir los ojos aun al mismo diablo. Me salen al paso con la enseñanza de Cristo: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso"; "Misericordia quiero, y no sacrificio" ; "El Hijo del hombre ha venido no para perder las almas, sino para salvarlas" --, y expresiones similares. Con esto piensan haber dado en el blanco: ¡Ese Lutero debería haber exhortado a usar de misericordia para con los campesinos, y en lugar de esto aconseja matarlos sin más dilación! ¿Qué te parece?, vea¬mos si el señor Lutero puede zafarse de este lazo; esta vez, creo, lo liemos atrapado. Bien, estoy muy agradecido a mis queridos maestros; pues si estas mentes privilegiadas no me hubiesen enseñado tal cosa, ¿de dónde podría haberlo sabido o aprendido? ¿Cómo podría saber yo que Dios exige misericordia: yo que hasta ahora he ensenado y escrito acerca de la misericordia más que ningún otro en mil años?
Aquí tenemos al diablo en persona: su más grande deseo es hacer mal dondequiera que pueda; por esto instiga y ataca con patrañas de esa naturaleza incluso a las almas buenas y piadosas, a fin de que no vean cuan negro es él; y arrogándose la gloria de ser misericordioso, se quiere dar una hermosa apariencia. Pero de nada habrá de servirle. Estimados señores, que tan elocuentemente ponderáis la misericordia ahora que los campesinos son vapuleados: ¿por qué no la ponderabais también cuando los campesinos enfurecidos vapuleaban, robaban, in¬cendiaban y saqueaban de una manera que infundía espanto a quienes lo veían y oían? ¿Por qué no usaban de misericordia también estos campesinos respecto de los príncipes y señores a quienes deseaban exterminar completamente? En aquel entonces no hubo ninguno que ha¬blara de misericordia. Todo se tenía por lícito y justo. La misericordia ni se nombraba. No se le daba ninguna importancia. ¡Derechos, de¬rechos, derechos!, esto era lo que valía y lo que se elevaba a primer plano. Ahora empero que los campesinos son castigados, ahora que la piedra que arrojaron al cielo cae sobre su propia cabeza, no se quiere que nadie hable de derechos, sino únicamente de la misericordia.
Y todavía son tan torpes y creen que nadie se da cuenta de la bellaquería. ¡De ninguna manera! Bien se te ve, diablo negro y feo; al ponderar la misericordia no lo haces por convicción o por amor a la misericordia. De lo contrario lo habrías ponderado también en con¬tra de los campesinos. Lo que ocurre es que temes por tu pellejo y quisieras escapar del azote y castigo divino cobijándote bajo la apariencia y el nombre de misericordia. No, compañero, aquí no hay escapa¬toria, sino que tendrás que morir sin misericordia alguna. San Pablo dice: "Si haces lo malo, teme; porque la autoridad no lleva la espada en vano, sino para ejecutar ira sobre el que hace lo malo": y tú quieres hacer lo malo, y a pesar de ello no cargar con la ira, sino escudarte con elogiar la misericordia. ¡Vaya una pretensión, digna de premios y aplausos! ¿Quién no podría hacer lo mismo? Yo también podría meterme en la casa de alguien, deshonrar a su mujer e hijas, forzar sus arcas, arrebatarle su dinero y bienes, ponerle la espada en el pecho y decirle: si no quieres sufrir esto, te apuñalaré, porque eres un impío. Mas cuando se me viniera encima la servidumbre y me de¬gollase, o cuando el juez me hiciese decapitar, yo gritaría: ¡Ea, Cristo enseña que debéis ser misericordiosos y perdonarme la vida! ¿Qué se diría a uno en tal caso?
Exactamente lo mismo hacen ahora mis campesinos y quienes los defienden. Después de que han sometido a los señores a toda suerte de malos tratos cual asaltantes, asesinos, ladrones y maleantes, quieren que se entone un himno a la misericordia y se diga: sed vosotros miseri¬cordiosos, tal como Cristo lo enseña, y dejad que prosigamos en nuestro .desenfreno, tal como el diablo nos enseña. Haced bien a nosotros, y dejad que nosotros os hagamos a vosotros todo el mal posible. Com¬placeos en lo que hemos hecho nosotros, y tenedlo por correcto, en cam¬bio tened,-por incorrecto lo que estáis haciendo vosotros mismos. ¿A quién no le gustaría esto? Si a esto se llama misericordia, bien, inaugu¬raremos entonces una era gloriosa: no habrá más espada ni autori¬dades ni corte de justicia ni castigo ni verdugo ni cárcel, sino que a cada malvado lo dejaremos hacer lo que le dé la gana, y cuando se lo quiere castigar, cantaremos: ¡Ea, sed misericordiosos, como Cristo lo enseña! ¡Esto sí que sería un estado de cosas perfectamente ordenado! Ahí ves lo que tienen en mente los que juzgan mi librito como que prohibiese toda misericordia. Son, por cierto, partidarios activos de los campesinos y rebeldes, y verdaderos perros sanguinarios, o se han de¬jado seducir por gente de esta laya; pues su deseo es que toda perversidad quede impune, y con toda su pretendida misericordia son los más inmisericordiosos y crueles destructores del mundo entero en cuan¬to de ellos depende.
No, señor, me dirán ellos, nosotros no damos la razón a los campe¬sinos, tampoco nos oponemos a que se los castigue; el caso es que nos parece injusta tu recomendación de que no se tenga misericordia de los pobres campesinos, pues tú dices que se los mate sin compasión. A esto responde: ¿Y esto lo dices en serio? ¡A otro perro con ese hue¬so! Con todo cuanto afirmas no quieres sino encubrir tus instintos sanguinarios, pues en lo secreto te agrada el modo de actuar de los campesinos. ¿Dónde enseñé yo jamás que no se deba tener compasión alguna? ¿Acaso no figura en el mencionado librito también mi ruego a las autoridades de que se acoja con clemencia a los que se rindieren? ¿Por qué no abres los ojos y lees también este pasaje? Entonces no habrías tenido necesidad de condenar mi librito y de escandalizarte. Pero tan lleno estás de ponzoña que sólo te fijas en el pasaje donde yo escribo que se degüelle sin dilación ni compasión a aquellos que no quisieren rendirse ni prestar oídos a lo que se les dice; aquello otro en cambio, donde escribo que se acoja con clemencia a los que se rindieren, lo pasas por alto. En esto se conoce claramente que eres una araña que extrae veneno de la rosa, y que mientes al decir que no das la razón a los campesinos o que amas la misericordia. Antes bien, lo que te gustaría es que la maldad quedase libre e impune, y que fuese detenido el brazo secular. Pero tus propósitos no prosperarán.
Esto sea dicho a los pocos cristianos y nada misericordiosos perros sanguinarios que elogian lo que las Escrituras dicen respecto de la misericordia con la intención de que en el mundo reinen soberanas la maldad y la inclemencia, según la perversa voluntad de ellos. A los demás, que se dejan seducir por esa gente o que tienen tan poco entendimiento que no son capaces de comparar mi librito con las afirma¬ciones de Cristo, les digo lo siguiente: Hay dos reinos; uno es el reino de Dios, el otro es el reino secular, del mundo presente. Sobre esto he escrito ya tan a menudo que no puedo menos que asombrarme de que aún haya gente que ignore esto o no se dé cuenta de ello; pues el que sabe distinguir correctamente estos dos reinos, por cierto no se escandalizará en mi librito, y también entenderá bien los textos bíblicos relativos a la misericordia. El reino de Dios es un reino de gracia y misericordia, no un reino de ira o castigo; pues allí todo es perdón, respeto, amor, servir, hacer bien, gozar de paz y alegría, etc. El reino secular en cambio es un reino de ira y severidad, pues allí todo es castigar, prohibir, juzgar y condenar, para reprimir a los malos y pro¬teger a los buenos. Para esto lleva y maneja también la espada; un príncipe o señor es llamado en las Escrituras "ira de Dios" o "vara de Dios", Isaías 14.
Así, pues, los textos que hablan de la misericordia deben aplicarse al reino de Dios y a los cristianos, no al reino secular; porque un cristiano no solamente debe ser misericordioso, sino que también debe sufrir con paciencia toda clase de tribulaciones: robo, incendio, homi¬cidio, diablo e infierno. Se sobrentiende, además, que no debe herir ni matar a nadie ni tomar venganza. El reino secular empero, que no es otra cosa que el servidor e instrumento de la ira divina para con los malos y un verdadero precursor del infierno y la muerte eterna, no debe ser misericordioso en su oficio y función, sino riguroso, severo e iracundo. Su equipo no es un rosario o una primorosa florecilla, sino una espada desnuda. Mas una espada es insignia de ira, rigor y castigo, y no va dirigida sino contra los malos. En éstos tiene puesta la vista para castigarlos y mantenerlos en orden y sujeción, para pro¬tección y defensa de la gente de bien. Por esto, cuando en la ley de Moisés y en Éxodo 21, Dios instituye la espada, exige que "al homicida lo quitarás de mi altar" y no te compadecerás de él. La epístola a los hebreos por su parte da cuenta de que todo aquel que violaba la ley de Moisés, debía morir irremisiblemente. Con esto queda indi¬cado que la autoridad secular no puede ni debe ser misericordiosa en el desempeño de sus funciones específicas, si bien puede ocasionalmente desistir de ejercer su función, como acto de gracia.
Ahora bien: el que quisiera entremezclar estos dos reinos, como lo hacen nuestros falsos espíritus facciosos, ubicaría la ira en el reino de Dios y la misericordia en el reino secular. Esto equivaldría a colocar al diablo en el cielo, y a Dios en el infierno. Lo mismo querían hacer también esos campesinos. Primeramente querían arremeter con la espada y luchar como hermanos cristianos en bien del evangelio y matar a otros, en vez de ser misericordiosos y pacientes como corres¬pondía. Ahora que los está arrollando el reino secular, quieren dis¬frutar en él de misericordia, esto es, no quieren ellos tolerar el reino secular, ni tampoco quieren que otros disfruten del reino de Dios. ¿Habráse visto idea más errada? Esto no puede ser, amigos míos. Si uno ha merecido ira en el reino secular, aténgase a las consecuencias y lleve el castigo, o pida clemencia sumisamente. En cambio, los que estén en el reino de Dios, apiádense de los demás y nieguen por ellos, pero sin estorbar el derecho y la acción del reino secular, sino promo¬viéndolos.
Tal severidad e ira del reino secular parece ser cosa muy incle¬mente. Sin embargo, mirándolo bien es una parte, y no pequeña, de la misericordia divina. Voy a poner un caso; considérelo cada uno como suyo propio, y déme entonces su opinión. Si yo tuviera esposa e hijos, casa y servidumbre, dinero y bienes, y me asaltase un ladrón o asesino, me degollase en mis propias cuatro paredes, deshonrase a mi mujer e hija y me quitase además lo que tengo, y por añadidura se le dejase sin castigo, de modo que con sólo quererlo podría volver a cometer el mismo crimen, dime: ¿quién sería aquí más digno de conmisera¬ción y quién la necesitaría más, yo o el ladrón y asesino? Sin duda alguna, el más necesitado de misericordia sería yo.' Pero ¿cómo se podrá practicar la tal misericordia conmigo y con mis pobres, maltratadas mujer e hija? Pues únicamente poniendo freno a ese criminal y pro¬tegiéndome a mí y salvaguardando mis derechos; o, en caso de que el criminal no se dejara frenar y continuara con su actuar delictuoso, dándole su merecido y castigándolo de tal manera que por fuerza tuviera que desistir. ¡Linda misericordia sería si se tuviese compasión del ladrón y asesino, y a mí se me dejase asesinado, deshonrado y expo¬liado por él!
En una misericordia de esta índole, que se manifiesta en el gober¬nar y actuar del brazo secular, no reparan esos defensores de la causa campesina. Sólo miran estupefactos y boquiabiertos la ira y el rigor, y dicen que nosotros por debilidad transigimos con los tiranos, prín¬cipes y señores al exhortarlos a castigar a los malos. Pero en realidad, ellos evidencian para con los criminales homicidas y malvados cam¬pesinos una transigencia diez veces peor. Más aún: ellos mismos son igualmente asesinos sanguinarios y de corazón rebelde por cuanto no se compadecen en lo más mínimo de aquellos a quienes los campesinos subyugan, saquean, deshonran y obligan a cometer toda suerte de deli¬tos. Porque si la loca empresa de los campesinos hubiera prosperado, ningún hombre honrado habría podido estar a cubierto de sus desma¬nes. Toda persona con algún centavo más que ellos habría caído víctima de su insaciable codicia, como ya lo estábamos viendo. Y la cosa no habría parado allí. Habrían seguido abusando de mujeres y niños para toda clase de ignominia. Se habrían degollado entre olios y la paz y la seguridad habrían desaparecido del todo. Jamás sé ha visto nada más demandado que el populacho y campesinado enloquecido cuando se “lleno el buche" y alcanza el poder. Dice Salomón en Proverbios 30 que a gente tal la tierra no la puede sufrir.
¿Y de gente de esta naturaleza habría que compadecerse antes que de ningún otro, y dejarlos ensañarse a su antojo e impunemente en el cuerpo y vida, mujer e hijos, bienes y honra de cualquier ciudadano, y a los inocentes en cambio habría que dejarlos perecer miserablemente, sin compasión alguna, sin ayuda ni consuelo, ante nuestros propios ojos? Siempre oigo decir que a los campesinos de la región de Bamberg se les ofreció hacerles más concesiones de las que habían solicita¬do, con tal de que se quedaran quietos, y sin embargo no quisieron. El margrave Casimiro  hizo a sus campesinos la solemne promesa de concederles de gracia, espontáneamente, lo que otros habían obtenido con luchas y revueltas; aun esto de nada valió. Igualmente es de público conocimiento que los campesinos de Franconia se levantaron en armas sin otro propósito que el de robar, incendiar, demoler y destruir, por perverso antojo nada más. Yo mismo fui testigo de cómo los cam¬pesinos turingios se tornaron tanto más testarudos, impertinentes y fanáticos cuanto más se los exhortaba y aconsejaba. Por todas partes adoptaron una actitud tan desenfrenada y arrogante como si quisiesen ser ajusticiados sin cuartel y compasión alguna, y desafiaron la ira de Dios con el mayor desdén. Así lo están pagando ahora, conforme a lo que dice el Salmo 109: "No quisieron la gracia, por esto ella se aleja ahora muchísimo de ellos".
Por esto, la Escritura tiene ojos muy buenos y despejados y ve la espada secular de una manera enteramente correcta como que por grande misericordia tiene que ser inmisericorde, y de pura bondad tiene que emplear ira y rigor, tal como dicen Pablo y Pedro que la espada secular es servidora de Dios, para venganza, ira y castigo sobre los malos y para protección, alabanza y honra de los buenos y piadosos. A los buenos los hace objeto de su cuidado y se compadece de ellos; y a fin de que no se les haga ningún mal, la espada secular pone barreras, muerde, hiere, corta, pega, mata, tal como se lo ha mandado Dios como cuyo servidor se reconoce en ello. Que ahora los malos sean castigados tan severamente y sin compasión, sucede no por¬que solamente se busque el castigo de los malos y se encuentre satis¬facción en derramar su sangre, sino antes bien para proteger a los buenos, y para preservar la paz y seguridad, lo cual sin duda alguna son preciosas obras de gran misericordia, amor y bondad, puesto que no hay cosa peor en la tierra que discordia, inseguridad, opresión, violencia, injusticia, etc.; ¿quién, en efecto, podría o querría quedar con vida donde tales fuesen las condiciones imperantes? Por eso, la ira y el rigor de la espada es para el pueblo una necesidad tan grande como la comida y bebida, hasta como la vida misma.
Ah, dicen ellos, nosotros no hablamos de los campesinos contumaces que no quieren rendirse, sino de aquellos que han sido vencidos o se han rendido. Con éstos sí habría que usar de misericordia y no tratar¬los tan bárbaramente. Mi respuesta: Entonces, tú tampoco has de ser muy piadoso, y que profieres tales infundios contra mi librito como si yo hablase de esos campesinos vencidos y rendidos, cuando en cambio hablo allí tan claramente de aquellos que rechazan el arreglo amistoso que se les ofreciera. Todas mis palabras se dirigen —esto es la verdad palpable— contra los campesinos testarudos, obstinados y obcecados que no quieren ver ni oír; y tú dices que yo exhorto a matar a los pobres campesinos prisioneros sin misericordia alguna. Si quieres leer o interpretar libros según tu antojo personal, ¿qué libro saldrá ileso de tus ataques? Por eso, tal como escribí entonces, así vuelvo a escribir ahora: De los campesinos testarudos, obstinados y obcecados que no admiten razones, no debe apiadarse nadie: antes bien, a estos perros rabiosos pégueles, hiéralos, degüéllelos, muélalos a golpes quien pueda y como pueda; y todo esto para que se use de misericordia con aquellos que son echados a perder, expulsados y seducidos por tales campesinos, y para que así sean preservadas la paz y segu¬ridad. Es mucho mejor cortar sin misericordia alguna-un miembro, que dejar perecer el cuerpo entero por el fuego o alguna plaga seme¬jante. ¿Cómo te agrada esto? ¿Soy aún un predicador evangélico que enseña gracia y misericordia? Si en tu opinión no lo soy, nada im¬porta; porque tú eres un perro sanguinario y un asesino rebelde, y destruyes el país con tus enloquecidos campesinos cuya rebelión de¬fiendes tan hipócritamente.
Dicen además: ¡Pero si los campesinos todavía no mataron a nadie de la manera como ahora se los mata a ellos! ¡Por favor!, ¿qué se dirá a esto? ¡Qué respuesta más hermosa: "no mataron a nadie"! ¿No ves que esto fue porque había que hacer lo que ellos querían? Sin embargo —y esto no se podrá negar— amenazaron con matar a quien no quería ir con ellos, empuñaron la espada, lo que no les correspondía, y se apoderaron de los bienes, las casas, las propiedades. De esta suerte, tampoco sería asesino aquel ladrón y asesino que con amenazas de muer¬te arrancase lo que quisiera. Mas si hubiesen hecho lo que amable¬mente se les pedía, tampoco se los habría matado; pero como no quisieron, era justo hacer con ellos lo que habrían hecho y amena¬zaban hacerle a aquellos que no se les plegaren. Además, es público y notorio que son desleales, perjuros, desobedientes y rebeldes, ladro¬nes, asaltantes, asesinos y blasfemadores contra Dios tanto que no hay ninguno entre ellos que no haya merecido padecer diez veces la muerte sin misericordia alguna. Con una muy mala intención, siempre se quiere mirar el castigo solamente y el dolor que causa; la culpa empero y lo merecido del castigo, el indecible daño y perjuicio que ha¬bría sido la inevitable consecuencia, esto no se quiere ver. Si te duele el castigo, deja de hacer lo malo; así responde también Pablo en Ro¬manos 13 a los que abrigan esa falsa opinión: "Si quieres estar libre del temor ante la espada, haz lo bueno. Pero si haces lo malo, teme", etcétera.
En tercer lugar dicen que las autoridades abusan de su espada y ocasionan una matanza demasiado atroz, etc. A lo que yo respondo: ¿qué tiene que ver esto con mi librito?, ¿por qué me cargas a mí la culpa de otros? Si ellos abusan de su poder, no es porque lo hayan aprendido de mí, y ya se les dará su merecido; pues el Juez Supremo que castiga a los insolentes campesinos por medio de las autoridades, no se ha olvidado de éstas, tampoco se le escaparán. Mi librito habla no de lo que merecen las autoridades, sino de lo que merecen los campesinos y de cómo se los ha de castigar; con escribir esto no tomé el partido de nadie. También atacaré a los príncipes y señores, si se da el tiempo y el caso de que tenga que hacerlo, pues en lo que a mi oficio de enseñar se refiere, lo mismo vale para mí un príncipe que un campesi¬no; y por cierto, tantos son los méritos que ya hice en bien de los grandes señores, que sus sentimientos para conmigo no son precisa¬mente los más propicios, lo que, por otra parte, poco me importa. Tengo un señor que es más grande que todos ellos, como dice San Juan Bau¬tista.
Pero sí se hubiera seguido mi consejo en un principio, cuando la rebelión comenzó, y se hubiese sacrificado y ajusticiado sin más de¬mora a uno o cien campesinos para escarmiento de los demás, sin permitir que alcanzaran tal predominio, se habría preservado con ello a muchos millares que ahora han tenido que morir, que de otra ma¬nera seguramente habrían quedado en su casa; esto habría sido una misericordia necesaria, con un mínimo de ira. Ahora en cambio se ha tenido que usar de tan grande severidad para dominar a tanta gente.
Pero así se ha cumplido la voluntad de Dios de que ambas partes aprendiésemos nuestra lección. En primer lugar los campesinos; ellos debían aprender que se habían sentido demasiado a gusto, y que no habían sido capaces de vivir buenos días en paz, a fin de que en lo sucesivo aprendieran a dar gracias a Dios si tenían que entregar una vaca, para poder disfrutar en paz de la otra. Pues siempre es mejor poseer sólo una mitad de bienes, pero en paz y seguridad, que tener la posesión entera, y estar expuesto en todo momento al peligro en¬tre ladrones y asesinos; lo que al fin de cuentas es lo mismo que no tenerla. Los campesinos no sabían cuan preciosa cosa es la paz y seguridad, cuando uno puede disfrutar de su comida y bebida alegre¬mente y sin temor, ni tampoco le dieron a Dios las gracias por ello. Esto Dios tuvo que enseñárselos ahora de esta manera para que les pasara el prurito. También para las autoridades lo acontecido fue de utilidad para hacerles ver cuál es el verdadero carácter del populacho, y qué confianza merece, con el fin de que en adelante aprendiesen a gober¬nar bien y a velar por el país y los caminos. ¡Si ya no existía gobierno ni orden; descuido y desidia reinaban por doquier! Y en consecuencia tampoco había ya temor ni respeto alguno entre el pueblo. Cada cual hacía lo que quería. Nadie quería dar nada, y no obstante todos querían vivir disipadamente, emborracharse, vestir bien y entregarse al ocio, como si todos fueran unos grandes señores. Al burro hay que darle de palos, y al populacho hay que gobernarlo con mano férrea; esto lo sabía Dios muy bien, por eso puso en manos de las autoridades no un rabo de zorra, sino una espada.
Otro argumento que los defensores de los campesinos suelen pre¬sentar como uno de los principales es éste: En las bandas de los cam¬pesinos rebeldes, dicen, hubo muchos hombres piadosos que se vieron envueltos en el asunto inocentemente, y que fueron obligados por la fuerza a proceder como procedieron; con ellos se comete una injusticia ante Dios al ajusticiarlos de esa manera. Mi respuesta: Se habla de tales cosas como si jamás se hubiera oído una palabra de Dios; por esto también tengo que responderles aquí como si todavía fuesen niños pequeños, o paganos. Tan poco es lo que se logra entre la gente con tantos libros y sermones. Digo en primer lugar que no se comete in¬justicia contra aquellos que fueron obligados por los campesinos a seguirles. Tampoco permaneció entre ellos ningún varón cristiano, ni se vieron envueltos inocentemente en el asunto, como pretextan. Po¬dría tenerse, eso sí, la impresión de que se les hiciera injusticia, pero no es así. Dime, estimado amigo, ¿qué disculpa es ésta si alguien te matara a tu padre y a tu madre, deshonrara a tu mujer e hija, incendiara tu casa y te quitara tu dinero y bienes, y luego dijese que tenía que hacerlo, que fue constreñido a ello?
¿Quién oyó jamás que se podía constreñir a alguien a hacer un bien o un mal? ¿Quién puede constreñir la voluntad de un hombre? ¡Ah no, señores!; no convence ni tampoco suena bien que se diga: Tengo que hacer lo malo y se me constriñe a hacerlo. Negar a Cristo y la palabra de Dios es un grave pecado y afrenta, y muchos hay que son constreñidos a ello. ¿Pero crees que con esto quedan disculpados? Igual¬mente, el suscitar una rebelión, llegar a ser desobediente a las autori¬dades, infiel y pérfido, robar e incendiar, es un tremendo agravio, y a algunos campesinos se les fuerza a ello; pero ¿de qué les ayuda esto? ¿Por qué se dejan constreñir? ¡Pues qué! —dicen— ¡se me amenaza con quitarme la vida y mis bienes! ¿Así que, amigo mío, para preservar la vida y tus bienes quieres traspasar el mandamiento de Dios, matarme, deshonrar a mi mujer e hija? ¿De dónde nos viene eso a Dios y a mí? ¿Acaso te gustaría que yo te hiciese lo mismo? Si hubieras sido forzado en modo tal que los campesinos te hubiesen atado de manos y pies, y te hubiesen introducido a la fuerza en su compañía, y tú te hubieses resistido a ello a viva voz y los hubieses reconvenido por su proceder, y así hubieses manifestado tu íntimo sentir y dejado clara constancia de que ni te complacías ni consentías en lo que se te estaba obligando a hacer, entonces no se te podría hacer cargo alguno, y por cierto habrías quedado constreñido en cuanto al cuerpo, pero inconstreñido en cuanto a la voluntad. Pero ahora, como permaneces ca¬llado y no los reconvienes, y en compañía de la turba y no manifiestas tu desaprobación, ahora ya es tarde para comenzar a mostrar tu des¬aprobación, y de nada te vale, puesto que debías temer y respetar el mandamiento de Dios más que a los hombres, aun cuando a causa de ello te exponías al peligro y a la muerte. Dios no te habría desampara¬do, sino que te habría asistido fielmente, te habría salvado del peligro y ayudado. Por lo tanto, así como no escapan de la condenación aquellos que niegan a Dios, aun cuando su negación sea causada por impo¬sición, así tampoco hay disculpa para los campesinos por haberse deja¬do constreñir.
Si esta excusa se tuviera que aceptar como válida, entonces no se debería castigar ningún pecado ni vicio; pues ¿dónde hay un pecado que no se cometa por instigación y al mismo tiempo constreñimiento del diablo, de la carne y del mundo? ¿No te parece que a veces, un apetito pecaminoso incita al adulterio con tal ardor y vehemencia, que bien podría llamárselo un más fuerte impulso y constreñimiento que cuando se incita a un campesino a la rebelión? Pues ¿quién es dueño de su corazón? ¿Quién puede resistir al diablo y a la carne? ¡Si ni siquiera nos es posible oponer resistencia eficaz al más ínfimo pecado, dado que somos, como dicen las Escrituras, prisioneros del diablo como de nuestro príncipe y Dios, de modo que tenemos que hacer lo que él quiere y lo que él nos dicta, como de vez en cuando lo demuestran algunos horribles sucesos. ¿Es esto motivo para que tal actitud quede impune y sea considerada correcta? ¡De ninguna manera! Lo que co¬rresponde es invocar a Dios a que ayude, y resistir al pecado y a lo malo; si esto te acarrea la muerte o padecimientos, ¡dichoso tú y bien¬aventurada tu alma, honrada hasta lo sumo ante Dios y el mundo! Mas si cedes al que te incita y le sigues, lo mismo tienes que morir, pero cubierto de vergüenza ante Dios y el mundo por haberte dejado cons¬treñir a hacer lo malo. Te sería pues mucho mejor morir honrada y bienaventuradamente, para alabanza de Dios, que tener que morir lo mismo, pero cubierto de vergüenza, para castigo y tormento tuyo.
¡Ah! —dices— ¡Señor Dios mío, quién hubiera sabido esto! Bien; entonces, yo también digo: ¡Señor Dios!, ¿qué le voy a hacer yo? La ignorancia tampoco servirá de excusa. ¿No es acaso obligación del cris¬tiano saber lo que le es preciso saber? ¿Por qué no lo aprenden? ¿Por qué no llaman y mantienen a buenos predicadores? Intencionalmente quieren ser ignorantes. Llegó el evangelio a tierras alemanas, y muchos lo persiguen, pocos lo anhelan, mucho menos lo aceptan, y los que lo hacen, evidencian para con él una increíble inercia y pereza, permi¬ten que desaparezcan escuelas y queden vacantes parroquias y pulpitos, nadie piensa en conservar el evangelio y educar a la gente, y por do¬quier nos hacen aparecer como gente a quienes les resulta tedioso apren¬der algo, y que preferirían no saber nada. ¿Es de extrañar entonces que también Dios por su parte nos visite con su ira y nos esté dando ahora una nueva demostración de ella para castigar el desprecio de su evangelio de lo cual nos hemos hecho culpables todos, si bien algunos somos inocentes en cuanto a la rebelión —cosas aún peores hemos me¬recido—, a fin de amonestarnos y echarnos corriendo a la escuela para que de una buena vez también nosotros fuésemos hechos avisados y se nos pasase la ignorancia?
¿Cómo hay que proceder en tiempos de guerra, en que junto con el culpable es arrebatado también el inocente —y hasta nos parece que los inocentes son los que más infortunios padecen—, y en que también llega a haber viudas y huérfanos? Estas son plagas enviadas por Dios a nosotros y bien merecidas por algún otro motivo, que por cierto el uno tiene que padecer con el otro, si es que queremos habitar juntos unos con otros; pues, como se dice, "un vecino adeuda al otro un in¬cendio". Quien quiera estar dentro de la comuna, también debe ayu¬dar a soportar y padecer la carga, peligro y perjuicio de la comuna, aun cuando no haya sido él el causante de ello, sino su vecino, de igual modo como goza de la paz, utilidad, protección, propiedad, libertad y bienestar de la comuna a pesar de que no fue él quien los adquirió o llevó a efecto; y con Job debe aprender a cantar y consolarse: "Si hemos recibido de Dios el bien, ¿por qué no habríamos de soportar también el mal?"  Tantos días venturosos bien valen una hora aciaga, y tantos años venturosos también valen un día o año aciago. Hemos tenido por largo tiempo paz y días venturosos, hasta que llegamos a ser demasiado remolones y voluptuosos y no sabíamos ya qué era paz y días venturosos y ni siquiera dábamos a Dios las gracias por ello. Esto tenemos que aprenderlo ahora.
Sí,  señores,   mi  consejo  es  que  nos   abstengamos   de  esa  queja  y murmuración, y que demos gracias a Dios por el hecho de que por su bondad y misericordia no nos sobrevino una desgracia mayor, como el diablo había planeado causarla mediante los campesinos, así como hizo Jeremías: cuando los judíos habían sido expulsados, tomados prisione¬ros y matados, él se consoló diciendo: Es por gracia y bondad de Dios que no hemos sido aniquilados del todo. Y nosotros los alemanes, que somos mucho peores que los judíos y sin embargo no tan perseguidos y ajusticiados, queremos en primer término murmurar, ser impacientes, justificarnos a nosotros mismos y no tolerar que se degüelle ni siquiera a una parte de nosotros, para que Dios sea provocado aún más a ira y nos deje sucumbir, retire de nosotros su mano y nos entregue ente¬ramente al diablo. Hacemos como suelen hacer los insensatos alemanes que no saben nada de Dios y que hablan de tales cosas como si no existiera un Dios que obra todo esto y quiere que sea así, y que pien¬san que no les incumbe padecer nada, sino ser grandes señores que pueden sentarse sobre almohadones y hacer lo que les dé la real gana.
De esto, en efecto, deberías haberte dado cuenta: si hubiese pros¬perado el propósito del diablo llevado a la práctica mediante los cam¬pesinos, y si Dios, movido por las oraciones de piadosos cristianos, no les hubiese puesto coto con la espada de la manera como lo hizo, ha¬bría acontecido en todos los territorios alemanes como ahora acontece a los que son acuchillados y asesinados, y mucho peor aún. Nadie ha¬bría quedado a salvo del otro, cada cual habría degollado al otro, le habría incendiado su casa y hogar y deshonrado a su mujer e hija. Pues el asunto no había sido iniciado con Dios, faltaba el orden, y ya habían llegado entre ellos mismos al extremo de que ninguno le tenía confianza ni fe al otro. Un caudillo tras otro fue derrocado, y las cosas tenían que ir no como aconsejaban los hombres de bien, sino como decían y querían los más ruines de los maleantes; porque el diablo tenía en mente destruir totalmente a toda Alemania por cuanto de otra ma¬nera no podía estorbar el evangelio. ¿Y quién sabe qué sucederá to¬davía si queremos murmurar tanto y ser tan desagradecidos? Dios bien puede hacer que los campesinos enloquezcan una vez más, o que se produzca alguna otra calamidad 'que empeore aún el estado actual de las cosas. Me parece que lo que acaba de suceder fue una buena y fuerte exhortación y amenaza. Si la pasamos por alto y la echamos en saco roto y no tememos a Dios, habremos de ver luego lo que nos ocu¬rrirá; bien podría ser entonces que lo del presente haya sido mera broma, y que lo serio venga después.
Por último, se diga quizá: Tú mismo enseñas la rebelión al decir: quienquiera que pudiere, apresúrese a descargar golpes y estocadas so¬bre los rebeldes, que en este caso, cada cual es al mismo tiempo juez supremo y verdugo. A esto respondo: Mi librito ha sido escrito no contra malhechores comunes, sino contra los rebeldes. A un rebelde em¬pero tienes que colocarlo muy, muy lejos de un homicida o asaltante y otro malhechor cualquiera. Pues un homicida u otro malhechor deja intacta la cabeza y autoridad, y ataca solamente sus miembros o bie¬nes; es más: un tal teme la autoridad. Como en este caso la cabeza permanece, nadie debe atacar a tal homicida mientras la cabeza pueda castigarlo; antes bien, debe aguardarse el fallo y la orden de la ca¬beza, a quien Dios encomendó la espada y la función de imponer casti¬go. Pero un rebelde ataca a la cabeza misma, detiene el brazo secular que esgrime la espada, y estorba la función de la autoridad, lo cual configura delito de desacato que en nada puede compararse con el pro¬ceder del homicida. Aquí no cabe aguardar hasta que la cabeza dé su orden y fallo, puesto que no puede hacerlo, está aprisionada y vencida. Antes bien, en este caso debe acudir quien pueda, sin llamado ni orden expreso, y como miembro fiel, ayudar a salvar a su cabeza descargando estocadas y golpes y degollando, y debe poner a disposición de la cabeza su cuerpo, vida y bienes.
Esto tengo que ilustrarlo con un ejemplo bien sencillo: Si yo fuese siervo de un señor y viese que su adversario arremete contra él con la espada desnuda, y yo, aunque pudiendo impedírselo, sin embargo me quedase plantado ahí dejando que a mi señor se lo degüelle tan vilmente, dime tú: ¿qué dirían de mí tanto Dios como el mundo? ¿No dirían con toda razón que yo soy un execrable malvado y traidor, y que con toda seguridad yo estaba confabulado con el adversario? " En cambio, si yo acudiese precipitadamente y me arrojase entre adversario y señor y cubriese a mi señor con el cuerpo y matase al adversario a puñaladas: ¿no sería ésta una acción noble y honrosa, que sería ala¬bada y ensalzada ante Dios y el mundo?, o si yo mismo fuese apuñalado: ¿cómo podría morir más cristianamente?, puesto que moriría en el desempeño de un verdadero servicio a Dios en cuanto a la obra en sí se refiere; y si por añadidura, dicha obra se hubiese hecho en fe, yo sería un genuino y santo mártir de Dios.
Pero si quisiera disculparme diciendo: "No me moví porque estaba esperando a que mi señor me lo ordenara", ¿qué efecto tendría tal excusa sino éste: hacerme aparecer doblemente culpable, y digno de que todo el mundo me maldiga como a hombre que aun gasta sus bromas en un asunto tan desgraciado? ¿Acaso no fue alabado todo esto por Cristo mismo en el Evangelio?, ¿no adujo él mismo como correcto el que los siervos pelearan en defensa de sus señores cuando ante Pilato dijo: "Si mi reino fuese de este mundo, mis servidores pelearían por mí para que yo no fuera entregado a los judíos"? Ahí ves que es recto y justo ante Dios y los hombres que los siervos peleen en defensa de sus señores; ¿qué sería, de lo contrario, la autoridad secu¬lar? ¿Entendido? Y bien, así es el rebelde: un hombre que con la espada desnuda acomete a la cabeza y al señor. En tal situación, nadie debe aguardar hasta que el señor dé orden de repeler el ataque; al contrario, el primero que esté a mano y que pueda hacerlo, debe acudir y sin esperar órdenes hundir su espada en el cuerpo del malvado. Y no debe abrigar el temor de estar cometiendo un homicidio; antes bien, está poniendo coto a un archihomicida que intenta asesinar el país entero. Y más aún: si uno en ese caso no apuñala y mata, sino deja que lo apuñalen al señor, también él es un archihomicida. Pues debería haber pensado entonces que mientras su señor padece y yace en tierra, él mismo es en tal caso señor, juez y verdugo; porque la rebelión no es ninguna broma, y no hay maldad en la tierra igual a ella. Otros vicios son casos particulares; la rebelión es un diluvio de todos los vicios.
A mí me llaman clérigo y desempeño el ministerio de la Palabra; no obstante, aunque fuese siervo de un amo turco y viese a mi señor en peligro, me olvidaría de mi cargo espiritual y sin titubear repartiría golpes y estocadas mientras pudiese mover un miembro. Y si en esto yo mismo muriese apuñalado, por virtud de esta obra me iría en de¬rechura al cielo. Pues la rebelión no es digna de ningún juicio ni indulto, sea que se produzca entre gentiles, judíos, turcos, cristianos o donde fuere, sino que ya está sometida a interrogatorio, juzgada, condenada y entregada a la muerte a manos de cualquiera. Por esto, aquí ya no queda más por hacer que degollar cuanto antes y darle al rebelde su merecido. Mal semejante no lo hace ni lo merece ningún homicida; pues un homicida comete un delito punible sin poner en tela de juicio lo justificado de la pena, un rebelde en cambio quiere que el delito quede libre e impune, y ataca la pena misma. Además, en estos nuestros tiempos, la rebelión le crea al evangelio una mala fama entre los enemigos de éste, que declaran al evangelio culpable de la re¬belión y abren su boca infame para proferir blasfemias, si bien esto no los excusa, porque saben perfectamente que no es así. A su tiempo, Cristo les hará rendir cuentas también a ellos.
Ahora considera si tuve o no tuve razón al escribir en mi librito que se pasara a cuchillo a los rebeldes sin misericordia alguna. Sin em¬bargo, con ello no enseñé —y así lo evidencia mi librito con toda claridad— que no se deba usar de misericordia para con los que caye¬ron prisioneros y los que se rindieron, como se me echa en cara. Tampoco quiero que se interpreten mis palabras como que yo diera apoyo a los furiosos tiranos o alabara su ensañamiento; pues oigo que algu¬nos de mis hidalgüelos tratan con desmedida crueldad a la gente pobre y hacen gala de gran audacia y obstinación, como si hubiesen obtenido la victoria y estuviesen firmemente asentados en sus posicio¬nes. Pues bien, éstos no buscan castigar y remediar la rebelión, sino que dan rienda suelta a sus bárbaros instintos y desahogan la cólera que quizá abrigaban por largo tiempo en su pecho, creyendo que por fin hallaron lugar y motivo para ello. Pero en especial se oponen ahora al evangelio sin temor alguno, intentan establecer de nuevo cabildos y conventos y conservarle al papa su tiara, y mezclan nuestra causa con la de los rebeldes. Pero bien pronto cosecharán también lo que ahora siembran, porque el que está sentado en lo alto los ve y vendrá cuando menos lo piensen. Pero fallarán en el logro de su propósito, esto lo sé, como hasta ahora han fallado.
En el mismo librito escribí también que el tiempo presente es un tiempo tan asombroso que con matar y derramar sangre uno se puede ganar el cielo. ¡Gran Dios, cómo se olvidó aquí de sí mismo el Lutero ese que hasta ahora enseñaba que había que alcanzar la gracia y ser salvo sin obras, solamente por la fe! ¡Aquí empero atribuye la salva¬ción, no ya a las obras solamente, sino también a la horrible obra de derramar sangre! ¡Esto sí que es inaudito! — ¡Dios mío, a qué inda¬gaciones minuciosas me someten, cómo me acechan, y todo en vano! Porque espero que se me permita también a mí el uso de las palabras y el modo de hablar que emplea no solamente el hombre común, sino también la Escritura. ¿No dice Cristo en Mateo 5: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos"- y "Bienaventu¬rados sois cuando padecéis persecución, porque vuestro galardón es grande en los cielos"? Y lo mismo en Mateo 25, donde premia las obras de misericordia, etc., y en muchos otros pasajes similares. Y sin embargo es y sigue siendo cierto que las obras no hacen ni logran nada ante Dios, sino solamente la fe. Acerca del cómo ya escribí un sinnúmero de veces, y en especial en el Sermón sobre el mayordomo infiel; quien no quiere darse por satisfecho con esto, allá él; que siga escandalizándose hasta el fin de sus días. Mas en lo que respecta al hecho de que atribuí tanto valor a la obra de derramar sangre: en el pasaje en cuestión, mi librito evidencia bien a las claras que he hablado de una autoridad secular que es cristiana y que desempeña su función cristianamente, en especial cuando se trata de emprender una acción militar contra las bandas de rebeldes. Si se dice que estas autoridades no actúan correctamente al derramar sangre y desempeñar su función, también habría que decir que Samuel, David y Sansón no actuaron correctamente al castigar a los malhechores y derramar sangre. Si no es buena ni correcta esta manera de derramar sangre, bien, entonces desístase de emplear la espada, y seamos todos hermanos con plena libertad de hacer lo que se nos antoje. Entonces, os ruego encareci¬damente a vosotros y a todos: lean mi librito de un modo ecuánime, y no de modo tan superficial, y verán que yo, como corresponde a un pre¬dicador cristiano, di instrucciones sólo a la autoridad cristiana y pia¬dosa; lo digo por segunda y tercera vez: que escribí sólo a las autorida¬des que deseen proceder como cristianos o simplemente como hombres de bien, a los efectos de que las mismas instruyesen correctamente a sus propias conciencias en lo relativo a este caso, a saber, que sin dila¬ción deben descargar golpes sobre la turba de los rebeldes, sin mirar si los golpes alcanzan a culpables o inocentes; y que, aun cuando al¬cancen también a inocentes, no se deben hacer cargos de conciencia por ello, sino reconocerlo como servicio que le deben prestar a Dios; pero que después, una vez obtenida la victoria, deben mostrar gracia no sólo a los inocentes, como lo están haciendo ya, sino también a los culpables.
A los furibundos, rabiosos y locos tiranos en cambio, que aun des¬pués de la batalla no se pueden saciar de sangre y que en toda su vida lo tienen a Cristo en poca estima, a éstos no me he propuesto instruirlos; porque a tales perros sanguinarios lo mismo les da degollar a culpables e inocentes, agradar a Dios o al diablo; la espada la tienen solamente para satisfacer a su infame deseo y capricho. A éstos los dejo a merced de su maestro el diablo; que él los guíe como quisiere, y Así he oído, por ejemplo, que en Mühlhausen , uno de entre varios de esos engreídos señoritos hizo comparecer ante sí a la pobre mujer de Tomás Münzer, la cual ahora es viuda, y grávida por añadidura, y arrodillándose ante ella le dijo: querida señora, déjame que te.... ¡Oh, qué hazaña más caballeresca y noble, perpetrada contra una des¬dichada, indefensa y grávida mujer! ¡Éste sí que es un héroe intrépido, que bien vale por tres caballeros! ¿Qué les habría de escribir a tales rufianes y puercos? A gente de esta laya la Escritura los llama bes¬tias, esto es, animales salvajes, como lobos, jabalíes, osos y leones; siendo así, yo tampoco quiero hacer de ellos seres humanos. Pero a pesar de todo hay que tolerarlos si Dios quiere usarlos como instrumentos para castigarnos. Ambas contingencias me causaron graves preocupaciones: si los campesinos llegaran a ser los gobernantes, el diablo llegaría a ser abad; pero si estos tiranos llegaran a ser los gobernantes, la madre del diablo llegaría a ser abadesa. Por esto yo hubiera querido lograr las dos cosas: apaciguar a los campesinos, e instruir a las autoridades piadosas. Mas ahora, como los campesinos no quisieron hacer caso, ya tienen su recompensa. Pero las autoridades tampoco quieren escucharme; y bien, también ellas recibirán su re¬compensa, aunque sería lástima que los asesinasen los campesinos; esto sería un castigo demasiado leve. El fuego infernal, temblor y castañeteo de los dientes en el infierno será su recompensa por toda la eternidad, si no se arrepienten.
Esto es, mi estimado señor y amigo , lo que he querido presentar en respuesta a vuestro escrito. Espero haber hecho más de lo suficiente. Pero si a alguien no le basta todavía, por mí que se quede con toda su sabiduría y prudencia, piedad y santidad, y a mí me deje en mi condición de mentecato y pecador, si bien quisiera que se me dejara en paz; porque de todos modos, no se me logrará convencer. Lo que enseño y escribo, lo mantengo y mantendré como correcto, así reviente el mundo entero. Si entonces quieren hacerse los extrañados, yo tam¬bién me haré el extrañado; ya veré quién tiene al fin razón. Con esto vaya usted con Dios, y dígale a Conrado que procure obrar con acierto y se acueste en la cama que le corresponde. Cuídese en lo futuro tam¬bién el impresor y evite calificarnos de canciller. Amén.

SE TERMINÓ DE TRANSFORMAR A FORMATO DIGITAL POR ANDRÉS SAN MARTÍN ARRIZAGA, EL MARTES 2 DE ENERO DE 2007


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