LAS BUENAS OBRAS


Martín Lutero



1520



¡Jesús!

(Primera Parte--los primero cuatro mandamientos -- LA SEGUNDA TABLA DE MOISÉS-- Para ir a la Segunda Parte, oprima aquí)

Al serenísimo e ilustrísimo Príncipe y Señor, Señor Juan Duque de Sajonia, Landgrave de Turingia, Margrave de Meissen, mi clemente señor y patrono.
Serenísimo, ilustrísimo Príncipe, clemente Señor, a Vuesa Merced ofrezco en todo tiempo previamente mis sumisos servicios y mi humilde oración. Alteza y clemente Señor, desde hace tiempo me habría gustado ofrecerle a Vuesa Alteza mis sumisos servicios y mi obligación con un obsequio espiritual como me corresponde. Mas considerando mis fa¬cultades, siempre me tenía por demasiado insignificante para empren¬der algo que sea digno para ofrecérselo a Vuesa Alteza. Empero mi clementísimo señor, Don Federico, Duque de Sajonia, Príncipe Elector del Santo Imperio Romano y Vicario, etc., hermano de Vuesa Alteza, no despreció, sino aceptó benignamente mi deficiente librito, dedicado a su Alteza Electoral, que ahora también se publicó por la imprenta, lo cual no había esperado. Por semejante ejemplo clemente me animé y me atreví a creer que tanto la sangre como el modo de pensar princi¬pescos sean del todo iguales, principalmente en clemente lenidad y bon¬dad. Esperaba que también Vuesa Alteza, según su modo de ser, no desdeñaría esta humilde y sumisa dedicación mía. Para mí fue mucho más necesario publicarla que tal vez ninguno de mis sermones o libritos. Porque se ha suscitado la más grande cuestión de las buenas obras en las cuales se originan muchísimo más astucia y engaño que en ninguna otra cosa. En ellas el hombre simple es seducido muy fácilmente. Por esto, también nuestro Señor Jesucristo nos mandó que nos guardásemos diligentemente de los vestidos de ovejas bajo los cuales se esconden los lobos.
Ni la plata, el oro, las piedras preciosas, ni joya alguna se aprecian y se desdeñan de una manera tan variada como las buenas obras, que deben todas tener una clara y unívoca calidad, sin la cual son mero colorete, apariencia y engaño. Conozco a muchos y día tras día oigo de los que desprecian mi sencillez diciendo que sólo estoy componiendo tratados breves y sermones alemanes para los legos indoctos. No me impresionan. ¡Plega a Dios que durante toda mi vida, con todas mis facultades, haya servido para la corrección de un laico! Me daría por satisfecho y daría gracias a Dios, dejando de buen grado que desapa¬rezcan todos mis libritos. Dejo al criterio de otros si es un arte el componer muchos libros voluminosos y si sirve para el mejoramiento de la cristiandad. Pero creo que, si me gustara componer libros extensos según el arte de ellos, quizá me resultaría más fácil que a ellos con¬forme a mi manera de hacer un breve sermón. Si obtener fuera tan fácil como procurar, ya hace tiempo habrían vuelto a echar a Cristo del cielo y habrían volcado la misma silla de Dios. Si bien no todos somos capaces de escribir libros, todos queremos juzgar. De todo corazón dejaré para cualquiera la honra de las cosas grandes y de manera alguna me aver¬gonzaré de predicar y escribir en alemán para los laicos indoctos, aun¬que también para ello soy poco capacitado, sin embargo, me parece, que si hasta ahora nos hubiésemos ocupado más en esto y en adelante nos dedicáramos a hacerlo, resultaría para la cristiandad de no poco pro¬vecho y de mayor beneficio que los grandes y profundos libros y "cues¬tiones" académicas que sólo se tratan entre eruditos. Además nunca he obligado o rogado a nadie que me escuche o lea mis sermones. Libremen¬te he servido a la iglesia con los dones que Dios me ha dado, cosa que también me corresponde; al que no le guste, puede leer o escuchar a otros. Tampoco me importa mucho que no me necesiten. A mí me basta y es mucho más que demasiado que algunos legos, y éstos principalmente, se dignen leer mis sermones. Y aun cuando no me impeliese otra causa, me serie más que suficiente el haber sabido que a Vuesa Alteza le gustan ta¬les libritos alemanes y que Vuesa Alteza está muy ávido por conocer la doctrina de las buenas obras y la fe. Por ello, me corresponde en verdad servirle sumisamente con la mayor diligencia. En consecuencia, con hu¬milde sumisión ruego que Vuesa Alteza de buen grado acepte esta dedi¬cación mía hasta que, si Dios me da tiempo, pueda exponer totalmente el credo con una explicación alemana. Por esta vez quise indicar cómo de¬bemos ejercitar la fe en todas las buenas obras y aplicarla y hacer de ella ¡a obra principal. Si Dios lo permite en otra oportunidad, trataré del credo en sí, cómo debemos rezar o recitarlo diariamente. Con esto me enco¬miendo sumisamente a Vuesa Alteza.

En Wittenberg, el día 29 del mes de marzo de 1520.
De Vuesa Alteza
sumiso capellán D. Martinus Luther, agustino de Wittenberg.





LAS BUENAS OBRAS


1. Es necesario saber que no hay buenas obras sino las ordenadas por Dios, como tampoco hay pecados excepto los prohibidos por él. Por ello, quien quiera conocer buenas obras y realizarlas, sólo necesita conocer los mandamientos de Dios. Así lo dice Cristo en Mateo 16: "Si quieres ser salvo, guarda los mandamientos de Dios". Y cuando, en Mateo 19, el mancebo pregunta qué debe hacer para ser salvo, Cristo sólo le exige cum¬plir con los Diez Mandamientos. De manera que debemos aprender a distinguir las buenas obras por los mandamientos divinos, y no por la apariencia, grandeza o cantidad de las obras en sí, ni tampoco por el ar¬bitrio de los hombres y las leyes y costumbres humanas, tal como vemos ha sucedido y aún sigue sucediendo, porque somos ciegos y desprecia¬mos en mucho los mandamientos de Dios.
2. La primera y suprema de todas las buenas obras más nobles es la fe en Cristo. El mismo dice (Juan 6) cuando los judíos preguntaban: ¿"Qué haremos para poner en práctica las buenas obras divi¬nas"? —"Esta es la buena obra divina, que creáis en el que él ha enviado". Sin embargo, ahora, cuando lo oímos y predicamos, lo trata¬mos con superficialidad, teniéndolo por cosa ínfima y fácil de hacer. Deberíamos, en cambio, detenernos mucho en ello y tratar de captarlo, pues en esta obra han de realizarse todas las obras, y de ella han de recibir, como un feudo, su carácter de buenas. Debemos destacarlo enér¬gicamente para que lo entiendan. Encontramos a muchos que oran, ayunan, realizan fundaciones, practican esto o aquello, y llevan una vida respetable ante los hombres. Empero, si les preguntas si también tienen seguridad de que a Dios le place lo que están haciendo, responden que no, que no lo saben o que dudan de ello. Además, también entre los gran¬des sabios hay algunos que engañan proclamando que no es menester poseer seguridad, aunque por lo demás no hagan otra cosa que enseñar a hacer obras buenas. Pero mira, todas esas obras se llevan a cabo fuera de la fe. Por ello no son nada, y están del todo muertas. Pues según sea la relación de la conciencia con Dios y la fe, así serán las obras que resulten. Ahora bien: allí no hay fe ni buena conciencia frente a Dios. Por tanto a las obras les falta la cabeza, y toda su vida y bondad no valen nada. De ahí resulta que, cuando exalto tanto la fe y desecho semejantes obras incrédulas, me acusan de prohibir las buenas obras, mientras que, en realidad, yo procuro enseñar obras de la fe verdadera¬mente buenas.
3. Si sigues preguntando si tienen también por obra buena el he¬cho de ejercer su profesión, caminar, estar de pie, comer, beber, dor¬mir y realizar cualquier clase de trabajo para la alimentación del cuerpo o el bien común; y si creen que Dios tiene contentamiento en ellos por esas tareas, notarás que dirán que no, y que de las buenas obras tienen un concepto tan estrecho que lo limitan al orar en la iglesia, al ayunar y al dar limosnas. Consideran que las demás obras son vanas, y que Dios no las aprecia. De este modo, gracias a su maldita incredulidad, reducen y disminuyen los servicios para Dios, a quien sirve todo cuanto se hace, habla o piensa en la fe. Así lo enseña Eclesiastés 9: "Ve con alegría, come y bebe, date cuenta de que tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con tu mujer que amas, todos los días de este tiempo incierto". "Que los vestidos siempre sean blancos" sig¬nifica que todas nuestras obras son buenas como quiera que se llamen, sin diferencia alguna. Pero son blancos cuando estoy seguro y creo que mis obras agradan a Dios; así, el ungüento de la conciencia alegre jamás me falta en la cabeza de mi alma. Así dice Cristo en Juan 8: "Yo, lo que a él agrada, hago siempre". ¿Cómo lo haría siempre, en vista de que comía y bebía y dormía a su tiempo? Y San Juan 11: "En esto conocemos que somos de la verdad, si podemos consolar nuestros corazones delante de sus ojos y tener buena confianza. Y cuando nues¬tro corazón nos reprendiere o remordiere, mayor es Dios que nuestro corazón. Y tenemos confianza de que cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos, porque guardamos sus mandamientos y hacemos las cosas que le agradan", ítem: "Cualquiera que es nacido de Dios (es decir, quien cree en Dios y fía en él) no hace pecado y no puede pecar" (1ª Juan 3). ítem Salmo 33: "No pecará ninguno de los que en él confían". Y aun más en el segundo Salmo14: "Bienaventurados todos los que en él confían". Si esto es cierto, todo lo que hacen ha de ser bueno y pronto les será perdonado lo que de malo hacen. Mas ahora mira por qué ensalzo tanto la fe e incluyo todas las obras y desapruebo todas las obras que no fluyen de ella.
4. Aquí cada cual puede notar y sentir por sí mismo cuando hace ¡algo bueno o comete algo que no es bueno. Pues, cuando en su corazón advierte la confianza de que la obra agrada a Dios, entonces es buena, aunque sea tan insignificante como levantar una paja. Cuando no hay confianza o cuando se duda, la obra no es buena, aunque resucite a todos los muertos, y aunque el hombre en cuestión se entregue a sí mismo para ser quemado. Esto lo enseña San Pablo en Romanos 14: "Todo lo que no procede de fe o se realiza en ella, es pecado". De la fe, y de ninguna otra obra llevamos el nombre al llamarnos creyentes de Cristo. Es la obra principal. Pues todas las demás obras también las puede realizar un pagano, un judío, un turco, o un pecador. En cambio, el poder confiar firmemente en que agradamos a Dios, esto sólo le es posible a un cristiano iluminado y fortalecido por la gracia. El hecho, empero, de que tales palabras parezcan extrañas y que algunos me llamen hereje por ellas, se debe a que ésos han seguido a la razón ciega y la teoría pagana. Han colocado la fe —no por encima de las demás virtudes— sino al lado de ellas. Le atribuyeron obra propia, se¬parada de todas las obras de las demás virtudes, cuando, en verdad, la fe sola convierte en buenas a todas las demás obras; las vuelve agra¬dables y dignas por el hecho de que confía en Dios y que no duda de que ante él todo lo que el hombre hace está bien hecho. Hasta han despojado a la fe de su carácter de obra, más bien hicieron de ella un "habitus" como ellos lo llaman, mientras toda la Escritura no concede el nombre de buena obra divina nada más que a la fe sola. Por ello no es extraño que se hayan quedado ciegos y guías de ciegos. Y esta fe trae en seguida consigo el amor, la paz, el gozo y la esperanza, puesto que, a quien confía en Dios, a éste le da pronto el don de su Espíritu Santo, tal como dice San Pablo en Gálatas 3: "No recibisteis el Espíritu por vuestras buenas obras, sino al creer en la palabra de Dios".
5. En esta fe, todas las obras se tornan iguales, y una es como la otra. Desaparece toda diferencia entre las obras, ya sean grandes, pe¬queñas, breves, largas, muchas o pocas. Porque las obras no son gratas por sí mismas sino por la fe, que es lo único que actúa y vive indis¬tintamente en todas y cada una de las obras, por muchas y diferentes que éstas sean, tal como todos los miembros reciben de la cabeza vida, actividad y nombre. Sin la cabeza., ningún miembro tendrá vida, ni acti¬vidad ni nombre. De ello se desprende, asimismo, que un cristiano que vive en esa fe no ha de necesitar un maestro de buenas obras, sino que lo que le viene a la mano lo hace. Y todo está bien hecho, como Samuel dijo a Saúl: "Llegarás a ser otro hombre cuando el espíritu entrare en ti; haz entonces lo que te viniere a la mano, Dios está contigo". Así leemos también de Santa Ana, madre de Samuel, que ella creyó al sacer¬dote Eli cuando le prometió la gracia de Dios. Alegre y sosegada se fue a su casa, y en adelante ya no se dirigía para acá y acullá, es decir que todo se le hizo una sola cosa y todo lo que se le vino a la mano fue igual. También San Pablo dice: "Donde está el espíritu de Cristo, todo es libre". Porque la fe no se deja atar a obra alguna, así como no se deja quitar ninguna, tal como dice el primer salmo 1: "Da su fruto en su tiempo", es decir, según el ir y venir.
6. Podemos verlo en un común ejemplo humano. Cuando un hombre o una mujer firmemente convencidos confían en el amor y la complacen¬cia del otro, ¿quién les enseña cómo comportarse, qué se debe hacer, dejar de hacer, callar o pensar? La sola confianza les enseña todo esto y más de lo que hace falta. Para el que ama no hay distingo en las obras. Con el mismo agrado lleva a cabo lo grande, lo largo, lo mucho, lo pequeño, lo corto, lo poco, y viceversa. Además lo hace con el corazón alegre, apacible y seguro, y es en todo un compañero por libre voluntad. Pero, cuando hay duda, entonces sí se averigua qué será lo mejor. Ahí es donde uno comienza a figurarse distinciones entre las obras con las cuales puede conquistar favores. Sin embargo, una persona así anda con el corazón apesadumbrado y con grande aflicción. Es como un siervo, harto desesperado, y muchas veces se torna orate. Lo mismo un cris¬tiano que vive con esa confianza en Dios, sabe todas las cosas; ¿s capaz de todo y se atreve a hacer todo cuanto hay que realizar. Y todo lo lleva a cabo, alegre y libre, y no con ánimo de acumular muchos buenos méritos y obras. Más bien es para él un placer el agradar a Dios de esta manera, y sirve a Dios en todo gratuitamente, bastándole que le agrade a Dios. Por otra parte, quien no está de acuerdo con Dios o duda, empieza a buscar y a preocuparse cómo puede satisfacerlo y conmoverlo con muchas obras. Peregrina a Santiago, a Roma, a Jerusalén, para acá y para allá; reza las oraciones de Santa Brígida, de todo un poco, ayuna en ese día o en aquél; se confiesa aquí y se confiesa allá; pregunta a éste y a aquél. No obstante, no halla tranquilidad, y realiza todo eso con gran pesadumbre, desesperación y desgano de su corazón, de modo que tam¬bién la Escritura llama en hebreo a semejantes buenas obras "Aven amal", es decir, molestia y trabajo. Además, ésas no son buenas obras, todas ellas son vanas. Por esto, muchos se han vuelto locos, y su angustia los ha hecho caer en gran miseria. De ellos se dice en Sabiduría 5: "Nos hemos cansado de los caminos de injusticia, y hemos transitado por senderos dolorosos y difíciles, mas el camino de Dios no lo conocimos, y el sol de la justicia no salió para nosotros".
7. En las obras, la fe es todavía pequeña y débil. Veamos qué pasa cuando les va mal en cuerpo, bienes, honra y amigos, o en lo que ten¬gan; si también entonces creen que agradan aún a Dios y que él ordena benignamente para ellos el sufrimiento y la adversidad, ya sean pequeños o grandes. Aquí el arte consiste en tener gran confianza en Dios quien, según nuestro pensar y entender, se manifiesta airado, y esperar de él algo mejor de lo que se experimenta. Aquí Dios está oculto, como dice la novia en el Cantar de los Cantares 2: "Helo aquí, está tras de la pared, y mira por nuestras ventanas". Esto quiere decir: Él está oculto bajo los sufrimientos que quieren separarnos de él como una pared, y hasta como una muralla. Sin embargo, él mira por mí, y no me abandona. Está ahí, y dispuesto a ayudarme benignamente. A través de las ventanas de la fe oscura se deja ver. Y Jeremías, en Lamentaciones 2: "Él desecha a los hombres, pero no es la intención de su corazón". A esta fe no la conocen; se resignan y piensan que Dios los ha abandonado y es enemigo de ellos. Hasta atribuyen semejante mal a los hombres y a los diablos y no tienen confianza alguna en Dios. Por ello también su sufrimiento siempre les es molesto y perjudicial. Sin embargo, van y realizan obras que ellos consideran buenas, sin advertir su incredulidad en manera alguna. Pero hay otros que en semejantes padecimientos confían en Dios, y conservan una fe firme y buena en él, convencidos de que él tiene complacencia en ellos. Para ellos, los sufrimientos y adversidades no son sino méritos verdaderamente preciosos, y los bienes más nobles a los que nadie puede valorar, puesto que la fe y la confianza lo hacen todo precioso ante Dios. Para los otros, en cambio, es muy pernicioso, cosa que también se dice de la muerte en el Salmo 116: "Estimada es a los ojos de Dios la muerte de los santos". Y tal como, en este caso, la confianza y la fe son mejores, más elevadas y más fuertes que en los casos mencionados precedentemente, así también los padecimientos sufridos en la misma fe superan todas las obras realizadas en la fe. Luego, entre dichas obras y tales sufrimientos hay una inmensa diferen¬cia de valor.
8. Por encima de todo esto, la fe se manifiesta en su grado más elevado cuando Dios castiga la conciencia, no con sufrimientos tempora¬rios, sino con la muerte, el infierno y el pecado, privando en cierto modo al hombre de gracia y misericordia, como si quisiera condenarlo y estar encolerizado eternamente. Pocos lo experimentan. David se lamenta en el Salmo 6: "Señor, no me castigues con tu ira". El creer en esta situación que Dios se compadece y tiene misericordia de nosotros, es la obra más elevada que pueda realizarse por y en la criatura. De esto no saben nada los santos en obras y los bienhacedores. Pues si ellos no están seguros de la bondad de Dios al hacer las obras, dudando de ella en un caso de menor relevancia para la manifestación de la fe, ¿cómo pueden en el caso antedicho contar con la bondad y la gra¬cia de Dios?
Mira, así lo he dicho, y siempre he ensalzado la fe, y he condenado todas las obras que se verifican sin esa fe para conducir a los hombres a las obras rectas, verdaderas, buenas por su fundamento, y basadas en la fe, liberándolos de las "buenas" obras falsas, brillantes, farisaicas y descreídas, de las cuales están llenos todos los conventos, iglesias, casas y clases bajas y altas. En esto nadie me contradice sino los animales inmun¬dos cuyas pezuñas no están hendidas (como se indica en la ley de Moisés). No quieren admitir diferencia alguna entre las buenas obras, sino que andan cual pelmazo. Basta que se haga lo suficiente con orar, ayunar, instituir fundaciones y confesar. Entonces todo está bien, aunque en ello no hubiera ninguna fe de gracia, ningún contentamiento divino. Hasta las tienen por más buenas con tal de que hayan realizado muchas: obras grandes y extensas sin confianza alguna de esta índole. Y sólo esperan lo bueno cuando las obras han sido realizadas. De este modo no basan su confianza en el favor divino, sino en sus obras efectuadas. Ello significa edificar sobre agua y arena, de lo cual resultará final¬mente una ruina grande, tal como dice Cristo en Mateo 7. Esta buena voluntad y contentamiento en que se fundamenta nuestra confian¬za, los anunciaron les ángeles desde el cielo cuando en la Noche Buena cantaron: "Gloria in excelsis Deo", "Gloria a Dios en las alturas, y paz para la tierra, y gracia y favor para con los hombres".
9. He aquí la obra del primer mandamiento, que ordena: "No tendrás dioses ajenos delante de mí". Esto quiere decir: "Yo soy solo Dios, por ello en mí solo pondrás toda tu confianza, seguridad y fe y en nadie más". Pues esto no es tener un dios que exteriormente por la boca llamas dios o lo adoras con las rodillas y ademanes, sino cuando confías de todo corazón en él y esperas de él todo lo bueno, gracia y compla¬cencia, ya sea en obras o sufrimientos, en la vida o en la muerte, en el amor o en la pena. Así dice Cristo a la mujer pagana en Juan 4: "Te digo que el que quiera adorar a Dios, es necesario que lo adore en espíritu y en verdad". Y esta fe, fidelidad y confianza del fondo del cora¬zón es el verdadero cumplimiento de este primer mandamiento, sin las cuales no hay otra obra que pueda cumplir con este mandamiento. Este mandamiento es el primero, supremo y mejor, del cual emanan los demás. En él están contenidos y por él son juzgados y medidos. Lo mismo tam¬bién su obra (es decir, la fe o la confianza en la gracia de Dios en todo tiempo) es la primera, la suprema y la mejor, de la cual todas las demás deben emanar, y en ella deben efectuarse, permanecer, ser juzga¬das y medidas. Y en comparación con esta obra, las demás son como si los otros mandamientos existiesen sin el primero y no hubiera Dios.
Por ello, con razón dice San Agustín que las obras del primer mandamiento son fe, esperanza y amor. Se dijo anteriormente que seme¬jante confianza y fe traen consigo el amor y la esperanza. Si lo mira¬mos bien, el amor es lo primero, o simultáneo con la fe. Pues yo no confiaría en Dios, si no creyese que él me fuera favorable y amoroso. Por lo mismo yo a mi vez lo amo y me siento conmovido para confiar en él de todo corazón y esperar de él todo lo bueno.
10. Ahora tú mismo ves que todos los que no confían en Dios en todo tiempo y no esperan su favor, su merced y su complacencia en todas sus obras o sufrimientos, en vida y muerte, sino lo buscan en otras cosas o en ellos mismos, no cumplen con este mandamiento y en verdad practican idolatría, aunque realicen las obras de todos los demás man¬damientos y cuenten con las oraciones, los ayunos, la obediencia, la pa¬ciencia, la castidad y la inocencia de todos los santos. Falta la obra principal, sin la cual las otras no son nada, sino mera hipocresía, apa¬riencia y engaño, y en el fondo no hay nada. Contra éstos, Cristo nos advierte en Mateo 7: "Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestidos de ovejas". Son todos aquellos que mediante muchas obras buenas (como dicen) quieren hacerse agradables a Dios y en cierto modo comprarle a Dios su gracia y merced, como si fuese un buhonero o jornalero que no quisiera dar gratuitamente su gracia y merced. Son los hombres más perversos de la tierra y difícilmente o jamás puedan ser enderezados al camino recto. Lo mismo sucede con todos los que en la adversidad corren de aquí para allá, buscan consejo, auxilio y consuelo en todas partes menos en Dios, donde se les ha ordenado estrictamente que busquen. El profeta, en Isaías 9, los re¬prende así: "El pueblo insensato no se convierte al que lo hiere". Esto quiere decir que Dios los hirió y los hizo sufrir y pasar por toda suerte de adversidades para que acudiesen a él y en él confiasen. Pero ellos se apartan de él y acuden a los hombres, ora a Egipto, ora a Asiría y quizás también al diablo. De esta idolatría se habla mucho en el mismo profeta y en los libros de los Reyes. En la misma forma proceden todavía también todos los santos hipócritas cuando les sucede algo. No acuden a Dios, sino huyen de él y ante él. Sólo piensan cómo liberarse de su mal por sí mismos o por auxilio humano. No obstante, se consi¬deran hombres piadosos y quieren ser tenidos por tales.
11. Esta es la opinión de San Pablo en muchas partes, donde atri¬buye tanto a la fe que dice: "Justus ex fide sua vivit” (El justo tiene su vida por la fe). Y por la fe es considerado justo ante Dios. Si la justicia consiste en la fe, es evidente que sólo la fe cumple con todos los mandamientos y hace justas todas sus obras, puesto que nadie es justo, si no cumple todos los mandamientos de Dios. Por otra parte, las obras sin la fe no pueden justificar a nadie ante Dios. Y tan abierta¬mente y en alta voz el santo apóstol desecha las obras y alaba la fe de modo que algunos, escandalizados por sus palabras, dijeron: "Bien, ya no haremos buena obra alguna". Pero él los condena como equivoca¬dos e insensatos.
Lo mismo sucede todavía hoy. Cuando en nuestra época condenamos' las grandes obras aparentes realizadas sin fe alguna, dicen que sólo deben creer y no realizar buenas obras. En estos tiempos, se llaman obras del primer mandamiento cantar, leer, tocar el órgano, celebrar misa, rezar maitines, vísperas y otras horas, fundar y adornar iglesias, altares, conventos, campanas, joyas, vestimenta, alhajas, también acu¬mular tesoros, ir a Roma y a los santos. Además llamamos venerar a Dios, adorar y no tener dioses ajenos conforme al primer mandamiento, cuando vestidos de gala nos inclinamos, nos arrodillamos, rezamos el rosario y el salterio y todo esto no ante un ídolo, sino ante la santa cruz de Dios o ante las imágenes de sus santos. Esto lo pueden hacer también los usureros, los adúlteros y toda clase de pecadores y lo prac¬tican diariamente. Bien, si estas cosas se llevan a cabo en la fe de que creemos que todo agrada a Dios, en este caso son laudables no por virtud intrínseca, sino a causa de la misma fe para la cual todas las obras valen lo mismo, como queda dicho. Pero si dudamos de ello o no creemos que Dios nos sea propicio, que tenga complacencia en nosotros o si en primer lugar nos atrevemos a agradarle por nuestras obras y según ellas, entonces se trata de mero engaño. Significa venerar por fuera a Dios y por dentro ponerse uno mismo por ídolo. Esta es la causa por la cual he hablado tantas veces contra la pompa, la ostentación y el gran número de tales obras y las he condenado. Es evidente que no sólo se realizan en duda y sin fe, sino entre mil no hay ni uno que no confíe en ellas y opine por medio de ellas obtener la merced de Dios y antici¬pándose a su gracia hacer un mercado de ellas. A Dios no le agrada esto. Prometió su merced gratuita. Quiere que se principie con ella por medio de la confianza y en la misma se efectúen todas las obras, como quiera que se llamen.
12. De ello tú mismo notarás cuan grande es la diferencia entre cumplir el primer mandamiento sólo con obras exteriores o con confian¬za interior. Porque esto hace hijos de Dios verdaderamente vivientes; aquello sólo conduce a la peor idolatría y hace los hipócritas más dañosos que hay en la tierra. Con su gran ostentación inducen a innume¬rables personas a su modo de ser y, sin embargo, las dejan sin fe; de modo que seducidas tan lastimosamente quedan en la palabrería exterior y en sus fantasías. De ellos dice Cristo en Mateo 24: "Guardaos,
cuando os dijeren: He aquí está el Cristo, o allí". Lo mismo en Juan 4: "Te digo, viene el tiempo cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis a Dios, puesto que el Padre busca a quienes lo adoren espiritualmente".
Estos pasajes y otros iguales me han impulsado y han de impulsar a cada uno a condenar el gran boato con bulas, sellos, banderas e indul¬gencias con lo cual se invita a la pobre gente a apoyar iglesias y. fun¬daciones y a orar. Pero la fe no se menciona para nada o hasta se supri¬me. La fe no distingue entre las obras. Por esto, al lado de ella, no puede existir obra cualquiera superior a ella, a pesar de todo ensal¬zamiento y ostentación. La fe sola quiere ser servicio a Dios y no de¬jará el nombre y la honra a otra obra alguna, sino en cuanto participe en ella. Esto lo hace cuando ¡a obra consiste en ella y por la misma. Este abuso se indicó proféticamente en e! Antiguo Testamento cuando los judíos abandonaron el templo y sacrificaban en otros lugares, en los verdes vergeles y en los montes. Lo mismo hacen también ellos. Se aferran a hacer toda clase de obras, mas esta obra principal de la fe no la aprecian.
13. ¿Dónde están ahora los que todavía preguntan qué obras son buenas y qué deben hacer para ser justos? ¿Quién dirá aún, cuando predicamos sobre la fe, que no enseñamos buenas obras ni que debe¬mos realizarlas? ¿No dará sólo el primer mandamiento .más trabajo de lo que alguien pueda llevar a cabo? Si un hombre fuera mil hombres o todos los hombres o todas las criaturas, en este caso, no obstante, se le habría impuesto bastante y más que suficiente, cuando Dios le manda vivir y andar en todo tiempo en la fe y en la confianza en Dios y jamás poner semejante fe en ningún otro y, por tanto, sólo tener un Dios, el verdadero y ningún otro.
El ser y la naturaleza humanos en ningún momento pueden existir sin hacer o dejar de hacer, sin sufrir o huir (puesto que la vida jamás está quieta, como vemos). Luego, el que quiere ser bueno y abundar en buenas obras debe empezar y ejercitarse a sí mismo en toda la vida y en todas las obras siempre en esta fe, aprender continuamente a. hacer todo y a dejarlo en semejante confianza; entonces notará cuánto tiene que llevar a cabo y que todas las cosas consisten en la fe y que él jamás puede estar ocioso. También la ociosidad ha de practicarse en el ejercicio y en la obra de la fe. En resumen, si creemos que todo le agrada a Dios (como debemos), en nosotros no puede existir ni suceder nada que no sea bueno y meritorio. Así dice San Pablo: "Amados hermanos, todo lo que hacéis, si coméis o bebéis, hacedlo todo en el nombre de Jesucristo, Nuestro Señor". Ahora, en el mismo nombre no puede efectuarse nada a no ser que se haga en tal fe. Item Romanos 8: "Sabemos que a los santos de Dios todas las cosas coadyuvan para su bien".
Por consiguiente, cuando algunos manifiestan que se prohíben las buenas obras cuando predicamos la sola fe, es como si yo dijese a un enfermo, "si tuvieras la salud, entonces tendrías las obras de los miem¬bros todos, y sin la salud el obrar de todos los miembros no es nada", entendiéndolo como si yo le prohibiese las obras de los miembros. En verdad, quise decir que la salud debiera existir previamente y realizar todas las obras de todos los miembros. Lo mismo la fe ha de ser maestro y capitán en todas las obras o no será nada en absoluto.
14. Ahora podrías decir: Si la fe por medio del primer mandamiento efectúa todas las cosas, ¿por qué hay tantas leyes eclesiásticas y secu¬lares y tantas ceremonias de las iglesias, conventos y lugares para impulsar e invitar a los hombres a realizar buenas obras? Contesto: Pre¬cisamente por el hecho de que no todos tienen y aprecian la fe. Si todos la tuviesen, no necesitaríamos de ninguna ley nunca jamás, sino cada cual de sí mismo siempre realizaría buenas obras, como la misma con¬fianza le enseña.
Empero, hay cuatro clases de hombres. Los primeros, recién men¬cionados, son los que no necesitan de ley alguna. De ellos dice Pablo en 1ª Timoteo 1: "No hay ley impuesta para el justo" (es decir, el creyente). Al contrario, ellos hacen voluntariamente lo que saben y pue¬den, movidos sólo por la firme confianza de que la complacencia y la misericordia de Dios los cobija en todas las cosas. Los otros quie¬ren abusar de semejante libertad. Se fían equivocadamente en ella y se tornan perezosos. De ellos dice San Pedro en 1ª Pedro 2: "Viviréis como los que son libres pero no haréis de la libertad cobertura de pecado". Es como si dijera: "La libertad de la fe no autoriza la comisión de pecados, ni los cubrirá tampoco; sino que autoriza realizar toda cla¬se de obras y soportar todas las cosas según se nos presenten, de modo que nadie esté limitado a una o unas pocas obras". Lo mismo dice San Pablo en Gálatas 5: "Mirad que no uséis esta libertad como ocasión para una vida carnal". A éstos hay que empujarlos con la ley y guardarlos con doctrina y exhortación. Los terceros son hombres malos siempre dispues¬tos a pecar. A éstos hay que obligar con leyes eclesiásticas y seculares como a los caballos no amansados y los perros. Y cuando esto no da resultado, hay que privarlos de la vida por la espada secular. Así dice Pablo en Romanos 13: "La potestad secular lleva la espada y con ello es ministro de Dios, no para temor de los buenos, sino de los malos". Los cuartos son los que todavía son traviesos e infantiles en la comprensión de tal fe y vida espiritual. Es menester atraerlos y estimularlos como a los niños con determinados aditamentos externos, como leer, orar, ayunar, cantar, adornar iglesias, tocar el órgano y lo que es precepto y costumbre en conventos e iglesias hasta que también aprendan a en¬tender la fe. No obstante, existe un grave peligro cuando los gobernantes, como por desgracia sucede ahora, se afanan en esas ceremonias y obras materiales y obligan a otros a ellas, como si fuesen las verdaderas obras, desatendiendo la fe. Siempre deberían enseñarla al lado de los demás, como una madre, fuera de la leche, da también otra comida al niño hasta que él mismo pueda comer el alimento fuerte.
15. Como no todos somos iguales, debemos aceptar a estos hombres y solidarizarnos con ellos en sus costumbres. No hemos de menospre¬ciarlos, sino enseñarles el recto camino de la fe. Así enseña San Pablo en Romanos 14: "Recibid al flaco en la fe para adoctrinarlo". Así procedió él mismo, 1ª Corintios 12: "Me he adaptado a los que estaban sujetos a la ley como si estuviese también sujeto a ella, aunque no estaba sujeto a la ley". Y Cristo, en Mateo 17, cuando debía pagar las dracmas de tributo, a lo cual no estaba obligado, discute con San Pe¬dro si los hijos del rey tenían que pagar tributo o sólo los extraños. Pedro respondió: "Sólo los extraños". Dijo Cristo: "Luego los hijos de los reyes están exentos. Mas para que no los escandalicemos, ve a la mar, y echa el anzuelo, y al primer pez que viniere, tómalo, y abierta su boca, hallarás una moneda: tómala, y dásela por mí y por ti".
Aquí vemos que todas las obras y cosas son libres para un cristiano por su fe. No obstante, como los otros aún no creen, se solidariza con ellos, aunque no está obligado a ello. Empero lo hace en libertad, pues¬to que está seguro de que a Dios así le place y lo realiza de buen grado, aceptándolo como otra obra voluntaria, sin haberla buscado o elegido. Porque no ansia ni desea otra cosa que obrar para agradar a Dios en su fe.
Pero como nos hemos propuesto enseñar en este sermón cuáles son verdaderas buenas obras y ahora estamos hablando de la obra suprema, es evidente que no estamos tratando de la segunda, tercera o cuarta clase de gente, sino de la primera. A ella deben hacerse iguales todos los demás, y mientras tanto, los primeros han de aguantar a los otros y enseñarles. En consecuencia, no debemos desdeñar en sus ceremonias a los flacos en la fe que quisieran obrar bien y aprender algo mejor, pero no lo pueden comprender e insisten en las ceremonias como si estuviesen perdidos sin ellas. Al contrario, hemos de echar la culpa a sus ciegos maestros indoctos que no les han enseñado la fe y los han inducido tan profundamente a las obras. Con dulzura y cuidadosa apacibilidad hay que sacarlos de las obras y llevarlos a la fe, como uno trata a un enfermo. Habrá que admitir que todavía algún tiempo queden adictos a algunas obras por su conciencia y las practiquen como necesarias para la salvación hasta que aprehendan rectamente la fe. Si los sacamos tan rápidamente, su débil conciencia se estrella del todo y queda des¬orientada y no conservan ni fe ni obra. Pero hay testarudos que, obsti¬nados en las obras, no atienden lo que se dice de la fe y hasta lo impugnan. Hay que dejarlos, que un ciego guíe al otro, como lo hizo y lo enseñó Cristo.
16. Pero si dices, "¿Cómo puedo estar seguro de que todas mis obras agraden a Dios, puesto que a veces caigo, hablo, como, bebo y duermo demasiado o en algún otro sentido me extralimito, lo cual no me es posible evitar?" Contesto: esta pregunta indica que todavía consideras la fe como otra obra más y no la pones por encima de todas las obras. Precisamente es la obra suprema porque también permanece y borra esos pecados cotidianos, al no dudar de que Dios te sea tan propicio que pasa por alto semejante caída diaria y la debilidad. Hasta cuando ocurre una caída mortal (lo cual no sucede nunca o raras veces, a los que viven en la fe y en la confianza de Dios), la fe vuelve a levantarse y no duda de que sus pecados ya han pasado. Así consta en 1ª Juan 2: "Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno cae, abogado tenemos para con Dios, a Jesucristo, que es remisión de todos nuestros pecados". Y en Sabiduría 15: "Y aunque pecáremos, somos los tuyos y conocemos que tú eres grande". Y en Proverbios 24: "Siete veces puede caer el justo, y se levanta otras tantas veces". Esta confianza y esta fe deben ser tan eminentes y fuertes que el hombre sepa que toda su vida y su obra son pecado completamente condenable ante el juicio de Dios, como está escrito en el Salmo 143: "No hay ningún hombre viviente que sea hallado justo delante de ti". Ha de desesperar así de sus obras que no pueden resultar buenas sino por esta fe que no espera un juicio, sino mera gracia, favor, merced y miseri¬cordia, como dice David en el Salmo 25: "Tu misericordia está siem¬pre delante de mis ojos, y me he consolado en tu verdad". Y el Sal¬mo 4: "La luz de tu rostro se alza sobre nosotros (esto es el conoci¬miento de tu gracia por la fe) y con esto diste alegría en mi corazón". Puesto que como espera, así le sucede.
De esta manera por la misericordia y la gracia, no por su na¬turaleza, están las obras sin culpa; están perdonadas y son buenas por la fe que confía en la misma misericordia. Por consiguiente, en cuanto a las obras debemos temer, pero consolarnos por la gracia de Dios, como está escrito en el Salmo 147: "Complácese Dios en los que le temen y, no obstante, esperan en su misericordia". Así oramos con toda confianza: "Padre nuestro" y, no obstante, rogarnos: "Perdónanos nuestras deudas". Somos hijos y, sin embargo, pecadores. Somos agra¬dables y, sin embargo, no hacemos lo suficiente. Todo esto lo hace la fe que se afirma en la benevolencia de Dios.
17. Pero preguntas dónde pueden hallarse y de dónde provienen la fe y la confianza. Por cierto, es sumamente necesario saberlo. Primero, sin duda, no provienen de tus obras  ni  de tus  méritos, sino sólo de Jesucristo, gratuitamente prometidas y dadas. Así dice San Pablo en Romanos 5: "Dios encarece su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros". Es como si quisiera decir: ¿no debería darnos una confianza fuerte e   insuperable que Cristo muera por nuestro pecado antes que se lo reguemos o nos preocupemos y mientras seguíamos siempre andando en los pecados? De lo que resul¬ta,  si  Cristo, hace mucho tiempo,  murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores, ¡tanto más seremos salvos por él ahora estando jus¬tificados por su sangre! Y como quedamos reconciliados con Dios por: la muerte de su Hijo, cuando aún éramos sus enemigos, tanto más seremos mantenidos por su vida ahora que estamos reconciliadlos.
Así debes inculcarte a Cristo y observar cómo en él Dios te pro¬pone y ofrece su misericordia sin ningún merecimiento precedente de tu parte. Y en tal visión de su gracia debe inspirarse la fe y la confianza del perdón de todos tus pecados. Por ello, la fe no comienza con las obras. No la originan tampoco. Más bien ha de originarse y proceder de la sangre, de las heridas y de la muerte de Cristo. Cuando en él te das cuenta que Dios te es tan propicio que da aun a su Hijo por ti, tu corazón ha de ponerse dócil y volver a ser a su vez propenso a Dios. Así la confianza proviene de mera merced y amor de Dios para contigo y de ti para con Dios. Ciertamente no leemos que a alguien haya sido dado el Espíritu Santo, si ha querido ganarlo mediante obras pero siempre cuando ha oído el evangelio de Cristo y la misericordia de Dios. De la misma palabra aún hoy y siempre ha de provenir la fe y de ninguna parte más. Cristo es la peña de la cual se extrae mantequilla y miel, como dice Moisés en Deuteronomio 32.


La segunda buena obra

18. Hasta ahora hemos hablado de la primera obra y del primer mandamiento. No obstante, lo hicimos en forma muy breve, en tér¬minos generales y superficialmente; en verdad se debería decir mu¬chísimo sobre el tema.
Ahora seguiremos examinando las obras a través de los mandamien¬tos consecutivos. La segunda y próxima obra después de la fe es la del segundo mandamiento: "Debemos honrar el nombre de Dios y no to¬marlo en vano". Como todas las demás obras, ésta no puede realizarse sin fe. Pero si se efectúa sin fe, es mera simulación y apariencia. Después de la fe no podemos hacer nada mayor que glorificar la ala¬banza, la honra y el nombre de Dios, predicarlos, cantar y ensalzarlos y magnificarlos de varias maneras.
Arriba dije, y es cierto, que no hay diferencia entre las obras donde existe y actúa la fe. Sin embargo, sólo hay que entenderlo así cuando se considera la fe y sus obras. Pero cuando las comparamos entre sí, hay diferencia y una obra es superior a la otra. En el cuer¬po, los miembros en relación con la salud no se distinguen y la sa¬lud obra en uno igual como en el otro. En cambio, las obras de los miembros son distintas y una es más alta, más noble y más útil que la otra. Lo mismo sucede también en este caso. Alabar la honra y el nombre de Dios vale más que las obras subsiguientes de los demás mandamientos. No obstante, debe llevarse a cabo en la misma fe en la que se ejecutan todas las demás.
Empero, sé bien que esta obra se menosprecia y quedó desconocida. Por ello, la estudiaremos más, creyendo que queda suficientemente ex¬puesto que tal obra debe realizarse en la fe y en la confianza de que agrade a Dios. Hasta no hay obra en la cual uno sienta y experimente tanto la confianza y la fe como al honrar el nombre cié Dios, y ayuda a fortalecer y a aumentar la fe, aun cuando todas las obras contribuyen a ello. Así dice San Pedro en 2ª Pedro 1: "Hermanos, procurad de hacer firme vuestra vocación y elección mediante buenas obras".
19. El primer mandamiento prohíbe tener dioses ajenos y por ello manda que tengamos un solo Dios, el verdadero, con firme fe, seguridad, confianza, esperanza y amor. Sólo estas son las obras por las cuales uno puede tener un Dios, venerarlo y conservarlo (por ninguna otra obra uno puede alcanzar a Dios o perderlo, sino solamente por la fe o por la incredulidad, por la confianza o por la duda, puesto que de las demás obras ninguna llega hacia Dios). Del mismo modo también en el se¬gundo mandamiento se prohíbe tornar en vano su nombre. Empero, con esto no bastará, sino que con ello también se manda que honremos su nombre, lo invoquemos, glorifiquemos, prediquemos y alabemos. Por cierto, es imposible que no se deshonre el nombre de Dios, cuando no lo veneramos rectamente. Aunque lo honramos con la boca, con genuflexio¬nes, besos y otros ademanes, no vale nada y no es más que apariencia con matiz de simulación, si no se lleva a cabo en el corazón por la fe, en la confianza en la merced de Dios.
Ahora mira qué variedad de buenas obras el hombre puede hacer según este mandamiento, si él quiere, a toda hora y sin estar jamás sin buenas obras de dicho mandamiento, que no es menester pere¬grinar lejos o visitar santos lugares. Dime qué instante pasará sin que ininterrumpidamente recibamos los bienes de Dios o, en cambio suframos malas adversidades. Mas, ¿qué son los bienes de Dios y las adversidades sino incesante exhortación e invitación para alabar a Dios, para honrarlo y bendecirlo e invocarlo a él y su nombre? Si dejaras a un lado todas las cosas, ¿no tendrías bastante que hacer sólo con este mandamiento para bendecir, cantar, alabar y honrar incesantemente el nombre de Dios? ¿Y para qué cosa más se han creado la lengua, la voz, el habla y la boca? Así dice el Salmo 51: "Señor, abre mis labios; y publicará mi boca tu alabanza". Item.: "Cantará mi lengua tu misericordia". ¿Qué obra más hay en el cielo que este segundo mandamiento? Así dice el Salmo 83: "Bienaventurados los que habitan en tu casa: perpetuamente te alabarán". Lo mismo dice David en el Salmo 33: "La alabanza de Dios será siempre en mi boca". Y San Pablo en 1ª Corintios 10: "Si pues coméis, o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios", ítem Colosenses 3: "Todo lo que ha¬céis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando alabanza y gracias a Dios Padre". Si atendiésemos esta obra, tendríamos aquí en la tierra un cielo y siempre bastante que hacer como los bienaventurados en el cielo.
20. Esta es la causa del extraño y justo juicio de Dios que, a veces, un hombre pobre, en el cual nadie puede observar muchas y gran¬des obras, por sí mismo en su casa alaba a Dios alegremente cuando se encuentra bien, o lo invoca con toda confianza si algo le sucede, y con ello realiza una obra más grande y más agradable que otro que ayuna mucho, ora, funda iglesias, peregrina, y se dedica a grandes obras aquí y allá. Este caso sucede al insensato que abre la boca y mira hacia grandes obras tan completamente enceguecido que ni siquiera alguna vez advierte esta gran obra. Ante sus ojos, alabar a Dios es cosa ínfima frente al magnífico aspecto de sus propias obras inven¬tadas, en las cuales quizá se alabe más a sí mismo que a Dios o, a lo menos, tenga mayor contentamiento en sí que en Dios. De este modo, con buenas obras pugna contra el segundo mandamiento y sus obras. De todo esto son un ejemplo en el evangelio el fariseo y el pecador público. El pecador, en sus pecados invoca a Dios, lo alaba y alcanza los dos supremos mandamientos, la fe y la honra de Dios. El hipócrita yerra en ambos casos; ostenta otras buenas obras por las malas, se alaba a sí mismo y no a Dios, confiando más en sí mismo que en Dios. Luego, con razón fue condenado y aquél elegido.
La causa es la siguiente: cuanto más altas y mejores son las obras, tanto menos aparentan. Además, todo el mundo opina que es fácil realizarlas. Está a la vista que nadie simula tanto glorificar el nombre y la honra de Dios como precisamente aquellos que no lo hacen jamás. Con semejante simulación hacen desdeñable la preciosa obra, porque el corazón está sin fe. Así también el apóstol San Pablo, en Romanos 2 os se atreve a decir francamente que más deshonran el nombre de Dios los que se jactan de la ley de Dios. Es fácil pronunciar el nombre de Dios y escribir su honra sobre papel y en las paredes, pero alabarlo profun¬damente y bendecirlo en sus beneficios e invocarlo confiadamente en todas las vicisitudes, son por cierto las obras más raras y supremas fuera de la fe. Si viésemos cuan pocos de ellos hay en la cristiandad, podríamos desesperar de pena. No obstante, mientras tanto, aumentan las obras altas, bonitas y aparatosas que han sido ideadas por hombres y que exteriormente son iguales a estas obras verdaderas. Mas en el fondo todo es incredulidad, falta de confianza, y en resumen no hay nada bueno en ellas. Así también Isaías, capítulo 48 vitupera al pueblo de Israel: "Oíd, que os llamáis del nombre de Israel, los que juráis en el nombre de Dios, y hacéis memoria de él, mas no en verdad ni en justicia". Esto significa que no lo hacían en la verdadera fe y confianza, que son la recta verdad y justicia, sino confiaban en sí mismos, sus obras y sus facultades. No obstante, invocaban y glorifi¬caban el nombre de Dios, lo cual resulta incompatible.
21. De esta manera, la primera obra de este mandamiento es alabar a Dios en todos sus beneficios que son inmensamente numerosos, de modo que no haya, como es justo, interrupción ni fin de tal loor y agradecimiento. Pues ¿quién puede alabarlo perfectamente por la vida natural ni mucho menos por todos los bienes temporales y eternos? Así, con esta sola parte del presente mandamiento, el hombre queda colmado de buenas obras preciosas. Si él las ejecuta en la recta fe, por cierto, no ha sido inútil aquí. Y en este sentido nadie peca tan gravemente como los muy hipócritas santos que se placen a sí mismos. Les gusta vanagloriarse y oír su loor, honra y prez ante el mundo.
Por consiguiente, la segunda obra de este mandamiento es cuidarse de todo honor y gloria temporales, rehuirlos y evitarlos y jamás bus¬car renombre, fama y gran reputación, de modo que ande en la boca de todos. Es un pecado peligroso y, no obstante, el más común, aun¬que pocos reparan en él. Siempre todos quieren gozar de cierto re¬nombre. Nadie admite ser el último, por insignificante que sea. Tan profundamente se lía envilecido la naturaleza en su propia vanagloria y su confianza en sí misma, quebrantando estos dos primeros man¬damientos.
Ahora, en el mundo se considera que este terrible vicio es la virtud suprema. Por esta razón es sumamente peligroso leer u oír libros e historias paganas para los que previamente no estén versados y expertos en los mandamientos de Dios y en las historias de las Sagradas Escrituras. Todos los libros paganos están completamente compenetrados de este veneno de buscar gloria y honra. En ellos, según la ciega razón, se aprende que no son hombres activos y respetables, ni pueden llegar a serlo, los que no se dejan conmover por alabanza y honra. Se considera que son mejores los que sacrifican el cuerpo y la vida, los amigos y los bienes y todo para lograr alabanzas y honores. Todos los Santos Padres se quejaron por este vicio y al unísono concluyeron que era el vicio peor por vencer. San Agustín dice: "Todos los vicios se reali¬zan en obras malas, sólo la honra y la complacencia propia tienen su lugar en las buenas obras y por medio de ellas".
En consecuencia, si el hombre no tuviese que hacer nada más que esa otra obra de este mandamiento, tendría que trabajar toda la vida para luchar con este vicio. Es tan común, tan taimado, tan ágil y tan pertinaz para ser expulsado. Pero sucede que abandonamos del todo esta buena obra y nos ejercitamos en muchas otras inferiores. Hasta precisamente por otras anulamos ésta y nos olvidamos de ella del todo. Así, por nuestro maldito nombre, por la complacencia propia y la ambición, el santo nombre de Dios se toma en vano y se deshonra, mientras que sólo él debería ser venerado. Este pecado ante Dios es peor que homicidio y adulterio. Pero su malignidad no se ve tan bien como la del homicidio, por su sutileza, puesto que no se realiza en la simple carne, sino en el espíritu.
22. Hay algunos que opinan que es bueno para los jóvenes impul¬sarlos por la gloria y la honra y, por otra parte, por la ignominia y la infamia para incitarlos a obrar bien. Hay muchos que hacen lo bueno y dejan lo malo por miedo a la infamia y por el amor a la honra, lo que de otra manera de ningún modo harían o dejarían. Admito que sigan así. Mas ahora buscamos cómo hacer buenas obras verdaderas. No es menester impulsar por el miedo al deshonor y por el amor a la honra a los que están dispuestos para ello. Al contrario, tienen y deben tener un motivo más sublime y mucho más noble. Es el mandamiento de Dios, el temor de Dios, la complacencia de Dios y su fe y su con¬fianza en él. Los que no tienen este motivo o no lo aprecian y se dejan impeler por ignominia u honra, con ello ya tienen su pago, como dice el Señor en Mateo 6. Como es el motivo, así también es la obra y la recompensa. Ninguna es buena sino sólo ante los ojos del mundo.
Considero, pues, que es posible habituar e incitar a un joven más por el temor de Dios y con los mandamientos que por otros medios. Pero si esto no resulta, hemos de tolerar que por ignominia y por honra hagan lo bueno y dejen lo malo. Lo mismo debemos tolerar también a hombres malos o imperfectos, como dijimos anteriormente. Sólo podemos decirles que su obrar no es suficiente ni justo ante Dios y dejarlos hasta que aprendan a obrar bien a causa del mandamiento de Dios. Así los padres con regalos y promesas estimulan a los niños pequeños a orar, a ayunar, a aprender, etc. Mas no sería bueno que lo hiciesen durante toda su vida y ellos nunca aprendiesen a hacer lo bueno por temor de Dios. Peor sería si por el elogio y el honor se acostumbrasen a obrar bien.
23. Empero, es cierto que, no obstante, debemos tener un buen nombre y honra. Cada cual debe comportarse de modo que no se pueda decir nada malo de él y que nadie se escandalice por su causa. Así dice San Pablo, en Romanos 12: "Esforcémonos en hacer lo bueno, no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres". Y en 2ª Corintios 4: "Nos conducimos tan honestamente que nadie sepa otra cosa de nosotros". Mas en esto debe haber gran diligencia y cuidado para que la misma honra y el buen nombre no hinchen el corazón y le den contentamiento en ellos. Aquí se aplica la palabra de Salomón: "Como el fuego en el horno prueba el oro, así el hombre es probado por la boca del que lo elogia". Deben ser pocos hombres y sumamente espi¬rituales los que en honra y alabanza queden sencillos, serenos y ecuáni¬mes. Por esto no llegan al engreimiento y la complacencia en sí mismos, sino quedan completamente libres e independientes. Toda su honra y nombre sólo los atribuyen a Dios. Solamente a él los encomiendan y los usan para la honra de Dios y para el perfeccionamiento del prójimo, y de ninguna manera para su propio provecho y beneficio. Tal hombre no se envanece por su honra o se enaltece ni sobre el más inútil y el más desdeñado de los hombres que pueda, haber en la tierra, sino se considera siervo de Dios, quien le dio el honor para que de este modo le sirva a él y a su prójimo. Es como si Dios le hubiera entregado algunos ducados para repartirlos a los .pobres por causa suya. Así dice Mateo 5: "Alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos". No dice que os deben glorificar a vosotros, sino vuestras obras sólo les han de servir para perfeccionamiento, para que por ellas alaben a Dios en vosotros y en sí mismos. Este es el recto uso del nombre y de la honra de Dios, que se ensalce a Dios por el perfeccionamiento de los demás. Y cuando la gente quiere loarnos a nosotros y no a Dios en nosotros, no debemos permitirlo y oponernos con todas las fuerzas y huir como del más grave pecado y menoscabo de la honra divina.
24. Esta es la causa porque Dios deja caer una persona en grave pecado o yacer en él para que sea oprobioso ante sí mismo y ante todo el mundo, el cual de otra manera no habría podido abstenerse de este gran vicio de la vanagloria y del renombre, si hubiese quedado en grande reputación y virtud. En cierto modo, Dios debe impedir este pe¬cado con otras faltas graves para que su nombre solo quede venerado. Así un pecado se torna remedio del otro por nuestra pervertida maldad que no sólo hace el mal, sino también abusa de todo lo bueno.
Considera cuánto tiene que trabajar una persona cuando quiere realizar buenas obras, las que siempre en gran número le vienen a la mano y lo rodean por todos lados. Y por desgracia, debido a su ceguera las abandona y busca y practica otras según su parecer y su compla¬cencia que nadie puede hablar bastante en contra, y nadie precaverse su¬ficientemente de ellas. Todos los profetas tenían que ocuparse de esto y todos fueron muertos por ello, por el solo hecho de desechar las obras propias ideadas por el pueblo y por predicar sólo el mandamiento de Dios. Uno de ellos, Jeremías 7, dice: "Así os manda decir el Dios de Israel: Tomad vuestros holocaustos y juntadlos con todas vuestras ofrendas y comed vuestros sacrificios y la carne vosotros mismos, por¬que no os mandé nada respecto a ellos, sino os mandé que escuchaseis mi voz (esto es: no lo que os parece recto y bueno, sino lo que yo os mande), que anduvieseis en el camino que yo os he mandado". Y Deuteronomio 12: "No harás lo que te parece recto y bueno, sino lo que tu Dios te ha mandado".
Estos pasajes de las Sagradas Escrituras, e innumerables otros igua¬les, fueron compuestos para apartar al hombre no sólo de los pecados, sino también de las obras que le parecen buenas y rectas, y con intención pura dirigirlo sólo hacia los mandamientos de Dios para que atienda sólo a ellos en todo tiempo y con mucha diligencia. Así está escrito en Éxodo 13: "Estos mis mandamientos te han de ser como una señal sobre tus manos y como una memoria delante de tus ojos". Y el Sal¬mo 1: "El hombre justo en sí mismo medita en los mandamientos de Dios de día y de noche". Más que suficiente y demasiado hemos de tra¬bajar si sólo debemos cumplir con los mandamientos de Dios. Nos dio mandamientos tales que, si los entendemos, no nos permiten estar ocio¬sos en ningún momento. Y podríamos olvidarnos de todas las demás obras. Pero el espíritu maligno, que no es ocioso, cuando por el lado izquierdo no nos puede seducir a obras malas, lucha en el lado derecho por medio de las buenas obras propias ideadas por él. En contra de esto Dios mandó en Deuteronomio 28 y Josué 23: "No os apartéis de mis mandamientos, ni a la diestra ni a la siniestra".
La Tercera Buena Obra


25. La tercera obra de este mandamiento es invocar el nombre de Dios en toda clase de desgracia. Dios considera que su nombre es santificado y honrado sobremanera cuando lo llamamos e invocamos en la tentación y en el infortunio. Y finalmente, ésta es la causa por la cual nos hace sufrir tanta desdicha, padecimiento, tentación y hasta la muerte y además nos deja seguir a muchas inclinaciones malas y peca¬minosas para estimular con esto al hombre y darle serio motivo para acudir a él, para clamar e invocar su santo nombre y realizar de esa manera esta obra del segundo mandamiento de Dios, como se dice en el Salmo 49: "Invócame en el día de la angustia: te libraré, y tú me honrarás, puesto que quiero tener un sacrificio de alabanza". Y éste es el camino por el cual puedes llegar a la bienaventuranza, porque por tal obra el hombre conoce y percibe lo que es el nombre de Dios; cuan poderoso es para ayudar a todos los que le invoquen. Con esto aumenta muchísimo la confianza y la fe, por lo cual se cumple el primer y supremo mandamiento. Esto lo supo David, Salmo 53: "Me has librado de toda angustia; por ello alabaré tu nombre y confesaré que es agradable y dulce". Y en el Salmo 90 dice Dios: "Por cuanto en mí ha puesto su voluntad, yo también lo libraré: lo pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre".
Ahora bien, ¿qué hombre hay en la tierra que no tenga suficiente que hacer con esta obra durante su vida? Además, ¿quién está sin tentación durante una hora? No hablaré de las pruebas y tentaciones de la adversidad que son innumerables. La prueba y tentación más peligrosa es precisamente cuando no hay prueba y tentación y cuan¬do todo está bien y anda perfectamente, que en este estado el hom¬bre no olvide a Dios, se torne demasiado libre y abuse del tiempo afortunado. En este caso es diez veces más necesario invocar el nombre de Dios que en la adversidad. Pues está escrito en el Salmo 90: "Cae¬rán a tu lado izquierdo mil, y diez mil a tu diestra". También así es evidente, según la experiencia de todos los hombres, que se cometen horrendos pecados y maldades cuando hay paz, cuando hay abundancia y el tiempo es bueno, y no cuando carga sobre nosotros guerra, pestilencia, enfermedades y toda suerte de desventura. Por ello también Moisés estaba preocupado de que su pueblo no abandonaría los mandamientos de Dios por ningún otro motivo que por el hecho de estar demasiado próspero, demasiado satisfecho y de tener demasiada tranquilidad, como dice Deuteronomio 32: "Mi querido pueblo se enriqueció, engrosó y engordó; por ello se opuso a su Dios". Por ello, también Dios dejó sobrevivir a muchos de sus enemigos y no quiso expulsarlos para que no tuviesen reposo y tuvieran que ejercitarse en cumplir los manda¬mientos de Dios, como está escrito en Jueces 3. Lo mismo hace con nosotros al enviarnos toda clase de desgracia. Tan diligente es para con nosotros para enseñarnos e impelernos a honrar e invocar su nom¬bre, a adquirir confianza y fe en él y a cumplir de este modo los dos primeros mandamientos.
26. En esta circunstancia los hombres necios obran peligrosamente, y sobre todo los "santos" de buenas obras propias y todos los que quieren ser algo especial. Enseñan a bendecirse; éste se protege me¬diante cartas; aquél acude a los adivinadores; uno busca esto, el otro aquello, con el solo fin de escapar a la desgracia y de estar seguro. No se puede contar qué fantasmas diabólicos hay en esté juego con hechicería, conjuración y superstición. Todo esto se hace con el fin de no necesitar el nombre de Dios y de no confiar en él. En esto se inflige un grave oprobio al nombre de Dios y a los dos primeros man¬damientos, porque se busca en el diablo, en los hombres o en las criaturas, lo que sólo se deberá buscar y hallar en Dios mediante una fe pura y sincera, por medio de la confianza y de la invocación teme¬raria y alegre de su santo nombre.
Ahora cerciórate tú mismo y juzga si no es una tremenda per¬versión: Depositan su confianza en el diablo, en los hombres y en las criaturas y esperan de ellos lo mejor, y creen que sin semejante fe y esperanza están del todo perdidos. ¿Qué culpa tiene el bueno y fiel Dios de que no crean ni confíen en él también, tanto o más que en el hombre y en el diablo, mientras no sólo prometió auxilio y ayuda cierta, sino manda también esperarlos y da toda suerte de motivos para tal fe y nos impele a confiar plenamente en él? ¿No es de lamentar y una verdadera desgracia que el diablo o el hombre que no mandan nada ni insisten tampoco, sino sólo aseguran y prometen, se pongan por en¬cima de Dios que promete, impele y manda, y que se aprecie más al diablo que a Dios mismo? Sería natural que tuviéramos vergüenza y tomásemos un ejemplo de los que confían en el diablo o en el hombre. El diablo, que es un espíritu maligno y mentiroso, cumple sus promesas a todos los que se unen a él. ¿Cuánto más, y siendo el único, el Dios bondadosísimo y sincerísimo cumplirá con sus promesas cuando alguien confía en él? Un hombre rico se fía de su dinero y de sus bienes y esto le sirve. ¿Y nosotros no confiaremos en el Dios viviente que nos quiere ayudar y es capaz de ello? Se dice que bienes dan ánimo. Esto es cierto, como dice Baruc 3, que el oro es algo en que los hombres confían. Pero mucho más excelente es el ánimo que da el supremo bien eterno, del cual no se fían los hombres, sino solamente los hijos de Dios.
7. Aun cuando ninguna de esas adversidades nos obligara a invocar el nombre de Dios y a confiar en él, el solo pecado sería más que sufi¬ciente para ejercitarnos en esta obra e impulsarnos a ella. El pecado nos rodeó con tres grandes ejércitos fuertes. El primero es nuestra propia carne; el otro, el mundo; el tercero, el espíritu maligno. Ellos nos intrigan y nos tientan continuamente. Con ello Dios nos da motivo de hacer buenas obras sin cesar, es decir, luchar con estos enemigos y pe¬cados. La carne busca gozo y tranquilidad; el mundo aspira a bienes, favores, a poder y gloria; el espíritu maligno tiende hacia la soberbia, la gloria y la complacencia en su persona e induce a menospreciar a los demás.
Y todas estas cosas son tan poderosas, que una sola por sí basta para confundir a un hombre, y nosotros no las podemos vencer de mane¬ra alguna, sino sólo invocando el santo nombre de Dios en una fe firme. Salomón dice en Proverbios 18: "Torre fuerte es el nombre de Dios: a él corre el creyente y será levantado por encima de todo". Lo mismo David en el Salmo 115: "Tomaré la copa de la salud e invocaré el nombre de Dios", ítem en el Salmo 17: "Invocaré a Dios y seré salvo de mis enemigos". Estas obras y la potestad del nombre divino han llegado a ser desconocidas entre nosotros. No estamos acostumbrados a él ni hemos luchado jamás seriamente contra los pecados ni hemos nece¬sitado su nombre. La causa es que sólo estamos ejercitados en nuestras propias obras, ideadas por nosotros, las que hemos podido hacer por nuestras propias fuerzas.
28. También corresponde a las obras de este mandamiento que no juremos, maldigamos, mintamos, engañemos, conjuremos y cometamos otro abuso con el santo nombre de Dios. Son cosas muy comunes y conocidas por todos. Esos pecados son casi los únicos que se predican y se señalan con respecto a este mandamiento. En esto está comprendido también que impidamos que otros mientan, juren, engañen, maldigan, conjuren y de otra manera pequen contra el nombre de Dios. Se nos da mucha oportunidad para hacer lo bueno e impedir lo malo.
Empero, la obra más grande y más difícil de este mandamiento es defender el santo nombre de Dios de todos los que abusan de él de un modo espiritual y difundirlo entre todos ellos.  No  basta con que yo lo alabe y lo invoque por mí mismo y en mí mismo en dicha e infortunio.  Debo ser valiente y, por la honra y el nombre de Dios, tomar sobre mí la enemistad de todos los hombres,  como Cristo dijo a sus discípulos: “Y seréis aborrecidos de todos por mi nombre".  Por lo tanto, debemos irritar al padre, a la madre y a los mejores amigos. Debemos oponernos a las autoridades eclesiásticas y seculares y seremos reprendidos por desobediencia. Hemos de movilizar contra nosotros a los ricos, a los doctos, a los santos y a cuantos representan algo en el mundo. Principalmente están obligados a hacer esto los que están lla¬mados a predicar la palabra de Dios. Pero también todo cristiano tiene el mismo deber, cuando el tiempo y el lugar lo demandan. Por el santo nombre de Dios debemos poner y entregar cuanto tenemos y podemos. Hemos de demostrar por los hechos que amamos sobre todas las cosas a Dios y su nombre, honra y alabanza y confiamos en él sobre todas las cosas y esperamos lo bueno de él. Con ello confesamos que lo conside¬ramos como el bien supremo y por su causa abandonamos y perdemos todos los demás bienes.
29. En primer término, debemos oponernos a toda injusticia cuando la verdad o la justicia sufren violencia y menoscabo. En esto no haremos ninguna diferencia de personas, como hacen algunos que luchan muy diligente y afanosamente contra la injusticia que sufren los ricos, los poderosos y los amigos. Pero cuando se trata de gente pobre o menospre¬ciada o de enemigos, se mantienen bien quietos y pacientes. Ellos miran el nombre y la honra de Dios no por sí mismos, sino a través de un vidrio de color y miden la verdad y la justicia por las personas. No advierten su falso modo de proceder que se fija más en la persona que en la cosa. Son archihipócritas y sólo aparentemente defienden la verdad. Bien saben que no hay peligro si uno ayuda a los ricos, los poderosos, los doctos y los amigos. De ellos a su vez pueden obtener ventajas, gozar de su protección y recibir honra. De esa manera es muy fácil luchar contra la injusticia que sufren los papas, los reyes, los príncipes, los obispos y otros grandes señores. En esta ocasión, cada cual quiere ser el mejor, cuando no hace tanta falta. ¡Oh, cómo se esconde el falso Adán con su egoísmo! ¡Qué bien oculta el afán de provecho con el nombre de la verdad y de la justicia y con la honra de Dios! Mas, cuando sucede algo a un hombre pobre y sencillo, el ojo pérfido no advierte mucho provecho, pero nota bien la malevolencia de los poderosos. Por ello deja al pobre sin ayuda. ¿Quién puede apreciar la importancia de este vicio en la cristiandad? Así dice Dios en el Salmo 81: "¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente, y aceptaréis las personas de los impíos? Defended al pobre y al huérfano: haced justicia al afligido y al meneste¬roso. Librad al afligido y al necesitado: libradlo de la mano de los impíos". Empero, no se hace; por ello sigue allí mismo: "No saben, no entienden, andan en tinieblas". Esto significa: no ven la verdad, sino sólo se fijan en el prestigio de los grandes, por injustos que sean; mas no reconocen a los pobres, por justos que fueren.
30. Habría la oportunidad para muchas buenas obras. Pues la mayor parte de los poderosos, ricos y amigos cometen injusticias y proceden con violencia contra los pobres, sencillos y adversarios. Cuanto más grande, tanto peor. Y cuando uno no puede oponerse por la fuerza y defender la verdad debe, no obstante, confesarlo y ha de ayudar con palabras. No debe ponerse al lado del injusto, ni darle la razón, sino decir francamente la verdad.
¿Qué valdría que una persona hiciese toda clase de bien, fuese a Roma y todos los santos lugares, adquiriese todas las indulgencias, edi¬ficase todas las iglesias y fundaciones y se hallara culpable respecto al nombre y a la honra de Dios de haberlos callado y abandonado y de haber estimado sus bienes, su honra, su favor y sus amigos más que la verdad (la cual es el mismo nombre y honra de Dios)? ¿O quién es el que no tenga que vérselas diariamente con semejante buena obra aun en su propia casa? No le sería menester caminar mucho o preguntar por buenas obras. Cuando observamos la vida de los hombres, cómo en este aspecto proceden con tanta irreflexión y ligereza, tenemos que exclamar con el profeta: "Omnis homo mendax". Todo hombre es mentiroso; todos mienten y engañan. Abandonan las verdaderas y principales buenas obras y se adornan y engalanan con las ínfimas. Sin embargo, quieren ser buenos e ir tranquilamente al cielo.
Pero dices: ¿por qué Dios no lo hace él solo y él mismo, puesto que puede y sabe ayudar a todos? De seguro, bien lo puede hacer. Pero no quiere hacerlo solo. Él desea que nosotros obremos con él y nos con¬cede el honor de querer llevar a cabo su obra con nosotros y por medio de nosotros y aunque no aceptemos el honor, lo efectuará él solo y ayu¬dará a los pobres. A los que no quieran colaborar con él y menosprecian el gran honor de su obra, los condenará junto con los injustos por haber hecho causa común con ellos. Él sólo es bienaventurado, pero no quiere serlo solo, sino desea concedernos el honor de que seamos bienaventu¬rados junto con él. Además, si él lo hiciese solo, habrían sido dados en vano sus mandamientos, puesto que nadie tendría motivo de ejercitarse en las grandes obras de los mandamientos, aunque tenga a Dios y su nombre por supremo bien y arriesgue todo por causa de él.
31. A esta obra corresponde también oponerse a todas las doctrinas falsas, seductoras, erróneas y heréticas y a todo abuso del poder ecle¬siástico. Se trata de cosas mucho más altas, puesto que ellos luchan precisamente con el santo nombre de Dios contra el nombre de Dios. Por consiguiente esto tiene una apariencia espléndida y parece peli¬groso resistirse a ellos. Aseveran que quien se opone a ellos, se resiste a Dios y a todos sus santos en cuyo lugar ellos están, y" hacen uso de su poder. Afirmando que Cristo dice de ellos": "El que a vos¬otros oye, a mí oye; y el que a vosotros desecha, a mí desecha". En estas palabras se apoyan fuertemente, y sin miedo se atreven a decir, a hacer, a dejar lo que quieren. Excomulgan, maldicen, roban, matan y proceden con toda maldad, como se les antoja y ocurre, sin impe¬dimento alguno. Sin embargo, Cristo no quiso decir que los oyésemos en todo lo que dicen y hacen, sino cuando nos proponen su palabra, el evangelio, no la palabra de ellos; su obra, no la de ellos. De otra ma¬nera, ¿cómo sabríamos que hemos de evitar sus mentiras y sus pe¬cados? Debe haber siempre una regla para saber hasta qué punto hay que oírles y obedecerles. Esta regla no la pueden establecer ellos, sino debe estar impuesta a ellos por Dios y por ella sabremos orien¬tarnos, como oiremos en el cuarto mandamiento.
Ha de suceder, pues, que también en el estado eclesiástico la ma¬yoría predique doctrinas falsas y abuse del poder espiritual, para que así tengamos oportunidad de hacer las obras de este mandamiento y se nos ponga a prueba en cuanto a qué estamos dispuestos a hacer y dejar de hacer, por la honra de Dios, contra tales blasfemos.
Oh, si en esta sentido fuésemos buenos, ¡cuántas veces los pillos de los oficiales impondrían en vano la excomunión papal y episcopal! ¡Cómo se atenuarían los truenos romanos! ¡Cuántas veces tendrían que callar muchos a quienes ahora tiene que escuchar el mundo! ¡Cuan pocos predicadores se encontrarían en la cristiandad. Pero esto ha pre¬dominado. Lo que ellos proponen, como quiere que sea, ha de estar bien. Aquí no hay nadie que luche por el nombre y la honra de Dios. Creo que no hay pecados mayores ni más comunes en las obras exteriores que en esta parte. Es tan sublime que pocos lo entienden y además está tan ador¬nado con el nombre y la potestad de Dios, que es peligroso tocarlo. Mas, en tiempos pasados, los profetas fueron maestros en esto, lo mismo tam¬bién los apóstoles, sobre todo San Pablo. No les importaba que lo hubiera dicho el sacerdote más alto o el más bajo, que lo hicieran en nombre de Dios o en el nombre propio. Se atenían a las obras y a la palabra y las comparaban con el mandamiento de Dios. No les importaba que lo hubie¬ra dicho un gran señor o un pobre diablo; que lo hubiese hecho en el nombre de Dios o de los hombres. Por ello tuvieron que morir también. Sobre este tema, en nuestra época, habría que decir mucho más, puesto que ahora es mucho peor. Pero Cristo y San Pedro y San Pablo han de encubrir todo esto con sus santos nombres, de modo que no ha venido a la tierra tapujo más oprobioso que precisamente el santísimo y bendi¬tísimo nombre de Jesucristo.
Uno podría tener horror a la vida solamente por el abuso y la blas¬femia del santo nombre de Dios. De esta manera, si eso dura más tiempo, temo que adoraremos públicamente al diablo como Dios. Con tan excesiva irreverencia tratan de estos asuntos el poder eclesiástico y los doctos. Ya es tiempo de rogar a Dios seriamente que santifique su nombre. Pero costará sangre. Los que están en posesión de los bienes de los santos mártires y han sido ganados por la sangre de ellos, a su vez tendrán que hacerse mártires. De esto hablaré más en otra oportunidad.


El Tercer Mandamiento

1. Hemos visto cuántas buenas obras hay en el segundo mandamien¬to. Sin embargo, por sí mismas no son buenas, a no ser que se realicen en la fe y la confianza en la merced divina. Mucho tenemos que hacer con sólo atender este mandamiento. Por desgracia nos ocupamos de mu¬chas otras obras que no tienen ninguna relación con él. Ahora sigue el tercer mandamiento: "Santificarás el día de reposo". En el primero se ordena cómo ha de llevarse nuestro corazón frente a Dios en pensamien¬tos; en el segundo, cómo se portará nuestra boca en palabras. En este tercer mandamiento se ordena cómo hemos de conducirnos frente a Dios en obras. Es la primera y la primordial tabla de Moisés. En ella están escritos estos tres mandamientos que gobiernan al hombre por el lado derecho, es decir, en las cosas que atañen a Dios y en las cuales Dios tiene que ver con el hombre y éste con Dios sin mediación de criatura alguna.
Las primeras obras de este mandamiento son patentes para los senti¬dos. Por lo general, las llamamos servicio de Dios, a saber, oír misa, orar, escuchar el sermón en los días santos. Obras de esta índole hay muy pocas en este mandamiento. Además, si no se realizan en la confianza, en la merced de Dios y en la fe, no son nada, como se dijo anteriormente. Por tal razón sería bueno tener pocos días santos, porque en nuestra época sus obras en la mayoría de los casos son peores que las de los días laborables, por su ociosidad, gula, ebriedad, juego y otros vicios. Además, la misa y el sermón se escuchan sin que produzcan corrección, y la oración se reza sin fe. Casi sucede que uno cree que basta con mirar la misa con los ojos, escuchar el sermón con los oídos y decir la oración con la boca y proceden con gran superficialidad. Sin pensar que de la misa deben recibir algo en el corazón, que del sermón han de apren¬der y retener algo y con la oración, buscar, desear y esperar algo. Por cierto, la culpa mayor es la de los obispos y de los sacerdotes o de los encargados de la predicación porque no predican el evangelio y no enseñan a la gente cómo deben asistir a misa, escuchar el sermón y orar. Por tanto, explicaremos brevemente estas tres obras.
2. A la misa es menester que asistamos también con el corazón, y precisamente asistimos cuando ejercitamos la fe en el corazón. Aquí hemos de mencionar las palabras de Cristo cuando instituye la misa y dice: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo dado por vosotros". Y sobre el cáliz: "Tomad, bebed de él todos; esto es un nuevo pacto eterno en mi sangre derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados. Haced esto todas las veces que bebiereis en memoria de mí". Por estas palabras Cristo instituyó para sí un día conmemorativo o aniversario para que fuera festejado diariamente en toda la cristian¬dad y le añadió un testamento espléndido, opulento y grande, en el cual no se legan y se disponen réditos, dinero o bienes temporales, sino la remisión de todos los pecados, gracia y misericordia para la vida eterna, para que todos los que vienen a este día conmemorativo tengan el mismo testamento. Y murió; con lo cual este testamento se hizo per¬manente e irrevocable. Y como signo y testimonio en lugar de documento y sello, dejó su propio cuerpo y sangre aquí bajo el pan y el vino.
Ahora bien, es necesario que el hombre realice muy bien la primera obra de este mandamiento y que de modo alguno dude de que es así y que el testamento le es seguro, para no hacer de Cristo un mentiroso. Porque no es otra cosa cuando asistes a misa y no piensas o crees que allí mismo Cristo por su testamento te ha legado y dado la remisión de todos los pecados. Sería como si dijeses: "No sé o no creo que sea cierto que aquí se me haya legado y dado la remisión de mis pecados". Oh, ¡cuántas misas hay ahora en el mundo! Mas ¡cuan pocos las oyen con semejante fe y uso! Con esto hacemos que Dios se encolerice muy gravemente. Por tanto, nadie debe, ni tampoco puede, asistir a misa con provecho a no ser apesadumbrado y ansioso de la gracia divina y deseando quedar libre de su pecado. O si tiene un propósito malo, debe cambiar bajo la misa y ansiar los beneficios de este testamento. Por ello, en tiempos pasados, no se permitía asistir a misa a ningún pecador notorio.
Cuando esta fe es recta, el corazón debe ponerse alegre a causa de este testamento y calentarse y derretirse en el amor de Dios. Entonces siguen alabanza y gratitud de un corazón enternecido. Por ello, la misa en griego se llama eucaristía, lo que significa agradecimiento, porque alabamos a Dios y le damos gracias por semejante testamento grato, opulento y bienaventurado, como agradece, alaba y está contento aquél a quien un buen amigo haya legado mil ducados o más. Aunque le suceda a Cristo como a los que con su testamento enriquecieron a algunos que nunca pensaron en ellos ni los encomiaron ni les dieron gracias, así se efectúan ahora nuestras misas, con tal que sólo se celebren. No saben para qué y por qué sirven. En consecuencia, tampoco damos gracias ni amamos ni loamos, y quedamos indiferentes conformándonos con nues¬tras pequeñas oraciones. De esto trataremos más en otra oportunidad.
3. La predicación no debería ser otra cosa sino el anuncio de este testamento. Mas, ¿quién puede oírlo si nadie lo predica? Pero tampoco lo saben los que han de predicarlo. Por ello, los sermones divagan a fábulas inútiles y se olvida a Cristo. Nos sucede lo mismo como al hom¬bre en 2ª Reyes 7, vemos nuestro bien, pero no gozamos de él. De esto dice también el Eclesiastés 6: "Es un grave mal cuando Dios a uno le da riqueza, pero no la facultad de gozar de ella". Así vemos un sinnúmero de misas y no sabemos si es un testamento, si es esto o aquello, como si fuese por sí misma otra buena obra común y cualquiera. ¡Oh Dios, qué enceguecidos estamos! Empero, cuando esto se predica rectamente, es necesario que uno lo escuche con diligencia, lo aprehenda, lo retenga y piense a menudo en ello para fortalecer la fe de esa manera contra toda tentación y el embate del pecado, ya sea que se trate de pecados pretéritos, presentes o futuros. Estas son las únicas ceremonias o usos instituidos por Cristo bajo los cuales sus cristianos han de unirse, ejercitarse y mantenerse en" armonía. No obstante, no las dejó como otras ceremonias para que sean simples obras, sino puso en ellas un tesoro abundante y opulento, para ser distribuido y dado en propiedad a todos los que creen en ello. Esta predicación debe estimular a los pecadores para que sientan sus pecados y para encender en ellos el ansia de poseer el tesoro. En consecuencia, ha de ser pecado grave no escuchar el evangelio y desechar tal tesoro y el opulento banquete, para el cual hemos sido invitados. Pero mucho más grande es el pecado cuando no se predica el evangelio y se deja perder tanta gente que con gusto lo escucharían, aunque Cristo severamente mandó predicar el evangelio y este testamento. No quiere tampoco que se celebre misa, a no ser que se predique el evangelio, como dice: "Cuantas veces lo hacéis, acordaos de mí". Esto es lo que dice San Pablo: "Anun¬ciáis mi muerte". Por ello es terrible y tremendo ser obispo, párroco y predicador en nuestra época, puesto que nadie ya conoce este testa¬mento y menos aún lo predica, lo que, sin embargo, es su única y supre¬ma obligación y deber. ¡Qué cuenta enorme tendrán que rendir por tantas almas que han de perderse por falta de semejante predicación!
4. Hay que orar, no como es la costumbre contando muchas hojas del devocionario y cuentas del rosario, sino que hemos de exponer alguna adversidad apremiante, ansiar con toda seriedad ser librado de ella y en esto ejercitar la fe y la confianza en Dios de manera que no dudemos de ser atendidos. Así enseña San Bernardo a sus hermanos, diciendo: "Amados hermanos, jamás despreciaréis vuestra oración como si fuera vana, puesto que por cierto os digo que antes de enunciar vosotros las palabras, la oración ya está registrada en el cielo. Y debéis esperar como seguro que Dios cumplirá vuestra oración o en caso de no cumplirla, que no os habría sido bueno y útil el cumplimiento".
De este modo la oración es un especial ejercicio de la fe, por la cual de seguro hace que la oración sea tan agradable que, o se cumple por cierto o se da en lugar de ello algo mejor de lo que pedimos. Así dice también Santiago 1: "El que pida a Dios no debe dudar en la fe, puesto que cuando duda, no piense el tal hombre que recibirá ninguna cosa de Dios". Es un pasaje claro, que directamente afirma y niega: el que no confía, nada obtiene, ni lo que pide ni algo mejor.
Para despertar semejante fe, Cristo mismo dice en Marcos 11: "Os digo que todo lo que pidiereis, creed solamente que lo recibiréis, y seguramente os sucederá". Y Lucas 11: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y os será abierto. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abre. ¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pidiere pan, le dará una piedra? ¿O, una serpiente, si pide pescado? O, si le pidiere un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros mismos, siendo malos por naturaleza, sabéis dar buenas dá¬divas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará un espí¬ritu bueno a todos los que se lo pidieren?"
5. ¿Quién es tan duro e insensible que tales palabras magníficas no lo conmuevan a orar con toda confianza, alegría y agrado? Mas ¡cuántas oraciones tendríamos que reformar también, si quisiésemos orar recta¬mente de acuerdo con estas palabras! Ahora todas las iglesias y conven¬tos están llenos de oraciones y cantos. Empero, ¿cómo sucede que de ello resulta poca corrección y utilidad y cada vez la situación se vuelve peor? No hay otra causa que la que Santiago indica diciendo: "Pe¬dís mucho y no recibís nada porque pedís mal". Donde no existe esta fe y confianza en la oración, ella está muerta y no es más que pesada fatiga y trabajo. Si algo se da por ello, es sólo provecho temporal sin ningún bien y auxilio de las almas, más bien para gran daño y enceguecimiento de ellas. Así andan y charlan con la boca, sin que importe si lo consiguen o lo desean o confían y quedan obstinados en semejante incredulidad como en la peor costumbre contra el ejercicio de la fe y de la naturaleza de la oración.
De esto resulta que un verdadero adorador jamás duda de que su oración será ciertamente agradable y atendida, aunque no se le dé precisamente lo mismo que él pide. Pues hay que exponer a Dios la necesidad en la oración, pero no se le debe poner una medida, un modo, una meta o un lugar, sino que debemos dejar a su criterio si lo quiere dar mejor o de otra manera de lo que pensamos nosotros, puesto que muchas veces no sabemos lo que pedimos. Así dice San Pablo en Ro¬manos 8: "Y Dios obra y da más alto de lo que comprendemos". Y en Efesios 3 dice que no haya duda con respecto a que la oración sea aceptada y atendida. Pero hay que dejar libre a Dios el tiempo, el lugar, la medida y la meta, confiando que él lo hará bien como debe ser. Son los verdaderos adoradores los que lo adoran en el espíritu y en la verdad. Los que no creen que serán escuchados pecan por el lado izquierdo contra este mandamiento y se apartan demasiado en su incredualidad. Mas los que le ponen una meta, pecan por el lado derecho y se acercan demasiado, tentando a Dios. Él prohibió ambas cosas para que no nos alejásemos de su mandamiento ni hacia el lado izquierdo ni hacia el derecho. Esto significa no ser incrédulo ni tentar a Dios, sino quedar en el recto camino con fe sencilla y confiar en él sin ponerle meta.
6. Así vemos que este mandamiento, lo mismo que el segundo, no ha de ser otra cosa que un ejercicio y una aplicación del primero, es decir, de la fe, fidelidad, confianza, esperanza y amor de Dios que siempre el primer mandamiento es el principal de todos y la fe es la obra suprema y la vida de todas las demás, sin la cual, como queda dicho, no podrían ser buenas.
Pero si dices: ¿cómo, si no puedo creer que mi oración sea aten¬dida y sea grata? Contesto: precisamente por eso se te ha mandado que creas, ores y realices todas las demás buenas obras para que te des cuenta de lo que puedes hacer y de lo que no puedes efectuar. Y cuando notas que no puedes creer y obrar así, debes lamentarte humildemente por ello ante Dios. Así comienzas con un débil destello de la fe y la fortaleces más y más ejercitándola en toda vida y obra. No hay nadie en la tierra que no tenga fuerte participación en la falta de fe (esto es del primero y supremo mandamiento). También los santos apóstoles, como lo demuestra el evangelio, y principalmente San Pedro, eran débiles en la fe, de modo que rogaron a Cristo, diciendo: "Auménta¬nos la fe". Y Cristo frecuentemente los reprende por tener poca fe. Por ello no debes desesperar ni cruzar los brazos y estirar las pier¬nas, por no estar tan fuerte en la fe, en la oración o en otras obras como debieras o quisieras ser. Hasta has de dar gracias a Dios de todo corazón que de esa manera te revela tu debilidad. Con ello te enseña y te exhorta que te es menester ejercitarte y día tras día fortalecerte en la fe. Porque ¿cuántas personas ves que despreocupadas oran, can¬tan, leen, obran y parecen grandes santos, pero, no obstante, jamás llegan al punto de conocer cuál es su situación frente a la obra prin¬cipal: la fe? Enceguecidos, se seducen a sí mismos y a otros. Creen que su proceder es correcto. Así edifican en secreto sobre la arena de sus obras, sin fe alguna en la gracia de Dios y sus promesas por medio de una fe fuerte y pura.
Por consiguiente, mientras que vivamos, sea cuanto tiempo que qui¬siere, tenemos muchísimo que hacer para quedar discípulos del primer mandamiento y de la fe, con todas las obras y sufrimientos, y no cesar de aprender. Nadie sabe cuan grande es confiar sólo en Dios sino aquel que lo comienza y lo ensaya con obras.
7. Ahora piensa una vez más: Si no se hubiese mandado ninguna buena obra más, ¿no bastaría con la sola oración para ejercitar toda, la vida del hombre en la fe? Para tal obra han sido ordenados espe¬cialmente estados eclesiásticos, como en tiempos pasados algunos pa¬dres oraban día y noche. Hasta no hay cristiano que no tenga que orar incesantemente. Pero me refiero a la oración espiritual. Es decir, nadie, cuando quiere, está tan fuertemente cargado por su trabajo que no pueda hablar, al lado del trabajo, en su corazón con Dios, exponerle sus adversidades y las de otros hombres, desear auxilio, rogar y en todo ello ejercitar y fortalecer su fe.
A esto se refiere el Señor, en Lucas 18: "Es necesario orar siem¬pre y no desmayar". En Mateo 6 le prohíbe las muchas palabras y la oración larga y reprende a los hipócritas. No es mala la oración larga, pero no es la oración verdadera que puede elevarse en todo tiempo y que sin el ruego interior de la fe no es nada. Debemos cultivar también la oración exterior a su tiempo, máxime en la misa, como exige este mandamiento y cuando es provechosa para la oración interior y la fe, ya sea en la casa, en el campo, en esta obra o en aquélla, que aquí no puede ser tratado más explícitamente, puesto que esto corresponde al padre¬nuestro, en el cual en breves palabras están comprendidas todas las peticiones y la oración hablada.
8. ¿Dónde están los que desean conocer buenas obras y llevarlas a cabo? Si sólo se ocupan de la oración y la practican rectamente en la fe, se darán cuenta de que es cierto lo que dijeron los Santos Padres, que no hay un trabajo como la oración. Murmurar con la boca es fácil o se considera que es sencillo. Empero es un hecho grande ante los ojos de Dios seguir las palabras con un corazón sincero en devoción pro¬funda, es decir, en deseos y en la fe ansiar seriamente lo que significan las palabras, no dudando de ser escuchado.
A esto, el espíritu maligno se opone con la totalidad de las fuerzas. ¡Oh, cuántas veces impedirá aquí el deseo de orar, no dando tiempo ni lugar! Hasta a menudo suscitará dudas respecto a la dignidad del hom¬bre para rogar a una majestad como lo es Dios. Confundirá al hombre de modo que no sepa si es serio o no lo que está rogando o si es posible que su oración sea grata y otros semejantes pensamientos extraños más. El diablo sabe bien cuan poderosa es la recta oración creyente de un solo hombre; cuánto le afecta y cuan útil es a todos los hombres. Por ello no le gusta que se haga. Allí el hombre ha de ser prudente y no debe dudar de que él y su oración son indignos ante tal majestad inmensa. De ningún modo ha de fiarse de su dignidad o ha de cesar a causa de su indignidad. Por el contrario, debe atender el mandamiento de Dios, recordándoselo, y orar oponiéndose al diablo, y decir: "Por mi dignidad no he empezado nada y por mi indignidad no he dejado de hacer nada. Ruego y obro por el solo hecho de que Dios por su sola bondad ha prometido a todos los indignos que serán escuchados y obten¬drán la gracia". Hasta no sólo se lo ha prometido, sino les ha ordenado muy severamente orar, confiar y aceptar so pena de su eterno disfavor e ira. La alta majestad se ha dignado a obligar tan fuerte y estricta¬mente a tales indignos gusanitos suyos que rueguen a él, confíen en él y acepten de él. Por esto, no me será excesivo aceptar tal manda¬miento con todo gozo, por digno o indigno que yo fuere. De esta manera hay que repudiar las insinuaciones del diablo por medio del mandamiento de Dios. Así terminará y de otra manera jamás.
9. ¿Cuáles son las cosas y las necesidades que debemos proponer y pedir a Dios todopoderoso en la oración para ejercitar la fe en ella? Contesto: Son primero las adversidades y las necesidades que a cada uno apremian. De ello dice David en el Salmo 31: "Tú eres mi refugio en toda la angustia que me rodea y eres mi consuelo para librarme de todo mal que me circunda", ítem en el Salmo 142: "Con mi voz he clamado a Dios, el Señor; con mi voz he rogado a Dios. Delante de sus ojos expondré mi oración. Delante de él derramaré cuanto me apre¬mia". Del mismo modo el cristiano en la misa propondrá lo que siente, que le falte o tenga de más y todo eso derramará con franqueza ante Dios llorando y gimiendo tan lastimosamente como pueda, como delan¬te de su fiel padre que está dispuesto a ayudarlo. Si no sabes o conoces tu desgracia o no sientes tentación, debes saber que tu situación es pé¬sima. Pues es la mayor tentación que te encuentres tan obstinado, duro de corazón e insensible que ninguna tentación te afecte.
Pero no hay espejo mejor en el cual puedas advertir tu desdicha que precisamente los diez mandamientos, en los cuales hallarás lo que te falta y lo que debes buscar. Luego, si adviertes en ti una fe débil, poca esperanza y escaso amor de Dios; también, cuando no alabas ni honras a Dios, sino amas la propia honra y gloria; cuando estimas mucho el favor de los hombres y no te gusta oír misa y sermón; cuando eres perezoso para orar —estos defectos abundan en todos— debes tener estas faltas por más graves que todos los daños corporales en bienes, honra y cuerpo, puesto que son peores que la muerte y todas las enfer¬medades mortales. Debes proponer estos defectos con seriedad a Dios, reclamar y pedir auxilio y con toda confianza esperar que '"serás atendi¬do y obtendrás la ayuda y la gracia. Luego, recurre seguidamente a la otra tabla de los mandamientos y ve como has sido desobediente al padre, a la madre y a toda autoridad y aún lo eres; como has incurrido en ira y odio e insulto frente a tu prójimo; como te tienta la deshones¬tidad, la avaricia y la injusticia en hechos y palabras con respecto a tu prójimo. Así, sin duda te darás cuenta de que estás sumido en toda desgracia y miseria y tendrás motivos suficientes de llorar hasta gotas de sangre, si pudieras.
10. Pero sé muy bien que muchos de ellos son tan necios que no quie¬ren pedir estas cosas si no están limpios anteriormente, opinando que Dios no atiende a nadie que esté sumido en pecado. La culpa la tienen los predicadores falsos que comienzan a enseñar, no acerca de la fe y de la confianza en la merced de Dios, sino de las propias obras.
Pobre hombre, si te rompes una pierna o si te sobreviene un pe¬ligro corporal de muerte, llamas a Dios, a este santo o a aquél, y no esperas hasta que se sane tu pierna o pase el peligro. Y no eres tan necio de creer que Dios no escucha a nadie que tiene la pierna rota o está en peligro mortal. Plasta opinas que Dios debe atenderte más cuan¬do estás en la mayor miseria y angustia. Así, ¿por qué en este caso estás tan atolondrado, cuando hay una desgracia inmensamente grande y daño eterno y no quieres rogar previamente por fe, esperanza, amor, humil¬dad, obediencia, castidad, mansedumbre, paz y justicia, si no estás anteriormente libre de toda incredulidad, duda, soberbia, desobediencia, deshonestidad, cólera, avaricia e injusticia? Al contrario, cuanto más defectos hallares en ti en este sentido, tanto más frecuente y diligente¬mente deberías orar y clamar.
Somos tan ciegos que con enfermedad y desgracia corporales acu¬dimos a Dios, pero con la enfermedad del alma huimos de él y no quere¬mos volver sin estar antes sanos. Es como si existiese algún otro dios que pudiera sanar el cuerpo y otro capaz de curar el alma, o si en la miseria espiritual, que es mayor que la corporal, pudiésemos ayudarnos a nosotros mismos. Estas son opiniones e ideas diabólicas.
No así, querido; si quieres sanar de pecados no debes sustraerte a Dios sino más animado acudir a él y rogarle como si hubieses sufrido una desgracia corporal. Dios no es enemigo de los pecadores, sino sólo de los incrédulos, es decir, de los que no advierten sus pecados, no la¬mentan ni buscan auxilio contra ellos en Dios, sino en su orgullo quieren limpiarse previamente a sí mismos y no depender de su gracia. No quieren dejarlo ser un Dios que lo da todo a cualquiera y a su vez no toma nada.
11. Todo eso se dijo de la oración por necesidad propia y en ge¬neral. Pero la oración que en sentido estricto corresponde a este man¬damiento y se llama obra del día de reposo, es mucho mejor y mayor. Debe rezarse por la unión de toda la cristiandad, por toda necesidad de todos los hombres, enemigos y amigos, sobre todo por los problemas que hay en la parroquia o en el episcopado de cada cual. Así San Pablo mandó a su discípulo Timoteo: "Te amonesto que procures se hagan rogativas y peticiones por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad, porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador". Lo mismo en Jeremías 29 mandó al pueblo de Israel que rogase por la ciudad y el país de Babilonia porque la paz de la urbe sería también su paz, y Baruc 1: "Rogad por la vida del rey de Babilonia y por la vida de su hijo para que vivamos en paz bajo su gobierno".
Esta oración general es preciosa y la más potente por la cual también nos reunimos. Por esto la iglesia se llama también casa de oración, por¬que allí todos juntos en armonía nos ocupamos de las necesidades nues¬tras y de ¡as de todos los hombres, las proponemos a Dios e imploramos su gracia. Por esto, debe hacerse con emoción del alma y con seriedad, porque tal necesidad de todos los hombres ha de tocarnos en el alma y debemos rogar así con verdadera compasión por ellos en recta fe y con¬fianza. Si tal oración no se elevase en la misa, ésta debería ser suprimida. ¿Cómo concuerda el que, por una parte, nos reunamos corporalmente en una casa de oración lo cual indica que en común hemos de clamar y rogar por toda la comunidad, con la realidad de que individualicemos las oraciones, y las partamos de moda que cada uno sólo pide por sí mismo y ninguno atiende al otro ni se preocupa de la necesidad de nadie? ¿Cómo una oración tal puede llamarse útil, buena, grata y co¬mún u obra del día de reposo y de la asamblea? Así proceden los que rezan sus propias oraciones pequeñas, uno por esto, otro por aquello. No tienen sino oraciones egoístas que buscan sólo la ventaja propia. Dios es enemigo de tales oraciones.
12. Un indicio de que la oración general es una costumbre antigua es el hecho de que al final del sermón se reza la confesión y se ruega en el pulpito por toda la cristiandad. Más no debería bastar con esto, como es ahora el modo y uso, sino habría de ser una exhortación de rogar durante toda la misa por las necesidades que el predicador indique. Éste debe amonestarnos previamente por nuestros pecados, humillándonos con eso para que reguemos dignamente. Ello puede hacerse en forma bre¬vísima, para que después los feligreses mismos confiesen sus pecados todos en conjunto ante Dios y rueguen por todos con seriedad y fe.
Oh, si plugiera a Dios que alguna comunidad todavía oyese misa y orase de este modo, de manera que un serio clamor del corazón de todo el pueblo en común subiera a Dios, ¡qué virtud infinita y auxilio resul¬taría de la oración! ¿Qué cosa peor podría ocurrir a todos los espíritus malos? ¿Qué obra mayor podría realizarse en la tierra? Por ella se conservarían tantos hombres buenos y se convertirían tantos pecadores.
Por cierto, la iglesia cristiana en la tierra no tiene mayor poder ni obra que tal oración general contra todo lo que pueda sucederle. Lo sabe muy bien el espíritu maligno y por ello hace cuanto puede para suprimir esta oración. Nos hace edificar lindas iglesias, instituir mu¬chas fundaciones, tocar el órgano, leer y cantar, celebrar muchas misas y desplegar una pompa sin medida. Esto no lo afecta, hasta ayuda que tengamos esas actividades por lo mejor y que nos parezca haber cum¬plido bien de esta manera. Empero esta oración general fuerte y fruc¬tífera desaparece al lado de ellas y a causa de semejante fausto im¬perceptiblemente se acaba. Entonces tiene lo que quería. Donde está paralizada la oración, nadie le quitará algo y nadie se le opondrá tam¬poco. En cambio, si advirtiera que esta oración se usa, aunque fuese bajo un techo de paja o en una porqueriza, por cierto no lo dejaría pasar sino que temería mucho más esta misma porqueriza que todas las iglesias altas, grandes y hermosas, las torres, las campanas que pudiera haber en alguna parte, donde no se usara tal oración. En verdad, lo que importa no son los lugares ni los edificios donde nos reunimos, sino solamente esta oración invencible, y que nos unamos verdaderamente en ella y la presentemos a Dios.
13. La eficacia de esta oración la notamos por el siguiente hecho: antaño Abraham suplicó por las cinco ciudades, Sodoma, Gomorra, etc., y logró que Dios no las destruyera siempre que hubiese diez hombres buenos en ellas, dos en cada una. ¿Qué haría Dios, si muchos en común le rogasen de todo corazón y con seriedad y confianza? También dice Santiago 5: "Amados hermanos, rogad los unos por los otros, para que seáis salvos; la oración del justo puede mucho, cuando insiste o no cesa". Esto es que no deje de seguir rogando, aunque no obtenga pronto lo que pide, como hacen algunos pusilánimes. Pone por ejemplo a Elías, el profeta, quien era hombre (dice) como nosotros y rogó que no lloviese. Y no llovió durante tres años y seis meses. Por otra parte, rogó y cayó lluvia y todo se volvió fértil. En las Escrituras hay muchos pasajes y ejemplos que nos impelen a rogar con tal que se haga con seriedad y fe. Así dice David en el Salmo33: "He aquí, el ojo de Dios está sobre los que lo temen y sus oídos atienden sus oraciones". También: "Cercano está Dios a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras". ¿Por qué añade "invocar de veras"? A saber, que no es orar e invocar cuando sólo murmuran los labios.
¿Qué hará Dios, si así te presentas con tu boca, tu devocionario y tu padrenuestro, sin pensar en más que en terminar con las palabras y en cumplir el número? Si alguien te pregunta de qué se trata o qué te has propuesto pedir, tú mismo no lo sabrás, porque no fue tu intención presentar a Dios esto o aquello y desearlo. La única causa para orar es que te han impuesto rezar tanto y tanto. Con esto quieres cumplir y realizarlo. No es extraño que el rayo y el trueno tantas veces incendien iglesias, porque de la casa de oración hacemos una casa de escarnio. Hablamos de oración, aun cuando en ella no proponemos ni ansiamos nada. Deberíamos proceder como los que quieren pedir algo a los gran¬des príncipes, que no se proponen presentar sólo una serie de palabras, porque en este caso el príncipe creería que se burlan de él o que están fuera de sí, sino que formulan su petición sencilla y claramente y ex¬ponen su desgracia con asiduidad. No obstante, lo dejan al criterio de su merced con la firme confianza de ser atendidos. Lo mismo debe¬mos tratar con Dios de cosas ciertas, invocar su nombre en alguna necesidad apremiante, encomendándola a su gracia y buena voluntad y no dudando de ser escuchados. Dios ha prometido atender semejantes ruegos, lo que no ha hecho príncipe terrenal alguno.
14. Este modo de rogar lo practicamos magistralmente cuando su¬frimos en nuestro cuerpo. Si alguno está enfermo invoca a San Cristó¬bal lí6, otro a Santa Bárbara127; otro hace votos de peregrinar a San¬tiago de Compostela, para acá y acullá. Entonces hay oración seria, firme confianza y toda suerte de buena oración. Pero cuando en la iglesia asistimos a misa, estamos rígidos como simples estatuas y no sabemos presentar nada ni quejarnos de algo. Corren las cuentas del rosario, pasan las hojas del devocionario y los labios murmuran. Y de esto no resulta nada.
Mas si preguntas qué debes proponer y qué presentar en la ora¬ción, fácilmente puedes instruirte por los diez mandamientos y el padre¬nuestro. Abre los ojos y mira tu vida y la de toda la cristiandad, sobre todo el estado eclesiástico, y verás que están decaídos la fe, la esperanza, el amor, la obediencia, la castidad y todas las virtudes. Imperan toda clase de vicios horribles. Faltan predicadores y prelados buenos. Gobier¬nan meros bribones, niños, orates y mujeres. Advertirás que será menes¬ter prevenir tal ira terrible de Dios mediante ruegos, con lágrimas de sangre orando siempre sin cesar en todo el mundo. Es muy cierto que jamás hacía más falta rogar que en nuestra época y seguir orando hasta el fin del mundo. Si tales horrendas deficiencias no te conmueven para lamentación y lloro, no deben engañarte tu estado, tu orden, buenas obras u oraciones. No habrá en ti ninguna vena ni vestigio de Cristo, seas tan piadoso como fueres. Se ha dicho claramente que en los tiempos cuando Dios más se encoleriza y la cristiandad sufre la mayor miseria, no habrá intercesores y procuradores frente a Dios, como dice Isaías llorando, en el capítulo 64: "Te encolerizas con nosotros y desgraciadamente no hay nadie que "se despierte para de¬tenerte", ítem, Ezequiel 22 dice: "Busqué entre ellos alguno que hiciese vallado, y que se me opusiera y me resistiese; mas no lo hallé. Por tanto, derramé sobre ellos mi ira; con el fuego de mi ira los con¬sumí". Con estas palabras indica Dios como él quiere que lo detengamos a él y nos opongamos a su ira, los unos por los otros. Así está escrito del profeta Moisés, que muchas veces detuvo a Dios para que no derramase su ira sobre el pueblo de Israel.
15. ¿Dónde han de quedar, pues, los que no sólo no advierten se¬mejante desgracia de la cristiandad, ni interceden, sino ríen, tienen com¬placencia en ello, juzgan, calumnian, hacen públicos los pecados del prójimo? No obstante, impertérritos y desvergonzados pueden ir a la iglesia, oír misa, rezar oraciones y tenerse por buenos cristianos y ha¬cerse pasar por tales. Sería menester que se rogara dos veces por ellos, mientras se ora una vez por aquellos que son juzgados, difamados y ridiculizados por ellos. Que habrá esa clase de gente también en lo futuro se anunció por el malhechor a la izquierda que injurió a Cristo en su padecimiento, angustia y desgracia y por todos los que se mofa¬ron de Cristo en la cruz cuando deberían haberlo ayudado a lo extremo.
Oh Dios, ¡qué ciegos, qué insensatos nos hemos tornado nosotros los cristianos! ¿Cuándo terminará tu ira, Padre celestial? Es nuestra torpe sensualidad la que nos impulsa a burlarnos, blasfemar y juzgar la desdicha de la humanidad, para orar por la cual nos reuníamos en la iglesia y la misa. Cuando los turcos destruyen ciudades, países y gentes y devastan iglesias, creemos que la cristiandad ha sufrido un daño importante. Nos lamentamos e invitamos a reyes y príncipes a luchar. Mas, cuando se pierde la fe, se enfría el amor, decrece la palabra de Dios y abunda toda clase de pecados, nadie piensa en luchar. Hasta los papas, obispos, sacerdotes y religiosos que en esa guerra espiritual contra esos males espirituales —mucho más peligrosos que los turcos— deberían ser duques, capitanes y alféreces, ellos mismos son los príncipes y conductores de tales turcos y del ejército infernal, como Judas fue guía de los judíos cuando prendieron a Jesús. Debía ser un apóstol, un obispo, un sacerdote, uno de los mejores, quien comenzó a dar muerte a Cristo. Así también la cristiandad debe ser destruida por los que tendrían la obligación de defenderla. No obstante, quedan tan insensatos que quieren comerse al turco y en su propia tierra in¬cendian la casa y el redil de ovejas y los dejan quemarse con las ovejas y cuanto se halla adentro. Y sin embargo, piensan en el lobo del bosque. Así es esta época, este es el premio que hemos merecido por ser ingratos frente a la infinita gracia que Cristo nos adquirió gratuitamente con su preciosa sangre, grande fatiga y amarga muerte.
16. ¿Dónde están los ociosos que no sepan cómo hacer buenas obras? ¿Dónde están los que van a Roma, a Santiago de Compostela, para acá y .acullá? Ocúpate sólo de esta obra de la misa; mira el pecado y la caída de tu prójimo; ten misericordia de él, siente compasión; laméntate ante Dios e implórale; haz lo mismo con todas las demás adversidades de la cristiandad, principalmente de las autoridades, que para nuestro castigo y tormento inaguantables Dios permite que caigan tan tremendamente y sean engañadas. Si lo haces con diligencia, está seguro de que eres uno de los mejores luchadores y duques no sólo contra los turcos, sino tam¬bién contra los diablos y las potestades del infierno. Empero, si no lo ha¬ces, nada te aprovecharía que realizases todos los milagros de todos los santos y matases a todos los turcos, si se hallara que fueses culpable de no haberte preocupado de la desgracia de tu prójimo y de esa manera haber pecado contra el amor. En el día del juicio, Cristo no preguntará cuánto rogaste por ti, cuánto ayunaste, peregrinaste y cuán¬to hiciste de esto y aquello, sino cuánto ayudaste a los demás, los más humildes. Ahora, entre los humildes indudablemente se hallan también aquellos que están en pecado y en pobreza, cárcel y desgracia espiri¬tuales. Actualmente hay de ellos mucho más que los que sufren males corporales. Por ello, mira tu camino. Nuestras propias buenas obras, que nos hemos elegido, concentran nuestra atención en nosotros mismos, para que busquemos sólo nuestra utilidad y nuestra salvación. Mas los mandamientos de Dios nos dirigen hacia nuestro prójimo para que de esa manera sólo seamos útiles a los demás para su salvación, como Cristo en la cruz no sólo rogó por sí mismo, sino más aún por nosotros, cuando dijo : "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Así de¬bemos rogar también nosotros, los unos por los otros. De ello cada cual puede deducir que son gente mala y pervertida los que calumnian, juzgan los delitos ajenos y menosprecian a otras personas. No hacen otra cosa que sólo agraviar a aquellos por los cuales deberían gozar. En este vicio nadie está tan sumido como precisamente los que realizan muchas buenas obras propias y aparentan ser algo destacado entre los hombres y son estimados por sus actividades que parecen ser sublimes en toda suerte de buenas obras.
17. Este mandamiento, según su sentido espiritual, comprende una obra aún mejor, que abarca toda la naturaleza humana. En conexión con esto, hay que saber que sábado, en hebreo, significa feriado o reposo. Porque Dios reposó el séptimo día y acabó todas las obras que había creado, Génesis 2. Por ello, mandó también en Éxodo 20 a que se santificase el séptimo día y que interrumpiésemos nuestras obras que estamos realizando en los seis días. Este mismo sábado, es trocado para nosotros en domingo, y los demás días se llaman laborables. El do¬mingo se llama día de reposo o día feriado o día santo. Plegué a Dios que en la cristiandad no haya días feriados sino el domingo y que las fiestas de Nuestra Señora y de los santos se festejen todas en el domingo. De esta manera muchas maldades no se llevarían a cabo por el tra¬bajo de los días laborables. Tampoco quedarían los países tan empo¬brecidos y consumidos. Mas ahora estamos plagados con muchos días de fiesta para perdición de las almas, cuerpos y bienes. Sobre este tema se podría decir mucho.
Este reposo o interrupción del trabajo es de carácter doble: corporal y espiritual. Por ello también este mandamiento se interpreta en dos sentidos.
El feriado y reposo corporales, como se dijo arriba, consisten en dejar nuestra tarea profesional y trabajo, para reunimos en la iglesia, asistir a misa, oír la palabra de Dios y rogar en común al unísono. Por cierto este feriado es de índole corporal y ya no ha sido ordenado por Dios en la cristiandad, como dice el apóstol, en Colosenses 2: "No os dejéis obligar por nadie a día feriado alguno", porque ellos han sido en la antigüedad prefiguraciones; pero ahora se ha verificado la reali¬dad, de modo que todos los días son días feriados, como dice Isaías 66: "Un día de reposo seguirá al otro", y por otra parte todos los días serán laborables. No obstante, el día feriado es necesario y está ordenado a causa de los laicos imperfectos y de los trabajadores para que puedan ir a oír la palabra de Dios. Como vemos, los sacerdotes y eclesiásticos celebran misa todos los días, rezan a toda hora y se ejercitan en la pa¬labra de Dios estudiando, leyendo y oyendo. A tal efecto, a diferencia de los demás, están liberados del trabajo, provistos de rentas y tienen feriado todos los días. También todos los días realizan las obras del día de reposo, y no tienen día laborable, sino un día es como el otro. Si todos fuésemos perfectos y conociésemos el evangelio, podríamos trabajar todos los días si quisiésemos, o reposar si pudiéramos, pues ahora no hay necesidad ni ha sido ordenado reposar, sino con el solo objeto de aprender la palabra de Dios y de orar.
El feriado espiritual a que Dios se refiere especialmente en este mandamiento, consiste en esto: que no sólo dejemos el trabajo y la tarea profesional, sino más bien que solamente a Dios dejemos obrar en nos¬otros y no obremos nada propio con todas nuestras fuerzas. Pero ¿cómo sucede esto? Esto acontece así: el hombre, corrompido por el pecado, tiene mucha mala tendencia e inclinación hacia todos los pecados, como la Escritura dice en Génesis 8: "El corazón y la mente del hombre siempre se inclinan a lo malo", esto es, soberbia, desobediencia, ira, odio, avaricia, deshonestidad, etc. En suma, en todo lo que hace y deja, el hombre busca su utilidad, su voluntad, su honra más que las de Dios y de su prójimo. Por ello, todas sus obras, todas sus palabras y pensamientos y toda su vida son malos y no divinos.
Si Dios ha de obrar y vivir en él, todos estos vicios y maldades deben ser eliminados y extirpados para que haya reposo y pausa de todas nuestras obras, palabras, pensamientos y vida, y en adelante (como dice Pablo en Gálatas 2) que no nosotros sino Cristo viva, obre y hable en nosotros. Esto no sucede con días agradables y buenos, sino es menes¬ter causar dolor a la naturaleza y hacerla sufrir. Aquí se suscita la lucha entre el espíritu y la carne. El espíritu se opone a la cólera, la voluptuosidad, la soberbia, mientras que la carne quiere vivir en gozo, honra y sosiego. De esto dice San Pablo en Gálatas 5: "Los que son de Cristo, han crucificado la carne con los vicios y concupiscencias". Siguen después las buenas obras, ayunos, vigilias y trabajos. De esto algunos hablan y escriben tanto, mientras no saben ni comienzo ni fin de ellas. Por esto diremos también algo sobre este tema.
18. El feriado en que interrumpimos nuestra tarea y que sólo Dios obra en nosotros, se verifica de dos maneras; primero, por nuestra ejercitación propia; segundo, por los ejercicios y los impulsos de otras personas ajenas. Nuestra propia ejercitación debe efectuarse y ordenarse del si¬guiente modo: Primero, cuando notamos que nuestra carne, nuestra mente, nuestra voluntad y pensamiento nos irritan, hemos de opo¬nérnosles y no seguirlos, como dice el Sabio en Eclesiástico 18: "No cedas a tus apetitos". Y Deuteronomio 12: "No hagas lo que te pa¬rece".
En este caso, el hombre debe usar diariamente las oraciones que reza David: "Señor, guíame en tu camino, y no me dejes andar por mis senderos". Hay muchas más y todas están comprendidas en la ora¬ción: "Venga a nosotros tu reino". Los apetitos son muchos y muy variados y a veces por sugerencia del maligno tan arteros, sutiles y de buena apariencia que no es posible para un hombre gobernarse a sí mis¬mo en su camino. En vez de ponderar la propia actividad debe encomen¬darse al gobierno de Dios, no confiar en su razón, como dice Jere¬mías 10: "Señor, sé que el hombre no dispone de su camino". Esto se demostró cuando los hijos de Israel desde Egipto pasaban por el desier¬to, donde no había ni camino ni comida, ni bebida, ni refugio. Por ello Dios iba delante de ellos, de día en una nube clara, de noche en una columna de fuego; les daba pan celestial del cielo; conservaba su vestido y calzado que no se rompiesen, como leemos en los libros de Moisés. Por ello, rogamos: "Venga a nosotros tu reino", para que tú nos gobiernes y no nosotros mismos, puesto que en nosotros no hay cosa peor que nuestra razón y nuestra voluntad. Es la suprema y pri¬mera obra de Dios en nosotros y el mejor ejercicio interrumpir nuestra tarea, renunciar a la razón y a la voluntad, reposar y encomendarnos a Dios en todas las cosas, ante todo cuando parecen espirituales y buenas.
19. Después siguen los ejercicios de la carne, de mortificar los apeti¬tos groseros y malos, para alcanzar reposo y tener feriado. Los tenemos que apagar y calmar con ayunos, vigilias y trabajos. De esta causa aprendemos cuánto y por qué debemos ayunar, vigilar o trabajar.
Por desgracia hay muchos hombres ciegos que practican la morti¬ficación, trátese de ayunar, vigilar o trabajar, por la única causa que creen que son buenas obras por las cuales se logran grandes méritos. Por eso se comprometen y algunos de ellos llegan al extremo de arrui¬nar el cuerpo y enloquecer la cabeza. Más ciegos aún son los que miden, el ayuno no sólo por la frecuencia y la duración como aquéllos, sino también por la comida, opinando que es mucho más excelente no comer carne, huevos o mantequilla. Además, hay algunos que en los ayunos se guían por los santos y lo observan según días elegidos. Uno ayuna los miércoles, otro los sábados, uno el día de Santa Bárbara, otro de San Sebastián, etc. Todos ellos no buscan en los ayunos más que la obra en sí misma. Si han llevado a cabo ésta, creen que está bien hecha. No hablaré de los que ayunan de modo que, no obstante, beben con exceso. Otros ayunan con tanto pescado y otras viandas que se practicaría mucho mejor el ayuno comiendo carne, huevos y mantequilla v tendrían un beneficio mucho mejor de su ayuno. Ayunar así no es ayuno, sino burlarse del ayunar y de Dios.
Por ello, admito que cada cual elija el día, la comida y la cantidad, como él quiera, con tal que no se limite a eso, sino que cuide su carne. Si es voluptuosa y fatua, le imponga en proporción ayuno, vigilia y trabajo y no más, aun cuando lo hayan mandado el papa, la iglesia, el obispo, el confesor o quien sea. Nadie debe tomar jamás la medida y la regla del ayuno, de la vigilia y del trabajo, considerando la vianda, la cantidad o los días, sino como norma la disminución o el aumento de la voluptuo¬sidad y concupiscencia de la carne. Sólo para apagarlas y calmarlas se instituyeron el ayuno, la vigilia y el trabajo. Si no existiese esa volup¬tuosidad, comer valdría tanto como ayunar; dormir, tanto como estar de vigilia; estar ocioso, como trabajar. Una cosa sería tan buena como la otra y no habría diferencia.
20. Si alguien advierte que el pescado le ha originado más concu¬piscencia en su cuerpo que los huevos y la carne, debe comer carne y no pescado. En cambio, si notase que la cabeza se le torna aturdida y confusa o el estómago y el vientre le quedan afectados por el ayuno, y si no fuese menester apagar la sensualidad de su carne ni debiera haber ayuno, entonces ha de suprimirlo del todo y comer, dormir y andar ocioso cuanto le haga falta para la salud. No importa que se opongan los mandamientos de la iglesia o las reglas de la orden y las autoridades. Ningún mandamiento de la iglesia, ninguna regla de orden alguna puede llevar más el ayuno, la vigilia, y el trabajo y llevarlos más allá de lo que sirve y es útil para calmar y apagar la carne y su desenfreno. Donde esto se pasa mucho por alto y el ayuno, la absti¬nencia de comida y sueño y la vigilia se llevan a un extremo que el cuerpo no puede aguantar o a lo que no es necesario para apagar la concupiscencia, y cuando se arruina la naturaleza y se trastorna la men¬te, nadie debe creer haber hecho buena obra y no puede disculparse invocando el mandamiento de la iglesia o la regla de la orden. Se lo esti¬mará como un tal que se abandonó a sí mismo y, en cuanto a él le atañe, llegó a ser su propio asesino. El cuerpo no se nos dio para que le quitá¬semos su vida y obra naturales, sino sólo para exterminar su concupis¬cencia, a no ser que sus apetitos fuesen tan fuertes y grandes que uno no pudiera resistirse sin ruina y daño de la vida natural. Como dije, en los ejercicios de ayunar, de vigilia y de trabajo, uno no debe fijarse en las obras en sí mismas, ni en los días, ni en la frecuencia, sino sólo en el Adán libidinoso y voluptuoso para quitarle el prurito.
21. Por eso podemos juzgar cuan sabiamente o cuan locamente pro¬ceden algunas mujeres cuando están embarazadas o cómo hay que com¬portarse con los enfermos. Las insensatas observan el ayuno tan se¬veramente que ponen en peligro el fruto de su vientre y a sí mismas antes de dejar de ayunar como los demás. Tienen escrúpulos cuando no hay motivo, y cuando hay causa, no los tienen. Todo es culpa de los predicadores que hablan del ayuno sin circunspección no indicando ja¬más su verdadero uso, su medida, su fruto, su motivo y su fin. Igual¬mente habría que dejar comer y beber a los enfermos lo que quisiesen. En fin, donde termina la concupiscencia de la carne, ya desapareció toda causa de ayunar, vigilar y trabajar, de comer esto y aquello y ya no hay mandamiento alguno que obligue.
Por otra parte, hay que cuidarse de que no nazca de esta libertad pereza negligente para combatir la voluptuosidad de la carne. Porque el Adán vivo es muy astuto para liberarse de la obligación bajo el pre¬texto de evitar daños al cuerpo y a la cabeza. Algunos proceden como pelmazos y dicen que no es menester y que no está mandado ayunar y mortificar. Quieren comer esto y aquello sin miedo, como si durante mucho tiempo se hubiesen ejercitado intensamente con ayunos, mien¬tras que no lo han probado nunca.
No menos hay que evitar escándalo frente a los que no son suficien¬temente sensatos y tienen por gran pecado cuando uno no ayuna o come con ellos según su manera. Hay que enseñarles suavemente y no menos¬preciarlos con altanería o comer esto o aquello desafiándolos, sino hay que indicarles la causa por qué es justo que así se haga, y llevarlos, paulatinamente, a la misma comprensión. Mas cuando se muestran tercos y no quieren atender, debemos dejarlos y proceder como sabe¬mos que es justo.
22. El otro ejercicio que nos sobreviene por parte de otros, lo expe¬rimentamos cuando hombres o diablos nos agravian, cuando nos quitan los bienes, cuando enferma nuestro cuerpo y nos privan de la honra, y todo ello nos conmueve a ira, impaciencia e inquietud. Pues la obra de Dios gobierna en nosotros según su sabiduría y no según nuestra razón y conforme a su pureza y castidad y no de acuerdo con la voluptuosidad de nuestra carne. La obra de Dios es sabiduría y pureza, nuestra obra es necedad e impureza. Éstas han de suprimirse. Así la obra de Dios debe gobernar en nosotros según su paz y no conforme a nuestra có¬lera, impaciencia y desasosiego. Pues la paz también es obra de Dios; la impaciencia es obra de nuestra carne. Ésta debe cesar y quedar anona¬dada. Así, en todas partes festejamos un día feriado espiritual; inte¬rrumpimos nuestra tarea y dejamos obrar a Dios en nosotros.
Por consiguiente, para frenar tales obras nuestras y con el fin de mortificar a Adán, Dios carga sobre nuestras espaldas muchas cosas que nos conmueven a la ira; muchos padecimientos que nos irritan a la impaciencia, y finalmente también la muerte y el deshonor por el mundo. Con ello sólo trata de expulsar la ira, la impaciencia y la discordia, a fin de realizar en nosotros sus obras, es decir, darnos paz. Así dice Isaías 28: "Se ocupa la obra ajena para llegar a la obra propia". ¿Qué significa esto? Manda sufrimiento y desasosiego para enseñarnos paciencia y paz. Mándanos morir, para darnos vida, hasta que el hombre pase por la prueba y se torne tan sosegado y quieto que no se conmueva, le vaya bien o mal, muera o viva, sea honrado o agra¬viado. Entonces sólo Dios habita en él, y ya no hay obra humana. Esto se llama observar rectamente el día de reposo y santificarlo. Entonces el hombre no se guía a sí mismo; no siente gozo ni tristeza, sino Dios mismo lo guía; hay mero gozo divino, alegría y paz con todas las demás obras y virtudes.
23. Dios estima tanto estas obras que no sólo manda observar el día de reposo, sino también santificarlo y tenerlo por sagrado. Con ello indica que no hay cosa más preciosa que padecer, morir y toda clase de desgracia. Pues son una cosa santa y santifican al hombre condu¬ciéndolo de sus obras a las de Dios, como una iglesia prescindiendo de las obras naturales se consagra para los oficios divinos. Por ello el hom¬bre ha de tenerlas por cosa santa. Debe estar contento y dar gracias a Dios cuando le sobrevengan, puesto que cuando llegan, lo santifican de modo que cumple con este mandamiento y llega a ser bienaventurado y redimido de sus obras pecaminosas. Así dice David: "Estimada es en sus ojos la muerte de sus santos".
Con el fin de fortalecernos para ello, no sólo nos ordenó este reposo —a la naturaleza no le agrada nada morir y padecer y es un amargo día feriado estar privado de las obras y morir— sino en la Escritura nos consoló con muchas palabras, diciendo en el Salmo 91: "Con él esta¬ré en la angustia y lo libraré", ítem Salmo 34: "El Señor está cerca de todos los que sufren, y los ayudará".
Además, y como ejemplo sólido y convincente de ello dio a su ama¬do hijo unigénito Jesucristo, nuestro Señor, que yace todo el sábado, día feriado, exento de toda obra. Como primero cumplió con este mandato, aunque, por cierto, no para sí mismo, sino sólo para nuestra consolación para que también en todos los sufrimientos y en la muerte estemos tranquilos y tengamos paz en vista de que Cristo, después del reposo y feriado, resucitó, y en adelante sólo vive en Dios y Dios en él. Lo mismo sucede también con nosotros por la mortificación de nuestro Adán. Esto se realiza en forma perfecta solamente por la muerte natural y la sepultura con lo cual somos elevados hacia Dios y él vive y obra en nosotros eternamente.
Tales son las tres partes del hombre, la razón, el goce y la dis¬plicencia en los cuales se verifican todas sus obras y éstas han de ser exterminadas por estos tres ejercicios: el gobierno de Dios, nuestra mortificación propia y el agravio de los demás, honrando así espiritual-mente a Dios y dándole lugar para sus obras.
24. Pero semejantes obras y padecimientos han de verificarse en la fe y con la buena confianza en la merced divina. Como se dijo, todas las obras se cumplen en el primer mandamiento y en la fe, y ella se ejercita y se fortalece en aquéllas. Por esto se han instituido todos los demás mandamientos y obras. Por eso, mira cómo un precioso anillo de oro se forma de estos tres mandamientos y de sus obras. Del primer mandamiento y de la fe fluye el segundo hacia el tercero y a su vez el tercero lleva a través del segundo hacia el primero. Pues la primera obra es tener fe, un buen corazón y confianza en Dios. De ella mana la otra buena obra, glorificar el nombre de Dios, confesar su gracia y rendirle todo el honor a él sólo. Después sigue el tercer mandamiento, ejercer el servicio divino orando, predicando, escuchando y contemplando los beneficios de Dios, además de mortificarse y vencer la carne.
Cuando el espíritu maligno advierte semejante fe, la honra de Dios y el servicio divino, se enfurece y comienza la persecución. Ataca el cuerpo, los bienes, la honra y la vida, nos impone enfermedad, pobreza, daño y muerte, como lo ha dispuesto y ordenado Dios. Enseguida se suscita la otra obra o el segundo feriado del tercer mandamiento. Por ello la fe se pone a muy dura prueba como el oro en el fuego. Es, pues, algo grande conservar buena confianza en Dios, aunque nos imponga la muerte, la deshonra, la enfermedad y, en tal cuadro horrible de la ira, tenerlo por padre amantísimo. Esto debe suceder en esta obra del tercer mandamiento. Entonces el padecimiento impele a la fe de modo que debe invocar el nombre de Dios y glorificarle en semejante sufrimiento. Así, por el tercer mandamiento la fe llega a su vez al segundo y por la misma invocación del nombre divino y su alabanza toma incremento, vuelve en sí y se fortalece de este modo a sí mismo por las dos obras del tercero y del segundo mandamientos. Así se exterioriza en las obras y por medio de ellas vuelve a sí misma, como el sol sale hasta llegar al ocaso y vuelve hacia el oriente. Por ello, en las Escrituras, el día es destinado a la vida pacífica en las obras, la noche a la vida doliente en la adversidad, y de este modo la fe vive y obra en ambos; sale y vuelve, como dice Crista en Juan 9.
25. Por este orden de las buenas obras rogamos en el padrenuestro. Lo primero que decimos es: "Padre nuestro que estás en los cielos". Son palabras de la primera obra de la fe, que conforme al primer manda¬miento no duda de que tiene un Dios clemente y padre en los cielos. La segunda petición es: "Santificado sea tu nombre". En ella la fe ansia que se glorifique el nombre, la alabanza y la honra de Dios y lo invoca en todas las necesidades, como reza el segundo mandamiento. La tercera parte es: "Venga a nosotros tu reino". En ella rogamos por el verdadero sábado y día feriado, tranquilo reposo de nuestras obras, para que sólo la obra de Dios esté en nosotros y, por tanto, Dios gobierne en nosotros como en su propio reino. Así dice: "Tened en cuenta que el reino de Dios no está sino en vosotros mismos". La cuarta oración: "Hágase tu voluntad". En ella rogamos que observemos y cumplamos los siete man¬damientos de la otra tabla, en los cuales también se ejercita la fe, esta vez respecto del prójimo. En cambio, en los primeros tres se ejercita sólo en obras referentes a Dios. Son las oraciones, en las cuales figuran las palabras tú y tuyo, puesto que sólo tienden hacia lo que pertenece a Dios. Las otras dicen todas: nuestro, nos, etc., puesto que rogamos en ellas por nuestros bienes y nuestra bienaventuranza.
Tanto decimos de la primera tabla de Moisés en forma sucinta y sencilla señalando a la gente sencilla las supremas buenas obras.


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