Fe entre problemas y respuestas 

por D. Martyn Lloyd-Jones

La actitud de la fe

Después de hablarle a Dios acerca de su perplejidad (capítulo 1), Habacuc dice en el capítulo 2: «Sobre mi guarda estaré, y sobre la fortaleza afirmaré el pie, y velaré para ver lo que se me dirá, y qué he de responder tocante a mi queja» (2.1). La última frase puede interpretarse como: Qué he de responder cuando será reprochado por los que oyen mi mensaje. O bien: Cuando Dios me reprenda por lo que he dicho, o quizá también: Lo que él me dirá cuando responda a mi queja. No importa cuál de las tres sea la más exacta pues lo más sobresaliente de este versículo es que Habacuc se da cuenta que lo más importante en este caso es esperar en Dios. No es suficiente orar, decirle a Dios cuál es nuestra perplejidad y echar el peso de nuestra carga sobre él. Debemos ir un paso más adelante y esperar en el Señor.


Encomendar el problema a Dios


¿Qué representa esto en la práctica? En primer lugar, que debemos despegarnos del problema. El profeta sugiere esta interpretación al describir una torre puesta sobre un lugar elevado que ofrece un amplio panorama y una gran perspectiva (como las que utilizan los observadores militares para anticipar el avance de tropas enemigas). El vigía está muy por encima de las planicies y de las multitudes de personas, y desde ahí puede ver todo lo que está ocurriendo. «Velaré para ver lo que se me dirá». Aquí tenemos uno de los principios más importantes de la psicología de la vida cristiana, y del entendimiento de cómo debemos pelear en los conflictos espirituales. Una vez que hemos llevado el problema al Señor, debemos dejar de preocuparnos. Debemos darle nuestras espaldas y fijar los ojos en el Señor.


¿No es precisamente aquí donde nos descarrilamos? Estamos perplejos y hemos aplicado el método profético de establecer postulados y poner los problemas en el contexto de las proposiciones que hemos establecido. Sin embargo, no estamos aún satisfechos y no sabemos exactamente qué es lo que debemos hacer. Quizá el problema sea qué hacer con nuestra vida; o tomar una decisión difícil. Si fracasamos en encontrarle solución, a pesar de haber buscado la dirección del Espíritu Santo, no queda otro recurso que llevarlo al Señor en oración. Sin embargo, con frecuencia ocurre que nos ponemos de rodillas y le decimos a Dios todo lo que nos preocupa. Le decimos que no podemos resolver el problema por nuestra cuenta y que no lo entendemos, y le pedimos que lo tome en sus manos y nos muestre el camino que debemos seguir. Pero tan pronto nos levantamos de la oración, comenzamos nuevamente a preocuparnos por el problema.


Si procedemos de esta manera, sería preferible que no orásemos. Si le llevamos el problema a Dios, debemos dejarlo con él. No tenemos derecho de seguir entretenidos con el mismo. En su perplejidad Habacuc dijo: Voy a salir de este valle de depresión. Voy a la torre del vigía; voy a subir a las alturas; voy a mirar al Señor y a nadie más. Este es uno de los secretos más importantes de la vida espiritual. Si has encomendado el problema al Señor y persistes en pensar acerca del mismo, significa que tu oración no fue genuina. Si estando de rodillas le dijiste al Señor que habías llegado a un obstáculo; que no podías resolver tu problema y que lo dejabas en sus manos, debes entonces dejarlo allí. Rehúsate en forma decidida a pensar acerca de tu problema. No vayas al primer creyente que encuentres a decirle: ¡Sabes, tengo un problema terrible y no sé que hacer! No lo compartas. Déjalo con Dios y sube a la torre del vigía. Esto no es fácil. Quizás tengamos que proceder con energía y obligarnos a nosotros mismos a adoptar esta actitud. Sin embargo, es esencial. Jamás debemos permitirnos el estar sumergidos por una dificultad o estar encerrados en un problema. ¡Debemos salirnos completamente de él! «Sobre mi guarda estaré, y sobre la fortaleza afirmaré mi pie». Debemos extraernos deliberadamente, forzarnos a nosotros mismos si esto fuera necesario, separándonos completamente, y luego tomar nuestra posición con firmeza, con los ojos fijos en Dios y no en los problemas.


En las Escrituras hay un sin fin de ilustraciones de este importante principio de la vida de fe, como así también en muchas biografías de hombres y mujeres de Dios. Mirar al Señor significa no proceder con el problema ni consultar a otras personas, sino depender enteramente de Dios y esperar sólo en él.


Habacuc observó este problema, pero no vio luz alguna. Se enfrentaba con el problema que Dios iba a levantar a los caldeos, gente mucho peor que los de su propia nación, y los iba a utilizar para sus propósitos. No podía comprenderlo, menos aún reconciliarlo con el carácter santo de Dios, pero sí podía llevarlo a Dios, y así lo hizo. Una vez entregado al Señor, dejó de mirar al problema y fijó su mirada en él. Esta es la base verdadera de la paz espiritual. Es exactamente lo que Pablo quiso decir en Filipenses: «Por nada estéis afanosos» (4.6,7). No importa cuál sea la causa, nunca te dejes caer en la ansiedad, ni estar apesadumbrado por la preocupación. No tienes derecho de estar turbado; nunca debes llegar a la ansiedad pues esto no sólo paraliza espiritualmente, sino que también nos debilita físicamente. «Por nada estéis afanosos, sino que en todo sean hechas notorias, delante de Dios, vuestras oraciones por la oración y súplica» (1). Como consecuencia, «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, será la guardia de vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4.7). Sube a tu torre, y mantén tus ojos fijos en el Señor. No mires otra cosa y menos todavía a tu problema.


Esperar una respuesta de Dios


Debemos dar un paso más aún, y esperar la respuesta. Habacuc dice: «Velaré para ver…» El deber del vigía militar es fijar sus ojos en el horizonte para detectar el más mínimo movimiento por parte del enemigo. Habacuc está buscando la contestación. Con frecuencia fracasamos porque oramos a Dios y luego nos olvidamos. Si pedimos algo de Dios debemos esperar que nos conteste. Después de orar, ¿seguimos mirando al Señor, a la espera de su contestación? ¿Somos como el profeta en su torre, esperando que en cualquier momento llegue la respuesta? Por supuesto que Dios puede contestar de diversas maneras. Por ejemplo, podemos esperar que conteste mientras estamos leyendo su Palabra, pues es la manera más común de recibir respuestas. Al leer las Escrituras, repentinamente una extraña y maravillosa luz se vierte sobre el problema. Si dices: Esta es la Palabra de Dios, por medio de la cual él habla a los hombres, y espero que me ha de hablar por ella, es muy probable que recibas tu respuesta. Vela y espera.


A veces Dios responde directamente a nuestro espíritu. El profeta dijo: «Velaré para ver lo que se me dirá» (2). Dios se comunica conmigo hablando dentro de mí mismo. Él puede poner un pensamiento sobre nuestra mente de tal manera que estamos seguros de la respuesta. Puede imprimir algo sobre nuestro espíritu de una manera inconfundible. Nos encontramos incapaces de quitar una idea de la mente o el corazón; tratamos de despojarnos de ella pero nos vuelve una y otra vez. Sí, Dios responde a veces de esta manera.


Otra forma de responder a nuestras oraciones es ordenando, en forma providencial, las circunstancias que ocurren en nuestra vida, de tal manera que nos resulta bien claro lo que Dios nos está diciendo. Dios nunca nos llama a hacer una obra sin que él abra primero la puerta. Puede que demore mucho tiempo, pero si Dios quiere que hagamos una tarea especial, cerrará otras puertas y dejará una sola abierta. Toda nuestra vida será dirigida hacia esa puerta. Esta es una experiencia muy frecuente en la vida cristiana. Muchas veces permite que surjan obstáculos pero el camino que debemos recorrer queda claramente señalizado. La voluntad de Dios nos llega con certeza. El punto crucial es que debemos estar mirando para ver la respuesta, y listos para reconocerla cuando venga. Después de haber encomendado el problema al Señor debo esperar su respuesta. Es también conveniente comparar una indicación de su voluntad con otras indicaciones o circunstancias, pues Dios es constante, y en su proceder hará que las circunstancias concurran a un mismo fin.


Velar y aguardar la respuesta


El tercer y último principio que tenemos ilustrado en este pasaje, es que debemos observar con expectativa y con persistencia, tal como lo hace el vigía en la torre. Debemos creer firmemente que Dios es siempre fiel a su Palabra y que sus promesas son confiables. Después de habernos encomendado nosotros mismos y nuestro problema a Dios, debemos persistir en creer con toda certeza de que Dios nos va a responder. Sería una deshonra para Dios si así no lo hiciera. Si yo creo que Dios es mi Padre, y que los mismos cabellos de mi cabeza están contados, y que Dios tiene mucho más interés en mi bienestar que yo mismo. Si yo creo que Dios tiene mucho más interés en el honor de su grande y santo nombre del que yo tengo. Entonces, sin duda sería deshonrarle el no aguardar una respuesta después de orar. Sería una grave indicación de falta de fe. Nada expone con más claridad el carácter de nuestra fe que nuestra conducta y actitud después de haber orado. A veces en estado de pánico, oramos al Señor; después, una vez que el pánico ha desaparecido, nos olvidamos de todo. Si esperamos con expectativa una respuesta, esto es demostración de fe. El profeta se afirmó en su fortaleza. Aunque no podía comprender las acciones de Dios, le llevó el problema en oración y luego esperó una repuesta.


La fe recompensada


La respuesta que recibió Habacuc está contenida en el capítulo 2, versos 2 y 3: «Escribe la visión y declárala en tablas, para que corra el que leyere en ella. Aunque la visión tardará aún por un tiempo, más se apresura hacia el fin y no mentirá, porque sin duda vendrá y no tardará». Esta lección tiene un valor incalculable. Es una ley absoluta de la esfera espiritual. Si adoptamos el método de Habacuc y nos comportamos como él lo hizo, Dios siempre ha de honrar sus promesas. En efecto, es como si Dios le hubiera dicho: Bien, Habacuc, he oído tu oración, entiendo tu perplejidad y aquí va la respuesta. Los caldeos a quienes yo voy a levantar para castigar a Israel, serán a su tiempo completamente arrasados y destruidos. La grandeza de los caldeos habría de durar poco tiempo. Dios los había levantado con un propósito, pero ellos se atribuyeron la gloria y presumieron de su poder. Dios entonces actuó y levantó a los medos y persas quienes destruyeron completamente a los caldeos. Dios le dijo al profeta que escribiera la profecía con claridad, de tal manera que cualquiera que la leyera entendiera de inmediato y corriera para obedecer y advertir a otros.


Tomado y adaptado del libro Del temor a la fe, D. Martyn Lloyd-Jones, Editorial DCI - Hebrón.



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