¿Qué es el Presbiterianismo?

por Charles Hodge


PARTE 1: EL PODER Y DERECHO DE LA IGLESIA


Discurso dado ante la Sociedad Histórica Presbiteriana en su reunión de aniversario, en Filadelfia, en la noche del Martes, 1 de mayo 1855. POR EL REV. Charles Hodge, D.D.

Hermanos: Nos reunimos esta tarde como sociedad histórica presbiteriana. Se me ha ocurrido que no sería inapropiado debatir la cuestión, ¿Qué es el presbiterianismo? Ustedes no esperan de mí un discurso ceremonial. Mi objetivo no es convencer o persuadir, sino exponer. Propongo ocupar las horas dedicadas a este discurso en un intento de desvelar los principios de ese sistema de gobierno de la Iglesia que nosotros, como presbiterianos, sostenemos que están establecidos en la Palabra de Dios.

Dejando a un lado erastianismo, que enseña que la Iglesia es sólo una forma del Estado; y los cuáqueros, que no provén para la organización externa de la Iglesia, sólo existen cuatro teorías fundamentalmente diferentes sobre el asunto del gobierno de la Iglesia.

1. La teoría papal, que asume que Cristo, los apóstoles y los creyentes, constituyeron la Iglesia mientras nuestro Salvador estuvo en la tierra, y esta organización fue designada para ser perpetua. Después de la ascensión de nuestro Señor, Pedro se convirtió en su Vicario, y tomó su lugar como cabeza visible de la Iglesia. Esta primacía de Pedro, como obispo universal, es continuada en sus sucesores, los obispos de Roma, y el apostolado se perpetúa en el orden de los prelados [e.d. obispos]. Al igual que en la primitiva Iglesia nadie podía ser apóstol sin que estuviera sujeto a Cristo, así ahora nadie puede ser prelado sin estar sujeto al Papa. Y como entonces nadie podía ser cristiano sin estar sujeto a Cristo y los apóstoles, así ahora nadie puede ser cristiano sin estar sujeto al Papa y a los prelados. Esta es la teoría romana de la Iglesia: el Vicario de Cristo, el Colegio perpetuo de los apóstoles y las personas sujetas a su control infalible.

2. La teoría episcopal asume la perpetuidad del apostolado como poder de gobierno en la Iglesia, la cual, por consiguiente, consiste en aquellos que profesan la religión verdadera y están sujetas a los apóstoles-obispos. Esta es la forma anglicana o de la Alta Iglesia de esta teoría. En su forma de la Baja Iglesia, la teoría episcopal simplemente enseña que originalmente había un triple orden en el ministerio, y que esto debe ser también ahora. Pero no afirma que el modo de organización sea esencial.

3. La teoría independiente o congregacionalista incluye dos principios: primero, que el gobierno y el poder ejecutivo en la Iglesia está en la congregación, y en segundo lugar, que la organización de la Iglesia está completa en cada asamblea de culto, la cual es independiente de los demás.

4. La cuarta teoría es la Presbiteriana, que es nuestro asunto actual tratar de desvelar. Las tres grandes negaciones del presbiterianismo –es decir, los tres grandes errores que negados– son:

1. Que todo el poder de la Iglesia reside en el clero.

2. Que el ministerio apostólico es perpetuo.

3. Que cada congregación cristiana individual es independiente.

La declaración afirmativa de estos principios es:

1. Que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia.

2. Que los presbíteros, que ministran la Palabra y la doctrina, son los oficios permanentes más altos de la Iglesia, y todos pertenecen al mismo orden.

3. Que la Iglesia externa y visible es, o debería ser, una, en el sentido de que la parte menor esté sujeta a la mayor, y la mayor al conjunto. No es el mantener uno de estos principios lo que hace al presbiteriano, sino el mantenerlos todos.

I. El primero de estos principios tiene que ver con el poder y los derechos del pueblo. En cuanto a la naturaleza del poder de la Iglesia, es preciso recordar que la Iglesia es una teocracia. Jesucristo es su cabeza. Todo el poder se deriva de Él. Su Palabra es nuestra constitución escrita. Todo el poder la Iglesia es, por tanto, en propiedad, ministerial y administrativo. Todo se ha de hacer en el nombre de Cristo, y en conformidad con sus instrucciones. La Iglesia, sin embargo, es una sociedad distinta del Estado que se gobierna a sí misma, que tiene sus oficiales y leyes, y, por consiguiente, un gobierno administrativo propio. El poder de la Iglesia tiene que ver:

1. Con las cuestiones de doctrina. Tiene potestad para exponer públicamente las verdades que cree, y que han de ser conocidas por todos los que entran en su comunión. Es decir, tiene potestad para formular credos o confesiones de fe, como testimonio suyo de la verdad y su denuncia contra el error. Y como ha sido comisionada para enseñar a todas las naciones, tiene la potestad de seleccionar a los maestros, juzgar su idoneidad, ordenarlos y enviarlos a la obra, y volverlos a llamar y deponerlos si son infieles.

2. La Iglesia tiene poder para establecer las normas para la ordenación del culto público.

3. Ella tiene el poder  para dictar las normas de su propio gobierno, como las que cada Iglesia tiene en su Libro de la Disciplina, Constitución, o cánones, & c.

4. Ella tiene el poder para recibir a comunión y para excluir de la misma a los que son indignos.

Ahora, la pregunta es, ¿dónde reside poder? ¿Pertenece, como romanistas y episcopales afirman, exclusivamente al clero? ¿Tienen potestad para determinar lo que la Iglesia ha de creer, lo que ha de profesar, lo que tiene que hacer, y a quiénes ha de recibir como miembros y a los que ha de rechazar? ¿O es que el poder reside en la Iglesia misma, es decir, en todo el cuerpo de fieles? Esto, como se verá, es una cuestión primordial, una que toca la esencia de las cosas, y determina el destino de los hombres. Si todo el poder de la Iglesia reside en el clero, el pueblo está en la práctica obligado a una obediencia pasiva en todos los asuntos de fe y conducta, por cuanto es negado entonces todo derecho al juicio privado. Si se confiere a toda la Iglesia, entonces el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en la decisión de todas las cuestiones relativas a la doctrina, culto, orden y disciplina. La afirmación pública de este derecho del pueblo, en el momento de la Reforma, conmovió toda Europa. Era una trompeta apocalíptica, es decir, una trompeta de la revelación, tuba per sepulchra sonans, llamando a las almas muertas a la vida; haciéndoles tomar conciencia acerca del poder y de la potestad; del poder de conferir el derecho; y de imponer la obligación de afirmarlo y ejercerlo. Este fue el final de la tiranía de la Iglesia en todos los países verdaderamente protestantes. Fue el final de la teoría de que el pueblo estaba obligado a la sumisión pasiva en materia de fe y conducta. Fue la libertad a los cautivos, la apertura de la prisión a los que estaban presos; la introducción al pueblo de Dios a la libertad con que Cristo los hizo libres. Ésta es la razón por la cual la libertad civil sigue a la libertad religiosa. La teoría de que todo el poder de la Iglesia reside en una jerarquía constituida por Dios engendra la teoría de que todo el poder civil reside, por derecho divino, en los reyes y nobles. Y la teoría de que el poder de la Iglesia reside en la Iglesia misma, y que todos los oficiales de la Iglesia están al servicio de la Iglesia misma, por necesidad engendra la teoría que confiere el poder civil al pueblo y que los magistrados son funcionarios civiles del pueblo. Dios ha unido ambas teorías y nadie las puede separar. Por lo tanto, por un instinto infalible, el infortunado Carlos de Inglaterra dijo que “No hay obispo, no hay rey,” con lo cual quería decir que si no hay un poder despótico en la Iglesia, tampoco puede haber poder despótico en el Estado; o que si hay libertad en la Iglesia, habrá libertad en el Estado.

Pero este gran principio protestante y presbiteriano no es sólo un principio de libertad, también es un principio de orden.

1. Debido a que este poder del pueblo está sujeto a la autoridad infalible de la Palabra, y

2. Debido a que el ejercicio del mismo está en manos de oficiales debidamente constituidos. El presbiterianismo no disuelve los lazos de la autoridad, ni convierte la Iglesia en un tumulto. Si bien ella es librada de la autoridad autocrática de la jerarquía, sigue estando bajo la ley de Cristo. Está limitada en el ejercicio de su poder de la Palabra de Dios, que liga la razón, el corazón y la conciencia. Sólo dejamos de ser siervos de los hombres para que podamos ser siervos de Dios. Somos alzados a una esfera superior, donde la perfecta libertad se combina con la en la sujeción absoluta. Dado que la Iglesia es el conjunto de los creyentes, existe una analogía entre la experiencia íntima de cada creyente y de la Iglesia en su conjunto. El creyente deja de ser siervo del pecado para que pueda estar al servicio de justicia, es redimido de la ley para que pueda ser siervo de Cristo. Así la Iglesia es librada de una autoridad ilegítima, no para que quede sin ley, sino en sujeción a una autoridad legítima y divina. Los Reformadores, por lo tanto, como instrumentos en manos de Dios, al librar a la Iglesia de la esclavitud de los prelados, no la convierten en una multitud tumultuosa, en la que cada hombre hace ley para sí mismo y es libre para creer y para hacer lo que le plazca. La Iglesia, en todo el ejercicio de su poder, ya sea referente a la doctrina o la disciplina, actúa bajo la ley escrita de Dios, según consta en su Palabra.

Pero además de esto, el poder de la Iglesia no está sólo así limitado y guiado por las Escrituras, sino que su ejercicio está en manos de los legítimos oficiales. La Iglesia no es una vasta democracia, donde todo se decide por la voz popular. “Dios no es autor de confusión, sino de paz (es decir, del orden), como en todas las iglesias de los santos.” La Confesión de Westminster, por tanto, para expresar el sentimiento común de presbiterianos, dice: “El Señor Jesucristo, como Rey y Jefe de su Iglesia, ha nombrado un gobierno en manos de oficiales de la Iglesia, distinto del magistrado civil.” La doctrina de que todo el poder civil reside en última instancia en el pueblo no es incompatible con la doctrina de que el poder está en manos de oficiales legítimos –legislativos, judiciales y ejecutivos– que han de actuar de acuerdo a la ley. Tampoco es incompatible con la doctrina de que la autoridad del magistrado civil es jure divino. Así que la doctrina que confiere el poder de la Iglesia en la Iglesia misma no es incompatible con la doctrina de que hay una clase de oficiales nombrados por Dios, a través de los cual ese poder se ejerce. Así pues, parece que el principio de la libertad y el principio del orden son perfectamente armoniosos. Al negar que todo el poder de la Iglesia resida exclusivamente en el clero y que el pueblo no pueda sino creer y obedecer, y al afirmar que reside en la Iglesia misma, al mismo tiempo que protestamos el gran principio de la libertad cristiana, protestamos el no menos importante principio de orden evangélico.

Para no ocupar excesivamente su tiempo, no es necesario citar, ya sea de las confesiones reformadas o de los más autorizados escritores presbiterianos, que el principio que acabamos de exponer es uno de los principios fundamentales de nuestro sistema. Basta con advertir el reconocimiento del mismo que se encuentra en el oficio del anciano gobernante.

Los ancianos gobernantes son declarados como representantes del pueblo. Son elegidos por el pueblo para actuar en nombre del pueblo en el gobierno de la Iglesia. Las funciones de estos ancianos, por lo tanto, determinan el poder del pueblo, porque un representante es aquel que ha sido elegido por los demás para hacer en nombre de ellos lo que ellos tienen derecho a hacer en sus propias personas; o más bien para ejercer las competencias que son radicalmente inherentes en aquellos para quienes actúan. Los miembros de la Legislatura del Estado, o del Congreso, por ejemplo, pueden ejercer sólo las facultades que son inherentes al pueblo.

Las facultades, por lo tanto, ejercidas por nuestros ancianos gobernantes son facultades que pertenecen a los miembros laicos de la Iglesia. ¿Cuáles son entonces los poderes de nuestros ancianos gobernantes?

1. En cuanto a las cuestiones de doctrina y del gran oficio de enseñanza, ellos tienen una voz a pie de igualdad con el clero en la formación y aprobación de todos los símbolos de la fe. Según los presbiterianos, no es competencia del clero formular y exponer con autoridad el credo que ha de ser aceptado por la Iglesia, y que ha de convertirse en condición para la comunión ya ministerial o ya cristiana, sin el consentimiento del pueblo. Tales credos profesan expresar la mente de la Iglesia. Pero el ministerio no es la Iglesia, y, por tanto, no puede declarar la fe de la Iglesia sin la cooperación de la Iglesia misma. Tales confesiones, en la época de la Reforma, procedían de toda la Iglesia. Y todas las confesiones que ahora están en autoridad en las diferentes ramas de la gran familia presbiteriana fueron adoptadas por el pueblo a través de sus representantes como expresión de su fe. Así, también, en la selección de los predicadores de la Palabra, al juzgar su idoneidad para el ministerio sagrado, al decidir si han de ser ordenados, al juzgar cuando son acusados de herejía, el pueblo tiene, en efecto, un voto en pie de igualdad con el clero. [1]

2. Lo mismo es cierto en cuanto al jus liturgicum –como es llamado– de la Iglesia. El ministerio no puede formular un ritual o liturgia, o un directorio para el culto público, y ordenar su uso a las personas a las que predican. Todos los reglamentos son obligatorios sólo en la medida en que el pueblo mismo, junto con sus ministros, consideran necesario sancionarlos y adoptarlos.

3. Así también, al formar una constitución, o en la promulgación de normas de procedimiento, o la realización de cánones, el pueblo no simplemente asiente de manera pasiva, sino que coopera activamente. Ellos tienen, en todos estos asuntos, la misma autoridad que el clero.

4. Y, por último, en el ejercicio del poder de las llaves, al abrir y cerrar la puerta de la comunión con la Iglesia, el pueblo tiene una voz decisiva. En todos los casos de disciplina, ellos están llamados a juzgar y decidir.

Por tanto, no puede haber duda alguna de que los presbiterianos sostienen el principio que confiere el poder de la Iglesia en la Iglesia misma, y que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva de su disciplina y el gobierno. En otras palabras, no mantenemos que todo el poder reside en el clero, y que lo único que el pueblo tiene que hacer es escuchar y obedecer.

Pero, ¿es éste un principio bíblico? ¿Es un asunto de concesión y cortesía, o es una cuestión de derecho divino? Es nuestro oficio de anciano gobernante sólo por conveniencia, o es un elemento esencial de nuestro sistema, derivado de la naturaleza misma de la Iglesia constituida por Dios, y, por tanto, de la autoridad divina?

En última instancia, esto sólo equivale a decir la pregunta siguiente: ¿es el clero la Iglesia, o bien lo es el pueblo? Si, como dijo Luis XIV de Francia, “El Estado soy yo”, el clero puede decir: “Nosotros somos la Iglesia”, entonces el poder de la Iglesia reside en ellos, de la misma manera que todo el poder civil residía en el monarca francés. Pero si el pueblo es el Estado, entonces el poder civil reside en ellos, y si el pueblo es la Iglesia, el poder reside en el pueblo. Si los clérigos son sacerdotes y mediadores, el canal de todas las comunicaciones divinas, y el único medio para acceder a Dios, entonces todo el poder está en sus manos, pero si todos los creyentes son sacerdotes y reyes, entonces tienen que hacer algo más que simplemente someterse pasivamente. Tan detestable a la conciencia de los cristianos es la idea de que el clero es la Iglesia, que no se formuló ninguna definición de Iglesia en los primeros quince siglos después de Cristo en la que ni siquiera se mencionara el clero. Se dice que se fue hecho por primera vez por Canisio y Belarmino [2]. Los romanistas definen a la Iglesia como “los que profesan la religión verdadera, y están sujetos al Papa”. Los anglicanos la definen como “los que profesan la religión verdadera, y están sujetos a los prelados.” La Confesión de Westminster define la Iglesia visible como “los que profesan la religión verdadera, junto con sus hijos.” En cada símbolo protestante, luterano o reformado, se dice que la Iglesia es la compañía de los fieles. Ahora bien, dado que la definición es la declaración de los atributos o características esenciales de un asunto, y como, por consentimiento común de los protestantes, la definición de la Iglesia está completa sin mencionar siquiera el clero, es evidente se produce una renuncia de los principios fundamentales del protestantismo, y, por supuesto, de los presbiterianos, si se afirma que todo el poder de la Iglesia reside en el clero. El primer argumento, por lo tanto, en apoyo de la doctrina de que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia se deriva del hecho de que él mismo, de acuerdo con las Escrituras y de todas las confesiones protestantes, constituye la Iglesia.

2. Un segundo argumento es el siguiente: Todo el poder de la Iglesia procede de la morada del Espíritu; por lo que aquellos en quienes habita el Espíritu son la sede del poder de la Iglesia. Pero el Espíritu habita en la Iglesia entera, y por lo tanto la Iglesia entera es la sede del poder de la Iglesia.

El primer miembro de este silogismo no se discute. La base sobre la que los romanistas sostienen que el poder reside en los obispos en la Iglesia, con exclusión del pueblo, es que mantienen que el Espíritu fue prometido y dado a los obispos como clase. Cuando Cristo sopló sobre los discípulos, y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; aquellos a quienes les remitáis los pecados, les serán remitidos; y aquellos cuyos pecados retengáis les serán retenidos”; y cuando dijo: “cualquier cosa que atéis en la tierra quedará atada en los cielos, Y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo,” y cuando agregó: “El que a vosotros oye, me oye a mí” y “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de el mundo “, ellos sostienen que les dio el Espíritu Santo a los apóstoles y a sus sucesores en el apostolado, para continuar hasta el fin del mundo, para guiarlos en el conocimiento de la verdad, y para constituirlos como la autoridad y profesores y gobernantes de la Iglesia. Si esto es cierto, entonces, por supuesto, todo el poder de la Iglesia reside en estos apóstoles-obispos. Pero por otra parte, si bien es cierto que el Espíritu habita en la Iglesia entera; si Él conduce al pueblo, así como al clero en el conocimiento de la verdad; si anima a todo el cuerpo, y lo convierte en el representante de Cristo en la tierra de manera que los que escuchan la Iglesia, escuchan a Cristo, y que lo que la Iglesia une en la tierra es atado en el cielo, entonces, por supuesto, el poder de la Iglesia reside en la Iglesia misma, y no exclusivamente en el clero [3].

Si hay algo claro de todo el tenor del Nuevo Testamento, y de innumerables declaraciones explícitas de la Palabra de Dios, es que el Espíritu habita en el cuerpo de Cristo, que guía a todo su pueblo en el conocimiento de la verdad, para que cada creyente sea enseñado por Dios, y tenga el testimonio en sí mismo, y no tenga necesidad alguna de que le enseñen, sino que la unción que permanece en él, le enseña todas las cosas. Es, por tanto, la enseñanza de la Iglesia, y no del clero exclusivamente, lo que es ministerialmente la enseñanza del Espíritu, y el juicio del Espíritu. Se trata de una doctrina gravemente anticristiana la que afirma que el Espíritu de Dios, y por lo tanto la vida y el poder de gobierno de la Iglesia, reside en el ministerio con exclusión de las personas.

Cuando la gran promesa del Espíritu se cumplió en el día de Pentecostés, no se cumplió en referencia a los apóstoles solamente. Es de toda la asamblea de la que se dijo, “Ellos fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.” Pablo, escribiendo a los Romanos, dice, “siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno de sus miembros unos de otros. Habiendo, pues, diferentes dones, según la gracia dada a nosotros, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; el que ministra, en ministrar, el que enseña, en la enseñanza.” A los Corintios, dice: “A cada uno le es dada una manifestación del Espíritu para provecho. A uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría, a otro, palabra de conocimiento por el mismo Espíritu”. A los Efesios dice: “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, pero a todos le  fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.” Ésta es la presentación uniforme de las Escrituras. El Espíritu habita en toda la Iglesia, anima, guía e instruye a la totalidad. Si, por lo tanto, es cierto, como todos admiten, que el poder de la Iglesia viene con el Espíritu, y procede de su presencia, no puede limitarse exclusivamente al clero.

3. El tercer argumento sobre este asunto se deriva de la comisión dada por Cristo a su Iglesia: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Esta comisión impone cierta obligación; transmite ciertos poderes; e incluye una gran promesa. El deber es difundir y mantener el Evangelio en toda su pureza en toda la tierra. Los poderes son los necesarios para el cumplimiento de dicho objeto, es decir, el poder de enseñar, gobernar y ejercer la disciplina. Y la promesa es la seguridad de la presencia y ayuda permanentes de Cristo y la asistencia. Dado que ni el deber de extender y sostener el evangelio en su pureza ni la promesa de la presencia de Cristo son peculiares a los apóstoles como clase, o al clero como cuerpo, sino que como el deber y la promesa pertenecen a la Iglesia entera, así también por necesidad ocurre con los poderes de cuya posesión se basa la obligación. El mandamiento “Id, enseñad a todas las naciones”, “id, predicad el evangelio a toda criatura”, cae a oídos de toda la Iglesia. Se despierta una emoción en cada corazón. Todo cristiano siente que la orden se dirige a un cuerpo del que es miembro, y que tiene una obligación personal para cumplirlo. No era solamente el ministerio al que se dio esta comisión, y por lo tanto no es sólo a ellos a los que pertenecen las competencias que se transmiten.

4. El derecho del pueblo a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia es reconocido y sancionado por los apóstoles en casi todas las formas imaginables. Cuando se consideró necesario completar el Colegio de los Apóstoles, después de la apostasía de Judas, Pedro, dirigiéndose a los discípulos, siendo el número ciento veinte, dijo: “Varones hermanos, de estos hombres que han estado juntos con nosotros, todo el tiempo en el que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de nosotros, uno tiene que ser ordenado para ser un testigo con nosotros de su resurrección. Y se nombraron a dos, a José, llamado Barsabas, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y se oró y se echaron suertes, y la suerte cayó sobre Matías, y fue contado con los apóstoles.” Así, en esta etapa inicial tan importante, el pueblo tuvo una voz decisiva. Así también, cuando los diáconos debían ser nombrados, todo el pueblo eligió a los siete hombres que iban a ser investidos con el oficio. Cuando se planteó la cuestión de la obligación de mantenimiento de la ley mosaica, la decisión autoritativa procedía de toda la Iglesia. “Les pareció bien”, dice el historiador sagrado “a los apóstoles y presbíteros, con toda la Iglesia, enviar hombres elegidos de su propia compañía a Antioquia.” Y ellos escribieron cartas por ellos de esta manera: “Los apóstoles, ancianos y hermanos, (οἱ ἀπόστολοι καὶ οἱ πρεσβύτεροι καὶ οἱ αδελφοὶ) envían saludos a los hermanos que son de los gentiles en Antioquía, Siria y Cilicia.” Los hermanos, por lo tanto, estaban asociados con el ministerio en la decisión de esta gran cuestión doctrinal y práctica. La mayoría de las cartas apostólicas se dirigen a las iglesias, es decir, a los santos o creyentes de Corinto, Éfeso, Galacia, y Filipos. En estas epístolas, el pueblo es considerado responsable de la ortodoxia de sus profesores y de la pureza de los miembros de la iglesia.

Están obligados a no creer a todo espíritu, sino probar los espíritus, para juzgar sobre la cuestión de si aquellos que vinieron a ellos como maestros religiosos fueron realmente enviados de Dios. Los gálatas son severamente censurados por atender a las falsas doctrinas, y están llamados a pronunciar incluso anatema al apóstol, si él predicaba otro evangelio. Los corintios son censurados por permitir que una persona incestuosa permanezca en su comunión, se les manda excomulgarlo, y, posteriormente, tras su arrepentimiento, restaurarlo a la comunión. Estos y otros casos de este tipo no determinan nada en cuanto a la forma en que se ejerce el poder del pueblo, pero demuestran de manera concluyente que tal poder existe. El mandamiento a que vigilen la ortodoxia de los ministros y la pureza de los miembros, no estaba dirigido exclusivamente al clero, sino a toda la Iglesia. Creemos que, como en la sinagoga y en cada sociedad bien ordenada, los poderes inherentes a la sociedad se ejercen a través de los órganos apropiados. Pero el hecho de que estos mandamientos se dirijan al pueblo, o a toda la Iglesia, prueba que ellos eran responsables, y que tenían una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia. Sería absurdo en otras naciones dirigir quejas o exhortaciones al pueblo de Rusia en referencia a los asuntos nacionales, puesto que éste no tiene parte en el gobierno de su nación. Sería no menos absurdo dirigirse a los católicos-romanos como un organismo autónomo. Pero tales interpelaciones bien pueden ser hechas por el pueblo de uno de nuestros Estados al pueblo de otro, porque el pueblo tiene el poder, aunque se ejerza a través de los órganos legítimos. Mientras que las epístolas de los apóstoles no prueban que las iglesias a las que fueron dirigidas no tuvieran oficiales regulares a través de los cuales el poder de la Iglesia se había de ejercer, ellas demuestran sobradamente que dicho poder reside en el pueblo; que tenían un derecho y estaban obligados a participar en el gobierno de la Iglesia, y en la preservación de su pureza.

Fue sólo gradualmente, a través del paso del tiempo, que el poder que pertenece de esta manera al pueblo fue absorbido por el clero. El progreso de esta absorción seguía el ritmo de la corrupción de la Iglesia, hasta que el dominio de toda la jerarquía fue finalmente establecido. El primer gran principio, pues, del presbiterianismo es la reafirmación de la doctrina primitiva de la Iglesia, de que el poder pertenece a toda la Iglesia; para que ese poder sea ejercido a través de los oficiales legítimos, y por lo tanto que el oficio de anciano gobernante como representante del pueblo, no es una cuestión de conveniencia, sino un elemento esencial de nuestro sistema, derivado de la naturaleza de la Iglesia, y que descansa sobre la autoridad de Cristo.


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