CAPÍTULO IX

LOS CONCILIOS Y SU AUTORIDAD

/. Introducción
Aun cuando les concediera cuanto dicen de la Iglesia, todavía entonces no habrían conseguido su propósito; porque todo lo que dicen de ella, lo aplican en seguida a los concilios, que, según su opinión, representan a aquélla. Más todavía: lo que tan pertinazmente afirman de la autoridad de la Iglesia no lo hacen sino para aplicar al romano pontífice y a los suyos todo cuanto puedan conseguir por la fuerza.
Mas antes de comenzar a tratar de esta cuestión necesito decir brevemente dos cosas. La primera es que el mostrarme yo un tanto severo en esta materia no se debe a que no tenga a los concilios antiguos en la estima debida. Yo los reverencio de todo corazón, y deseo que todos los estimen como merecen serlo. Pero en esto también hay que proceder con medida; a saber, que nada se derogue a Cristo. Y el derecho de Cristo es presidir todos los concilios y no tener en esta dignidad a hombre alguno por compañero suyo. Y yo entiendo que es Él quien preside cuando toda la asamblea se rige por su Palabra y su Espíritu.
Lo segundo es que el no conceder yo a los concilios tanto como mis adversarios desean, no se debe al temor de que los concilios confirmen la tesis de nuestros adversarios y sean opuestos a la nuestra. Porque para la plena aprobación de nuestra doctrina y la destrucción total del papado nos basta con la Palabra del Señor, sin que tengamos necesidad de ninguna otra cosa. Mas, si es preciso, los concilios antiguos nos proveen perfectamente de lo que necesitamos para ambas cosas.

2. Autoridad de los concilios según la Palabra de Dios
Pasemos, pues, a nuestro tema. Si queremos saber cuál es la autoridad de los concilios según la Escritura, no hay promesa mayor que la que se contiene en estas palabras de Cristo: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt.18,20). Esto se aplica no menos que a cualquier reunión particular, al concilio universal. Sin embargo no es ésta la dificultad de la cuestión, sino la condición que se añade: que Cristo estará en medio del concilio siempre que el mismo fuere reunido en su nombre. Por tanto, poco habrán conseguido nuestros adversarios por más concilios de obispos que nombren, ni conseguirán que creamos que sus concilios están regidos por el Espíritu Santo, antes de haber probado que han sido congregados en nombre de Cristo. Porque con la misma facilidad pueden los impíos y malos obispos conspirar contra Cristo, como los piadosos y buenos reunirse en su nombre. Una prueba bien patente de ello la tenemos en tantos decretos que se promulgaron en tales concilios. Pero de esto trataremos después. Ahora respondo, en una palabra, que Cristo no promete nada sino a quienes estuvieren congregados en su nombre. Expliquemos, pues, lo que esto significa.
Niego que estén congregados en nombre de Cristo quienes, sin tener en cuenta el mandato de Dios, en el cual prohíbe que se añada o se quite nada a su Palabra, decretan cuanto les viene en gana; pues éstos, no contentos con los oráculos de la Escritura, que son la regla de la perfecta sabiduría, no cesan de inventar cosas nuevas. Y puesto que Jesucristo no promete estar presente en todos los concilios, sino que ha puesto una señal particular para diferenciar los verdaderos de los que no lo son, no podemos nosotros desentendemos de esta diferencia. El pacto que Dios hizo antiguamente con los sacerdotes levítico s fue que enseñasen lo que oían de su boca (Mal. 2,7). Esto mismo pidió siempre a sus profetas; y esta misma ley ha impuesto a los apóstoles. Y a quienes quebrantan este pacto no los reconoce Dios como sacerdotes suyos, ni les da autoridad alguna. Resuelvan esta dificultad los adversarios, si quieren que yo dé crédito a las decisiones de los hombres que han sido tomadas al margen de la Palabra de Dios.

3. Refutación de diversas objeciones
a. La verdad no permanece en su Iglesia más que por sus pastores y sus concilios. Porque respecto a su opinión de que la verdad no permanece en la Iglesia si los pastores no convienen entre sí, y que la Iglesia no puede subsistir si no se muestra en los concilios generales, está todo esto muy lejos de ser verdad, si es que los profetas nos dejaron testimonios auténticos de su tiempo.
Había Iglesia en Jerusalem en tiempo de Isaías, a la cual Dios no había aún abandonado. Sin embargo habla de esta manera de sus pastores: "Sus atalayas son ciegos, todos ellos ignorantes; todos ellos perros mudos, no pueden ladrar; soñolientos, echados, aman el dormir; y los pastores mismos no saben entender; todos ellos siguen siempre sus propios caminos" (Is.56, 10-11).
Lo mismo dice Oseas: El atalaya de Efraim para con Dios, lazo de cazador, odio en la casa de Dios (Os.9, 8); donde irónicamente muestra que los títulos de que sus sacerdotes se vanagloriaban eran vanos.
También duró la Iglesia hasta los tiempos de Jeremías. Oigamos lo que él dice de los pastores: "Desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores" (Jer. 6, 13). Y: "Falsamente profetizan los profetas en mi nombre; no los envié, ni les mandé, ni les hablé" (Jer.14, 14). Y para no alargamos citando palabras suyas, léanse el capítulo veintitrés y el cuarenta.
No se muestra más amable con ellos Ezequiel, cuando dice: "Hay conjuración de sus profetas en medio de ella, como león rugiente que arrebata presa; devoraron almas, tomaron haciendas y honra, multiplicaron sus viudas en medio de ella. Sus sacerdotes violaron mi ley, y contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia" (Ez. 22, 25-26); Y todo lo que se refiere a este tema.
Quejas semejantes se encuentran a cada paso entre los profetas; y son tantas, que no hay tema más continuo entre ellos.

4. Quizás alguno diga que esto pasó en el pueblo judío, pero que en nuestros tiempos no sucede tal cosa. Ojalá que así no fuera. Pero el Espíritu Santo vaticinó que pasaría de muy otra manera. "Hubo también profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras" (2 Pe. 2, 1). He ahí cómo san Pedro predice que el peligro no había de venir de la gente humilde, sino de aquellos que se glorían de sus títulos de doctores y de pastores. Asimismo, ¿cuántas veces no han dicho Cristo y sus apóstoles que los grandes peligros de la Iglesia habían de proceder de los pastores? (Mt.24, 11-24). Y san Pablo dice claramente que el Anticristo no ha de tener su sede en otro sitio sino en el templo de Dios (2 Tes.2, 4); con lo cual quiere dar a entender que aquella horrible calamidad de que allí habla no había de venir sino de aquellos que, como pastores, se sentarán en la Iglesia. Y en otro lugar dice que el principio de tanto mal ya comenzaba a amenazar en su tiempo, pues habla a los obispos de Éfeso de esta manera: "Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos" (Hch. 20, 29-30).
Si en tan poco tiempo tanta corrupción pudieron introducir los pastores, ¿hasta dónde no habrá podido crecer en el curso de tantos años? y para no llenar muchas páginas siguiendo este tema, el ejemplo de todos los tiempos nos advierte que ni la verdad reside siempre en los pastores, ni la salvación de la Iglesia depende de ellos. Ciertamente, ellos deberían ser los guardianes y protectores de la paz y del bienestar de la Iglesia, pues para ello se les ha puesto en el grado en que están; pero una cosa es hacer lo que se debe y otra deber hacer lo que no se hace.

5. b. Siendo pastores, papas y obispos permanecen en la verdad
Sin embargo no quisiera que alguno tomara todo esto como si mi intento fuera rebajar temeraria e inconsideradamente la autoridad de los pastores. Lo que digo es que se procure conocerlos, para que luego no tengamos sin más por pastores a aquellos que se lo llaman a sí mismos. Ahora bien, el Papa y todo su cortejo de obispos hacen cuanto se les antoja por la sencilla razón de que se llaman pastores, sin preocuparse lo más mínimo por la Palabra de Dios. Y entretanto procuran convencer a los demás de que nunca pueden errar, porque el Espíritu Santo reside en ellos; que por ellos vive la Iglesia y con ellos muere. Como si ya no hubiera juicios de Dios para castigar al mundo con el mismo género de castigos con que antiguamente castigó la ingratitud del pueblo judío; a saber, herir con ceguera y necedad a los pastores (Zac.12, 4). Ni se dan cuenta estos insensatos de que cantan la misma canción que antiguamente entonaban los que luchaban contra Dios: "Venid, y maquinemos contra Jeremías; porque la ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta" (Jer.18, 18).

6. c. Los concilios generales representan a la Iglesia
Con esto se responde fácilmente al segundo punto relativo a los concilios universales. No se puede negar que los judíos tuvieron verdadera Iglesia en tiempo de los profetas. Y si entonces se hubiera celebrado un concilio general de los sacerdotes, ¿quién hubiera reconocido en él a la Iglesia? Hemos oído lo que Dios les anuncia, no a uno de ellos, sino a todos: "Los sacerdotes estarán atónitos, y se maravillarán los profetas" (Jer. 4, 9). Y también: "Mas la ley se alejará del sacerdote, y de los ancianos el consejo” (Ez. 7,26). Y: “De la profecía se os hará noche, y oscuridad del adivinar; y sobre los profetas se pondrá el sol, y el día se entenebrecerá sobre ellos” (Miq. 3,6). Pregunto yo: Si con todos éstos se reuniera un concilio, ¿qué espíritu sería el que lo presidiera? Un notable ejemplo de esto lo tenemos en el concilio que reunió Acab. En él estuvieron presentes cuatrocientos profetas. Mas como se habían congregado para adular al impío rey, Dios envía a Satanás para que sea espíritu de mentira en la boca de todos ellos. En este concilio la verdad es condenada por boca de todos los profetas. Miqueas es condenado por hereje, golpeado y arrojado a la cárcel (1 Re. 22, 5-22.27). Y lo mismo le sucedió a Jeremías y a los demás profetas.

7. Pero un ejemplo admirable bastará por todos. En el concilio que los pontífices y fariseos celebraron en Jerusalem contra Cristo, ¿qué se puede echar de menos en la apariencia exterior? Si entonces no hubiera habido Iglesia en Jerusalem, Cristo no hubiera nunca asistido a sus sacrificios, ni a las restantes ceremonias. Se hace una solemne invocación. Preside el sumo sacerdote, y todos los demás asisten (in. 11,47). Sin embargo Cristo es condenado en este concilio y su doctrina desterrada. Esta abominación prueba que la Iglesia no estaba dentro de aquel concilio.
Pero se dirá que no hay peligro de que ahora suceda lo mismo. ¿Quién nos lo asegura? Porque en cosa de tanta trascendencia es una grave imprudencia no tener seguridad. Mas cuando el Espíritu Santo por boca de san Pablo anuncia con palabras clarísimas que vendrá la apostasía — que no puede tener lugar si primero los pastores no se apartan de Dios (2 Tes. 2,3) — ¿a qué nos cegamos a nosotros mismos para nuestra completa ruina?
Por tanto, no debemos conceder de ninguna manera que la Iglesia consista en la multitud de los pastores a los cuales el Señor nunca les prometió que serian buenos; y en cambio sí ha anunciado a veces que serían malos. Y si Él nos advierte del peligro, lo hace para que seamos cautos y prudentes.

8. Condiciones de la autoridad de un concilio
Entonces, me diréis, ¿el concilio no tiene autoridad alguna para definir? Si la tiene; y mi intento no es condenar aquí todos los concilios, ni borrar de un plumazo todos sus decretos. Sin embargo, insistiréis, dudáis de todos; de tal manera que cada uno puede admitir o rechazar lo que ellos han determinado. No es así.
Lo que yo digo es que querría que siempre que se alega algún decreto de un concilio, ante todo se considerase diligentemente cuándo se celebró el concilio, la razón de celebrarse, y qué personas asistieron a él; además, que lo que se trata en el concilio fuera examinado a la luz de la Escritura, para que la determinación del concilio tuviese autoridad; pero que esta autoridad no impidiese el examen que hemos dicho.
Ojalá todos guardasen el orden que san Agustín propone en el libro tercero contra Maximino. Para cerrar la boca a este hereje que argumentaba con decretos de concilios, le dice: “Ni yo para perjudicarte debo argüirle con el concilio de Nicea, ni tú a mí con el de Rímini. Ni yo estoy sujeto a la autoridad de éste, ni tú a la del otro, Que el asunto se dispute con conocimiento de causa, mediante razones y por la autoridad de la Escritura, común a ambas partes.”1 Entonces los concilios tendrían la majestad que deben tener; la Escritura ocuparía el lugar supremo, que debe ocupar; y nada habría que no se sometiese a esta regla.

Concilios antiguos que admitimos. De acuerdo con esto y muy gustosos abrazamos y aceptamos reverentemente como sacrosantos, por lo que respecta a los dogmas de la fe, los concilios antiguos, como son el de Nicea, de Constantinopla, el primero de Éfeso, el Calcedonense, y otros semejantes, los cuales se celebraron para refutar los errores. Pues estos concilios no comprenden otra cosa que la pura y verdadera interpretación de la Escritura, que los santos Padres aplicaron con prudencia espiritual para destruir a los enemigos de la religión, que entonces habían surgido.
También vemos en algunos otros concilios que después se han celebrado un verdadero deseo de piedad y manifiestas muestras de espíritu, prudencia y doctrina. Mas, como las cosas suelen ir de mal en peor, por los concilias que se han celebrado hace poco se puede ver cuánto ha degenerado la Iglesia paulatinamente de aquella pureza de su edad de oro. Y no es que dude de que en estos corrompidos tiempos haya habido todavía en los concilios buenos obispos. Pero a éstos les ha sucedido aquello de que se quejaban los senadores romanos en el Senado: que como los pareceres eran simplemente contados, y no ponderados, necesariamente la mejor parte quedaba muchas veces vencida por la mayoría. Y ello fue origen de tantas malas constituciones. Pero no es necesario descender ahora a particularidades, porque seria muy largo; además lo han hecho ya otros diligentemente, y no hay necesidad de añadir nada.

1 San Agustín, Contra Maximino y Arrio, II, xiv, 3.

9. Sólo la Escritura puede solucionar las contradicciones de algunos concilios
Pero, ¿a qué citar las contradicciones de los concilios? Que nadie me diga que en el caso de semejante contradicción, uno de ellos es el legítimo. Porque, ¿cómo lo sabremos? Evidentemente, si no me engaño, decidiremos si los decretos de los concilios son ortodoxos por la Escritura. Tal es la única regla para juzgar sobre este punto.
Hace ya casi novecientos años que se celebró un concilio en Constantinopla, convocado por el emperador León.1 En él se decretó que se destruyesen las imágenes de los templos. Poco después se tuvo otro en Nicea,2 que la emperatriz Irene convocó en oposición al anterior, y en el que se decidió en favor de las imágenes. ¿Cuál de ambos ha de ser tenido por legítimo? Comúnmente ha sido tenido como tal este último, en el cual se ordenó que se repusiesen las imágenes en los templos. Pero san Agustín niega que esto sea lícito sin grave peligro de idolatría. San Epifanio, que vivió antes de san Agustín, habla aún más ásperamente y dice que es una abominación y una cosa nefanda que haya imágenes en los templos de los cristianos. Los que dicen esto, ¿hubieran aprobado aquel concilio de vivir entonces? Y si es verdad lo que dicen las historias, y se da crédito a los decretos de este concilio, no solamente las imágenes, sino además el culto a las mismas fue aprobado. ¿Qué diremos? Que los que tal cosa decretaron depravando y torciendo el sentido de la Escritura, han mostrado la cuenta que de ella han hecho, como ya lo he manifestado ampliamente en otro lugar.
Sea de ello lo que fuere, nosotros no podemos diferenciar entre los concilios que se contradicen — y han sido muchos — si no los examinamos con la regla con que deben ser examinados todos los hombres y ángeles, que es la Palabra de Dios. Por esta causa abrazamos el concilio Calcedonense y repudiamos el segundo de Éfeso, en el cual se confirmé la impiedad de Eutiques, que en el de Calcedonia había sido condenada. La decisión de los Padres del concilio de Calcedonia se basé únicamente en la Escritura, Y su juicio lo seguimos porque la Palabra de Dios que a ellos iluminé, nos ilumina también a nosotros ahora.
Vengan, pues, ahora los romanistas y gloríense, como suelen, de que el Espíritu Santo permanece unido y ligado a sus concilios.

1 El concilio de Hiera (753); más exactamente bajo Constantino V, Coprónimo, hijo de León III.
2 II de Nicea (787).

10. Razones por las cuales, incluso los concilios antiguos no han sido perfectos
Aunque, incluso en los más puros de los concilios antiguos no deja de haber sus faltas; bien sea porque los que asistieron, aunque eran doctos y prudentes, embarazados por los negocios que traían entre manos no consideraron otras muchas cosas, o porque ocupados con asuntos de mayor trascendencia se despreocuparon de otros que no tenían tanta; o simplemente porque, como hombres, estaban sujetos a error; o bien por dejarse llevar a veces de su excesivo afecto.
Los concilios de Nicea y de Calcedonia. Un ejemplo notable de esto último, que parece lo más duro, lo tenemos en el concilio de Nicea, cuya dignidad, sin embargo, por consentimiento unánime es aceptada por todos con la reverencia que se merece. Como en él se tratase y pusiese en duda el principal artículo de nuestra fe, y siendo de tanta importancia que estuviesen de acuerdo, viendo a Arrio dispuesto a luchar; sin embargo, no considerando el daño que les podía venir de su falta de unanimidad, y lo que es más, olvidando toda gravedad, modestia y humildad, dejando a un lado el asunto para el que precisamente se hablan reunido, como si de propósito quisieran complacer a Arrio y para esto se hubieran juntado, comenzaron a morderse, hablando mal los unos de los otros; y el tiempo que debían emplear en disputar y convencer a Arrio, lo perdían en injuriarse unos a otros. No hubieran terminado sus disputas de no poner remedio el emperador Constantino, quien declarando que no Le competía a él investigar sus vidas, reprimió el desorden alabándolos en vez de reprenderlos.
¿Es verosímil que los demás concilios que después siguieron cayeran también en faltas? No cuesta mucho probar que así fue. Cualquiera que leyere sus decretos, verá en ellos numerosas flaquezas, por no decir otra cosa.

11. El mismo papa León no duda en tachar de ambición y de inconsiderada temeridad al concilio Calcedonense, que por lo demás lo admito como ortodoxo en cuanto a la doctrina. No niega que es legítimo; pero afirma claramente que ha podido errar.1

Los concilios pueden errar. Puede que algunos me consideren poco listo por tratar de mostrar semejantes errores, puesto que los mismos adversarios confiesan que los concilios pueden errar en cosas que no son necesarias para la salvación. Pero no carece de importancia lo que yo hago. Porque, si bien de palabra lo confiesan así, como quiera que nos meten como oráculos del Espíritu Santo los decretos de todos los concilios, traten de lo que traten, realmente piden y exigen mucho más de lo que al principio declaraban. ¿Qué es lo que pretenden al obrar así, sino que los concilios, o no pueden errar, o que si yerran, sin embargo no es lícito ver la verdad y no consentir en sus errores?
Lo que yo pretendo es que de aquí se puede concluir que el Espíritu Santo de tal manera dirige los santos y buenos concilios, que permite que les suceda lo que suele acontecer a los hombres, para que no confiemos excesivamente en ellos. Esta opinión es mucho mejor que la de Gregorio Nacianceno; a saber, que jamás vio buen fin en ningún concilio. Porque el que afirma que todos sin excepción acabaron mal, no les da mucha autoridad.
No es necesario mencionar en particular los concilios provinciales, pues es fácil conjeturar por los generales la autoridad que deben tener para hacer nuevos artículos de fe y para admitir cualquier clase de doctrina que les pareciere.

1 León T, Cartas, CIV, 2-4; CV, CVI.

12.Los católicos no pueden refugiarse más que en el argumento de autoridad
Pero nuestros romanistas, viendo que sus esfuerzos no les sirven de nada, se acogen a un último y bien miserable refugio. Aunque sean ignorantes en cuanto al entendimiento, y en su deseo y voluntad perversos, sin embargo persiste el mandato de Dios de obedecer a nuestros superiores.
¿Cómo es posible? ¿Y si yo niego que sean superiores los que ellos llaman así? Porque no se deben atribuir más de lo que se atribuyó Josué, quien además de profeta del Señor fue excelente pastor. Oigamos las palabras con que fue entronizado por el Señor en su oficio: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Jos. 1,8). Así que serán nuestros superiores espirituales aquellos que no se aparten de la luz del Señor ni a un lado ni a otro.
Si hubiera que admitir sin poner dificultad alguna la doctrina de cualquier pastor, ¿de qué nos servirla ser tantas veces y tan cuidadosamente avisados por boca del Señor, que no oigamos a los falsos profetas? “No escuchéis”, nos dice Jeremías, “las palabras de los profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jer. 23, 16). Y: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt. 7, 15). En vano también nos exhortaría san Juan a probar los espíritus, si son de Dios o no (1 Jn. 4, 1). Y de esta prueba ni aun los mismos ángeles quedan exentos; cuanto menos Satanás con sus mentiras. ¿Y qué quiere decir aquello de “si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo” (Mt. 15, 14)? ¿No demuestra de cuánta importancia es conocer cuáles son los pastores a quienes se debe oír, y que no es bueno escuchar temerariamente a todos?
Por esto no hay razón para que quieran aterrarnos con sus títulos, para hacernos participes de su ceguera; pues por el contrario vemos cuánto cuidado ha puesto el Señor en avisarnos y atemorizarnos para que no nos dejemos llevar por el error ajeno, por más escondido que esté el engaño con otro titulo. Porque si es verdad la respuesta de Cristo, que todos son ciegos, llámense obispos, prelados o pontífices, no pueden por menos que llevar al despeñadero a quienes los siguen. Por tanto, que no nos estorben nombres de concilios, pastores, ni obispos — que pueden emplearse lo mismo para el bien que para el mal —, avisados con el ejemplo de lo que oímos y vemos, el considerar conforme a la regla de la Palabra de Dios el espíritu de quienquiera que sea, y ver y probar si es de Dios o no.

13. El poder de la Iglesia en la interpretación de la Escritura
Puesto que hemos probado que la Iglesia no tiene autoridad para formular nuevas doctrinas, hablemos ahora de la autoridad que le confieren para interpretar la Escritura.
De buen grado les concedemos que si hay disputa acerca de algún dogma, no existe medio mejor y más cierto que reunir un concilio de verdaderos obispos, en el cual se examine el dogma en litigio; pues mucha mayor autoridad tendrá la determinación convenida en común por los pastores de las iglesias, después de invocar al Espíritu de Cristo, que si cada uno la enseñase por su propia iniciativa al pueblo, o lo hiciesen unos cuantos en particular.
Además, cuando los obispos se reúnen, tienen más oportunidad para comparar y mirar lo que deben enseñar, y en qué forma, y así conseguir unanimidad, a fin de que la diversidad no engendre escándalo.
En tercer lugar, san Pablo, al juzgar las doctrinas, nos prescribe esta forma; pues al atribuir a cada una de las iglesias autoridad de juzgar, muestra el orden que se ha de seguir en cosas de mayor importancia; a saber, que las iglesias se reúnan para llegar al conocimiento de la causa (1 Cor. 14,29). Y el mismo sentido común dicta que si alguno turbare la Iglesia con un nuevo dogma, y el asunto adquiriese tal importancia que hubiera peligro de caer en mayores inconvenientes, entonces ante todo que se reúnan las iglesias y examinen la causa; y finalmente, decidan de acuerdo con la Escritura, la cual quite toda duda al pueblo y cierre la boca a los amigos de novedades peligrosas, para que no vayan adelante.
De esta manera, cuando Arrio se levantó, se reunió el concilio Niceno, que con su autoridad hizo fracasar su impía empresa y restituyó la paz a las iglesias que había agitado, confirmando la eterna divinidad de Cristo contra su impío dogma, Poco después, como Eunomio y Macedonio promovieran nuevas revueltas, el sínodo de Constantinopla usó el mismo remedio, condenándolos. En el concilio de Éfeso se condenó la herejía de Nestorio. En resumen, tal fue desde el principio la forma ordinaria de conseguir la paz que se usó en la Iglesia cada vez que Satanás comenzaba a maquinar algo.
Pero pensemos que no en todos los tiempos ni en todos los lugares hay Atanasios, Basilios, ni Cirilos, y otros defensores semejantes de la verdadera doctrina, que en aquellas ocasiones Dios suscitó. Más bien debemos tener presente lo que aconteció en el concilio segundo de Éfeso, en el cual la herejía de Eutiques venció, y Flaviano, hombre de santa memoria, fue desterrado, y con él algunos otros; y tantos desatinos como se cometieron con él; siendo la causa de todo que no presidió el concilio el Espíritu Santo, sino un tal Dióscoro, hombre sedicioso y de corazón malvado.
Quizás me digan que no había allí Iglesia. Lo admito. Porque yo estoy convencido de que la verdad no perece en la Iglesia por el hecho de ser conculcada en un concilio, sino que el Señor la conserva milagrosamente para que se muestre a su debido tiempo y triunfe. Mas niego que siempre sea cierto que la interpretación de la Escritura admitida en el concilio sea por el hecho mismo cierta.

14. En vano los católico-romanos reivindican el poder soberano de los concilios para interpretar la Escritura
Pero es otra cosa lo que pretenden los romanistas al decir que los concilios tienen autoridad y poder de interpretar la Escritura, y tales, que no se puede apelar de ellos. Porque abusan de este pretexto para llamar interpretación de la Escritura a cuanto hubieren decretado los concilios.
Del purgatorio, de la intercesión de los santos, de la confesión auricular, y otras cosas por el estilo, ni una palabra se puede encontrar en la Escritura. Pero como todas estas cosas se han confirmado por la autoridad de la Iglesia, o mejor dicho, han sido recibidas por el uso, la costumbre y opinión, hay que tenerlas todas por interpretación de la Escritura. Y no sólo esto; también cuanto el concilio ordenare se llama interpretación, aunque vaya contra la Sagrada Escritura.
Manda Cristo que beban todos del cáliz que Él da en su Cena (Mt. 26,27); el concilio de Constanza prohíbe que se dé al pueblo y ordena que beba de él solamente el sacerdote. Y quieren ellos que sea interpretación de Cristo lo que tan evidentemente va contra la institución de Cristo. San Pablo llama a la prohibición del matrimonio “hipocresía de mentirosos” (1 Tim. 4,2); y en otra parte el Espíritu Santo declara que el matrimonio es santo y honorable en todas las personas (Heb. 13,4); y ellos después quieren que se tenga por verdadera y legítima interpretación de la Escritura el haber prohibido el matrimonio a los sacerdotes, cuando no se puede imaginar cosa más contraria. Si alguno se atreve a hablar contradiciéndoles, en seguida le tachan de hereje; porque no hay apelación de lo que ha determinado la Iglesia y es una gran abominación dudar de que la interpretación que la Iglesia ha dado no sea la verdadera. ¿Para qué gritar, ante tamaña desvergüenza? Bastante es ya haberla puesto en evidencia.

O para aprobarla. En cuanto a lo que enseñan respecto al poder de la Iglesia de aprobar la Escritura, lo omito adrede. Porque someter los oráculos divinos a la censura y juicio de los hombres de modo que su validez dependa de la opinión de los mismos es ciertamente una grave blasfemia. Ya antes he tratado de esto. Sin embargo, quiero hacerles una pregunta. Si la autoridad de la Escritura se funda en la aprobación de la Iglesia, ¿qué decreto pueden alegar para probar su opinión? Creo que ninguno. ¿Por qué Arrio se dejó vencer en Nicea por los testimonios del evangelio de san Juan que contra él se citaron? Según la opinión de éstos hubiera podido repudiarlos, ya que el evangelio de san Juan no había sido aún aprobado en ningún concilio general. Citan un viejo catálogo, llamado el canon de la Escritura, que según ellos procede de la determinación de la Iglesia. Pero yo insisto en preguntar en qué concilio se compuso aquel canon. A esto no pueden responder. Aunque también me gustaría saber qué clase de canon es éste, porque en esto no hay acuerdo entre los antiguos. Y si nos atenemos a la autoridad de san Jerónimo, los libros de los Macabeos, de Tobías, el Eclesiástico y otros semejantes se deben tener por apócrifos,1 en lo cual éstos no pueden en manera alguna consentir.

1 Prefacio a los libros de Samuel y los Reyes
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INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO