CAPÍTULO VII

ORIGEN Y CRECIMIENTO DEL PAPADO HASTA QUE
SE ELEVÓ A LA GRANDEZA ACTUAL, CON LO QUE LA LIBERTAD
DE LA IGLESIA HA SIDO OPRIMIDA Y TODA
EQUIDAD CONFUNDIDA

1. El obispo de Roma no tenía la preeminencia en los concilios antiguos
En cuanto a la antigüedad del primado de la Sede romana, no existe documento más antiguo con el que poder darle apariencia de justificación que el decreto del concilio de Nicea, en el que se da el primer lugar entre los patriarcas al obispo de Roma, y la suprema administración de todas las iglesias de su comarca. Este decreto dividió de tal manera las provincias entre él y los otros patriarcas, que a cada uno de ellos le señala sus límites propios. Ciertamente no le hace cabeza de todos, sino el principal entre ellos. Julio, que por entonces era obispo de Roma, había enviado al concilio dos vicarios, Vito y Vicente, para que asistiesen en su lugar. A éstos los sentaron en el cuarto lugar. Si hubieran reconocido a Julio por cabeza de la Iglesia, ¿es posible que pusieran en cuarto lugar a quienes representaban su persona? ¿Iba a presidir Atanasio en un concilio general, donde el orden de la jerarquía eclesiástica se debe guardar con todo rigor?
En el concilio de Efeso, parece que Celestina, entonces obispo de Roma, se sirvió de una sutil artimaña para conferir mayor dignidad a su Sede. Porque, si bien envió a ciertos representantes para que asistiesen en su nombre, pidió a Cirilo, obispo de Alejandría, quien aun sin eso debía presidir, que hiciese sus veces. ¿A qué iba esto encaminado, sino a conseguir lícita o ilícitamente el primer puesto para su Sede? Porque sus legados ocuparon un lugar inferior; se les preguntaba como a los demás; firmaron según el orden que les correspondía; sin embargo, el patriarca de Alejandría tenía un doble título.
¿Y qué diré del segundo concilio de Efeso? Aunque León, obispo de Roma, envió a él sus legados, no obstante presidió sin oposición alguna, y como le correspondía de derecho, Dióscoro, patriarca de Alejandría. Replicarán que no fue un concilio legítimo, pues en él fue condenado Flaviano, obispo de Constantinopla, absuelto Eutiques, y su herejía aprobada; pero yo no hablo del fin del mismo. Lo que afirmo es que el concilio estaba reunido y que cada uno de los obispos ocupaba el puesto; que los legados del papa de Roma estaban con los otros, come en un concilio legítimamente reunido y ordenado; que estos legados se disputaron para conseguir el primer lugar, sino que lo cedieron a lo otros, lo cual no hubieran hecho nunca si hubieran pensado que era suyo Porque jamás los obispos de Roma han tenido inconveniente en promover contiendas, y no pequeñas, por mantener su estado y dignidad, ni le ha importado perturbar a las iglesias y dividirlas por este motivo. Pero como León veía muy bien que su atrevimiento iba a ser tenido por excesivo si hubiera pretendido que sus legados ocuparan el primer lugar, se dio por satisfecho con el que tenían.

2. La Sede romana preside en el concilio de Calcedonia, pero no en lo siguientes
Después tuvo lugar el concilio de Calcedonia, en el cual los legados de Roma presidieron con licencia y por mandato del emperador. Pero e mismo León confiesa que esto fue una gracia especial y extraordinaria En efecto, al pedirlo él al emperador Marciano y a la emperatriz Pulqueria, muestra que no le era debido. La causa de pedirlo la expone luego que los obispos orientales que habían presidido en el concilio de Efeso habían usado muy mal de su autoridad. Y así, como era necesario que presidiese un hombre grave, y no siendo verosímil que quienes una ve: habían procedido tumultuosamente fuesen aptos, León pide que por no serlo los otros le confíen a él el cargo. Sin duda lo que él pide come privilegio y gracia particular no es cosa corriente y ordinaria. Cuando alegan el pretexto de que es necesario tener un nuevo presidente, porque los que lo habían sido no se habían conducido bien, dejan ver que ante no había sido así, y por eso no se puede proponer como regla general porque se hizo solamente a causa del peligro y de la necesidad del momento. Ésta es la causa de que el obispo de Roma tuviera el primer lugar y presidiera el concilio calce donen se ; no por derecho de su iglesia, sin, porque el concilio carecía de presidente oportuno, pues los que solían y debían serlo se habían hecho indignos con sus desafueros y mal gobierno
Que esto fue así, se ve porque el sucesor de León, llamado mucho tiempo después al quinto concilio de Constantinopla, no discute sobre la preeminencia del lugar, sino que sus legados consienten sin oposición alguna en que presida Menas, patriarca de la ciudad donde se celebraba el concilio. Asimismo, en el concilio de Cartago, en el que estuvo presente san Agustín, presidió Aurelio, arzobispo de Cartago, y no los legado de la Sede romana; aunque a propósito y expresamente habían ido a concilio para mantener la autoridad de su obispo de Roma. Más aún en Italia mismo se celebró un concilio general al que no asistió el obispo de Roma; fue el concilio de Aquilea, presidido por san Ambrosio, por el gran concepto que de él tenía el emperador. En este concilio no se hace mención alguna del obispo de Roma. Vemos, pues, que la dignidad de san Ambrosio fue la razón de que Milán fuese entonces preferida a Roma.

3. Origen de los títulos de primado de la Sede romana
En cuanto al título de primado y otros rimbombantes, de los que tanto se enorgullece y gloria el papa, es fácil comprender cuándo y por qué camino comenzaron a ser usados.
San Cipriano, obispo de Cartago, hace mención muchas veces de Cornelio, obispo de Roma, al cual llama simplemente hermano, compañero y obispo semejante a él (coobispo); y escribiendo a Esteban, sucesor de Cornelio, no solamente lo hace igual a sí y a los otros, sino que incluso llega a tratarlo ásperamente, llamándole unas veces arrogante, y otras ignorante. Bien sabido es lo que la iglesia africana determinó después de la muerte de san Cipriano porque en el concilio de Cartago se prohibió que ninguno se llamase príncipe de los sacerdotes ni obispo supremo, sino solamente obispo de la primera sede.
Si alguno lee diligentemente las historias antiguas, verá que el obispo de Roma se contentaba entonces con el nombre común de hermano. Es innegable que mientras la Iglesia permaneció en su verdadero y puro estado, estos nombres orgullosos que después ha usurpado la iglesia romana para engrandecerse jamás se oyeron ni conocieron. No se tenía idea de lo que era el Sumo Pontífice, ni la Cabeza única en la tierra. Y si el obispo de Roma se hubiera atrevido a usurpar tales títulos, había entonces personas que al momento hubieran destruido su loca presunción y orgullo.
San Jerónimo, siendo sacerdote de Roma, no se mostró corto en ensalzar la autoridad de su iglesia cuanto la verdad y la condición del tiempo lo permitía; y sin embargo vemos cómo la pone en el número de las otras. “Si se trata”, dice san Jerónimo, “de autoridad, el mundo es mucho mayor que una ciudad. ¿Para qué me alegas la costumbre de una sola ciudad? ¿Para qué sometes el orden de la Iglesia a un pequeño número, del cual procede la presunción? Dondequiera que hay obispo, sea en Roma o en Gubbio, sea en Constantinopla o en Reggio, tiene la misma dignidad y sacerdocio. El poder de las riquezas y la abyección de la pobreza no hacen al obispo superior ni inferior.”1

1 Jerónimo, Cartas, CXLVI. 1, 2.

4. El titulo de obispo universal combatido ásperamente por Gregorio Magno
En cuanto al titulo de obispo universal, la primera disputa se tuvo en tiempo de san Gregorio, por la ambición de Juan, obispo de Constantinopla, el cual quería llamarse obispo universal, lo que nadie antes había osado. San Gregorio, al tratar de esta cuestión no alega que el otro le quitaba el título que le pertenecía a él; al contrario, protesta que es un título profano, sacrílego y un anuncio de la llegada del Anticristo. “Si el que se llama universal”, dice san Gregorio, “cae, toda la Iglesia cae”. Y en otro lugar: “Triste cosa es soportar que nuestro hermano y compañero, menospreciando a todos los demás, se llame él solo obispo. Mas por este su orgullo, ¿qué otra cosa podemos conjeturar sino que el Anticristo está cerca? Porque él imita al que, menospreciando la compañía de los ángeles, quiso subir más alto para estar él solo en el lugar supremo.” Y en otro lugar, escribiendo a Eulogio, obispo de Alejandría, y a Anastasio, obispo de Antioquía, dice así: “Ninguno de mis predecesores ha querido jamás usar este nombre profano. Porque si hay un patriarca que se llame universal, el nombre de patriarca se quita a todos los demás. Mas no quiera Dios que ningún cristiano pretenda alzarse tanto que rebaje el honor de sus hermanos, por poco que sea. Consentir este nombre execrable seria arruinar la cristiandad. Una cosa es conservar la unión de la fe, y otra reprimir la altivez de los orgullosos. Yo afirmo impávidamente que cualquiera que se llame obispo universal o apetezca ser así llamado, es precursor del Anticristo, porque con su altivez se prefiere a sí mismo a los demás.” Y otra vez a Anastasio; “Digo que eL obispo de Constantinopla no puede tener paz con nosotros si no corrige la altivez de este título supersticioso y orgulloso, que ha sido encontrado por el primer apóstata. Y — aunque yo calle la injuria que os hace — si alguno se llama obispo universal, toda la Iglesia universal cae, si cae éste.” Tales son las palabras de san Gregorio.
En cuanto a la afirmación de que en el concilio de Calcedonia se ofreció este honor a León, no tiene aspecto de verosimilitud; porque ninguna mención se hace de ello en las actas del concilio; y el mismo León, que reprueba en muchas cartas el decreto que en el concilio se había dado en favor del obispo de Constantinopla, no hubiera dejado pasar por alto el argumento que le venía a propósito mejor que ninguno otro; que tal honor se le había ofrecido a él y lo había rechazado. Y como quiera que era una persona muy ambiciosa, no hubiera dejado pasar lo que aumentaba su honor. Se engaña, pues, san Gregorio al pensar que el concilio calcedonense ha querido ensalzar tanto a la iglesia romana. Ciertamente es una equivocación pensar que un concilio general haya querido ser el autor de un titulo profano, execrable, orgulloso y sacrílego, que procede del mismo Diablo, y publicado por el precursor del Anticristo, como el mismo Gregorio dice. Y sin embargo él afirma que su predecesor lo rehusó por miedo a que los otros obispos fuesen privados del honor que se les debía. Y en otro lugar dice; “Ninguno se ha querido llamar así; ninguno se adjudicó este título temerario, por temor a que pareciese que despojaba a sus hermanos de su honra, colocándose en el supremo lugar.”

5. Origen de la jurisdicción del Papa
Voy a hablar ahora de la jurisdicción que el Papa se atribuye sin más ni más sobre todas las iglesias. Sé muy bien cuán grandes han sido en el pasado las contiendas sobre esto; porque no ha habido un momento en que la Sede romana no haya apetecido una cierta superioridad sobre las otras iglesias. Y no estará fuera de lugar que demuestre cuál ha sido el medio con el cual el Papa ha llegado desde la antigüedad a cierta preeminencia. No me refiero a esta desenfrenada tiranía que de poco tiempo acá el Papa ha usurpado; esto lo dejaré para otro lugar. Aquí es necesario exponer cómo y por qué medios se viene ensalzando desde hace ya mucho tiempo, para adquirir cierta jurisdicción sobre las otras iglesias.
Cuando las iglesias de Oriente estaban perturbadas y divididas por los arrianos bajo el imperio de Constancio y Constante, hijos de Constantino el Grande, Atanasio, defensor principal de la fe ortodoxa, fue arrojado de su iglesia. Esta desgracia le forzó a dirigirse a Roma, a fin de poder, con ayuda de la autoridad de la iglesia romana, resistir el furor de sus enemigos y confortar a los buenos creyentes, que estaban en gran aprieto. En Roma fue recibido con todo honor por Julio, entonces obispo de aquella Sede; y por su medio consiguió que los obispos de Occidente hiciesen suya su causa. Por este motivo, estando los fieles de Oriente necesitados de ayuda, y viendo que su principal socorro estaba en la iglesia romana, le atribuyeron todo el honor que pudieron. Pero todo se reducía a que ellos apreciaban mucho la comunión con ella y se tenía como grave afrenta ser excomulgado de ella.
Después de esto fue la gente de mala vida quien aumentó en gran manera su dignidad. Porque el común refugio de cuantos merecían ser castigados en sus iglesias era acogerse a Roma, como a un santuario. Y así, si algún presbítero era condenado por su obispo, o algún obispo por el sínodo de su provincia, en seguida apelaba a Roma, como remedio. Los obispos de Roma, por su parte, estaban más deseosos de oír tales apelaciones de lo que era razonable. Les parecía que era una especie de preeminencia mezclarse en negocios de iglesias muy distantes, De esta manera, cuando Eutiques, impío hereje, fue condenado por Flaviano, arzobispo de Constantinopla, fue a quejarse a León de que había sido tratado injustamente. Al momento León se mezcló en una causa impía para aumentar su autoridad, y dirigió graves invectivas contra Flaviano, como si hubiera condenado a un hombre inocente antes de oírlo. Y tanto pudo su ambición, que la impiedad de Eutiques fue arraigando entretanto, en vez de terminarse de una vez, si él no se hubiera metido por medio.
Lo mismo aconteció muchas veces en África. Luego que un malvado era condenado por su juez ordinario, en seguida iba a Roma y calumniaba a su obispo, alegando que se había procedido inicuamente contra él. Y la Sede romana siempre estaba dispuesta a mezclarse en tales asuntos. Ciertamente esta ambición de los obispos de Roma fue la causa de que los obispos de África ordenaran que ninguno, so pena de excomunión, apelase a otra parte.’

6. El obispo de Roma no ordenaba antiguamente más que a los obispos de su provincia
Sea como fuere, veamos qué autoridad y jurisdicción tuvo por entonces la Sede romana.
Para entender esto notemos que la autoridad eclesiástica consiste en cuatro puntos principales: en ordenar a los obispos, en reunir los concilios, en oír apelaciones, y en aplicar correcciones.
En cuanto a lo primero, todos los concilios antiguos mandan que cada obispo sea ordenado por su metropolitano; y nunca prescriben que sea llamado el obispo de Roma, excepto en su provincia. Pero después poco a poco se fue introduciendo la costumbre de que todos los obispos de Italia fuesen a Roma para ser consagrados, excepto los metropolitanos, que no quisieron someterse a esta servidumbre. Cuando era menester ordenar a algún metropolitano, el obispo de Roma enviaba alguno de sus presbíteros solamente para asistir a su elección, no para presidiría. Un ejemplo de esto se puede ver en una carta de san Gregorio,1 referente a la consagración de Constancio, arzobispo de Milán, después de muerto Lorenzo; aunque yo creo que este orden se ha seguido mucho tiempo antes. Sin embargo es verosímil que al principio, en señal de la unión que entre ellos existía, se enviasen mensajeros unos a otros a título de honor y amistad, para que fuesen testigos de la consagración. Después se hizo ley lo que al principio era simple buena voluntad y amistad. De cualquier forma es evidente que el obispo de Roma no tenía antiguamente autoridad de consagrar obispos, excepto a tos de su provincia, que eran los de las iglesias dependientes de Roma, como dice el canon del concilio de Nicea.
A la consagración del obispo iba aneja la costumbre de enviar una carta sinodal, en la cual el obispo de Roma en nada aparece superior a los demás. Y para entender lo que esto quería decir, los patriarcas, en seguida de ser consagrados, solían enviarse los unos a los otros cartas, en las que daban testimonio de su fidelidad, afirmando su adhesión a la doctrina de los santos concilios. De esta manera al hacer confesión de su fidelidad, aprobaban su elección respectiva. Si el obispo de Roma hubiera recibido de los otros una confesión semejante, y él, por su parte, no la enviara, con esto hubiera sido reconocido por superior; pero como estaba obligado a hacer lo mismo que los demás, y se veía sujeto a la misma ley que ellos, esto demostraba compañerismo e igualdad, y no señorío. De esto tenemos muchos ejemplos en las cartas de san Gregorio, como a Ciriaco, a Anastasio, y a todos los patriarcas juntamente.

1 Ad Anastasium, Anastasio, lib. 1, epíst. 25.

7. El obispo de Roma estaba sometido a las censuras de los otros
Vienen luego las correcciones y censuras. Lo mismo que los obispos de Roma las han usado contra los otros, así también han permitido que los otros las usaran contra ellos.
Ireneo, obispo de Lyón, reprende ásperamente a Victor, obispo de Roma, porque por una cosa de muy poca importancia había promovido una revuelta muy perniciosa para la Iglesia. Víctor, sin oposición de su parte, se sometió a la corrección. Mucho tiempo duró entre los santos obispos esta libertad de amonestar fraternalmente a los obispos de Roma, y reprenderlos cuando habían dado motivo para ello. Y lo mismo hacían los obispos de Roma, cuando la necesidad lo requería.
Así san Cipriano, exhortando a Esteban, obispo de Roma, a que avisase a los obispos de Francia, no da como argumento que él tenía autoridad sobre los otros, sino el derecho común y reciproco existente entre los obispos. Si Esteban hubiera tenido jurisdicción en Francia, ¿no le diría san Cipriano: Castígalos, puesto que están bajo tu jurisdicción? Sin embargo, habla de una manera muy distinta: “La unión fraternal”, dice, “que nos une, requiere que nos amonestemos los unos a los otros”. Y vemos cuán vehementes palabras usa él — aunque por otra parte muy correctas — cuando en otro lugar reprende al mencionado Esteban, porque quería permitirse demasiada licencia.
En conclusión: no sé que, respecto al punto que tratamos, el obispo de Roma haya tenido jurisdicción alguna sobre los que no eran de su provincia.

8. Sólo el emperador convocaba el concilio universal
En cuanto a congregar concilios, el oficio de cada metropolitano era hacer que se celebrasen sínodos en sus provincias una o dos veces al año, según estaba ordenado. En esto el obispo de Roma no tenía nada que ver. El concilio universal lo convocaba sólo el emperador, quien llamaba a los obispos. Y si algún obispo hubiera intentado tal cosa, no solamente no le hubieran obedecido los que no pertenecían a su provincia, sino que al momento se hubiera armado un gran revuelo. El emperador era quien intimaba a todos a que se reuniesen.
Es cierto que el historiador Sócrates cuenta que Julio, obispo de Roma, se quejó de los de Oriente porque no le habían llamado al concilio de Antioquía, alegando que los cánones prohibían ordenar cosa alguna sin primero comunicarlo al obispo de Roma;1 pero, ¿quién no ve que esto hay que entenderlo de los decretos que se refieren a la iglesia universal? Y no es de extrañar que hayan concedido tanto a la antigüedad y nobleza de la ciudad como a la dignidad de la iglesia, este honor de ordenar que no se diese decreto alguno universal referente a la doctrina cristiana sin estar presente el obispo de Roma, con tal que no rehusase asistir. Mas, ¿de qué sirve esto en orden a fundar un señorío sobre toda la Iglesia? No negamos que el obispo de Roma haya sido uno de los principales; pero de ninguna manera podemos admitir lo que afirman actualmente los romanistas: que ha tenido superioridad sobre todos.

1 Sócrates, Historia eclesiástica, lib. II, 8.

9. En el siglo V Roma no poseía aún ninguna jurisdicción superior
Queda el cuarto punto de la autoridad eclesiástica, que consiste en las apelaciones.
Es cosa sabida que aquel a quien se apela tiene jurisdicción superior. Muchos fueron antiguamente los que apelaron al obispo de Roma, y él se esforzaba en traer a sí el conocimiento de las causas; pero siempre que se excedía de sus límites se han reído de él.
No hablo ya de Oriente, ni de Grecia. Los mismos obispos de Francia leemos que se le opusieron muy seriamente cuando él dejó ver que quena atribuirse alguna autoridad sobre ellos.
Esto se debatió por mucho tiempo en África. El concilio Milevítano, al que asistió san Agustín, excomulgó a todos aquellos que apelasen a la otra parte del mar. El obispo de Roma trabajó mucho para hacer corregir este decreto; envió para ello a sus legados, para que mostrasen que el concilio de Nicea le había concedido este privilegio; y así mostraban ciertas actas del concilio Niceno, según ellos decían, las cuales realmente habían tomado de los archivos de su iglesia. Los africanos se oponían, dando como razón que no se debía dar crédito al obispo de Roma en su propia causa. La conclusión fue enviar a Constantinopla y otras ciudades de Grecia, para que consultasen ejemplares menos sospechosos, en los cuales no se encontró nada de lo que los legados de Roma alegaban. 1 De esta manera el decreto que abrogaba la suprema jurisdicción del obispo de Roma permaneció firme y en todo su valor. Con ello quedó patente la ingente desvergüenza del obispo de Roma, pues como en vez del concilio de Sárdica adujo el concilio de Nicea, fue cogido en manifiesta falsedad.
Pero aún fue mayor la desvergüenza y mala fe en quienes añadieron a las actas del concilio una carta amañada a sus propósitos, en la cual un cierto obispo de Cartago, sucesor de Aurelio, condenando la arrogancia de su predecesor por haberse atrevido excesivamente a apartarse de la obediencia a la Sede Apostólica, humildemente se somete a ella, tanto él como los suyos, pidiendo misericordia.
He aquí los bellos monumentos de la antigüedad en que se funda la majestad de la Sede romana. So pretexto de antigüedad mienten tan infantilmente, que los mismos tontos y ciegos pueden caer en la cuenta de mentiras tan crasas y manifiestas. Aurelio, según esta famosa carta, estaba henchido de atrevimiento y diabólica contumacia; se rebeló contra Jesucristo y contra san Pedro; por tanto es digno de ser anatematizado. Y, ¿qué dicen de san Agustín? ¿Qué de tantos Padres como asistieron al concilio Milevitano? ¿Pero a qué perder el tiempo refutando tan vano escrito, cuando los mismos escritores romanistas se avergüenzan de él, de no estar completamente desprovistos de pudor y dignidad? Graciano, en esta materia, no se sabe si por malicia o por ignorancia, después de citar este canon: que ninguno, so pena de excomunión, apele a la otra parte del mar, añade esta excepción: a no ser que apele a la Sede romana. ¿Cómo se debe tratar a tales bestias sin entendimiento alguno? Exceptúan precisamente lo que dio origen a la ley, como todos saben. Porque el concilio, al prohibir que se apele a la otra parte del mar, no quiere decir sino que nadie apele a Roma. ¡Pero este excelente intérprete exceptúa precisamente a Roma!

1 Carta del concilio de África a Bonifacio I (419).

10. Testimonio de san Agustín
Para concluir esta materia, bastará simplemente aducir una historia que refiere san Agustín para ver cuál ha sido antiguamente la jurisdicción del obispo de Roma.
Donato, por sobrenombre Casas Negras, cismático, había acusado a Ceciliano, obispo de Cartago; y tanto se movió, que consiguió que lo condenaran sin ser oído; porque, sabiendo que los obispos habían conspirado contra él, no quiso comparecer. La causa se llevó ante el emperador Constantino, el cual, queriendo que se fallase en juicio eclesiástico, encargó el asunto a Melciades, por entonces obispo de Roma, y a varios otros obispos que nombró de Italia, Francia y España. Si esto hubiera pertenecido a la jurisdicción ordinaria de la Sede romana, ¿cómo iba a consentir Melciades que el emperador le asignase otros asesores? Y lo que es más, ¿por qué viene la apelación por mandato del emperador, y no la toma él por su propia autoridad?
Pero oigamos lo que después aconteció. Ceciliano ganó la causa. Donato de Casas Negras fue convencido de calumnia. Sin embargo apeló; el emperador Constantino envió la apelación al obispo de Arlés. Vemos aquí al obispo de Arlés sentado en tribunal para retractar, si así le parecía, la sentencia dada por el obispo de Roma, o por lo menos para juzgar como superior si había sido bien dada o no. Si la Sede romana hubiera tenido la suprema jurisdicción de modo que no se pudiera apelar de sus decisiones, ¿cómo Melciades pudo consentir la injuria de que fuese preferido el obispo de Arlés? ¿Y qué emperador obra así? El emperador Constantino, de quien tanto se glorían; que no solamente puso toda la diligencia posible, sino que también empleó casi todo su imperio en ensalzar la dignidad de esta Sede.
Vemos, pues, cuán lejos estaba por entonces el obispo de Roma de la suprema dominación sobre todas las iglesias, que pretenden haberle sido dada por el mismo Jesucristo; y qué falsamente se jacta de poseerla desde el principio por consentimiento común de todo el mundo.

11. Testimonio de León I
Sé muy bien que hay numerosas cartas, escritos y decretales de papas en que engrandecen su autoridad cuanto cabe imaginar. Pero no hay persona de sano entender, ni de tan escasos conocimientos, que no sepa que estas cartas son tan vanas, que a primera vista se cae en la cuenta del almacén de que proceden.
¿Qué persona de buen sentido puede creer que Anacleto es el autor de la célebre interpretación que Graciano aduce en su nombre, según la cual Cefas quiere decir Cabeza? Otras muchas frivolidades semejantes acumulé Graciano sin discernimiento alguno, de las cuales actualmente los romanistas abusan contra nosotros para defender su Sede. Y no se avergüenzan de manifestar cómo en tiempos pasados engañaban al pobre pueblo con tales tinieblas. Pero no quiero detenerme mucho en refutar cosas tan frívolas, que por sí mismas se disipan.
Confieso que hay algunas cartas de papas antiguos, en las cuales se esfuerzan en ensalzar la grandeza de su Sede, dándole magníficos títulos. Tales son algunas de León, el cual, si bien fue erudito y elocuente, también fue no menos ambicioso y deseoso de gloria y de preeminencia en alto grado. Pero lo que hay que saber es si las iglesias le dieron crédito al ensalzarse de esta manera. Ahora bien, es innegable que muchas iglesias, cansadas de su ambición, se opusieron a ella. En una carta nombra al obispo de Tesalónica, vicario en Grecia y los países limítrofes; al de Arlés, o no sé qué otro, en Francia; a Hormisdas, obispo de Sevilla, en España; pero siempre pone como excepción, que les da este cargo a condición de que los privilegios antiguos de los metropolitanos no sufran detrimento. Y él mismo dice que uno de los privilegios es que si se promueve alguna dificultad o controversia, se haga sabedor de ella primero al metropolitano. Por tanto, este vicariato se daba a condición de que ningún obispo fuera estorbado en su jurisdicción ordinaria, ningún arzobispo en el gobierno de su provincia, ni ningún sínodo provincial en la dirección de sus iglesias. Ahora bien, ¿qué era esto sino abstenerse de toda jurisdicción, y únicamente intervenir para apaciguar las discordias, cuando la ley y la naturaleza de la comunión de la Iglesia permitía que sus miembros no se estorbasen unos a otros?

12. La decadencia del Imperio refuerza la autoridad de Roma para reprimir y corregir a los rebeldes
Esta antigua costumbre habla cambiado mucho en tiempo de san Gregorio. Como el Imperio estuviese ya muy quebrantado y Francia y España abatidas por las guerras; Iliria, desgastada; Italia, atormentada; y África casi del todo destruida, los obispos cristianos, queriendo proveer para que en una tal confusión del estado político, por lo menos la unidad de la fe permaneciese intacta, se reunieron con el obispo de Roma; de lo cual resultó que creció grandemente la dignidad de la Sede romana, y aumentó sobremanera su poder. Aunque no me importa saber por qué medios se llegó a ello, es lo cierto que entonces fue mucho mayor de lo que antes había sido.
Sin embargo no llegó a tener tal superioridad que dominase sobre los otros a su antojo. Solamente se le daba esta reverencia a la Sede romana para que pudiese reprimir y corregir a los rebeldes, que no consentían en obedecer a los otros. Pues san Gregorio afirma siempre, con gran diligencia, que no menos quería guardar los derechos de los otros, que éstos guardasen los suyos. “No quiero”, dice, “por ambición privar a nadie de sus derechos; más bien deseo en todo y absolutamente honrar a mis hermanos”. No hay nada en sus escritos que más ensalce su primado que cuando dice: “No conozco a ningún obispo que no esté sujeto a la Sede Apostólica cuando es reo de culpa”. Pero luego añade: “Cuando no hay culpa, todos, conforme al derecho de humildad, son iguales”.1 Con esto se atribuye autoridad de corregir a los que han faltado; haciéndose igual con los que cumplen su deber. Pero hemos de advertir que es él mismo quien se atribuye esta autoridad. Entre los otros, unos estaban de acuerdo, y otros no; pudiendo oponérsele, como parece que lo hicieron muchos.
Asimismo debemos advertir que él habla del primado de Bizancio, o de Constantinopla, el cual, condenado por el sínodo provincial, había rehusado la sentencia de los obispos del sínodo, quienes se quejarán al emperador de su rebeldía, y el emperador encargó a Gregorio esta causa para que la fallase. Por tanto, él no intentó nada que pudiese herir la jurisdicción ordinaria; y lo que hacia aun para ayudar a los otros, no lo hacía sin expreso mandato del emperador.

1 Carta XLVII, 49.

13. Gregorio Magno se queja de los cargos que asume
Así pues, la autoridad que por entonces tenía el obispo de Roma consistía en resistir a los rebeldes y obstinados, siempre que había necesidad de algún remedio extraordinario, y ello para ayudar a los obispos, no para estorbarlos. Por tanto no toma a los otros sino lo que él les permite que tomen de él, confesando que está preparado para ser reprendido y corregido por todos.
De acuerdo con eso ordena al obispo de Aquilea que vaya a Roma a dar cuenta de su fe, referente a un artículo sobre el que entonces había una controversia entre él y sus vecinos. Mas esto lo hace por mandato del emperador, como él mismo dice, y no por su propia autoridad. Asimismo asegura que no será él solo juez, sino que promete que reunirá un concilio de su provincia, el cual juzgará la causa.
Si bien por entonces existía tal moderación: que la autoridad de la Sede romana tenía sus límites, que no podía pasar, y que el obispo de Roma no presidía sobre los demás más de lo que él mismo estaba sometido a ellos, sin embargo se ve cuánto desagradaba a san Gregorio este estado de cosas. En diversos lugares se queja de que, so pretexto de ser elegido obispo, ha vuelto al mundo; y que estaba más envuelto en negocios mundanos que nunca lo había estado mientras vivió como seglar; hasta tal punto que afirma encontrarse como anegado en asuntos del mundo. Y en otra parte: “Estoy tan cargado de negocios, que mi alma no puede en absoluto elevarse a lo alto. Me veo embestido por las olas de los pleitos y las quejas; después de aquella vida de quietud que yo llevaba, me veo acosado por las tempestades de una vida agitadísima; de modo que bien puedo decir: He penetrado hasta la profundidad del mar y la tempestad me ha hundido.”1 ¡Figurémonos lo que diría si viviera en nuestro tiempo! Aunque él no cumplía el oficio de pastor, sin embargo lo hacía. No se mezclaba en el terreno político y mundano, sino que confesaba que estaba sujeto al emperador ni más ni menos que cualquier otro. No se injería en los negocios de otras iglesias, sino cuando la necesidad lo exigía. Sin embargo, pensaba que se encontraba en medio de un laberinto por cuanto no podía emplearse totalmente en su oficio de obispo.

1 Gregorio I, Cartas, II, 1; I, 16; I, 5; I,7; I, 25.

14. Lucha entre la autoridad de Roma y la de Constantinopla
El obispo de Constantinopla, según hemos dicho, disputaba con el de Roma sobre el primado; porque después que el trono imperial se asentó en Constantinopla, la majestad del Imperio parecía exigir que aquella iglesia ocupase el segundo lugar después de la romana. Ciertamente no hubo cosa que más valiese para que Roma obtuviese el primado, que el hecho de encontrarse en ella la cabeza del Imperio. Graciano menciona un rescripto del papa Lucinio que dice: “Las ciudades donde los metropolitanos y los primados deben residir no se diferencian unas de otras sino respecto al gobierno político que antes había en ellas”. Existe también otro bajo el nombre del papa Clemente, que dice: “Los patriarcas se constituyen en las ciudades en las que antes habían estado los sumos sacerdotes de los gentiles”.1 Y si bien esto es erróneo, se tomó en serio. Pues es sabido que para hacer los menos cambios posibles, las provincias se dividieron de acuerdo con la situación existente. Y así los primados y metropolitanos fueron colocados en las ciudades más nobles y magnificas. Y en el primer concilio de Turín se decretó que las ciudades principales en el orden político de cada provincia fuesen también las principales sedes episcopales; y que si la autoridad del gobierno político
se cambiaba de una ciudad a otra, se cambiase también la autoridad del metropolitano a la misma.
Pero Inocencio, obispo de Roma, considerando que desde que el treno imperial había pasado a Constantinopla la dignidad de la ciudad de Roma iba decayendo de día en día, y temiendo que también su Sede decayese, promulgó una ley contraria a la antes mencionada. En ella niega que sea necesario que se mude la preeminencia eclesiástica según que se traslade o no el gobierno político. Sin embargo, la razón dicta que se ha de anteponer la autoridad de un concilio a la de un hombre. Y además Inocencio debe resultarnos sospechoso tratándose de su propia causa. Pero sea come fuere, él con su decreto demuestra claramente que al principio los primados se distribuyeron conforme al orden externo y el régimen del Imperio.

1 Graciano, Decretos, I, LXXX, 1, 2.

15. El patriarca de Constantinopla colocado en segundo rango
De acuerdo con esta constitución se ordenó en el primer concilio de Constantinopla que el obispo de aquella ciudad gozase del privilegio de honor después del obispo de Roma, por ser ella nueva Roma. Pero mucho tiempo después, al confirmarse este decreto en el concilio Calcedonense, el papa León, según se ve por sus cartas, se opuso adrede; y a tanto llegó su osadía, que no sólo pasó por alto lo que hablan determinado los seiscientos obispos, sino que los injurié acremente, acusándoles de haber quitado con grande afrenta a las demás sedes episcopales el honor que se habían atrevido a dar a la de Constantinopla. ¿Qué cosa, pregunto yo, pudo mover a este hombre a turbar todo el mundo? ¿Y por qué, sino por su propia ambición?
Dice que lo que una vez había decretado el concilio de Nicea debía ser inviolable. ¡Como si peligrara la fe cristiana por ser una iglesia preferida a otra! ¡Como si los patriarcados se hubieran instituido con otro fin que el régimen y gobierno de la Iglesia! Ahora bien, sabemos que este orden admite, o mejor dicho, requiere diversos cambios conforme a la diversidad de los tiempos. Por tanto es vano lo que objeta León, que el honor dado por el concilio de Nicea a la sede de Alejandría no se tenía que dar a la de Constantinopla. Porque la misma razón dicta que el decreto era de tal naturaleza, que se podía cambiar según las exigencias de los tiempos.
Además, ninguno de los orientales, a quienes este asunto tocaba de cerca, se opuso. Proterio, al cual habían puesto en lugar de Dióscoro, estuvo presente. También estuvieron los demás patriarcas cuyo honor padecía detrimento. Ellos eran quienes debían oponerse, y no León, que permanecía en su lugar. Por tanto, cuando todos ellos callan, o mejor dicho, consienten, y sólo el de Roma se resiste, es fácil adivinar el motivo que le movía. Y lo que le movía efectivamente era que preveía lo que no mucho tiempo después había de acontecer: que al disminuir la gloria de la antigua Roma, había de suceder que Constantinopla, no satisfecha con el segundo lugar, pretendería también la primacía.
A pesar de toda su oposición, no pudo evitar León que el concilio promulgase este decreto. Por eso sus sucesores, viendo lo inútil de su esfuerzo, no llevaron adelante su obstinación, y consintieron en que el obispo de Constantinopla fuese el segundo patriarca.

16. El obispo de Constantinopla se declara patriarca universal
Mas poco después, Juan, que era obispo de Constantinopla en tiempo de Gregorio, pasó tan adelante, que se tituló patriarca universal. A éste se opuso animosamente Gregorio para defender con aquella buena ocasión el honor de su Sede. Ciertamente la locura y soberbia de Juan era intolerable: quería que su obispado se extendiese y fuese tan grande cuanto lo era el Imperio. Sin embargo, Gregorio no se atribuía a si mismo lo que negaba al otro siempre que recrimina aquella pretensión, fuese de quien fuese, como maldita, impía y nefanda. E incluso se enoja con Eulogio, obispo de Alejandría, por haberle honrado con este título. “Me habéis dado”, dice, “un título de soberbia, al llamarme papa universal; y esto al principio de la carta que me enviasteis, a mí que me había opuesto a tal titulo. Lo que os pido es que vuestra santidad no lo vuelva a hacer; porque a vos se quita lo que se da a otro, más allá de lo que la razón exige. Yo no tengo por honra aquello con lo que veo que se menoscaba la honra de mis hermanos. Porque mi honra es que el estado de la Iglesia universal y el de mis hermanos mantenga su vigor. Y si vuestra santidad me llama papa universal, esto es confesar que vos no sois en parte lo que del todo a mí me atribuís.”1
Ciertamente, la causa que Gregorio defendía era buena y honesta; sin embargo, Juan, confiado en el favor del emperador Mauricio, permanecía en su obstinación. Y con Ciriaco, su sucesor, no se pudo conseguir que desistiese de este título.

1 San Gregorio, Cartas, V, 31, 39, 41, 44, 45. Sec. 4, nota 11.

17. El Emperador confiere el primado a Roma
Al fin Focas, que dio muerte a Mauricio y fue nombrado emperador, no sé por qué se hizo más amigo de los romanos — quizá porque había sido coronado en Roma sin oposición — concedió a Bonifacio III lo que Gregorio nunca pidió: que Roma fuese la cabeza de todas las iglesias. De esta manera acabó la controversia.
Pero este favor del emperador no hubiera aprovechado gran cosa a la Sede romana, de no haberse juntado otras circunstancias después. Porque no mucho más tarde, Grecia y toda Asia se apartaron de su comunión. Francia le obedecía de tal manera que lo hacia cuando le venía bien; y esta libertad permaneció hasta Pipino, en cuyo tiempo fue sometida. Porque, habiéndole ayudado Zacarías, obispo de Roma, en su traición y latrocinio para alzarse con el reino, destronando al legítimo rey, en recompensa de su servicio obtuvo que las iglesias de Francia se sometiesen a la romana. Igual que los salteadores de caminos suelen repartirse la presa, así estos buenos señores concertaron que Pipino, una vez destronado el verdadero rey, fuese rey y señor de lo temporal, y que Zacarías fuese cabeza de todos los obispos y obtuviese la autoridad espiritual y eclesiástica.
Sin embargo, tal autoridad, al principio no era muy robusta, como suele acontecer en las situaciones nuevas. La consolidación vino con otra ocasión, por autoridad de Carlomagno. También él estaba muy obligado al Pontífice, pues había sido nombrado emperador en parte gracias a la diligencia del Papa. Y aunque es de creer que las iglesias estaban ya en todas partes muy debilitadas, se sabe de cierto, no obstante, que entonces se perdió definitivamente en Francia y Alemania la antigua forma de la Iglesia. Aún hoy día existe en los archivos del Parlamento de Paris una breve historia de aquellos tiempos, que al tratar de los asuntos eclesiásticos hace mención de los acuerdos que Pipino y Carlomagno hicieron con el pontífice romano. De ello se puede deducir que entonces se cambió la antigua forma de la Iglesia.

18. Testimonio de son Bernardo sobre la corrupción de la iglesia
Como las cosas fuesen de mal en peor, la tiranía de la iglesia romana fue robusteciéndose y creciendo de día en día; parte por la ignorancia de los obispos, y parte por su negligencia. Porque al adjudicarse uno la autoridad de todos, y contra toda ley y derecho elevarse sin medida alguna, los obispos no se opusieron con el celo que debían, para reprimir esta ambición, y aunque tuvieran ánimo para hacerlo, carecían de la verdadera ciencia y sabiduría, de modo que eran incapaces de acometer tal empresa.
Así vemos qué inconcebible profanación de todas las cosas sagradas y cuánta disipación ha reinado en el orden eclesiástico en Roma en tiempo de san Bernardo. Se queja él de que todo el mundo corría a Roma: los ambiciosos, los avarientos, los simoniacos, los sacrílegos, amancebados, incestuosos y otra chusma semejante, para alcanzar de la autoridad apostólica dignidades eclesiásticas, o conservarlas; y que el engaño, el robo y la violencia reinaban por todas partes. Dice: “El orden que entonces se seguía en los juicios era execrable; y no solamente era una vergüenza usarlo en las iglesias, sino incluso en los tribunales”. Grita que La Iglesia está llena de ambiciosos, a quienes no les preocupa más cometer actos abominables que a los ladrones cuando en una cueva se reparten el fruto de sus robos. “Pocos”, dice “miran a los labios del legislador; todos miran a las manos. Y no sin causa. Porque las manos son las que realizan todos los negocios del Papa.” Luego, hablando del Papa, dice: “¿Qué es esto que de los despojos de las iglesias compras aduladores que te dicen: Todo va bien, todo va bien? La vida de los pobres está sembrada en los lugares de los ricos. La plata reluce en el lodo; todos corren; pero la coge, no el más pobre, sino el mas fuerte, o el que más pronto llega. Esta costumbre, o mejor dicho, esta muerte, no procede de ti; ojalá se acabe contigo. Y entretanto, tú, que eres el pastor, llevas muchos y preciosos vestidos. Si yo me atreviese, diría que éstos son más bien pastos de demonios que de ovejas. ¿Lo hacia así san Pedro? ¿Así se burlaba san Pablo? Tu corte está más acostumbrada a recibir buenos, que a hacerlos; porque los malos empeoran en ella, y los buenos se hacen malos.” Ningún fiel puede leer sin estremecerse cíe horror los abusos que se cometían en las apelaciones.
Al fin concluye de esta manera, hablando del desenfrenado apetito de la Sede romana al usurpar la jurisdicción: “Hablo de la queja común de las iglesias; se lamentan de estar despedazadas y desmembradas. No hay ninguna, o muy pocas, que no sientan esta herida o no la teman. ¿Preguntas que cuál? Los abades se substraen a la jurisdicción de los obispos; los obispos a la de los arzobispos. Seria maravilla que esto se pueda excusar. Al hacerlo así confirmáis que tenéis absoluto poder, pero no justicia. Hacéis esto porque podéis; pero la cuestión es si debéis hacerlo así. Estáis puesto para conservar a cada uno en su honor y dignidad, y no para tenerle envidia.”1
Me ha parecido conveniente, entre las muchas cosas que dice san Bernardo, citar esto, para que los lectores vean en parte cuán lamentable era ya el estado de la Iglesia, y en parte también conozcan en cuánta tristeza y aflicción se encontraban las almas fieles a causa de esta calamitosa situación.

1 San Bernardo, De consideratione I, IV, 5; X, 13; IV, II, 4,5; IV, IV, 77; III,  II, 6-12; III, IV, 14.

19. Las exorbitantes pretensiones de los decretos de Graciano
Pero aunque le concedamos al romano pontífice la amplia y suprema jurisdicción de que gozó en tiempos de León y de Gregorio, ¿qué es todo esto comparado con el papado, tal cual es hoy día? Y no hablo de la potestad temporal, ni de la autoridad política, de lo que trataremos a su tiempo. Pero su mismo gobierno espiritual del que tanto se glorían, ¿qué tiene que ver con el de aquellos tiempos? Porque la definición que dan del Papa es como sigue: El Papa es la suprema cabeza de la Iglesia en la tierra, y el obispo universal de todo el mundo. Y los mismos pontífices romanos, cuando hablan de su autoridad, afirman con gran majestad que tienen el poder absoluto de mandar, y que los demás están obligados a obedecer; que sus determinaciones han de tenerse por válidas como si el mismo san Pedro las hubiera pronunciado por su boca; que los concilios provinciales no tienen valor ni fuerza por no estar presente el Papa; que él puede conferir las órdenes a quien quiera y en cualquier iglesia; que puede llamar a su iglesia a los que fueren ordenados en otras.
Muchas otras cosas cuenta Graciano en la recopilación que no enumero por no ser molesto a los lectores. En resumen dice: Sólo el romano pontífice puede entender en todas las causas eclesiásticas y tener la suprema jurisdicción de las mismas, sea para juzgar, definir doctrina, promulgar leyes, ordenar la disciplina, o ejecutar sus sentencias. Sería largo e innecesario contar todos los privilegios que se toma en los casos reservados1 que llaman. Pero lo que por encima de todo resulta intolerable es que no dejan poder en la tierra que pueda reprimir y refrenar su insaciable apetito, cuando abusaren de su autoridad. Ninguno, dicen, puede retractar o invalidar el juicio de esta Sede, a causa del primado que ejerce. Y: En cuanto juez, no podrá ser juzgado ni por el emperador, ni los reyes, ni todo el orden eclesiástico, ni por el pueblo. Ciertamente sobrepasa toda medida que un hombre solo se constituya juez de todos, y que no quiera someterse al juicio de ninguno. Pero, ¿qué sucederá si él se conduce despóticamente con el pueblo de Dios? ¿Si convierte su oficio de pastor en latrocinio? ¿Si destruye el reino de Cristo? ¿Si perturba a toda la Iglesia? Incluso aunque sea un perverso y maldito, dice que nadie debe obligarte a dar cuentas. Porque tales son Las palabras de Los pontífices; “Dios ha querido que las causas y pleitos de los demás hombres las decidiesen hombres; mas al prelado de esta Sede lo ha reservado sin excepción alguna para su propia jurisdicción”- Y: “Lo que nuestros súbditos hicieren será por nosotros juzgado; pero lo que nosotros hiciéremos solamente lo será por Dios”.2

1 La “reserva” es el derecho que el Papa monopoliza de conferir ciertos beneficios cuando quedan vacantes. Este abuso privaba del derecho de elección y de nombramiento a quienes les pertenecía legítimamente.
2 Calvino toma estas frases típicas para describir la autoridad papal, de los Decretos de Graciano, Estas referencias se encuentran en OS V. 122f. Sin embargo, la fuente de donde Graciano saca esta última afirmación es los Decretos Falsificados. Innumerables expresiones de este tipo emanaron de Gregorio VII y otros papas del siglo XIII.


20. Para justificar sus pretensiones, los papas no han temido recurrir al engaño
Y para que sus decretos gozasen de mayor autoridad, los han falseado publicándolos con el nombre de antiguos pontífices, como para hacer ver que las cosas habían sido así ordenadas desde un principio. Sin embargo, es certísimo que todo cuanto se atribuye al romano pontífice, fuera de lo que nosotros hemos concedido que le fue reconocido por los antiguos concilios, es cosa del todo nueva y creada de poco tiempo acá. Y ha sido tanta su desvergüenza, que han publicado un rescripto bajo el nombre de Anastasio, patriarca de Constantinopla, en el cual atestigua que antiguamente se dispuso que no se tratase cosa alguna, ni en las más apartadas regiones, sin que antes fuese notificada de ello la Sede romana. Además de que consta que esto es falsísimo, ¿quién puede creer que un enemigo y émulo del pontífice romano en honor y dignidad iba a dar tal testimonio alabando de tal manera la Sede de Roma? Fue preciso que estos Anticristos cayesen en tanta locura y necedad, que cualquier persona que quiera considerar las cosas no podrá por menos que ver su maldad.
Las Cartas Decretales que Gregorio IX recopilé, las Clementinas y las Extravagantes de Martín, demuestran más abiertamente, y a boca llena gritan esta su gran crueldad y tiranía propia de bárbaros. Tales son los oráculos por los que los romanistas quieren que su papado actual sea estimado. De aquí nacieron aquellos notables axiomas, tenidos al presente en el papado por oráculos: que el Papa no puede equivocarse; que el Papa está sobre el concilio; que el Papa es obispo universal de todo el mundo y cabeza suprema de la Iglesia en la tierra.
Omito otros desvaríos que los canonistas disputan en sus escuelas, a los cuales los teólogos romanistas, no sólo dan su consentimiento, sino que incluso los aplauden para adular de esta manera a su ídolo.

21. El papado actual juzgado por Gregorio Magno y por san Bernardo
No les seguiré en esto rigurosamente. Cualquiera podría oponer a su descarada insolencia el dicho de san Cipriano, que dirigió a los obispos en un concilio por él presidido: “Ninguno de nosotros se llama a sí mismo obispo de los obispos, ni con tiránico terror fuerza a sus compañeros a que se le sometan por necesidad”. Cualquiera puede objetar lo que no mucho tiempo después se ordenó en Cartago: que ninguno fuese llamado príncipe de los sacerdotes, ni el principal de los obispos. Y podría citar también muchos testimonios de la historia y muchos cánones de los concilios, y muchas sentencias de los libros antiguos, que redujesen al romano pontífice a sus debidos límites. Yo no lo haré, para que no parezca que insisto demasiado.
Pero respóndanme los mejores defensores del papado con qué cara se atreven a defender el título de obispo universal, cuando ven que san Gregorio ha anatematizado tal título. Si tiene valor el testimonio de san Gregorio, dejan ver bien a las claras que su pontífice es el Anticristo, puesto que lo hacen obispo universal.
Tampoco el nombre de cabeza se usaba más que el de obispo universal. Porque en otra parte dice así: “Pedro era miembro principal del cuerpo; Juan, Andrés y Santiago, cabezas de pueblos particulares; sin embargo todos son miembros de la Iglesia bajo una Cabeza. Más aún: los santos antes de la Ley, los santos bajo la ley, los santos bajo la gracia, todos perfeccionan el cuerpo del Señor; son constituidos miembros suyos, y ninguno de ellos quiso ser llamado universal.”1
En cuanto a la autoridad de mandar que el pontífice se apropia, tampoco esta de acuerdo con lo que el mismo Gregorio dice en otro lugar. Porque como Eulogio, obispo de Alejandría, hubiese escrito:
“Conforme a lo que me mandáis”, Gregorio le responde así: “Os ruego que no oiga esta palabra mandar, porque yo sé quién soy y quiénes sois vosotros; en grado sois hermanos; y en santidad, padres. Así que yo no mandé, sino que procuré mostrar lo que me parecía conveniente.”2
Respecto a que el romano pontífice extiende indefinidamente su jurisdicción, con esto infiere grave afrenta, no solamente a los demás obispos, sino también a cada iglesia en particular, puesto que las destroza para edificar con sus ruinas la Iglesia.
Y por lo que hace a eximirse de toda jurisdicción y a querer dominar como tirano, y que su capricho sea ley, esto ciertamente es tan indigno y ajeno a la manera de gobernar la Iglesia, que resulta intolerable. Porque no solamente es contra todo sentimiento de piedad, sino también de humanidad.

1 Gregorio I, Cartas, V, 54.
2 Gregorio I, Cartas, VIII, 29

22. Pero para no proseguir y terminar todo lo que hay que decir de esta materia, de nuevo me dirijo a los que actualmente pretenden
ser los mejores y más fieles defensores de la Sede romana. Quiero preguntarles si no les abochorna el estado presente del papado, cien veces mucho más corrompido que en tiempo de san Gregorio o de san Bernardo, y que tanto desagradaba a estos hombres venerables.
Muchas veces se queja san Gregorio de que se distraía con negocios ajenos; que con el pretexto de ser obispo había vuelto al mundo, y que en este estado tenía que servir a tantos cuidados terrenos como no se acordaba de haber abandonado en su vida de seglar; que se veía atormentado con infinidad de negocios mundanos, de tal forma que su corazón no podía elevarse a las cosas de arriba; que estaba agitado por las olas de los negocios y se veía afligido por las tempestades de una vida tumultuosa; hasta tal punto que con toda razón puede decir: penetré en lo profundo del mar. Cierto; pero en medio de aquellas ocupaciones terrenas podía, sin embargo, enseñar a su pueblo, predicando, y amonestar y corregir en particular a los que lo necesitaban; podía ordenar bien su iglesia, aconsejar a sus compañeros y exhortarles a que cumpliesen con su deber. Además, le quedaba tiempo para escribir; y sin embargo, lamenta su miseria y que estaba anegado en un mar profundísimo.
Si el gobierno de aquel tiempo fue un mar proceloso, ¿qué habrá que decir del estado presente del papado? Porque, ¿qué semejanza tiene éste con el otro? Ahora no hay sermones, ni cuidado alguno de la disciplina; no se tienen en cuenta las iglesias, no hay funciones espirituales que ejercer. En suma, es otro mundo. Y sin embargo, de tal manera se alaba este laberinto como si nada pudiese haber más concertado.
¿Y qué quejas no profiere san Bernardo? ¿Qué gemidos no da, cuando considera los vicios que en su tiempo reinaban? ¿Qué hubiera dicho, entonces, si hubiera sido testigo de esta nuestra edad de hierro, y peor incluso que aquélla? ¿Qué clase de maldad es, no solamente mantener como sacrosanto y divino lo que los Padres antiguos a una voz condenaron, sino incluso abusar de su testimonio para defender el papado, al cual ciertamente no conocieron? Es verdad que en tiempo de san Bernardo las cosas estaban tan rematadamente mal, que nuestro tiempo no puede ser mucho peor que el de entonces. Pero los que se excusan escudados en el tiempo de León y de Gregorio, no tienen vergüenza alguna. Hacen ni más ni menos como los que, para confirmar la monarquía de los emperadores, alabasen el antiguo gobierno de la República romana; es decir, que tomasen las alabanzas de una República libre y las aplicasen a ensalzar la tiranía.

23. Roma no es una iglesia, y el papa no es un obispo
Finalmente, aun concediéndoles todo esto, sin embargo surge otra nueva cuestión, al negarles que haya en Roma una iglesia en la que poder encontrar los beneficios propios de ella; cuando les negamos que haya en Roma un obispo al cual convengan los privilegios de honor y dignidad propios del mismo. Así pues, aunque fuera verdad lo que dicen — y ya hemos probado que no lo es — que Pedro por boca de Cristo fue constituido Cabeza de la Iglesia universal; que Pedro dejó a la iglesia romana el honor y la dignidad que a él se le había concedido; que esto mismo fue ordenado por la autoridad de la Iglesia antigua y ha sido confirmado por una costumbre inmemorial; que todos unánimente otorgaron al Sumo Pontífice el poder y autoridad supremos; que es juez de todas las controversias y de todos los hombres, sin que él pueda ser por ninguno de ellos juzgado, y todo cuanto les pareciere; a todo ello respondo que no sirve de nada, si en Roma no hay iglesia ni obispo.
Necesariamente han de concederme que no puede ser madre de las iglesias la que no es iglesia; y que no puede ser príncipe de los obispos el que no es obispo. ¿Quieren que la Sede apostólica esté en Roma? Hagan que el verdadero y legítimo apostolado esté en ella. ¿Quieren tener en ella al Sumo Pontífice? Hagan que haya en ella obispo.
Mas, ¿cómo me mostrarán que lo es la suya? Es verdad que así la llaman y la tienen en la boca de continuo; pero la Iglesia se conoce por ciertas señales, y el obispado es nombre de oficio. Yo no hablo aquí del pueblo, sino del gobierno que debe existir siempre en la Iglesia. ¿Dónde está en Roma el ministerio tal cual lo requiere la institución de Cristo? Recordemos lo que ya hemos dicho del oficio de los presbíteros y del obispo. Si de acuerdo con esta regla juzgamos del oficio de los cardenales, veremos que no son nada menos que presbíteros. Quisiera saber qué tiene su pontífice por lo que se pueda reconocer que es obispo. Lo primero y principal del oficio de un obispo es enseñar al pueblo la Palabra de Dios; lo segundo, administrar los sacramentos; lo tercero, amonestar, exhortar e incluso corregir a los que pecan, y mantener al pueblo en santa disciplina. ¿Cuál de estas cosas hace él? Más aún: ¿cuál de ellas finge hacer? Digan, pues, en virtud de qué quieren que sea tenido por obispo el que ni con el dedo meñique toca lo más mínimo de su oficio ni da muestras de hacerlo.

24. La corrupción romana es la causa de su oposición al Evangelio
No es lo mismo un obispo que un rey. Aunque el rey no cumpla con sus obligaciones conserva su honor y su titulo. Pero al juzgar a un obispo hay que tener en cuenta el mandato de Cristo, que siempre debe tener valor en su Iglesia. Que me resuelvan esta dificultad los romanistas:
Niego que su pontífice sea príncipe de los obispos, puesto que no es obispo. Ante todo es necesario que me prueben que es falso esto último, si quieren conseguir la victoria en lo primero. Ahora bien, ¿no es verdad que su pontífice, no solamente no tiene nada en que se parezca a un obispo, sino incluso todo lo contrario? Y en cuanto a esto, ¿por dónde comenzaré? ¿Por la doctrina, o por las costumbres? ¿Dónde terminaré? Diré esto: que si el mundo está actualmente lleno de doctrinas tan perversas e impías, y rebosa de tanta superstición y se encuentra cegado por tantos errores, y anegado en tanta idolatría, nada de esto hay en el mundo que no haya manado de allí, o por lo menos allí haya encontrado su confirmación.
Y la razón de que los pontífices acometan con tanta rabia la doctrina del Evangelio que renace, y se sirvan de todas sus fuerzas para oprimirla, e inciten a los reyes y príncipes a perseguirla, no es otra sino porque ven que todo su reino se tambaleará y caerá tan pronto como arraigue el Evangelio de Cristo. Cruel fue el papa León; sanguinario, Clemente; inhumano, Paulo. Pero su naturaleza no les llevó a oprimir la verdad, lo que por lo demás es el único medio de mantener su tiranía. En consecuencia, como no pueden subsistir más que desterrando a Cristo, se esfuerzan en arruinar el Evangelio, como si se tratara de la defensa de su vida. ¿Pensaremos entonces, que la silla apostólica se encuentra donde no vemos otra cosa que una horrible apostasía? ¿Será vicario de Cristo el que, persiguiendo con sus frenéticas empresas al Evangelio, claramente se da a conocer como el Anticristo? ¿Será sucesor de san Pedro el que a sangre y fuego hace la guerra para destruir todo cuanto edificó Pedro? ¿Será cabeza de la Iglesia el que la desmenuza y despedaza, separándola de la única y verdadera Cabeza, Cristo? Concedamos que Roma haya sido en el pasado madre de todas las iglesias. Pero desde que comenzó a ser la Sede del Anticristo ha dejado de ser lo que antes era.

25. El Papa se ha convertido en el Anticristo anunciado por san Pablo
Paréceles a algunos que somos amigos de maldecir y muy atrevidos al llamar Anticristo al romano pontífice. Mas los que dicen esto no comprenden que acusan a san Pablo de desvergonzado, pues nosotros hablamos de acuerdo con lo que él dice, Y para que ninguno nos reproche que retorcemos contra el romano pontífice las palabras de san Pablo, como si él las hubiera dicho con otra finalidad, en breves palabras demostraré que lo que dice el Apóstol no puede entenderse sino del papado.
Escribe san Pablo que el Anticristo habrá de sentarse en el templo de Dios (2 Tes. 2,4). Yen otro lugar, el Espíritu Santo, pintando la imagen del Anticristo en la persona de Antíoco, muestra que su reino consistirá en hablar grandes cosas y decir blasfemias contra el Altísimo (Dan. 7,8.25; Ap. 13,5). De aquí concluimos que su tiranía es más contra las almas, que contra los cuerpos; que se suscitará contra el reino espiritual de Cristo. Y además, que la tiranía será tal que no suprimirá el nombre de Cristo y de su Iglesia; antes bien, tomará a Cristo por pretexto, y se encubrirá como con una máscara con el título de Iglesia.
Aunque todas las sectas y herejías que desde un principio han surgido pertenezcan al reino del Anticristo, sin embargo, cuando san Pablo predice que tendrá lugar una apostasía (2 Tes. 2,3), con esta descripción declara que aquella sede de abominación será erigida cuando tenga lugar en la Iglesia una cierta defección universal, aunque muchos miembros de la Iglesia perseveren en la verdadera unidad de la fe.
Cuando luego añade que ya en su tiempo comenzó el Anticristo a edificar el misterio de iniquidad que luego habrá de consumar claramente (2 Tes. 2,7), con esto comprendemos que esta iniquidad no la ha de causar un hombre solo, ni tampoco ha de terminar con la vida de un hombre.
Además, puesto que nos da como señal para conocer al Anticristo que quitará a Dios su gloria pata adjudicársela a si mismo, éste es el principal indicio que hemos de tener en cuenta para reconocerlo; principalmente cuando tal soberbia acomete hasta causar la ruina manifiesta de la Iglesia. Por tanto, como consta que el pontífice romano se ha apropiado desvergonzadamente de lo que es propio y exclusivo de Dios y de Cristo, no hay duda de que él es el capitán de un reino impío y abominable.

26. Nada hay de común entre la cancillería del Papa y el orden legítimo de la Iglesia
Que los romanistas nos vengan, pues, objetando la antigüedad. ¡Como si con un cambio tal pudiera permanecer la dignidad de la silla donde no hay silla alguna!
Cuenta Eusebio que Dios, en justa venganza, trasladó la Iglesia que residía en Jerusalem a una población de Siria, denominada Pella. Lo que vemos que aconteció una vez, pudo muy bien suceder muchas otras. Por tanto, sería cosa ridícula y ‘yana querer ligar a un lugar la dignidad del primado, de tal manera que el que es enemigo mortal de Cristo, adversario supremo del Evangelio, destructor cruelísimo de todos los santos, sea tenido por vicario de Cristo, sucesor de san Pedro, y sumo pontífice de la Iglesia, solamente porque ocupa la silla que antiguamente fue la principal de todas.
No quiero exponer la diferencia que existe entre la cancillería del Papa y el orden legítimo de la Iglesia, aunque esto solo puede muy bien suprimir todas las dificultades de esta materia. Nadie con sentido común encerrará el oficio de obispo en un poco de plomo y en unas bulas, y mucho menos en aquel magisterio de engaños y finezas en que se hace consistir el reino espiritual del Papa. Bien dijo alguno que la que se jacta de ser iglesia romana ha dejado hace ya mucho tiempo de existir, para convertirse en la corte que vemos actualmente en Roma.
Conste que no hablo aquí de los vicios de las personas; simplemente muestro que el papado en si mismo es completamente contrario a todo el orden eclesiástico.

27. La persona espiritual de los papas de hoy
Si pasamos a hablar de las personas, bien sabemos qué vicarios de Cristo nos encontramos. ¿Serán las columnas de la religión cristiana y sus principales intérpretes Julio, León, Clemente y Paulo, los cuales no supieron más de Cristo que lo que aprendieron en la escuela de Luciano?1 Mas, ¿a qué nombro sólo tres o cuatro papas, como si no se supiera qué profesión de religión hacen y han hecho desde hace ya mucho tiempo los papas y su consistorio de cardenales?
El primer artículo de su secreta teología es que no hay Dios. El segundo, que todo cuanto está escrito y se dice de Cristo es engaño y mentira. El tercero, que la doctrina de la vida futura y la resurrección son meras fábulas. Admito que no todos son de esta opinión y que pocos lo dicen así. Sin embargo hace ya mucho tiempo que ésta ha sido y es la religión ordinaria y común de los papas; y esto lo saben muy bien todos los que conocen Roma.
Sin embargo, los teólogos romanistas no cesan de pavonearse de que por privilegio de Cristo el Papa no puede errar, porque se dijo a san Pedro; “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lc. 22,32). ¿De qué les sine burlarse tan descaradamente, sino para que todo el mundo comprenda que han llegado al colmo de su impiedad, pues ni temen a Dios, ni les importa nada lo que piensen los hombres?

1 Luciano de Samosata (siglo II después de Jesucristo) es considerado como el tipo del escéptico. En sus brillantes escritos se burla de toda la religión y la moral. Calvino a veces llama a los escépticos de su época “lucianistas”.

28. La herejía del papa Juan XXII
Pero supongamos que nadie conoce la impiedad de estos papas que he citado, porque no la han hecho pública en sus sermones ni en sus escritos, sino que solamente la han descubierto en la mesa o en sus habitaciones, o a lo más en sus casas. Ciertamente, si quieren que sea válido este privilegio que pretenden, deberán excluir del número de los papas a Juan XXII, quien públicamente afirmó que las almas son mortales y que mueren juntamente con el cuerpo hasta el día de la resurrección. Y para que veáis que toda la Sede juntamente con sus principales apoyos cayó entonces del todo, ninguno de los cardenales se opuso a semejante error. Solamente la Universidad de París instigó al rey de Francia a que le obligara a desdecirse; y el rey ordenó a sus súbditos que negaran su obediencia al Papa si no se arrepentía al momento; lo cual, según la costumbre, lo hizo pregonar por todo el reino. El Papa, obligado por la necesidad, se retractó de su error, como refiere Gersón.1
Este ejemplo me ahorra tener que disputar más con mis adversarios si la Sede romana o el Papa pueden errar en la fe o no; lo cual ellos niegan, porque se dijo a san Pedro: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lc. 22,32). Ciertamente este papa se apartó de la verdadera fe; de tal manera que es un maravilloso testimonio para todos los tiempos de que no son de Pedro todos los que le suceden en su cátedra. Aunque esto es tan pueril, que no hay por qué responder a ello. Sí quieren aplicar a los sucesores de Pedro todo cuanto se dijo a Pedro, se sigue que todos son Satanás; puesto que el Señor también dijo a Pedro: “Quítate de delante de mI, Satanás; me eres tropiezo” (Mt. 16,23). Porque, así como ellos alegan el pasaje precedente, podemos nosotros replicarles con éste.

1 Juan Gersón, Sermón sobre la Fiesta de Pascua.

29. Pero no me agrada discutir por discutir. Vuelvo, pues, a mi propósito; y afirmo que ligar a Cristo, al Espíritu Santo y a la Iglesia a un cierto lugar, de tal manera que todo el que allí presida, aunque sea el mismo Diablo, ha de ser tenido por vicario de Cristo y cabeza de la Iglesia, porque en tiempos pasados ha estado allí la cátedra de san Pedro, esto no solamente es impío y afrentoso para Jesucristo, sino también absurdo y opuesto al sentido común. Hace ya mucho tiempo que los papas de Roma, o no tienen religión alguna, o son enemigos mortales de ella. No son, pues, vicarios de Cristo en virtud de la silla que ocupan más de lo que un ídolo puede ser tenido por Dios porque esté en su templo.

Las costumbres de los papas de hoy. Si se trata de censurar sus costumbres, respondan personalmente los papas, qué hay en ellos en virtud de lo cual se les pueda tener por obispos. Primeramente, el modo de vida que se lleva en Roma, que ellos no solamente lo disimulan y callan, sino además, al consentirlo, lo aprueban, es ciertamente bien indigno de obispos, cuyo oficio y obligación es refrenar con la severidad de la disciplina la licencia que el pueblo se toma. Pero no quiero llevar mi severidad hasta hacerles cargo de los pecados que otros cometen; mas que ellos y toda su familia, con todo el consistorio de cardenales y la chusma clerical se abandonen tan desvergonzadamente a toda maldad y lascivia y a todo género de abominaciones, hasta parecer más bien monstruos que seres humanos, en esto ciertamente demuestran que nada son menos que obispos.
Pero no teman que descubra más su infamia, pues ciertamente me resulta enojoso tratar cosas tan repelentes y hediondas; y además hay que tener cuidado en no herir los oídos de las personas honestas y púdicas.
Me parece que he demostrado suficientemente mi propósito, que aunque Roma antiguamente haya sido la cabeza de las iglesias, sin embargo actualmente no merece ser tenida ni siquiera por el dedo más pequeño de sus pies.

30. ¿De dónde viene la creación de los cardenales?
Respecto a los que llaman cardenales, no sé cómo han podido subir tan pronto a tal grado de majestad. Este título se daba en tiempo de Gregorio solamente a los obispos. Y así, cuando él hace mención de cardenales, no entiende solamente a los de Roma, sino a cualesquiera otros; de modo que sacerdote cardenal no quiere decir otra cosa sino obispo. El nombre de cardenal no lo encuentro entre los antiguos; sin embargo veo que fueron en el pasado muy inferiores a los obispos, a los que hoy en día exceden en mucho. Es bien sabida la sentencia de san Agustín: "Aunque según los títulos de honor que la Iglesia usa, el nombre de obispo es superior al de presbítero, sin embargo Agustín en muchas cosas es inferior a Jerónimo".  En este lugar no se establece diferencia entre presbítero de la Iglesia romana y los demás; a todos sin excepción los pospone a los obispos. Y esto se observó tanto, que como en el concilio de Cartago hubiese dos legados de la Sede romana, uno obispo y el otro presbítero, el presbítero se sentó en un lugar inferior.
Pero para no referir cosas tan antiguas, en Roma se celebró un concilio en tiempo de Gregario, en el cual los presbíteros se sentaron en el lugar más bajo y firmaron los últimos; los diáconos no firmaron. Y es cierto que los presbíteros romanos no hacían entonces más que asistir al obispo como coadjutores, predicando y administrando los sacramentos. Ahora está todo tan cambiado, que son parientes de reyes y emperadores. Y no hay duda de que crecieron poco a poco con su cabeza, hasta llegar a la cumbre del honor y la dignidad en que al presente están.

31. La jerarquía juzgada por Gregario Magno
He querido tocar este punto como de paso, para que los lectores puedan comprender mejor la Sede romana tal cual es hoy día, y vean que es muy diferente de lo que era antiguamente, aunque se mantiene y defiende amparándose con su sombra. Pero de cualquier modo que fuesen antiguamente, dado que hoy en día no les queda nada del verdadero y legítimo oficio eclesiástico más que una mera apariencia; más aún, que todo cuanto tienen es totalmente contrario a los verdaderos presbíteros, por fuerza tiene que haberles sucedido lo que tantas veces escribe san Gregario: "Llorando lo digo, con gemidos lo anuncio: cuando el orden presbiterial decae interiormente, no podrá permanecer mucho exteriormente". O más bien es necesario que se cumpla en ellos lo que dice Malaquías : "Vosotros os habéis apartado del camino; habéis hecho tropezar a muchos en la ley; habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo" (Mal. 2, 8-9).
Dejo ahora a cada uno que considere cuál es la suprema cumbre de la jerarquía romana, a la cual los papistas no dudan en someter con una nefasta desvergüenza la misma Palabra de Dios, que debe ser tenida como sacrosanta y digna de veneración para el cielo y la tierra, para los hombres y los ángeles.

INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO
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