CAPÍTULO XIV

LOS SACRAMENTOS

l. Definición de los sacramentos
Otra ayuda de la fe semejante a la predicación del Evangelio la tenemos
en los sacramentos, respecto a los cuales importa mucho que tengamos una doctrina cierta, para que sepamos con qué fin han sido instituidos y qué uso debe hacerse de ellos.
Ante todo debemos saber lo que es un sacramento. A mi parecer, su definición propia y sencilla puede darse diciendo que es una señal externa con la que el Señor sella en nuestra conciencia las promesas de su buena voluntad para con nosotros, a fin de sostener la flaqueza de nuestra fe, y de que atestigüemos por nuestra parte, delante de Él, de los ángeles y de los hombres, la piedad y reverencia que le profesamos.
También se puede decir más brevemente que es un testimonio de la gracia1 de Dios para con nosotros, confirmado con una señal externa y con el testimonio por nuestra parte de la reverencia que le profesamos.
Cualquiera de estas definiciones que tomemos está de acuerdo en cuanto al sentido con la que propone san Agustín cuando dice: "Sacramento es una señal visible de una cosa sagrada"; o bien, que es una forma visible
de una gracia invisible2. Yo simplemente he intentado exponer la realidad de modo más claro. Porque como en su brevedad hay cierta oscuridad en la que tropiezan muchos indoctos, he querido explicado de manera más clara, para que no hubiese motivo de duda.

1 Hay que suraryar que Calvino no habla de una gracia sino de "la" gracia de Dios; por la cual se debe entender el don gratuito de su perdón y de su fuerza viviente.
2 La Catequesis XXVI 50; Cartas, 105, III, 12.

2. Significado de la palabra sacramento
La razón por la que los antiguos usaron esta palabra en tal sentido es clara. Siempre que el antiguo intérprete quiso traducir del griego al latín la palabra misterio, y principalmente cuando se trataba de cosas divinas, la tradujo por sacramento. Así, en la Carta a los Efesios dijo: A fin de damos a conocer el sacramento de su voluntad (Ef. 1, 9). Y: Si es que habéis oído de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para con vosotros; que por revelación me fue declarado el sacramento (Ef. 3, 2-3). Y a los Colosenses: .El misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de .este sacramento (Col. 1,26-27). Igualmente a Timoteo: Grande es el sacramento de la piedad: Dios se ha manifestado en carne (1 Tim. 3, 16). Vemos, pues, que no quiso traducir misterio, o secreto, por no parecer que no usaba un término en consonancia con la grandeza requerida por las cosas que trataba; y así puso este nombre como sinónimo de secreto, pero de cosas sagradas.
Muchas veces se encuentra este término en los doctores eclesiásticos con este significado. Y es bien conocido que aquello que los griegos llaman misterio, los latinos lo llaman sacramento; esta sinonimia suprime toda discusión.
De aquí vino que se aplicase a aquellas señales que contenían una representación de las cosas espirituales. Lo cual san Agustín también advierte en cierto lugar: "Largo", dice, "sería disputar de la diversidad de las señales,
las cuales, cuando pertenecen a las cosas divinas, se llaman sacramentos."

3. En el sacramento Dios nos presenta y confirma sus promesas
Por esta definición que hemos dado comprendemos que nunca existe un sacramento si no precede una promesa; pero se le pone como algo añadido, a fin de que confirme y selle la promesa y nos la haga más firme, y en cierta manera válida, según que Dios ve que nos es necesario, primeramente para nuestra ignorancia y rudeza, y después para nuestra flaqueza.
Y sin embargo, propiamente hablando, no es tanto para confirmar su sacrosanta palabra, cuanto para confirmamos a nosotros en ella. Porque la verdad de Dios es por sí misma suficientemente sólida, firme y cierta; y de ningún lado puede recibir mayor confirmación que de sí misma. Mas como nuestra fe es pequeña y débil, al momento duda, vacila y decae si no es apuntalada por todas partes y sostenida por todos los medios. Mas el Señor, en su misericordia, de tal manera se acomoda indulgentemente a nuestra capacidad, que siendo nosotros como animales que de continuo nos arrastramos por el suelo, fijos siempre en las cosas carnales, sin pensar en cosa alguna espiritual, ni pudiendo siquiera concebirla, no desdeña atraemos a Él con estos elementos terrenos, y proponemos en la misma carne un espejo de los bienes espirituales. Porque si fuésemos incorpóreos, como dice san Crisóstomo, El nos presentaría estas cosas directamente y sin figuras. Mas como nuestras almas están dentro del cuerpo, nos ofrece ahora las cosas espirituales bajo signos visibles l. No porque tal sea la naturaleza de las cosas que en los sacramentos se nos proponen, sino porque Dios los ha señalado para que signifiquen esto.

4. La palabra unida al signo hace un sacramento
Esto es lo que se dice comúnmente: que el sacramento consiste en la Palabra y el signo externo. Porque con la Palabra queremos dar a entender, no que la Palabra pronunciada sin sentimiento ni fe tenga virtud en cuanto mero sonido y como por arte de magia, para consagrar el elemento; sino una Palabra que nos es predicada, para hacemos saber lo que significa el signo visible.
Por eso lo que se hace comúnmente bajo la tiranía del papado no deja de ser una grave profanación de los sacramentos. Ellos pensaron, en efecto, que bastaba con que el sacerdote murmurase, o dijese entre dientes una fórmula de consagración, mientras el pueblo permanecía estupefacto sin entender una palabra de lo que se hacía. E incluso procuraron adrede que el pueblo no dedujese de esto ninguna doctrina; por eso todo lo decían en latín entre gente ignorante que no les entendía. Después, andando el tiempo, la superstición llegó a tal punto, que creyeron que la consagración no se podía hacer como convenía, si no se pronunciaba en voz baja, de modo que no la oyesen.
Muy de otra manera habla san Agustín de las palabras sacramentales: "Que la Palabra", dice, "se una al elemento (o signo sensible), y resultará el sacramento. Porque, ¿de dónde procede esta virtud 'tan grande del agua, que toque el cuerpo y lave el alma, sino por la virtud de la Palabra?; y no porque se pronuncia, sino porque se cree. Porque en la misma Palabra, una cosa es el sonido que pasa, y otra la virtud que queda. Ésta es la Palabra de fe que predicamos, dice el Apóstol (Rom. 10,8). Y de aquí se dice en los Hechos de los Apóstoles: Purificando por la re sus corazones (Hch.15,9). Y san Pedro dice: El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia...) (1 Pe.3,21). Ésta es la Palabra de fe que predicamos, mediante la cual sin duda alguna el Bautismo es consagrado para que pueda purificar.". Vemos, pues, como exige la predicación, de la cual nacerá la fe.
Mas no hay por qué perder mucho tiempo en probar esto, pues bien claro está lo que Cristo ha hecho, lo que nos mandó hacer, lo que los apóstoles siguieron, y lo que la primitiva Iglesia ha guardado. Incluso es sabido que desde el principio del mundo, siempre que Dios dio alguna señal a los patriarcas, la unió indisolublemente con la doctrina, sin la cual nuestros sentidos quedarían atónitos con la sola vista del signo, Por tanto, cuando oigamos que se hace mención de la palabra sacramental, entendamos por ello la promesa, que debe ser predicada en voz alta por el ministro para llevar al pueblo a donde tiende el signo.

5. Los sacramentos confirman y sellan las promesas de Dios
No hemos de escuchar a ciertos hombres que se oponen a esto con un dilema más agudo que sólido. O sabemos, dicen, que la Palabra de Dios que precede al sacramento es verdaderamente la voluntad de Dios, o no lo sabemos. Si lo sabemos, nada nuevo aprendemos con el sacramento, que viene después. Si no lo sabemos, tampoco nos lo enseñará el sacramento, ya que su virtud reside en la Palabra.
A esto respondo brevemente que los sellos que se ponen en las escrituras y documentos públicos, por sí solos tampoco valen nada, y que sería superfluo ponerlos, si en el pergamino no hubiera nada escrito; y sin embargo, no dejan de confirmar y sellar el contenido del documento. y no pueden acusamos de que esto no pasa de una comparación qué inventamos ahora, pues ya la usa san Pablo llamando a la circuncisión sello; con lo cual pretende probar que la circuncisión no le fue concedida a Abraham por justicia, sino como un. sello del pacto de la fe, por la cual había sido ya antes justificado (Rom. 4, 11). ¿Y por qué se ha de molestar nadie porque enseñemos que la promesa es sellada con los sacramentos, cuando es evidente por las promesas mismas que la una se confirma con la otra? Porque cuanto más clara es la promesa, tanto más apta es para confirmar la fe. Ahora bien, los sacramentos traen consigo promesas clarísimas; y tienen dé especial, más allá de la Palabra, que nos representan al vivo las promesas como en un cuadro.
Tampoco debe preocupamos lo que se suele objetar de la diferencia entre los sacramentos y los sellos de las cartas credenciales; que si bien unos y otros consisten en elementos materiales de este mundo, los sacramentos no pueden ser aptos para confirmar las promesas divinas, que son espirituales y eternas, al modo que los sellos se emplean para sellar los edictos de los príncipes, que son cosas transitorias y caducas. Porque el creyente, cuando tiene ante los ojos los sacramentos, no se detiene en lo que ve, sino que por una piadosa consideración se eleva a contemplar los sublimes misterios encerrados en los sacramentos, según la conveniencia con la figura sensible con la realidad espiritual.

6. Los sacramentos son signos del pacto, pilares de la fe
Y como el Señor llama a sus promesas pactos o alianzas (Gn. 6,18; 9,9; 17,20-21), y a los sacramentos, señales y testimonios de los pactos, podemos servirnos perfectamente de la semejanza de los pactos y alianzas humanas.
Los antiguos tenían por costumbre matar una cerda en confirmación de sus pactos. ¿De qué hubiera servido la cerda muerta, si no existieran las palabras del acuerdo, o mejor dicho, si no precedieran al mismo? Porque muchas veces se matan cerdas, sin que haya en ello misterio alguno. ¿De qué serviría darse la mano?, porque muchas veces los hombres estrechan la de sus enemigos para causarles daño. Pero cuando preceden las palabras del acuerdo, con tales señales se confirman los mismos, aunque ya antes hayan sido hechos, establecidos y determinados.
Por tanto, los sacramentos son unos ejercicios que nos dan una certidumbre mucho mayor de la Palabra de Dios. Y como nosotros somos terrenos, se nos dan en cosas terrenas, para enseñarnos de esta manera conforme a nuestra limitada capacidad y llevarnos de la mano como a niños. Ésta es la razón por la que san Agustín llama al sacramento “palabra visible”,1 porque representa las promesas de Dios como en un cuadro, y las pone ante nuestros ojos al vivo y de modo admirable.
Se puede proponer otras semejanzas para explicar más clara y plenamente los sacramentos, como llamarlos columnas de nuestra fe. Porque así como un edificio se mantiene en pie y se apoya sobre su fundamento, pero está mucho más seguro si se le ponen columnas debajo, igualmente la fe descansa en la Palabra de Dios, como sobre su fundamento; pero cuando se le añaden los sacramentos, encuentra en ellos un apoyo aún más firme, como si fueran columnas. También se les podría llamar espejos en que podemos contemplar las riquezas de la gracia de Dios, que su majestad nos distribuye. Porque en ellos, como queda dicho, se nos manifiesta en cuanto nuestra cortedad puede comprenderlo, y se nos atestigua mucho más claramente que en la Palabra, su benevolencia y el amor que nos tiene.

1 Tratados sobre san Juan, LXXX, 3; Contra Fausto, lib. XIX, cap. xvi.

7. Crítica de los que debilitan la utilidad y eficacia de los sacramentos
No argumentan bien cuando de aquí pretenden probar que los sacramentos no son testimonios de la gracia de Dios, puesto que también se dan a los malvados, los cuales, sin embargo, no sienten que Dios les sea más propicio; sino que por el contrario se hacen acreedores, por recibirlos, de mayor condenación. Porque según esa misma razón, ni el Evangelio sería testimonio de la gracia de Dios, pues muchos lo oyen y lo menosprecian. Más aún: ni Cristo mismo lo seria, ya que muchos le vieron y conocieron, y muy pocos le recibieron.
Lo mismo se puede ver también en los documentos oficiales de los príncipes. Porque si bien la mayor parte del pueblo entiende que aquel sello auténtico ha sido puesto por el príncipe para sellar su voluntad, sin embargo se burlan de él. Los unos lo pasan por alto, como si no fuera con ellos; otros, incluso abominan de él. Por ello veo tal parecido entre ambas cosas, que no puede por menos de agradarme la semejanza propuesta.
Sabemos pues ciertamente, que tanto en su sagrada Palabra, como en sus sacramentos, nos ofrece el Señor su misericordia y una prenda de su gracia. Pero solamente la comprenden quienes con fe indubitable reciben la Palabra y los sacramentos; del mismo modo que Cristo es ofrecido al Padre y propuesto a todos como salvación; y sin embargo, no es reconocido y aceptado por todos.
Queriendo dar a entender esto mismo, san Agustín dijo que la eficacia de la Palabra se muestra en el sacramento, no en cuanto es pronunciada, sino por ser creída. Por eso san Pablo, hablando de los sacramentos a los fieles, incluye en ellos la comunión de Cristo, como cuando dice:
“Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gál. 3,27). Y: “por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Cor. 12, 13). Pero cuando habla del abuso de los sacramentos, no les atribuye nada más, que a unas figuras vanas y frívolas. Con lo cual quiere decir que, por más que los impíos e hipócritas opriman, oscurezcan o impidan con su perversidad el efecto de la gracia divina en los sacramentos, todo ello no podrá impedir que, siempre que Dios lo quiera, los sacramentos den verdadero testimonio de la comunicación con Cristo, y que el Espíritu de Dios ofrezca lo que ellos prometen.
Concluimos, pues, que los sacramentos con toda verdad son llamados testimonios de la gracia de Dios, y que son a modo de sellos de la buena voluntad que El nos tiene; los cuales al sellarla en nosotros sustentan, mantienen, confirman y aumentan con ello nuestra fe.
Las razones que algunos suelen objetar contra esto son muy frívolas y sin fuerza alguna. Dicen que nuestra fe, si es buena, no se puede hacer mejor; porque, según ellos, no es fe sino aquella que firmemente y sin temor ni duda alguna descansa en la misericordia de Dios. A éstos les sería mucho mejor orar juntamente con los apóstoles, que el Señor les aumentase la fe (Lc. 17,5), en vez de gloriarse de una perfección de la fe tal, que ninguno entre los hombres la ha alcanzado ni la alcanzará mientras en esta vida viviere. Que me respondan qué piensan de la fe de aquel que decía: “Creo, ayuda mi incredulidad” (Mc. 9,24). Porque esta fe de cualquier manera que comenzare es buena, y podía hacerse aún mejor disminuyendo la incredulidad. Pero el mejor argumento para refutarlos es su propia conciencia. Porque si se confiesan pecadores — lo cual, quiéranlo o no, no pueden negar —, es necesario que imputen esto a la imperfección de su fe.

8. Explicación de Hechos 8,37
Pero Felipe, dicen, respondió al eunuco que podía ser bautizado, si creía con todo el corazón (Hch. 8,37). ¿Qué lugar hay aquí para la confirmación del Bautismo, cuando la fe llena todo el corazón? Además les pregunto, ¿no sienten ellos la mayor parte de su corazón vacía de fe? ¿No perciben cada día nuevas adiciones a ella? Gloriábase un pagano1 de que se hacía viejo aprendiendo. Bien miserables, entonces, seríamos nosotros los cristianos, si envejeciéramos sin aprender cosa alguna, cuando la fe debe ir desarrollándose gradualmente hasta que lleguemos al “varón perfecto” (Ef.4, 13). Así que, en este lugar, creer de todo corazón no significa creer perfectamente en Cristo, sino solamente abrazarlo con el alma y el entendimiento; no significa estar henchido de El, sino, con un vehemente afecto, tener hambre y sed de Él, y por El suspirar. Este es el modo corriente de expresarse la Escritura, cuando dice que se hace algo con todo el corazón, queriendo dar a entender que se hace sinceramente y de corazón. Así por ejemplo: “Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos”; y otros semejantes (Sal. 119, 10; 111, 1; 138, 1). Como, por el contrario, cuando reprende a los hipócritas y engañadores les suele echar en cara que tienen “corazón y corazón”; es decir, “doblez de corazón” (Sal. 12,2).
Insisten todavía diciendo que si la fe se aumenta por los sacramentos en vano se ha dado el Espíritu Santo, cuya obra y virtud es comenzar, mantener y perfeccionar la fe. Les concedo que la fe es obra integra y propiamente del Espíritu Santo, iluminados por el cual conocemos a Dios y los tesoros de su liberalidad; sin cuya luz nuestro entendimiento sería tan ciego, que no podría ver cosa alguna; y tan débil, que no podría entender ninguna cosa espiritual. Mas por un beneficio que ellos engrandecen, nosotros consideramos tres. Porque, primeramente, el Señor con su Palabra nos enseña e instruye. Además de esto, nos confirma por los sacramentos. Y, finalmente, ilumina nuestro entendimiento con la luz de su santo Espíritu y abre la puerta para que penetren en nuestro corazón la Palabra y los sacramentos, los cuales de otra manera golpearían nuestros oídos y se presentarían delante de nuestros ojos, pero no moverían nuestro corazón.

1 Cicerón, De la Vejez, VIII, 26.

9. La eficacia de los sacramentos reside en la acción del Espíritu Santo
Querría, pues, que el lector estuviera sobre aviso de que el atribuir yo a los sacramentos el oficio de confirmar y aumentar la fe, no es porque crea que tienen ligada a sí no sé qué oculta virtud, con la que por si mismos puedan impulsar y aumentar la fe; sino porque Dios los instituyó para este fin. Por lo demás, ellos desempeñan perfectamente su oficio cuando aquel interno Maestro, que es el Espíritu, añade su propia virtud, la cual únicamente penetra nuestro corazón, mueve nuestros afectos, y abre la puerta a los sacramentos para que penetren en nuestra alma. Si Él falta, los sacramentos no pueden hacer en nuestra alma más que lo que hace la claridad del sol en los ojos de un ciego; o la voz cuando resuena en los oídos de un sordo. Así pues, yo establezco esta diferencia entre el Espíritu y los sacramentos: que la virtud de obrar está y reside en el Espíritu, y los sacramentos sirven solamente de instrumentos, los cuales sin la operación del Espíritu son frívolos y vanos; mas si el Espíritu actúa interiormente y muestra su fuerza y virtud, entonces son eficacísimos.
Queda ahora claro de qué manera el creyente se confirma, según esta doctrina, en la fe por los sacramentos; a saber, del modo como los ojos ven la claridad del sol, y los oídos oyen el sonido de la voz; ni los ojos podrían ver cosa alguna por más luz que tuviesen delante si no estuviesen dotados de una potencia visual para recibirla, y en vano llegaría el sonido, por intenso que fuese, a los oídos, si éstos no fuesen aptos por sí mismos, y tuviesen la facultad de oír. Y si es verdad — como debemos tenerlo por indubitable — que lo que la potencia visual hace en nuestros ojos para que veamos la luz, y la potencia auditiva en el oído para que oiga, esto mismo lo obra el Espíritu Santo en nuestro corazón para concebir la fe, mantenerla y aumentarla, no menos se sigue que los sacramentos de nada sirven sin la virtud del Espíritu Santo, y que no hay impedimento alguno para que ellos confirmen y aumenten en el corazón la fe que ya aquel Maestro ha enseñado anteriormente. La única diferencia es que la potencia y facultad de oír y de ver es natural a los oídos y a los ojos; en cambio, Cristo consigue este efecto en nuestro corazón fuera de todo el orden de la naturaleza, por una gracia especial.

10. Esta acción es semejante a la que Él ejerce por la Palabra
Con esto quedan resueltas las objeciones que atormentan a algunos:
que si atribuimos a las criaturas el aumento y confirmación de la fe, se infiere una grave injuria al Espíritu de Dios, a quien únicamente debemos reconocer por su autor. Porque con lo que hemos dicho no le privamos de la alabanza que le es debida de ser quien confirma y aumenta la fe; ya que este mismo confirmar y aumentar la fe, no es otra cosa sino preparar con su luz interior nuestro entendimiento para que reciba la confirmación que en los sacramentos se le ofrece.
Y por si aún no me he explicado claramente, esta semejanza lo aclarará debidamente: si uno pretende persuadir a otro con palabras a que haga una cosa determinada, meditará en todas las razones posibles de inducirle a ello y cómo obligarle a que siga su consejo. Pero todo su esfuerzo será inútil y vano si, por su parte, el aconsejado no está dotado de un ingenio sagaz y penetrante, para poder juzgar el verdadero valor de las razones; y, además, si no es por naturaleza dócil e inclinado a escuchar lo que se le dice; y, en fin, si no tiene tal opinión de la prudencia y fidelidad del que aconseja, y le merece tal crédito, que ello le sirva de preparación para hacer lo que se le aconseja. Porque hay muchas cabezas tercas y obstinadas, a las que no se puede doblegar con razón alguna; y cuando no hay mucho crédito y autoridad, poco se gana incluso con los dóciles. Por el contrario, cuando existen estas cosas, ellas conseguirán ciertamente que sea seguido el consejo que se da, el cual de otra manera sería menospreciado.
Esto mismo hace en nosotros el Espíritu Santo. Para que la Palabra no hiera en vano nuestros oídos, y los sacramentos no sean expuestos en vano ante nuestros ojos, muestra que es Dios quien habla en ellos; suaviza la dureza de nuestro corazón, y lo prepara para que preste a la Palabra de Dios la obediencia debida. Finalmente, traslada aquella Palabra, y los sacramentos, de los oídos al alma. Mi que la Palabra y los sacramentos confirman nuestra fe, al ponernos a la vista la benevolencia que nos tiene el Padre celestial, en cuyo conocimiento estriba toda la firmeza de nuestra fe, y se apoya toda su fuerza. EL Espíritu la confirma cuando, imprimiendo en nuestro corazón esta confirmación, la hace eficaz. Sin embargo, no se puede impedir que “el Padre de las luces” (Sant. 1,17) ilumine nuestro entendimiento con los sacramentos como con un resplandor intermedio, igual que ilumina nuestros ojos con los rayos del sol.

11. La acción del Espíritu, unida a la Palabra, da y fortalece la fe
El Señor enseñé que la Palabra externa tiene esta propiedad, cuando en la parábola la llamó semilla. Porque como la semilla, si cae en una tierra no cultivada ni labrada, no hará otra cosa sino perderse; mas si cae en tierra bien cultivada y labrada, dará su fruto y en gran abundancia, así, ni más ni menos, la Palabra de Dios, si cae en alguna cerviz dura, quedará estéril, igual que si hubiere caído en la arena; pero si cae en un alma cultivada por la acción del Espíritu del cielo, será muy fructífera (Mt. 13,4-9.18-23; Lc. 8, 15). Y si vale la semejanza entre la semilla y la Palabra, como decimos que el trigo nace de la semilla, crece y llega a madurar, ¿por qué no podremos decir también que la fe recibe su principio, aumento y perfección, de la Palabra?
San Pablo trata de ambas cosas en muchos pasajes. Cuando quiere llevar a la memoria de los corintios cuán eficazmente ha usado de su predicación, se gloria de que su ministerio ha sido espiritual; como si la virtud del Espíritu Santo estuviese unida indisolublemente a la predicación del Apóstol, para iluminar interiormente el entendimiento y mover los corazones (1 Cor. 2,4). Pero cuando quiere advertir lo que vale la Palabra de Dios predicada por un hombre, compara a los ministros con los labradores, quienes después de realizar su trabajo no pueden hacer otra cosa. ¿De qué aprovecharía cultivar, sembrar y regar, si Dios no diese su virtud del cielo? Por lo cual concluye: “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Cor. 3,7).
Así pues, los apóstoles muestran en su predicación la potencia del Espíritu en cuanto Dios usa de los medios que ha instituido para manifestar su gracia espiritual. Sin embargo, hay que hacer una distinción entre lo que el hombre puede por si mismo, y lo que es propio de Dios.

12. Del mismo modo el Espíritu alimenta espiritualmente la fe por los sacramentos
De tal manera confirman los sacramentos la fe, que a veces el Señor, cuando quiere quitar la confianza en las cosas que ha prometido, quita los mismos sacramentos. Cuando priva y despoja a Adán del don de la inmortalidad, dice: “No alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre” (Gn. 3,22). ¿Qué significa esto? ¿Podía aquel fruto restituir a Adán su incorrupción, que ya había perdido? Ciertamente que no. Mas esto es como si dijera: Para que no tenga una yana confianza, si se le deja el signo de la promesa, que se le quite lo que puede darle alguna esperanza de inmortalidad. Por esta razón, cuando el Apóstol exhorta a los efesios a que recuerden que en otro tiempo estuvieron sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios, dijo que no fueron participes de la circuncisión (Ef. 2, 11-12). Con lo cual quiere decir que quedan excluidos de la promesa quienes no habían recibido el signo de la misma.
Ponen otra objeción: que la gloria de Dios se da a las criaturas, con lo cual se atribuye a ellas tanta virtud, cuanto es lo que se quita a Dios. Esto se soluciona fácilmente diciendo que no ponemos virtud alguna en las criaturas. Solamente afirmamos que Dios usa de los medios e instrumentos que Él sabe son necesarios para que todas las criaturas se sometan a su gloria, puesto que El es el Señor y Juez de todas las criaturas. Y así como por medio del pan sustenta nuestros cuerpos, y por medio del sol ilumina a mundo, y mediante el fuego calienta; y sin embargo, ni el pan, ni el sol, ni el fuego son nada, sino en cuanto Él por medio de estos instrumentos nos dispensa sus bendiciones; de la misma manera, espiritualmente sustenta nuestra fe por medio de los sacramentos, cuyo único oficio es poner ante nuestros ojos las promesas, y servirnos como prenda de ellas. Y así como es nuestro deber no poner confianza alguna en las otras criaturas, de las que el Señor en su liberalidad quiso que nos sirviésemos y por cuyo medio nos da lo que necesitamos, sin que las estimemos y alabemos como si ellas fueran la causa de nuestro bien; así tampoco debemos poner nuestra confianza en los sacramentos, ni debemos quitar la gloria a Dios y dársela a ellos; sino que, dejando a un lado todas las cosas, debemos dirigir y elevar nuestra fe y alabanza a Aquel que es el autor de los sacramentos y de todos los demás bienes.

13. Un sacramento no es un signo puramente simbólico
La razón que algunos proponen, tomada de la palabra misma sacramento, no tiene solidez. Esta palabra, dicen, si bien en los autores latinos tiene muchos significados, no obstante uno solo conviene a los signos; a saber, en cuanto significa el solemne juramento que hace el soldado a su capitán cuando se enrola bajo su bandera. Así como los bisoños con aquel sacramento militar prometen ser obedientes a sus jefes declarándose soldados suyos, así nosotros con nuestros signos confesamos que Cristo es nuestro capitán y atestiguamos que combatimos bajo sus banderas.
Añaden también algunas semejanzas para declarar mejor su pensamiento. Como la ropa talar diferenciaba a los romanos de los griegos, que usaban capas; como en Roma se diferenciaban los diversos órdenes por viertas señales: los senadores de los patricios, en que se vestían de púrpura y calzaban sandalias puntiagudas; y el patricio del plebeyo, en que llevaba anillo: así nosotros tenemos nuestros signos, por los que nos diferenciamos de los profanos.
Pero por lo que hemos dicho, se ve claro que los antiguos que dieron el nombre de sacramento a los signos, no tuvieron en cuenta el significado en que los latinos tomaban esta palabra, sino que sencillamente inventaron uno nuevo para servirse de él, designando por el mismo los signos sagrados.
Y si queremos examinar esto más hondamente, parece que la razón de aplicar esta palabra para significar esto es la misma por la que tomaron la palabra fe en el sentido en que ahora se emplea. Porque si bien la fe es la verdad que se debe mantener en cumplir lo que se promete, sin embargo dijeron que la fe es la certidumbre que se tiene de la verdad misma. Igualmente, aunque sacramento sea el juramento por el cual el soldado se obliga a su capitán, ellos lo han tomado para designar el signo que usa el capitán cuando recibe a los soldados bajo su bandera y a su sueldo. Porque el Señor promete por sus sacramentos que será nuestro Dios y que nosotros seremos su pueblo.
Pero dejemos aparte estas sutilezas, pues me parece que he probado con razones lo bastante claras y evidentes que no tuvieron en cuenta otra cosa que significar que estos signos lo eran de cosas santas y espirituales. En cuanto a las semejanzas que traen de las señales exteriores y la manera de vestir de la gente de guerra, las admitimos; pero no consentimos que hagan de lo que es lo último en los sacramentos, lo primero y lo único. Porque lo primero es que sirvan para nuestra fe; y luego, que den testimonio ante los hombres de nuestra profesión. Sus semejanzas se aplican a lo segundo; pero queda en pie lo primero; porque los sacramentos no servirían de nada, si no fuesen una ayuda de nuestra fe y accesorios de la doctrina.

14. Crítica de quienes atribuyen a los sacramentos el poder de justificar y conferir la gracia
Hemos de estar sobre aviso también, porque así como éstos menoscaban la virtud y fuerza de los sacramentos y suprimen del todo su uso, hay otros que, por el contrario, ponen no sé qué virtud oculta en ellos, que en ningún lugar de la Escritura vemos que Dios la haya puesto. Con este error se engaña peligrosamente a los sencillos e ignorantes, enseñándoles a buscar los dones de Dios donde jamás los podrán encontrar; y así poco a poco se apartan de Dios de tal manera, que en vez de abrazar la verdad abrazan la pura vanidad y mentira. Porque a una voz y de consuno las escuelas de los sofistas han enseñado que los sacramentos de la nueva Ley — que son los que hoy se usa en la Iglesia cristiana —justifican y dan gracia, con tal de que no opongamos el impedimento del pecado mortal.
No es posible ponderar lo dañosa y perniciosa que es semejante doctrina; y tanto más cuanto durante muchos años, y aun siglos, ha sido aceptada en gran parte del mundo con grave daño de la Iglesia. Ciertamente es del todo diabólica porque al prometer la justicia fuera de la fe, precipita las almas a su ruina total. Además, al poner la causa de la justicia en los sacramentos, ata con esta superstición las infelices almas de los hombres, que por si mismas tan inclinadas están a ello, para que se paren ante el espectáculo de una cosa corporal más bien que en el mismo Dios. ¡Ojalá no tuviéramos demasiada experiencia de ambas cosas! Tan poca necesidad tenemos de pruebas
¿Qué es el sacramento independientemente de la fe, sino la ruina de la Iglesia? Porque no debiendo esperar de él cosa alguna aparte de la promesa, y como ésta no menos amenaza con la ira a los incrédulos que ofrece la gracia a los fieles, se engaña quien cree que por los sacramentos se le da cosa alguna, excepto lo que, presentado por la Palabra, se recibe con verdadera fe. De lo cual se deduce, también, que La confianza en la salvación no depende de la recepción del sacramento, como si nuestra justificación consistiese en esto. Pues sabemos que se apoya sólo en Cristo, aunque nos es comunicada por la predicación del Evangelio y sellada por los sacramentos, pudiendo subsistir plenamente sin los mismos. Porque es muy verdadero lo que escribe san Agustín, que la santificación invisible puede existir sin el signo visible; y, al contrario, que el signo visible puede darse sin la verdadera santificación.1 Pues, como él mismo dice en otro lugar, los hombres se revisten algunas veces de Cristo hasta la participación de los sacramentos; y otras, hasta la santificación de la vida. Lo primero puede ser común a buenos y malos; pero lo segundo es propio únicamente de los buenos y de los fieles.2

1 Cuestiones sobre el Heprareaco, lib. III, 84.
2 Del Bautismo contra los donatistas, lib. V, XXIV, 34.

15. Con Agustín, hay que distinguir el sacramento de la realidad sacramental
A esto se refiere también aquella distinción entre el sacramento y la realidad del sacramento, que establece el mismo san Agustín. Porque no significa que la figura y la realidad se contengan ah; sino que de tal manera estén unidas, que no se pueden separar, y que es necesario en la misma unión distinguir siempre la cosa significada, del signo, para no atribuir a una lo que es propio de la otra.
Habla de la separación, cuando dice que los sacramentos hacen lo que figuran solamente en los elegidos,1 y también cuando escribe respecto a los judíos como sigue: “Siendo los sacramentos comunes a todos, su gracia no era común, la cual es la virtud de los sacramentos. Así también ahora el lavamiento de regeneración es común a todos; mas la gracia con que los miembros de Cristo son regenerados, no es común a todos”.2 Y en otro lugar, hablando de la Cena del Señor: “Nosotros también actualmente recibimos el mantenimiento visible; pero una cosa es el sacramento, y otra la virtud del sacramento. ¿Cuál es la causa de que muchos se acerquen al altar, y les sirva de condenación lo que allí reciben? Porque el mismo bocado que el Señor dio a Judas, le sirvió de veneno; no por haber recibido algo malo, sino porque, siendo él malo, recibió indebidamente lo que era bueno.”3 Y poco después: “El sacramento de esto; es decir, de la unión del cuerpo y sangre de Cristo,4 es ofrecido en la mesa del Señor; a unos para vida, y a otros para muerte; pero la realidad misma del sacramento es para todos vida, y a ninguno muerte, sea quien sea el que la recibiere."5 Y poco antes había dicho: “No morirá el que hubiere comido; pero el que reciba la virtud del sacramento y no el sacramento visible; el que come por dentro y no exteriormente; el que come con el corazón, no quien mastica con los dientes”.6
En todos estos pasajes vemos que el sacramento es separado de su verdad por la indignidad de quien lo toma de tal manera que no queda sino una yana e inútil figura. Y para no recibir el signo solo sin su verdad, sino la cosa significada y el signo que la representa, es preciso llegar por la fe a la palabra que en él se contiene. De esta manera, cuanto aprovechéis por el sacramento en la comunicación con Cristo, tanto provecho recibiréis de ellos.

1 Pena y remisión de los pecados, lib. I, xxi, 30.
2 Sobre los Salmos, Sal. 77, 2.
3 Tratados sobre san Juan, XXVI, II.
4 La versión francesa dice: “. . . de la unión espiritual que nosotros tenemos con Cristo
5 Tratados sobre san Juan, XXVI, 15.
6 Ibid., 12.

16. Cristo solo es el fundamento espiritual de los sacramentos
Por si queda alguna oscuridad en esto debido a haberlo tratado brevemente, lo expondré más por extenso.
Digo que Cristo es la materia de todos los sacramentos, o silo preferís, la sustancia1 de los mismos, puesto que en El tienen toda su firmeza. y fuera de Él no prometen cosa alguna. Por eso es tanto menos tolerable el error de Pedro Lombardo, quien expresamente los hace causa de la justicia y de la salvación.2 Porque los sacramentos no tienden sino a excluir todas las demás causas de justicia que se forja el entendimiento humano, para retenernos en Jesucristo. Por tanto, cuanto somos ayudados por ellos para conservar, confirmar y aumentar, en nosotros el verdadero conocimiento de Cristo y para poseerlo más plenamente, tanta es la eficacia que surten en nosotros. Y esto tiene lugar cuando con verdadera fe recibimos lo que allí se nos ofrece.
Me diréis: ¿Entonces los impíos, con su ingratitud, hacen que la ordenación divina sea yana y no sirva de nada? Respondo que no se debe entender lo que he dicho como si la virtud y verdad del sacramento dependiera de la condición y el arbitrio de quien lo recibe. Porque queda en pie lo que Dios instituyó y conserva su naturaleza y propiedad, por mas que los hombres cambien. Pero como una cosa es ofrecer y otra recibir, no hay inconveniente alguno en que el signo o señal consagrada por la Palabra de Dios sea realmente lo que se dice que es, y que conserve su virtud, y no obstante el hombre impío y malvado no reciba provecho alguno de él.3
San Agustín trata muy bien en pocas palabras esta materia. Dice: “Si carnalmente lo recibes, no por eso deja de ser espiritual; pero para ti no lo es”4. Y así como en los textos antes citados demostró que el sacramento, si no está unido a su verdad, carece de importancia; así también en otro pasaje advierte que, incluso en la misma unión, es necesario hacer esta distinción y no detenernos demasiado en el signo externo. “Como seguir la letra”, dice, “y tomar los signos por su realidad es propio de una bajeza servil; así también es propio de un error inconstante interpretar inútilmente los signos”.5 Dos vicios señala, de los que hemos de guardarnos. Uno es recibir los signos de tal manera como si nos hubieran sido dados en vano, y, menoscabando con nuestra falsa interpretación su oculto significado, hacer que no nos aprovechen nada. El otro vicio es, por no elevar nuestro entendimiento por encima del signo visible, atribuir al mismo la alabanza de las mercedes que solamente Cristo nos confiere, y que mediante el Espíritu Santo, que nos hace partícipes del mismo Cristo por los signos externos, nos ayuda si nos invita a ir a Cristo; mientras que, si se tuerce hacia otro sitio, toda su utilidad queda perdida.

1 Sustancia se toma aquí por Calvino en el sentido de fundamento, según la etimología de latín substantia y del griego upostasis.
2 Libros de las Sentencias, lib. IV, dist. 1, secc. 4.
3 Calvino se separa aquí de Latero, quien admite “la comunión de los indignos”:
es decir, enseña que el incrédulo no deja de recibir por ello el verdadero sacramento.
4 Ignoramos la referencia de las palabras de san Agustín. Cfr. Agustín, Evangelio de son Juan, XXVI, 11, 12, 15.
5 De la doctrina cristiana, lib. III, ix, 13.

17. Los sacramentos ofrecen y presentan nuestra fe a Jesucristo
Por tanto, retengamos como cierto que el oficio de los sacramentos no es otro que el de la Palabra de Dios: presentarnos y ponernos delante de los ojos a Cristo, y en Él, los tesoros de la gracia celestial; los cuales de nada nos sirven y aprovechan si no los recibimos con fe; del mismo modo que si echáis vino, aceite o cualquier otro líquido, se derramará si el recipiente no está abierto; o bien, si estuviese agujereado, nunca se llenará, sino que permanecerá siempre vacío.
Hemos de cuidar también que aquello que los antiguos han dicho un tanto retóricamente para ensalzar la dignidad de los sacramentos no nos haga caer en otro error como éste de que hablamos; a saber, pensar que está unida a los sacramentos cierta virtud oculta, de tal modo que por si mismos nos den las gracias del Espíritu Santo, como el vino se bebe en un vaso; siendo así que solamente Dios les ha dado esta virtud y los ha instituido para testificar y confirmar en nosotros la buena voluntad que Dios nos profesa; y no pasar adelante si no viene el Espíritu Santo a abrir nuestro entendimiento y corazón, y a hacernos capaces de este testimonio.
En esto aparecen también gracias de Dios claramente distintas y diversas. Porque los sacramentos, según hemos notado, nos sirven de parte de Dios de lo mismo que los mensajeros que nos traen buenas nuevas de parte de los hombres; a saber, en cuanto que no dan la gracia por si mismos, sino que la muestran y anuncian, y confirman a modo de arras y signos las cosas que el Señor nos ha dado por su liberalidad. El Espíritu Santo (a quien los sacramentos no dan indiferentemente a todos, sino que el Señor lo da en particular a los suyos) es quien trae consigo las gracias de Dios; Él, quien da lugar en nosotros a los sacramentos, y hace que fructifiquen. Y aunque no negamos que Dios mismo asiste con la virtud de su santo Espíritu a su institución, sin embargo afirmamos que para que la administración de los sacramentos que instituyó no sea yana y sin fruto, es necesario considerar en sí misma la gracia interna del Espíritu como algo distinto del ministerio externo. Así que Dios cumple verdaderamente cuanto promete y figura en sus signos; y éstos no carecen de efecto, para que se confirme que el autor de los mismos es veraz y fiel. Solamente se pregunta aquí si Dios obra con Su virtud propia e intrínseca, como la llaman, o si resigna su oficio en favor de los símbolos y signos externos. Lo que afirmamos es que, use Dios de los instrumentos o medios que quiera, sin embargo su obra principal no pierde nada.

Conclusión sobre la eficacia de los sacramentos. Al atribuir esto a los sacramentos, ensalzamos debidamente su dignidad; queda a todos patente el uso de los mismos; se predica suficientemente su utilidad, y son mantenidos en su debido puesto; de modo que ni se les atribuye lo que no les conviene, ni se les quita lo que les pertenece. Al mismo tiempo se disipa la ficción de que la causa de nuestra justificación y la virtud del Espíritu Santo se encierran en los elementos o sacramentos, como en un vaso, y se expone bien claramente su principal virtud, que otros han dejado pasar por alto sin hacer siquiera mención de ello.
Hay que notar también que lo que el ministro significa con la acción externa y la figura, Dios interiormente lo cumple, para que no se atribuya al hombre mortal lo que Dios se apropia como exclusivamente suyo. Esto nos lo advierte también prudentemente san Agustín diciendo: “¿De qué manera santifica Moisés, y de qué manera lo hace Dios? No santifica Moisés en nombre de Dios sino solamente con signos visibles conforme a su ministerio; y Dios con su gracia invisible por el Espíritu Santo; en lo cual está todo el fruto de los sacramentos. Porque sin esta santificación de la gracia invisible, ¿de qué sirven los sacramentos visibles?”1

1 Cursilones sobre el Heptareuco, III, 84.

18. Algunos sacramentos particulares del Antiguo Testamento
El nombre de sacramento, según hemos expuesto, significa conforme a su definición y comprende en general todos los signos que Dios ha dado a los hombres para asegurarles y darles certidumbre de la verdad de sus promesas. Estos signos quiso mostrarlos a veces en cosas naturales; y otras, con milagros.
Ejemplo de lo primero son: cuando dio a Adán y Eva el árbol de la vida como prenda y señal de la inmortalidad, para que estuviesen seguros de poseerla todo el tiempo que comiesen de su fruto (Gn. 2,9. 11; 3,3); cuando puso el arco iris en el cielo, como señal para Noé y sus descendientes de que en adelante no destruiría la tierra con un diluvio (Gn. 9, 13). Adán y Noé tuvieron estas cosas por sacramentos. No que el árbol diese la inmortalidad por sí mismo, pues no tenía virtud para ello, ni que el arco iris pudiese contener las aguas — pues no es otra cosa sino un reverbero de los rayos del sol en las nubes opuestas—; sino porque en él tenían una señal, esculpida por la Palabra de Dios, que les servía a modo de documento y sello de sus promesas. Evidentemente, antes el árbol era árbol, y el arco iris, arco iris; mas al ser marcados por la Palabra de Dios, se les dio una nueva forma, para que comenzasen a ser lo que antes no eran. Y a fin de que nadie piense que esto se afirma gratuitamente, el arco iris nos es dado aun hoy día como testimonio de aquel pacto que Dios hizo con Noé; y siempre que lo contemplamos leemos en él aquella promesa de Dios, de que la tierra jamás será destruida por un diluvio.
Por ello, si alguno, con pretensiones de filósofo, porfía para burlarse de la sencillez de nuestra fe en que aquella diversidad de colores la causa naturalmente la reflexión de los rayos del sol en la nube opuesta, admitimos que es cierto; pero no podemos por menos que reímos de su necedad, pues no reconoce a Dios por Señor de la naturaleza, que se sirve según su beneplácito de todos los elementos para que sirvan a su gloria; y si hubiera imprimido estas señales en el sol, las estrellas, la tierra y las piedras, todas estas cosas serían sacramentos. Porque, ¿cuál es la causa de que la plata en bruto y la labrada no tengan el mismo valor, aunque son un mismo metal? Evidentemente, que la plata sin labrar no tiene más que lo que naturalmente le pertenece; y en cambio, cuando está labrada con la forma de la acuñación oficial, se convierte en moneda y adquiere un nuevo precio, ¿Y no podría Dios sellar a sus criaturas con su Palabra, para que se conviertan en sacramentos las cosas que antes no eran sino meros elementos?
Ejemplos del segundo género fueron cuando Dios mostró a Abraham la antorcha en el horno que humeaba (Gn. 15, 17); cuando llenó de rocio el vellocino, sin que la tierra recibiera rocio; y, al contrario, cuando derramó el rocío sobre la tierra, dejando seco el vellocino, para prometer la victoria a Gedeón (Jue. 6,37-40); cuando hizo volver atrás la sombra del reloj diez líneas, para prometer la salud a Ezequías (2 Re. 20,9.11; Is. 38,7-8). Como estas cosas se realizaban para confirmar y confortar la flaqueza de su fe, eran para ellos también sacramentos.

19. Necesidad, utilidad y fines de los sacramentos en la Iglesia
Pero lo que al presente nos interesa es tratar en particular de aquellos sacramentos que Dios quiso que fuesen ordinarios en su Iglesia, para mantener a los suyos en una misma fe y confesión. Porque — para usar las palabras de san Agustín — “los hombres no pueden unirse en una religión, sea verdadera o falsa, si no poseen algunos sacramentos visibles”.1 Y así, viendo esta necesidad, como un buen Padre ordenó desde el principio a sus servidores ciertos ejercicios de piedad, los cuales después Satanás, aplicándolos a cultos impíos y supersticiosos, ha depravado y corrompido de múltiples maneras. De ahí han surgido todos los cultos que usaron los paganos en su idolatría. Si bien estaban llenos de errores y supersticiones, eran muestra y testimonio de que en la profesión de la religión los hombres no podían en modo alguno carecer de semejantes señales externas. Mas coma todas estas señales no se fundaban en la Palabra de Dios, ni se referían a aquella verdad que es el fin de los sacramentos, no merecen ser tenidas en cuenta al hacer mención de los símbolos sagrados que Dios ha instituido y que no se han apartado de su fundamento, permaneciendo en su pureza para servir de ayuda a la verdadera piedad. Y consisten, no en simples signos, sino en ceremonias; o silo preferís, los signos que aquí se dan son ceremonias. Según queda dicho, estos signos sagrados, además de ser instituidos por el Señor para ser testimonios de su gracia y salvación, nos sirven de señales de nuestra profesión de fe, con las que nos sometemos públicamente al Señor, consagrándole nuestra fe.
Por eso san Crisóstomo los llama con razón pactos que Dios establece con nosotros, y por los cuales nos obligamos a servirle pura y santamente.2 Aquí se estipula un pacto mutuo y se hace una promesa por ambas partes entre Dios y nosotros. Como el Señor promete destruir y borrar la culpa que hubiéremos cometido, y la pena que por ello debíamos sufrir, y nos reconcilia consigo en su Hijo Unigénito; así nosotros. por nuestra parte, nos obligamos a Él con esta profesión a servirle santa y puramente.
Por tanto, podemos muy bien afirmar que tales sacramentos son ceremonias con que Dios quiere ejercitar a su pueblo primeramente para mantener, levantar y confirmar interiormente la fe; y en segundo lugar para hacer profesión y dar testimonio de nuestra religión ante lo hombres.

1 Contra Fausto, lib. XIX, xi.
2 Cfr. edición de Erasmo, Basilea, 1530, vol. II, p. 82. Este pasaje se omite en las ediciones modernas.

20. Los sacramentos de la Iglesia bajo el Antiguo Testamento prefiguraban al Cristo prometido; bajo el Nuevo Testamento son testimonios de la manifestación de Cristo
Estos sacramentos, según las diversas épocas han sido diversos conforme a la dispensación que el Señor ha tenido a bien mostrar a los hombres de uno u otro modo. El ordenó la circuncisión a Abraham y a su posteridad, a la cual se añadió las purificaciones, sacrificios y otros ritos en la Ley dada a Moisés (Gn. 17, 11; Lv. 1-7). Todas estas cosas fueron sacramentos de los judíos hasta la venida de Cristo, con la cual aquéllos quedaron abolidos, siendo instituidos dos sacramentos: el Bautismo y la Santa Cena, de los que ahora hace uso la Iglesia cristiana (Mt. 28,19; 26,26-29). Hablo de los sacramentos instituidos para que se sirva de ellos toda la Iglesia. Porque la imposición de las manos, mediante la cual los ministro de la Iglesia son recibidos en su oficio eclesiástico, si bien consiento en que es llamada sacramento, no la cuento sin embargo entre los sacramentos ordinarios. En cuanto a los otros que comúnmente se llaman sacramentos, luego veremos si deben ser llamados con este nombre o no.
Los sacramentos mosaicos tendían al mismo blanco que los nuestros; a saber, encaminaban los hombres a Cristo y los llevaban a Él como de la mano; o, mejor dicho, lo representaban a modo de imágenes y lo daban a conocer. Porque, según hemos ya demostrado, los sacramentos son ciertos sellos con que se sellan las promesas de Dios; y es cierto que ninguna promesa de Dios se ha propuesto a los hombres sino en Cristo (2 Cor. 1,20). Por tanto, para que los sacramentos nos propongan alguna promesa de Dios, es necesario que nos muestren a Cristo. Esto lo significaba aquel celestial modelo del tabernáculo y del culto legal que fue mostrado a Moisés en el monte (Éx. 25,40). Solamente hay una diferencia: que los sacramentos mosaicos figuraban a Cristo prometido, cuando aún se le esperaba; mientras que nuestros sacramentos testifican que ya ha venido.

21. Sentidos y fines de los sacramentos del Antiguo Testamento
Cuando todas estas cosas hayan sido expuestas en particular, quedarán mucho más claras.
La circuncisión sirvió de signo a los judíos, con el que se les advertía que todo cuanto procede del semen humano, es decir, toda la naturaleza humana, está corrompido y tiene necesidad de ser amputado. Además, fue un testimonio y memorial para confirmar a los hombres en la promesa, hecha a Abraham, de la semilla bendita en que todas las naciones hablan de ser bendecidas (Gn. 12,3; 22,18). y aquella semilla bendita, como nos lo enseña san Pablo, era Cristo (Gál. 3, 16), en el cual solo confiaban que habían de recobrar todo cuanto habían perdido en Adán. Por eso la circuncisión era para ellos lo mismo que san Pablo dice haber sido para Abraham; es decir, “sello de la justicia de la fe” (Rom. 4,11); un sello con el que quedara mucho más firmemente confirmada su fe, por la que esperaban que aquella semilla bendita les sería imputada por Dios como justicia. Pero en otro lugar y más a propósito, expondremos la comparación entre la circuncisión y el Bautismo.
Las abluciones y purificaciones les ponían ante los ojos su inmundicia, suciedad e impureza con que naturalmente estaban contaminados; pero les prometían otra purificación que limpiaría y lavaría todas sus manchas. Este baño nuevo era Cristo, con cuya sangre limpios y purificados, presentamos ante el acatamiento divino su limpieza, para que cubra todas nuestras manchas (Heb. 9, 1. 14; 1 Jn. 1,7; Ap. 1,5; 1 Pe. 2,24).
Los sacrificios les acusaban de su iniquidad, y a la vez les enseñaban que es necesaria alguna expiación con que satisfacer al juicio de Dios. A este fin era necesario un sumo Pontífice mediador entre Dios y los hombres, el cual satisfacía a Dios mediante la efusión de la sangre y la inmolación de un sacrificio, suficiente para alcanzar el perdón de Tos pecados. Este sumo Sacerdote fue Cristo, quien derramó su propia sangre y se ofreció en sacrificio (Heb. 4,14; 5,5-6; 9,11). Porque, obedeciendo al Padre, se ofreció a la muerte (Flp. 2,8), y con esta obediencia destruyó la desobediencia del hombre, la cual había provocado la ira de Dios (Rom. 5,19).

22. El Bautismo y la Santa Cena
Por lo que se refiere a nuestros sacramentos, tanto más claramente nos representan a Cristo, cuanto más de cerca se ha manifestado a los hombres, desde que nos ha sido dado por el Padre, como lo había prometido. Porque el Bautismo nos atestigua que somos lavados y purificados; y la Cena, que estamos redimidos. En el agua se significa el lavamiento; en la sangre, la satisfacción. Ambas cosas se encuentran en Cristo; el cual, como dice san Juan, “vino mediante agua y sangre” (1 Jn. 5,6); quiere decir, para limpiar y redimir. De lo cual también el Espíritu de Dios es testigo; o más bien, tres son a la vez testigos, el agua, la sangre y el Espíritu (1 Jn.5,8). En el agua y la sangre tenemos testimonio de nuestra purificación y redención; y el Espíritu, que es el principal testigo, nos da certidumbre de ello de manera indubitable. Este sublime misterio se nos ha manifestado admirablemente en la cruz de Cristo, cuando brotaron de su sacratísimo costado agua y sangre Jn. 19,34); y por eso san Agustín lo llamó, con toda razón, fuente de nuestros sacramentos.1 De ellos, sin embargo, hemos de hablar un poco más largamente.
No hay duda, además, si comparamos un tiempo con otro, de que la gracia del Espíritu Santo se nos muestra en nuestros sacramentos mucho más plenamente. Y así conviene a la gloria del reino de Dios, como lo deducimos de muchos pasajes de la Escritura, y principalmente del capítulo séptimo de san Juan. Y en este sentido hay que entender también lo que dice san Pablo, que hubo sombras bajo la ley, pero el cuerpo era de Cristo (Col. 2, 17). Y no es la intención del Apóstol privar de su efecto y virtud a los testimonios de gracia con que Dios quiso mostrar a los patriarcas en tiempos pasados que era veraz; no de otra manera que en el día de hoy se nos muestra en el Bautismo yen la Santa Cena; sino que su intento fue ensalzar, por comparación, lo que a nosotros nos ha sido dado, para que ninguno se maraville de que las ceremonias hayan sido abolidas con la venida de Cristo.

1 Trazados sobre san Juan, CXX.

23. Los sacramentos del Nuevo Testamento no son superiores a los del Antiguo Testamento
El dogma de los escolásticos, que establece tanta diferencia entre los sacramentos de la vieja y la nueva Ley, como si aquéllos no sirviesen sino para representar y figurar la gracia de Dios, y los de la nueva la mostrasen y la diesen, debe ser totalmente excluido. Porque san Pablo no habla más admirablemente de los unos que de los otros, cuando enseña que los patriarcas del Antiguo Testamento comieron juntamente con nosotros el mismo alimento espiritual, y explica que este alimento era Cristo (1 Cor. 10,3-4). ¿Quién se atreverá a declarar vano aquel signo que daba a los judíos la verdadera comunión de Cristo? La cuestión que allí trata el Apóstol aboga claramente en nuestro favor. Porque para que nadie, confiado en un frío conocimiento de Cristo, en un título vano de cristianismo y en unos signos externos, se atreva a hacer caso omiso del juicio de Dios, pone el Apóstol ante nuestros ojos los ejemplos de la severidad con que Dios castigó al pueblo judío, advirtiendo que con esos mismos ejemplos nos castigará a nosotros si seguimos sus huellas, cometiendo los vicios en que ellos cayeron. Así pues, para que la comparación fuese adecuada, hubo de probar que no hay entre ellos y nosotros desigualdad alguna en estos bienes, de los que nos prohíbe gloriamos falsamente. Y por eso nos equipara a ellos ante todo en los sacramentos, y no nos concede la menor prerrogativa que pueda darnos alguna esperanza de escapar del peligro. Ni debemos atribuir a nuestro Bautismo más de lo que en otro lugar atribuye a la circuncisión, cuando la llama “sello de la justicia de la fe” (Rom. 4, 11). Así que cuanto se nos presenta a nosotros actualmente en los sacramentos, todo lo recibían antiguamente los judíos en los suyos; a saber, a Cristo con sus riquezas espirituales. La misma virtud que tienen nuestros sacramentos, ésa misma tenían los judíos en los suyos; les servían de sellos de la benevolencia de Dios para la esperanza de la vida eterna.
Si nuestros oponentes hubieran entendido la Epístola a los Hebreos, no se hubieran engañado tanto. Como leían en esta carta que los pecados no se habían purificado con las ceremonias legales y que las sombras antiguas no servían para alcanzar la justicia (Heb. 10,1), fijándose únicamente en que la Ley no sirvió de nada a quienes la guardaron, sin tener en cuenta la comparación de que allí se trata, pensaron simplemente que las figuras eran vanas y estaban vacías de verdad. Pero la intención del Apóstol es mostrar que la Ley ceremonial no sirve de nada mientras los hombres no lleguen a Cristo, del cual solamente depende toda su eficacia y virtud.

24. La circuncisión no era inferior al Bautismo
Pero me objetarán lo que Pablo dice de la circuncisión: que por sí misma no merece reputación alguna ante Dios y que es yana (Rom. 2,25.27-29; 1 Cor. 7,19; Gál. 6,15); porque semejantes palabras parece que la ponen muy por debajo del Bautismo. Ciertamente, no es así; porque lo mismo, y con toda razón, se podría decir del Bautismo; e incluso san Pablo lo dice el primero, al afirmar que Dios no hace caso de la ablución exterior (1 Cor. 10,5) por la que entramos en la religión cristiana, si el alma no está interiormente purificada y persevera en esta pureza hasta el fin. Además también Pedro lo atestigua, al decir que la verdad del Bautismo no consiste en la ablución externa, sino en el buen testimonio de la conciencia (1 Pe. 3,21).
Pero parece que también en otro lugar desprecia totalmente la circuncisión hecha por mano de hombre, al compararla a la circuncisión espiritual de Cristo. Respondo que tampoco allí rebaja en nada su dignidad. Porque san Pablo disputa en este lugar contra quienes querían mantener la circuncisión como cosa necesaria, por estar ya abolida. Advierte, pues, a los fieles que, dejando a un lado las sombras antiguas, se adhieran a la verdad. Estos doctores, dice el Apóstol, insisten en que vuestros cuerpos sean circuncidados. Ahora bien, vosotros estáis espiritualmente circuncidados en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo; poseéis, pues, el cumplimiento de la realidad, que es mucho más excelente que la sombra.
Alguien podría objetar que no se debe despreciar la figura por tener la realidad, puesto que los patriarcas se despojaron del hombre viejo de que habla el Apóstol; y sin embargo, la circuncisión externa no fue yana ni superflua. El Apóstol resuelve esta objeción, cuando añade que los colosenses fueron sepultados juntamente con Cristo por el Bautismo (Col. 2, 12). Con lo cual quiere decir que el Bautismo es actualmente para los cristianos lo mismo que era la circuncisión para los antiguos; y que, por tanto, la circuncisión no se podía imponer a los cristianos sin hacer injuria al Bautismo.

25. ¿En qué sentido las ceremonias judías eran sombras de las cosas futuras?
No es tan fácil de resolver lo que poco antes he citado: que todas las ceremonias judaicas fueron sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo es de Cristo (Col.2, 17). Y lo más difícil de todo es lo que se dice en muchos pasajes de la Carta a los Hebreos: que la sangre de los animales no llegaba a la conciencia (Heb. 9, 9); que la ley fue sombra de los bienes futuros, no imagen expresa de las cosas;1 que los que guardaban la Ley no alcanzaron perfección alguna por las ceremonias mosaicas; y otras semejantes.
Para responder a esto repito lo que ya he dicho; que san Pablo no reduce las ceremonias a una sombra por no tener en sí mismas consistencia alguna, sino que su cumplimiento en cierta manera estaba en suspenso hasta la venida de Cristo. Digo además, que esto se debe entender, no de la eficacia, sino del modo de significar. Porque hasta que Cristo se manifestó en carne, todos los signos lo figuraban como ausente, aunque Él mostrase interiormente a sus fieles su propia presencia y virtud.
Pero ante todo se ha de observar que san Pablo no habla en este lugar simplemente del tema, sino teniendo en cuenta aquellos con quienes disputaba. Pues él combatía a los falsos apóstoles, que querían hacer consistir la piedad en las solas ceremonias, sin preocuparse para nada de Cristo. De ahí que para refutarlos bastaba tratar solamente del valor de las ceremonias consideradas en sí mismas. Éste es también el blanco al que apunta el autor de la Carta a los Hebreos. Recordemos, pues, que aquí se disputa de las ceremonias consideradas, no en su propio y verdadero significado, sino pervertidas con una interpretación falsa. No se trata de su legítimo uso, sino del abuso de la superstición. ¿Es, pues, de extrañar que las ceremonias, separadas de Cristo queden privadas de toda su virtud? Porque todos los signos se reducen a nada, si se suprime la realidad que representan y figuran. Y así Cristo, al tratar con gente que pensaba que el maná no había sido sino un alimento corporal, acomoda sus enseñanzas a su burda opinión y dice que Él da un alimento mucho mejor y que alimenta a las almas con la esperanza de la inmortalidad (Jn. 6, 27).
Si se quiere una solución más clara, podemos resumirlo como sigue: En primer lugar, todas las ceremonias que hubo en la Ley de Moisés son vanas y de ningún efecto, si no van dirigidas a Cristo. En segundo lugar, que de tal manera tenían en vista a Cristo, que al manifestarse Él en carne llegaron a su cumplimiento. Finalmente, que fue necesario que con la venida de Cristo quedase todo abolido, ni más ni menos que como la sombra se desvanece con la clara luz del sol.
Pero no prolongaré ahora más este tema, pues lo reservo para el lugar en que al tratar del Bautismo lo compararé con la circuncisión.

1 Calvino sigue aquí palabra por palabra, en la cita de Heb. 10, 1, el griego tan eikota ton pragmaton, y el latín de la Vulgata “imaginem rerum”, que nuestros modernos traducen: “la forma real de las cosas”. En su comentario de este pasaje, explica: “El Apóstol toma esta semejanza del arte de la pintura. . .; porque los pintores tienen la costumbre de trazar a carbón lo que se proponen representas, antes de tener los vivos colores del pincel”.

26. Los sacramentos del Antiguo Testamento y los del Nuevo no difieren sino en grado
Puede que las grandes alabanzas de los sacramentos que se leen en los autores antiguos hayan engañado a estos infelices sofistas. Así por ejemplo, lo que dice san Agustín: “Los sacramentos de la ley antigua solamente prometían al Salvador; pero los nuestros dan la salvación”.1 Al no advertir que este modo de hablar era hiperbólico, expusieron sus dogmas también hiperbólicamente, pero en un sentido muy diferente de los antiguos. Porque san Agustín no quiso decir otra cosa sino lo mismo que en otro lugar: que los sacramentos de la Ley de Moisés preanunciaban
a Cristo; en cambio los nuestros, lo anunciaban.2 Y contra Fausto: “que fueron promesas de cosas que se habían de cumplir; mas los nuestros son signos de cosas ya cumplidas”.3 Como si dijera: aquéllos figura- han algo que se esperaba; los nuestros representan al que ya se ha dado. Y habla aquí del modo de significar, como lo da a entender en otro lugar, al decir: “La Ley y los profetas tenían sus sacramentos, que anunciaban lo que habla de venir; mas los sacramentos de nuestro tiempo dan testimonio de que ya ha venido lo que aquéllos anunciaban que había de venir”.4
En cuanto al sentido y la eficacia, lo expone en diversos lugares. Así cuando dice: “Los sacramentos de los judíos fueron diversos en los signos, pero iguales en lo que significaban; diversos en la apariencia sensible, iguales en la virtud espiritual”.5 Y: “La misma fe en signos distintos, y en palabras diversas; porque las palabras cambian de sonido según la diversidad de los tiempos, y no son otra cosa sirio signos. Bebían los patriarcas la misma bebida espiritual, porque la corporal no era la misma. Ved, pues, que permaneciendo la fe, los signos cambiaron. Para ellos la piedra era Cristo; para nosotros Cristo es lo que se ofrece en el altar. Para ellos fue un gran sacramento beber el agua que manaba de la roca; lo que nosotros bebemos lo saben los fieles. Si miráis la especie visible, es otra cosa; si miráis lo que significa, bebieron la misma bebida espiritual”. Y en otro lugar: “En cuanto al misterio, es el mismo alimento y la misma bebida la de ellos y la nuestra: lo mismo en su significado, pero no en el signo visible; porque lo mismo se les figuró a ellos en la piedra, que a nosotros se nos manifestó en carne”.6
Concedemos, sin embargo, que incluso en cuanto a esto hay alguna diferencia. Porque unos y otros sacramentos dan testimonio de que se nos ofrece la paternal benevolencia de Dios en Cristo, y las gracias del Espíritu Santo; pero les nuestros lo presentan de una manera mucho más excelente y abundante. En unos y otros se nos da a Cristo, pero en los nuestros más entera y plenamente; es decir, en cuanto lo permite la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, de que ya he hablado.
Esto es lo mismo que entendió san Agustín, a quien he citado muchísimas veces como al mejor y más fiel testigo de los antiguos, cuando dice:
“Al ser revelado Cristo, los sacramentos fueron instituidos pocos en número; en significado mucho más excelentes; en virtud, sin comparación más eficaces”.6
Es preciso que los lectores estén al tanto también de que todo cuanto los sofistas han erróneamente expuesto acerca de la obra obrada,8 no solamente es falso, sino que repugna a la naturaleza de los sacramentos, los cuales instituyó Dios, para que los fieles, privados de todos los bienes no tuviesen nada consigo más que la pobreza. De donde se sigue que, al recibir los sacramentos, no hacen cosa alguna por la que deban ser alabados; y que en esta misma acción, que respecto a ellos es verdaderamente pasiva, no se les puede imputar cosa alguna. Yo lo llamo acto pasivo, porque Dios lo hace todo, y nosotros solamente recibimos. Ahora bien, los teólogos de la Sorbona pretenden que nosotros ponemos algo de nuestra parte, a fin de no quedar sin algún mérito.

1 Sobre los Salmos, Sal. 13, 2.
2 Cuestiones sobre el Heptateuco, lib. IV, xxxiii,
3 Contra Fausto, lib. XIX, xiv.
4 Contra las cartas de Petiliano, lib. II, Sabih, 87.
5 Tratados sobre san Juan, XXVI, 12,
6 Sobre los Salmos, Sal, 77, 2.
7 Contra Fausto, lib. XIX, xii.
8 En latín opus operatum. Es la doctrina según la cual el sacramento tiene su eficacia en su misma realización por el hecho de que lo realizamos, en vez de recibir su eficacia únicamente de la acción del Espíritu Santo. (Cfr. Tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias, lib. IV, dist. 2, q. 1, art. 4; etc. . .).
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO
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