CAPÍTULO XI

JURISDICCIÓN DE LA IGLESIA Y ABUSOS DE LA MISMA EN EL PAPADO

l. Necesidad de una disciplina eclesiástica
La tercera parte de la potestad eclesiástica dijimos que consiste en la jurisdicción, que es lo más importante en una iglesia bien ordenada.
Toda la jurisdicción de la Iglesia se refiere a la disciplina de las costumbres, de la cual luego trataremos. Porque así como ninguna ciudad puede permanecer sin gobernantes y sin orden, también la Iglesia de Dios - según lo he dicho ya, y ahora necesito repetido - tiene necesidad de un cierto orden espiritual, totalmente distinto, sin embargo, del orden civil. Y tan lejos está esto de ser un obstáculo para ella, que por el contrario, le ayuda mucho a conservarse.
Esta potestad de jurisdicción no es en resumen otra cosa sino un orden establecido para la conservación de la disciplina espiritual. A este fin se ordenaron en la Iglesia desde el principio ciertos organismos que mirasen por las costumbres, castigasen los vicios, y empleasen la excomunión cuando fuese preciso. San Pablo se refiere a este orden en la Epístola a los Corintios, cuando habla de "los que administran" (l Cor.12,28); y en la Epístola a los Romanos, al decir: "El que preside, (hágalo) con solicitud" (Rom. 12,8). Él no habla con los gobernantes, de los cuales ninguno entonces era cristiano, sino que se dirige a los que se daban como coadjutores a los pastores, para que les ayudaran en el gobierno espiritual de la Iglesia. Igualmente en la Carta a Timoteo distingue dos clases de ancianos; unos que trabajan en la Palabra, y otros que no predican, pero gobiernan bien (1 Tim. 5, 17). No hay duda que por estos segundos entiende los que estaban colocados para ocuparse de las costumbres y corregir a los delincuentes con la excomunión.

Doble aspecto del poder de las llaves. Esta potestad de que hablamos depende toda de las llaves, que Cristo dio a su Iglesia en el capítulo dieciocho de san Mateo (vs. 15-18). Allí manda que sean gravemente amonestados en nombre de todos, los que no hicieren caso de las amonestaciones que se les hacen en particular. Y ordena además que, si la obstinación sigue adelante, sean arrojados de la compañía de los fieles. Como estas amonestaciones y correcciones no se pueden hacer sin conocimiento de causa, es preciso que haya algún procedimiento de juicio y algún orden.
Por tanto, si no queremos hacer vana la promesa de las llaves, la excomunión, las amonestaciones públicas, y otras cosas semejantes, debemos atribuir necesariamente a la Iglesia una jurisdicción. Note el lector que no se trata en este lugar en general de la autoridad de la doctrina, como en san Mateo en el capítulo dieciséis, o en el capítulo veintiuno de san Juan, sino que Jesucristo transfiere para el futuro a su Iglesia el derecho y la administración que hasta entonces había radicado en la sinagoga. Hasta entonces los judíos habían tenido su forma de gobierno; y Cristo ordena que se use de ella en su Iglesia, con tal que se retenga en su pureza la institución. Y esto con gran severidad, debido a que muchos temerarios y presuntuosos pueden menospreciar el juicio de la Iglesia, que en apariencia era humilde y oscura. Y para que los lectores no se turben por el hecho de que Cristo nombra con las mismas palabras cosas algún tanto diferentes entre sÍ, será conveniente solucionar esta dificultad.

El poder de las llaves en cuanto al ministerio de la Palabra no se refiere a la jurisdicción. - Mateo 16,19 (Jn.20,23). Hay dos pasajes que hablan de atar y desatar. El uno es en san Mateo, capítulo dieciséis, donde Cristo, después de haber prometido a Pedro que le daría las llaves del reino de los cielos, añade en seguida que todo lo que él atare o desatare en la tierra, será considerado válido en los cielos. En estas palabras no quiso el Señor decir otra cosa sino lo que se dice en san Juan, cuando al enviar a sus discípulos a predicar, después de soplar sobre ellos, les dijo: "A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos" (Jn.20,23). La interpretación que yo doy de este pasaje no es sutil, forzada ni retorcida; sino propia, natural y a propósito.
El mandamiento de perdonar y retener los pecados¡ y la promesa hecha a san Pedro de atar y desatar no se han de referir sino al ministerio de la Palabra, el cual, al entregado el Señor a los apóstoles, juntamente les encomendaba el oficio de atar y desatar. Porque, ¿en qué se resume el Evangelio, sino en que todos nosotros, siervos del pecado y de la muerte, somos por la redención de Cristo Jesús desatados y puestos en libertad, y que quienes no reciben ni reconocen a Jesucristo por Salvador y Redentor son condenados y destinados a las prisiones eternas?
Cuando el Señor encomendó esta embajada a los apóstoles para que la llevasen a todas las naciones, a fin de confirmar que era suya y que Él la enviaba, la honró con este ilustre testimonio; y esto para un singular consuelo, tanto de los apóstoles, como de los oyentes a los cuales se dirigía la embajada.
Era conveniente que los apóstoles tuvieran una certidumbre constante y firme de su predicación, en la cual habían de proseguir, no solamente con infinitos cuidados, molestias y peligros, sino que incluso al final la habían de sellar con su sangre. Por eso, a fin de que supiesen que esta predicación suya no era vana ni inútil, sino llena de potencia y de virtud, se requería que en medio de tantas angustias, dificultades y peligros, tuviesen el convencimiento de que el asunto que traían entre manos era de Dios; que, aunque todo el mundo les contradijera y persiguiera, estuviesen inalterablemente ciertos de que Dios estaba de su parte; que comprendiesen que Cristo era el autor de su doctrina, y que aunque no lo viesen corporal mente presente en la tierra, sin embargo lo tenían en el cielo para confirmar la verdad de su doctrina.
Por otra parte, era también necesario que los creyentes tuviesen un testimonio cierto de que la doctrina del Evangelio no era palabra de los apóstoles, sino del mismo Dios; que no era una voz terrena, sino descendida del cielo. Porque el perdón de los pecados, la promesa de la vida eterna, y la buena nueva de la salvación no son cosas que estén en la potestad de los hombres. Por eso Cristo atestiguó que no había en la predicación del Evangelio nada propio de los apóstoles, fuera del ministerio mismo; que era Él, quien por boca de ellos, como por un instrumento, lo decía todo y exponía las promesas; por tanto, que la remisión de los pecados que anunciaban, era verdadera promesa de Dios, y la condenación con la cual amenazaban, juicio certísimo de Dios. Esta testificación
se ha hecho en todo tiempo, y permanece firme, para asegurar a todos que la palabra del Evangelio - sea quien sea el que la predica - es la Palabra misma de Dios, pronunciada en su supremo tribunal, escrita en el libro de la vida; dada, confirmada Y hecha irrevocable en el cielo.
Vemos, pues, que la potestad de las llaves significa simplemente en aquellos pasajes la predicación del Evangelio; Y que no es tanto potestad cuanto ministerio, por lo que se refiere a los hombres. Porque propia mente hablando, no dio Cristo esta potestad a los hombres, sino a su Palabra, de la cual hizo a los hombres ministros.

2. El poder de las llaves en cuanto a la disciplina
El otro pasaje que dijimos de la potestad de las llaves, se encuentra en el capítulo dieciocho de san Mateo, donde Cristo dice: "Si (alguno de los hermanos) no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano. De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo" (Mt.18, 17-18).
Este texto no es del todo igual al anterior, sino algo diferente. No digo que no haya afinidad alguna entre ellos. La semejanza está en que uno y otro son una sentencia general; la potestad de atar y desatar es la misma, a saber, por la Palabra de Dios; el mismo mandamiento y la misma promesa. Pero difieren en que el primer pasaje se entiende particularmente de la predicación de los ministros de la Palabra; en cambio éste habla de la disciplina de la excomunión que se confía a la Iglesia. Ahora bien, ésta liga a aquel que excomulga, no porque lo ponga en una perpetua ruina y desesperación, sino en cuanto condena su vida y
sus costumbres, Y si no se arrepiente, le avisa desde ese momento de su condenación. En cambio desata al que recibe en su comunión, porque lo hace partícipe de la unión que tiene con Cristo.
Por tanto, ninguno menosprecie obstinadamente el juicio de la Iglesia, ni considere en poco el ser condenado por el sufragio de los fieles. El Señor atestigua que tal sufragio no es otra cosa que una promulgación de la sentencia que Él ha dado, y que se tiene por confirmado en el cielo lo que ellos hubieren hecho en la tierra. Porque tienen la Palabra de Dios, con la que condenan a los rebeldes; y tienen la misma Palabra, con la que reciben en gracia a los penitentes. y no pueden errar ni apartarse del juicio de Dios, porque no juzgan sino por la Ley de Dios, que no es incierta, ni opinión humana, sino la santa voluntad de Dios y su celestial oráculo.

Roma abusa de este poder. De estos dos pasajes, que me parece haber expuesto breve, llanamente, Y de acuerdo con la verdad, esta gente desenfrenada, sin hacer diferencia alguna, sino según el ciego furor que los impulsa, pretenden establecer la confesión, la excomunión, la jurisdicción, la potestad de hacer leyes y las indulgencias.
Alegan el primer texto para establecer el primado de la Sede romana. Tal es su habilidad para hacer que sus llaves — ganzúas — sirvan para todas las puertas y cerraduras a su capricho, que no parece sino que toda la vida han sido cerrajeros.

3. Otros quisieran destruir toda disciplina eclesiástica
En cuanto a lo que algunos se imaginan, que todas aquellas cosas fueron temporales, porque los gobernantes eran aún enemigos de la profesión de nuestra religión, evidentemente se engañan, al no advertir la diferencia que existe entre el poder civil y el eclesiástico. La iglesia no tiene la espada para castigar y poner freno; no tiene mando para obligar, ni cárcel, ni las demás penas con que la autoridad civil suele castigar. Además no se esfuerza porque el que pecó sea castigado contra su voluntad, sino que con su voluntario castigo muestre estar arrepentido. Hay, pues, una gran diferencia; porque ni la Iglesia se apropia lo que pertenece a la autoridad civil, ni la autoridad civil puede hacer lo que la iglesia hace.

Distinción necesaria entre poder civil y poder espiritual. Todo esto se entenderá mejor con un ejemplo. Se emborracha una persona. En una ciudad bien ordenada el castigo será la cárcel. Comete pecado de fornicación. Se le aplica el mismo castigo, si no mayor. De esta manera se satisface a las leyes, a la autoridad y al fuero externo. Pero puede que el culpable no dé ninguna muestra de arrepentimiento, sino que murmure y se deje llevar del despecho. ¿Debe abstenerse aquí la Iglesia? Evidentemente no se puede admitir a tales personas a la Cena sin hacer injuria a Cristo y a su sagrada institución. Además, la razón exige que quien ofende a la iglesia con un mal ejemplo repare con una muestra solemne de penitencia el escándalo que ha dado.
La razón que dan los de parecer contrario es muy frívola. Aseguran que Cristo encomendó este oficio a la Iglesia, cuando no había magistrado que lo hiciese. Pero muchas veces sucede que la autoridad es negligente; e incluso que el mismo representante de la autoridad deba ser castigado, como se ve en el emperador Teodosio. Además, lo mismo se puede casi decir de todo el ministerio de la Palabra. Dejen, pues, según esto los pastores de reprender las transgresiones evidentes. Dejen de reñir, acusar y castigar, porque hay autoridad cristiana, que con las leyes y con la espada debe castigar estas cosas. Pero como la autoridad civil debe purificar la Iglesia de tales escándalos castigando y reprimiendo; de la misma manera el ministro de la Palabra debe ayudar por su parte al magistrado para que no pequen tanto. Deben ir tan de acuerdo estas dos potestades, eclesiástica y civil, que una ayude a la otra, y no sirva de impedimento.

4. El ejercicio de la disciplina es perpetuo en la Iglesia
Todo el que detenidamente considere las palabras de Cristo, fácilmente verá que allí se prescribe un orden perpetuo y no temporal. Porque no es procedente que presentemos al magistrado a quienes no quieren obedecer a nuestras exhortaciones; lo cual sería necesario, si el magistrado fuese puesto en lugar de la Iglesia. Y ¿qué diremos de esta promesa: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo” (Mt. 18,18)? ¿Diremos que se dio para un año o unos pocos? Además Cristo no instituye con esto nada nuevo, sino que siguió la costumbre guardada desde antiguo en la Iglesia de su nación. Con ello dio a entender que la Iglesia no podía carecer de la jurisdicción espiritual, que desde el principio se usaba, y se usó en todo tiempo. Porque esta jurisdicción espiritual no cesó ni fue abolida cuando los emperadores y magistrados fueron cristianos; solamente fue ordenada de tal manera, que en nada aboliese a la civil, ni se confundiese con ella. Y esto con mucha razón. Porque el magistrado, si es piadoso, no querrá eximirse de la común sujeción de los hijos de Dios, a la cual pertenece; y no está en último lugar el sujetarse a la Iglesia, que juzga conforme a la Palabra de Dios; lejos, pues, esté de prescindir de este juicio. “¿Qué cosa más honorífica”, dice San Ambrosio, “puede haber, que el emperador se llame hijo de la Iglesia? Porque el buen emperador está dentro de la Iglesia, y no por encima de ella.”1
Por tanto, los que para ensalzar al magistrado despojan a la Iglesia de esta potestad, no solamente corrompen la sentencia de Cristo con una falsa interpretación, sino que a todos los santos obispos que ha habido desde el tiempo de los apóstoles los condenan por haber usurpado con falso pretexto el honor y el oficio del magistrado.

1 Sermón contra Augencio, cap. XXXVI.

5. Fines y uso verdadero de la disciplina
Mas, por otra parte, conviene saber cuál ha sido antiguamente el verdadero uso de la jurisdicción eclesiástica, y el gran abuso que se ha introducido, Y esto para que sepamos lo que se ha de abolir y lo que se ha de restituir conforme a lo que antiguamente se usaba, si queremos destruir el reino del Anticristo y levantar otra vez el verdadero reino de Cristo.
Primeramente, el fin es prevenir los escándalos, y que si alguno surge, se suprima.
En su uso hay que considerar dos cosas: la primera, que se separe esta jurisdicción espiritual de la civil; la segunda, que no se administre conforme al capricho de una persona, sino por un grupo designado para esto. Ambas cosas se guardaron en la Iglesia antigua.
El poder espiritual está netamente separado del poder temporal. Porque los santos obispos no ejercieron su potestad con penas pecuniarias, ni con cárceles, ni con otras penas civiles, sino que únicamente se sirvieron de la Palabra de Dios (1 Cor. 5,3-4). El más severo castigo que la Iglesia usa, y que es como su último recurso, es la excomunión, a la cual recurre sólo por necesidad. Ahora bien, esta excomunión no requiere la fuerza, sino que se contenta con la Palabra de Dios.
Finalmente, la jurisdicción de la Iglesia antiguamente no fue otra cosa sino una práctica o un ejercicio de lo que san Pablo enseña respecto a la potestad espiritual de los pastores. “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, refutando argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo, y estando prontos para castigar toda desobediencia...” (2 Cor. 10,4-6). Así como esto se hace con la predicación del Evangelio, así también, para que no se burlen de la doctrina, deben ser juzgados los que se profesan domésticos de la fe de acuerdo con el contenido de esta doctrina. Ahora bien, esto no se puede hacer si con el ministerio no se junta la autoridad de poder hacer comparecer a quienes han de ser amonestados en particular, o más rigurosamente corregidos, y la autoridad de privar también de la Cena a aquellos que no podrían ser recibidos sin profanar un tan gran misterio. Por eso, cuando en otro lugar se niega que a nosotros nos pertenezca el juzgar a los extraños (1 Cor. 5,12), el Apóstol somete a los hijos de Dios a las censuras con que sus faltas han de ser castigadas, y da a entender que entonces se ejercía la disciplina de la que nadie estaba exento.

6. La disciplina no depende de un solo hombre, sino de un consejo
Esta autoridad no estaba en manos de una sola persona, a fin de que no obrase de acuerdo con su capricho, sino que residía en el consejo de los ancianos, que era en la Iglesia lo que en una ciudad se llama el consejo.
San Cipriano, cuando hace mención de quiénes eran los que en su tiempo ejercían esta autoridad, une de ordinario el clero a los obispos; pero en otros pasajes muestra que a veces ha presidido el clero sin que el pueblo fuera excluido del conocimiento de la causa. Son sus palabras: “Desde que fui obispo determiné no hacer cosa alguna sin el consejo de los presbíteros y sin el consentimiento del pueblo”.1 Pero la manera corriente que se usaba era que la jurisdicción de la Iglesia fuese ejercida por el consejo de los ancianos, que se dividía en dos clases, según ya lo he dicho: los unos eran destinados a enseñar, y otros solamente eran censores de costumbres.

La decadencia en la Iglesia romana. Esta institución degeneró poco a poco de su origen; de manera que ya en tiempo de san Ambrosio solamente los clérigos oían las causas eclesiásticas; de lo cual se quejaba, diciendo: “La antigua sinagoga, y la Iglesia después, tuvo sus ancianos, sin cuyo consejo no se hacía cosa alguna; lo cual no sé en virtud de qué negligencia ha cesado, si no es por descuido de los sabios, o mejor, por su soberbia, por querer demostrar que ellos solos valen algo”.2
Vemos cuánto se indigna este santo varón por haberse desviado un poco de la pureza inicial, aunque el orden que entonces se seguía era todavía tolerable. ¿Qué hubiera dicho de ver estas deformes ruinas, en las que apenas aparece señal alguna del viejo edificio? ¿Cómo lo lamentaría? Primeramente, el obispo, contra todo derecho y justicia se alzó con lo que se le había dado a la Iglesia, atribuyéndoselo a él solo. Es ni más ni menos como si un cónsul gobernase él solo sin dar razón alguna al Senado. Y si bien él es ciertamente superior en dignidad a cada uno, sin embargo el conjunto de los senadores tiene más autoridad que un solo hombre.
Fue, pues, un enorme delito que un hombre se alzara con la autoridad de todos y abriese la puerta a su tiránica fantasía; y luego, que quitase a la Iglesia lo que le pertenecía, y suprimiese y aboliese el Senado que el Espíritu de Cristo había establecido.

1 Carta XIV.
2 Ambrosiaster, Comentario a 1 Timoteo 5, 12.

7. Lamentable institución de los oficiales
Mas como de un mal siempre nace otro, los obispos dieron este cargo a otras personas, desdeñándolo como cosa indigna de su cuidado y preocupación. De aquí nacieron los oficiales, para que hiciesen sus veces. No digo aún qué clase de gente eran; solamente afirmo que en nada se diferencian de los jueces profanos. Y sin embargo llaman aún jurisdicción espiritual a aquella en que no se litiga sino de cosas terrenas. Y aunque no haya otro mal alguno, ¿cómo se atreven a llamar tribunal eclesiástico a una audiencia de litigantes?
Dirán que en ella se emplean amonestaciones y se lanzan excomuniones. ¿Es posible que así jueguen con Dios? ¿Debe algún pobre dinero? Lo citan. Si comparece, le condenan. Si no paga después de condenado, le amonestan. Después de la segunda admonición, lo excomulgan. Si no comparece, le avisan para que se presente ajuicio; si tarda, le amonestan, y luego lo excomulgan. Pregunto yo, ¿qué tiene esto que ver con la institución de Cristo, con el orden que antiguamente se guardaba, o con el modo de la Iglesia?
Dirán también que en ella se censuran los vicios. Ciertamente. No sólo toleran las fornicaciones, embriagueces y otras abominaciones semejantes, sino que en cierta manera las mantienen y confirman con una tácita aprobación; y esto no solamente en el vulgo, sino incluso en los mismos eclesiásticos. De muchos exhortan a algunos, bien por no parecer demasiado negligentes, bien para sacar dinero. Me callo los saqueos, robos, despojos y sacrilegios que de aquí se obtienen. Omito también quiénes son en general elegidos para este oficio. Basta y sobra, que mientras los romanistas se vanaglorian de que su jurisdicción es espiritual, resulta cosa sumamente fácil demostrar, que no hay cosa más contraria al orden que Cristo instituyó que esto; y que tiene menos que ver con la costumbre que antiguamente se guardó en la Iglesia, que las tinieblas con la luz.

8. Roma abusa del poder espiritual
Aunque no hemos dicho cuanto se podía referir, y lo que hemos expuesto se ha hecho sucintamente, y en pocas palabras, confío sin embargo haber conseguido la victoria, de modo que nadie pueda dudar que la potestad espiritual de que el Papa y todo su reino se vanagloria es impía, contra la Palabra de Dios; y en parte, las inicuas tradiciones con que le han enredado, así como la falsa jurisdicción eclesiástica que ejercen mediante sus sufragáneos, vicarios, penitenciarios y oficiales. Porque si aceptamos que Cristo reine entre nosotros, todo este género de imperio y dominio no puede por menos de venirse a tierra y destruirse.

Abusa también de la potestad espiritual. En cuanto a la potestad de la espada, que también se atribuyen a si mismos, como no se ejerce sobre las conciencias, no es preciso tratarla aquí.1 En ello sin embargo, conviene notar cuán consecuentes son siempre consigo mismos; a saber, que nada son menos que pastores de la Iglesia, por lo que quieren ser tenidos. Y no hablo contra los vicios de hombres particulares, sino contra la abominación pestilencial de todo su proceder en general; puesto que lo tienen en poco y lo consideran defectuoso, si no resplandece por su gran opulencia y soberbios títulos.
Si investigamos cuál es el parecer de Cristo en cuanto a esto, sin duda veremos que aparté completamente a los ministros de su Palabra de la potestad civil y el mando terreno al decir: “los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas; . . . mas entre vosotros no será así” (Mt. 20, 25-26; Lc. 22,25-26). En efecto con ello indica que el oficio del pastor no solamente es distinto del oficio del príncipe, sino que son cosas tan diferentes y dispares, que no pueden concurrir en un mismo hombre.
El que Moisés tuviera ambos oficios conjuntamente (Ex. 18,16), ante todo fue algo raro y milagroso; además no fue más que por algún tiempo, hasta que las cosas se ordenaron debidamente. Cuando el Señor dispuso una forma concreta, él se quedé con la potestad civil, y se le ordenó que resignase el sacerdocio en su hermano; y con toda razón. Porque está más allá de las fuerzas humanas, que un mismo hombre pueda cumplir con ambos oficios.
Esto mismo se observó con toda diligencia en la Iglesia en todos los tiempos. No hubo obispo alguno, mientras la Iglesia dio señales de ser auténticamente tal, que pensase en usurpar la potestad de la espada; hasta tal punto, que en tiempo de san Ambrosio era proverbio común decir que los emperadores habían deseado más el sacerdocio que los sacerdotes el imperio.2 Porque estaba bien grabado en la mente de todos lo que dice después: “Al emperador pertenecen los palacios; al sacerdote, las iglesias”.3

1 Sin embargo, Calvino va a hablar de ello en lo que sigue de este párrafo, incluido en la edición de 1543, y en los párrafos siguientes, añadidos en ulteriores ediciones.
2 Cartas, XX, XXIII.
3 Ibid., XX, I.

9. Refutación de las razones invocadas en favor de un poder temporal
Pero desde que se inventó la manera de que los obispos tuviesen títulos, honores y riquezas, sin la carga y la solicitud de su oficio, para que no permaneciesen totalmente ociosos se les confió la potestad de la espada; o mejor dicho, se alzaron ellos con ella. Esta desvergüenza, ¿con qué pretexto pueden defenderla? ¿Era obligación de los obispos mezclarse en conocimiento de juicios, en administrar y gobernar las ciudades y provincias, en darse a oficios tan diferentes del suyo? Si se ocuparan de cumplir sus obligaciones, es tanto lo que tienen que hacer, que empleándose de verdad y con toda su mente sin distraerse en nada, apenas podrían desempeñarlo debidamente. Sin embargo, es tal su obstinación y atrevimiento, que no dudan en proclamar que de esta manera la gloria del reino de Cristo aumenta en dignidad, y que no por eso dejan ellos de cumplir con sus deberes pastorales.
Por lo que respecta al primer punto, si es un decoroso ornato de su sagrado oficio estar tan encumbrados, que los mismos monarcas los teman, tienen motivo para quejarse de Cristo, quien perjudicó grandemente su honra. Porque, ¿qué cosa más afrentosa se podría decir en su opinión que estas palabras: “Los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas,  . . . mas entre vosotros no será así” (Mt. 20,25-26; Lc. 22, 25-26)? Y sin embargo, con ello no impone a sus siervos una ley más dura de la que primero se impuso a si mismo. “¿Quién”, dice, “me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (Lc. 12, 14). Vemos cómo Jesucristo sencillamente no admite para si el oficio de juzgar; lo cual no hubiera hecho, si se tratara de algo compatible con su oficio. Entonces, ¿no han de tolerar los siervos someterse al orden, al que el mismo Señor se sometió voluntariamente?
En cuanto a lo segundo, me gustaría que pudieran probarlo con tanta facilidad como lo afirman. Si a los apóstoles no les pareció conveniente entregarse a la distribución de las limosnas, abandonando con ello la Palabra del Señor (Hch. 6,2), esto debe convencerlos que una misma persona no puede ejercer a la vez el oficio de buen pastor y de buen príncipe. Porque silos que, conforme a la grandeza de los dones de que estaban adornados, podían haber desempeñado oficios mucho más numerosos e importantes que cuantos han existido después, sin embargo han confesado que no podían entregarse a la vez a la predicación de la Palabra y a la distribución de las limosnas sin faltar a lo uno o a lo otro, ¿cómo esta gente, que no son nada en comparación de los apóstoles, podrán conseguir con su sola destreza llegar mucho más allá que ellos? Ciertamente sólo el intentarlo era ya una desvergonzada osadía. De hecho se han atrevido a ello. Y bien se ve el resultado. No era posible que sucediese de otra manera. Al abandonar su oficio, habían de meterse en el ajeno.

10. Razones por las que Roma se ha convertido en un poder temporal
No hay duda que ellos, desde la nada, poco a poco han llegado a la cumbre de la grandeza en que ahora están. Jamás hubieran podido encumbrarse tan alto de un solo salto; sino que unas veces con astucias y mil artimañas fueron encaramándose ocultamente, de modo que nadie cayera en la cuenta hasta que ya no había remedio; otras veces, cuando la ocasión se presentaba, con terror y amenazas consiguieron de los príncipes por la fuerza una parte de su poder; y otras, viéndolos inclinados a dar, abusaron de su loca e inconsiderada facilidad.
Antiguamente las personas piadosas, si tenían alguna controversia, para evitar la ocasión de litigar ponían como árbitro al obispo, dejando el asunto a su discreción; esto lo hacían porque no dudaban de su integridad. De semejantes arbitrajes se ocupaban muchas veces los obispos antiguamente. Ello les disgustaba grandemente, como en cierto lugar lo declara san Agustín; mas a fin de que las partes no llegasen a litigar en juicio, los obispos, aunque contra su voluntad, aceptaban tales arbitrajes. Pero sus sucesores han convertido un arbitraje voluntario, muy ajeno al ruido de las audiencias reales, en un asunto de jurisdicción ordinaria.
Algo más tarde, viéndose las ciudades y las provincias perturbadas con dificultades de diversas clases, se acogieron a los obispos, para que ellos las defensiesen con su amparo. Pero ellos con hábiles artificios se constituyeron dueños y señores. Ni se puede negar que una buena parte de lo que poseen lo adquirieron sirviéndose de violentas facciones.
En cuanto a los príncipes que voluntariamente concedieron jurisdicción a los obispos, evidentemente se vieron forzados a ello por diversas razones. Mas, admitiendo que su gentileza obedeciera a motivos de piedad, realmente con esta su indebida liberalidad no hicieron bien alguno a la Iglesia, corrompiendo con ello su antigua y auténtica disciplina; o mejor dicho, del todo la destruyeron. Por su parte, los obispos que abusaron de esa gentileza de los príncipes para su particular comodidad, sólo con esto dejaron ver bien a las claras que no eran obispos. Porque si hubieran tenido alguna chispita de espíritu apostólico, sin duda hubieran respondido lo que dice san Pablo: “las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios” (2 Cor. 10,4). Mas ellos, arrebatados de ciega codicia, se echaron a perder a sí mismos, a sus sucesores y a la Iglesia.

11. El poder terreno de Roma juzgado por san Bernardo
Finalmente, el Romano Pontífice, no contento con mediocres señoríos, primeramente echó mano a los reinos, y después al mismo Imperio. Y pan mantener con algún pretexto esta posesión con la que, como un salteador, se había alzado, bien se gloría de que la tiene “de jure divino”, bien alega la donación de Constantino u otros títulos supuestos.
Ante todo respondo con san Bernardo: “Suponiendo que haya alguna razón para atribuírselo, evidentemente que no por derecho apostólico. Porque san Pedro no pudo dar lo que no tuvo; sino que dio a sus sucesores lo que tenía: la solicitud por las Iglesias.” 1 Luego añade: “Siendo así que el Señor y Maestro dice que no ha sido constituido juez entre dos (Lc. 12,14), no le ha de parecer al siervo y al discípulo que pierde algo de su honra por no juzgar a todos”.2 Habla allí san Bernardo de juicios civiles; y añade hablando del Papa: “Así que vuestro poder debe ejercerse sobre los pecados, y no sobre las posesiones; pues por aquéllos, y no por éstas habéis recibido las llaves del reino de los cielos. ¿Qué os parece mayor dignidad, perdonar los pecados, o distribuir posesiones? No hay comparación alguna. Estas cosas terrenas tienen sus jueces, que son los príncipes y los reyes. ¿Por qué os metéis en terreno ajeno?” E igualmente al Papa Eugenio: “Habéis sido hecho superior. ¿Para qué? Creo que no para dominar. Así que cualquiera que sea la reputación en que os tengáis a Vos mismo, recordad que se os ha encargado un ministerio, no un señorío. Aprended que necesitáis una pala para cultivar la viña del Señor y no un cetro para ejercer el oficio de profeta.”3 Y también: “Es claro que se prohíbe el señorío a los apóstoles. ¿Cómo, pues, te atreves tú usurpar o el apostolado, como señor, o el señorío, estando sentado en la silla apostólica?”.4 Y poco más abajo: “La forma apostólica es ésta se prohíbe el señorío; se manda el ministerio”.5 Aunque lo que dice san Bernardo es tan claro, que parece que la verdad misma lo ha dicho, e incluso no necesita que nadie lo diga, sin embargo el Papa no se avergonzó en el concilio de Arlés de dar el decreto de que por derecho divino le competían a él ambas potestades, la espiritual y la temporal.

1 La Consideración, lib. II, cap. vi, 10.
2 Ibid., lib. 1, cap. vi, 7.
3 Ibid., lib. II, cap. vi, 9.
4 Ibid., lib. II, cap. vi, 10.11.
5 Ibid., lib. II, cap. vi, 11.

12. La pretendida donación de Constantino
En cuanto a la donación de Constantino, los que están medianamente versados en la historia de aquel tiempo no necesitan que se les muestre cuán, no digo ya fantástico, sino incluso, ridículo, es esto. Mas dejando aparte las historias, san Gregorio solo es testigo más que suficiente de esto. Siempre que habla del emperador le llama Serenísimo Señor; y a si mismo, su indigno siervo. Y en otro lugar dice: “Mas no se indigne nuestro Príncipe y Señor con los sacerdotes, por cuanto tenéis potestad terrena sobre ellos; sino tened presente esta excelente consideración: que por amor de Aquel cuyos siervos son, domináis sobre ellos de tal manera, que a la vez les deis la reverencia que debéis”1. Vemos cómo san Gregorio se pone en la misma línea que cualquiera otro del pueblo para someterse a sí mismo; porque no trata de los demás, sino de él mismo. En otro pasaje: “Confío en el Dios omnipotente, que dará larga vida a los señores piadosos, y que nos gobernará según su misericordia bajo vuestra mano.”
No he dicho esto para tratar de propósito la cuestión de la donación de Constantino; sino únicamente para que como de paso vean los lectores cuan sin razón mienten los romanistas al afirmar que su Pontífice tiene la potestad terrena.
Por eso tanto mayor fue la desvergüenza de Agustín Esteuco, bibliotecario del Papa, que se atrevió en una causa tan desahuciada, a emplear sus dotes y su inteligencia en servicio del Pontífice.2 Lorenzo Valla refutó valientemente esta fábula; cosa bien fácil para un hombre tan docto y de tan grande ingenio como él era. Sin embargo, como hombre poco versado en asuntos eclesiásticos, no dijo todo lo que debía.3 Esteuco sale a la lid con unas simplezas y frivolidades para oscurecer la claridad de la luz. Por lo demás trata el asunto de su señor con tanta frialdad, como podría hacerlo quien, fingiendo hacer lo que hacía, de hecho confirmase la opinión de Valla. Pero la causa es tal, que bien merece que el Papa pague a tales patronos para que la defiendan; y los indoctos abogados alquilados con dinero, son también dignos de que los engañe la esperanza de la ganancia, como sucedió a Esteuco.

1 Cartas, lib. 1, cap. v; V, cap. xx.
2 Agustín Esteuco, de Eugubio, escribió un libro: De donatione Constantini, Lyon,
1545.
3 Lorenzo Valla, canónigo de san Juan de Letrán, escribió un libro: De falso credita
a ementita Constantini donatione declamatio; Basilea, 1540.

13. Ambición del Papa Gregorio VII
Por lo demás, si alguien quiere saber cuándo comenzó la invención de este imperio, no hace aún quinientos años que los Pontífices estaban sujetos a los príncipes, y que no se elegía Pontífice sin la autoridad del emperador.
El emperador Enrique IV, hombre ligero y temerario, privado de toda prudencia, de gran osadía y de vida disoluta, fue quien dio ocasión a Gregorio VII para innovar este orden. Porque como tuviese en su mano todos los obispados de Alemania, unos puestos en venta, los otros a la ventura, para que el primero que pudiera se apoderase de ellos, Hildebrando, a quien él había maltratado, encontró en ello un plausible pretexto para vengarse. Y como parecía que el mencionado Hildebrando defendía una causa justa y piadosa, fueron muchos los que se pusieron de su parte. Por otro lado, Enrique era odiado de muchos príncipes por su insolente manera de gobernar. Finalmente, Hildebrando, que se llamó Gregorio VII, como hombre malvado y perverso, dejó ver la maldad de sus intenciones; lo cual fue causa de que muchos que habían conspirado en unión suya, lo desamparasen. Sin embargo se salió con la suya; y llegó a tanto, que a sus sucesores no sólo les fue lícito rechazar el yugo, sino también imponerlo a los emperadores, sometiéndolos a ellos.
A esto se añadió que después hubo muchos emperadores más semejantes a Enrique que a Julio César, a los cuales no resultó difícil someter, pues estaban ociosos en sus casas sin preocuparse de nada, cuando hubiera sido necesario estar alerta y reprimir con valor y medios legítimos el insaciable apetito de los Pontífices.
Vemos, pues, cuál fue el pretexto de aquella famosa donación de Constantino, con la que el Papa finge que se le ha dado el Imperio de Occidente.

14. Desde entonces los pontífices no cesaron jamás, ya con fraudes, ya con perfidia, o por la fuerza de las armas, de adueñarse de los señoríos ajenos. Y hará casi unos ciento treinta años que se alzaron con la misma ciudad de Roma, que entonces era libre, hasta llegar al poder que actualmente tienen; y por mantener o aumentar este poder, de tal manera han perturbado todo el orbe cristiano por espacio de doscientos años — pues comenzaron antes de apoderarse de Roma —, que casi lo han destruido.

Tales prácticas se condenan por sí mismas. Antiguamente, cuando en tiempo de san Gregorio los tesoreros de los bienes eclesiásticos echaron mano de las posesiones que creían ser de la Iglesia, como fiscales les pusieron títulos en señal de verdadera posesión. San Gregorio reunió un concilio de obispos, hablando muy acremente contra esta profana costumbre. Preguntó si no tenían por anatema al clérigo que por sí mismo presumiera ocupar posesión alguna con inscripción de título; y semejantemente, al obispo que mandase hacer tal cosa, o que haciéndolo sin su mandato no lo castigase. Todos respondieron que era anatema. Ahora bien; si es una abominación digna de excomunión en un clérigo apropiar- se de una posesión con inscripción de título, cuando hace ya más de doscientos años que los Pontífices no se ocupan de ninguna otra cosa que de guerrear, saquear unas ciudades, asolar a otras, afligir a la gente, destruir los reinos; y todo esto solamente por echar mano a los señoríos ajenos, ¿qué excomuniones podrían bastar para castigar tales ejemplos? Bien claro se ve que lo que menos buscan ellos es la gloria de Cristo. Porque si voluntariamente renunciaran a todo el poder secular que poseen, ningún mal se seguiría de esto para la gloria de Dios, para la sana doctrina, o para el bien de la Iglesia. Pero ellos están llenos de orgullo, poseídos del apetito de dominar; y por eso piensan que todo está perdido si no se enseñorean de ello con dureza y violencia (Ez. 34,4).

15. La inmunidad que Roma reivindico era desconocida de la Iglesia antigua, excepto en las causas eclesiásticas
A la jurisdicción va unida la inmunidad, que los eclesiásticos del papado se arrogan. Porque tienen a gran menoscabo de su honra responder ante el magistrado civil en las causas personales; y creen que tanto la libertad como la dignidad de la Iglesia consisten en que ellos estén exentos y tengan que ver con los juicios y leyes comunes.
Mas los obispos antiguos, por otra parte severísimos en mantener el derecho de la Iglesia, no creyeron que se les hacía ningún perjuicio ni a ellos ni a los suyos por someterse a ello. Y los emperadores piadosos, sin que hubiera oposición alguna, siempre que era menester, citaban ante su tribunal a los eclesiásticos. Constantino, en la carta que escribió a los obispos de Nicomedia habla de esta manera; “Si alguno de los obispos inconsideradamente promueve algún tumulto, se pondrá freno a su atrevimiento por el ministro de Dios, es decir, por mí mismo”.1 Y Valentiniano dice; “Los buenos obispos no murmuran contra el poder del emperador, sino que guardan sinceramente los mandamientos de Dios, Rey soberano, y obedecen nuestras leyes”.2 Esto era aceptado por todos sin disputa alguna.
Las causas eclesiásticas se reservaban al obispo; así, si un clérigo no había faltado en nada contra las leyes, sino exclusivamente en lo pertinente a su oficio, su causa solamente se juzgaba conforme a los cánones, y no le llamaban delante del tribunal común; en tal caso el obispo era su juez.

Principio de la separación de poderes. Asimismo si se trataba de algo referente a la fe, o que propiamente pertenecía a la Iglesia, ésta fallaba tal causa. De esta manera se debe entender lo que san Ambrosio escribe a Valentiniano: “Vuestro padre, de feliz memoria, no solamente respondió de palabra, sino que incluso dictó edictos de que en controversias sobre la fe debía ser juez aquel que en el oficio no fuera desigual, ni en el derecho desemejante”.3 Y: “Si miramos las Escrituras o los ejemplos antiguos, ¿quién puede negar que en asuntos de fe los obispos suelen juzgar a los emperadores cristianos, y no los emperadores a los obispos?”.4 Y: “Yo hubiera ido a vuestro consistorio, oh emperador, silos obispos y el pueblo me hubieran dejado. Dicen que la causa de la fe debe tratarse en la Iglesia delante del pueblo".5 Afirma que la causa espiritual- quiere decir, de la religión - no se debe tratar en la audiencia civil, donde se debaten las controversias civiles. Todos, y con razón, alaban su constancia en esto. Y sin embargo, a pesar de tener razón llega a decir que si se recurriese a la fuerza, él cedería. "Nunca", dice, "cedería voluntariamente el lugar que se me ha encomendado; pero si me fuerzan, no opondré resistencia; porque nuestras armas son las oraciones y las lágrimas".6
Consideremos bien la singular modestia y prudencia de este santo varón, unida a tanta grandeza de ánimo y tan grande confianza.  Justina, madre del emperador, porque no podía atraerlo al arrianismo intentaba deponerlo de su oficio; y esto se hubiera llevado a cabo, si él se hubiera presentado en palacio a responder de sí mismo. Niega, pues, que el emperador sea juez competente para oír una causa de tanta trascendencia, como la necesidad de las circunstancias lo requería, y también la naturaleza misma del asunto. Antes estaba determinado a morir, que a dejar tal ejemplo a sus sucesores por su propio consentimiento; y, sin embargo, de recurrir a la fuerza, no pensaba resistir. Niega que el deber del obispo sea mantener la fe y el derecho de la Iglesia con las armas. En otros asuntos dice que está dispuesto a hacer cuanto el emperador le ordenare. "Si exige tributo", afirma, "no lo negamos; las posesiones de la Iglesia pagan el tributo; si pide posesiones, poder tiene para tomarlas; ninguno de nosotros lo impedirá".
De la misma manera habla san Gregario: "No ignoro la disposición de ánimo de nuestro señor el emperador, pues no suele mezclarse en las causas de los sacerdotes para no verse cargado con nuestros pecados".7 No excluye de una manera absoluta que el emperador juzgue a los sacerdotes; únicamente dice que hay ciertas causas, que debe dejar al juicio eclesiástico.

1 Teodoreto, Historia Eclesiástica; lib, I, cap. xx.
2 Ibid., lib. IV, cap. VIII.
3 Cartas, XXI, 2.
4 Cartas, XXI, 4.
5 Cartas, XXVII, 17.
6 Sermón contra Augencio, 2.
7 Cartas, lib IV, carta 20; P.L. 77, 689.

16. Ciertamente estos santos varones no pretendían con esta excepción, sino que los príncipes poco religiosos no impidiesen Con su tiránica violencia y su capricho el recto curso de la Iglesia. No condenaban que los príncipes alguna vez interpusiesen su autoridad en los asuntos eclesiásticos, con tal que ello sirviese para mantener el buen orden de la Iglesia, y no para alterarlo; para conservar la disciplina, no para relajarla. Porque como la Iglesia no tiene poder de forzar, ni lo debe tener – me refiero a la coacción civil - es deber de los reyes y príncipes piadosos mantener la religión con leyes, edictos y juicios.
De acuerdo con esto, cuando el emperador Mauricio mandó a ciertos obispos que acogieran a unos colegas vecinos suyos, arrojados por los bárbaros de sus sedes, Gregario confirma este mandato y los exhorta a obedecer.1 Y cuando el emperador le amonesta a él mismo a que se reconcilie con Juan, obispo de Constantinopla, da la razón de por qué no debe ser culpado; pero no se vanagloria de estar exento del foro civil; al contrario, promete que obedecerá cuando su conciencia se lo permita: y asegura que Mauricio ha cumplido con el deber de un príncipe cristiano, al ordenar a los sacerdotes que permanezcan unidos.

1 Cartas, lib. I, carta 45.
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