CAPÍTULO PRIMERO

DE LA VERDADERA IGLESIA,
A LA CUAL DEBEMOS ESTAR UNIDOS POR SER ELLA LA MADRE
DE TODOS LOS FIELES

l. La Iglesia. Plan del presente libro
    En el libro precedente hemos expuesto cómo Jesucristo, por la fe en el Evangelio, se hace nuestro, y cómo nosotros somos hechos partícipes de la salvación que Él nos trajo; igualmente tratamos de la felicidad eterna.
    Mas, como nuestra ignorancia y pereza, y hasta la vanidad de nuestra alma, tienen necesidad de ayudas exteriores por las que la fe se engendre en nosotros, crezca y llegue a ser perfecta, Dios nos proveyó de ellas para sostener nuestra flaqueza. Y a fin de que la predicación del Evangelio siguiese su curso, puso como en depósito este tesoro en su Iglesia; instituyó pastores y doctores mediante los cuales enseña a los suyos, y les confió su autoridad (Ef. 4, 11). En resumen, no dejó pasar nada de cuanto convenía para alimentar una santa unión de fe, y un buen orden entre nosotros. Ante todo instituyó los sacramentos, que como sabemos por experiencia nos sirven de gran ayuda para alimentar y confirmar nuestra fe. Porque siendo así que nosotros, por estar encerrados en la cárcel de nuestra carne, no hemos llegado aún al grado angélico, Dios, acomodándose a nuestra capacidad, ordenó conforme a su providencia admirable, el modo por el que nos acerquemos a Él, por muy alejados que nos encontremos.
    Por tanto, el orden y método de enseñanza requiere que tratemos primero de la Iglesia, de su gobierno, de los oficios comprendidos en ella, de su autoridad, de sus sacramentos, y finalmente de su orden político; Y que al mismo tiempo procuremos apartar a los piadosos lectores de las corrupciones y abusos con que Satanás, mediante el papado, ha ido falsificando lo que Dios había ordenado para nuestra salvación.
    Comenzaré, pues, por el tratado de la Iglesia, en cuyo, seno Dios quiere recoger a sus hijos, y no solamente para que sean mantenidos por el(a mientras son niños, sino también para que con cuidado de madre los rija y gobierne hasta que lleguen a ser hombres, consiguiendo el objetivo a que conduce la fe. Porque no es lícito a nadie separar lo que Dios unió (Mc.10,9); a saber, que la Iglesia sea la madre de todos aquellos de quienes Dios es Padre. Cosa que no sucedió solamente bajo la Ley, sino que persiste todavía después de la venida de Jesucristo, como afirma san Pablo; quien declara que somos hijos de la nueva Jerusalem celeste (Gál. 4, 26).

2. Explicación del artículo del Símbolo de los Apóstoles
    Cuando decimos en el Símbolo de los Apóstoles que creemos la Iglesia, no debe entenderse solamente de la Iglesia visible, de la que ahora tratamos, sino que comprende también a todos los elegidos de Dios, en cuyo número están todos los que han pasado a la otra vida. Ésta es la razón del empleo, en el Símbolo, de la palabra creer; porque con frecuencia no se puede notar ninguna diferencia entre los hijos de Dios y los infieles, entre Su rebaño y las fieras salvajes.

Creemos la Iglesia.     Muchos intercalan aquí la partícula en, sin razón alguna. Confieso ser esto lo que más comúnmente se emplea hoy día, y que ya antiguamente había estado en-uso, pues el mismo Símbolo Niceno, según se cita en la Historia Eclesiástica, dice: "Creo en la Iglesia".  A pesar de ello, la fórmula creo la Iglesia, y no en la Iglesia, aparece también en los escritos de los antiguos Padres; y ha sido aceptada sin dificultad. Porque san Agustín, lo mismo que el autor del tratado sobre el Símbolo que se ha atribuido a san Cipriano, no solamente hablan así, sino que expresamente notan que esta manera de hablar sería impropia si se añadiese la partícula en. Confirman su opinión con una razón que no es despreciable. Testificamos que creemos en Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia, ni tampoco a la remisión de los pecados ni a la resurrección de la carne. Por tanto, aunque yo no quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los términos con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que oscurezcan el asunto sin razón.

La elección es el fundamento de la Iglesia universal.      La finalidad consiste en saber que aunque el Diablo haga todo lo posible por destruir la gracia de Jesucristo, y todos los enemigos de Dios conspiren a una y se esfuercen en ello con una furia impetuosa, la gracia de Jesucristo no puede sufrir menoscabo, ni resultar estéril su sangre, sin producir fruto alguno. Y de la misma forma debemos examinar la elección de Dios y su interna vocación, porque sólo Él conoce quiénes son los suyos y los tiene como contenidos bajo su sello, como afirma san Pablo (2 Tim. 2, 19), e incluso les pone las señales por las que pueden ser diferenciados de los réprobos. Pero dado que aquellos no son más que un número muy reducido, esparcidos entre la gran multitud, de modo que vienen a ser como unos pocos granos de trigo escondidos entre la paja, nos es necesario dejar a Dios solo el privilegio de conocer su Iglesia, cuyo fundamento es su elección eterna. De hecho no basta concebir que Dios tenga sus elegidos si no comprendemos al mismo tiempo la gran unidad de la Iglesia, de tal forma que nos persuadamos de que estamos como injertados en ella. Porque si no estamos unidos con todos los demás miembros bajo la única Cabeza, Cristo, no esperemos conseguir la herencia que esperamos.

Ésta es la razón por la que la Iglesia se llama católica o universal, porque no es posible dividirla en dos o tres partes sin despedazar a Jesucristo, lo cual es imposible. Los elegidos de Dios están unidos de tal manera en Cristo, que así como dependen todos de una sola Cabeza, así todos ellos no constituyen más que un solo cuerpo: la misma unión que vemos existe entre los miembros del cuerpo humano. Así es que todos forman una sola cosa, viviendo de una misma fe, esperanza y caridad por el Espíritu de Dios, siendo llamados a ser herederos de la vida eterna y a participar de la gloria de Dios y de Jesucristo. Por tanto, aunque la horrible desolación que vemos por todas partes dé a entender que todo está destruido y que no queda ya Iglesia, estemos seguros de que la muerte de Cristo es fructífera, que ha de producir su efecto, y que Dios protege milagrosamente a su Iglesia, según leo fue dicho a Elías : "Yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal" (1 Re. 19, 18).

3. La comunión de los santos
    El artículo del Símbolo se extiende también en cierta manera a la Iglesia externa, para que cada uno de nosotros se mantenga en fraterna concordia con todos los hijos de Dios; y para que reconozca a la Iglesia la autoridad que le pertenece; y, en fin, para que se comporte como oveja del aprisco. Por esta razón se añade la comunión de los santos; tal expresión, a pesar de que los antiguos no la mencionan, no se debe suprimir, porque declara muy bien la cualidad de la Iglesia. Es como si dijera que los santos están congregados en la compañía de Cristo con la condición de comunicarse mutuamente los beneficios que de Dios han recibido. A pesar de esto no desaparece la diversidad de gracias, puesto que todos vemos cómo el Espíritu Santo distribuye sus dones muy diversamente; y tampoco se destruye el orden, conforme al cual es lícito a cada uno ser dueño de su hacienda, pues es necesario para conservar la paz entre los hombres. La comunión de que aquí se trata debemos entenderla como la describe san Lucas: "La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma" (Hch. 4, 32); y de la que San Pablo hace mención cuando exhorta a los efesios a ser un solo cuerpo y un solo espíritu, ya que son llamados a una misma esperanza (Ef.4,C4). Porque, efectivamente, si en verdad están persuadidos de que Dios es el Padre común de todos, y de que Cristo es su única Cabeza, se amarán los unos a los otros como hermanos, comunicándose mutuamente lo que poseen.
Ahora nos conviene saber qué provecho podemos sacar de todo esto. Pues creemos que hay Iglesia para estar persuadidos de que somos miembros de ella. Porque de tal manera está fundada nuestra salvación, que aunque el mundo entero se bambolee, nuestra certeza de salvación permanecerá en pie y no caerá.
Ante todo el primer fundamento es la elección de Dios, que no puede fallar si no es que su eterna providencia ha desaparecido.
Además, está relacionada con la firmeza de Cristo, quien no permitirá que sus fieles sean arrancados de Él ni que sus miembros sean despedazados.
También estamos ciertos de que mientras permanecemos en el seno de la Iglesia la verdad permanece en nosotros.

     Finalmente, creemos que nos pertenecen estas promesas en que se dice que "en el monte de Sión y en Jerusalem habrá salvación" (Jl.2,32); y que Dios permanecerá para siempre en Jerusalem y no se apartará-nunca de ella (Abd. 17). Tal es la grandeza de la unidad de la Iglesia, que por ella nos mantenemos en la compañía de Dios:
    También es muy consoladora la palabra comunión, pues gracias a ella todos los dones que el Señor reparte entre sus miembros nos pertenecen también a nosotros, y así nuestra esperanza se confirma con los bienes que ellos poseen.
    Por lo demás, para permanecer en unidad con la Iglesia no es necesario verla con nuestros ojos o tocarla con la mano; antes bien, debemos creerla y reconocerla como tal, más cuando nos es invisible que si la viésemos un día realmente. Pues nuestra fe no es menor al reconocer una Iglesia que no comprendemos, ya que aquí no se nos manda diferenciar a réprobos y elegidos - cosa que sólo a Dios pertenece, y no a nosotros -, sino que se nos manda tener la certidumbre, en nuestro corazón, de que todos aquellos que por la misericordia de Dios Padre y por virtud del Espíritu Santo han llegado a participar de Cristo, son seleccionados para ser heredad y posesión de Dios, y que nosotros, por ser de este número, somos herederos de tal gracia.

4. La Iglesia visible es madre de todos los creyentes
    Mi intención es tratar aquí de la Iglesia visible, y por eso aprendamos ya de sólo su titulo de madre qué provechoso y necesario nos es conocerla, ya que no hay otro camino para llegar a la vida sino que seamos concebidos en el seno de esta madre, que nos dé a luz, que nos alimente con sus pechos, y que nos ampare y defienda hasta que, despojados de esta carne mortal, seamos semejantes a los ángeles (Mt. 22, 30). Porque nuestra debilidad no sufre que seamos despedidos de la escuela hasta que hayamos pasado toda nuestra vida como discípulos.
    Anotemos también que fuera del gremio de la Iglesia no hay remisión de pecados ni salvación, como lo atestiguan Isaías y Joel (Is. 37, 32; Jl. 2,32), con los que concuerda Ezequiel cuando dice que los que Dios quiere excluir de la vida celestial no serán contados entre-los ciudadanos de su pueblo (Ez. 13,9); y por el contrario se dice que quienes se conviertan al servicio de Dios y a la verdadera religión serán numerados entre los ciudadanos de Jerusalem (Sal. 87,6). Por lo cual canta otro salmo: "Acuérdate de mi, oh Jehová, según tu benevolencia para con tu pueblo; visítame con tu salvación, para que yo vea el bien de tus escogidos, para que me goce en la alegría de tu nación, y me gloríe con tu heredad" (Sal. 106,4-5). Con estas palabras se restringe el favor paternal de Dios y el testimonio de la vida espiritual a las ovejas del aprisco de Dios, para que advirtamos que el apartarse de la Iglesia de Dios es pernicioso y mortal.

5. Dios ha dado a la Iglesia los ministerios de la predicación y la enseñanza para perfeccionar a los creyentes
Vamos a seguir tratando lo que propiamente pertenece a este tema. Escribe san Pablo que Jesucristo "constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo" (Ef.4, 11-13).
    Notemos que, aunque Dios pueda perfeccionar a los suyos en un momento, no quiere que lleguen a edad perfecta sino poco a poco. Fijémonos también en que lo consigue por medio de la predicación de la doctrina celestial, encomendada a los pastores. Y veamos que todos, sin excepción, están bajo una misma ley: obedecer con espíritu dócil a sus doctores, que han sido elegidos para regir. Ya mucho antes el profeta Isaías había descrito el reino de Cristo con estas señales: "El Espíritu mío que está sobre ti, y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca" (Is.59,2l). De lo cual se deduce que son dignos de perecer de hambre y miseria todos los que rehusan este alimento espiritual del alma que la Iglesia les ofrece.
    Dios nos inspira la fe sirviéndose del Evangelio, como san Pablo nos lo advierte: "La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios" (Rom. 10,17). El poder de salvar reside solamente en Dios (Rom. 1,16); pero lo manifiesta únicamente, como también lo 'testifica san Pablo, en la predicación del Evangelio. Por eso ordenó Dios en los tiempos de la Ley que el pueblo se reuniese en el santuario que había mandado construir, a fin de que la doctrina enseñada por medio de los sacerdotes mantuviese la unidad en la fe. De hecho, estos excelentes títulos: que el templo es el lugar de reposo de Dios, y su santuario y su morada (Sal. 132, 14), que está entre querubines (Sal.80,1), no tenían otro propósito sino hacer apreciar y amar con toda reverencia la predicación de la doctrina celestial, la cual tenía taL dignidad que quedaría menoscabada si alguno se detenía en los hombres que la enseñaban.
    Y para que sepamos que se nos ofrece un tesoro inestimable, pero "en vasos de barro" (2 Cor. 4,7), Dios mismo sale al frente, y puesto que Él es el autor de este orden de cosas, quiere ser reconocido precisamente en lo que ha instituido. Por eso, después de prohibir a su pueblo relacionarse con adivinos agüeros, artes mágicas, nigromancia y otras supersticiones, añade que Él les dará un modo de aprender que sea apto para todos; a saber, que jamás les faltarán profetas (Lv.19,31; Dt.18, 10-14). Y del mismo modo que no envió ángeles al pueblo antiguo, sino que les suscitó doctores que hiciesen de verdad entre ellos el oficio de ángeles, así también ahora Él nos quiere enseñar por medio de otros hombres. Y como entonces no se contentó con sola la Ley, sino que puso a los sacerdotes por intérpretes de la misma, por cuya boca el pueblo conocía el verdadero sentido de la Ley; así ahora no sólo quiere que cada uno la lea atentamente en particular, sino que también nos da maestros y expositores que nos ayuden a entenderla.

Utilidad de los ministerios de la Palabra. Todo esto nos reporta un doble provecho, pues por una parte es un buen modo de probar la docilidad de nuestra fe, al escuchara sus ministros como si fuese Él mismo quien hablase; y por otra, tiene en cuenta nuestra flaqueza al hablar con nosotros por medio de intérpretes que son hombres como nosotros, y así atraernos, en lugar de tronar en su majestad y hacernos huir de Él. y de hecho, todos los fieles ven cuánto nos conviene esta manera familiar de enseñarnos, ya que sería imposible que no nos atemorizásemos en gran manera si Dios nos hablase en su majestad.
    Los que piensan que la autoridad de la Palabra es menoscabada por la baja condición de los ministros que la predican, descubren su ingratitud, porque entre tantos y tan excelentes dones con que Dios ha adornado al linaje humano, es una prerrogativa particular que se haya dignado consagrar para sí la boca y lengua de algunos para que en ellas resuene su voz. Que no se nos haga, pues, costoso abrazar con docilidad la doctrina de salvación que nos ha propuesto con su expreso mandato. Porque aunque su poder no esté sujeto a medios externos, ha querido atarnos a esta manera ordinaria de enseñar, y quien la desecha - como lo hacen muchos amigos de fantasías -, se enreda en muchos lazos de muerte.
    Muchos llegan a persuadirse, bien sea por orgullo y presunción, o por desdén o envidia, de que podrán aprovechar mucho leyendo y meditando a solas, y así menosprecian las asambleas públicas, pensando que el oír sermones es cosa superflua. Mas como estos tales deshacen y rompen, en cuanto pueden, el santo vínculo de unión que Dios quiere sea inviolable, es justo que reciban el salario de tan impío divorcio, y así queden tan envueltos en errores y desvaríos, que les lleven a la perdición.
    Por tanto, para que la pura simplicidad de la fe permanezca entre nosotros íntegra y perfecta, no llevemos a mal ejercitar la piedad que Dios mismo al instituirla demuestra sernos necesaria, y como tal nos la recomienda mucho. Jamás se ha hallado alguien, por desvergonzado que fuese, que se haya atrevido a decir que cerremos los oídos cuando Dios nos habla; sin embargo los profetas y santos doctores han sostenido en todo tiempo largos y difíciles combates contra los impíos, para someterlos a la doctrina que predicaban, ya que por su arrogancia no podían soportar el yugo de verse enseñados por boca y ministerio de hombres. Esto sería como intentar borrar la imagen de Dios que resplandece en la doctrina. Porque no por otra causa se mandó antiguamente a los fieles buscar el rostro de Dios en el santuario (Sal. 105,4), y. tantas veces se reitera en la Ley, sino porque la doctrina de la Ley y las exhortaciones de los profetas eran para ellos viva imagen de Dios; igual que san Pablo se gloría de que el resplandor de Dios brilla en el rostro de Cristo por su predicación (2 Cor.4, 6). Por todo esto son más detestables los apóstatas que trabajan por destruir las iglesias, como quien arroja las ovejas de sus apriscos y las expone a los lobos.

Sólo la predicación edifica la Iglesia. Por lo que nos toca a nosotros, atengámonos a lo que he alegado de san Pablo: que la Iglesia no se puede edificar sino por la predicación externa, y que los santos no se mantienen unidos entre sí por otro vínculo que el de guardar el orden que Dios ha establecido en su Iglesia para aprender y aprovechar (Ef. 4,12). Para este fin principalmente, como ya he dicho, mandaba Dios en la Ley que se reuniesen los fieles en el santuario, al que Moisés llama también lugar del nombre del Señor, porque Él quiso que allí fuese celebrado su recuerdo (Éx. 20, 24). Con lo cual claramente enseña que no valía de nada ir al Templo sin hacer uso de la piadosa doctrina.
    No hay duda de que David, por esta misma causa se queja con gran dolor y amargura de espíritu de que por la tiranía y crueldad de sus enemigos, le era prohibido ir al Tabernáculo (Sal. 84, 3). A muchos parece pueril esta lamentación de David, puesto que ni él perdía gran cosa, ni tampoco era privado de una satisfacción tan grande por no poder entrar en los patios del Templo, mientras él gozase otras comodidades y delicias. Con todo, él deplora esta molestia, congoja y tristeza que le abrasa, atormenta y consume; y ello porque los verdaderamente fieles nada estiman tanto como este medio por el que Dios eleva a los suyos de grado en grado.
    Es preciso notar también que Dios, de tal manera se mostró antiguamente a los patriarcas en el espejo de su doctrina, que siempre quiso ser conocido espiritualmente. De aquí vino el llamar al Templo, no solamente "su rostro", sino también "estrado de sus pies" (Sal. 132, 7; 99,5; 1 Cr. 28,2), para evitar así toda superstición. Éste es el dichoso encuentro de que habla san Pablo, que nos proporciona la perfección en la unidad de la fe, al aspirar todos, desde el más grande al más pequeño, a la Cabeza.
    Todos cuantos templos edificaron los gentiles a Dios con otra finalidad que ésta, fueron mera profanación del culto divino; en cuyo vicio cayeron también los judíos, aunque no tan groseramente como los gentiles, según san Esteban les reprocha por boca de Isaías: que "el Altísimo no habita en templos hechos de mano" (Hch.7,48), sino que Él solo se dedica y santifica sus templos para legítimo uso. Y si algo intentamos inconsideradamente, sin que Él nos lo mande, al momento comienza una cadena de males; y es porque a un mal principio se añaden muchos desvaríos, de suerte que la corrupción va de mal en peor.
    Sin embargo, Jerjes, rey de Persia, procedió muy desatinada y locamente al quemar y destruir; por consejo de sus magos, todos los templos de Grecia, alegando que los dioses, puesto que poseen toda libertad, no debían estar encerrados entre paredes ni debajo de techados. ¡Como si Dios no tuviese poder de descender hasta nosotros para manifestársenos más de cerca, sin necesidad de moverse ni cambiar de lugar; y, sin atamos a ningún medio terreno, hacemos subir hasta su gloria celestial, que Él llena con su inmensa grandeza, y que traspasa con su alteza los cielos!

6. El ministerio de la Palabra no debe su eficacia más que al Espíritu Santo
      Ha habido en nuestros tiempos grandes debates sobre la eficacia del ministerio, queriendo unos ensalzar demasiado su dignidad; pretendiendo otros en vano atribuir al hombre mortal lo que es propio del Espíritu Santo, diciendo que los ministros y doctores penetran los entendimientos y los corazones para corregir la ceguera y la dureza que hay en ellos. Vamos, pues, a tratar aquí y decidir esta cuestión.
Lo que alegan tanto unos como otros, fácilmente podrá esclarecerse considerando con diligencia los pasajes en que Dios, que es el autor de la predicación, aplica su Espíritu a ella, y promete que no quedará sin ningún fruto; o, por otra parte, aquellos en que, desechando toda ayuda externa, se atribuye a sí mismo, no sólo el principio de la fe, sino aun su perfección.
      El oficio del segundo Elías - como dice Malaquías - fue alumbrar los entendimientos, convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los incrédulos a la prudencia de los justos (Mal. 4, 6). Jesucristo dice que envía a sus apóstoles a recoger el fruto de su trabajo (Jn.15, 16). En qué consiste este fruto lo declara san Pedro en pocas palabras cuando dice que somos regenerados por la Palabra que nos es predicada y que es germen incorruptible de vida (1 Pe.1,23). Asimismo san Pablo se gloria de haber engendrado a los corintios por el Evangelio (1 Cor.4, 15), y de que ellos son el sello de su apostolado (l Cor.9,2); y aun de que él no era ministro de la letra, con la que solamente toca sus oídos con el sonido de su voz, sino que se le había dado la eficacia del Espíritu, y así no era inútil su doctrina (2 Cor.3,6). En el mismo sentido dice en otra parte que su Evangelio no consiste sólo en palabras, sino en potencia de Espíritu (1 Cor.2,4-5). Afirma también que los gálatas han recibido el Espíritu por la predicación de la fe (Gál. 3,2). En fin, en muchos lugares se hace, no sólo cooperador de Dios, sino que se atribuye hasta el oficio de comunicar la salvación (l Coro 3, 9). Ciertamente no dijo esto para atribuirse a sí mismo alguna cosa sin dar por ella gloria a Dios, como él mismo lo dice con pocas palabras: Nuestro trabajo no ha sido en vano en el Señor {l Tes. 3, 5), porque su potencia obra poderosamente en mí (Col. 1,29). y también: "El que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles" (Gál. 2, 8).
      Y todavía más, según aparece en otros lugares en que no atribuye cosa alguna a los ministros cuando los considera en sí mismos: "Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento" (1 Coro 3,7). "He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1 Cor.15, 10). Hemos, pues, de notar diligentemente las sentencias con que Dios, atribuyéndose a sí mismo la iluminación de los entendimientos y la renovación de los corazones, afirma que comete grave sacrilegio quien se arrogare alguna de estas cosas. Mientras tanto, según la docilidad que cada uno muestre a los ministros que Dios ha ordenado, sentirá, en efecto, con gran provecho propio, que este modo de enseñar ha complacido a Dios no sin razón, y que no sin motivo ha impuesto a todos sus fieles este yugo de modestia.

7. Distinción entre la Iglesia invisible y la Iglesia visible
      Creo que está bastante claro, por lo que ya he dicho, qué es lo que debemos pensar acerca de la Iglesia visible, que es la que nosotros podemos conocer y palpar. Ya hemos dicho que la Escritura habla de la Iglesia de dos modos. Unas veces, usando el nombre de Iglesia entiende que verdaderamente es tal ante el Señor aquella en que nadie es recibido sino quienes son hijos adoptivos de Dios y miembros auténticos de Cristo por la santificación del Espíritu. La Escritura no se refiere aquí únicamente a los santos que viven en este mundo, sino también a cuantos han sido elegidos desde el principio del mundo.
      Otras muchas veces entiende por Iglesia toda la multitud de hombres esparcidos por toda la Tierra, con una misma profesión de honrar a Dios y a Jesucristo; que tienen el Bautismo como testimonio de su fe; que testifican su unión en la verdadera doctrina y en la caridad con la participación en la Cena; que consienten en la Palabra de Dios, y que para enseñada emplean el ministerio que Cristo ordenó. En esta Iglesia están mezclados los buenos y los hipócritas, que no tienen de Cristo otra cosa sino el nombre y la apariencia: unos son ambiciosos, avarientos, envidiosos, malas lenguas; otros de vida disoluta, que son soportados sólo por algún tiempo, porque, o no se les puede convencer jurídicamente, o porque la disciplina no tiene siempre el vigor que debería. Así pues, de la misma manera que estamos obligados a creer la Iglesia, invisible para nosotros y conocida sólo de Dios, así también se nos manda que honremos esta Iglesia visible y que nos mantengamos en su comunión.

8. Sólo Dios conoce quiénes son los suyos
      El Señor nos da a conocer la Iglesia en cuanto debemos, por medio de ciertas marcas y características. Es cierto que la de conocer a los suyos es una prerrogativa que Dios se reservó únicamente para sí, como afirma san Pablo (2 Tim.2, 19). Es cierto que proveyó esto para que la temeridad de los hombres no fuese demasiado lejos, avisándonos por la diaria experiencia de cómo sus secretos rebasan nuestro entendimiento. Porque, por una parte, los mismos que parecían totalmente perdidos y sin remedio alguno, llegan a buen camino; y por otra, los que parecían seguros, caen muchas veces. Así que, según la oculta predestinación de Dios - como dice san Agustín -, hay muchas ovejas fuera y muchos lobos dentro. Porque Él conoce y tiene señalados a aquellos que ni le conocen a Él, ni a sí mismos. Respecto a los que exteriormente llevan la marca, no existen más que sus ojos para ver. quiénes son santos sin hipocresía, y quiénes han de perseverar hasta el fin, cosa que es la principal para nuestra salvación.
     Sin embargo, Él nos muestra a quiénes debemos tener por tales. Por otra parte, viendo el Señor que nos convenía en cierta manera conocer a quiénes hemos de tener por hijos suyos, se acomodó a nuestra capacidad. Y dado que para esto no había necesidad de la certeza de la fe, puso en su lugar un juicio de caridad por el que reconozcamos como miembros de la Iglesia a aquellos que por la confesión de fe, por el ejemplo de vida y por la participación en los sacramentos, reconocen al mismo Dios y al mismo Cristo que nosotros.
   Pero he aquí que teniendo nosotros mucha mayor necesidad de conocer el cuerpo de la Iglesia para juntamos a él, nos lo ha marcado con señales tan evidentes, que lo vemos claramente y como a simple vista.

9. Las señales de la Iglesia visible
    He aquí cómo conoceremos a la Iglesia visible: dondequiera que veamos predicar sinceramente la Palabra de Dios y administrar los sacramentos conforme a la institución de Jesucristo, no dudemos de que hay allí Iglesia; pues su promesa no nos puede fallar: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt. 18,20). Sin embargo, para entender bien el contenido de esta materia, nos es necesario proceder por los siguientes grados.
    La Iglesia universal es una multitud de gentes de acuerdo con la verdad de Dios y con la doctrina de su Palabra, aunque procedan de naciones diversas y residan en muy remotos lugares, que están unidas entre sí con el mismo vínculo de religión.
    Bajo esta Iglesia universal están comprendidas todas las iglesias particulares que están distribuidas en las ciudades y en los pueblos, de modo que cada una de ellas, y con justo derecho, tiene el nombre y la autoridad de Iglesia.

    Los miembros de la Iglesia. Las personas que por tener una misma profesión de religión son reconocidas en dichas iglesias, aunque en realidad no son de la Iglesia, sino extrañas a ella, con todo en cierta manera pertenecen a la Iglesia mientras no sean desterradas de ella por juicio público.
    Hay, en efecto, una manera diferente de considerar las personas en concreto y las iglesias. Porque suele acontecer que hemos de tratar como hermanos y tener por fieles a aquellos de quienes pensamos que no son dignos de tal nombre por razón del común consentimiento de la Iglesia que los sufre y soporta en el cuerpo de Cristo. Nosotros, a estos tales no los juzgamos ni aprobamos como miembros de la Iglesia, pero les permitimos ocupar el lugar que poseen en el pueblo de Dios hasta que les sea quitado en juicio legítimo.
    Respecto a la multitud, hemos de proceder de otra manera. Pues si mantiene el ministerio de la Palabra, teniéndola en estima, y tiene la administración de los sacramentos, debe tenerse por Iglesia de Dios. Porque es cierto que la Palabra y los sacramentos no pueden existir sin producir fruto. De esta manera conservaremos la unión de la Iglesia universal, a la que los espíritus diabólicos siempre han intentado destruir; y así nosotros no defraudaremos la autoridad que tienen las congregaciones eclesiásticas que existen para la necesidad de los hombres.

10. No está permitido romper la unidad de la verdadera Iglesia, o separarse de su comunión
Hemos puesto la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos como marcas y señales para conocer la Iglesia, porque estas dos cosas no pueden existir sin que por la bendición de Dios frutifiquen y prosperen. Yo no digo que se vea el fruto al momento dondequiera que se predica la Palabra de Dios; pero pienso que en cualquier parte donde la Palabra tenga alguna permanencia, muestra su eficacia. De todos modos, es cierto que dondequiera se escuche con reverencia la predicación del Evangelio, y no se menosprecien los sacramentos, allí hay una forma de Iglesia, de la que no se puede dudar, ya nadie es lícito menospreciar su autoridad, o hacer caso omiso de sus amonestaciones, ni contradecir sus consejos, o burlarse de sus correcciones. Mucho menos será lícito apartarse de ella y romper su unión. Porque tanto aprecia él Señor la comunión de su Iglesia, que tiene como traidor y apóstata de su religión cristiana a todo el que de manera contumaz se aparta de cualquier compañía cristiana en que se hallare el ministerio verdadero de su Palabra y de sus sacramentos. En tanta estima tiene el Señor la autoridad de su Iglesia, que considera menoscabada su propia autoridad cuando lo es la de su Iglesia. Porque no es título despreciable ser llamada "columna y baluarte de la verdad" y "casa de Dios" (1 Tim.3, 15); con cuyas palabras quiere decir san Pablo que la Iglesia es la guardiana de la verdad de Dios para que así no desaparezca del mundo, y que Dios se sirve del ministerio eclesiástico para conservar y mantener la predicación, pura de su Palabra y mostrarse buen padre de familia para con nosotros, apacentándonos con alimento espiritual, y procurándonos con toda solicitud todo cuanto necesitamos para nuestra salvación. No es tampoco pequeña alabanza lo que se dice de ella, que Jesucristo la ha escogido y segregado para que sea su esposa, a fin de hacerla pura y limpia de toda mancha (Ef.5, 21) Y además, que ella es su cuerpo y su plenitud (Ef. 1, 23).
    De donde se sigue que quien se aparta de la Iglesia, niega a Dios y a Jesucristo. Y por eso hemos de evitar el hacer tan enorme divorcio por el que intentamos, cuanto está en nuestras posibilidades, arruinar la verdad de Dios; y por el que nos hacemos dignos de que Dios nos envíe sus rayos de ir para abrasamos y destruimos. No hay crimen más detestable que violar con nuestra infidelidad el matrimonio que el Unigénito Hijo de Dios ha tenido a bien realizar con nosotros.

11. Es necesario que retengamos y juzguemos rectamente las marcas de la Iglesia
Nos es, pues, necesario retener con gran diligencia las marcas de que hemos hablado, y estimarlas como el Señor las estima. Porque no hay cosa que con más ahinco procure Satanás, que hacemos llegar a una de estas dos cosas: o abolir las verdaderas marcas con las que podríamos conocer la Iglesia de Dios, o, si esto no es posible, inducimos a menospreciarlas no haciendo caso de ellas, y así apartamos de la Iglesia. Efectivamente su astucia ha conseguido que la pura predicación del Evangelio se haya desvanecido durante tantos años; y ahora con la misma malicia procura destruir el ministerio, porque Jesucristo lo instituyó de tal manera en su Iglesia, que destruido él, caiga por tierra necesariamente todo el edificio de la Iglesia que Él edificó.¡Cuán peligrosa, o mejor dicho, cuán perniciosa es cuando entra en él corazón de los hombres esta tentación de apartarse de la congregación en que se ven las señales y marcas con que el Señor pensó distinguir su Iglesia sobradamente! Démonos cuenta de la previsión que hemos de tener en lo uno y en lo otro.
   Porque para que no seamos engañados con el título de Iglesia, es menester que examinemos la tal congregación que pretende su nombre con esta regla que Dios nos ha dado como piedra de toque: si posee el orden que el Señor ha puesto en su Palabra y en sus sacramentos, no nos engaña en manera alguna; podremos darle con seguridad la honra que se debe a la Iglesia. Por el contrario, si pretende ser reconocida como Iglesia no predicándose en ella la Palabra de Dios ni administrándose sus sacramentos, no tengamos menor cuidado de huir de tal temeridad y soberbia para no ser engañados con tales embustes.

12. Principios de la unidad
      a. Puntos fundamentales y puntos secundarios.  Vamos diciendo que el puro ministerio de la Palabra y la limpia administración de los sacramentos son prenda y arras de que hay Iglesia allí donde vemos tales cosas. Esto debe tener tal importancia, que no podemos desechar ninguna compañía que mantiene estas dos cosas, aunque en ella existan otras muchas faltas.
    Y aún digo más: que podrá tener algún vicio o defecto en la doctrina o en la manera de administrar los sacramentos, y no por eso debamos apartamos de su comunión. Porque no todos los artículos de la doctrina de Dios son de una misma especie. Hay algunos tan necesarios que nadie los puede poner en duda como primeros principios de la religión cristiana. Tales son, por ejemplo: que existe un solo Dios; que Jesucristo es Dios e Hijo de Dios; que nuestra salvación está en sola la misericordia de Dios. y así otras semejantes. Hay otros puntos en que no convienen todas las iglesias, y con todo no rompen la unión de la Iglesia. Así por ejemplo, si una iglesia sostiene que las almas son transportadas al cielo en el momento de separarse de sus cuerpos, y otra, sin atreverse a determinar el lugar, dijese simplemente que viven en Dios, ¿quebrarían estas iglesias entre sí la caridad y el vínculo de unión, si esta diversidad de opiniones no fuese por polémica ni por terquedad? Éstas son las palabras del Apóstol: que si queremos ser perfectos, debemos tener un mismo sentir; por lo demás, si hay entre nosotros alguna diversidad de opinión, Dios nos lo revelará (Flp. 3,15). Con esto nos quiere decir que si surge entre los cristianos alguna diferencia en puntos que no son absolutamente esenciales, no deben ocasionar disensiones entre ellos. Bien es verdad que es mucho mejor estar de acuerdo en todo y por todo; mas dado que, no hay nadie que no ignore alguna cosa, o nos es preciso no admitir ninguna iglesia, o perdonamos la ignorancia a los que faltan en cosas que pueden ignorarse sin peligro alguno para la salvación y sin violar ninguno de los puntos principales de la religión cristiana.
    No es mi intento sostener aquí algunos errores, por pequeños que sean, ni quiero mantenerlos disimulándolos y haciendo como que no los vemos. Lo que defiendo es que no debemos abandonar por cualquier disensión una iglesia que guarda en su pureza y perfección la doctrina principal de nuestra salvación y administra los sacramentos como el Señor los instituyó. Mientras tanto, si procuramos corregir lo que allí nos desagrada, cumplimos con nuestro deber. A esto nos induce lo que el Apóstol dice: "Si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero" (1 Cor.14,30). Por esto vemos claramente que a cada miembro de la Iglesia se le encarga edificar a los otros, en proporción de la gracia que se le da, con tal que esto se haga oportunamente, con orden y concierto. Quiero decir en resumidas cuentas que, o renunciamos a la comunión de la Iglesia, ó si permanecemos en ella, no perturbemos la disciplina que posee.

13. b. Perfección e imperfección de costumbres
    Debemos soportar mucho más la imperfección en las costumbres y en la vida, pues en esto es muy fácil caer, aparte de que el Diablo tiene gran astucia para engañamos.
    Porque siempre han existido gentes que, creyendo tener una santidad perfectísima y ser unos ángeles, menosprecian la compañía de los hombres en quienes vieren la menor falta del mundo. Tales eran, antiguamente, los que se' llamaban a sí mismos cátaros, o sea, los perfectos, los puros; también los donatistas, que siguieron la locura de los anteriores. Y en nuestros tiempos los anabaptistas, que pretenden mostrarse más hábiles y aprovechados que los demás.
    Hay otros que pecan más bien por un inconsiderado celo de justicia y rectitud, que por soberbia. Porque al ver ellos que entre aquellos que se predica el Evangelio no hay correspondencia entre la doctrina y el fruto de vida, piensan al instante que allí no hay iglesia alguna. No deja de ser justo el que se sientan ofendidos, porque damos ocasión, no pudiendo excusar en manera alguna nuestra maldita pereza, a la que Dios no dejará impune, pues ya ha comenzado a castigar con horribles azotes.
¡Desgraciados, pues, de nosotros, que con disoluta licencia de pecar escandalizamos y lastimamos las conciencias débiles!
    Pero a pesar de eso, éstos de quienes tratamos faltan también mucho de su parte, pues no saben medir su escándalo. Porque donde el Señor les manda usar de la clemencia, ellos, no teniéndola en cuenta para nada, emplean el rigor y la severidad. Pues al creer que no hay Iglesia donde ellos no ven una gran pureza y perfección de vida, lo pretexto de aborrecer los vicios, se apartan de la Iglesia de Dios, pensando apartarse de la compañía de los impíos.

    Primera objeción: la santidad de la Iglesia en la totalidad de sus miembros. Alegan que la Iglesia de Dios es santa (Ef. 5,26). Mas es necesario que oigan lo que la misma Escritura dice: que la Iglesia está compuesta de buenos y malos. Escuchen la parábola de Cristo en que compara la Iglesia a una red que arrastra consigo toda clase de peces, los cuales no son escogidos hasta tenerlos en la orlilla (Mt. 13,47-50). Aprendan también lo que les dice en otra parábola, en que la Iglesia es comparada a un campo que, después de haber sido sembrado de buena simiente, es llenado de cizaña por el enemigo, cuya separación ya no podrá efectuarse hasta que se lleve todo a la era (Mt.13,24-30). Leo también que en la era el trigo permanece escondido bajo la paja hasta que es aventado y zarandeado para llevarlo limpio al granero (Mt. 3,12).
Así pues, si es el Señor quien dice que la Iglesia estará sujeta a estas miserias hasta el día del juicio, siempre llevará a cuestas muchos impíos y hombres malvados, y por tanto, inútil es que quieran hallar una Iglesia pura, limpia y sin ninguna falta.

14. Segunda objeción: en la Iglesia los vicios son intolerables
      Tienen ellos por cosa intolerable que reinen los vicios por todas partes con tanta licencia. Es cierto que hemos de desear que no sea así; pero por respuesta les vaya dar lo que dice el Apóstol. No era pequeño el número de gente que había faltado entre los corintios, estando corrompido casi todo el cuerpo, no ya con un solo género de pecado, sino con muchos. Las faltas no eran cualesquiera, sino transgresiones enormes. No era sólo la vida la que estaba corrompida, sino también la doctrina. Pues bien, ¿qué hace en tal situación el santo apóstol, instrumento escogido de Dios, por cuyo testimonio está en pie o se derrumba la Iglesia de Dios? ¿Intenta apartarse de ellos? ¿Los destierra del reino de Cristo? ¿Les arroja el rayo de la excomunión? No sólo no hace nada de eso, sino más bien los reconoce como a iglesia de Cristo y compañía de los santos, honrándolos con tales títulos. Por tanto, si permanece la Iglesia entre los corintios a pesar de reinar entre ellos tantas disensiones, sectas y envidias; a pesar de abundar los pleitos, las pendencias y la avaricia, y de aprobarse públicamente un tan horrendo pecado que entre los mismos paganos debía ser execrable; a pesar de que infamaron a san Pablo en lugar de reverenciarle como a padre, y de que había quienes se burlaban de la resurrección de los muertos, cosa que, de ser derrumbada, daba con todo el Evangelio por tierra (l Cor. 1, 11-16; 3,3-8; 5,1;6,7-8; 9,1-3; 15,12); a pesar de que para muchos de ellos las gracias y dones de Dios servían de ambición y no de caridad; entre quienes se hacían cosas muy deshonestas y sin orden; si, no obstante, aun entonces había Iglesia entre los corintios, y la había porque mantuvieron la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos, ¿quién se atreverá a quitar el nombre de Iglesia a quienes no se les puede reprochar ni la décima parte de tales abominaciones? ¿Qué habrían hecho a los gálatas, que casi se habían rebelado contra el Evangelio (Gál.l,6), los que tan severamente juzgan a las iglesias presentes? Y sin embargo, san Pablo reconocía la Iglesia entre ellos.

15. Tercera objeción: es necesario romper con el pecador
      Objetan también que san Pablo reprende ásperamente a los corintios porque permitían vivir en su compañía a un hombre de malísima vida, y añade en seguida una sentencia general en que dice que no es lícito comer ni beber con un hombre de mala vida (1 Cor.5,2.11). A esto argumentan: si no es lícito comer el pan común en compañía de un hombre de mala vida, cuánto menos lo será comer juntos el pan del Señor.
      Confieso que es grande deshonra que los perros y los cerdos tengan sitio entre los hijos de Dios, y mayor aún que les sea regalado el sacrosanto cuerpo de Jesucristo. Cierto que si las iglesias son bien gobernadas no soportarán en su seno a los bellacos, ni admitirán indiferentemente a dignos e indignos a aquel sagrado banquete. Mas, dado que los pastores no siempre vigilan con la debida diligencia, y a menudo son más gentiles y suaves de lo que convendría, o que tal vez se les impide ejercer tanta severidad como desearían, el hecho es que no siempre los malos son echados de la compañía de los buenos. Confieso que esto es falta y no lo excuso, ya que san Pablo lo reprende agriamente a los corintios. Pero aunque la iglesia no cumpla con su deber, no por eso un particular se tomará la autoridad de apartarse de los demás. No niego que un hombre piadoso no deba abstenerse de toda familiaridad y conversación con los malos, y de mezclarse con ellos en cosa alguna. Mas una cosa es huir la compañía de los malos, y otra renunciar por odio a ellos a la comunión de la Iglesia.
      Si ellos tienen por sacrilegio el participar en la Cena del Señor juntamente con los malos, son en esto más severos que san Pablo. Porque él exhorta a que pura y santamente recibamos la Cena del Señor; no nos manda examinar a nuestro vecino, o a toda la congregación; lo que nos manda es que cada uno se examine y pruebe a sí mismo (1 Cor. 11,28). Si fuese cosa ilícita comulgar en compañía de un hombre malo e indigno, él ciertamente nos hubiera mandado mirar en nuestro derredor por si había alguno con cuya suciedad nos manchásemos; Mas cuando él nos manda solamente que cada uno se pruebe a sí mismo, muestra que no nos viene daño alguno aunque se mezclen con nosotros algunos indignos. Y no tiene otro propósito lo que dice un poco más abajo, que quien come indignamente, juicio come y bebe para sí (1 Cor.11,29). No dice la condenación de los otros, sino la suya propia. Y con razón. Porque no debe tener cada uno la autoridad de admitir según su propio juicio a éstos y desechar a otros. Esta autoridad pertenece y es propia de toda la congregación, que además no la puede ejercer sin orden legítimo, como más largamente tratamos después. Cosa inicua sería que un hombre particular se manchase con la indignidad de otro, a quien por otra parte no puede ni debe desechar.

16. Causas de la intransigencia sectaria. El espíritu de la disciplina eclesiástica
      Aunque esta tentación sobreviene algunas veces aun a hombres
buenos por un celo inconsiderado de que todo se haga bien, con todo hallaremos que ordinariamente este gran rigor y severidad, las más de las veces nace de soberbia, arrogancia y falsa santidad; no de verdadero ni de auténtico celo de ella. Por tanto, los que son más atrevidos que otros para apartarse de la Iglesia, poniéndose en cabeza como capitanes, no suelen ordinariamente tener otra causa, que mostrarse a sí mismos como mejores que todos, menospreciando a los demás.
      Muy bien habla, pues, san Agustín al decir que "la regla de la disciplina eclesiástica debe vigilar principalmente la unidad del espíritu para el vínculo de la paz, cosa que nos manda observar el Apóstol soportándonos unos a otros; y si esto no se observa, no sólo sería superflua la medicina, sino aun perjudicial, y en tal caso ya no es medicina. Los hombres malignos que por deseo & polémica, más que por, el odio que puedan tener contra los vicios, se esfuerzan en atraer a sí a los simples, o bien en dividirlos, estando cómo están hinchados de altivez, transportados de obstinación, astutos para calumniar, ardiendo en sediciones, y pretendiendo usar de gran severidad para que todo el mundo crea que ellos poseen la verdad, abusan para conseguir sus cismas y divisiones en la Iglesia, de los lugares de la Escritura en que se nos manda tener moderación y prudencia en la corrección de las faltas de los hermanos, con amor sincero y unión de paz." Después da otro consejo a quienes aman la paz y la concordia: "que corrijan con misericordia y suavidad lo que puedan, y lo que no pueda corregirse que lo soporten con paciencia y lo lloren con caridad hasta¡ que, o Dios lo enmiende y corrija, o lo arranque en el tiempo de la siega, como cizaña y mala simiente, y lo avente en su era separando el trigo de la paja."
      Procuren todos los fieles armarse con estas armas y reciban este aviso, que queriendo mostrarse por temor tan rigurosas celadores de la justicia, no se alejen del reino del cielo, que es el único reino de justicia. Porque si es cierto que Dios quiere mantener la comunión de su Iglesia con esta compañía externa y visible, quien se aparte de ella, aunque sea por odio contra los malos, está en grave peligro de separarse de la comunión de los santos.
      Piensen, más bien, que en esta gran multitud hay muchos hombres buenos, que ante Dios son santos de verdad e inocentes, aunque no los conozcan.
     Consideren, también, que aun entre los que parecen malos y viciosos hay muchos que no se complacen ni se deleitan en sus vicios, y que a
menudo desean vivir en santidad y justicia por poco que sean tocados por el verdadero sentimiento del temor de Dios.
Además, que no debe tenerse por malo a un hombre por una caída, ya que aun los más santos pueden caer alguna vez miserablemente.
      Otra razón es que debe ser de más peso y más importante la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos para mantener la Iglesia en unidad y paz, que las faltas de algunos que viven mal para disiparla.
      Yfinalmente, tengan en cuenta que, cuando se trata de discernir si una iglesia es de Dios o no, el juicio de Dios debe preferirse al de los hombres.

17. Cuarta objeción: Santidad de la Iglesia en la persona de sus miembros
     Oponen asimismo, que la. Iglesia, no sin motivo, se llama santa. Debemos, pues, ante todo examinar qué santidad haya en ella. Porque si no queremos tener por Iglesia sino solamente a la que fuere perfectísima y no tenga falta alguna, ciertamente no hallaremos ninguna.
     No deja de ser verdad lo que dice el Apóstol, que "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha" (Ef.5,25-27). Así es. Sin embargo, no es menos cierta esta otra sentencia: que el Señor trabaja día tras día para borrarle sus arrugas y limpiarle las manchas; de lo que se deduce que su santidad no es aún perfecta. De tal manera, pues, la Iglesia es santa, que va mejorándose de día en día. Luego no es aún perfecta, porque si cada día avanza, no ha llegado aún al colmo y perfección de la santidad, como más largamente trataremos en otro lugar.
      Por tanto, lo que los profetas anuncian de Jerusalem, que será santa y que por ella no pasarán extraños (11. 3, 17), y que su templo será santo y no pasará por él nada inmundo (Is.35,8; 52,1), no lo entendamos como si no hubiese de haber ninguna falta en los miembros de la Iglesia; sino que, dado que los fieles aspiran con todo su corazón a una entera santidad y pureza, se les atribuye tal perfección por la liberalidad de Dios, aunque ellos aún no la tengan.
      Y a pesar de que muy pocas veces se ven en los hombres estas grandes
señales de santificación, debemos decidir que ,nunca ha habido algún tiempo; desde el principio del mundo, en que Dios no haya tenido su Iglesia, y que jamás la dejará de tener hasta el fin del mundo. Porque aunque casi desde el principio del mundo quedó corrompido y pervertido todo el linaje humano por el pecado de Adán; no por eso ha dejado Él de santificar algunos instrumentos para honra de esta masa corrompida, de manera que no ha habido edad que no haya experimentado su misericordia, cosa que Él ha testificado con promesas ciertas, como cuando dice: "Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones" (Sal, 89, 3-4). O esto otro: "Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí; este es para siempre el lugar de mi reposo" (Sa1.l32,13-14). O el texto de Jeremías: "Así ha dicho Jehová, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche: Si faltaren estas leyes delante de mí, también la descendencia de Israel faltara, para no ser nación delante de mí eternamente" (Jer. 31,35-37).

18. Testimonios de los profetas
      Tanto Jesucristo como sus apóstoles y casi todos los profetas, nos dan ejemplo de ello. Es horrible leer lo que escriben Isaías, Jeremías, Joel, Abacuc y otros, del gran desorden que había en la Iglesia de Jerusalem en su tiempo. El pueblo, los magistrados y los sacerdotes estaban tan corrompidos que Isaías no duda en igualar en maldad a Jesuralem con Sodoma y Gomorra (Is.1,10). La religión misma era menospreciada y en parte contaminada. En cuánto a las costumbres no había más que hurtos, rapiñas, traiciones, muertes y otras maldades semejantes. Mas con todo, los profetas, ni establecían Iglesias nuevas, ni se edificaban otros altares en que sacrificar aparte sus víctimas; sino que aunque fuesen los hombres así, entendían los "profetas que Dios había puesto su Palabra entre ellos, y había ordenado las ceremonias que ellos usaban, y aun en medio de compañía tan mala alzaban sus manos santas al cielo y adoraban a Dios. Cierto que si los profetas hubieran pensado que se contaminaban de alguna manera, hubieran preferido cien veces morir a mezclarse con ellos. No había, pues, otra razón que les hiciese permanecer en la iglesia, en medio de tanto malvado, sino su estima en conservar su unidad.
      Y si los profetas no se atrevieron a separarse de la Iglesia por los grandes pecados que reinaban en ella, y no sólo en un hombre sino en casi toco el pueblo, para nosotros es muy arrogante atrevernos a apartamos de su comunión dondequiera que esté, porque no nos agrade la manera de vivir de alguno, o no correspondan a su profesión de cristianos.

19. Testimonios de Cristo y de los apóstoles. Conclusión
      ¿Qué sucedía igualmente en el tiempo en que vivieron Jesucristo y sus apóstoles? No obstante, ni la desesperada impiedad de los fariseos, ni la vida disoluta del pueblo, les impidió usar de los mismos sacrificios que ellos y acudir al templo juntamente con los demás a adorar a Dios y a ejercitar otros actos de religión. Esto no lo hubieran hecho nunca, si no hubiesen estado ciertos de que nadie se contamina por, acercarse con limpia conciencia a los sacramentos del Señor en compañía de los malos; porque de no ser así, ellos se hubieran abstenido. Así que, quien no se contentare con el ejemplo de los profetas y de los apóstoles, que acepte por lo menos la autoridad de Jesucristo.
     Por eso san Cipriano habla muy bien cuando dice que, aunque haya cizaña en la Iglesia, aunque haya en ella vasos sucios e inmundos, no por eso nos hemos de separar nosotros de ella; sino que nuestro deber es procurar ser trigo, ser, cuanto nos sea posible, vasos de oro o de plata. El romper los vasos de tierra a solo Jesucristo le compete, al cual le ha sido dada la vara de hierro para hacerla. Que nadie se atribuya a sí mismo lo que es propio del Hijo de Dios: arrancar la cizaña, limpiar la era, aventar la paja y separar el buen grano del malo. Esto seda una obstinación muy orgullosa y una sacrílega presunción.
      Por tanto, estos dos puntos quedan ya resueltos: que no tiene ninguna excusa quien por motivos propios se aparta de la comunión externa de la Iglesia, en la que se predica la Palabra de Dios y se administran los sacramentos. Y en segundo lugar, que las faltas y pecados de otros sean pocos o muchos, no nos impiden el hacer profesión de nuestra religión usando los sacramentos y los otros ejercicios eclesiásticos juntamente con ellos. Y esto porque una buena conciencia nunca puede ser dañada por la indignidad de los otros ni por la del mismo pastor; y los sacramentos del Señor tampoco dejan de ser puros y santos, para el hombre limpio por ser recibidos en compañía de los impuros y malvados.

20. Quinta objeción de los perfeccionistas
      Su agresividad y arrogancia llega todavía a más, porque no reconocen por Iglesia más que a la que está limpia aun de las más pequeñas faltas del mundo; y aún más: se enojan contra los buenos pastores que procuran fielmente cumplir su deber de exhortar a los fieles a obrar et bien, advirtiéndoles al mismo tiempo de que mientras vivan en este mundo se verán oprimidos por algún vicio, y por eso les instan a gemir ante Dios para conseguir el perdón. Y así les reprochan los grandes correctores que por este medio no hacen sino apartar al pueblo de la perfección.

a. En entrando en la Iglesia, los creyentes quedan purificados de sus pecados. Confieso sinceramente que para incitar a los hombres a la santidad no hemos de emplear la flojedad ni la frialdad, sino que es necesario darse de veras a este trabajo. Pero digo también que es un desvarío del Diablo el hacer creer a los hombres que mientras viven en este mundo pueden alcanzar esa perfección.  Muy a propósito se pone en el Símbolo el artículo de la remisión de los pecados después del artículo por el que creemos en la existencia de la Iglesia; porque efectivamente nadie alcanza el perdón de sus pecados, sino sólo aquellos que son sus ciudadanos y miembros como dice muy bien el profeta (Is. 33, 24). Es, pues, necesario edificar primero esta Jerusalem celestial en que luego sea posible esta merced y misericordia de Dios, de que se les perdonen sus pecados a cuantos a ella se acogieren.
      Digo que es necesario  edificar a primero  pero  no  digo que pueda existir Iglesia alguna sin remisión de pecados, porque el Señor nunca ha prometido su misericordia sino en la comunión de los santos. Así que la remisión de los pecados es nuestra primera entrada en la Iglesia y reino de Dios, sin lo cual no  es posible ni pacto ni amistad con Dios, como Él mismo dice por boca del profeta Óseas: "En aquel tiempo haré para ti pacto con las bestias",del campo, con las aves del cielo y con las serpientes de la tierra; y quitaré de la tierra arco y espada y guerra, y te haré dormir segura. Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia" (Os. 2; 18-19). Vemos claramente de qué manera nos reconcilia' el Señor consigo mismo por la misericordia. Lo mismo afirma en otro lugar cuando profetiza que recogerá al pueblo que en su ira había disipado: "Los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí" (Jer. 33, 8). Ésta es la causa por la que somos recibidos en nuestra primera entrada en la Iglesia con la señal y marca de la purificación. Con lo cual queda patente que no tenemos entrada ni acceso a la familia de Dios, si primero no son lavadas nuestras suciedades con su bondad.

21. b. En la Iglesia, los creyentes reciben diariamente el perdón de sus pecados
Por la remisión de los pecados no solamente nos recibe y admite el Señor en la Iglesia una sola vez, sino que, más aún, por ella nos mantiene y conserva en la misma. Porque, ¿para qué nos perdonaría el Señor nuestros pecados si este perdón no nos sirviese de nada? Y por otra parte todo hombre piadoso ve claramente que la misericordia de Dios sería inútil y sin efecto si nos fuese otorgada una sola vez. Porque no hay nadie que no se sienta cargado durante toda su vida de muchas miserias, que necesitan de la misericordia de Dios. Es cierto que Dios no promete sin motivo merced y gracia particularmente a sus domésticos, y que no manda en balde que cada día les sea notificado este mensaje de reconciliación. Así que, trayendo a cuestas durante toda nuestra vida las reliquias del pecado, no podríamos ciertamente permanecer en la Iglesia ni un momento, si no nos asistiera continuamente la gracia de Dios, perdonándonos nuestras faltas. Al contrario, si Dios llamó a los suyos a la salvación eterna, deben pensar ellos que la gracia de Dios está siempre dispuesta a perdonarles sus pecados.
      Por tanto hemos de llegar a esta conclusión: que por la misericordia de Dios, por los méritos de Cristo y por la santificación del Espíritu Santo han sido perdonados nuestros pecados, y que se nos perdonan diariamente mientras estamos incorporados al cuerpo de la Iglesia.

22. El ministerio de las llaves se ejercita continuamente con los creyentes
En efecto, ésta es la causa por la que el Señor ha dado las llaves a la Iglesia, para que ella dispense la gracia haciéndonos partícipes de la misma. Pues cuando Jesucristo mandó a sus apóstoles y les dio el poder de perdonar los pecados (Mt.16, 19; 18,18; Jn.20,23), no quiso que sólo desligasen de sus pecados a aquellos que se convertían de su impiedad a la fe en Jesucristo, ni que hiciesen esto una sola vez, sino que su intento fue que usaran continuamente de este oficio en favor de los fieles. Es lo que enseña san Pablo cuando escribe que Dios confió a los ministros de su Iglesia el encargo de la reconciliación, para exhortar al pueblo continuamente a reconciliarse con Él en el nombre de Cristo (2 Cor. 5, 19-20).
      En la comunión de los santos, pues, se nos perdonan los pecados continuamente por el ministerio de la Iglesia, cuando los presbíteros, o los obispos, a quienes se encomendó este oficio, confirman las conciencias de los fieles con las promesas del Evangelio, certificando que Dios quiere hacerles misericordia y perdonarles. Esto, tanto en general como en particular, según requiera la necesidad. Porque hay muchos que, por estar enfermos, tienen necesidad de ser consolados a solas y aparte; ya san Pablo dice que, no solamente en los sermones públicos, sino que aun de casa en casa enseñó al pueblo la fe en Jesucristo, amonestando a cada uno en particular acerca de la doctrina de la salvación (Hch.20, 20-21).
      Es necesario, pues, que tengamos aquí en cuenta tres cosas. La primera es que, por grande que sea la santidad de los hijos de Dios, es tal su condición, que mientras viven en este cuerpo mortal no pueden aparecer delante de Dios si no ha habido remisión de sus pecados, puesto que siempre son unos pobres pecadores.
      La segunda cosa es que de tal manera es propio de la Iglesia este beneficio, que en manera alguna podemos gozar de él si no es permaneciendo en su comunión.
      Y la tercera es que este gran beneficio se nos comunica y dispensa por medio de los ministros y pastores, tanto en la predicación del Evangelio, como en la administración de los sacramentos, mostrándosenos principalmente en esto el poder de las llaves- que el Señor dio a su Iglesia. Por consiguiente, que nadie busque en otra parte remisión alguna de pecados, sino solamente donde el Señor la ha puesto.
      La reconciliación pública, que pertenece a la disciplina, se tratará en su lugar correspondiente.

23. Sexta objeción: Imposibilidad del perdón después del bautismo
      Puesto que aquellos espíritus amigos de fantasías, de quienes vengo hablando, se empeñan en quitarle a la Iglesia esta única áncora de salvación, es menester que confirmemos las conciencias contra un error tan pestilencial.
      En tiempos pasados turbaron a la Iglesia con esta falsa doctrina los novacianos; ahora en nuestros tiempos han surgido algunos anabaptistas que renuevan este desatino. Se imaginan que el pueblo de Dios es regenerado por el Bautismo a una vida perfecta y angélica, que no se contamina con ninguna suciedad de la carne. Y si sucede que alguno peque después del bautismo, no le dan otra esperanza de perdón al pecador que ha caído después de haber recibido la gracia. Y la causa es que no conocen otra remisión de pecados sino aquella por la que somos regenerados al principio.
Y aunque no hay mentira más claramente refutada en la Escritura que ésta, ya que éstos engañan a muchos ignorantes — como también los encontró Novaciano en su tiempo — vamos a mostrar brevemente cuán pernicioso es su error, tanto para ellos como para los otros.

24. b. Ejemplos tomados del Antiguo Testamento
      Y, para comenzar casi desde el principio mismo de la Iglesia, los patriarcas fueron recibidos en el pacto de Dios al ser circuncidados, y no dudemos de que, cuando conspiraron para matar a su hermano (José), habían aprendido de su padre a observar la justicia y a ser íntegros. Esto era la mayor abominación, aborrecida incluso de los mismos salteadores. Por fin acabaron vendiéndolo, vencidos por las exhortaciones de Judá (Gn. 37,18-28), y esto también fue una crueldad intolerable. Simeón y Leví mataron a todo el pueblo de Siquem por vengar a su hermana; mas ello no les era lícito, y hasta su padre lo condenó (Gn.34,25-30). Rubén comete un execrable incesto con la mujer de su padre (Gn. 35,22). Judá, queriendo fornicar, quebrantó la honestidad natural, uniéndose, con su nuera (Gn.38, 16). Y en lugar de ser desechados del pueblo de Dios, son constituidos por el contrario en cabezas del mismo.
      ¿Y qué diremos de David? Porque; ¡qué grave pecado comete, cuando siendo él cabeza de la justicia, hace derramar la sangre inocente para satisfacer su deseo carnal! (2 Sm.11,4-25). Y David había sido ya regenerado, teniendo a su favor y por encima de los otros regenerados, ilustres testimonios de la boca misma de Dios. A pesar de todo cometió una abominación que es horrible aun entre los mismos paganos; pero alcanzó el perdón (2 Sm.12, 13).
     Y para no detenernos más contando ejemplos particulares, ¿cuántas  promesas hizo la misericordia de Diosa los israelitas, según leemos en la Ley yen los Profetas, por las cuales demostró el Señor que fue propicio a sus faltas? ¿Qué es lo que prometió Moisés al pueblo si se convertía a Dios después de su apostasía e idolatría? "Entonces Jehová hará volver a tus cautivos, y tendrá misericordia de ti, y volverá a recogerte de entre todos los pueblos-adonde te hubiere esparcido Jehová tu Dios" (Dt. 30,3).

25. c: Las promesas de los profetas
No quiero comenzar a citar un catálogo que no acabaría nunca. Porque los profetas están repletos de tales promesas de misericordia hacia un pueblo que había cometido innumerables pecados.
      ¿Qué mayor pecado que la rebelión? Se le llamó divorcio entre Dios y la Iglesia; y sin embargo fue perdonada por la gran bondad, de Dios.  "Si alguno dejare a su mujer", dice Dios por boca de Jeremías, "y yéndose ésta de él se juntare otro hombre, ¿volverá a ella más? ¿No será tal tierra del todo amancillada? Tú, pues, has fornicado con muchos amigos; mas vuélvete a mí” dice Jehová." "Vuélvete, oh rebelde Israel; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo" (Jer. 3,1.12). Ciertamente no podía tener otro afecto Aquel que dice: "¿Quiero yo la muerte del impío? ¿No vivirá, sise apartare de sus caminos?" (Ez.18,23. 32). Por esto, cuando Salomón dedicó el templo, lo destinó a hacer oraciones para alcanzar el perdón de los pecados. "Si pecaren contra ti (porque no hay hombre que no peque), y estuvieres airado contra ellos, y los entregares delante del enemigo, para que laso cautive y lleve á tierra enemiga, sea lejos o cerca¡ si se convirtieren, y oraren a ti, y dijeren: Pecamos, hemos hecho lo malo, hemos cometido impiedad, tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada, su oración y su súplica, y les harás justicia" (1 Re. 8,46-49).

d. Los sacrificios por los pecados. No en vano ordenó Dios en la Ley sacrificios ordinarios por los pecados de su pueblo (Nm. 28, 3), porque si el Señor no hubiera previsto que su o pueblo había de ser manchado continuamente por" muchos vicios nunca le hubiera ordenado este remedio.

26. e. En Cristo tenemos nosotros la plenitud de la misericordia
      Yo pregunto, si por la venida de Cristo, en la que se ha manifestado la plenitud de la gracia, han sido privados los fieles de este beneficio, por no atreverse, a pedir a Dios el perdón de sus pecados; y así, después de haber ofendido a Dios, no hallan misericordia. Y, ¿no sería esto la mismo que decir que Cristo vino para ruina "de los suyos, no para su remedio, si la clemencia de Dios para perdonar los pecados, siempre abierta a los santos del Viejo Testamento, está ahora absolutamente cerrada? Mas, si damos crédito a la Escritura que clama bien alto que la gracia de Dios y el amor que tiene a los hombres se ha mostrado enteramente en Cristo (Tit. 2,11); que en Él se han desplegado las riquezas de su misericordia (Tit. 3,4), y que se ha cumplido la reconciliación con los hombres (2 Tim. 1,9), no dudemos de que la clemencia del Padre celestial se nos presenta ahora mucho más abundante, y no menoscabada y disminuida. Y de esto tampoco nos faltan ejemplos.
     San Pedro, que había oído de labios de Cristo que a quien negase su nombre delante de los hombres, Él lo negaría delante de los ángeles del cielo (Mt. 10,33; Mc. 8, 38), le negó tres veces en una noche, y  con enormes imprecaciones (Mt. 26, 69-74); Y sin embargo no fue excluido del perdón. Aquellos que entre los tesalonicenses vivían desordenadamente son castigados de modo que Pablo les convida a penitencia (2 Tes. 3,6.11-14). San Pedro tampoco desespera a Simón Mago, sino que incluso a él le da esperanza, exhortándole a rogar a Dios que le perdone su pecado (Hch.8,22).

27. f. El ejemplo de las iglesias apostólicas
Más aún. ¿No ha habido en otros tiempos faltas gravísimas que llenaron toda una iglesia de parte a parte? ¿Qué hizo san Pablo en tal caso, sino volver con amor la iglesia al buen camino, y no lanzar excomuniones contra ella? La revuelta de los gálatas contra el Evangelio no fue una falta ligera (Gá1. 1,6; 3, 1; 4,9). Aun eran menos excusables que ellos los corintios, porque había entre ellos vicios enormemente mayores (1 Cor. 5,1; 2 Cor.12,21). Sin embargo, ni los gálatas ni los corintios quedan excluidos. de la misericordia de Dios. Antes bien, estos mismos que con su suciedad, fornicación y disolución; habían pecado más que otros, son llama dos a penitencia por sus nombres. Porque el pacto que nuestro Señor hizo con Cristo y con sus miembros, permanecerá para siempre inviolable. Dice así: "Si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad" (Sal.89,31-33).
Finalmente, el orden que hay en el Símbolo nos muestra que la gracia de perdonar los pecados reside perpetuamente en la Iglesia, porque después de haber sido constituida la Iglesia, viene la remisión de los pecados.

28. Séptima objeción: Los pecados voluntarios no pueden ser perdonados
Algunos, un tanto más prudentes, viendo que la doctrina de Novaciano está claramente refutada en la Escritura, no hacen irremisibles todos los pecados, sino solamente las transgresiones voluntarias de la Ley, en que el hombre haya caído deliberadamente y a sabiendas. Quienes hablan así, piensan que no se perdona otro pecado que el cometido por ignorancia.
     Mas, ya que el Señor ha ordenado en la Ley unos sacrificios por los pecados voluntarios, y otros por los de ignorancia, ¿qué temeridad será no.. dar ninguna esperanza de perdón al pecado voluntario? Mantengo que no hay cosa más clara que ésta: que el sacrificio de Cristo sirve para perdonar los pecados, aun voluntarios, de su pueblo, ya que el Señor así lo ha testificado en los sacrificios carnales, que eran meras figuras.
      Además, ¿quién excusará a David por ignorancia, del que sabemos que fue versado e instruido en la Ley? ¿No sabía David que el homicidio y el adulterio eran pecados graves, siendo así que los castigaba  a diario en sus vasallos? ¿Pensaban los patriarcas que era lícito y legítimo matar a su hermano? ¿Tan poco adelantados estaban los corintios, que pensasen que la incontinencia, la suciedad, la fornicación, los odios y revueltas podían agradar a Dios? ¿Ignoraba san Pedro, después de haber sido avisado tan diligentemente, qué gran pecado era el negar a su Maestro?
     Así que, no cerremos con nuestra inhumanidad la puerta a la misericordia de Dios, que tan liberalmente nos la ofrece.

29. Octava objeción: No pueden ser perdonados mas que los pecados cometidos por debilidad
No me es desconocido que algunos de los antiguos doctores interpretaron los pecados que diariamente se nos perdona como faltas ligeras en que caemos por flaqueza de la carne; Y que eran también de la opinión que la penitencia solemne no debía reiterarse, lo mismo que el Bautismo. Esta opinión no debe entenderse como si ellos quisieran poner en la desesperación a aquellos que hubiesen recaída después de haber sido admitidos una vez a misericordia; ni que ellos quieran menoscabar las faltas cotidianas, como si fuesen pequeñas delante de Dios. Ellos sabían muy bien que los fieles tropiezan muchas veces con infidelidades; que a menudo se les escapan de la boca juramentos sin necesidad; que alguna vez llegan a decirse grandes injurias movidos por la ira; y que caen en otros vicios que el Señor abomina. Mas ellos empleaban esta manera de hablar para diferenciar las faltas particulares de los grandes y públicos pecados, que eran ocasión de escándalo en la Iglesia.
Si perdonaban con tanta dificultad a los que habían cometido tales ofensas que merecían corrección eclesiástica, no lo hacían para que tales pecadores pensaran que Dios les perdonaba a duras penas, sino para atemorizar con tal severidad a los demás y evitarle s caer temerariamente en tales abominaciones por las que mereciesen ser excomulgados de la Iglesia.
Sin embargo, la Palabra de Dios, que debe sernos en esto la única regla, requiere una mayor moderación y humanidad. Porque enseña que el rigor de la disciplina eclesiástica no debe ser tal que consuma de tristeza a aquel cuyo provecho se busca, como largamente lo hemos tratado.
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POR JUAN CALVINO

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