CAPÍTULO VII


LA SUMA DE LA VIDA CRISTIANA:
LA RENUNCIA A NOSOTROS MISMOS

1. 1°. La doble regla de la vida cristiana: no somos nuestros; somos del Señor
Pasemos ahora al segundo punto. Aunque la Ley del Señor, dispone de un método perfectamente ordenado para la recta instrucción de nuestra vida, sin embargo nuestro buen y celestial Maestro ha querido formar a los suyos en una regla aún más exquisita que la contenida en su Ley.
    El principio de esta instrucción es que la obligación de los fieles es ofrecer sus cuerpos a Dios “en sacrificio vivo, santo, agradable"; y que en esto consiste el legítimo culto (Rom. 12, 1). De ahí se sigue la exhortación de que no se conformen a la imagen de este mundo, sino que se transformen renovando su entendimiento, para que conozcan cuál es la voluntad de Dios. Evidentemente es un punto trascendental saber que estamos consagradas y dedicados a Dios, a fin dé que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no sea para su gloria; porque no se pueden aplicar las cosas sagradas a usos profanos, sin hacer con ello gran injuria a Dios.
    Y si nosotros no somos nuestros, sino del Señor, bien claro se ve de qué  debemos huir para no equivocarnos, y hacia dónde debemos enderezar todo cuanto hacemos. No somos nuestros; luego, ni nuestra razón, ni nuestra voluntad deben presidir nuestras resoluciones, ni nuestros actos. No somos nuestros; luego no nos propongamos como fin buscar lo que le conviene a la carne. No somos nuestros; luego olvidémonos en lo posible de nosotros mismos y de todas nuestras cosas.
    Por el contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él. Somos de Dios, luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprendamos. Somos de Dios; a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra vida, como a único y legítimo fin. ¡Cuánto ha adelantado el que, comprendiendo que no es dueño de sí mismo, priva del mando y dirección de sí a su propia razón, para confiarlo al Señor! Porque la peste más perjudicial y que más arruina a los hombres es la complacencia en sí mismos y no hacer más que lo que a cada uno le place. Por el contrario, el único puerto de salvación, el único remedio es que el hombre no sepa cosa alguna ni quiera nada por sí mismo, sino que siga solamente al Señor, que va mostrándole el camino (Rom.14, 8).

El verdadero servicio de Dios. Por tanto, el primer paso es que el hombre se aparte de sí mismo, se niegue a sí mismo, para de esta manera aplicar todas las fuerzas de su entendimiento al servicio de Dios. Llamo servicio, no solamente al que consiste en obedecer a la Palabra de Dios, sino a aquél pop el cual el entendimiento del hombre, despojado del sentimiento de su propia carne, se convierte enteramente y se somete al Espíritu de Dios, para dejarse guiar por Él.
    Esta transformación a la cual san Pablo llama renovación de la mente (Ef.4, 23), y que es el primer peldaño de la vida, ninguno de cuantos filósofos han existido ha llegado a conocerla. Ellos enseñan que sola la razón debe regir y gobernar al hombre, y piensan que a ella sola se debe escuchar; y por lo tanto, a ella sola permiten y confían el gobierno del hombre. En cambio, la filosofía cristiana manda que la razón ceda, se sujete y se deje gobernar por el Espíritu Santo, para que el hombre no sea ya el que viva, sino que sea Cristo quien viva y reine en él (Gál.2, 20).

2. Debemos buscar la voluntad y la gloria de Dios
    De ahí se sigue el otro punto que hemos indicado; no procurar lo que nos agrada y complace, sino lo que le gusta al Señor y sirve para ensalzar su gloria.
    La gran manera de adelantar consiste en que olvidándonos casi de nosotros mismos, o por lo menos intentando no hacer caso de nuestra razón, procuremos con toda diligencia servir a Dios y guardar sus mandamientos. Porque al mandarnos la Escritura que no nos preocupemos de nosotros, no solamente arranca de nuestros corazones la avaricia, la ambición, y el apetito de honores y dignidades, sino que también desarraiga la ambición y todo apetito de gloria mundana, y otros defectos ocultos. Porque es preciso que el cristiano esté fe tal manera dispuesto y preparado, que comprenda que mientras viva debe entenderse con Dios. Con este pensamiento, viendo que ha de dar cuenta a Dios de todas sus obras, dirigirá a Él con gran reverencia todos los designios de su corazón, y los fijará en Él. Porque el que ha aprendido a poner sus ojos en Dios en todo cuanto hace, fácilmente aparta su entendimiento de toda idea vana. En esto consiste aquel negarse a sí mismo que Cristo con tanta diligencia inculca y manda a sus discípulos (M t. 16,24), durante su aprendizaje; el cual una vez que ha arraigado en el corazón, primeramente destruye la soberbia, el amor al fausto, y la jactancia; y luego, la avaricia, la intemperancia, la superfluidad, las delicadezas, y los demás vicios que nacen del amor de nosotros mismos.
    Por el contrario, dondequiera que no reina la negación de nosotros mismos, allí indudablemente vicios vergonzosos lo manchan todo; y si aún queda algún rastro de virtud se corrompe con el inmoderado deseo y apetito de gloria. Porque, mostradme, si podéis, un hombre que gratituitamente se muestre bondadoso con sus semejantes, si no ha renunciado a sí mismo, conforme al mandamiento del Señor. Pues todos los que no han tenido este afecto han practicado la virtud par lo menos para ser alabados. Y entre les filósofos, los que más insistieron en que la virtud ha de ser apetecida por sí misma, se llenaron de tanta arrogancia, que bien se ve que desearon tanto la virtud para tener motivo de ensoberbecerse. Y tan lejos está, Dios de darse por satisfecho con esos ambiciosos que, según suele decirse, beben los vientos para ser honradas y estimados del pueblo, o con los orgullosos que presumen de sí mismos, que afirma que los primeros ya han recibido su salario en esta vida, y los segundos están más lejos del reino de los cielos que los publicanos y las rameras.
    Pero aún no hemos expuesto completamente cuántos y cuan grandes obstáculos impiden al hombre dedicarse a obrar bien mientras que no ha renunciado a sí mismo. Pues es muy verdad aquel dicho antiguo, según el cual en el alma del hombre se oculta una infinidad de vicios. Y no hay ningún otro remedio, sino renunciar a nosotros mismos, no hacer caso de nosotros mismos, y elevar nuestro entendimiento a aquellas cosas que el Señor pide de nosotros, y buscarlas porque le agradan al Señor.

3. Debemos huir. de la impiedad y los deseos mundanos
    San Pablo describe en otro lugar concreto, aunque brevemente, todos los elementos para regular nuestra vida. "La gracia de Dios", dice, "se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo, quien se dio así mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras" (Tit. 2, 11-14). Porque después de haber propuesto la gracia de Dios para animarnos y allanarnos el camino, a fin de que de veras podamos servir a Dios, suprime dos impedimentos que podrían grandemente estorbarnos; a saber, la impiedad, a la que naturalmente estamos muy inclinados; y luego, los deseos mundanos, que se extienden más lejos. Bajo el nombre de impiedad no solamente incluye las supersticiones, sino también cuanto es contrario al verdadero temor de Dios. Por deseos mundanos no entiende otra cosa sino los afectos de la carne. De esta manera nos manda que nos despojemos de lo que en nosotros es natural por lo que se refiere a ambas partes de la Ley, y que renunciemos a cuanto nuestra razón y voluntad nos dictan.

    Debemos seguir la sobriedad, la justicia y la piedad. Por lo demás,  reduce todas nuestras acciones a tres miembros o partes: sobriedad, justicia y piedad.
    La primera, que es la sobriedad, sin duda significa tanto castidad y  templanza, como un puro y moderado uso de los bienes temporales, y la paciencia en la pobreza.
    La segunda, o sea la justicia, comprende todos los deberes y obligaciones de la equidad, por la que a cada uno se da lo que es suyo.
    La piedad, que viene en tercer lugar, nos purifica de todas las manchas del mundo y nos une con Dios en verdadera santidad.
    Cuando estas tres virtudes están ligadas entre sí con un lazo indisoluble, constituyen la perfección completa. Pero como no hay cosa más difícil que no hacer caso de nuestra carne y dominar nuestros apetitos, o por mejor decir, negarlos del todo, y dedicarnos a servir a Dios y a nuestro prójimo y a meditar en una vida angélica, mientras vivimos en esta tierra, san Pablo, para librar a nuestro entendimiento de todos los lazos, nos trae a la memoria la esperanza de la inmortalidad bienaventurada, advirtiéndonos que no combatimos en vano; porque así como Cristo se mostró una vez Redentor nuestro, de la misma manera se mostrará en el último día el fruto y la utilidad de la salvación que nos consiguió. De esta manera disipa todos los halagos y embaucamientos, que suelen oscurecer nuestra vista para que no levantemos los ojos de nuestro entendimiento, como conviene, a contemplar la gloria celestial. Y además nos enseña que debemos pasar por el mundo como peregrinos, a fin de no perder la herencia del cielo.

4, 2°. La renuncia a nosotros mismos en cuanto hombres: humildad y perdón
Vemos, pues, por estas palabras que el renunciar a nosotros mismos en parte se refiere a los hombres, y en parte se refiere a Dios; y esto es lo principal.
Cuando la Escritura nos manda que nos conduzcamos con los hombres de tal manera que los honremos y los tengamos en más que a nosotros mismos, que nos empleemos, en cuanto nos fuere posible, en procurar su provecho con toda lealtad (Rom. 12, 10; Flp. 2,3), nos ordena mandamientos y leyes que nuestro entendimiento no es capaz de comprender, si antes no se vacía de sus sentimientos naturales. Porque todos nosotros somos tan ciegos y tan embebidos estamos en el amor de nosotros mismos, que no hay hombre alguno al que no le parezca tener toda la razón del mundo para ensalzarse sobre los demás y menospreciarlos respecto a si mismo.
Si Dios nos ha enriquecido con algún don estimable, al momento nuestro corazón se llena de soberbia, y nos hinchamos hasta reventar de orgullo. Los vicios de que estamos llenos los encubrimos con toda diligencia, para que los otros no los conozcan, y hacemos entender adulándonos, que nuestros defectos son insignificantes y ligeros; e incluso muchas veces los tenemos por virtudes. En cuanto a los dones con que el Señor nos ha enriquecido, los tenemos en tanta estima, que los adoramos, Mas, si vemos estos dones en otros, o incluso mayores, al vernos forzados a reconocer que nos superan y que hemos de confesar su ventaja, los oscurecemos y rebajamos cuanto podemos. Por el contrario, si vemos algún vicio en los demás, no nos contentamos con observarlo con severidad, sino que odiosamente lo aumentamos.
De ahí nace esa arrogancia en virtud de la cual cada uno de nosotros, come si estuviese exento de la condición común y de la ley a la que todos estamos sujetos, quiere ser tenido en más que los otros, y sin exceptuar a ninguno, menosprecia a todo el mundo y de nadie hace caso, como si todos fuesen inferiores a él. Es cierto que los pobres ceden ante los ricos, los plebeyos ante los nobles, los criados ante los señores, los indoctos ante los sabios; pero no hay nadie que en su interior no tenga una cierta opinión de que excede a los demás. De este modo cada uno adulándose a sí mismo, mantiene una especie de reino en su corazón. Atribuyéndose a sí mismo las cosas que le agradan, juzga y censura el genio y las costumbres de los demás; y si se llega a la disputa, en seguida deja ver su veneno. Porque sin duda hay muchos que aparentan mansedumbre y modestia cuando todo va a su gusto; pero, ¿quién es el que cuando se siente pinchado y provocado guarda el mismo continente modesto y no pierde la paciencia?
No hay, pues, más remedio que desarraigar de lo intimo del corazón esta peste infernal de engrandecerse a si mismo y de amarse desordenadamente, como lo enseña también la Escritura. Según sus enseñanzas, los dones que Dios nos ha dado hemos de comprender que no son nuestros, pues son mercedes que gratuitamente Dios nos ha concedido; y que si alguno se ensoberbece por ellos, demuestra por lo mismo su ingratitud. “¿Quién te distingue?”, dice san Pablo, “¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?”. Por otra parte, al reconocer nuestros vicios, deberemos ser humildes. Con ello no quedará en nosotros nada de que gloriamos; más bien encontraremos materia para rebajarnos.
Se nos manda también que todos los bienes de Dios que vemos en los otros los tengamos en tal estima y aprecio, que por ellos estimemos y honremos a aquellos que los poseen. Porque seria gran maldad querer despojar a un hombre del honor que Dios le ha conferido.
En cuanto a sus faltas se nos manda que las disimulemos y cubramos; y no para mantenerlas con adulaciones, sino para no insultar ni escarnecer por causa de ellas a quienes cometen algún error, puesto que debemos amarlos y honrarlos. Por eso no solamente debemos conducirnos modesta y moderadamente con cuantos tratemos, sino incluso con dulzura y amistosamente, pues jamás se podrá llegar por otro camino a la verdadera mansedumbre, sino estando dispuesto de corazón a rebajarse a sí mismo y a ensalzar a los otros.

5. El ser vicio al prójimo en el amor y la comunión mutuas
Y ¡cuánta dificultad encierra el cumplimiento de nuestro deber de buscar la utilidad del prójimo! Ciertamente, si no dejamos a un lado el pensamiento de nosotros mismos, y nos despojamos de nuestros intereses, no haremos nada en este aspecto. Porque, ¿cómo llevaremos a cabo las obras que san Pablo nos enseña que son de caridad, si no hemos renunciado a nosotros mismos para consagrarnos al servicio de nuestros hermanos? “El amor”, dice, “es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita...” (1 Cor. 13,4-7). Si solamente se nos mandase no buscar nuestro provecho, aún entonces no sería poco el esfuerzo que tendríamos que hacer, pues de tal manera nos lleva nuestra naturaleza a amarnos a nosotros mismos, que no consiente fácilmente que nos despreocupemos de nosotros para atender al provecho del prójimo; o por mejor decir, no nos consiente perder de nuestro derecho para que otros gocen de él.
Sin embargo, la Escritura, para inducirnos a ello, nos advierte que todos cuantos bienes y mercedes hemos recibido de Dios, nos han sido entregados con la condición de que contribuyamos al bien común de la Iglesia; y por tanto, que el uso legitimo de todos estos bienes lleva consigo comunicarlos amistosa y liberalmente con nuestro prójimo. Ninguna regla más cierta ni más sólida podía imaginarse para mantener esta comunicación, que cuando se nos dice que todos los bienes que tenemos nos los ha dado Dios en depósito, y que los ha puesto en nuestras manos con la condición de que usemos de ellos en beneficio de nuestros hermanos.
Y aún va más allá la Escritura. Compara las gracias y dones de cada uno a las propiedades de los diversos miembros del cuerpo humano. Ningún miembro tiene su facultad correspondiente en beneficio suyo, sino para el servicio de los otros miembros, y no saca de ello más provecho que el general, que repercute en todos los demás miembros del cuerpo. De esta manera el fiel debe poner al servicio de sus hermanos todas sus facultades; no pensando en sí mismo, sino buscando el bien común de la Iglesia (1 Cor. 12, 12). Por tanto, al hacer bien a nuestros hermanos y mostrarnos humanitarios, tendremos presente esta regla: que de todo cuanto el Señor nos ha comunicado con lo que podemos ayudar a nuestros hermanos, somos dispensadores; que estamos obligados a dar cuenta de cómo lo hemos realizado; que no hay otra manera de dispensar debidamente lo que Dios ha puesto en nuestras manos, que atenerse a la regla de la caridad. De ahí resultará que no solamente juntaremos al cuidado de nuestra propia utilidad la diligencia en hacer bien a nuestro prójimo, sino que incluso, subordinaremos nuestro provecho al de los demás.
Y para que no ignorásemos que ésta es la manera de administrar bien todo cuanto el Señor ha repartido con nosotros, lo recomendó antiguamente al pueblo de Israel aun en los menores beneficios que le hacía. Porque mandó que se ofreciesen las primicias de los nuevos frutos (Éx. 22,29-30; 23,19), para que mediante ellas el pueblo testimoniase que no era lícito gozar de ninguna clase de bienes, antes de que le fueran con sagrados. Y si los dones de Dios nos son finalmente santificados cuando se los hemos ofrecido con nuestras manos, bien claro se ve que es un abuso intolerable no realizar tal dedicación. Por otra parte, sería un insensato desvarío pretender enriquecer a Dios mediante la comunicación de nuestras cosas. Y puesto que, como dice el Profeta, nuestra liberalidad no puede subir hasta Dios (Sal. 16,3), esta liberalidad debe ejercitarse con sus servidores que viven en la tierra. Por este motivo las limosnas son comparadas a ofrendas sagradas (Heb.13, 16; 2 Cor.9,5.12), para demostrar que son ejercicios que ahora corresponden a las antiguas observancias de la Ley.

6. Nos debemos a todos, incluso a nuestros enemigos
Además de esto, a fin de que no desfallezcamos en hacer el bien – lo que de otra manera sucedería necesariamente en seguida – debemos recordar lo que luego añade el Apóstol: "el amor es sufrido, es benigno" (1 Cor. 13,4). El Señor, sin excepción alguna, nos manda que hagamos bien a todos, aunque la mayor parte de ellos son completamente indignos de que se les haga beneficio alguno, si hubiera que juzgarlos por sus propios méritos. Pero aquí la Escritura nos presenta una excelente razón, enscn1ándonos que no debemos considerar en los hombres más que la imagen de Dios, a la cual debemos toda honra y amor; y singularmente debemos considerarla en los de "la familia de la fe" (Gál. 6,10), en cuanto es en ellos renovada y restaurada por el Espíritu de Cristo.
Por tanto, no podemos negarnos a prestar ayuda a cualquier hombre que se nos presentare necesitado de la misma. Responderéis que es un extraño. El Señor mismo ha impreso en él una marca que nos es familiar, en virtud de la cual nos prohíbe que menospreciemos a nuestra carne (Is. 58, 7). Diréis que es un hombre despreciable y de ningún valor. El Señor demuestra que lo ha honrado con su misma imagen. Si alegáis que no tenéis obligación alguna respecto a él, Dios ha puesto a este hombre en su lugar, a fin de que reconozcamos, favoreciéndole, los grandes beneficios que su Dios nos ha otorgado. Replicaréis que este hombre no merece que nos tomemos el menor trabajo por él; pero la imagen de Dios, que en él debemos contemplar, y por consideración a la cual hemos de cuidarnos de él, sí merece que arriesguemos cuanto tenemos y a nosotros mismos. Incluso cuando él, no solamente no fuese merecedor de beneficio alguno de nuestra parte, sino que además nos hubiese colmado de injurias y nos hubiera causado todo el mal posible, ni siquiera esto es razón suficiente para dejar de amarlo y de hacerle los favores y beneficios que podamos. Y si decimos que ese hombre no merece más que daño por parte nuestra, ¿qué merece el Señor, que nos manda perdonar a este hombre todo el daño que nos ha causado, y lo considera como hecho a sí mismo? (Lc.17, 3; Mt. 6,14; 18,35).
En verdad no hay otro camino para conseguir amar a los que nos aborrecen, devolver bien por mal, desear toda clase de venturas a quienes hablan mal de nosotros puesto que no solamente es difícil a la naturaleza humana, sino del todo opuesto a ella, que recordar que no hemos de pensar en la malicia de los hombres, sino que hemos de considerar únicamente la imagen de Dios. Ella con su hermosura y dignidad puede conseguir disipar y borrar todos los vicios que podrían impedirnos amarlos.

7. La verdadera caridad procede del corazón

Así pues, esta mortificación se verificará en nuestro corazón, cuando hubiéremos conseguido entera y perfecta caridad. Y la poseerá verdaderamente aquel que no sólo cumpliere todas las obligaciones de la caridad, sin omitir alguna, sino que además hiciere cuanto inspira el verdadero y sincero afecto del amor. Porque puede muy bien suceder que un hombre pague integramente cuanto debe a los demás, por lo que respecta al cumplimiento externo del deber; y sin embargo, esté muy lejos de cumplido como debe. Porque hay algunos que quieren ser tenidos por muy liberales, y sin embargo no dan cosa alguna sin echado en cara, o con la expresión de su cara o con alguna palabra arrogante. Y hemos llegado a tal grado de desventura en este nuestro desdichado tiempo, que casi la mayor parte de la gente no sabe hacer una limosna sin afrentar al que la recibe; perversidad intolerable, incluso entre paganos.
Ahora bien, el Señor quiere que los cristianos vayan mucho más allá que limitarse a mostrarse afables, para hacer amable con su dulzura y humanidad el beneficio que se realiza. Primeramente deben ponerse en lugar de la persona que ven necesitada de su ayuda y favor; que se conduelan de sus trabajos y necesidades, como si ellos mismos las experimentasen y padeciesen, y que se sientan movidos a remediadas con el mismo afecto de misericordia que si fuesen suyas propias. El que con tal  ánimo e intención estuviere dispuesto a ayudar a sus hermanos, no afeará su liberalidad con ninguna arrogancia o reproche, ni tendrá en menos al hermano que socorre, por encontrarse necesitado, ni querrá subyugado como si le estuviera obligado; ni más ni menos que no ofendemos a ninguno de nuestros miembros cuando están enfermos, sino que todos los demás se preocupan de su curación; ni se nos ocurre que el miembro enfermo esté particularmente obligado a los demás, a causa de la molestia que se han tomado por él. Porque, lo que los miembros se comunican entre sí no se tiene por cosa gratuita, sino como pago de lo que se debe por ley de naturaleza, y no se podría negar sin ser tachado de monstruosidad.
De este modo conseguiremos también no creernos ya libres, y que podemos desentendernos por haber cumplido alguna vez con nuestro deber, como comúnmente se suele pensar. Porque el que es rico cree que después de haber dado algo de lo que tiene puede dejar a los demás las otras cargas, como si él ya hubiera cumplido y pudiera desentenderse de ellas. Por el contrario, cada uno pensará que de todo cuanto es, de todo cuanto tiene y cuanto vale es deudor para con su prójimo; y por tanto, que no debe limitar su obligación de hacerles bien, excepto cuando ya no le fuere posible y no dispusiere de medios para ello; los cuales, hasta donde pueden alcanzar, han de someterse a esta ley de la caridad.

8. 3°. La renuncia de nosotros mismos respecto a Dios
Tratemos de nuevo más por extenso la otra parte de la negación de nosotros mismos, que, según dijimos, se refiere a Dios. Sería cosa superflua repetir todo cuanto hemos dicho ya. Bastará ahora con demostrar de qué manera nos lleva a ser pacientes y mansos.

Debemos someter a Él los afectos del corazón. En primer lugar, mientras nosotros buscamos en esta vida la manera de vivir cómoda y tranquilamente, la Escritura siempre nos induce a que nos entreguemos, nosotros mismos y cuanto poseemos, a la voluntad de Dios, y nos pongamos en sus manos, para que Él domine y someta los afectos de nuestro corazón. Respecto a apetecer crédito y honores, a buscar dignidades, a aumentar las riquezas, a conseguir todas aquellas vanidades que nos parecen aptas para la pompa y la magnificencia, tenemos una intemperancia rabiosa y un apetito desmesurado. Por el contrario, sentimos un miedo exagerado de la pobreza, de la insignificancia y la ignominia, y las aborrecemos de corazón; y por eso procuramos todos los medios posibles de 1uir de ellas. Ésta es la razón de la inquietud que llena la mente de todos aquellos que ordenan su vida de acuerdo con su propio consejo; de las astucias de que se valen; de todos los procedimientos que cavilan y con los que se atormentan a fin de llegar a donde su ambición y avaricia los impulsa, y de esta manera escapar a la pobreza y a su humilde condición.

Sólo la bendición debe bastarnos. Por eso los que temen a Dios, para no enredarse en estos lazos, guardarán las reglas que siguen: Primeramente no apetecerán ni espetarán, ni intentarán medio alguno de prosperar, sino por la sola bendición de Dios; y, en consecuencia, descansarán y confiarán con toda seguridad en ella. Porque, por más que le parezca a la carne que puede bastarse suficientemente a sí misma, cuando por su propia industria y esfuerzo aspira a los honores y las riquezas, o cuando se apoya en su propio esfuerzo, o cuando es ayudada por el favor de los hombres; sin embargo es evidente que todas estas cosas no son nada, y que de nada sirve y aprovecha nuestro ingenio, sino en la medida en que el Señor los hiciere prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará el camino, aun frente a todos los impedimentos del mundo, para conseguir que cuanto emprendamos tenga feliz y próspero, suceso.
Además, aun cuando pudiésemos, sin esta bendición de Dios, adquirir algunos honores y riquezas, como a diario vemos que los impíos consiguen grandes honores y bienes de fortuna, como quiera que donde está la maldición de Dios no puede haber una sola gota de felicidad, todo cuanto alcanzáremos y poseyéremos sin su bendición, no nos aprovecharía en absoluto. Y, evidentemente, sería un necio despropósito apetecer lo que nos hará más miserables.

9. La certeza de que Dios bendice y hace que todo concurra a nuestra salvación, modera todos nuestros deseos

Por tanto, si creemos que el único medio de prosperar y de conseguir feliz éxito consiste en la sola bendición de Dios, y que sin ella nos esperan todas las miserias y calamidades, sólo queda que desconfiemos de la habilidad y diligencia de nuestro propio ingenio, que no nos apoyemos en el favor de los hombres, ni confiemos en la fortuna, ni aspiremos codiciosamente a los honores y riquezas; al contrario, que tengamos de continuo nuestros ojos puestos en Dios, a fin de que, guiados por Él, lleguemos al estado y condición que tuviere a bien concedernos. De ahí se seguirá que no procuraremos por medios ilícitos, ni con engaños, malas artes o violencias y con daño del prójimo, conseguir riquezas, ni aspirar a los honores y dignidades de los demás; sino que únicamente buscaremos las riquezas que no nos apartan de la conciencia. Porque, ¿quién puede esperar el favor de la bendición de Dios, para cometer engaños, rapiñas y otras injusticias? Como quiera que ella no ayuda más que a los limpios de corazón y a los que cuidan de hacer el bien, el hombre que la desea debe apartarse de toda maldad y mal pensamiento..
Además, ella nos servirá de freno, para que no nos abrasemos en la codicia desordenada de enriquecernos, y para que no anhelemos ambiciosamente honores y dignidades. Porque, ¿con qué desvergüenza confiará uno en que Dios le va a ayudar y asistir para conseguir lo que desea, contra su propia Palabra? ¡Lejos de Dios que lo que Él con su propia boca maldice, lo haga prosperar con la asistencia de su bendición!
Finalmente, cuando las cosas no sucedan conforme a nuestros deseos y esperanzas, esta consideración impedirá que caigamos en la impaciencia, y que maldigamos del estado y condición en que nos encontramos, por miserable que sea. Ello sería murmurar contra Dios, por cuyo arbitrio y voluntad son dispensadas las riquezas y la pobreza, las humillaciones y los honores.
En suma, todo aquel que descansare en la bendición de Dios, según se ha expuesto, no aspirará por malos medios ni por malas artes a ninguna de cuantas cosas suelen los hombres apetecer desenfrenadamente, ya que tales medios no le servirían de nada.
Si alguna cosa le sucediera felizmente, no la atribuirá a sí mismo, a su diligencia, habilidad y buena fortuna, sino que reconocerá a Dios como autor y a Él se lo agradecerá.
Por otra parte, si ve que otros florecen, que sus negocios van de bien en mejor, y en cambio sus propios asuntos no prosperan, o incluso van a menos, no por ello dejará de sobrellevar pacientemente su pobreza, y con más moderación que lo haría un infiel que no consiguiera las riquezas que deseaba. Porque el creyente tendría un motivo de consuelo, mayor que el que pudiera ofrecerle toda la abundancia y el poder del mundo reunidos, al considerar que Dios ordena y dirige las cosas del modo que conviene a su salvación. Y así vemos que David, penetrado de este sentimiento, mientras sigue a Dios y se deja dirigir por El, afirma que es “como un niño destetado de su madre”, y que no ha andado “en grandezas ni en cosas demasiado sublimes” (Sal. 131, 2. 1).

10. La abnegación nos permite aceptar todas las pruebas
Mas, no solamente conviene que los fieles guarden esta moderación y paciencia respecto a esta materia, sino que es necesario que la hagan extensiva a todos los acontecimientos que pueden presentarse en esta vida. Por ello, nadie ha renunciado a si mismo como debe, sino el que tan totalmente se ha puesto en las manos del Señor, que voluntariamente consiente en que toda su vida sea gobernada por la voluntad y el beneplácito de Dios. Quien esté animado de esta disposición, suceda lo que suceda y vayan las cosas como fueren, jamás se considerará desventurado, ni se quejará contra Dios de su suerte y fortuna.
Cuán necesario sea este sentimiento, se ye claro considerando a cuántas cosas estamos expuestos. Mil clases de enfermedades nos molestan a diario. Ora nos persigue la peste, ora la guerra; ya el granizo y las heladas nos traen la esterilidad, y con ella la amenaza de la necesidad; bien la muerte nos arrebata a la mujer, los padres, los hijos, los parientes; otras veces el fuego nos deja sin hogar. Estas cosas hacen que el hombre maldiga la vida, que deteste el día en que nació, que aborrezca el cielo y su claridad, que murmure contra Dios y, conforme a su elocuencia en blasfemar, le acuse de inicuo y cruel.
Por el contrario, el hombre fiel contempla, aun en estas cosas, la clemencia de Dios y ye en ellas un regalo verdaderamente paternal. Aunque vea su casa desolada por la muerte de sus parientes, no por eso dejará de bendecir al Señor; más bien se hará la consideración de que la gracia del Señor que habita en su casa, no la dejará desolada. Sea que vea sus cosechas destruidas por las heladas o por el granizo, y con ello la ameraza del hambre, aun así no desfallecerá ni se quejará contra Dios; más bien permanecerá firme en su confianza, diciendo: A pesar de todo estamos bajo la protección del Señor y somos ovejas apacentadas en sus pastos (Sal. 79, 12); El nos dará el sustento preciso, por extrema que sea la necesidad. Sea que le oprima la enfermedad, tampoco la vehemencia del dolor quebrantará su voluntad, hasta llevarle a la desesperación y a quejarse por ello de Dios; .sino que viendo su justicia y benignidad en el castigo que le envía, se esforzará por tener paciencia. En fin, cualquier cosa que le aconteciere sabe que así ha sido ordenada por la mano de Dios, y la recibirá con el corazón en paz, sin resistir obstinadamente al mandamiento de Aquel en cuyas manos se puso una vez a si mismo y cuanto tenía.
No quiera Dios que se apodere del cristiano aquella loca e infeliz manera de consolarse de los gentiles que, para sufrir con buen ánimo las adversidades, las atribulan a la fortuna, pareciéndoles una locura enojarse contra ella, por ser ciega y caprichosa, y que sin distinción alguna hería tanto a buenos como a malos. Por el contrario, la regla del temor de Dios nos dicta que sólo la mano de Dios es quien dirige y modera lo que llamamos buena o mala fortuna; y que Su mano no actúa por un impulso irracional, sino que de acuerdo con una justicia perfectamente ordenada dispensa tanto el bien como el mal.

www.iglesiareformada.com
Biblioteca
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO