CAPÍTULO VI


SOBRE LA VIDA DEL CRISTIANO.
ARGUMENTOS DE LA ESCRITURA QUE NOS EXHORTAN
A ELLA

l. Introducción al "Tratado de la vida cristiana", capítulos VI a X
  1 °. Método de exposición
     Hemos dicho  que el blanco y fin de la regeneración es que en la vida de los fieles se vea armonía y acuerdo entre la justicia de Dios y la obediencia de ellos; y de este modo, ratifiquen la adopción por la cual han sido admitidos en el número de sus hijos. Y aunque la Ley de Dios contiene en sí aquella novedad de vida mediante la cual queda restaurada en nosotros la imagen de Dios; sin embargo como nuestra lentitud y pereza tienen necesidad de muchos estímulos y empujones para ser más diligente, resultará útil deducir de pasajes diversos de la Escritura un orden y modo de regular adecuadamente nuestra vida, para que los que desean sinceramente enmendarse, no se engañen lamentablemente en su intento.         
    Ahora bien, al proponer formar la vida de un cristiano, no ignoro que me meto en un tema demasiado vasto y complejo, que por su extensión podría llenar un libro voluminoso, si quisiera tratarlo como merece. Porque bien vemos lo prolijas que son las exhortaciones de los doctores antiguos, cuando se limitan a tratar de alguna virtud en particular. Y no porque pequen de habladores; sino porque en cualquier virtud que uno se proponga alabar y recomendar es tal la abundancia de materia, que le parecerá que no ha tratado bien de ella, si no dice muchas cosas en su alabanza.
    Sin embargo, mi intención no es desarrollar de tal manera la instrucción de vida, que trate de cada una de las virtudes en particular, y hacer un panegírico de cada una de ellas. Esto puede verse en los libros de otros, principalmente en las homilías o sermones populares de los doctores antiguos. A mí me basta con exponer un cierto orden y método mediante el cual el cristiano sea dirigido y encaminado al verdadero blanco de ordenar convenientemente su vida. Me contentaré, pues, con señalar en pocas palabras una regla general, a la cual él pueda reducir todas sus acciones. Quizás en otra ocasión trate más por extenso este tema; (o puede que lo deje para otros, por no ser yo tan apto para realizarlo. A mí, por disposición natural, me gusta la brevedad; y puede que si me propusiera extenderme más, no consiguiera hacerlo debidamente. Aun cuando el modo de enseñar por extenso fuese más plausible, difícilmente dejaría yo de exponer los temas con brevedad, como lo hago). Además la obra que tengo entre manos exige que con la mayor brevedad posible expongamos una doctrina sencilla y clara.
    Así como en filosofía hay ciertos fines de rectitud y honestidad de los cuales se deducen las obligaciones y deberes particulares de cada virtud, igualmente la Escritura tiene su manera de proceder en este punto; e incluso afirmo que el orden de la Escritura es más excelente y cierto, que el de los filósofos. La única diferencia es que los filósofos, como eran muy  ambiciosos, afectaron a propósito al disponer esta materia, una exquisita perspicuidad y claridad para demostrar la sutileza de su ingenio. Por el contrario, el Espíritu de Dios, como, enseñaba sin afectación alguna, no siempre ni tan estrictamente ha guardado orden ni método; sin embargo, cuando lo emplea nos demuestra que no lo, debemos menospreciar.

2. Dios imprime en nuestros corazones el amor de la justicia:
    a. por su propia santidad
El orden de la Escritura que hemos indicado, consiste principalmente en dos puntos. El primero es imprimir en nuestros corazones el amor de la justicia, al cual nuestra naturaleza no nos inclina en absoluto. El otro, proponernos una regla cierta, para que no andemos vacilantes ni equivoquemos el camino de la Justicia.
    Respecto al primer punto, la Escritura presenta muchas y muy admirables razones para inclinar nuestro corazón al amor de la justicia. Algunas las hemos ya mencionado en diversos lugares, y aquí expondremos brevemente otras.
¿Cómo podría comenzar mejor que advirtiéndonos la necesidad de que seamos santificados, porque nuestro Dios es santo (Lv. 19, 1-2; 1 Pe. 1, 16)? Porque, como quiera que andábamos extraviados, como ovejas descarriadas, por el laberinto de este mundo, ti nos recogió para unirnos consigo. Cuando oímos hablar de la unión de Dios con nosotros, recordemos que el lazo de la misma es la santidad. No que vayamos nosotros a Dios por el mérito de nuestra santidad, puesto que primeramente es necesario que antes de ser santos nos acerquemos a El, para que derramando su santidad sobre nosotros, podamos seguirle hasta donde dispusiere; sino porque su misma gloria exige que no tenga familiaridad alguna con la iniquidad y la inmundicia; hemos de asemejamos a El, porque somos suyos. Por eso la Escritura nos enseña que la santidad es el fin de nuestra vocación, en la que siempre debemos tener puestos los ojos, si queremos responder a Dios cuando nos llama. Porque, ¿para qué sacarnos de la maldad y corrupción del mundo, en la que estábamos sumidos, si deseamos permanecer encenagados y revolcándonos en ella toda nuestra vida? Además, nos avisa también que si queremos ser contados en el número de los hijos de Dios, debemos habitar en la santa ciudad de Jerusalem (Sal. 24,3), que ti ha dedicado y consagrado a sí mismo y no es lícito profanarla con La impureza de los que la habitan. De ahí estas sentencias: Aquéllos habitarán en el tabernáculo de Jehová, que andan en integridad y hacen justicia (Sal. 15,1-2). Porque no conviene que el santuario, en el que Dios reside, esté lleno de estiércol, como si fuese un establo.

3. b. Por nuestra redención y nuestra comunión can Cristo
Y para más despertarnos, nos muestra la Escritura, que como Dios nos reconcilia consigo en Cristo, del mismo modo nos ha propuesto en Él una imagen y un dechado, al cual quiere que nos conformemos (Rom. 6,4-6.18).
Así pues, los que creen que solamente los filósofos han tratado como se debe la doctrina moral, que me muestren una enseñanza respecto a las costumbres, mejor que la propuesta por la Escritura. Los filósofos cuando pretenden con todo su poder de persuasión exhortar a los hombres a la virtud, no dicen sino que vivamos de acuerdo con la naturaleza. En cambio, la Escritura saca sus exhortaciones de la verdadera fuente, y nos ordena que refiramos a Dios toda nuestra vida, como autor que es de la misma y del cual está pendiente. Y además, después de advertirnos que hemos degenerado del verdadero estado original de nuestra creación, añade que Cristo, por el cual hemos vuelto a la gracia de Dios, nos ha sido propuesto como dechado, cuya imagen debemos reproducir en nuestra vida. ¿Qué se podría decir más vivo y eficaz que esto? ¿Qué más podría desearse? Porque si Dios nos adopta por hijos con la condición de que nuestra vida refleje la de Cristo, fundamento de nuestra adopción, si no nos entregamos a practicar la justicia, además de demostrar una enorme deslealtad hacia nuestro Creador, renegamos también de nuestro Salvador.
Por eso la Escritura, de todos los beneficios de Dios que refiere y de cada una de las partes de nuestra salvación, toma ocasión para exhortarnos. Así cuando dice que puesto que Dios se nos ha dado como Padre, merecemos que se nos tache de ingratos, si por nuestra parte no demostramos también que somos sus hijos (Mal. 1,6; Ef. 5,1; 1 Jn. 3,1). Que habiéndonos limpiado y lavado con su sangre, comunicándonos por el bautismo esta purificación, no debemos mancillamos con nuevas manchas (Ef. 5,26; Heb. 10,10; 1 Cor. 5,11.13; l Pe. 1,15—19). Que puesto que nos ha injertado en su cuerpo, debemos poner gran cuidado y solicitud para no contaminarnos de ningún modo, ya que somos sus miembros (1 Cor. 6,15; Jn. 15,3; Ef. 5,23). Que, siendo Él nuestra Cabeza, que ha subido al cielo, es necesario que nos despojemos de todos los afectos terrenos para poner todo nuestro corazón en la vida celestial (Col. 3, 1—2). Que. habiéndonos consagrado el Espíritu Santo como templos de Dios, debemos procurar que su gloria sea ensalzada por medio de nosotros y guardarnos de no ser profanados con la suciedad del pecado (1 Cor. 3, 16; 6,1; 2 Cor. 6, 16). Que, ya que nuestra alma y nuestro cuerpo están destinados a gozar de la incorrupción celestial y de la inmarcesible corona de la gloria, debemos hacer todo lo posible para conservar tanto el alma como el cuerpo puros y sin mancha hasta el día del Señor (1 Tes. 5.23).
He aquí los verdaderos y propios fundamentos para ordenar debidamente nuestra vida. Es imposible hallarlos semejantes entre los filósofos, quienes al alabar la virtud nunca van más allá de la dignidad natural del hombre

4. 2°. Llamamiento a los falsos cristianos; el Evangelio no es una doctrina de meras palabras, sino de vida
Este es el lugar adecuado para dirigirme a los que no tienen de Cristo más que un título exterior, y con ello quieren ya ser tenidos por cristianos. Mas, ¿qué desvergüenza no es gloriarse del sacrosanto nombre de Cristo, cuando solamente permanecen con Cristo aquellos que lo han conocido perfectamente por la palabra del Evangelio? Ahora bien, el Apóstol niega que haya nadie recibido el perfecto conocimiento de Cristo, sino el que ha aprendido a despojarse del hombre viejo, que se corrompe, para revestirse del nuevo, que es Cristo (Ef. 4,20-24).
Se ve pues claro, que estas gentes afirman falsamente y con gran injuria de Cristo que poseen el conocimiento del mismo, por más que hablen del Evangelio; porque el Evangelio no es doctrina de meras palabras, sino de vida, y no se aprende únicamente con el entendimiento y La memoria, como las otras ciencias, sino que debe poseerse con el alma, y asentarse en lo profundo del corazón; de otra manera no se recibe como se debe. Dejen, pues, de gloriarse con gran afrenta de Dios, de lo que no son; o bien, muestren que de verdad son dignos discípulos de Cristo, su Maestro.
Hemos concedido el primer puesto a la doctrina en la que se contiene nuestra religión. La razón es que ella es el principio de nuestra salvación. Pero es necesario también, para que nos sea útil y provechosa, que penetre hasta lo más íntimo del corazón, a fin de que muestre su eficacia a través de nuestra vida, y que nos trasforme incluso, en su misma naturaleza. Si los filósofos se enojan, y con razón, y arrojan de su lado con grande ignominia a los que haciendo profesión del arte que llaman maestra de la vida, la convierten en una simple charla de sofistas, con cuánta mayor razón no hemos de abominar nosotros de estos charlatanes, que no saben hacer otra cosa que engañar y se contentan simplemente con tener el Evangelio en los labios, sin preocuparse para nada de él en su manera de vivir, dado que la eficacia del Evangelio debería penetrar hasta los más íntimos afectos del corazón, debería estar arraigada en el alma infinitamente más que todas las frías exhortaciones de los filósofos, y cambiar totalmente, al hombre.

5. Debemos tender a la perfección que nos manda Dios
Yo no exijo que la vida del cristiano sea un perfecto y puro Evangelio.
Evidentemente sería de desear que así fuera, y es necesario que el cristiano lo intente. Sin embargo yo no exijo una perfección evangélica tan severa, que me niegue a reconocer como cristiano al que no haya llegado aún a  ella. Entonces habría que excluir de la iglesia a todos los hombres del mundo, ya que no hay uno solo que no esté muy lejos de ella, por más que haya adelantado. Tanto más cuanto que la mayor parte no están adelantados, y sin embargo no hay razón para que sean desechados. ¿Qué hacer, entonces?
    Evidentemente debemos poner ante nuestros ojos este blanco, al que han de ir dirigidas todas nuestras acciones. Hacia él hay que tender y debemos esforzarnos por llegar. Porque no es lícito que andemos a medias con Dios, haciendo algunas de las cosas que nos manda en su Palabra, y teniendo en cuenta otras a nuestro capricho. Pues Él siempre nos recomienda en primer lugar la integridad como parte principal de su culto, queriendo significar con esa palabra una pura sinceridad de corazón sin mezcla alguna de engaño y de ficción; a lo cual se opone la doblez de corazón; como si dijese, qué el principio espiritual de la rectitud de vida es aplicar el afecto interior del corazón a servir a Dios sin ficción alguna en santidad y en justicia. Mas, como mientras vivimos en la cárcel terrena de nuestro cuerpo, ninguno de nosotros tiene fuerzas suficientes, ni tan buena disposición, que realice esta carrera con la ligereza que debe, y más bien, la mayor parte es tan débil y tan sin fuerzas, que va vacilando y como cojeando y apenas avanza, caminemos cada uno según nuestras pequeñas posibi1idades y no dejemos de proseguir el camino que hemos comenzado. Nadie avanzará tan pobremente, que por lo menos no gane algo de terreno cada día.
    No dejemos, pues, de aprovechar continuamente algo en el camino del Señor, y no perdamos el ánimo ni desmayemos porque aprovechamos poco. Aunque el éxito no corresponda a nuestros deseos, el trabajo no está perdido si el día de hoy supera al de ayer. Pongamos los ojos en este blanco con sincera simplicidad y sin engaño alguno, y procuremos llegar al fin que se nos propone, sin adularnos ni condescender con nuestros vicios, sino esforzándonos sin cesar en ser cada día mejores hasta que alcancemos la perfecta bondad que debemos buscar toda nuestra vida. Esa perfección la conseguiremos cuando, despojados de la debilidad de nuestra carne, seamos plenamente admitidos en la compañía de Dios.
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POR JUAN CALVINO

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