CAPITULO XXV

LA RESURRECCION FINAL

1. La esperanza de la resurrección final y de la gloria celeste nos ayuda a llevar la cruz
Aunque Jesucristo, sol de justicia, después de vencer a la muerte, “sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”, como dice san Pablo (2 Tim. 1,10); por lo cual se dice que el que cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn. 5,24); y que ya no somos extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, que nos hace sentar en los lugares celestiales con Jesucristo (Ef. 2, 19.6), de suerte que no nos falte cosa alguna para gozar de perfecta felicidad; sin embargo, para que no se nos haga duro tener que ejercitarnos en este mundo en una guerra penosa e ininterrumpida, como Si 1W consiguiésemos fruto ni provecho alguno de la victoria que Cristo nos ha ganado, debemos tener presente lo que en otro lugar nos enseña la Palabra de Dios hablando de la naturaleza de la esperanza. Porque como quiera que “esperamos lo que no vemos” (Rom. 8,25), y que — como en otro lugar está escrito — la fe es la demostración de lo que no se ye (Heb. 11, 1), mientras permanecemos encerrados en la cárcel de nuestra carne “estamos ausentes del Señor” (2 Cor. 5,6). Por lo cual el mismo san Pablo dice en otro lugar que estamos muertos, y que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios; y que cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces nosotros también seremos manifestados con El en gloria (Col. 3,3-4). He aquí, pues, nuestra condición: que “vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tit. 2, 12-13).
Es menester que tengamos aquí una paciencia admirable para que al sentirnos cansados no nos volvamos atrás ni abandonemos el lugar que se nos ha confiado. Así que todo cuanto hemos tratado hasta ahora de nuestra salvación requiere que tengamos nuestro corazón elevado al cielo, para que amemos a Cristo a quien no vemos, y para que creyendo en El, nos alegremos con gozo inefable y glorioso, hasta que obtengamos el fin de nuestra fe, como dice san Pedro (1 Pe. 1,8-9). Por lo cual san Pablo asegura que la fe y la caridad de los fieles tienen sus ojos fijos en la esperanza que les está guardada en los cielos (Col. 1,5). Cuando de esta manera ponemos nuestros ojos en el cielo y no hay cosa alguna que los detenga en la tierra y les impida fijarse en la esperanza de las cosas que se nos han prometido, se cumple en nosotros lo que dice del Señor, que nuestro corazón está donde está nuestro tesoro (Mt. 6, 21).
He ahí por qué la fe es una cosa tan rara en el mundo: porque no hay cosa más difícil para nuestra pereza que, superando las innumerables dificultades e impedimentos, seguir adelante hasta alcanzar la victoria de la vocación celestial. A las innumerables miserias y calamidades que casi a cada paso nos anegan, se juntan los escarnios de los hombres, que atentan a nuestra simplicidad y arremeten contra ella; se burlan de nosotros, teniéndonos por necios y locos, ya que, renunciando voluntariamente a los deleites y diversiones de la vida presente, buscamos una bienaventuranza desconocida, cual si persiguiésemos una sombra que nunca hemos de alcanzar. Finalmente, por arriba y por abajo, por delante y por detrás, estamos cercados de tan innumerables y horribles tentaciones, que sería imposible poderlas soportar si, desprendidos de las cosas terrenas, no nos entregásemos a la vida celestial, que tan lejos parece de nosotros. Por tanto, ha aprovechado de veras en el Evangelio aquel que está acostumbrado a meditar de continuo en la resurrección bienaventurada.

2. Nuestro supremo bien, y el de todas las criaturas, está en la redención final
Los filósofos han tratado expresamente sobre el supremo bien, sosteniendo grandes disputas sobre ello; pero ninguno, excepto Platón, comprendió que el sumo bien y la felicidad del hombre consiste en estar unido a Dios.1 Mas el modo de esta unión no lo pudo comprender; y no hemos de extrañarnos de ello, pues no habla aprendido nada del sacrosanto vinculo de esta felicidad.
En cambio, nosotros, incluso durante nuestra peregrinación, sabemos cuál es la única y perfecta felicidad; pero de tal manera que cada día debe encender más y más nuestros corazones con su deseo, hasta que podamos saciarnos plenamente de su gozo. He ahí por qué he dicho que no podemos gozar de ningún beneficio de Cristo, si no levantamos nuestra mente a la resurrección. El mismo san Pablo propone este fin a los fieles, diciendo que se esfuerza por tender a él, olvidando lo que queda atrás, hasta llegar a la meta (Fip. 3, 13-14). Y con tanta mayor alegría debemos tender hacia él, temiendo que si el mundo nos enreda y entretiene aquí abajo, tengamos el pago que nuestro descuido merece. Por eso en otro lugar da esta señal a los fieles, que su conversación esté en los cielos, de donde esperan a su Salvador (Fip. 3,20).
Y para que no desfallezcan ni cesen de ir adelante, les da por compañeras a todas las criaturas (Rom. 8, 19). Porque como quiera que por todas partes no se ve otra cosa en el mundo sino ruina y desolación a causa del pecado de Adán, dice que cuanto hay en el ciclo y en la tierra aspira con gran deseo a ser renovado. Porque habiendo roto Adán con su caída el buen orden y la armonía de la naturaleza, la servidumbre en que se ven todas las cosas les resulta penosa y dura de soportar. No que ellas tengan entendimiento o sentimiento alguno, sino porque naturalmente apetecen recobrar aquel estado y condición de que cayeron. Por esto san Pablo, hablando de ellas, dice que están con dolores como una mujer cuando está de parto; y ello, a fin de que nosotros, que hemos recibido las primicias del Espíritu, sintamos rubor de permanecer en nuestra corrupción y de no imitar ni a los elementos insensibles, que soportan la pena del pecado ajeno.
Y a fin de punzarnos más en lo vivo, llama a la última venida de Cristo nuestra redención. Es verdad que todos los requisitos de nuestra redención han sido ya satisfechos; mas como Jesucristo, después de haberse ofrecido ya una vez por nuestros pecados, aparecerá de nuevo sin pecado para salvación (Heb. 9,28), esta última redención debe sostenernos hasta el fin en medio de las miserias que nos agobien.

1 De las Leyes, 7l5E a 716E.

3. Nuestra resurrección será conforme a la de Jesucristo
La importancia del problema debe estimular nuestra diligencia y afán; porque no sin razón hace hincapié san Pablo en que silos muertos no resucitan, todo el Evangelio será vanidad y mentira(l Cor. 15,14); porque nuestra condición sería mucho más miserable que la de todos los hombres, pues expuestos al odio, a los reproches y vituperios de la mayor parte del mundo, nos encontramos a cada hora y en cada momento en gran peligro de nuestra vida, e incluso cual ovejas conducidas al matadero (Rom. 8,36; Sal. 44,22). Y de esta manera no solamente sufrirá menoscabo la autoridad del Evangelio en este punto, sino en su totalidad, que comprende tanto nuestra adopción, como el cumplimiento de nuestra salvación.
Par tanto, estemos muy sobre aviso en cosa que tanto nos importa, para que lo prolongado del tiempo no nos canse ni haga desmayar. Por esta causa he diferido tratar de la resurrección hasta este lugar; para que los lectores aprendan a elevar su corazón más alto, después de haber recibido a Jesucristo como autor de su total salvación, y para que sepan que está revestido de inmortalidad y gloria celestial, a fin de que todo su cuerpo sea conforme a su cabeza; como el mismo Espíritu Santo muchas veces nos propone el ejemplo de la resurrección en la persona de Jesucristo.
Es cosa bien difícil de creer que los cuerpos consumidos por la podredumbre hayan de resucitar al fin de los tiempos. Esta es la causa de que, aunque muchos filósofos han afirmado que las almas son inmortales, muy pocos han defendido la resurrección de la carne. Y aunque en esto no son excusables, con ello se nos advierte sin embargo que la resurrección de la carne es una cosa tan alta y difícil, que el entendimiento humano no la puede comprender.
Para que la fe supere un obstáculo tan grande, la Escritura viene en nuestra ayuda de dos maneras: una, con la semejanza de Jesucristo; otra, con la omnipotencia de Dios. Así pues, siempre que se trate de la resurrección, pongamos delante de los ojos la imagen de Jesucristo, el cual ha concluido el curso ‘de su vida mortal en la naturaleza que tomó de nosotros, de tal manera que, gozando ahora de la inmortalidad, nos sirve de prenda de la que nosotros hemos de poseer. Porque en medio de todas las miserias de que estamos rodeados llevamos en nuestro cuerpo su mortificación, a fin de que su vida se manifieste en nosotros (2 Cor.4, 10). Y no es lícito separarlo de nosotros, ni nos es siquiera posible hacerlo sin despedazarlo. De la cual argumenta san Pablo que, “si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó” (1 Cor. 15,13): porque él tiene como incontrovertible el principio de que Jesucristo no Se sometió a la muerte para su provecho particular, ni para con su resurrección alcanzar para El solo la victoria, sino que se comenzó en la Cabeza lo que es necesario que se cumpla en todos los miembros conforme al orden y grado de cada uno; porque no era posible que en todo fueran iguales a El. En el salmo está escrito: “Porque no dejarás mi alma en el sepulcro” (Sal. 16,10). Aunque una parte de esta confianza mas pertenezca conforme a la medida que se nos ha dado, sin embargo el efecto perfecto no se ha visto más que en Jesucristo, el cual, libre de toda corrupción, recobró entero y perfecto su cuerpo. A fin, pues, de que no tengamos duda alguna de que seremos compañeros de Jesucristo resucitado, como El resucitó, el apóstol san Pablo expresamente afirma que la razón de que Cristo esté sentado en el cielo y haya de venir coma Juez en el último día es transformar el cuerpo de nuestra humillación, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya (Flp. 3,21). Y en otro lugar dice que Dios no ha resucitado a su Hijo de la muerte para dar solamente una muestra de su virtud y potencia, sino para hacer partícipes de esta misma virtud de su Espíritu a sus fieles (Col. 3,4). Y par eso llama a este Espíritu, vida, cuando habita en nosotros; pues por esta razón nos es dado, para que vivifique lo que hay en nosotros de mortal.
Brevemente toco lo que merece ser tratado mucho más par extenso y es digno de un estilo mucho más elevado y elocuente que el mío. Confío, sin embargo, en que los lectores hallarán aquí en estas pocas palabras materia suficiente para edificar y confirmar su fe.
Resucitó, pues, Jesucristo para tenernos par compañeros de la vida venidera. Fue resucitado par el Padre en cuanto que era Cabeza de la Iglesia, de la cual de ningún modo puede consentir ser separada. Fue resucitado por la virtud del Espíritu Santo que nos es común con El en cuanto al oficio de vivificar. En suma, fue resucitado para ser nuestra resurrección y vida. Y así coma, según lo hemos ya dicho, tenemos una viva imagen de nuestra resurrección en este espejo, de la misma manera es para nosotros un firme fundamento en el que nuestro espíritu puede apoyarse, a fin de que a lo largo de la espera no nos perturbe y aflija; porque no nos toca a nosotros contar conforme a nuestra voluntad los minutos de tiempo, sino esperar tranquila y pacientemente, hasta que el Señor, según su oportunidad, erija y establezca su reino. A este propósito se refiere aquella expresión de san Pablo, que Cristo es las primicias; y luego, los que son de Cristo (1 Car. 15,23).

La resurrección de Cristo nos es formalmente testimoniada. Y a fin de que ninguna duda nos agite respecto a la resurrección de Jesucristo, sobre la cual se funda la nuestra, vemos de cuántas y cuán diversas maneras nos es testimoniada. Los espíritus burlones Se reirán de lo que cuentan los evangelistas en su historia, como si se tratase de cuentos de hadas. Porque, ¿qué autoridad, dicen ellos, pueden tener las noticias que nos dan unas pobres mujeres llenas de temor y miedo, confirmadas después por los discípulos media muertos de espanto? ¿Por qué Jesucristo no mostró los ilustres testimonios de su victoria y triunfo en media del templo y en la plaza pública? ¿Por qué no se presenta con su terrible majestad ante Pilato? ¿Por qué no se aparece resucitado a los sacerdotes y a toda la ciudad de Jerusalem? En suma, dirán estos hombres sin religión ni temor alguno de Dios, los testigos de la resurrección que Cristo tomó no son dignos de fe.
Respondo que, aunque los orígenes han sido muy débiles, todo ella ha sido dispuesto par la admirable providencia de Dios; de tal manera que los que poco antes habían estado medio muertos de miedo fuesen, como a la fuerza, llevados al sepulcro, parte por el amor que tenían a su Maestro y por el celo de la piedad, y parte por su incredulidad; y no solamente para ser testigos de vista de la resurrección de Cristo, sino también para oír de la boca de los ángeles lo que con sus ojos vejan. ¿Cómo tener por sospechosos a los que pensaban que era una fábula lo que las mujeres les habían dicho, y por tal lo tuvieron hasta que con sus propios ojos lo vieron?
En cuanto a Pilato, los sacerdotes, y el resto del pueblo, no es de extrañar que, después de haber sido tantas veces convencidos, hayan sido privados de la vista de Cristo, como de sus señales y milagros. El sepulcro es sellado; los guardas vigilan; al tercer día no se encuentra su cuerpo; los soldados sobornados con dinero echan la culpa a los discípulos de haberlo robado (Mt.27,66; 28,13—15). ¡Como si ellos fuesen tan poderosos que pudieran reunir mucha gente, o estuviesen bien armados y ejercitados en actos semejantes! Y silos soldados no tenían valor para resistirles, ¿por qué no los siguieron para, ayudados por el pueblo, coger a algunos de los discípulos? Así que Pilato, con sellar el sepulcro confirmó la resurrección de Cristo; y la guardia colocada para custodiarlo, con su silencio y sus mentiras fue pregonera de la resurrección.
Además se oyó la voz de los ángeles: “No está aquí, sino que ha resucitado” (Lc. 24,6). El resplandor celestial demostró claramente que eran ángeles y no hombres.
Finalmente, Cristo en persona quito toda duda, si aún quedaba alguna. Porque sus discípulos lo vieron; y no una vez, sino muchas. Tocaron sus pies y sus manos (Lc. 24,39), y su incredulidad sirvió no poco para confirmar nuestra fe. Trató con ellos familiarmente de los misterios del reino de Dios; y, al fin, contemplándolo ellos con sus propios ojos, subió al cielo (Hch. 1,3.9); y no solamente los once lo vieron, sino más de quinientos hermanos (1 Cor. 15,6).
Además, al enviar al Espíritu Santo dio una prueba certísima, no sólo de su vida, sino también de su supremo dominio e imperio, como lo había predicho: “Os conviene que yo me vaya; porque si rió me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16,7).
Finalmente san Pablo no fue derribado a tierra, cuando iba camino de Damasco, por la virtud y fuerza de un muerto, sino que sintió perfectamente que Aquel a quien perseguía estaba armado de un poder invencible (Hch. 9,4).
A Esteban se le apareció por otro motivo muy diverso; para hacerle perder el miedo a la muerte con la certidumbre de la vida (Hch.7,55). No querer dar fe a tantos y tan auténticos testimonios, no sólo seria incredulidad, sino una perversa y furiosa obstinación.

4. Nuestra resurrección se verificará por la potencia infinita de Dios
Lo que hemos dicho, que para estar seguros de la resurrección hemos de aplicar nuestros sentidos a la inmensa potencia de Dios, lo explica san Pablo en pocas palabras, diciendo: “El cual (Cristo) transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a si mismo todas las cosas” (Flp. 3,21).
Por tanto, no hay nada más fuera de razón que andar considerando aquí qué es lo que naturalmente se puede hacer, ya que se nos presenta ante los ojos un milagro admirable que ahoga todos nuestros sentidos con la excelencia de su grandeza. Sin embargo san Pablo, sirviéndose de un ejemplo, convence de ignorancia a los que niegan la resurrección: “Necio”, dice, “lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes” (1 Cor. 15,36). Quiere que contemplemos la imagen de la resurrección en la simiente, la cual se produce de la corrupción. Y tampoco seria tan difícil de creer, si prestáramos atención como debíamos a tantos milagros como se ofrecen a nuestros ojos en todas partes del mundo.
Por lo demás, notemos que nadie se convencerá jamás perfectamente de la resurrección futura, a no ser que, arrebatado de admiración, dé a la potencia de Dios la gloria que se merece. Isaías, animado por esta confianza, exclama: “Despertad y cantad, moradores del polvo!” (Is. 26, 19). Cuando no se veía esperanza alguna, él se dirige al autor de la vida, que tiene en sus manos el librar de la muerte, como se dice en el salmo (Sal. 68,20). También Job, que más parecía un cadáver que un hombre, confiado en la potencia divina no duda, como si estuviese en la plenitud de su fuerza y su vigor, en esperar aquel día: “Yo sé”, dice, “que mi redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo — a saber, para mostrar así su potencia —; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo” (Job 19,25). Aunque algunos sutilmente retuercen estos pasajes como si no debiesen ser entendidos de la resurrección, con ello confirman, sin embargo, lo que tanto desean destruir; porque no en otra parte buscan los santos consuelo a sus aflicciones y miserias, sino en la semejanza de la resurrección. Esto se entenderá mucho mejor por el texto de Ezequiel. Porque como los judíos no hiciesen caso de la promesa de su vuelta, y objetasen que no era más verosímil que se les abriese el camino que el que los muertos resucitasen de sus sepulcros, se le presenta al profeta la visión del campo lleno de huesos secos, y Dios manda que vuelvan a tomar su carne y sus nervios (Ez. 37,1-10). Aunque Dios incita con este símbolo a su pueblo a tener esperanza de que volverán a su tierra, no obstante, toma materia y ocasión de darles esperanza de que El es quien resucita a los muertos, como también ella es el principal ejemplo de todas las liberaciones que los fieles experimentan en este mundo. Así Jesucristo, después de haber enseñado que la palabra del Evangelio es vivificadora, como los judíos no lo creían, añade: No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del hombre y saldrán de ellos (Jn. 5,28-29).
Por tanto, como hace san Pablo, triunfemos nosotros alegremente en medio de los combates, puesto que quien nos ha prometido la vida eterna es poderoso para guardar nuestro depósito (2 Tim. 1,12); y así, gloriémonos de que nos esta guardada la corona de justicia, la cual nos dará el justo Juez (2 Tim. 4,8). De esta manera, cuantas miserias y aflicciones padecemos nos servirán como puerta de la vida futura. Porque está muy de acuerdo con la naturaleza de Dios pagar con la misma moneda a los impíos que nos afligen; y a nosotros, que injustamente somos afligidos, darnos reposo y descanso “cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego” (2 Tes. 1,7-8). Pero debemos tener presente lo que más abajo dice, que vendrá para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron por haber dado fe al Evangelio (2 Tes. 1,10).

5. Refutación de los que niegan o corrompen la resurrección:
1°. Los saduceos. Y aunque seria conveniente que el entendimiento de los hombres se ocupase continuamente de esto, ellos, como si adrede quisieran que no quedara recuerdo alguno de la resurrección, han llamado a la muerte el fin de todas las cosas y la destrucción del hombre. 1 Pues ciertamente Salomón habla de acuerdo con la opinión común entre el vulgo, cuando dice: “Mejor es perro vivo que león muerto” (Ecl. 9,4). Y: “¿Quien sabe que el espíritu de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?” (Ecl. 3,21). Ciertamente, en todo tiempo ha reinado esta necedad, e incluso penetró en la Iglesia; porque los saduceos se atrevieron a enseñar públicamente que no existe resurrección alguna; e incluso que las almas son mortales (Mc. 12,18; Lc. 20,27; Hch. 23,8).
Mas a fin de que esta crasa ignorancia no sirva de excusa a los infieles, siempre se han sentido impulsados por un cierto instinto natural a tener ante sus ojos alguna imagen de la resurrección. Porque, ¿para qué servía aquella santa e inviolable costumbre de enterrar a los muertos, sino como prenda de una nueva vida? Y no se puede argüir que esto nació de un determinado error; puesto que esto mismo observaron con gran piedad los patriarcas desde siempre. Y Dios quiso que esta misma costumbre se observase entre los gentiles, para que poniendo ante sus ojos la imagen de la resurrección despertasen de su sopor. Y si bien esta ceremonia no les sirvió de nada, sin embargo, si prudentemente consideramos el fin y la intención de la misma, nos es muy provechosa a nosotros. Porque no es pequeña refutación de su incredulidad que todos ellos hayan hecho profesión de una cosa que ninguno de ellos creía ni entendía.
Por su parte, Satanás, no solamente adormeció el entendimiento de los hombres para que juntamente con los cuerpos enterrasen el recuerdo de la resurrección, sino que también ha intentado con diversas ficciones corromper esta doctrina para que al fin pereciese por completo este artículo.

2°. Los quiliastas y los milenaristas. No expondré aquí que ya en tiempo de san Pablo procuró Satanás destruirla. Pero poco después surgieron los quiliastas, que señalaron al reino de Cristo el término de mil años. Este desvarío está tan fuera de camino, que no merece respuesta. Ni el pasaje que citan del Apocalipsis, el cual sin duda dio el pretexto a su error, favorece en nada su opinión, ya que el número de mil de que allí se hace mención (Ap. 20,4) no e debe entender de la eterna felicidad
de la Iglesia, sino de las diversas revueltas con que la Iglesia militante había de verse afligida. Por lo demás, toda la Escritura a una voz dice que ni la felicidad de los elegidos, ni los tormentos de los réprobos tendrán fin (Mt. 25,41.46). De las cosas invisibles y las que sobrepasan la capacidad de nuestro entendimiento no hay más certeza sino la que la Palabra de Dios nos da; por tanto, a ella sola debemos atenernos, y hemos de rechazar todo lo que fuera de ella nos fuere propuesto.
Los que asignan a los hijos de Dios mil años para que gocen de la bienaventuranza, no consideran cuán grave afrenta infieren a Cristo y a su reino. Porque si no han de ser revestidos de inmortalidad, se sigue de ahí que tampoco el mismo Cristo, en cuya gloria han de ser transformados, ha sido recibido en la gloria inmortal. Si su felicidad ha de tener fin, se sigue que el reino de Cristo, en cuya firmeza aquélla se apoya, es temporal. Finalmente, o ignoran del todo las cosas divinas, o con una oculta malicia pretenden deshacer totalmente la gracia de Dios y el poder de Jesucristo, cuyo cumplimiento no puede llegar a efecto sin que, destruido el pecado y aniquilada la muerte, la vida eterna sea perfectamente restaurada.
Su temor de atribuir a Dios una excesiva crueldad afirmando que los réprobos han sido ya predestinados a tormentos eternos, es un desvarío tal, que los mismos ciegos lo yen. ¡Grave injuria cometería Dios privando y desterrando de su reino a los que se han hecho indignos de él por su ingratitud! Me dirán que sus pecados son temporales. Lo mismo digo yo; pero la majestad divina y su justicia, que ellos han violado, es eterna. Es muy justo, pues, que el recuerdo de su iniquidad no perezca. De ser esto así, añaden, el castigo seria mayor que el pecado. Esta es una blasfemia intolerable, pues tiene en muy poco a la majestad divina, al no estimarla en más que la condenación de un alma. Pero dejemos a estos habladores, para que no parezca que sus desvaríos merecen respuesta, contra lo que al principio dijimos.

1 Horacio, Carta 1, 16, 79.

6. 3°. Los que sostienen la muerte y la resurrección de las almas
Otros dos desvaríos hay, que hombres demasiado curiosos han introducido. Unos pensaron que las almas hablan de resucitar juntamente con el cuerpo, como si todo el hombre pereciese al morir. Otros, concediendo que las almas son inmortales, creyeron que habían de ser revestidas de cuerpo nuevo, con lo cual niegan la resurrección de la carne.
En cuanto a los primeros, como ya he tratado algo de esta materia al hablar de la creación del hombre, me bastará advertir a los lectores cuán craso error es reducir nuestro espíritu, hecho a imagen de Dios, a un soplo que se desvanece, que solamente en esta vida caduca mantenga al cuerpo; reducir a nada el templo del Espíritu Santo, y despojar ala parte más noble y excelente que hay en nosotros de las notables huellas que Dios ha impreso en ella de su divinidad, para mostrar que es inmortal, y de tal manera prevenirlo todo, que sea la condición y estado del cuerpo más excelente que la del alma.
Muy diverso es el lenguaje de la Escritura, la cual compara nuestro cuerpo a una frágil morada, de la cual dice que partimos al morir, mostrando así que el alma es la parte principal del hombre y lo que nos diferencia de las bestias. Por esto san Pedro, viéndose cercano a la muerte, dice que le ha llegado el momento de dejar su tabernáculo (2 Pe. 1,14). Y san Pablo, hablando con los fieles, después de decir que al deshacerse nuestra morada terrena tenemos un edificio de Dios en los cielos, añade que “entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor; pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Cor. 5, 1 .6.8). Si las almas no sobreviviesen a los cuerpos, ¿qué es lo que estaría presente a Dios, después de haberse separado del cuerpo? Esta duda la suprime el Apóstol diciendo que somos semejantes a los espíritus de los justos hechos perfectos (Heb. 12,23), entendiendo con estas palabras que estamos asociados a los santos patriarcas, quienes aun muertos no dejan de honrar a Dios juntamente con nosotros; porque ciertamente no podemos ser miembros de Jesucristo, si no estamos unidos a ellos. Además, si las almas separadas del cuerpo no conservasen su ser y no fuesen participes de la gloria celestial, Jesucristo no hubiera dicho al ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23,43).
Confirmados, pues, con tan evidentes testimonios, no dudemos en encomendar nuestra alma a Dios al morir, a ejemplo de Jesucristo (Lc. 23,46), y entregarla, como hizo Esteban, a la custodia de nuestro Redentor, Jesucristo, el cual no sin razón es llamado “Pastor y Obispo de nuestras almas” (1 Pe. 2,25).

4°. Los que investigan el lugar donde moran las almas, y su condición. Querer investigar curiosamente el estado y condición de las almas desde que se separan del cuerpo hasta la resurrección final no es lícito ni provechoso. Muchos se atormentan grandemente disputando acerca del lugar que ocupan, y si gozan o no de la bienaventuranza. Ciertamente es cosa temeraria y loca querer saber respecto a las cosas secretas más de lo que Dios nos permite.
La Escritura, después de decir que Cristo les está presente y quo las recibe en el paraíso (Jn. 12,32) para darles reposo y consuelo, y que las almas de los réprobos padecen los tormentos que han merecido (Mt. 5,8.26), se para ahí. ¿Que doctor, pues, o maestro nos aclarará lo que Dios nos oculta?
También es frívola y vana la cuestión del lugar, pues sabemos que las almas no tienen las dimensiones de longitud y anchura que poseen los cuerpos. Que el bienaventurado reposo de las almas santas sea llamado seno de Abraham, debe sernos suficiente; pues con ello se nos enseña que al partir las almas de su peregrinación terrena son recibidas por el padre de todos los creyentes, para que juntamente con nosotros participe del fruto de su fe.
Por lo demás, puesto que la Escritura a cada paso nos manda que estemos pendientes de la venida de Cristo, y que nos dice que difiere la corona de la gloria hasta ese momento, démonos por satisfechos y no pasemos los límites que Dios ha puesto, a saber, que las almas de los fieles, al concluir su lucha en esta vida mortal, van a un descanso bienaventurado, donde con gran alegría esperan gozar de la gloria que se les ha prometido; y que de esta manera todo queda en suspenso hasta que Jesucristo aparezca como Redentor.
En cuanto a los réprobos, no hay duda de que su estado y condición es tal cual lo describe san Judas; a saber, el mismo que el de los diablos, en prisiones eternas para el juicio del gran día (Jds. 6).

7. 5°. Los que hacen de la resurrección una nueva creación del cuerpo
No es menos enorme el error de los que se imaginan que las almas no han de recibir los mismos cuerpos que antes tuvieron, sino otros nuevos. La razón con que los maniqueos lo probaban es bien inconsistente; afirmaban que no es cosa conforme a la razón que la carne, que es inmunda, resucite. Como si no hubiese almas que también lo son, y sin embargo, según ellos mismos confesaban, serán participes de la vida eterna. Esto es ni más ni menos igual que si dijesen que Dios no puede limpiar lo que está infectado y manchado por el pecado.
El otro error diabólico, según el cual la carne es naturalmente sucia, porque el diablo la creó, lo paso por alto por ser demasiado brutal. Solamente advierto de que cuanto en nosotros hay indigno del cielo no impedirá la resurrección, en la cual todo será reformado. Cuando san Pablo manda a los fieles que se limpien de toda contaminación de carne y de espíritu (2 Cor. 7, 1), de aquel se sigue lo que en otro lugar él mismo declara; a saber, que cada uno recibirá según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo (2 Cor. 5, 10). Con lo cual está de acuerdo lo que dice a los corintios: “Para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor. 4, 10). Por lo cual ruega en otro lugar que Dios guarde los cuerpos enteros hasta el día del juicio, así como las almas y los espíritus (1 Tes. 5,23). Y no hay por qué maravillarse; pues seria del todo absurdo que los cuerpos que Dios ha consagrado como templo suyo, se corrompieran sin esperanza alguna de resurrección. Y aún más, porque son miembros de Cristo (1 Cor. 6,15); y Dios manda y ordena que todas sus partes sean santificadas para El; y quiere que su nombre sea ensañado por nuestra lengua, y que los hombres eleven al cielo sus manos limpias y puras (1 Tim. 2,8), y que sean instrumentos para ofrecerle sacrificios. Ahora bien, si el Juez celestial de tal manera honra nuestro cuerpo y nuestros miembros, ¿qué locura lleva al hombre mortal a convertirlos en podredumbre, sin esperanza alguna de que sean restaurados en su ser? Igualmente san Pablo, exhortándonos a llevar al Señor en nuestra alma y en nuestro cuerpo, porque uno y otro son de Dios (1 Cor. 6,20), no permite que sea para siempre condenado a la corrupción lo que Dios con tanta estimación y diligencia se ha reservado para Si.
Realmente no hay en la Escritura artículo de fe más claro y nítido que éste: que resucitaremos con la misma carne que tenemos. “Es necesario”, dice san Pablo, “que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Cor. 15,53). Si Dios formase nuevos cuerpos, ¿dónde estaría este cambio y alteración de que habla san Pablo? Si el Apóstol dijera que es necesario que seamos renovados, pudiera suceder que su ambigua manera de expresarse diera lugar a alguna vacilación; mas al hablar del cuerpo que tenemos y prometerle la incorrupción, claramente niega que Dios haya do formar otro nuevo. Más claramente no podía expresarse, como dice Tertuliano, a no ser que tuviera su propia piel en la mano para demostrarlo.1
Por más que discurran no podrán librarse de ser condenados por lo que en otro lugar afirma, cuando san Pablo, para probar que Jesucristo será Juez del mundo, aduce el testimonio de Isaías: “Vivo yo, dice el Señor, que ciertamente se doblará toda rodilla” (Rom. 14,11; Is. 45,23); porque abiertamente declara que aquellos mismos a quienes habla serán llamados a rendir cuentas; lo cual no concordarla si ellos hubiesen de comparecer ante el tribunal de Dios, no con su propio cuerpo, sino con otro formado de nuevo.
Además, las palabras del Daniel tampoco ofrecen oscuridad alguna. “Muchos”, dice, “de los que duermen en el polvo serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua” (Dan. 12,2). Porque no dice que Dios tomará materia de los cuatro elementos para formarles cuerpos nuevos, sino que los llamará de los sepulcros en que habían sido colocados. La misma razón lo dicta así. Porque Si la muerte, que comenzó con la caída del hombre, es accidental, la restauración verificada por Cristo pertenece a aquel mismo cuerpo que comenzó a ser mortal. Del hecho de que los atenienses se rieran cuando san Pablo les habló de la resurrección, podemos ciertamente deducir cuál era su doctrina; sin duda su risa y sus burlas tienen mucho valor para confirmar nuestra fe.
También es digno de consideración lo que dice Jesucristo: “No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt. 10,28). Pues no habría motivo para temer, si el cuerpo que llevamos con nosotros no estuviese sometido al castigo de que se habla. Ni es más oscuro lo que dice el Señor en otra parte: Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación (Jn. 5,28-29). ¿Diremos por ventura que las almas descansan en el sepulcro, para desde allí oír la voz de Cristo? ¿No será más exacto decir que los cuerpos al mandato del Señor volverán a tomar la fuerza y el vigor que hablan perdido?
Además, si Dios hubiese de darnos cuerpos nuevos, ¿dónde estaría la conformidad entre la Cabeza y los miembros? Cristo resucitó. ¿Resucitó quizás haciéndose un cuerpo nuevo? Al contrario; según El mismo lo habla dicho: “Destruid este templo, yen tres días lo levantaré” (Jn.2, 19), el mismo cuerpo mortal que había tenido es el que volvió a sí. Pues de muy poco nos serviría, si en su lugar hubiera sido puesto otro nuevo, y aquel que fue ofrecido en sacrificio de expiación por nosotros hubiera sido destruido. Porque hemos de conservar la unión y comunión de la que habla el Apóstol; a saber, que nosotros resucitaremos porque Cristo resucitó (I Cor. 15,12 y ss.). Pues no hay cosa más desprovista de razón que privar de la resurrección de Cristo a nuestra carne, cuando en ella llevamos la mortificación de Cristo (2 Cor. 4, 10). Lo cual se puso de manifiesto con un ejemplo notable, cuando en la resurrección de Cristo muchos cuerpos de los santos salieron de sus sepulcros (Mt. 27,52). Pues no se puede negar que esto fue una muestra, o mejor dicho, una prenda de la última resurrección que esperamos, como ya antes se había manifestado en Enoc y Elías, los cuales Tertuliano dice que fueron asignados para la resurrección, en cuanto que libres de toda corrupción así en el cuerpo como en el alma, fueron recibidos bajo la tutela de Dios.

1 De la resurrección de la carne, LI.

8. Vergüenza me da, en una cosa tan clara y manifiesta, emplear tantas palabras; pero pido a los lectores que tengan paciencia juntamente
conmigo, a fin de que las mentes perversas y desvergonzadas no encuentren resquicio alguno por donde penetrar para engañar a la gente sencilla.
Esta gente levantisca contra la que disputo, afirma, según lo han inventado en su cerebro, que en la resurrección Dios creará nuevos cuerpos. ¿Qué razón les mueve a pensar así, sino que les parece increíble que un cuerpo hediondo, tanto tiempo hace corrompido, pueda tomar su primitivo estado? Así que sólo la incredulidad es madre de esta opinión.

Nuestro propio cuerpo es el que resucita. Mas, por el contrario, el Espíritu de Dios a través de toda la Escritura nos exhorta a esperar la resurrección de nuestra carne. Por esta causa, como san Pablo lo asegura, el Bautismo nos es dado como un sello de la resurrección futura (Col. 2, 12); y no menos la Santa Cena nos convida a esta confianza cuando en nuestra boca recibimos los símbolos y señales de  la gracia espiritual. Realmente la exhortación de san Pablo, que presentemos nuestros miembros para servir a la justicia (Rom. 6,13. 19), sería vana si no se aplicase lo que luego sigue: “El que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos inmortales” (Rom. 8,11). Porque, ¿de qué serviría aplicar nuestros pies, manos, ojos y lengua al servicio de Dios, si no fuesen partícipes del fruto y del galardón? Lo cual san Pablo claramente atestigua, diciendo que el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo; y que quien resucitó a Cristo nos resucitará a nosotros también por su virtud y potencia. Y más claro es aún lo que sigue: que nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo y miembros de Cristo (1 Cor. 6, 13. 15.19). Vemos, pues, cómo junta la resurrección con la castidad y la santidad; porque poco después extiende el principio de la redención hasta los cuerpos. Y no serla razonable que el cuerpo de san Pablo, que llevó las marcas de Jesucristo (Gal. 6, 17), y en el cual admirablemente lo glorificó, se viera privado de la corona. Y por eso él se gloria diciendo: Esperamos de los ciclos al Salvador Jesús, el cual transformará el cuerpo de nuestra humillación, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya (Flp. 3,21).
Y si es verdad que “es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14,22), no hay razón alguna para prohibir que entren los cuerpos, a los cuales Dios ejercita bajo la bandera de la cruz y los honra con el loor de la victoria. Por eso jamás dudaron los fieles en esperar que habían de acompañar en esta entrada a Jesucristo, el cual transfiere a su misma persona todas las aflicciones con que somos probados, para mostrar que ellas son vivificantes.
Y aun afirmo que Dios confirmó en esta fe a los patriarcas con una ceremonia visible. Porque, ¿de qué serviría, según lo hemos dicho, el rito del entierro, sino para que supiesen que habla otra nueva vida para los cuerpos que se enterraban? Esto mismo se significaba con los ungüentos aromáticos y otras figuras de la inmortalidad, que suplían, no menos que los sacrificios, a la oscuridad de la doctrina en tiempo de la Ley. Porque la superstición no produjo esta costumbre, ya que vemos al Espíritu Santo insistir en que se diera sepultura, con tanta diligencia como en los demás artículos fundamentales de la fe. Y Cristo recomienda encarecidamente este acto de humanidad de enterrar a los muertos, como cosa digna de gran alabanza (Mt. 26, 12); y ello no por otra razón, sino porque por este medio nuestros ojos no se detienen en el sepulcro, que consume todas las cosas, sino que se elevan a contemplar el espectáculo de la renovación futura.
Además, la diligente observancia de esta ceremonia, por la que son alabados los patriarcas, prueba suficientemente que les sirvió de ayuda preciosa para su fe. Porque Abraham no hubiera cuidado con tanta solicitud de la sepultura de su mujer (Gn. 23,4. 19), de no haberle incitado a ello la piedad, y si no hubiera visto en ello algún provecho superior a las cosas de este mundo; a saber, adornando el cadáver de su mujer con las señales de la resurrección, confirmar su fe y la de su familia.
Esto se ye más claramente en el ejemplo de Jacob, quien para testimoniar a sus descendientes que incluso al morir no había perdido la esperanza de ir a la tierra de promisión, manda que sus restos sean transportados allá (Gn. 47,30). Si él, pregunto yo, había de ser revestido de un cuerpo nuevo, ¿no sería su disposición ridícula y vana, al tener tanta consideración con un poco de polvo y ceniza que se habla de reducir a nada? Así que, si hacemos caso de la Escritura, no hay artículo más claro y más cierto que éste.
Esto mismo significan las palabras resurrección y resucitar, incluso para un niño; pues nunca diríamos que resucita lo que es creado de nuevo; ni seria verdad lo que dice Cristo: De todo lo que me dió el Padre, nada perecerá; sino que yo lo resucitaré en el (último día (Jn. 6,39). Y lo mismo significa la palabra “dormir”, que no conviene más que al cuerpo. De ahí procede también el nombre de cementerio, que quiere decir dormitorio.

Modo de nuestra resurrección. Queda ahora por tratar brevemente del modo de resucitar. Expresamente pretendo dar un simple gusto de ello; porque san Pablo, al llamarlo misterio (1 Cor. 15,51), nos exhorta a la sobriedad y mesura, y nos frena, para que no nos tomemos la libertad de especular atrevidamente en cuanto a este misterio.
En primer lugar debemos retener lo que ya hemos dicho: que resucitaremos con la misma carne que ahora tenemos, en cuanto a la sustancia; pero no en cuanto a la calidad. Igual que resucitó la misma carne de Jesucristo que habla sido ofrecida en sacrificio, pero con otra dignidad y excelencia, como si fuera totalmente distinta. Lo cual san Pablo explica con ejemplos familiares; porque como la carne del hombre y la de los animales es de la misma sustancia, pero no de idéntica calidad; y como la materia de las estrellas es la misma, pero su claridad es diversa (1 Cor. 15,39—40), de la misma manera dice que, aunque conservaremos la sustancia del cuerpo, sin embargo habrá cambio, para hacerlo de condición más excelente. Así que nuestro cuerpo corruptible no perecerá ni se deshará para ser nosotros resucitados; sino que, despojándose de la corrupción, se vestirá de incorrupción. Y como Dios tiene a su disposición todos los elementos, ninguna dificultad podrá impedir que mande a la tierra, a las aguas y al fuego que devuelvan lo que parecía que habían destruido. Así lo atestigua Isaías, aunque figuradamente: “He aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos” (Is. 26,21).

Los muertos resucitarán; los vivos serán transformados. Pero hay que hacer una diferencia entre los que fallecieron mucho tiempo atrás y los que aquel día permanecerán con vida. Porque, como lo dice san Pablo: “No todos dormiremos; pero todos seremos transformados” (1 Cor. 15,51). Quiere decir que no será necesario que haya intervalo alguno de tiempo entre la muerte y el principio de la segunda vida; porque “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, . . . se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados” (1 Cor. 15,52). Y en otro lugar consuela a los fieles que habían de morir; dice que los que en aquel día se hallaren vivos no precederán a los que ya han muerto, sino que quienes hubieren muerto en Cristo resucitarán los primeros (1 Tes. 4,15-16).
Si alguno objeta lo que dice el Apóstol: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Heb. 9,27), la solución es clara; cuando el estado de la naturaleza es transformado tenemos una especie de muerte, y muy bien se la puede llamar así. Por tanto, se pueden conciliar perfectamente estas dos cosas: que todos serán renovados por la muerte cuando se despoja del cuerpo mortal, y, sin embargo, que no será necesario que el alma se separe del cuerpo, pues este cambio se hará de repente.

9. Los justos y los injustos resucitarán del mismo modo
Pero aquí se plantea una cuestión mucho más difícil. ¿Con qué derecho resucitarán los impíos, que son maiditos de Dios, dado que la resurrección es un beneficio singular de Cristo? Bien sabemos que todos fueron condenados a muerte en Adán, y que Jesucristo vino para ser la resurrección y la vida (Jn. 11,25). ¿Fue ello por ventura para vivificar indiferentemente a todo el género humano? No parece muy razonable que los incrédulos alcancen en su obstinada ceguera aquello que los verdaderos siervos de Dios consiguen por la sola fe. Lo que si queda fuera de toda duda es que unos resucitarán para vida y los otros para muerte, y que Jesucristo vendrá a apartar las ovejas de los cabritos (Mt. 25,32.41).
Respondo que no nos debe parecer tan extraño, pues cada día tenemos ejemplos de ello. Sabemos que en Adán fuimos privados de la herencia del universo y que con no menor razón se nos prohíben los alimentos, pues se nos prohibió el fruto del árbol de la vida. ¿De dónde viene, pues, que Dios haga salir su sol no menos sobre los malos que sobre los buenos (Mt. 5,45), sino que además ejerza su inestimable liberalidad dándonos con toda abundancia cuanto necesitamos en esta vida presente? Por esto vemos que las cosas que son propias de Cristo y de sus miembros se extienden también en parte a los impíos; no porque las posean más legítimamente, sino para que sean más inexcusables. Ciertamente, Dios se muestra muchas veces tan liberal con los impíos, que las bendiciones que de El reciben los fieles quedan oscurecidas; sin embargo todo esto se les convertirá en hiel; todo será para mayor condenación suya.
Si alguno objeta que la resurrección se compara indebidamente a los beneficios caducos y terrenos, a esto respondo que tan pronto como se apartaron de Dios, que es la fuente de la vida, merecieron ser arruinados con el Diablo y totalmente destruidos como él; pero que por un admirable designio divino se halló el medio de que vivan en la muerte fuera de la vida. Por esto no debe parecernos extraño que la resurrección sea accidentalmente común a los impíos, para con ella llevarlos contra su voluntad delante del tribunal de Cristo, a quien ahora desdeñan de tener por maestro e instructor. Porque seria una pena muy leve perecer con la muerte, si no hubiesen de comparecer ante el Juez para ser castigados por su contumacia, cuando tantas veces han provocado su ira contra si mismos.
Por lo demás, aunque hemos de mantener lo que hemos dicho, y que se contiene en aquella célebre confesión de san Pablo ante Felix, que él esperaba que había de haber resurrección, así de justos como de injustos (Hch. 24, 15), sin embargo la Escritura muchas veces propone la resurrección, y juntamente con ella la bienaventuranza, solamente a los hijos de Dios; porque propiamente hablando, Cristo no ha venido para condenar, sino para salvar al mundo. Esta es la causa por la cual en el Símbolo de la Fe solamente se hace mención de la vida eterna.

10. Nuestra felicidad eterna
Y como entonces se cumplirá la profecía que dice: “Sorbida es la muerte en victoria” (Os. 13,14; 1 Cor. 15,54), tengamos siempre en la memoria la eterna felicidad que es el fin de nuestra resurrección; de cuya excelencia, cuanto pudiesen proclamar las lenguas de los hombres, apenas sería una parte insignificante de lo que se merece. Porque aunque oigamos — lo cual es muy cierto — que el reino de Dios está lleno de claridad, de gozo, felicidad y gloria, no obstante todas estas cosas están muy alejadas de nuestros sentidos y envueltas en enigmas y figuras hasta que venga el día en que el Señor se nos manifestará en su gloria, para que cara a cara lo contemplemos. “Ahora”, dice san Juan, “somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn.3,2). Por esto los profetas, no pudiendo explicar con palabras aquella espiritual bienaventuranza, la han descrito y como pintado bajo figuras corporales.
Mas, como es necesario que nuestro corazón se inflame en el amor y deseo de ella, es preciso que nos detengamos en este pensamiento: Si Dios, como fuente viva que nunca se agota, contiene en si la plenitud de todos los bienes, nada fuera de él han de esperar aquellos que se esfuerzan en alcanzar el sumo bien en toda su plenitud y perfección, como en muchos pasajes nos lo enseña la Escritura: No temas, Abram; dice, yo soy tu galardón sobremanera grande (Gn. 15,1). Está de acuerdo con ello lo que dice David: “Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; tú sustentas mi suerte” (Sal. 16,5). Y en otro lugar: Quedaré saciado con tu vista (Sal. 17,15). Y san Pedro declara que los fieles son llamados “a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pe. 1,4). ¿Cómo se verificará esto? Porque será glorificado en sus santos y admirado en todos los que creyeron (2 Tes. 1,10). Si el Señor ha de hacer participes a sus elegidos de su gloria, virtud y justicia, e incluso se dará a si mismo para que gocen de El, y lo que es más excelente aún, se hará en cierta manera un misma cosa con ellos, hemos de considerar que toda clase de felicidad se halla comprendida en este beneficio.
Por más que aprovechemos en la meditación de estas cosas, entendamos que aún estamos muy abajo y como a la puerta, y que mientras vivimos en esta vida mortal no podremos comprender la sublimidad de este misterio. Por eso debemos ser tanto más sobrios tocante a este misterio, por temor a que, olvidando nuestra miseria y pretendiendo locamente volar sobre las nubes, quedemos ofuscados por la claridad celestial. Sentimos también cuán desmesurado es nuestro deseo de saber lo que no debemos, de donde proceden muchas disputas frívolas y nocivas. Llamo frívolas a aquellas de las que ningún provecho podemos sacar. Pero aún es peor lo segundo; porque los que se deleitan en ellas se enredan en especulaciones perniciosas; y ésa es la causa de llamarlas yo nocivas.

Los diversos grados de la gloria celeste. Debemos tener por cierto sin duda alguna lo que la Escritura nos enseña: que como Dios distribuye sus dones en este mundo diversamente entre sus fieles y los ilumina de modo diferente con Su resplandor, de la misma manera en el cielo, donde coronará Sus dones, la medida de la gloria no será igual. Porque lo que dice san Pablo de 51 mismo: Vosotros sois mi gloria y mi corona en el día de Cristo (1 Tes.2, 19), es aplicable a todos en general. Asimismo lo que el Señor dice a sus discípulos: “. . .os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt. 19,28). Sabiendo, pues, san Pablo que Dios glorifica en el cielo a sus santos conforme los ha enriquecido en la tierra con sus dones espirituales, no duda que ha de recibir una corona especial conforme a los trabajos que padeció. Y Jesucristo, para ensalzar la dignidad del oficio que había confiado a sus apóstoles, les advierte cuál será el fruto que en el cielo les está guardado, según lo había dicho antes por Daniel: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan. 12,3). Realmente, si se considera la Escritura con atención, no solamente promete vida eterna a los fieles, sino además un salario especial a cada uno. Por esto dijo san Pablo:
Que el Señor conceda a Onesíforo que halle misericordia cerca del Señor en aquel día por cuanto me ayudó en Efeso (2 Tim. 1,18). Lo cual confirma la promesa de Cristo, que los discípulos recibirán cien veces más en la vida eterna (Mt. 19,29).
En suma: como el Señor Jesús comienza la gloria de su Cuerpo en este mundo con la diversidad de los dones que reparte a los suyos, y la aumenta gradualmente, de la misma manera la perfeccionará en el cielo.

11. Alejemos de nuestro espíritu toda funesta especulación
Como quiera que todos los hijos de Dios admitirán esto unánimemente, puesto que tan claramente se enseña en la Escritura, dejarán a un lado toda suerte de disputas intrincadas, que solo les pueden servir de estorbo y no traspasarán los limites que les han sido señalados. Por lo que a mí toca, no solamente me refreno para no meterme a investigar cosas inútiles, sino además me guardo muy bien de que por responder a gente curiosa y amiga de sutilezas, los mantenga en sus desvaríos.
Existen ciertas personas vanas e ignorantes, que se preguntan qué diferencia habrá entre los profetas y los apóstoles, y entre los apóstoles y los mártires, y en qué proporción excederán las vírgenes a las casadas; en una palabra, no dejan rincón sin escudriñar. Después se les ocurre preguntar de qué servirá la reparación del mundo, dado que los hijos de Dios no tendrán necesidad de ninguna cosa de cuantas existen en el mundo, sino que “serán como los ángeles” (Mt. 22,30), que viven sin corner ni beber, y conservan su inmortalidad sin ayuda ninguna de este mundo.
Respondo a esto, que será tal el deleite de la sola vista de los bienes de Dios, que aunque los santos no usen de ellos, su solo conocimiento les regocijará de tal forma que esta felicidad sobrepasará en gran manera todas las comodidades que al presente se nos conceden. Supongamos que vivimos en la región más abundante y opulenta de cuantas hay en el mundo, en la cual no falta nada que pueda procurarnos placer y satisfacción. ¿Quién es el que no se ye muchas veces impedido por sus propias enfermedades de gozar de los beneficios de Dios? ¿Quién no se ye forzado a abstenerse de sus bienes y ayunar a causa de su intemperancia? De donde se sigue que el colmo de la felicidad es gozar pura y limpiamente de los bienes de Dios, aunque no nos sirvamos de ellos para el uso de esta vida corruptible.
Otros van más allá y preguntan si la escoria de los metales será purificada o no. Aunque en cierto modo les concedo esto, espero, sin embargo, con san Pablo, que sean reparados los defectos que tuvieron su principio en el pecado; reparación por la que toda la creación gime a una y está con dolores de parto (Rom. 8,22).
Pasando más adelante, preguntan en qué será mejor el estado y condición del género humano, puesto que la bendición de engendrar cesará. Fácilmente se puede responder a esto: que la Escritura tenga en tanto aprecio el don de la descendencia, se entiende del estado presente, en el cual Dios de día en día lleva adelante el orden de la naturaleza hasta su perfección; pero cuando llegue a ella, ya no será necesario.
Mas como mucha gente simple e inconsiderada se deja llamar a engaño con semejantes halagos, y luego se adentran más en el laberinto, y finalmente cuando cada uno se obstina en su opinión, no tienen número los combates; lo más expeditivo es que mientras peregrinamos aquí abajo nos contentemos con ver “por espejo, oscuramente”, las cosas que al fin “veremos cara a cara” (1 Cor. 13,12). Porque son muy pocos entre la ingente multitud de hombres que hay en el mundo los que pretenden saber cuál es el camino para ir al cielo; pero todos desean antes de tiempo conocer qué es lo que en él se hace. Casi todos sin excepción, son torpes y perezosos para combatir; y entretanto se imaginan triunfos esclarecidos, como Si todo lo hubiesen vencido.

12. El castigo de los incrédulos
Como quiera que ninguna descripción bastaría para dar a entender bien el horror de la venganza que Dios tomará de los incrédulos, los tormentos que han de padecer se nos presentan bajo la figura de cosas corporales, como tinieblas, llanto, crujir de dientes, fuego inextinguible, gusano que sin cesar roe el corazón (Mt. 3, 12; 8,12; 22,13; Mc. 9,43-44; Is. 66,24). Pues es evidente que el Espíritu Santo quiso con estas maneras de hablar poner de relieve un horror tal, que fuera capaz de conmover nuestros sentidos; como cuando dice que una gehenna profunda les está preparada desde toda la eternidad con ardiente fuego, para mantener el cual hay siempre preparada lena, y que el soplo de Jehová, como torrente de azufre, lo enciende (Is. 30,33).
Aunque con estas expresiones se nos instruye para que en cierta manera sintamos la miserable condición de los impíos, sin embargo debemos fijar principalmente nuestra consideración en la desgracia que es estar totalmente separado de la compañía de Dios; y no solamente esto, sino además sentir su majestad tan contraria y enemiga, que el hombre no puede escapar de ella, sin que lo persiga donde quiera que se encontrare. Porque en primer lugar Su ira e indignación es como “hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (Heb. 10,27). Y además, todas las criaturas de tal manera le sirven para ejecutar su juicio, que han de sentir al cielo, la tierra, el mar, las bestias y el resto de las cosas como inflamadas y armadas contra ellos para su perdición; de esta manera manifestará Dios su ira hacia ellos. Por eso el Apóstol no dijo una cosa sin importancia, al declarar que los infieles serán castigados siendo “excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes. 1,9). Y siempre que los profetas amenazan a los impíos con semejanzas corporales para aterrarlos, aunque ellos no se exceden al hablar, sin embargo insinúan en sus expresiones ciertos indicios del juicio futuro al afirmar que el sol se oscurecerá, la luna perderá su claridad y todo el edificio del mundo será disipado y confundido.
Por eso las miserables conciencias no hallan reposo alguno, viéndose atormentadas e impulsadas como por una gran tempestad, sintiéndose como desgarradas por Dios, que es enemigo suyo, y traspasadas por heridas mortales, temblando por los rayos del cielo y despedazadas por la mano del Señor; de tai manera que preferirían verse arrojadas al más profundo golfo, que padecer un solo momento aquellos terrores. Que horrible castigo ser de esta manera atormentados para siempre sin remedio posible! Sobre lo cual hay una sentencia notable en el salmo noventa: que aunque Dios con su furor y con su ira extermina a todas las criaturas mortales, no obstante estimula a los suyos cuanto más temerosos viven en este mundo; y ello para incitarlos a que, aun agobiados bajo el peso de la cruz, sigan hasta que El sea todo en todos (1 Cor. 15,28).
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO
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