CAPÍTULO XXIII

REFUTACIÓN DE LAS CALUMNIAS CON QUE ESTA DOCTRINA
HA SIDO SIEMPRE IMPUGNADA

1. Primera objeción:
a. La elección de unos no implica la reprobación de los otros
Cuando la mente humana oye estas cosas no puede reprimir su vehemencia, y al momento se alborota, como si tocaran al ataque. Muchos, fingiendo que quieren mantener el honor de Dios y evitar que se le haga ningún cargo falsamente, admiten la elección, pero de tal manera que niegan que sea nadie reprobado.

La elección es la causa exclusiva de la salvación. Pero en esto se engañan grandemente, porque no existiría elección, si por otra parte no hubiese reprobación) Se dice que Dios separa a aquellos que adopta para que se salven. Seria, pues, un notable desvarío afirmar que los otros alcanzan por casualidad, o adquieren por su industria lo que la elección da a pocos. Así que aquellos ante los cuaLes Dios pasa al elegir, los reprueba; y esto por la sola razón de que Él los quiere excluir de la herencia que ha predestinado para sus hijos. No se puede tolerar la obstinación de los que no permiten que se les ponga freno con la Palabra de Dios, tratándose de un juicio incomprensible suyo, que aun los mismos ángeles adoran.
Hace poco hemos oído que no menos está en manos de Dios y depende de su voluntad el endurecimiento que la misericordia. Ni tampoco san Pablo se esfuerza mayormente en excusar a Dios — como lo hacen muchos de éstos de quienes he hecho mención — de falsedad y mentira; solamente se limita a advertir que no es lícito que el vaso de barro alterque con el que lo formó (Rom. 9,20-21).
Además de esto, los que no admiten que Dios repruebe a algunos, ¿cómo podrán librarse de aquel notable dicho de Cristo: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada”? (Mt. 15, 13). Oyen que todos aquellos que el Padre no ha tenido a bien plantar en su campo como árboles sacrosantos, están claramente destinados a la perdición. Si niegan que esto es señal de reprobación, no habrá cosa por más clara que sea, que no les resulte oscura.
Mas si no cesan de murmurar, que nuestra fe se dé por satisfecha al oír el aviso que nos da san Pablo: que no hay motivo para querellarse con Dios, porque queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y por otra parte, hizo notorias las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia que Él preparó de antemano para gloria (Rom. 9,22-23). Noten los lectores cómo san Pablo, para quitar toda ocasión de murmurar, atribuye a la ira y la potencia de Dios el sumo poder y autoridad; porque está muy mal querer pedir cuentas a los profundos y ocultos secretos de Dios que sobrepujan todo nuestro entendimiento.
La respuesta que dan nuestros adversarios, que Dios no desecha por completo a los que soporta con su mansedumbre, sino que suspende su voluntad para con ellos para ver si luego se arrepienten, es muy frívola. Como si san Pablo atribuyera a Dios la paciencia para esperar la conversión de los que dice que están preparados para la muerte. San Agustín dice muy bien explicando este pasaje, que cuando la paciencia se junta con su potencia y virtud, Dios no permite, sino que gobierna actualmente.1
Replican también que san Pablo cuando dice que los vasos de ira están preparados para destrucción, luego añade que Dios ha preparado los vasos de misericordia para salvación, como si por estas palabras entendiese que Dios es el autor de la salvación de los fieles y que a Él se le debe atribuir la gloria de ello; mas que aquellos que se pierden, ellos por sí mismos y con su libre albedrío se hacen tales, sin que Dios los repruebe. Mas, aunque yo les conceda que san Pablo con tal manera de hablar ha querido suavizar lo que a primera vista pudiera parecer áspero y duro; sin embargo es un despropósito atribuir la preparación, según la cual se dice que los réprobos están destinados a la perdición; a otra cosa que no sea el secreto designio de Dios; como el mismo Apóstol poco antes lo había declarado, afirmando que Dios suscitó a Faraón; y luego añade que Él “que quiere endurecer, endurece" (Rom. 9,18); de donde se sigue que el juicio secreto de Dios es la causa del endurecimiento.2 Por lo menos yo he deducido esto, -- lo cual es también doctrina de san Agustín -- que cuando Dios, de lobos hace ovejas, los reforma con su gracia todopoderosa dominando su dureza; y que no convierte a los obstinados porque no les otorga una gracia más poderosa, de la que Él no carece, si quisiera ejercitarla.3

1 Contra Juliano, lib. V, cap. III, 13.
2 Sin la menor contradicción, Calvino dirá con la Escritura, al fin del párrafo 3, "que la causa de su condenación está en ellos mismos". En efecto; hay dos planos que no se deben confundir: el de Dios y el del h6mbre.
3 La referencia indicada en las antiguas ediciones es errónea: De Praedestinatione Sanctorum, lib. 1, cap. 11. En san Agustín la expresión: "lobos trasformados en ovejas", se encuentra en particular en: Sermón, XXVI, cap. IV,5; Tratados sobre S. Juan, tr. XLV, 10.

2. b. ¿No sería injusto que Dios destinara a la muerte ti criaturas que no le han ofendido aún?
Con esto bastaría para personas modestias y temerosas de Dios que tienen presente que son meros seres humanos. Mas como estos perros rabiosos profieren contra Dios no sólo una especie de blasfemia, es necesario que respondamos en particular a cada una de ellas; pues los hombres carnales en su locura disputan con Dios de diversas maneras, como si Él estuviese sometido a sus reprensiones.
Preguntan primeramente por qué se enoja Dios con las criaturas que no le han agraviado con ofensa de ninguna clase. Porque condenar y destruir a quien bien le pareciere es más propio de la crueldad de un verdugo, que de la sentencia legitima de un juez. Y así les parece que los hombres tienen justo motivo para quejarse de Dios, si por su sola voluntad y sin que ellos lo hayan merecido, los predestina a la muerte eterna.

Dios no hace nada injusto: su voluntad es la regla suprema de toda
justicia. Si alguna vez entran semejantes pensamientos en la mente de los fieles, estarán debidamente armados para rechazar sus golpes, con sólo considerar cuán grave mal es' investigar los móviles de la voluntad de Dios, puesto que de cuantas cosas suceden, ella es la causa con toda justicia. Porque, si hubiera algo qué fuera causa de la voluntad de Dios, sería preciso que fuera anterior y que estuviera como ligada por ello: lo cual es grave impiedad sólo concebirlo. Porque de tal manera es la voluntad de Dios la suprema e infalible regla de justicia, que todo cuanto ella quiere, por el solo hecho de quererlo ha de ser tenido por justo. Por eso, cuando se pregunta por la causa de que Dios lo haya hecho así, debemos responder: porque quiso. Pues si se insiste preguntando por qué quiso, con ello se busca algo superior y más excelente que la voluntad de Dios; lo cual es imposible hallar. Refrénese, pues, la temeridad humana, y no busque lo que no existe, no sea que no halle lo que existe. Este, pues, es un freno excelente para retener a todos aquellos que con reverencia quieran meditar los secretos de Dios.
Contra los impíos, a quienes nada les importa y que no cesan de maldecir públicamente a Dios, el mismo Señor se defenderá adecuadamente con su justicia, sin que nosotros le sirvamos de abogados, cuando quitando a sus conciencias toda ocasión de andar con tergiversaciones y rodeos, les haga sentir su culpa.

Dios, siendo la bondad y la justicia, es su propia ley para sí mismo. Sin embargo, al expresarnos así no aprobamos el desvarío de las teólogos papistas en cuanto a la potencia absoluta de Dios; error que hemos de abominar por ser profano.1 No nos imaginamos un Dios sin ley, puesto que Él es su misma ley; pues - como dice Platón - los hombres por estar sujetos a los malos deseos, tienen necesidad de la ley; mas la voluntad de Dios, que no solamente, es pura y está limpia de todo vicio, sino que además es la regla suprema de perfección, es la ley de todas las leyes. Nosotros negamos que esté obligado a darnos cuenta de lo que hace; negamos también que nosotros seamos jueces idóneos y competentes para fallar en esta causa de acuerdo con nuestro sentir y parecer. Por ello, si intentamos más de lo que nos es licito temamos aquella amenaza del salmo que Dios será reconocido justo y tenido por puro cuantas veces sea juzgado por hombres mortales (Sal. 51, 4).

1 Alusión a la doctrina de Duns Scoto. Calvino ha refutado de antemano a los que en nuestros días le han reprochado haber estado sometido a la influencia de ese pensador.

3. Dios no está obligado a conceder su gracia al pecador que encuentra en sí mismo la causa de su condenación
He aquí cómo Dios con su silencio puede reprimir a sus enemigos. Mas para que no permitamos que su santo Nombre sea escarnecido, sin que haya quien lidie por, su honra, Él nos da armas en su Palabra, para que les resistamos. Por tanto, si alguno nos ataca preguntándonos por qué Dios desde el principio ha predestinado a la muerte a algunos, que no podían haberla merecido, porque aún no habían nacido, la respuesta será preguntarles en virtud de qué piensan que Dios es deudor del hombre si lo consideran según su naturaleza. Estando, como todas lo estamos, corrompidos y contaminados por los vicios, Dios no puede por menos de aborrecernos; y esto no por una tiranía cruel, sino por una perfecta justicia. Ahora bien, si todos los hombres por su natural condición merecen la muerte eterna, ¿de qué iniquidad e injusticia, pregunto yo, podrán quejarse aquellos a quienes Dios ha predestinado a morir? Vengan todos los hijos de Adán; discutan con Dios por qué antes de ser engendrados han sido predestinados por su providencia eterna a perpetua miseria; ¿qué podrán murmurar contra Dios cuando les traiga a la memoria quiénes son ellos? Si todos están hechos de una masa corrompida, no podemos extrañarnos de que estén sujetos a condenación. No acusen, pues, a Dios de injusticia, si por su juicio eterno son destinados a muerte; a la cual, mal que les pese, su propia naturaleza les lleva, como ellos perfectamente comprenden.
Por aquí se ye claramente cuán perversa es la inclinación de esta gente a murmurar contra Dios, pues a sabiendas encubren la causa de su condenación, la cual se yen forzados a reconocer en si mismos; y así, por más que lo doren, no se podrán justificar. Aunque yo confesase cien veces que Dios es el autor de su condenación — lo cual es muy verdad —, no por ello se purificarán del pecado que está esculpido en sus conciencias y que a cada paso se presenta ante sus ojos.

4. c. A los que Dios reprueba, ¿no están de antemano condenados al pecado?
Preguntan también si han sido predestinados por disposición de Dios
a esta corrupción, que afirmamos es la causa de su ruina. Porque si es
así, cuando perecen en su corrupción no hacen otra cosa que llevar sobre
si la calamidad en que por haber sido predestinados para esto, cayó Adán
y precipitó consigo a toda su posteridad. No será, pues, injusto Dios,
que tan cruelmente se burla de sus criaturas?
El querer de Dios nos es incomprensible, pero conocemos su justicia:
odia toda iniquidad. Confieso que se debe a la voluntad de Dios el que todos los hijos de Adán hayan caído en este miserable estado y condición en que al presente se encuentran. Y es que, como al principio decía, es necesario en definitiva volver siempre al decreto de la voluntad divina, cuya causa está en El escondida. Pero de aquí no se sigue que los hombres deban discutir con Dios; pues con san Pablo les salimos al paso diciendo: “Oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?” (Rom. 9,20-21).
Ellos negarán que de esta manera se defienda verdaderamente la justicia de Dios y que no es más que un mero subterfugio del que suelen echar mano los que no encuentran excusa suficiente; porque parece que aquí no se dice otra cosa, sino que a la potencia de Dios no se le puede impedir hacer lo que bien le pareciere; mas yo sostengo que se trata de otra cosa muy diferente. Porque, ¿qué razón se puede aducir más firme y más sólida que mandarnos considerar quién es Dios? Pues, ¿cómo podría cometer iniquidad alguna el que es Juez del mundo? Si es propio de su naturaleza hacer justicia, naturalmente ama la justicia y aborrece la iniquidad. Por eso el Apóstol no anduvo con subterfugios ni buscó falsas excusas, como si no encontrara otra salida; simplemente demostró que la justicia de Dios es demasiado profunda y sublime para poder ser determinada con medidas humanas, y ser comprendida por algo tan limitado como es el entendimiento del hombre. Es verdad; el Apóstol enseña que los juicios de Dios son tan secretos, que en ellos se hundirían todas las inteligencias de los hombres, si pretendieran penetrar en ellos; pero juntamente enseña que es un absurdo despropósito querer someter las obras de Dios a tal condición que en el momento en que no entendamos la razón y causa de las mismas nos atrevamos a condenarlas. Existe a este propósito una sentencia muy notable de Salomón, que muy pocos la entienden bien: “El creador de todos”, dice, “es grande: dará a los locos y a los transgresores su salario” (Prov. 26, 10).  Se admira en gran manera de la grandeza de Dios en cuya mano y voluntad está castigar a los transgresores, aunque El no les haya dado su Espíritu. El furor de los hombres es realmente sorprendente, al pretender comprender lo que es infinito e incomprensible, con una medida tan pequeña como es su entendimiento. San Pablo llama “escogidos” (1 Tim. 5,21), a los ángeles que permanecieron en su integridad; si su constancia se fundó en la benevolencia de Dios, la rebelión de los demonios prueba que no fueron detenidos, sino que se les consintió; de lo cual no se puede aducir otra causa que la reprobación, que permanece escondida en el secreto consejo de Dios.

5. Aceptemos sin avergonzarnos et misterio de una voluntad incomprensible,
   pero justa
Venga, pues, ahora algún maniqueo o celestino,1 y calumnie la providencia de Dios. Yo afirmo con san Pablo, que no debemos dar razón de ella, pues con su grandeza sobrepuja nuestra capacidad. ¿Por qué maravillarse? ¿Qué hay de extraño en esto? ¿Pretenderán que la potencia de Dios sea limitada de tal manera que no pueda hacer más que lo que nuestro entendimiento pueda comprender? En unión de san Agustín,2 yo afirmo que Dios ha creado a algunos, sabiendo con toda certidumbre que irían a la perdición; y que esto es así, porque así El lo quiso. Mas por qué lo haya querido así, no debemos nosotros preguntarlo, puesto que no lo podemos comprender. Ni tampoco debemos discutir acerca de si es justa o no, la voluntad de Dios; puesto que siempre que se hace mención de ella, bajo su nombre se designa una regla infalible de justicia. ¿A qué, pues, dudar de si habrá iniquidad donde claramente se ye que hay justicia? Ni dudemos tampoco, conforme al ejemplo de san Pablo, en tapar la boca a los impíos, no una vez, sino cuantas la abrieren para ladrar como perros. Porque ¿quiénes sois vosotros, pobres y míseros hombres, para formular artículos contra Dios y acusarlo no por otra causa, sino porque no se presta a rebajar la grandeza de sus obras de acuerdo con vuestra rudeza y poca capacidad? ¡Como si las obras de Dios fueran malas, porque la carne no las comprende! Vosotros deberíais conocer muy bien, por las experiencias que os ha dado, la inmensa grandeza de los juicios de Dios. Bien sabéis que se les llama “abismo grande” (Sal. 36,6). Considerad, pues, ahora vuestra poca capacidad, y ved si puede comprender lo que Dios ha decretado en si mismo. ¿De qué os sirve, entonces, haberos hundido por vuestra curiosidad en este abismo, el cual - como vuestra misma razón o lo dicta — será vuestra ruina? ¿Es posible que no os refrene y aterrorice cuanto está escrito de la incomprensible sabiduría de Dios, de su terrible potencia, así en la historia de Job, como en los Profetas? Si tu entendimiento se ye agitado por diversos problemas, no te pese seguir el consejo de san Agustín. “Tú, hombre”, dice, “esperas mi respuesta, mas yo también soy hombre como tú; por tanto oigamos ambos al que nos dice: oh hombre, ¿tú quién eres? Mejor es una fiel ignorancia que una ciencia temeraria. Busca méritos; no hallarás más que castigo. ¡Oh alteza! Pedro niega a Cristo; el ladrón cree en El. ¡Oh alteza! ¿Deseas tú saber la razón? Yo me sentiré sobrecogido de tanta alteza. Razona tú cuanto quisieres; yo me maravillaré; disputa tú; yo creeré. La alteza veo; a la profundidad no llego. San Pablo se dio por satisfecho con admirar. El afirma que los juicios de Dios son inescrutables, ¿y tú vas a escudriñarlos? El dice que los caminos de Dios no se pueden investigar, ¿y tú los quieres conocer?” 3
No conseguiremos nada con pasar adelante; porque ni satisfaremos la desvergüenza de ellos, ni el Señor tiene necesidad de más defensa, que la que ha usado por su Espíritu, hablando por boca de san Pablo. Y lo que es más de considerar, nos olvidamos de hablar bien, siempre que dejamos de hablar según Dios.

1 Discípulo de Celestius, el pelagiano.
2 Carla CLXXXVI, cap. vii, 23. A Paulino.
3 Sermon XX VII, cap. iii, 3, 4; vi, 6.

6. Segunda objeción: ¿Por qué Dios va a castigar aquello cuya causa es Su
   predestinación?
Otra objeción formula además la impiedad, si bien no tiende tanto a acusar a Dios, como a excusar el pecado de ellos; aunque, a decir verdad, el pecador que es condenado por Dios no puede justificarse sin infamar al Juez que lo condena.
Se queja, pues, esta gente contra Dios, diciendo que cómo podría El imputar a los hombres como pecado las cosas que El con su predestinación les ha obligado necesariamente a hacer. Pues, ¿qué podrían hacer ellos? ¿Resistir a Sus decretos? Esto seria inútil, ya que no podrían prevalecer contra ellos. Luego, Dios no los castiga justamente por cosas cuya causa principal es Su predestinación.

Respuestas que se deben rechazar. No me serviré aquí de la defensa comúnmente empleada por los escritores eclesiásticos, según los cuales la presciencia de Dios no impide que sea tenido por pecador el hombre cuyos pecados Dios ha previsto, pues los pecados no son de Dios. Porque los calumniadores no se contentarían con esto, sino que pasarían adelante arguyendo que no obstante, si Dios lo quisiera, podría impedir los pecados que había previsto; mas como no lo ha hecho así, sino que ha creado al hombre para que viva de esta manera en el mundo, y la divina providencia le ha colocado en tal condición, que necesariamente ha de hacer cuanto hace, no se le debe imputar aquello que no puede evitar y que se ha sentido movido a hacer por la voluntad de Dios. Veamos, pues, cómo se puede solucionar esta dificultad.
En primer lugar, es necesario que estemos todos bien convencidos de lo que dice Salomón: “Todas las cosas ha hecho Jehová para si mismo, y aun al impío para el día malo” (Prov. 16,4). Como quiera, pues, que la ordenación de todas las cosas está en las manos de Dios, y El, según le agradare, puede dar vida o muerte, también ordena con su consejo que algunos desde el seno materno sean destinados a una muerte eterna ciertísima, y que con su perdición glorifiquen su nombre.
Si alguno para excusar a Dios dijere que El con su providencia no les impone necesidad alguna, sino más bien previendo cuán perversos habían de ser, los crea en esta condición, éste tal diría algo, pero no todo. Es verdad que los doctores antiguos usaron a veces esta solución; pero con dudas. En cambio los escolásticos se dan por satisfechos con ella, como si nada se le pudiese reprochar.

No se puede oponer en Dios presciencia y voluntad. Por mi parte concedo gustoso que la sola presciencia no causa necesidad alguna en las criaturas. Aunque no todos estén de acuerdo en esto; pues hay algunos que la hacen causa de todas las cosas. Pero me parece que Lorenzo Valla, hombre por otra parte no muy versado en la Escritura, ha considerado esto con mucha sutileza y prudencia, al decir que esta disputa es inútil; y la razón que da es que la vida y la muerte son más acciones y obras de la voluntad de Dios que de su presciencia. Si Dios solamente hubiera previsto lo que había de acontecer a los hombres, y no lo ordenase según su gusto, entonces con toda razón se plantearía la cuestión de saber qué necesidad pondría en los hombres la divina presciencia; pero como quiera que El no ye las cosas futuras en ninguna otra razón, sino porque El ha determinado que así sean, es una locura rompernos la cabeza disputando acerca de lo que causa y obra su presciencia, cuando es evidente, que todo se hace por ordenación y disposición divina.

7. Dios ordena de antemano el fin y condición de todas sus criaturas. Testimonio de san Agustín
Niegan nuestros adversarios que jamás se puedan hallar en la Escritura estas palabras: que Dios ha determinado que Adán pereciese por su caída. Como si aquel Dios, del cual dice la Escritura que hace todo cuanto quiere, fuese a crear la más excelente de sus criaturas sin señalarle un fin.
Dicen que Adán fue creado con libre albedrío para que escogiese el modo de vivir que prefiriese, y que Dios no había determinado cosa alguna acerca de él, sino tratarlo conforme a lo que merecía por sus obras. Si se admite esta vana invención, ¿dónde queda aquella omnipotencia de Dios, que de ninguna otra cosa depende y con la cual, conforme a su secreto consejo, modera y gobierna todas las cosas? No obstante, la predestinación, mal que les pese, se ye en todos los descendientes de Adán; pues naturalmente no pudo acontecer que todos por culpa de uno cayesen del estado en que estaban. ¿Que les impide confesar del primer hombre lo que contra su voluntad conceden de todo el género humano? Porque, ¿a qué perder el tiempo andándose por las ramas? La Escritura afirma bien claramente, que todos los hombres, en la persona de uno solo, fueron condenados a muerte eterna. Y como esto no se puede imputar a la naturaleza, claramente se ye que procede del admirable consejo de Dios. Es un gran absurdo, que a estos abogados, que se meten a mantenedores de la justicia divina, les sirva de obstáculo un impedimento cualquiera, aunque sea una paja, y que no tropiecen en vigas bien grandes para seguir adelante.
Pregunto asimismo, ¿de dónde viene que tantas naciones y tantas criaturas se hayan visto enredadas en la muerte eterna por la caída de Adán — y sin remedio —, sino de que así le plugo a Dios? Aquí es menester que estos charlatanes enmudezcan.
Confieso que este decreto de Dios debe llenarnos de espanto; sin embargo nadie podrá negar que Dios ha sabido antes de crear al hombre, el fin que había de tener, y que lo supo porque en su consejo así lo había ordenado. Si alguno se pronuncia contra la presciencia de Dios, procederla temeraria e inconsideradamente. Porque, a qué acusar al juez celestial de no haber ignorado lo que había de suceder? Si hay queja alguna, justa o con apariencia de tal, formúlese contra la predestinación.
Y no ha de parecer absurda mi afirmación de que Dios no solamente ha previsto la caída del primer hombre y con ella la ruina de toda su posteridad, sino que así lo ordenó. Porque así como pertenece a su sabiduría saber todo cuanto ha de suceder antes de que ocurra, así también pertenece a su potencia regir y gobernar con su mano todas las cosas.
San Agustín trata también esta cuestión y, como todas las demás, la resuelve muy atinadamente diciendo: “Saludablemente confesamos lo que rectísimamente creemos, que Dios, que es Señor de todas las cosas, y que todas las ha creado en gran manera buenas, y que ha previsto que lo malo surgiría de lo bueno, y supo que a su omnipotente bondad le convenía más convertir el mal en bien que no permitir que existiera el mal, ha ordenado de tal manera la vida de los ángeles y de los hombres, que primero quiso mostrar las fuerzas del libre albedrío, y después lo que podía el beneficio de su gracia y su justo juicio”.1

1 De la Corrección y de la Gracia, cap. X, 27). Admite, pues, Calvino el libre arbitrio de Adán, como lo ha afirmado ya en I, xv, 8: “En esta integridad el hombre tenia el libre albedrío, por el cual, si lo hubiera querido, hubiera obtenido la vida eterna”. Pero afirma que al dejar al hombre La experiencia de ese libre albedrío, Dios quería demostrar la impotencia del mismo, a fin de mostrar luego el poder de su gracia. Posición dialéctica, que afirma a la vez el libre albedrío de Adán y la voluntad de Dios que ordenaba la calda. Dios podía impedir la caída. No la ha querido, a fin de que el hombre pudiese conocer toda la debilidad de su libre albedrío y toda la gracia de su Redentor.

8. Tampoco Se puede oponer en Dios voluntad y permisión
Algunos se acogen aquí a la distinción entre voluntad y permisión, diciendo que los impíos se pierden porque así lo permite Dios, más no porque El lo quiera. Pero, cómo diremos que El lo permite, sino porque así lo quiere? Pues no es verosímil que el hombre se haya buscado su perdición por la sola permisión de Dios, y no por su ordenación. Como Si Dios no hubiera ordenado en qué condición y estado quería que estuviese la más excelente de todas sus criaturas. No dudo, pues, un instante en confesar simplemente con san Agustín,1 que la voluntad de Dios es la necesidad de todas las cosas, y que necesariamente ha de suceder lo que El quiera, como también indefectiblemente sucederá cuanto El ha previsto.

Como la causa y la materia de la perdición del hombre residen en él mismo, su condenación es justa. Así pues, silos pelagianos, maniqueos, anabaptistas, o epicúreos — pues con estas cuatro sectas nos enfrentamos al tratar de esta materia — alegan como excusa la necesidad con que se yen constreñidos por la predestinación de Dios, no dicen nada que dé validez a su causa. Porque si la predestinación no es sino una dispensación de la justicia de Dios, la cual no deja de ser irreprensible aunque sea oculta, así como es del todo cierto que ellos no eran indignos de su predestinación a tal fin, también lo es que la ruina en que caen por la predestinación de Dios es justa. Además, su perdición de tal manera depende de la predestinación de Dios, que al mismo tiempo ha de haber en ellos causa y materia de ella.2 Cayó el primer hombre porque así lo había Dios ordenado; mas, por qué fue ordenado no lo sabemos. Pero sabemos de cierto que El lo ordenó así porque veía que con ello su Nombre seria glorificado. Al oír hablar de gloria, pensemos a la vez en su justicia; porque es necesario que sea justo lo que es digno de ser alabado. Cae, pues, el hombre, al ordenarlo así la providencia de Dios; mas cae por su culpa.3 Poco antes había declarado el Señor, que todo cuanto había hecho era “bueno en gran manera” (Gn. 1,31). ¿De dónde, pues, le vino al hombre aquella maldad por la que se apartó de su Dios? Para que no pensase que le venía de Su creación, el Señor con su propio testimonio había aprobado cuanto había puesto en él. El hombre, pues, es quien por su propia malicia corrompió la buena naturaleza que había recibido de Dios; y con su caída trajo la ruina a toda su posteridad.
Por lo cual, contemplemos más bien en la naturaleza corrompida de los hombres la causa de su condenación, que es del todo evidente, en vez de buscarla en la predestinación de Dios, en la que está oculta y es del todo incomprensible. Y no llevemos a mal someter nuestro entendimiento a la inmensa sabiduría de Dios, y que se le someta en muchos secretos. Porque en las cosas no lícitas y que no es posible saber, la ignorancia es sabiduría, y el deseo de saberlas, una especie de locura.

1 Sobre el Génesis en sentido literal, lib. IV, cap. xv, 26.
2 Ese “de tai manera” es digno de ser notado. Lo que Dios decreta no se realiza en sus criaturas bajo el imperio de la “coacción”. Ninguna concepción determinista puede conciliarse con la omnipotencia de Dios, a la cual destruye. Sabemos, por otra parte, que la “necesidad”, en el sentido definido por Calvino, deja libre curso a la libertad y a la voluntad. En una formula ceñida, el profesor Augusto Lecerf gustaba decir: “Creemos en un Dios todopoderoso, es decir, capaz de realizar libremente en el piano de las criaturas, lo que necesariamente quiere respecto a El mismo”.
3 Hay, pues, dos causas en la caída del primer hombre: una causa oculta, la voluntad insondable de Dios; y una causa evidente, la falta de Adán adornado de libre albedrío. Dejemos a un lado la causa incomprensible y reconozcamos la causa evidente, la de la responsabilidad del hombre. Hay que buscar la causa de nuestra ruina en nuestras propias faltas y no en los secretos que Dios no ha juzgado oportuno darnos a conocer.

9. Puede que alguno diga que aún no he aducido una razón capaz de refrenar
   aquella blasfema excusa. Confieso que esto es imposible; porque la impiedad siempre murmurará. Sin embargo me parece que he dicho lo suficiente para quitar al hombre no solo toda razón, sino hasta el pretexto de murmurar.
Los réprobos desean una excusa a su pecado, diciendo que no pueden evitar pecar por necesidad; principalmente cuando esta necesidad les viene impuesta por ordenación divina. Yo, por el contrario, les niego que esto sea suficiente para excusarlos, puesto que esta ordenación de Dios de la que se quejan es justa. Y aunque su justicia y equidad nos sea desconocida, sin embargo es bien cierta. De lo cual concluimos que no sufren castigo alguno que no les sea impuesto por el justo juicio de Dios.
Enseñamos también que obran muy mal al querer poner sus ojos en los secretos inescrutables del consejo divino, para inquirir y saber el origen de su condenación, disimulando y no haciendo caso de la corrupción de su naturaleza, de la cual realmente procede. Y que esta corrupción no se debe imputar a Dios se ye claramente, porque El mismo dio buen testimonio de su creación. Porque aunque por la providencia eterna de Dios, el hombre haya sido creado para caer en la miseria en que está, sin embargo éste tomó la materia de Si mismo, y no de Dios; pues la razón de que se haya perdido no es otra sino haber degenerado de la pura naturaleza en la que Dios lo creó, a la perversidad y maldad.

10. Tercera objeción: Al elegir a unos, Dios hace acepción de personas, lo cual es contrario a la Escritura
Los enemigos de Dios disponen aún de otro absurdo, el tercero, con el que infaman su predestinación. Porque como nosotros, al referirnos a aquellos que el Señor ha apartado de la general condición de los hombres para hacerlos herederos de su reino, no señalamos otra causa que su benevolencia, de aquí deducen que hay acepción de personas en Dios, lo cual niega la Escritura a cada paso; y así dicen que una de dos: o la Escritura se contradice, o que Dios tiene en cuenta los méritos en su elección.

La acepción de personas según la Escritura. En cuanto a lo primero, que la Escritura afirma que Dios no es aceptador de personas, ha de entenderse en otro sentido del que ellos lo hacen; porque con esta palabra de personas”, no entiende al hombre, sino las cosas que se muestran a los ojos del hombre, y que suelen ganar favor, gracia y dignidad, o bien odio, menosprecio y afrentas; como son las riquezas, la abundancia, la potencia, nobleza, poder, patria, hermosura y otras semejantes; o, por el contrario, pobreza, necesidad, humilde linaje, no tener crédito, ni honra, etc. En este sentido san Pedro y san Pablo niegan que Dios sea aceptador de personas (Hch. 10,34; Rom. 2, 10; Gál. 3,28), porque no hace diferencia entre el judío y el griego, para aceptar a uno y rechazar al otro solamente a causa de la nacionalidad. Santiago usa también las mismas palabras, cuando dice que Dios, en su juicio no tiene en cuenta las riquezas (Sant. 2,5). San Pablo en otro lugar afirma que cuando juzga no hace diferencia alguna entre amo y criado. Por tanto, no habrá contradicción alguna, si decimos que Dios, según el decreto de su benevolencia elige como hijos a aquellos a quienes le place; y esto sin mérito alguno de ellos, reprobando y rechazando a los demás.

No hay acepción alguna de personas en la elección. Sin embargo, para satisfacerles más perfectamente se puede exponer esto como sigue: Preguntan cómo se explica que de dos, entre los cuales no hay diferencia alguna en cuanto a los méritos, Dios en su elección deje pasar a uno y escoja a otro. Por mi parte, les pregunto también, si creen que hay algo en el que es elegido por Dios, a lo que El se aficione y por ello le elija. Si confiesan, como deben hacerlo, que no hay cosa alguna, se seguirá que Dios no tiene en cuenta al hombre, sino que toma de Su misma bondad la materia para hacerle beneficios. Así que bien elija a uno, bien rechace al otro, ello no se hace por consideración al hombre, sino por Su sola misericordia, la cual debe ser libre de manifestarse y ejercerse siempre y donde le pluguiere. Porque ya hemos visto que Dios al principio no ha elegido a muchos nobles, sabios y poderosos; y esto lo ha hecho para abatir la soberbia de la carne; tan lejos está que su favor se haya apoyado en apariencia de ninguna clase.

11. Al elegir a unos despliega su misericordia; al castigar a los otros, su justicia
Por tanto, erróneamente acusan algunos a Dios de no obrar con justicia porque en su predestinación no usa una misma medida con todos. Si a todos, dicen, los ve culpables, castigue a todos por igual; y si los halla sin culpa, que no castigue a ninguno.
Ciertamente se conducen con Dios como si le estuviese prohibido usar de misericordia, o como si al querer usar de ella se viese obligado a no hacer en absoluto justicia. ¿Que es lo que exigen? Que si todos son culpables, todos sean igualmente castigados. Nosotros admitimos que la culpa es general; sin embargo, sostenemos que la misericordia de Dios socorre a algunos. Que socorra, dicen ellos, a todos. Pero les replicamos que también es razonable que se muestre corno justo juez castigando. Al no poder ellos sufrir esto, ¿qué otra cosa pretenden, sino despojar a Dios del poder y facultad que tiene de ejercer la misericordia, o permitírselo, pero a condición de que se desentienda por completo de hacer justicia?

Testimonio de san Agustín. Por eso vienen muy a propósito las siguientes sentencias de san Agustín:1 “Siendo así”, dice, “que toda la masa del linaje humano ha caído en La condenación en el primer hombre, los hombres tomados para ser vasos de honra no son vasos por su propia justicia, sino por la misericordia de Dios. Y que otros sean vasos de afrenta, no se debe imputar a iniquidad, pues no la hay en Dios, sino a su juicio”. Y: “Que Dios dé a aquellos que ha reprobado el castigo que merecen, y a los que ha elegido la gracia que no merecen, se puede mostrar que es justo e irreprensible por el ejemplo de un acreedor, al cual le es lícito perdonar la deuda a uno y exigirla al otro.2 Así que el Señor puede muy bien dar su gracia a los que quiera, porque es misericordioso; y no daña a todos, porque es justo juez. En dar a unos la gracia que no merecen, muestra su gracia gratuita; y al no daña a todos, muestra lo que todos merecen.3 Porque cuando dice el Apóstol que Dios “sujetó a todos a desobediencia para tener misericordia de todos”, ha de añadirse a la vez, que a ninguno es deudor; porque ninguno le dio primero, para después exigirle lo prestado (Rom. 11,32.35).

1 Carta CLXXX VI, cap. vi, 18. A Paulino.
2 Pseudo-Agustín, De la predestinación y de la gracia, cap. III.
3 Agustín, Del don de la perseverancia, cap. XII, 28.

12. Cuarta objeción: La predestinación favorece la despreocupación y la disolución
Se sirven también los enemigos de la verdad de otra calumnia para echar por tierra la predestinación. Afirman que si prevalece esta doctrina estarla de más toda solicitud y preocupación por vivir bien. Porque, ¿quién es el que al oír que su vida y su muerte están ya determinadas por el eterno e inmutable consejo de Dios, no le viene en seguida al pensamiento que poco importa que viva bien o mal, puesto que la predestinación de Dios no se puede evitar ni anticipar con lo que uno haga? Y así nadie se preocupará de si mismo y cada cual hará lo que le pareciere dando rienda suelta a los vicios.
Es verdad que lo que dicen no es del todo falso; porque son muchos los puercos que con estas horribles blasfemias encenagan la predestinación de Dios y con este pretexto se burlan de todas las amonestaciones y reprensiones. Dios, dicen ellos, sabe muy bien lo que una vez ha determinado hacer de nosotros; si ha determinado salvarnos, cuando llegue la hora nos salvará; y si ha decidido condenarnos, es inútil atormentarse en vano para salvarse.
Pero la Escritura, al mandarnos con cuánta reverencia y temor debemos meditar en este gran misterio, instruye a los hijos de Dios en un sentido muy diferente y condena el maldito descomedimiento de tales gentes. Porque la Escritura no nos habla de la predestinación para que nos permitamos demasiado atrevimiento, ni para que presumamos con nuestra nefanda temeridad de escudriñar los inaccesibles decretos de Dios; sino más bien para que con toda humildad y modestia aprendamos a temer su juicio y a ensalzar su misericordia. Por tanto, todos los fieles han de apuntar a este blanco.

El fin de nuestra elección es vivir santamente. San Pablo trata convenientemente de los sordos gruñidos de aquellos puercos. Dicen que no les importa vivir disolutamente, porque si son del número de los elegidos sus pecados no serán obstáculo para que al fin se salven. Sin embargo san Pablo nos enseña lo contrario cuando dice que Dios nos ha escogido para que llevemos una vida santa e irreprensible delante de El (Ef. 1, 4). Si el fin y la meta de la elección es la santidad de vida, ella debe más bien despertarnos y estimularnos a emplearnos alegremente en la santidad, que no a buscar pretextos con que encubrir nuestra pereza y descuido. Porque es muy grande la diferencia entre estas dos cosas: dejar de obrar bien y no preocuparse de ello porque la elección basta pana salvarnos, y que el hombre es elegido para que se ejercite en obrar bien. No tengamos, pues, nada que ver con tales blasfemias, que trastornan de arriba abajo el orden de la elección.
En cuanto a la otra afirmación, que el hombre reprobado por Dios perdería el tiempo y no conseguiría nada si procurase agradarle con la inocencia y promesa de vida, en esto se les convence de que hablan desvergonzadamente. Pues, ¿dónde les podría venir este deseo, sino de la elección? Porque todos aquellos que son del número de los réprobos, siendo como son vasos hechos para afrenta, no dejan de provocan contra si mismos la ira de Dios con sus perpetuas abominaciones, ni cesan de confirmar con manifiestas señales que el juicio de Dios está ya pronunciado contra ellos; ¡tan lejos están de resistirle en vano!

13. Por tanto, la predicación y las exhortaciones son absolutamente necesarias
Otros, maliciosa y descaradamente calumnian esta doctrina, como Si ella echase por tierra todas las exhortaciones a bien vivir. Ya san Agustín fue acusado por ello en su tiempo; acusación de la que él se justifica muy bien en el libro titulado De la Corrección y de la Gracia, que escribió a Valentino. Su lectura tranquilizará y aquietará fácilmente a todos los espíritus dóciles y piadosos. De él aduciré algunas cosas apropiadas a este lugar.
Ya hemos oído cuán preclaro y excelso pregonero de la gracia de Dios ha sido san Pablo; ¿es que, entonces, se ha enfriado por esto en sus amonestaciones y exhortaciones? Coteje esta buena gente el celo y la vehemencia de san Pablo con el suyo; ciertamente, el de ellos no parecerá en comparación del increíble ardor de san Pablo más que un puro hielo. En verdad este principio suprime todo escrúpulo: “No somos llamados a inmundicia, sino para que cada uno posea su vaso en honra” (1 Tes. 4,7); y: “. . . hechura suya creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” (Ef. 2,10). En suma, todos los que están medianamente versados en la Escritura entenderán sin más amplia demostración cuán bien y propiamente concuerda el Apóstol lo que éstos fingen que se contradice entre si. Manda Jesucristo que creamos en El; sin embargo, cuando El mismo dice que ninguno puede ir a El, sino solamente aquellos a quienes su Padre se lo hubiere concedido (Jn. 6,44.65), ni se contradice a si mismo, ni dice nada que no sea gran verdad.
Siga, pues, su curso la predicación; atraiga a los hombres a la fe y hágales mantenerse perseverantes y aprovechar; pero a la vez no se impida la recta inteligencia de la predestinación, para que los que obedecen no se ensoberbezcan como si tuviesen esto por sí mismo; antes bien, se gloríen en el Señor. No sin causa manda Cristo que “el que tenga oídos para oír oiga” (Mt. 13,9). Por eso cuando nosotros exhortamos y predicarnos, los que tienen oídos obedecen de muy buena gana; mas en los que no lo tienen, se cumple lo que está escrito: Para que oyendo no oigan (Is. 6,9).
“Mas, ¿por qué los unos”, dice san Agustín, “los tienen, y los otros no? ¿Quien es el que ha conocido el consejo del Señor? ¿Se debe, por ventura, negar lo que es claro y manifiesto, porque no se puede comprender lo que está oculto?”.1

Testimonios de san Agustín. Todo esto lo he tornado fielmente de san Agustín. Mas como puede que sus palabras tengan más autoridad que las mías, seguiré citando de él lo que sea oportuno.
“Si algunos”, dice él, “después de oír esto se entregan a la negligencia y abandonando el esfuerzo se van en pos de sus apetitos y deseos, ¿debemos nosotros por esta causa pensar que es falso lo que se ha dicho de la presciencia de Dios? ¿Es que no ha de suceder que sean buenos aquellos que Dios ha previsto que lo sean, por muy grande que sea la maldad en que al presente se hallen encenagados; y que si El ha previsto que sean malos realmente lo sean, por más santos que ahora parezcan? ¿Será preciso por esto negar o callar lo que con toda verdad se dice de la presciencia de Dios; principalmente cuando callando se cae en otros errores?”2 Y: “Una cosa es callar la verdad, y otra tener necesidad de decir la verdad. Sería muy largo buscar todas las causas que hay para callar la verdad; pero entre otras hay una, y es no hacer peores a los que no entienden, por querer hacer más doctos a los que entienden, los cuales por decir nosotros semejantes cosas, no serían más doctos, ni tampoco peores. Suponiendo, pues, que decir la verdad produzca el efecto de que al decirla nosotros, el que no la entiende se haga peor, y que si la callamos, el que la pueda entender corra algún peligro, ¿qué nos parece deberíamos hacer en tal caso? ¿Es que no deberíamos decir la verdad, para que los que la puedan entender la entiendan, y no callar, de manera que ambos queden ignorantes, y que aun el más entendido se haga peor, cuando de oírla él y entenderla, otros muchos la aprenderían por medio de él? Nosotros no rehusamos decir lo que la Escritura afirma que es lícito oír. Tenemos que al hablar nosotros se escandalice y ofenda el que no la puede entender; y no tememos, que por callar, se engañe el que la puede entender.”3
Después aún más claramente confirma esto mismo, terminando con esta breve conclusión: “Por tanto, silos apóstoles y los Doctores de la Iglesia que les siguieron hicieron lo uno y lo otro: tratar piadosamente de la eterna elección de los fieles y mantenerlos en un orden santo de bien vivir, ,cuál es la causa de que estos nuevos Doctores, forzados y convencidos por la invencible potencia de la verdad, dicen que no se debe predicar al pueblo la predestinación, aunque lo que de ello se diga sea verdad? Más bien, pase lo que pase, se debe predicar, para que el que tiene oídos para oír oiga. ¿Y quién los tiene, si no los ha recibido de Aquel que promete darlos? Así pues, el que no ha recibido tal don, que rechace La buena doctrina, con tal que el que lo ha recibido tome y beba, beba y viva. Porque siendo necesario predicar las buenas obras para que Dios sea servido como conviene, también se debe predicar la predestinación, para que el que tiene oídos se gloríe de la gracia de Dios en Dios, y no en sí mismo”.4

1 Del don de la perseverancia, cap. XIV, 37.
2 Ibid., cap. XV, 38.
3 Ibid., cap. XVI, 40.
4 Del don de la perseverancia, cap. XX, 51.

14. Prudencia y caridad son necesarias en la enseñanza de la predestinación
Sin embargo, como este santo Doctor tenla un singular celo y deseo de edificar las almas, tiene cuidado de moderar la manera de enseñar la verdad de tal forma, que se guarda con gran prudencia en cuanto es posible de escandalizar a nadie; pues advierte que la verdad se puede decir también con gran provecho.
Si alguno hablase de esta manera al pueblo: Si no creéis es porque Dios os ha predestinado ya para condenaros; éste no solo alimentaría la negligencia, sino también la malicia. Y si alguno fuese más allá y dijese a sus oyentes que ni en el futuro habían de creer por estar ya reprobados, esto serla maldecir en vez de enseñar. Esta clase de gente, san Agustín quiere,1 y con toda razón, que no tenga nada que ver con la Iglesia, puesto que carecen del don de enseñar y atemorizan a las personas sencillas e ignorantes. Pero en otro lugar2 dice que “el hombre aprovecha la corrección cuando Aquel que hace aprovechar aun sin corrección, se compadece y le ayuda; pero, ¿por qué El ayuda a uno o a otro? No digamos que el juicio es del barro, y no del alfarero.”
Poco después: “Cuando los hombres por medio deja corrección vuelven al camino de la justicia, quién es el que obra en sus corazones la salvación, sino Aquel que da el crecimiento, sea uno u otro el que plante y el que riega? (I Cor. 3,6). Cuando a Dios le place salvar a un hombre, no hay libre albedrío de hombre que lo impida y resista”. “Por tanto no hay lugar a dudas, sino que debe tenerse por absolutamente cierto, que las voluntades de los hombres no pueden resistir a la voluntad de Dios, el cual hace en el cielo y en la tierra todo cuanto quiere, e incluso ha hecho lo que ha de suceder, puesto que con las mismas voluntades de los hombres hace todo cuanto quiere”.3 Y también: “Cuando El quiere atraer a los hombres, ¿los ata quizás con ligaduras corporales? Obra interiormente; interiormente retiene los corazones; interiormente mueve los corazones, y atrae a los hombres con la voluntad que ha formado en ellos”.4
Sobre todo no se puede omitir en manera alguna lo que Luego añade;
a saber, que como nosotros no sabemos quiénes son los que pertenecen
o dejan de pertenecer al número y compañía de los predestinados, debemos tener tal afecto, que deseemos que todos se salven; y así, procuraremos hacer a todos aquellos que encontráremos participes de nuestra paz.5 Por lo demás, nuestra paz no reposará más que en los que son hijos de paz.6
En conclusión: nuestro deber es usar, en cuanto nos fuere posible, de una corrección saludable y severa, a modo de medicina; y esto para con todos, a fin de que no se pierdan y no pierdan a los otros; mas a Dios le corresponde hacer que nuestra corrección aproveche a aquellos que El ha predestinado.7

1 Ibid., cap. XXII, 61.
2 De la corrección y de la gracia, cap. V. 8.
3 Ibid., cap. XIV, 43.
4 Ibid., cap. XIV, 45.
5 Subrayemos esta conclusión, que responde al reproche formulado con frecuencia de que la doctrina de la elección seria un obstáculo al fervor de la evangelización.
6 De la corrección x de la gracia, cap. XV, 45.
7 Ibid., cap. XVI, 49.
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