CAPITULO XVI

REFUTACIÓN DE LAS CALUMNIAS CON QUE LOS PAPISTAS
PROCURAN HACER ODIOSA ESTA DOCTRINA

1. Calumnias contra la doctrina de la justificación por la fe
Con esto se puede refutar la gran desvergüenza de ciertos malvados, que calumniosamente nos acusan de que condenamos las buenas obras y 110 hacemos caso de ellas, y que apartamos a los hombres de las mismas, al decir que no son justificados por las obras, y que con ellas no merecen la salvación.
En segundo lugar nos echan en cara que hacemos muy fácil y ancho el camino de la justicia al enseñar que la justicia consiste en que nuestros pecados sean gratuitamente perdonados; insisten en que con estos halagos atraemos al pecado a los hombres. quienes por si mismos están ya más inclinados de lo necesario a pecar. Estas calumnias digo que quedan refutadas con lo que ya hemos dicho; sin embargo responderé brevemente a ellas.

1º. Lejos de abolir las buenas obras, la justificación gratuita las hace posibles y necesarias
Nos acusan de que por la justificación de la fe son destruidas las buenas obras. No me detendré a exponer quiénes son estas personas tan celosas de las buenas obras que de esta manera nos denigran. Dejémosles que nos injurien impunemente con la misma licencia con que infestan el mundo con su manera de vivir. Fingen que les duele sobremanera que las obras pierdan su valor por ensalzar tanto la fe. ¿Pero y si con esto resulta que quedan mucho más confirmadas y firmes? Porque nosotros no soñamos una fe vacía, desprovista de toda buena obra, ni concebimos tampoco una justificación que pueda existir sin ellas. La única diferencia está en que, admitiendo nosotros que la fe y las buenas obras están necesariamente unidas entre si y van a la par, sin embargo ponemos la justificación en la fe, y. no en las obras. La razón de hacerlo así es muy fácil de ver, con tal que pongamos nuestros ojos en Cristo, al cual se dirige la fe, y de quien toma toda su fuerza y virtud. ¿Cuál es, pues, la razón de que seamos justificados por la fe? Sencillamente porque mediante ella alcanzamos la justicia de Cristo, por la cual únicamente somos reconciliados con Dios. Mas no podemos alcanzar esta justicia sin que juntamente con ella alcancemos también la santificación. Porque “él nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor.1, 30).
Por lo tanto, Cristo no justifica a nadie sin que a la vez lo santifique. Porque estas gracias van siempre unidas, y no se pueden separar ni dividir, de tal manera que a quienes El ilumina con su sabiduría, los redime; a los que redime, los justifica; y a los que justifica, los santifica.
Mas como nuestra discusión versa solamente acerca de la justificación y la santificación, detengámonos en ellas. Y si bien distinguimos entre ellas, sin embargo Cristo contiene en si a ambas indivisiblemente. ¿Queremos, pues, alcanzar justicia en Cristo? Debemos primeramente poseer a Cristo. Mas no lo podemos poseer sin ser hechos partícipes de su santificación; porque El no puede ser dividido en trozos. Así pues, comoquiera que el Señor jamás nos concede gozar de estos beneficios y mercedes sino dándose a si mismo, nos concede a la vez ambas cosas, y jamás da la una separada de la otra. De esta manera se ye claramente cuán grande verdad es que no somos justificados sin obras, y no obstante, no somos justificados por las obras; porque en la participación de Cristo, en la cual consiste toda nuestra justicia, no menos se contiene la santificación que la justicia.

2. Nuestra redención y nuestra vocación nos conducen a la santidad con mucha mayor seguridad que la doctrina de los méritos
Es también del todo falsa su afirmación de que nosotros apartamos el corazón de los hombres del bien obrar, al quitarles la opinión de que con sus obras merecen. Aquí debemos de paso advertir a los lectores de que esta gente argumenta muy neciamente cuando de la recompensa concluyen el mérito, como después lo haré ver mucho más claramente. La causa de esta ignorancia es que desconocen el principio elemental de que Dios no es menos liberal cuando señala salario a las obras, que cuando nos otorga la virtud y la fuerza para obrar bien. Mas esto lo dejaré para tratarlo en su debido lugar. Por el momento baste hacer ver cuán débil es su objeción. Lo haremos de dos maneras.
Primeramente, en cuanto a lo que ellos afirman, que nadie se preocuparla de conducirse bien y de ordenar su vida si no se le prometiese la recompensa, evidentemente se engañan por completo. Porque Si solamente se busca que los hombres esperen la recompensa cuando sirven a Dios, y que sean como mercenarios y jornaleros, que le venden sus servicios, ciertamente bien poco provecho se ha conseguido. El Señor quiere ser servido y amado gratuitamente y sin interés. Aprueba a aquel servidor que, al ser privado de toda esperanza de salario, sin embargó no deja de servirle.
Además, si es necesario incitar a los hombres a que obren bien, ciertamente no hay ningún estímulo mejor que mostrarles y poner delante el fin de su redención y vocación. Así lo hace la palabra de Dios, cuando enseña que es una ingratitud sobremanera impía que el hombre por su parte no ame a Aquel que le amó primero (1 Jn. 4, 10. 19); cuando enseña que nuestras conciencias están limpias de obras muertas para que sirvamos al Dios vivo (Heb. 9, 14); que es un horrendo sacrilegio que después de haber sido una vez purificados, al contaminarnos con nuevas faltas profanemos aquella sagrada sangre (Heb. 10,29); que somos librados de las manos de nuestros enemigos, para que sin temor alguno le sirvamos en santidad y en justicia todos los días de nuestra vida (Lc. 1,74-75); que somos libertados del pecado, para que con corazón libre sirvamos a la justicia (Rom. 6,18); que nuestro viejo hombre fue crucificado, para que resucitemos en novedad de vida (Rom. 6,6); que si hemos muerto con Cristo, debemos, como conviene a sus miembros, buscar las cosas de arriba (Col. 3, 1); que debemos ser peregrinos en el mundo, para tener todos nuestros deseos puestos en el cielo, donde está nuestro tesoro (Heb. 11, 13-14); que “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tit. 2,11-13); que “no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5,9); que somos “templos del Espíritu Santo” (1 Cor. 3,16; 2 Cor. 6, 16; Ef. 2,21), los cuales no es lícito profanar; que no somos tinieblas, sino luz en el Señor, y por eso debemos caminar como hijos de la luz (Ef. 5,8; 1 Tes. 5,4); que “no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1 Tes.4,7); que la voluntad de Dios es nuestra santificación, para que nos abstengamos de todo deseo perverso (1 Tes.4,3-4); que puesto que nuestra vocación es santa (2 Tim. 1,9), no podemos vivir conforme a ella sino con pureza de vida (1 Pe. 1, 15); que hemos sido liberados del pecado para ser siervos de la justicia (Rom. 6, 18).
¿Puede haber un argumento más vivo y más eficaz para incitarnos a la caridad que el empleado por san Juan al decirnos que nos amemos los unos a los otros como Dios nos ha amado (1 Jn. 4, 11); que en esto se diferencian los hijos de Dios de los hijos del Diablo, los hijos de la luz de los hijos de las tinieblas, en que permanecen en el amor (1 Jn. 3,10)? E igualmente la razón que aduce san Pablo, que si estamos unidos a Cristo somos miembros de un mismo cuerpo (1 Cor. 6, 15.17; 12,21), y, por tanto, que deben ayudarse mutuamente poniendo cada uno de su parte lo que pueda. ¿Cómo podríamos ser exhortados a la santidad más eficazmente que con lo que dice san Juan: “Todo aquél que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn. 3,3)? Y lo que dice san Pablo: “Puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu” (2 Cor. 7,1). E igualmente cuando oímos que Cristo se propone a si mismo como ejemplo para que sigamos sus huellas.

3. El sentimiento de la misericordia y de la gloria de Dios promueve las buenas obras
He querido aducir brevemente estos testimonios de la Escritura a modo de muestra; porque si quisiera reunir todos los que hay semejantes a éstos, sería menester hacer un enorme volumen.
Los apóstoles están llenos de exhortaciones, amonestaciones y reprensiones para instruir al hombre de Dios en todas las buenas obras; y esto lo hacen sin mencionar el mérito para nada. Más bien al revés, sus principales exhortaciones las deducen de que nuestra salvación no consiste en mérito alguno nuestro, sino en la sola misericordia de Dios. Como cuando san Pablo, después de haber enseñado en toda su carta que no tenemos esperanza alguna de vida más que en la sola justicia de Cristo, al llegar a las exhortaciones funda toda su doctrina sobre aquella misma misericordia que habla predicado (Rom. 12,1).
En verdad, esta sola causa debería ser suficiente para que Dios fuese glorificado por nosotros. Pero si hay algunos que no se sienten tan movidos por el celo de la gloria de Dios, el recuerdo de sus beneficios es más que suficiente para incitar a estos tales a obrar bien. Pero estos fariseos, porque ensalzando los méritos sacan del pueblo como por fuerza algunas obras serviles, nos acusan falsamente de que no tenemos medio alguno para exhortar al pueblo a obrar bien porque no seguimos su camino. Como si Dios se alegrara mucho de tales servicios forzados, cuando precisamente declara que ama al que da con alegría y prohíbe que se le dé cosa alguna con tristeza o por necesidad (2 Cor. 9,7).

Lugar e importancia de la remuneración en la Escritura. Y no digo esto como si yo desechara ese modo de exhortar, del cual la Escritura se sirve muchas veces, a fin de no omitir medio alguno con que poder animarnos; ella, en efecto, nos recuerda la recompensa que Dios dará a cada uno según sus obras (Rom. 2,6). Lo que niego es que no haya otro medio, o que éste sea el principal. Además, no concedo que se deba comenzar por él. Asimismo sostengo que esto no sirve para ensalzar los méritos como nuestros adversarios lo hacen, según veremos después. Finalmente afirmo que esto no sirve de nada, si no se establece primero la doctrina de que somos justificados exclusivamente por el mérito de Cristo; mérito que alcanzamos por la fe, y no mediante los méritos de nuestras obras. La causa de esto es que nadie puede estar dispuesto a vivir santamente, si primero no se hubiese impregnado de esta doctrina. Lo cual da a entender admirablemente el profeta cuando habla de esta manera con Dios: “En ti hay perdón, para que seas reverenciado” (Sal. 130,4). Con esto demuestra que los hombres no tienen reverencia alguna a Dios, sino después de conocer su misericordia, sobre la cual aquélla se funda y establece. Y esto debe advertirse cuidadosamente para que veamos que no sólo la confianza en la misericordia de Dios es el principio del debido servicio a Él, sino que incluso el temor de Dios, el cual los papistas quieren que sea meritorio de la salvación, no puede ser conseguido por mérito, ya que se funda sobre el perdón y la remisión de los pecados.

4. 2°. Lejos de incitar al pecado, el perdón gratuito par el precio de la sangre de Cristo es la fuente de las buenas obras
También es una calumnia insensata acusarnos de que convidamos a pecar al enseñar la remisión gratuita de los pecados, en la cual decimos que se funda toda nuestra justicia. Porque al hablar nosotros así, la estimamos en tanto que no puede ser compensada con ninguna obra buena, y por esta causa jamás la conseguiríamos si no nos fuese dada gratuitamente. Decimos que se nos da gratuitamente a nosotros, pero no que sea dada de esa manera a Cristo, al cual le costó bien cara; a saber, su preciosísima sangre, fuera de la cual no hubo precio alguno con que poder satisfacer al juicio de Dios.
Al enseñar así a los hombres se les advierte que por lo que a ellos respecta no dejan de ser causa de que esta santísima sangre sea derramada tantas veces cuantas son las que pecan. Además les mostramos que es tal la suciedad del pecado, que no puede ser lavada sino en la fuente de esta sangre purísima. Los que oyen esto, ¿es posible que no conciban un horror del pecado mucho mayor que si se les dijese que pueden lavar su pecado mediante buenas obras? Si les queda algún temor de Dios, ¿no sentirán horror de volver a revolcarse en el cieno del pecado después de haber sido ya una vez purificados; con lo cual, en cuanto de ellos depende, revuelven y enturbian esta fuente cristalina? “He lavado mis pies”, dice el alma fiel en Salomón; “¿cómo los he de ensuciar”? (Cant. 5,3) Se ve ahora claro si somos nosotros o ellos quienes envilecen la remisión de los pecados y hacen menos caso de la dignidad de la justicia.

Conclusión. Nuestros adversarios insisten en que Dios se aplaca con sus frívolas satisfacciones; es decir, con su basura y estiércol. Nosotros afirmamos que la culpa del pecado es tan enorme, que no puede ser expiada con tan vanas niñerías; decimos que la ofensa con que Dios ha sido ofendido por el pecado es tan grave, que de ningún modo puede ser perdonada con estas satisfacciones de ningún valor; y, por tanto, que esta honra y prerrogativa pertenece exclusivamente a la sangre de Cristo.
Ellos dicen que la justicia, si no es tan perfecta como debiera, es restaurada y renovada con obras satisfactorias; nosotros afirmamos que la justicia es de tal valor, que con ninguna obra puede ser adquirida. Por eso, para que nos sea restituida y podamos recobrarla, es menester recurrir y acogernos a la sola misericordia de Dios.
Lo demás que se refiere a la remisión de los pecados se tratará en el capitulo siguiente.



INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO
www.iglesiareformada.com
Biblioteca