CAPITULO XV

TODO LO QUE SE DICE PARA ENSALZAR
LOS MERITOS DE LAS OBRAS, DESTRUYE TANTO LA
ALABANZA DEBIDA A DIOS, COMO LA CERTIDUMBRE
DE NUESTRA SALVACIÓN

1. ¿Pueden las obras, sin estar justificadas, adquirirnos el favor de Dios?
Ya hemos tratado lo principal de esta materia. Si la justicia se fundase en las obras, sería necesario que toda ella, apenas compareciese ante la majestad divina, quedase del todo confundida; por tanto, tiene que fundarse sobre la sola misericordia de Dios, sobre la sola comunión con Cristo, y, por consiguiente, sobre la sola fe.
Pero hay que considerar esto muy diligentemente, pues en ello consiste el punto central de esta materia, para que no nos enredemos en el error común en que, no solamente el vulgo, sino incluso hombres doctos, se han extraviado. Porque tan pronto como se preguntan si es la fe o son las obras lo que justifica, al momento alegan los textos de la Escritura que a su parecer atribuyen un cierto mérito a las obras delante de Dios. Como si quedase ya demostrada la justificación de las obras por el hecho de probar que Dios las tiene en algún aprecio y estima. Pero ya hemos demostrado antes claramente que la justicia de las obras consiste solamente en una perfecta y entera observancia de la Ley. De lo cual se sigue que ninguno es justificado por sus obras, sino solamente aquel que hubiere llegado a una perfección tal, que nadie pudiera acusarle ni siquiera de la más mínima falta.
Es, pues, otra cuestión, y muy diferente de ésta, preguntar si las obras, aunque sean suficientes para justificar al hombre, pueden no obstante merecerle favor y gracia delante de Dios.

2. 1º . El término de mérito es particularmente infeliz. Su sentido en los Padres
Primeramente me veo obligado a afirmar respecto al nombre mismo de mérito, que quienquiera que fuese el primero que lo atribuyó a las obras humanas frente al juicio de Dios,1 hizo algo del todo inconveniente para mantener la sinceridad de la fe. Por mi parte, de muy buena gana me abstengo de toda discusión que versa en torno a meras palabras; y desearía que Siempre se hubiese guardado tal sobriedad y modestia entre los cristianos, que no usasen sin necesidad ni motivo términos no empleados en la Escritura, que podrían ser causa de gran escándalo y darían muy poco fruto. Que necesidad hubo, pregunto yo, de introducir el término de mérito, cuando la dignidad y el precio de las buenas obras se pudo expresar con otra palabra sin daño de nadie? Y cuántas ofensas y escándalos han venido a causa del término “mérito”, se ye muy claramente, con gran detrimento de todo el mundo. Según la altivez y el orgullo del mismo, evidentemente no puede hacer otra cosa sino oscurecer la gracia de Dios y llenar a los hombres de vana soberbia.
Confieso que los antiguos doctores de la Iglesia usaron muy corrientemente este vocablo, y ojalá que con el mal uso del mismo no hubieran dado ocasión y motivo de errar a los que después les siguieron, aunque en ciertos lugares afirman que con esta palabra no han querido perjudicar a la verdad.
San Agustín en cierto pasaje dice: “Callen aquí los méritos humanos, que por Adán han perecido, y reine la gracia de Dios por Jesucristo”.2 Y también: “Los santos no atribuyen nada a sus méritos, sino que todo lo atribuyen, oh Dios, a tu sola misericordia”.3 Y asimismo: “Cuando el hombre ye que todo el bien que tiene no lo tiene de si mismo, sino de su Dios, ye que todo cuanto en él es alabado no viene de sus méritos, sino de la misericordia de Dios”.4 Vemos cómo después de quitar al hombre la facultad y virtud de obrar bien, rebaja también la dignidad de sus méritos.
También Crisóstomo: “Todas nuestras obras, que siguen a la gratuita vocación de Dios, son recompensa y deuda que le pagamos; mas los dones de Dios son gracia, beneficencia y gran liberalidad”. 5
Sin embargo, dejemos a un lado el nombre y consideremos la realidad misma. San Bernardo, según lo he citado ya en otro lugar, dice muy atinadamente que como basta para tener méritos no presumir de los méritos, de la misma manera basta para ser conde1ado no tener mérito ninguno. Pero luego en la explicación de esto, suaviza mucho la dureza de la expresión, diciendo: “Por tanto, procura tener méritos; teniéndolos, entiende que te han sido dados; espera la misericordia de Dios como fruto; haciendo esto has escapado de todo peligro de la pobreza, la ingratitud y la presunción. Bienaventurada la Iglesia, la cual tiene méritos sin presunción, y tiene presunción sin méritos”. 6 Y poco antes habla demostrado suficientemente en qué piadoso sentido había usado este término, diciendo: “¿Por qué la Iglesia va a estar preocupada por los méritos, cuando tiene un motivo mucho más cierto y firme para gloriarse en la benevolencia de Dios? Dios no puede negarse a sí mismo; Él hará lo que prometió. Así que no hay por qué preguntarse en virtud de qué méritos esperamos la salvación; principalmente cuando Dios nos dice: Esto no será por amor de vosotros, sino por amor de mí (Ez. 36,22.32). Basta, pues, para merecer, entender que no bastan los méritos”.7

1 Se trata de Tertuliano; cfr. Del ayuno, III; De la resurrección de la carne, XV; Apologética, XVIII; De la Penitencia, VI; Exhortación a la castidad, I.
2 De la Predestinación de los Santos, XV, 31.
3 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. CXXXIX, 18.
4 Ibid., Sal. LXXXIV, 9.
5 Homilía sobre el Génesis, hom. XXXIV, 6.
6 Sobre el Cantar de los Cantares, serm. LXVIII, 6.
7 Sobre el Cantar de los Cantares, serm. LXVIII, 6.

3. Movidas por la gracia, nuestras obras no son en modo alguno meritorias
Qué merecen todas nuestras obras, lo demuestra la Escritura, diciendo que no pueden comparecer ante la majestad divina, porque están llenas de impureza. Asimismo, qué merecería la perfecta observancia de la Ley — si fuera posible encontrarla — lo declara al mandarnos que nos reputemos por siervos inútiles, cuando hubiéremos hecho todo cuanto se nos manda (Lc. 17,10); ya que después de haber hecho todo esto, no habremos realizado nada por lo que Dios deba darnos las gracias, sino que únicamente habremos cumplido con nuestro deber para con El; por lo cual no tiene por qué darnos las gracias.
Sin embargo, el Señor llama a las buenas obras que nos lleva a hacer “nuestras”; y no solamente declara que le son agradables, sino que además las remunerará. Por tanto, lo que hemos de hacer es animarnos por nuestra parte con una promesa tan grande y esforzarnos incansablemente en obrar bien, para ser de veras agradecidos a tanta liberalidad. No hay duda de que todo cuanto hay en nuestras obras que pueda merecer alguna alabanza viene de la gracia de Dios, y que no podemos atribuirnos a nosotros mismos lo más mínimo. Si de veras reconocemos esto, no solamente se desvanecerá toda confianza en los méritos, sino que ni siquiera podremos concebirlos.
Afirmo, pues, que no partimos a medias con Dios la alabanza de las buenas obras, como lo hacen los sofistas,1 sino que atribuimos toda la alabanza de las mismas a Dios. Lo único que atribuimos al hombre es que con su impureza mancha y ensucia incluso las mismas obras que de por sí son buenas, en cuanto provienen de Dios. Porque por más santo y perfecto que sea un hombre, todo cuanto de él procede está afectado de alguna mancha. Si el Señor, pues, llamare a juicio aun a las mejores obras que hayan realizado los hombres, ciertamente hallará en ellas Su justicia, pero además, la deshonra y afrenta que de parte del hombre les viene.

Si reciben una recompensa, también esto se debe únicamente a su gracia.
Así que las buenas obras agradan a Dios, que se alegra de ellas, y no son inútiles a los que las hacen; antes bien, reciben muy grandes beneficios del Señor como salario y recompensa; no porque ellas merezcan esto, sino porque el Señor, movido por su liberalidad, les atribuye y señala ese precio. ¿Cuál, pues, no es nuestra ingratitud, que no satisfechos con la liberalidad de Dios, que remunera las abras con recompensas tales que jamás pudieron ellas merecer, todavía procuramos con sacrílega ambición pasar adelante, queriendo que lo que es propio de la liberalidad divina y a nadie más compete, se pague a los méritos de las obras?
Llamo aquí como testigo al sentido común de cada cual. Si un hombre al cual otro, movido de pura liberalidad, le concediera coger los frutos de su heredad, quisiera juntamente con ello usurparle el titulo de la misma diciendo que era suya, ¿no merecería por tamaña ingratitud perder incluso la posesión que tenía? Asimismo, si un esclavo al que su amo hubiese otorgado la libertad, negándose a reconocer su baja condición quisiera hacerse pasar por noble, como si nunca hubiera servido, ¿no merecería que se le volviera de nuevo a la esclavitud primera? Pues ciertamente, el uso legítimo de los beneficios que se nos hacen es no atribuirnos con arrogancia a nosotros mismos más de lo que nos es dado, y no privar de su alabanza a quien nos ha hecho el beneficio; antes bien conducirnos de tal manera que lo que nos ha traspasado a nosotros parezca que aún reside en Él. Si debemos usar tal modestia con los hombres, considere cada uno consigo mismo cuánta más debemos usar tratando con Dios.

1 Cfr. Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, II, dist. 21, secc. 5.

4. 2°. Referencias erróneas; el verdadero testimonio de la Escritura
Sé muy bien que los sofistas1 abusan de ciertos lugares de la Escritura para probar con ellos que este nombre de mérito para con Dios se encuentra en ella.
Aducen aquel pasaje del Eclesiástico: “La misericordia hará lugar a cada uno conforme al mérito de sus obras”.2 También de la Carta a los Hebreos: “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada el Señor” (Heb. 13, 16).
Aunque puedo rechazar la autoridad del libro del Eclesiástico, porque tal libro no es canónico, sin embargo cedo en esto de mi derecho, y respondo que no aducen fielmente las palabras del mismo, sea quien fuere su autor. En griego, la lengua en que el libro fue escrito, se lee así:
“Dará lugar a toda misericordia; cada cual conforme a sus obras hallará”. Y que ésta sea la lectura de este lugar que en la traducción latina llamada Vulgata está corrompida, se ve claramente tanto por el sentido mismo de la sentencia tomada en sí misma, como por el contexto que antecede.
En cuanto al pasaje de la Carta a los Hebreos, no hay por qué poner trampas por una mera palabra; puesto que la palabra griega que emplea el Apóstol no significa otra cosa sino que tales sacrificios son gratos y aceptos a Dios.
Esto solo debería bastar para reprimir y deshacer cuanta arrogancia y soberbia hay en nosotros, para no atribuir a nuestras obras más dignidad que la prescrita y ordenada por la Escritura. Ahora bien, la doctrina de la Escritura es que nuestras buenas obras están perpetuamente manchadas con toda clase de imperfecciones, por las cuales Dios justamente se ofende e irrita contra nosotros — ¡tan lejos están de poder reconciliamos con Dios, o incitarlo a hacernos bien! —; aunque Él, por ser misericordioso, no las examina con sumo rigor y las admite como si fuesen puras; y por esta razón las remunera con infinitos beneficios, tanto en esta vida presente, como en la venidera; y esto lo hace aunque ellas no lo merezcan. Porque yo no admito la distinción establecida por algunos, incluso piadosos y doctos, según la cual las buenas obras son meritorias respecto a las gracias y beneficios que Dios nos hace en esta vida presente; en cambio, la salvación eterna es el salario exclusivo de la fe; porque el Señor casi siempre nos otorga la corona de nuestros trabajos y de nuestras luchas en el cielo.

También se debe a la gracia que Dios honre los dones de la misma. Por el contrario, atribuir al mérito de las obras las nuevas gracias que cada día recibimos de manos del Señor, de tal manera que ello se quite a la gracia, evidentemente va contra la doctrina de la Escritura. Porque aunque Cristo dice que “al que tiene le será dado”, y que el siervo bueno que se haya conducido fielmente en las cosas pequeñas será constituido sobre las grandes (Mt. 25,29.21), sin embargo Él mismo en otro lugar demuestra que el crecimiento de los fieles es don de su pura y gratuita liberalidad. “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche” (Is. 55,1). Por tanto, todo cuanto se da a los fieles para aumentar su salvación, aunque sea la bienaventuranza misma, es pura liberalidad de Dios. Sin embargo, lo mismo en los beneficios que al presente recibimos de su mano, como en la gloria venidera de que nos hará participes, da testimonio de que tiene en cuenta las obras; y ello por cuanto tiene a bien, para demostrar el inconmensurable amor que nos profesa, no solamente honrarnos a nosotros de esta manera, sino también a los beneficios que de su mano hemos recibido.

1 Cfr. Juan Eck, Enquiridión, V; Alfonso de Castro, Adv. Haereses, fol. 159 8.
2 Eclesiástico 16, 14.

5. En Cristo solo está el principio y el fin de nuestra salvación
Si en tiempos pasados estas cosas hubieran sido tratadas y expuestas con el orden que se debía jamás hubiese habido tantas disensiones y revueltas.
Dice san Pablo que para edificar bien la Iglesia debemos retener el fundamento que él estableció entre los corintios, fuera del cual ningún otro fundamento se puede poner; y que éste es Jesucristo (1 Cor. 3, 11). ¿Cuál es el fundamento que tenemos en Cristo? ¿Por ventura que Él ha sido el principio de nuestra salvación, para que nosotros llevemos a cabo lo que falta, y que Él no ha hecho más que abrir el camino por el cual debemos caminar nosotros después por nuestros propios medios? Ciertamente no es asÍ, sino como san Pablo antes ha dicho, cuando reconocemos que Cristo nos ha sido dado por justicia (1 Cor. 1,30).
Por tanto, sólo está bien fundado en Cristo quien sólida y firmemente tiene en Él su justicia; puesto que el Apóstol no dice que Jesucristo ha sido enviado para que nos ayude a alcanzar justicia, sino para ser nuestra justicia; a saber, según nos escogió antes de la fundación del mundo, no según nuestros méritos, sino según el puro afecto de su voluntad (Ef. 1,4-5); en cuanto que por su muerte nos ha librado de la potestad de las tinieblas y de la perdición (Col. 1,14.19-20); porque en Él el Padre eterno nos ha adoptado por hijos y herederos (Jn. 1,12; Gál. 4, 7), y por su sangre hemos sido reconciliados con Dios (Rom. 5,9-10); porque al estar colocados bajo su amparo y defensa quedamos libres de todo peligro de perecer para siempre (Jn. 10,28); y en cuanto que, injertados en Él, en cierta manera participamos de la vida eterna, mientras que por la esperanza hemos ya entrado en el reino de Dios.
Pero no es esto todo, pues al ser admitidos a una tal participación, aunque en nosotros mismos aún seamos locos, Él nos es sabiduría delante de Dios; aunque seamos pecadores, Él nos es justicia; aunque seamos impuros, Él nos es pureza; aunque seamos débiles y estemos sin fuerzas e inermes y no podamos resistir a Satanás, la potencia que se ha dado a Cristo en el cielo y en la tierra es nuestra y con ella El por nosotros quebranta a Satanás y hace saltar en pedazos las puertas del infierno (Mt. 28,18; Rom. 16,20); aunque llevemos con nosotros un cuerpo sujeto a la muerte, Él nos es vida. En resumen, todo cuanto Él tiene es nuestro, y en Él tenemos todas las cosas y en nosotros ninguna. Debemos, pues, ser edificados sobre este fundamento, si queremos ser templos consagrados a Dios y crecer de día en día (Ef. 2,2-22).

6. 3º. La Escritura impugna la doctrina de los escolásticos y de los senil- pelagianos
Empero, hace ya mucho tiempo que el mundo ha sido instruido de otra manera. Se han encontrado no sé qué obras morales mediante las cuales los hombres son hechos agradables a Dios antes de ser incorporados en Cristo. ¡Como si la Escritura mintiera al decir que todos cuantos no tienen al Hijo, están en la muerte (1 Jn. 5,12)! Si están en la muerte, ¿cómo podrán engendrar materia de vida? ¡Como si no tuviera valor alguno lo que dice el Apóstol, que “todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Rom. 14,23)!; ¡y como si el árbol malo pudiera producir buenos frutos!
Y ¿qué han dejado estos perniciosos sofistas a Cristo, para que pueda mostrar su virtud y poder? Dicen que Cristo nos ha merecido la gracia primera: o sea, la ocasión de merecer; pero que en nuestra mano está no desperdiciar la ocasión que se nos brinda. ¡Qué desvergonzada impiedad! ¿Quién podría esperar que gente que hace profesión de cristiana se atreviese a despojar de esta manera a Jesucristo de su virtud para pisotearlo con sus pies? La Escritura afirma a cada paso que todos los que creen en Él son justificados; éstos, en cambio, enseñan que el único beneficio que nos viene de Cristo es que por El se nos han abierto la puerta y el camino para que cada uno se justifique a sí mismo.
¡Ojalá supiesen gustar lo que quieren decir estas sentencias: “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Jn. 5, 12); el que cree ha pasado de muerte a vida (Jn. 5,24), y es justificado por su gracia para ser constituido heredero de la vida eterna (Rom. 3,24); que los fieles tienen a Cristo morando en ellos, y por Él están unidos con Dios (1 Jn.3,24); que quienes participan de la vida de Cristo están sentados con Él en el cielo, han sido ya transportados al reino de Dios, y han alcanzado la salvación (Ef.2,6; Col. 1, 13); y otras semejantes a éstas! Porque ellas no solamente significan que la facultad de conseguir justicia y de adquirir la salvación nos viene por la fe en Cristo, sino además que ambas cosas nos son dadas en ti. Por tanto, tan pronto como por la fe somos incorporados a Cristo, por lo mismo somos hechos hijos de Dios, herederos del reino de los cielos, participes de la justicia, poseedores de la vida; y — para mejor refutar sus mentiras — no solamente hemos alcanzado la oportunidad de merecer, sino además todos los méritos de Cristo, pues todos ellos nos son comunicados.

7. San Agustín y san Pablo han refutado de antemano a Pedro Lombardo
He aquí cómo las escuelas sorbónicas, madres de todos los errores, nos han quitado la justificación por la fe, que es la suma de toda nuestra religión cristiana, Es verdad que de palabra confiesan que el hombre es justificado por la fe formada;1 pero luego lo explican diciendo que esto se debe a que las obras toman de la fe el valor y la virtud de justificar;2 de manera que parece que no nombran la fe más que por burlarse de ella, porque no pueden sin gran escándalo omitirla, ya que tantas veces se repite en la Escritura.
Y no satisfechos aún con esto, roban a Dios en la alabanza de las buenas obras una buena parte, para transferirla al hombre, Porque viendo que las buenas obras valen muy poco para ensalzar al hombre, y que propiamente no pueden ser llamadas méritos si son tenidas como fruto de la gracia de Dios, las deducen de la facultad del libre albedrío, desde luego como quien saca aceite de una piedra. Es verdad que no niegan que la causa principal es la gracia; pero no quieren que sea excluido el libre albedrío, del cual, dicen, procede todo mérito.
Y esto no es sólo doctrina de los nuevos sofistas, sino que su gran maestro Pedro Lombardo dice lo mismo; aunque si lo comparamos con ellos es mucho más sobrio y moderado. Desde luego ha sido una inconcebible obcecación que este hombre haya leído tantas veces a san Agustín y no haya advertido con qué cuidado y solicitud se guarda de no atribuir al hombre ni aun la mínima parte de la gloria de las buenas obras.
Al tratar del libre albedrío adujimos ya algunos pasajes suyos referentes a esto; y semejantes a ellos se encuentran otros muchos a cada paso en sus escritos. Así, cuando nos prohíbe que nos jactemos de nuestros méritos, porque ello mismos son dones de Dios;3 y cuando dice que todo nuestro mérito no proviene sino de la gracia, y que lo ganamos, no por nuestra suficiencia, sino que nos es dado enteramente por gracia, etc.4
No es de extrañar que el mencionado Pedro Lombardo no haya sido iluminado con la luz de la Escritura, puesto que no se ha ejercitado mucho en ella. Sin embargo, no se podría desear cosa más clara contra él y contra sus discípulos que lo que dice el Apóstol, cuando después de prohibir a los cristianos toda vanagloria, da la razón de por qué no es lícito gloriarse: “Porque somos”, dice, “hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2,10). Si) pues, ningún bien procede de nosotros, sino en cuanto somos regenerados, y nuestra regeneración toda ella, sin hacer excepción alguna, es obra de Dios, no hay motivo para que nos atribuyamos un solo grano de alabanza de las buenas obras.

Sólo el perdón sin mérito consuela y fortalece nuestras conciencias. Finalmente, aunque estos sofistas hablan sin cesar de las buenas obras, instruyen las conciencias de tal manera que jamás se atreven a fiarse de que Dios sea propicio y favorable a ellas. Nosotros, por el contrario, sin hacer mención alguna del mérito, levantamos con nuestra doctrina el ánimo de los fieles con una admirable consolación, enseñándoles que agradan a Dios con sus obras, y que sin duda alguna le son gratos y aceptos. Y además exigimos que ninguno intente o emprenda obra alguna sin fe; es decir, sin haberse primero asegurado bien en su corazón de que comprende que la obra agradará a Dios.

1 La fe formada (fides formato) se opone a la re informe (fides informata). Es la distinción entre una fe operante por la caridad (Gál. 5, 6) o, para emplear la terminología tomista, formada por la caridad y una fe muerta (Sant. 6, 26).
2 Tomás de Aquino, Suma, pte. II, cu. 113, art. 4; cu. 114, art. 3,4,8.
3 Conversaciones sobre los Salinos, Sal. CXIV, 11.
4 Carta CXCIV, 5, 19, A Sixto Romano.

8. La renuncia total a toda pretensión de mérito fundamenta a las mil maravillas, según la Escritura, la doctrina, la exhortación y la consolación
No consintamos, pues, en modo alguno ser apartados lo más minino de este único fundamento sobre el cual los sabios maestros fundan después, con muy buen orden y concierto, todo el edificio de la Iglesia. Y así, bien haya necesidad de doctrina, o de exhortación, ellos advierten que el Hijo de Dios se ha manifestado al mundo para deshacer las obras del Diablo, para que los que son de Dios no pequen más (1 Jn. 3,8-9); que ya es de sobra que en lo pasado hayamos empleado la vida en hacer lo que agrada a los gentiles (1 Pe. 4,3); y que los escogidos de Dios son vasos e instrumentos de su misericordia, separados para honra, que deben estar limpios de toda mancha (2 Tim. 2,20-21).
Mas todo queda encerrado en aquellas palabras en que se dice que Cristo quiere discípulos que, negándose a si mismos y tomando su cruz, le sigan (Lc. 9,23). El que se ha negado a sí mismo ha cortado todos los males de raíz, para no buscar ya en adelante su comodidad y su interés. El que ha tomado a cuestas su cruz está ya dispuesto y preparado a toda paciencia y mansedumbre. Mas el ejemplo de Cristo comprende en sí todas estas cosas, y además todas las obligaciones de la piedad y santidad. Porque El se mostró obediente a su Padre hasta la muerte; se dedicó íntegramente a cumplir las obras de Dios con todo su corazón; procuró ensalzar la gloria del Padre; dio su vida por sus hermanos; hizo bien a sus propios enemigos, y oró por ellos.
Si necesitamos consuelo, estos mismos maestros de la obra del templo de Dios nos lo dan admirable: “Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesucristo, para que también la vida de Jesucristo se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor. 4,8-10). “Si somos muertos con él, también viviremos en él; Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Tim. 2,11-12). Somos semejantes a El en su muerte, para llegar a serlo en la resurrección (Flp. 3, 10-11), porque el Padre ha determinado que todos aquellos a quienes ha elegido sean hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom.8, 29). Por lo cual, ni la muerte, ni la vida, ni lo presente, ni lo por venir nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo (Rom. 8,38-39); antes bien, todas las cosas nos sucederán para nuestro bien y salvación.
He aquí cómo no justificamos al hombre ante Dios por sus obras, sino que afirmamos que todos los que son de Dios son regenerados y hechos nuevas criaturas, para que del reino del pecado pasen al reino de la justicia, y con tales testimonios hagan firme su vocación (2 Pe. 1,10) y, como los árboles, sean juzgados por sus frutos.

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DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

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