CAPÍTULO XIII

CONVIENE CONSIDERAR DOS COSAS EN LA
JUSTIFICACIÓN GRATUITA

1. 1°. Hay que conservar intacta la gloria de Dios
      Dos cosas debemos aquí considerar principalmente; a saber, que la gloria de Dios sea conservada por entero sin menoscabo alguno, y que nuestra conciencia consiga reposo y tranquilidad, del todo segura ante Su tribunal.
      Vemos cuántas veces y con qué solicitud nos exhorta la Escritura a que alabemos sólo a Dios, cuando se trata de justicia. Y el mismo Apóstol atestigua que Dios ha tenido en cuenta este fin, otorgándonos justicia en Cristo, para demostrar la Suya. Y luego, añade qué clase de demostración es ésta; a saber, que Él solo sea reconocido por justo, y el que justifica al que es de la re de Jesús (Rom.3,26). ¿No se ve cómo la justicia de Dios nos es ilustrada suficientemente cuando Él solo, y ningún otro, es tenido por justo, y que comunica el don de justicia a aquellos que no lo merecen? Por esta causa quiere que toda boca: se cierre y que todo el mundo le esté sujeto (Rom. 3, 19); porque mientras el hombre tiene algo con que defenderse; la gloria de Dios en cierta manera se menoscaba.
      Así muestra en Ezequiel de qué manera Su hombre es glorificado al reconocer nosotros nuestra iniquidad. "Os acordaréis", dice, "de vuestros caminos, y de todos vuestros hechos en que os contaminasteis; y os aborreceréis a vosotros mismo a causa de vuestros pecados que cometisteis. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando haga por vosotros por amor de mi nombre, no según vuestros caminos malos ni según vuestras perversas obras" (Ez.20,43-44). Si estas cosas se contienen en el verdadero conocimiento de Dios: que abatidos nosotros y como triturados con el sentimiento de nuestra propia iniquidad entendamos que Dios nos hace el bien sin que nosotros lo merezcamos, ¿con qué fin intentamos para nuestro grande mal robar a Dios la mínima parte de la alabanza de su gratuita liberalidad?
      Asimismo Jeremías cuando clama: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas, mas el que se gloría, gloríese en el Señor (Jer.9,23-24), ¿no demuestra que en cierta manera se rebaja la gloria de Dios, si el hombre se gloría en sí mismo? San Pablo aplica a este propósito las palabras citadas (1 Cor.1,29-31), cuando prueba que todo cuanto pertenece a nuestra salvación ha sido entregado como en depósito a Cristo, a fin de que no nos gloriemos más que en el Señor. Porque él quiere decir que todos aquellos que creen tener algo de sí mismo se levantan contra Dios para empañar su gloria.

2. Para glorificar a Dios debemos renunciar a toda gloria personal
      Así es sin duda. Jamás nos gloriamos como se debe en Él, sino cuando totalmente nos despojamos de nuestra gloria. Por el contrario, debemos tener por regla general, que todos los que se glorían de sí mismos se glorían contra Dios. Porque san Pablo dice que los hombres se sujetan finalmente a Dios cuando toda materia de gloria les es quitada (Rom. 3,19). Por eso Isaías al anunciar que Israel tendrá toda su justicia en Dios, añade juntamente que tendrá también su alabanza (Is. 45, 25); como si dijera: éste es el fin por el que los elegidos son justificados por el Señor, para que en Él, Y en ninguna otra cosa, se gloríen. En cuanto al modo de ser nosotros alabados en Dios, lo había enseñado en el versículo precedente; a saber, que juremos que nuestra justicia y nuestra fuerza están en Él. Consideremos que no se pide una simple confesión cualquiera, sino que esté confirmada con juramento; para que no pensemos que podemos cumplir con no sé qué fingida humildad. Y que nadie replique que no se gloría cuando, dejando a un lado toda arrogancia, reconoce su propia justicia; porque tal estimación de sí mismo no puede tener lugar sin que engendre confianza, ni la confianza sin que produzca gloria y alabanza.
      Recordemos, pues, que en toda la discusión acerca de la justicia debemos siempre poner ante nuestros ojos como fin, dejar el honor de la misma entero y perfecto para Dios; pues para demostrar su justicia, como dice el Apóstol, derramó su gracia sobre nosotros, a fin de que Él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Rom.3,26). Por eso en otro lugar, después de haber enseñado que el Señor nos adquirió la salvación para alabanza de la gloria de su gracia (Ef. 1,6), como repitiendo lo mismo dice: "Por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Ef. 2, 8-9). Y san Pedro, al advertimos de que somos llamados a la esperanza de la salvación para anunciar las virtudes de Aquél que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe.2,9), sin duda alguna quiere inducir a los fieles a que de tal manera canten las solas alabanzas de Dios, que pasen en silencio toda la arrogancia de la carne.
      El resumen de todo esto es que el hombre no se puede atribuir ni una sola gota de justicia sin sacrilegio, pues en la misma medida se quita y rebaja la gloria de la justicia de Dios.

3. 2°. Sólo la consecución gratuita de la justicia, según la promesa, da reposo y alegría a nuestra conciencia
      Si ahora buscamos de qué modo la conciencia puede tener sosiego delante de Dios, no hallaremos más camino sino que Él nos dé la-justicia por su gratuita liberalidad. Tengamos siempre en la memoria lo que dice Salomón: "¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?" (Prov. 20,9). Ciertamente no hay nadie que no esté anegado en una infinidad de impurezas. Así pues, desciendan, aun los más perfectos, a su conciencia; examínense a sí mismos, y tomen en cuenta sus propias obras; ¿a dónde irán con ellas? ¿Podrán gozar de tranquilidad r alegría de corazón, como si tuvieran arregladas todas sus cosas con Dios? ¿No se verán más bien desgarrados con horribles tormentos, al sentir que reside en ellos mismos la materia por la que habían de ser condenados, si hubiesen de ser juzgados por sus obras? Es inevitable que a conciencia, si mira hacia Dios, o bien consiga una paz segurísima con el juicio de Dios, o de otra manera, que se vea cercada por el terror del infierno.
      Nada, pues, aprovechamos con disputar sobre la justicia, si no establecemos una justicia en cuya solidez pueda el alma descansar y así comparecer ante el juicio de Dios. Cuando nuestra alma tenga motivo para comparecer delante de Dios sin sentirse turbada y sin miedo a su juicio, entonces podremos pensar que hemos hallado una justicia sin falsificación.
      Por ello, no sin motivo el Apóstol insiste tanto en esta razón que, prefiero exponer con sus mismas palabras: "Si los que son de la ley", dice, "son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa" (Rom. 4, 14). Primero deduce que la fe queda suprimida y anulada, si la promesa de justicia hubiera de tener en cuenta los méritos de nuestras obras, o si hubiera de depender de la observancia de la Ley. Porque jamás podrá ninguno reposar en ella, ya que nunca acontecerá que nadie en el mundo pueda estar seguro de que ha satisfecho a la Ley; lo mismo que jamás hubo quien satisficiera enteramente con las obras. Y para no buscar lejos pruebas de ello, cada uno puede ser testigo para sí mismo, si lo considera atentamente.
      Por aquí se ve en qué profundos escondrijos se mete la hipocresía en el entendimiento de los hombres, pues se lisonjean hasta el punto de que no dudan en oponer sus lisonjas al juicio de Dios, como si ya hubiesen establecido treguas con Él. Mas a los fieles, que sinceramente se examinan a sí mismos, muy otra es la preocupación que los acongoja y atormenta.
     Así pues, cada uno se vería primeramente atormentado de dudas, y luego se apoderaría de él la desesperación, al considerar en su interior cuán grande es él cargo de las deudas a su cuenta, y cuán lejos está de poder cumplida condición que se le propone. He aquí la fe ya oprimida y muerta. Porque bambolearse, variar, verse acosado de todas partes; dudar, estar indeciso, vacilar y, finalmente desesperar, esto no es confiar. Confiar es tener fijo el corazón con una constante certidumbre y una sólida seguridad, y saber dónde descansar y poner el pie con seguridad.

4. Lo segundo que añade es que la promesa sería de ningún valor y quedaría anulada. Porque si el cumplimiento de la misma depende de nuestros méritos, ¿cuándo llegaremos a merecer la gracia de Dios? E incluso esté segundo miembro puede deducirse del primero; porque la promesa no se cumple sitio solamente para aquellos que la hubieren recibido por la fe. Por tanto, si la fe cae por tierra, ningún poder tendrá la promesa. Por esta causa nosotros conseguimos la herencia por la fe, a fin de que vaya fundada sobre la gracia de Dios, y de esta manera la promesa sea firme. Porque ella queda muy bien confirmada cuando se apoya en la sola misericordia de Dios, a causa de que su misericordia y su verdad permanecen unidas con un lazo indisoluble, que jamás se deshará; quiero decir, que todo cuanto Dios misericordiosamente promete, lo cumple también fielmente. Así David, antes de pedir que le Sea otorgada la salvación conforme a la palabra de Dios, pone primero la causa en la misericordia del Señor: Vengan, dice, a mí tus misericordias, y tu salud según tu promesa (Sal. 119, 76). y con toda razón; porque el Señor no se mueve a hacer esta promesa por ninguna otra causa sino por su pura misericordia. Así que en esto debemos poner toda nuestra esperanza, y a ello debemos asirnos fuertemente: no mirar a nuestras obras, ni contar con ellas para obtener socorro alguno de las mismas.

      Testimonios de san Agustín y de san Bernardo. Así manda que lo hagamos san Agustín. Aduzco su testimonio para que nadie piense que invento esto por mí mismo. "Para siempre", dice, "reinará Cristo en sus siervos. Dios ha prometido esto; Dios ha dicho esto; y por si esto no basta, Dios lo ha jurado. Así que como la promesa que Él ha hecho es firme, no por razón de nuestros méritos, sino a causa de su misericordia, ninguno debe confesar con temor aquello de que no puede dudar."
      San Bernardo dice también: "¿Quién podrá salvarse?, dicen los discípulos de Cristo. Mas Él les responde: A los hombres es esto imposible, mas no a Dios (Lc.18,27). Ésta es toda nuestra confianza; éste es nuestro único consuelo; éste es el fundamento de toda nuestra esperanza. Mas si estamos ciertos de la posibilidad, ¿qué diremos de la voluntad? ¿Quién sabe si es digno de amor o de odio? (Ec1.9,1). ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? (1 Cor.2, 16). Aquí ciertamente es necesario que la fe nos asista. Aquí conviene que la verdad nos socorra, para que lo que tocante a nosotros está oculto en el corazón del Padre, se revele por el Espíritu, y su Espíritu con su testimonio persuada a nuestro corazón de que somos hijos de Dios; y que nos persuada, llamándonos y justificándonos gratuitamente por la fe, que es como un medio entre la predestinación de Dios, y la gloria de la vida eterna."
      Concluyamos en resumen como sigue: La Escritura demuestra que las promesas de Dios no son firmes ni surten efecto alguno, si no son admitidas con una plena confianza de corazón; doquiera que hay duda o incertidumbre asegura que son vanas. Asimismo enseña que no podemos hacer otra cosa que andar vacilantes y titubear, si las promesas se apoyan en nuestras obras. Así que es menester que, o bien toda nuestra justicia perezca, o que las obras no se tengan en cuenta, sino que sólo se dé lugar a la fe, cuya naturaleza es abrir los oídos y cerrar los ojos; es decir, que se fije exclusivamente en la sola promesa de Dios, sin atención ni consideración alguna para con la dignidad y el mérito del hombre.
      Así se cumple aquella admirable profecía de Zacarías: cuando quitare el pecado de la tierra un día, en aquel día, dice Jehová de los ejércitos, cada uno de vosotros convidará a su compañero, debajo de su vid y debajo de su higuera (Zac. 3, 9-10). Con lo cual el profeta da a entender que los fieles no gozarán de paz sino después de haber alcanzado el perdón de sus pecados. Porque debemos comprender la costumbre de los profetas, según la cual cuando tratan del reino de Cristo proponen las bendiciones terrenas de Dios como figuras con las cuales representan los bienes espirituales. De aquí viene también que Cristo sea llamado, bien "príncipe de paz" (Is. 9,6), bien "nuestra paz" (Ef. 2, 14); porque Él hace desaparecer todas las inquietudes de nuestra conciencia. Si alguno pregunta cómo se verifica esto, es necesario recurrir al sacrificio con el cual Dios ha sido aplacado. Porque nadie podrá por menos que temblar hasta que se convenza de que Dios es aplacado con la sola expiación que Cristo realizó al soportar el peso de su cólera.
      En suma, en ninguna otra cosa debemos buscar nuestra paz, sino en los horrores espantosos de Jesucristo nuestro Redentor.

5. Testimonio de san Pablo
      Mas, ¿a qué alegar un testimonio en cierta manera oscuro, cuando san Pablo claramente afirma a cada paso que las conciencias no pueden disfrutar de paz ni satisfacción, si no llegan al convencimiento de que somos justificados por la fe? De dónde procede esta certidumbre, lo explica él mismo; a saber, de que "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rom. 5,5); como si dijera que nuestras almas de ningún modo pueden sosegarse si no llegamos a persuadimos completamente de que agradamos a Dios. Y por eso exclama en otro lugar en la persona de todos los fieles: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom. 8, 35). Porque mientras no hayamos arribado a este puerto, al menor soplo de viento temblaremos; mas si Dios se nos muestra como pastor, estaremos seguros aun "en valle de sombra de muerte" (Sal. 23; 4)
      Por tanto, todos los que sostienen que somos justificados por la fe, porque al ser regenerados, Viviendo espiritualmente somos justos, estos tales nunca han gustado el dulzor de esta gracia para confiar que Dios les será propicio. De donde también se sigue que jamás han conocido la manera de orar como se debe, más que lo han sabido los turcos o cualesquiera otros paganos. Porque, como dice el Apóstol, no hay otra fe verdadera, sino la que nos dicta y trae a la memoria aquel suavísimo nombre de Padre, para invocar libremente a Dios; ni, más aún, si no nos abre la boca para que nos atrevamos a exclamar alto y claramente: Abba, Padre (Rom.4,6). Esto lo demuestra en otro" lugar mucho más claramente, diciendo que en Cristo "tenemos seguridad y acceso con confianza por medió de la fe en él" (Ef. 3,12). Ciertamente, esto no acontece por el donde la regeneración, el cual, como imperfecto que es mientras vivimos en esta carne, lleva en sí numerosos motivos de duda. Por eso es necesario recurrir a aquel remedio, que los fieles estén seguros de que el único y verdadero título que poseen para esperar que el reino de los cielos .les pertenece es que, injertados en el cuerpo de Cristo, son gratuitamente reputados como justos. Porque la fe, por lo que se refiere a la justificación, es algo que no aporta cosa alguna nuestra para reconciliamos con Dios, sino que recibe de Cristo lo que nos falta a nosotros.



INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO
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