CAPÍTULO XII

CONVIENE QUE LEVANTEMOS
NUESTRO ESPÍRITU AL TRIBUNAL DE DIOS,
PARA QUE NOS CONVENZAMOS DE VERAS DE LA JUSTIFICACIÓN GRATUITA

1. Delante de Dios es donde hay que apreciar nuestra justicia
     Aunque se ve sin lugar a dudas por numerosos testimonios, que todas estas cosas son muy: verdaderas, sin-embargo no es posible darse cuenta de lo necesarias que son mientras no hayamos demostrado palpablemente lo que debe ser como el fundamento de toda la controversia.
     En primer lugar, tengamos presente que no tratamos aquí de cómo el hombre es hallado justo ante el tribunal de un juez terreno, sino ante el tribunal del Juez celestial, a fin de que no pesemos de acuerdo con nuestra medida la integridad y perfección de las obras con que se debe satisfacer el juicio divino. Ciertamente causa maravilla ver con cuánta temeridad y atrevimiento se procede comúnmente en este punto. Más aún; es bien sabido que no hay nadie que con mayor descaro se atreva a hablar de la justicia de las obras, que quienes públicamente son unos perdidos y están cargados de pecados de todos conocidos, o bien por dentro están llenos de vicios y malos deseos.
      Esto sucede porque no reflexionan en la justicia de-Dios, de la que no se burlarían tanto, si tuvieran al menos un ligero sentimiento. Y sobre todo es despreciada y tenida en nada cuantas veces no es reconocida por tan perfecta, que nada le agrada si no es totalmente perfecto e íntegro y libre de toda mancha; lo cual jamás se ha encontrado ni podrá encontrarse en hombre alguno.
      Es muy fácil decir disparates en un rincón de las escuelas sobre la dignidad de las obras para justificar al hombre; pero cuando se llega ante el acatamiento de la majestad de Dios, hay que dejarse de tales habladurías, porque allí el problema se trata en serio, y de nada sirven las vanas disputas y las palabras. Esto es lo que debemos considerar, si queremos investigar con fruto sobre la verdadera justicia. En esto, digo, debemos pensar: cómo hemos de responder a este Juez cuando nos llame para pedimos cuentas. Debemos, pues, considerado, no como nuestro entendimiento se lo imagina, sino como nos lo propone y describe la Sagrada Escritura: tan resplandeciente, que las estrellas se oscurecen; dotado de tal poder, que los montes se derriten, como le sucede a la nieve por el calor del sol; haciendo temblar a la tierra con su ira; con tan infinita sabiduría, que los sabios y prudentes son cogidos en sus sutilezas; con una pureza tal, que en comparación suya todas las cosas son impuras y están contaminadas, y cuya justicia ni los mismos ángeles la pueden sufrir; que no da por inocente al malvado; y cuya venganza, cuando se enciende, penetra hasta lo profundo del infierno. Entonces, cuando este Juez se siente para examinar las obras de los hombres, ¿quién se atreverá a comparecer delante de su tribunal sin temblar? "¿Quién", como dice el profeta, "morará con el fuego consumidor?" ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas? "El que camina en justicia y habla lo recto" (Is. 33, 14-16); ¿quién se atreverá a salir y presentarse ante Él? Pero esta respuesta hace que ninguno se atreva a intentarlo. Porque, por otra parte, se alza una voz terrible que nos hace temblar: "Si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse" (Sal. 130, 3)? Luego sin duda todos pereceríamos, como está escrito en otro lugar: "¿Será el hombre más justo que Dios? ¿Será el varón más limpio que el que lo hizo? He aquí, en sus siervos no confía, y notó necedad en sus ángeles. ¡Cuánto más en los que habitan casas de barro, cuyos cimientos están en el polvo, y que serán quebrantados por la polilla! De la mañana a la tarde son destruidos" (Job 4, l7-20). Y: "He aquí, en sus santos no confía, y ni aun los cielos son limpios delante de sus ojos; ¡cuánto menos el hombre abominable y vil, que bebe la iniquidad como agua!" (Job 15,15-16).
     Confieso que en el libro de Job se hace mención de una especie de justicia muy superior a la que consiste en la observancia de la Ley. Y es preciso notar esta distinción, pues, dado el caso de que hubiese alguno que satisficiera a la Ley -, lo cual es imposible - ni aun así ese tal podría sufrir el rigor del examen de aquella justicia divina, que excede todo nuestro entendimiento. Así, aunque Job tenía tranquila su conciencia y se sabía inocente, sin embargo se queda mudo de estupor y estremecimiento, al ver que no se puede aplacar a Dios ni con la santidad de los ángeles, si se propone examinar sus obras con rigor. Pero dejo ahora a un lado esta justicia que he mencionado, por ser incomprensible; solamente afirmo, que si nuestra vida fuese examinada conforme a la regla y medida de la Ley de Dios, seríamos bien incomprensibles, si tantas maldiciones con las que el Señor ha querido estimularnos no nos atormentan y llenan de horror. Entre otras, debería hacernos temblar esta regla general; “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas” (Dt. 27,26).
En conclusión: toda esta controversia seria muy fría e inútil si cada cual no se siente culpable delante del Juez celestial y, solicito por alcanzar su absolución, no se humilla por su propia voluntad

2. La justicia de Dios no se satisface con ninguna obra humana
A esto deberíamos dirigir los ojos, a fin de aprender a temblar, más bien que a vanagloriamos de nuestros triunfos. Ciertamente nos resulta muy fácil, mientras que nos comparamos con los demás hombres, pensar que poseemos algún don particular que los demás no pueden menospreciar; pero tan pronto nos ponemos frente a Dios, al punto se viene a tierra y se disipa aquella nuestra confianza, Lo mismo le sucede a nuestra alma respecto a Dios, que a nuestro cuerpo con este cielo visible. Mientras el hombre se entretiene en mirar las cosas que están a su alrededor, piensa que su vista es excelente y muy aguda; mas si levanta sus ojos al sol, de tal manera quedará deslumbrado por el exceso de su claridad y resplandor, que le parecerá que la debilidad de su vista es mucho mayor de lo que antes le parecía su fuerza de penetración, cuando solamente contemplaba las cosas de aquí abajo.
No nos engañemos, pues, a nosotros mismos con una yana confianza. Aunque nos consideremos iguales o superiores a todos los demás hombres, todo ello es nada en comparación con Dios, a quien pertenece conocer y juzgar este asunto. Mas si nuestra presunción no puede ser domada con estas amonestaciones, nos responderá lo mismo que decía a los fariseos; “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lc. 16,15). ¡Ea, pues; gloriaos y mostraos orgullosos de vuestra justicia entre los hombres, mientras que Dios abomina de ella en los cielos!
Pero, ¿qué hacen los siervos de Dios, de veras instruidos por su Espíritu? “No entres en juicio con tu siervo”, dicen con David, “porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal. 143,2). Y con Job, aunque en un sentido un tanto diverso; “¿Cómo se justificará el hombre con Dios? Si quisiere contender con él, no le podrá responder a una cosa entre mil” (Job 9,2-3).
Vemos por todo esto cuál es la justicia de Dios; tal, que ninguna obra humana le puede satisfacer, y que nos acusará de mil pecados, sin que podamos dar satisfacción y lavarnos de uno solo. Ciertamente aquel vaso de elección de Dios, san Pablo, había concebido de esta suerte en su corazón la justicia de Dios, cuando aseguraba que aunque de nada tenía mala conciencia, no por eso era justificado (1 Cor. 4,4).

3. Testimonios de san Agustín y de san Bernardo
No sólo hay ejemplos semejantes en la Escritura, sino que todos los doctores piadosos tuvieron los mismos sentimientos y hablaron de este modo.
San Agustín dice que todos los fieles que gimen bajo la carga de su carne corruptible y en la miseria de la vida presente tienen la única esperanza de poseer un Mediador justo, Cristo Jesús; y que Él es la satisfacción por nuestros pecados. ¿Qué significa esto? Si los santos tienen esta sola y única esperanza, ¿qué confianza ponen en sus obras? Porque al decir que ella sola es su esperanza, no deja lugar a ninguna otra.
Igualmente san Bernardo dice: “Hablando con franqueza, ¿dónde hay verdadero reposo y firme seguridad para los enfermos y los débiles, sino en las llagas del Salvador? Yo tanto más seguro habito allí, cuanto más poderoso es para salvarme. El mundo brama, el cuerpo me oprime, el Diablo me asedia. Yo no caigo, porque me fundo sobre roca firme. Si cometo algún pecado grave, mi conciencia se turba, pero no se quedará confusa, porque me acordaré de las llagas del Señor’.’ Y de todo esto concluye: “Por tanto, mí mérito es la misericordia del Señor. Ciertamente no estoy del todo desprovisto de méritos, mientras que a Él no le faltare misericordia. Y si las misericordias del Señor son muchas, yo también por el hecho mismo, abundaré en méritos. ¿Cantaré yo, por ventura, mis justicias? ¡Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia! Porque ella también es mía, porque tú eres para mí justicia de Dios”. Y en otro lugar: “Éste es el mérito total del hombre: poner su esperanza en Aquel que salva a todo el hombre”.’ Y lo mismo en otro lugar, reteniendo para sí mismo la paz, da la gloria a Dios. “A ti”, dice, “sea la gloria entera y sin defecto alguno; a mi me basta con gozar de paz. Renuncio totalmente a la gloria; no sea que si usurpare lo que no es mío, pierda también lo que se me ofrece”. Y todavía más claramente en otro lugar: “¿Por qué ha de preocuparse la Iglesia por sus méritos, cuando tiene motivo tan firme y cierto de gloriarse de la benevolencia de Dios? Y así no hay por qué preguntarse en virtud de qué méritos esperamos el bien; sobre todo cuando oímos por boca del profeta: yo no lo haré por vosotros, sino por mí, dice el Señor (Ez. 36.22.32). Basta, pues, para merecer, saber que los méritos no bastan; mas como para merecer basta no presumir de méritos, también carecer de méritos basta para la condenación.”
En cuanto a que libremente emplea el nombre de méritos por buenas obras, hay que perdonárselo por la costumbre de entonces. Su propósito era aterrar a los hipócritas que, con su licencia sin freno, se glorían contra la gracia de Dios, como luego lo declara él mismo diciendo: “Bienaventurada es la Iglesia, a la que no le faltan méritos sin presunción, y que puede atrevidamente presumir sin méritos. Ella tiene de qué presumir, mas no tiene méritos. Tiene méritos; mas para merecer, no para presumir. Como no presumir de nada es merecer, ella tanto más seguramente presume cuanto no presume, porque las muchas misericordias del Señor le dan materia y motivo de gloriarse.”

4. Ante Dios no hay justicia humana ninguna
Ésta es la verdad. Porque todas las conciencias ejercitadas en el temor de Dios ven que no hay otro refugio posible al que poder acogerse con seguridad, cuando tienen que entendérselas con el juicio de Dios. Porque si las estrellas, que mientras es de noche parecen tan claras y resplandecientes, pierden toda su luz al salir el sol, ¿qué sucederá con la inocencia más perfecta que podamos concebir en el hombre, cuando haya de compararse con la inmaculada pureza de Dios? Porque aquel examen será rigurosísimo y penetrará hasta los más secretos pensamientos del corazón; y, como dice san Pablo, “aclarará lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones” (1 Cor. 4, 5); y forzará a la conciencia, por más que ella se resista, a manifestar todas las cosas, incluso aquellas que al presente tenemos olvidadas. Por otra parte el Diablo como acusador nos perseguirá, pues él sabrá muy bien alegar todas las abominaciones que nos incité a cometer.
Entonces de nada nos servirá todo el aparato y pompa de nuestras buenas obras que al presente tenemos en tanta estima. Allí sólo se preguntará por la rectitud y la sinceridad de corazón. Por tanto, toda hipocresía, no solamente la de quienes sabiéndose malos secretamente y ante Dios, pretenden disimularlo ante los hombres, sino también aquella con que nos engañamos a nosotros mismos adulándonos delante de Dios — pues somos muy inclinados a adularnos y lisonjeamos a nosotros mismos —, caerá confundida, por más que al presente con mucha soberbia se ufane de si misma.
Los que no levantan su entendimiento y sus sentidos a la consideración de este espectáculo, podrán a su gusto tenerse por justos; pero su justicia será tal, que apenas comparezcan ante el tribunal de Dios se verán despojados de ella; ni más ni menos como un hombre que, después de haber soñado que era señor de grandísimas riquezas, al despertarse se encuentra sin ellas.
Por el contrario, los que de veras, como quien se encuentra delante de la majestad de Dios, buscan la verdadera regla de justicia, verán como cosa evidente que todas las obras de los hombres, si se las estima conforme a su dignidad propia, no son sino estiércol y basura; y que lo que comúnmente es tenido por justicia, no es más que pura iniquidad delante de Dios; que lo que es estimado por integridad, no es sino impureza; que lo que se tiene como gloria, es simplemente ignominia.

5. Para recibir la gracia de Jesucristo, hay que renunciar a toda justicia propia
Después de haber contemplado esta perfección divina, debemos descender a nosotros mismos y considerar muy bien lo que somos sin adulación ni pasión alguna. Porque no es maravilla que seamos tan ciegos por lo que a esto respecta, ya que nadie se ve libre de esta peste del amor de sí mismo, que, según Lo atestigua la Escritura, está naturalmente arraigado en todos nosotros. “Todo camino del hombre es recto en su propia opinión”, dice Salomón; y: “Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión” (Prov. 21,2; 16,2), ¿Es que el hombre va a ser absuelto en virtud de este error suyo? AL contrario, según se lee luego:
“Pero Jehová pesa los espíritus”; es decir, que mientras el hombre se adula a sí mismo con la apariencia de justicia, el Señor pesa la iniquidad e impureza que se encierra en su corazón. Por tanto, si nuestra lisonja no nos sirve de nada, no nos engañemos a nosotros mismos a sabiendas para ruina nuestra.
Así pues, para examinarnos debidamente es necesario que pongamos nuestra conciencia delante del tribunal de Dios. Es necesaria su luz para descubrir los secretos de nuestra perversidad, tan ocultos y recónditos. Entonces veremos claramente lo que quieren decir estas palabras: Muy lejos está el hombre de ser justificado ante Dios, pues no es más que podredumbre y un gusano abominable (Job 25,6); y que bebe como el agua la iniquidad (Job 15,16). Porque, “¿quién hará limpio a lo inmundo? Nadie” (Job 14,4). Experimentaremos también en nosotros mismos lo que dice Job de sí mismo “Si yo me justificase, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo” (Job 9,20). Porque no pertenece a un siglo, sino a todos los tiempos, lo que el profeta lamentaba de su pueblo: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino” (Is. 53,6). Porque con estas palabras comprende a todos aquellos a quienes había de llegar la gracia de la redención.
El rigor de este examen ha de proseguirse hasta que haya domado y quebrantado todos nuestros bríos, y así prepararnos a recibir la gracia de Cristo. Se engaña evidentemente todo el que se cree capaz de gozar de esta gracia, si antes no hubiere arrojado de sí toda la altivez del corazón. Porque es bien sabido que “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Pe. 5,5; Sant. 4,6).

6. Sólo la humildad da lugar a la misericordia de Dios
Mas, ¿cuál es el medio para humillarnos, sino que siendo del todo pobres y vacíos de todo bien, dejemos lugar a la misericordia de Dios? Porque yo no juzgo que hay humildad si pensamos que aún queda algo en nosotros. Ciertamente hasta ahora han enseñado una hipocresía muy perjudicial los que han unido estas dos cosas’: que debemos sentir humildemente de nosotros mismos delante de Dios, y sin embargo debemos tener nuestra justicia en alguna estima. Porque si confesamos delante de Dios otra cosa que lo que tenemos en nuestro corazón, mentimos desvergonzadamente. Y no podemos sentir de nosotros mismos como conviene, sin que todo cuanto en nosotros nos parece excelente, lo pongamos debajo de los pies.
Por tanto, cuando olmos de los labios del Profeta: La salud está preparada para los humildes; y, por el contrario, que Dios abatirá a los altivos (Sal. 18,27), pensemos primeramente que no tenemos acceso ni entrada alguna a la salvación, más que despojándonos de todo orgullo y soberbia, y revistiéndonos de verdadera humildad. En segundo lugar hemos de pensar que esta humildad no es una cierta modestia, por la que cedemos de nuestro derecho apenas un adarme, para abatirnos delante de Dios — como suelen ser comúnmente llamados humildes entre los hombres aquellos que no hacen ostentación de pompa y de fausto, ni desprecian a los demás, aunque no dejan de creer que tienen algún valor —, sino que la humildad es un abatimiento sin ficción, que procede de un corazón poseído del verdadero sentimiento de su miseria y pobreza. Porque la humildad siempre se presenta de esta manera en la Palabra de Dios. Cuando el Señor habla por Sofonías, diciendo: “Quitaré de en medio de ti a los que se alegran en tu soberbia, . . . y dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Jehová” (Sof. 3,11-12), nos muestra claramente cuáles son los humildes; a saber, los afligidos por el conocimiento de su pobreza y de la miseria en que han caldo. Por el contrario, dice que los soberbios saltan de alegría, porque los hombres, cuando las cosas les salen bien, se alegran y saltan de placer. Pero a los humildes, a los que Él ha determinado salvar, no les deja otra cosa que la esperanza en el Señor. Así en ¡salas: “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a mi palabra”. Y: “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is. 66,2; 57, 15). Cuantas veces oigamos el nombre de quebrantamiento, entendamos por ello una llaga del corazón que no deja levantar al hombre que yace en tierra. Con este quebrantamiento ha de estar herido nuestro corazón, si queremos, conforme a lo que Dios dice, ser ensalzados con los humildes. Si no hacemos esto, seremos humillados y abatidos por la poderosa mano de Dios para confusión y vergüenza nuestra.

7. Parábola del fariseo y el publicano
Y no contento nuestro buen Maestro con palabras, nos ha pintado en una parábola, como en un cuadro, la verdadera imagen de la humildad (Lc. 18,9-14). Pone ante nuestros ojos al publicano, que desde lejos y sin atreverse a levantar los ojos al cielo, con gran dolor suplica diciendo “Dios, sé propicio a mí, pecador”. No creamos que el no atreverse a mirar al cielo y el permanecer alejado sean señales de una falsa modestia, sino por el contrario, testimonios del afecto de su corazón.
Por otra parte, nos presenta el Señor al fariseo, que da gracias a Dios porque no es como la gente corriente, porque no es ladrón, ni injusto, ni adúltero; porque ayuna dos veces en la semana y da el diezmo de todos sus bienes. El declara abiertamente que su justicia es don de Dios; pero como confía que es justo por sus obras, se hace abominable a Dios; en cambio, el publicano es justificado por reconocer su iniquidad.
Por aquí podemos ver qué gran satisfacción da a Dios ver que nos humillamos ante ti; tanta, que el corazón no es apto para recibir la misericordia de Dios mientras no se encuentra del todo vacío de toda estima de su dignidad propia; y si se encuentra ocupado por ella, al punto se le cierra la puerta de la gracia de Dios. Y a fin de que ninguno lo ponga en duda, fue enviado Cristo al mundo por su Padre con el mandamiento de predicar buenas nuevas a los abatidos, de vendar a los quebrantados de corazón, de publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel, de consolar a todos los enlutados, de ordenar que a los afligidos de Sión se les dé gloria en vez de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado (Is. 61,1-3). Conforme a este mandamiento Cristo no convida a gozar de su liberalidad sino a aquellos que están “trabajados y cargados” (Mt. 11,28); como dice en otro lugar: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mt. 9, 13).

8. Para prepararnos a recibir la gracia, debemos reprimir la arrogancia y la presunción
Por tanto, si queremos dar lugar a la llamada de Cristo, es preciso que nos despojemos de toda arrogancia y presunción. La arrogancia nace de una loca persuasión de la propia justicia, cuando el hombre piensa que tiene algo por lo que merece ser agradable a Dios. La presunción puede darse incluso sin el convencimiento de las buenas obras. Porque hay muchísimos que, embriagados con la dulzura de los vicios, no consideran el juicio de Dios; y adormecidos como presa de un sopor no aspiran a conseguir la misericordia que Dios les ofrece.
Ahora bien, no es menos necesario arrojar de nosotros esta negligencia, que la confianza en nosotros mismos, para poder correr desembarazadamente a Cristo y, vacíos por completo, ser saciados de sus bienes. Porque jamás confiaremos en Él cuanto debemos, si no desconfiamos del todo de nosotros mismos. Solamente estaremos dispuestos para recibir y alcanzar la gracia de Dios, cuando habiendo arrojado por completo la confianza en nosotros mismos, nos fiemos únicamente de la certidumbre de su bondad y, como dice san Agustín, olvidados de nuestros méritos, abracemos las gracias y mercedes de Cristo;’ porque si Él buscase en nosotros algún mérito, jamás conseguiríamos sus dones. De acuerdo con esto, compara muy adecuadamente san Bernardo a los soberbios — que atribuyen a sus méritos cuanto les es posible — con los siervos desleales; porque contra toda razón retienen para sí la alabanza de la gracia, bien que no hace más que pasar por ellos; como si una pared se jactase de haber sido la causa del rayo de sol, que ella recibe a través de la ventana.
Para no detenemos más en esto, retengamos esta regla, que, si bien es breve, es general y cierta: el que por completo se ha vaciado, no ya de su justicia — que es nula —, sino también de la yana opinión de justicia que nos engaña, éste se halla preparado como conviene para gozar de los frutos de la misericordia de Dios. Porque tanto mayor impedimento pone el hombre a la liberalidad de Dios, cuanto más se apoya en sí mismo.
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO
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