CAPÍTULO XI

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE.
DEFINICIÓN NOMINAL Y REAL

1. Después de la fe y de las obras, hay que hablar de la justificación
Me parece que he explicado suficientemente más arriba que no les queda a los hombres sino un único refugio para alcanzar la salvación a saber, la fe; puesto que por la Ley son malditos. También me parece que ha expuesto convenientemente qué cosa es la fe, los beneficios y las gracias que Dios comunica por ella a los hombres, y los frutos que produce. Resumiendo podemos decir que Jesucristo nos es presentado por la benignidad del Padre, que nosotros lo poseemos por la fe, y que participando de Él recibimos una doble gracia. La primera, que reconciliados con Dios por la inocencia de Cristo, en lugar de tener en los cielos un Juez que nos condene, tenemos un Padre clementísimo. La segunda, que somos santificados por su Espíritu, para que nos ejercitemos en la inocencia y en la pureza de vida. En cuanto a la regeneración, que es la segunda gracia, ya queda dicho cuanto me parece conveniente. El tema de la justificación ha sido tratado más ligeramente, porque convenía comprender primeramente que la fe no está ociosa ni sin producir buenas obras, bien que por ella sola alcanzamos la gratuita justicia por la misericordia de Dios; y asimismo era necesario comprender; cuáles son las buenas obras de los santos, en las cuales se apoya una buena parte de la cuestión que tenemos que tratar.
       Ahora, pues, hemos de considerar por extenso este artículo de la justificación por la fe, e investigarlo de tal manera que lo tengamos presente como uno dé los principales artículos de la religión cristiana, para que cada uno ponga el mayor cuidado posible en conocer la solución. Porque si ante todas las cosas no comprende el hombre en qué estima le tiene Dios, encontrándose sin fundamento alguno en que apoyar su salvación, carece igualmente de fundamento sobre el cual asegurar su religión y el culto que debe a Dios. Pero la necesidad de comprender esta materia se verá mejor con el conocimiento de la misma.

2. Tres definiciones fundamentales
      Y para que no tropecemos desde el primer- paso - como sucedería si comenzásemos a disputar sobre una cosa incierta y desconocida - conviene que primeramente declaremos lo que, quieren decir expresiones como: el hombre es justificado delante de Dios; que es justificado por la fe, o por las obras.
      Se dice que es justificado delante de Dios el que es reputado por justo delante del juicio divino y acepto a su justicia. Porque como Dios abomina la iniquidad, el pecador no puede hallar gracia en su presencia en cuanto es pecador, y mientras es tenido por tal. Por ello, dondequiera que hay pecado, allí se muestra la ira y el castigo de Dios. Así pues, se llama justificado aquel que no es tenido por pecador, sino por justo, y con este título aparece delante del tribunal de Dios, ante el cual todos los pecadores son confundidos y no se atreven a comparecer. Como cuando un hombre inocente es acusado ante un juez justo, después de ser juzgado conforme a su inocencia, se dice que el juez lo justificó; del mismo modo diremos que es justificado delante de Dios el hombre que separado del número de los pecadores, tiene a Dios como testigo de su justicia y encuentra en Él aprobación.
      De este modo diremos de un hombre que, es justificado por las obras, cuando en su vida hay tal pureza y santidad que merece  el título de justicia delante del tribunal de Dios; o bien, que él  con la integridad de sus obras puede responder y satisfacer al juicio de Dios.
      Al contrario, será justificado por la fe aquel que, excluido de la justicia de las obras, alcanza la justicia dela fe, revestido con la cual, se presenta ante la majestad divina, no como pecador sino como justo. De esta manera afirmamos nosotros en resumen que nuestra justificación es la aceptación con que Dios nos recibe en su gracia y nos tiene por justos y decimos que consiste en la remisión de los pecados y en la imputación de la justicia de Cristo.

3. Testimonios de la Escriturar, a. Sobre el significado corriente de la palabra justificar
      Para confirmar esto existen numerosos y claros testimonios, de la Escritura.
      Primeramente no se puede negar que éste es el significado propio y corriente de la palabra justificar. Mas como sería muy prolijo citar todos los lugares y compararlos entre sí, bastará con haberlo advertido al lector. Solamente citaré algunos en los cuales expresamente se trata de esta justificación de que hablamos.
      Primeramente, cuando refiere san Lucas que el pueblo, habiendo oído a Jesucristo, "justificó a Dios",  y cuando Cristo afirma que "la sabiduría es justificada por todos sus hijos" (Lc. 7, 29. 35), esto no quiere decir que los hombres dieron justicia a Dios, puesto que siempre permanece entera y perfecta en Él, aunque todo el mundo se esfuerce y haga cuanto puede por quitársela; ni tampoco quiere decir que los hombres puedan hacer justa la doctrina de la salvación, la cual tiene esto por sí misma. Ambas expresiones significan tanto como si se dijera que aquellos de quienes se habla allí atribuyeron a Dios y a su doctrina la gloria y el honor que merecían. Por el contrario, cuando Cristo reprocha a los fariseos que se justificaban a sí mismos. (Lc.16, 15), no quiere decir que ellos adquirían justicia con sus obras, sino que ambiciosamente procuraban ser tenidos por justos, siendo así que estaban vacíos de toda justicia. Esto lo entenderán mucho mejor los que conocieren la lengua hebrea, la cual con el nombre de “pecador" o "malhechor" designa, no solamente a los que se sienten culpables, sino también a los que son condenados. Así, cuando Betsabé dice que ella y su hijo Salomón serán pecadores (1 Re. 1,21), no pretende cargarse con el pecado, sino que se queja de que ella y su hijo van a ser expuestos al oprobio y contados en el número de los malhechores, si David no provee a ello. Y por el contexto se ve claro que el verbo "ser justificado", tanto en griego como en latín, no se puede entender sino en el sentido de "ser reputado por justo", y que no denota cualidad alguna.
Por lo que se refiere a la materia que al presente tratamos, cuando san Pablo afirma que la Escritura previó que Dios había de justificar por la fe a los gentiles (Gál. 3,8), ¿qué hemos de entender con ello, sino que Dios les imputa la justicia por la fe? Igualmente, cuando dice que Dios justifica al impío que cree en Jesucristo (Rom. 3.26), qué sentido puede ofrecer esto, sino que Dios libra por medio de la fe a los pecadores de la condenación que su impiedad merecía? Y aún más claramente se expresa en la conclusión, cuando exclama: "¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que también intercede por nosotros" (Rom. 8, 33-34). Todos esto es como si dijese: ¿Quién acusará a aquellos a quienes Dios absuelve? ¿Quién condenará a aquellos a quienes Cristo defiende y protege? Justificar, pues, no "quiere decir otra cosa sino absolver al que estaba acusado, como si se hubiera probado su inocencia. Así pues, como quiera que Dios nos justifica por la intercesión de Cristo, no nos absuelve como si nosotros fuéramos inocentes, sino por la imputación de la justicia; de suerte que somos reputados justos en Cristo, aunque no lo somos en nosotros mismos. Así se declara en el sermón de san Pablo : "Por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree" (Hch. 13,38-39). ¿No veis cómo después de la remisión de los pecados se pone la justificación como aclaración? ¿No veis claramente cómo se toma por absolución? ¿No veis cómo la justificación no es imputada a las obras de la ley? ¿No veis cómo es un puro beneficio de Jesucristo? ¿No veis cómo se alcanza por la fe? ¿No veis, en fin, cómo es interpuesta la satisfacción de Cristo, cuando el Apóstol afirma que somos justificados de nuestros pecados por Él?
      Del mismo modo, cuando se dice que el publicano "descendió  a su casa justificado" (Lc.18, 14), no podemos decir que alcanzara la justicia por ningún mérito de sus obras; lo que se afirma es que él, después de alcanzar el perdón de sus pecados, fue tenido por justo delante de Dios. Fue, por tanto, justo, no por la aprobación de sus obras, sino por la gratuita absolución que Dios le dispensó. Y así es muy acertada la sentencia de san Ambrosio cuando llama a la confesión de los pecados nuestra legítima justificación.

4. b. Sobre el hecho mismo de la justificación
       Mas, dejando a un lado la disputa sobre el término, si consideramos directamente la realidad tal cual se nos describe, no puede haber lugar a controversia alguna. San Pablo emplea el término "ser aceptas", con el cual indiscutiblemente quiere decir ser justificados. "Habiéndonos predestinado", dice, "para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptas en el Amado" (Ef.1, 5-6). Con estas palabras quiere decir aquí lo mismo que en otros lugares: que Dios nos justifica gratuitamente (Rom. 3, 24).
      En el capítulo cuarto de la Epístola a los' Romanos, primeramente dice que somos justos, en cuanto que Dios nos reputa como tales por su gracia, e incluye nuestra justificación en la remisión de los pecados. "David", dice, "habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos" (Rom. 4, 6-8). Ciertamente el Apóstol no trata en este lugar de una parte de la justificación, sino de toda ella. Ahora bien, afirma que David la ha definido al llamar bienaventurados a aquellos que alcanzan gratuitamente la remisión de sus pecados. De donde se sigue que la justicia de que hablamos sencillamente se opone a la culpa.
      Pero no hay texto que mejor prueba lo que vengo afirmando, que aquel en que el mismo Apóstol enseña que la suma del Evangelio es, que seamos reconciliados con Dios, porque Él quiere recibimos en su gracia por Cristo, "no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2Cor. 5,19). Consideren diligentemente los lectores todo el contexto; porque luego el Apóstol añade: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Cor. 5,21), explicando así la manera de la reconciliación; y evidentemente con la palabra reconciliar, no entiende sino justificar. y no podría ser verdad 10 que dice en otro lugar que por la obediencia de Cristo somos constituidos justos (Rom. 5, 19), si no fuésemos en Él, y fuera de nosotros, reputados por justos delante de Dios.
      Pero no hay texto que mejor prueba lo que vengo afirmando, que aquel en que el mismo Apóstol enseña que la suma del Evangelio es, que seamos reconciliados con Dios, porque Él quiere recibimos en su gracia por Cristo, “no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Consideren diligentemente los lectores todo el contexto; porque luego el Apóstol añade: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Cor. 5,21), explicando así la manera de la reconciliación; y evidentemente con la palabra reconciliar, no entiende sino justificar. y no podría ser verdad 10 que dice en otro lugar que por la obediencia de Cristo somos constituidos justos (Rom. 5, 19), si no fuésemos en Él, y fuera de nosotros, reputados por justos delante de Dios.

5. Refutación de las tesis de Osiander sobre la justicia esencial
      Mas, como quiera que Osiander ha introducido no sé qué monstruosa concepción de una justicia esencial, con la cual, aunque no quiso destruir la justicia gratuita, sin embargo la ha rodeado de tanta oscuridad que priva a las pobres almas del sentimiento verdadero de la gracia de Cristo, será necesario refutar este error, antes de pasar adelante.
      En primer lugar, esta especulación proviene de una mera curiosidad. Es cierto que acumula textos de la Escritura para probar que Jesucristo es una misma cosa con nosotros y nosotros con Él; lo cual, evidentemente, es superfluo probar. Pero como él no reflexiona sobre el nudo de esta unión, se enreda en tales marañas que no puede salir de ellas. Mas a nosotros, que sabemos que estamos unidos a Jesucristo por el secreto poder del Espíritu Santo, nos será bien fácil libramos de tales enredos.
      Este hombre de quien hablo se imaginó algo no muy diferente del error de los maniqueos, para trasfundir la esencia de Dios a los hombres. De aquí surgió el otro error: que Adán fue formado a la imagen de Dios porque ya antes de que cayese estaba Cristo designado como patrón y dechado de la naturaleza humana. Mas, como pretendo ser breve, insistiré solamente en lo que se refiere al tema presente.
      Dice Osiander que nosotros somos una misma cosa con Cristo. También yo lo admito; sin embargo, niego que la esencia de Cristo se mezcle con la nuestra. Afirmo además, que él cita sin razón para confirmar sus especulaciones el principio de que Cristo es justicia nuestra porque es Dios eterno, fuente de justicia, y la misma justicia de Dios. Que me perdonen los lectores, si toco brevemente los puntos que reservo para tratarlos más ampliamente en otro lugar, por exigirlo así el orden de la exposición.
      Aunque él se excuse de que no pretende con este nombre de justicia esencial oponerse a la sentencia según la cual somos reputados justos a causa de Cristo, sin embargo con ello da bien claramente a entender que, no contento con la justicia que Cristo, nos consiguió con la obediencia y el sacrificio de su muerte, se imagina que nosotros somos sustancial mente justos en Dios, tanto por esencia como por una cualidad infusa. Y ésta es la razón por la que con tanta vehemencia defiende que no solamente Cristo, sino también el Padre y el Espíritu Santo habitan en nosotros. También yo admito que esto es así; y sin embargo insisto en que él lo pervierte adrede para su propósito. Porque hay que distinguir perfectamente la manera de habitar; a saber, que el Padre y el Espíritu Santo están en Cristo; y como toda la plenitud de la divinidad habita en Él, también nosotros en Él poseemos a Dios enteramente. Por lo tanto, todo lo que dice del Padre y del Espíritu Santo de un lado, y por otro de Cristo, no pretende otra cosa sino separar a la gente sencilla de Cristo.
      Además de esto ha introducido una mezcla sustancial, por la cual Dios, trasfundiéndose en nosotros, nos hace una parte de sí mismo. Porque él tiene como cosa de ningún valor que seamos unidos con Cristo por la virtud del Espíritu Santo, para que sea nuestra Cabeza y nosotros sus miembros; sino que quiere que su esencia se mezcle con la nuestra. Pero, sobre todo, al mantener que la justicia que nosotros poseemos es la del Padre y del Espíritu Santo, según su divinidad, descubre más claramente su pensamiento; a saber, que no somos justificados por la sola gracia del Mediador, y que la justicia no nos es ofrecida simple y plenamente en su Persona, sino que somos hechos partícipes de la justicia divina cuando Dios se hace esencialmente una cosa con nosotros.

6. Osiander da definiciones erróneas de la justificación y de sus relaciones con la regeneración y la santificación
Si él dijera solamente que Cristo al justificamos se hace nuestro por una unión esencial, y que no solamente en cuanto hombre es nuestra Cabeza, sino también que la esencia de su naturaleza divina se derrama sobre nosotros, se alimentaría de sus fantasías, que tanto deleite le causan, con menor daño, e incluso puede que este desvarío se dejara pasar sin disputar mayormente por él. Mas como el principio del que él parte es como la jibia, que arroja su propia sangre, negra como la tinta, para enturbiar el agua y ocultar la multitud de sus colas, si no queremos que conscientemente nos sea arrebatada de las manos aquella justicia que únicamente puede inspiramos confianza para gloriamos de nuestra salvación, debemos resistir valientemente a tal ilusión.
      En toda esta controversia, Osiander con las palabras "justicia" y "justificar" entiende dos cosas. Según él, ser justificados no es solamente ser reconciliados con Dios, en cuanto que Él gratuitamente perdona nuestros pecados, sino que significa además ser realmente hechos justos de tal manera que la justicia sea, no la gratuita imputación, sino la santidad e integridad inspiradas por la esencia de Dios que reside en nosotros. Niega también firmemente que Jesucristo, en cuanto sacerdote nuestro y en cuanto que destruyendo los pecados nos reconcilió con el Padre, sea nuestra justicia; sino que afirma que este título le conviene en cuanto es Dios eterno y es vida.
      Para probar lo primero, o sea, que Dios nos justifica, no solamente perdonándonos nuestros pecados, sino también regenerándonos, pregunta si Dios deja a aquellos a quienes justifica, tal cual son por su naturaleza sin cambiados absolutamente en cuanto a sus vicios, o no. La respuesta es bien fácil. Así como Cristo no puede ser dividido en dos partes, de la misma manera la justicia y la santificación son inseparables, y las recibimos juntamente en Él. Por tanto, todos aquellos a quienes Dios recibe en su gracia, son revestidos a la vez del Espíritu de adopción, y con la virtud de la misma reformados a Su imagen. Mas si la claridad del sol no puede ser separada de su calor, ¿vamos a decir por ello que la tierra es calentada con la luz e iluminada con su calor? No se podría aplicar a la materia que traemos entre manos una comparadón más apta y propia que ésta. El sol hace fértil con su calor a la tierra y la ilumina con sus rayos. Entre ambas cosas hay una unión recíproca e inseparable: y sin embargo, la razón no permite que lo que es propio de cada una de estas cosas se atribuya a la otra. Semejante es el absurdo que se comete al confundir las dos gracias distintas, y que Osiander quiere metemos a la fuerza. Porque en virtud de que Dios renueva a todos aquellos que gratuitamente acepta por justos, y los pone en el camino en que puedan vivir con toda santidad y justicia, Osiander confunde el don de la regeneración con esta gratuita aceptación, y porfía que ambos dones no son sino uno mismo. Sin embargo, la Escritura, aunque los junta, diferencia el uno del otro, para que mejor veamos la variedad de las gracias de Dios. Porque no en vano dice san Pablo que Cristo nos ha sido dado como justificación y santificación (1 Cor.1, 30). Y todas las veces que al exhortamos a la santidad y pureza de vida nos da como razón la salvación que nos ha sido adquirida, el amor de Dios y la bondad de Cristo, claramente nos demuestra que una cosa es ser justificados y otra ser hechos nuevas criaturas.
      Cuando se pone a citar la Escritura, corrompe todos los textos que aduce. Interpreta el texto de san Pablo: "al que no obra, sino cree en aquél que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Rom. 4, 5), entendiendo que Dios muda los corazones y la vida para hacer a los fieles justos. Y, en resumen, con la misma temeridad pervierte todo ese capítulo cuarto de la carta a los Romanos. Y lo mismo hace con el texto que poco antes cité: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica" (Rom. 8, 33), como si el Apóstol dijera que ellos son realmente justos. Sin embargo, bien claro se ve que san Pablo habla simplemente de la culpa y del perdón de la misma, y que el sentido depende de la antítesis u oposición. Por tanto Osiander, tanto en las razones que alega como en los textos de la Escritura que aduce, deja ver lo vano de sus argumentos.
      Ni tiene más peso lo que dice acerca de la palabra "justicia": que la fe se le imputó a Abraham a justicia después que', aceptando a Cristo, - que es la justicia de Dios y el mismo Dios - había caminado y vivido justamente. Aquí se ve que él indebidamente compone una cosa imperfecta con dos perfectas e íntegras. Porque la justicia de Abraham de que allí se habla, no se extiende a toda su vida, sino que el Espíritu Santo quiere atestiguar que, aunque Abraham haya estado dotado de virtudes admirables, y al perseverar en ellas las haya aumentado cada día más, no obstante no agradó a Dios por otra razón que porque recibió por la fe la gracia que le fue ofrecida en la promesa. De donde se sigue que en la justificación no hay lugar alguno para las obras, como lo prueba muy bien san Pablo con el ejemplo de Abraham.

7. Del sentido de la ley que nos justifica
      Respecto a su objeción, que la fe no tiene por sí misma fuerza alguna para poder justificar sino en cuanto acepta a Cristo, concedo que es verdad. Porque si la fe justificase por sí misma, o en virtud de algún poder oculto, con lo débil e imperfecta que es, no lo podría hacer más que parcialmente; y con ello la justicia quedaría a medio hacer e imperfecta, y sólo podría damos una parte de la salvación. Pero nosotros no nos imaginamos nada semejante a lo que él afirma; antes bien, decimos que, propiamente hablando, solo Dios es quien justifica; luego atribuimos esto mismo a Jesucristo, porque Él nos ha sido dado como justicia; y, en fin, comparamos la fe a un vaso, porque si nosotros no vamos hambrientos y vacíos, con la boca del alma abierta deseando saciamos de Cristo, jamás seremos capaces de Él.
      De ahí se concluye que nosotros no quitamos a Cristo la virtud de justificar cuando enseñamos que es recibido primeramente por la fe, antes de que recibamos su justicia.
      Por lo demás, rechazo las intrincadas expresiones de Osiander, como cuando dice que la fe es Cristo. Como si la vasija de barro fuera el tesoro, porque el Oro esté encerrado en ella. Pero esto no es razón para decir que la fe, aunque por sí misma no tiene dignidad ni "valor alguno, sin embargo no nos justifique haciendo que Cristo venga a nosotros, del modo como la vasija llena de monedas enriquece al que la encuentra. Por eso afirmo que Osiander mezcla insensatamente la fe, que no es más que el instrumento para alcanzar la justicia, con Cristo, que es la materia de nuestra justicia, y a la vez el autor y ministro de tan grande beneficio.
      Ya hemos también resuelto la dificultad de cómo hay que entender el término de "fe", cuando se trata de la justificación.

8. La persona del Mediador no puede ser dividida en cuanto a los bienes que de ella proceden, ni confundida con las del Padre o del Espíritu Santo
       Pero incluso se equivoca al tratar de la manera de recibir a Cristo. Según él, la Palabra interna es recibida por medio de la Palabra externa; y esto lo hace para apartarnos todo lo posible de la persona del Mediador, quien con su sacrificio Intercede por nosotros, y así llevamos a su divinidad externa.
       Por nuestra parte no dividimos a Cristo; decimos que es el mismo el que reconciliándonos en su carne con el Padre nos justificó, y el que es Verbo eterno de Dios. Pero la opinión de Osiander es que Jesucristo, siendo Dios y hombre, ha sido hecho nuestra justicia en cuanto es Dios, y no en cuanto hombre. Evidentemente, si esto es propio de la divinidad, no convendrá de modo propio a Cristo, sino igualmente al Padre y al Espíritu Santo, puesto que es la misma la justicia de uno que la de los otros dos. Además no sería correcto decir que lo que ha existido naturalmente desde toda la eternidad, ha sido hecho.
      Mas, aunque concedamos que Dios ha sido hecho justicia nuestra, ¿cómo ponerlo de acuerdo con lo que dice san Pablo: que Dios ha hecho a Cristo nuestra justicia (I Cor. 1, 30)? Todo el mundo ve, sin duda alguna, que san Pablo atribuye a la persona del Mediador lo que es propio de Él; pues aunque en sí mismo contiene la naturaleza divina, sin embargo aquí se le designa con el título propio que le diferencia del Padre y del Espíritu Santo.
      Muy neciamente procede también al pretender proclamarse victorioso con el texto de Jeremías: Jehová será nuestra justicia (Jer.23,6; 33,16). Ciertamente de esté lugar no se puede concluir otra cosa sino que Cristo, que es nuestra justicia, es Dios manifestado en carne. Hemos citado también de un sermón de san Pablo aquel aserto: Dios se ganó la Iglesia con su sangre (Hch. 20, 28). Si alguno deduce de aquí que la sangre con que han sido perdonados los pecados fue divina porque Dios mismo la derramó, y que ha sido de la misma naturaleza de Dios, ¿quién podrá tolerar un error tan enorme? Sin embargo, Osiander con esta sutileza tan pueril, cree que lo ha ganado todo; yergue la cresta, y llena con semejantes disparates infinidad de páginas, cuando la solución de este pasaje, bien clara y sencilla, es que Jehová, cuando se hubiere convertido en retoño de David, como expresamente lo hace notar el profeta, será la justicia de los fieles; y esto' en el mismo sentido en que Isaías dice hablando en la persona del Padre: "Por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos" (Is. 53,11). Notemos que estas palabras las dice el Padre, el cual atribuye al Hijo el oficio de justificar; y añade como razón que es justo; y que constituye como medio de hacerla, la doctrina por la que Jesucristo es conocido.

Conclusiones de los párrafos 5 a 8
      De aquí concluyo que Jesucristo fue hecho justicia nuestra al revestirse de la forma de siervo; en segundo lugar, que nos justifica en cuanto obedeció a Dios su Padre; y por tanto, que no nos comunica este beneficio en cuanto Dios, sino según la dispensación que le fue encargada. Porque, aunque sólo Dios sea la fuente de la justicia, y no haya otro medio de ser justos que participando de Él, sin embargo, como por una desdichada desgracia quedamos apartados de su justicia, necesitamos acudir a un remedio inferior: que Cristo nos justifique con la virtud y poder de su muerte y resurrección.

9. Importancia de la encarnación para nuestra justificación
Si replica Osiander que la obra de la justificación excede a toda facultad puramente humana y que no hay hombre que pueda llevarla a cabo, lo admito. Pero si de ahí quiere concluir que es necesario atribuirla a la naturaleza divina, afirmo que se engaña lastimosamente. Porque, aunque Cristo no hubiera podido limpiar nuestra alma con su sangre, ni aplacar al Padre con su sacrificio, ni absolvernos de la culpa, ni, finalmente, ejercer el oficio de sacerdote de no ser verdadero Dios, por no ser suficientes todas las fuerzas humanas para echar sobre sí una carga tan pesada; sin embargo, es evidente que Él realizó todas estas cosas en cuanto hombre. Porque si nos preguntamos cómo hemos sido justificados, responde san Pablo: "por la obediencia de Cristo" (Rom. 5,19). Ahora bien, ¿cómo obedeció, sino revistiéndose de la forma de siervo? De donde concluimos que la justicia nos ha sido otorgada en su carne. Asimismo, con aquellas otras palabras: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5,21), prueba que la fuente de la justicia se encuentra en la carne de Cristo. Por lo cual me maravilla sobremanera que Osiander no sienta vergüenza de tener continuamente en sus labios este pasaje del Apóstol, cuando tan contrario es a su doctrina.
      Ensalza Osiander a boca llena la justicia de Dios y se gloría de su triunfo, como si hubiera demostrado irrebatiblemente que la justicia de Dios nos es esencial. Es cierto que san Pablo dice que somos hechos justicia de Dios; pero en un sentido muy diverso que él. Quiere decir el Apóstol que nosotros somos justos en virtud de la expiación que Cristo llevó a cabo por nosotros. Por lo demás, los mismos párvulos saben que la justicia de Dios se toma en el sentido de la justicia que Él aprueba y admite en su juicio, como cuando san Juan opone la gloria de Dios a la de los hombres (Jn.12,43).
      Sé muy bien que algunas veces la justicia es llamada "de Dios", en cuanto que Él es su autor y quien nos la otorga. Mas que el sentido del pasaje alegado sea que nosotros, confiados en la expiación que Cristo verificó con su muerte y pasión, nos atrevemos ,a comparecer delante del tribunal de Dios, lo ve claramente toda persona de claro juicio, aunque yo no lo dijere. Por lo demás no hay razón para disputar tanto por la palabra misma, si estamos de acuerdo en cuanto a la sustancia de la cosa, y Osiander admite que somos justificados en Cristo en cuanto Él fue constituido sacrificio expiatorio por nosotros, lo cual es totalmente ajeno a su naturaleza divina. Y por esta misma razón Cristo, queriendo sellar en nuestro corazón la justicia y la salvación que nos adquirió, nos da una prenda irrefutable de ello en su carne.
      Es verdad que se llama a sí mismo pan de vida; pero después de decir de qué modo lo es, añade que su carne es verdaderamente alimento, y su sangre verdaderamente bebida; y esta enseñanza se ve claramente en los sacramentos, los cuales, aunque orientan nuestra fe a Cristo en su plenitud como Dios y como hombre, y no a Cristo a medias o dividido, sin embargo, dan testimonio de que la materia de la justicia y la salvación reside en la carne de Cristo. No que Cristo por sí mismo y en cuanto mero hombre nos justifique ni nos vivifique; sino en cuanto que Dios quiso manifestar inequívocamente en la Persona del Mediador lo que permanecía oculto e incomprensible en el seno mismo de Dios. Por esta razón suelo decir que Cristo es como una fuente puesta ante nuestros ojos, para que cada uno de nosotros pueda a su placer beber de ella y apagar su sed; y que de esta forma los bienes celestiales son destilados en nuestra alma ; pues ,de otra manera estarían encerrados infructuosamente en aquella majestad divina, que es como un pozo profundísimo del que ninguno puede sacar agua.
      En este sentido no niego que Cristo nos justifique en cuanto es Dios y hombre; ni que la obra de la justificación sea común al Padre y al Espíritu Santo; ni que la justicia de la cual Dios nos hace partícipes, sea la justicia eterna del Dios eterno; siempre, por supuesto, que Osiander se someta a las firmísimas y clarísimas razones que he alegado.

10. Por la unión espiritual con Cristo es como participamos de su justicia
      Pero, para que él con sus astucias y engaños no engañe a los ignorantes, sostengo que permanecemos privados de este incomparable don de la justicia mientras Cristo no es nuestro. Por tanto, doy la primacía a la unión que tenemos con nuestra Cabeza, a la invitación de Cristo en nuestros corazones, y a la unión mística mediante la cual gozamos de Él, para que al hacerse nuestro, nos haga partícipes de los bienes de que está dotado. No, afirmo que debamos mirar a Cristo de lejos y fuera de nosotros, para que su justicia nos sea imputada, sino en cuanto somos injertados en su cuerpo; en suma, en cuanto ha tenido a bien hacernos una sola cosa consigo mismo. He aquí por qué nos gloriamos de tener derecho a participar de su justicia. De esta manera se refuta la calumnia de Osiander, cuando nos reprocha que confundimos la fe con la justicia; como si nosotros despojásemos a Cristo de lo queje pertenece y es suyo, al decir que por la fe vamos a Él vacíos y hambrientos para dejar que su gracia obre en nosotros, y saciarnos de lo que sólo Él posee.
      En cambio Osiander, al menospreciar esta unión espiritual, insiste en una mezcla grosera de Cristo con sus fieles - que ya hemos rechazado -; y por esto condena y llama zuinglianos a todos aquellos que se niegan a suscribir su fantasía de: una justicia esencial, porque - según él - no admiten que Jesucristo es comido sustancialmente en la Cena.
      Por lo que a mí hace, tengo a mucha honra y gloria ser injuriado por un hombre tan presuntuoso y fatuo. Aunque no me hace la guerra solamente a mí, sino también a hombres excelentes, que han tratado puramente la Escritura, según todo el mundo lo reconoce, y a los cuales él debería honrar con toda modestia. Personalmente nada me importa, puesto qué no trato de un asunto particular; por eso me empleo en él tanto más sinceramente, cuanto más libre y ajeno estoy de toda pasión y afecto desordenado.
      El que él mantenga y defienda de una manera tan insistente la justicia esencial y la esencial inhabitación de Cristo en nosotros, tiende primeramente a defender que Dios se transfunde a nosotros en una especie de mezcla, al modo como se incorporan a nosotros los alimentos que tomamos; he ahí la manera como él se imagina que comemos a Cristo en la Cena. Secundariamente pretende que Dios nos inspira su justicia, mediante la cual realmente y de hecho somos hechos justos con Él; porque, según su opinión, esta justicia es el mismo Dios, como la bondad, santidad, integridad y perfección de Dios.
      No emplearé mucho tiempo en contestar a los testimonios de la Escritura que él cita, y que retuerce y trae por los cabellos para hacerles decir lo que él quiere. Todos ellos deben entenderse de la vida celestial, pero él los entiende de la vida presente. San Pedro dice que tenemos preciosas y grandísimas promesas para llegar por ellas a ser partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1,4). ¡Como si ya ahora fuésemos cuales el Evangelio promete que seremos en la última venida de Cristo! Por el contrario, san Juan nos advierte que entonces veremos a Dios como es, porque seremos semejantes a Él (1 Jn. 3,2).
      Solamente he querido proponer a los lectores una pequeña muestra de los desvaríos de este hombre, para que se hagan cargo de que renuncio a refutarlos, no porque sea una tarea difícil, sino porque es enojoso perder el tiempo en cosas superfluas.

11. Refutación de la doctrina de la doble justicia, adelantada por Osiander
      Sin embargo, mayor veneno se encierra aún en el segundo artículo, en el que se dice que somos justos juntamente con Dios. Me parece haber probado suficientemente que, aunque esta doctrina no fuera tan pestilente, como quiera que es tan sin jugo y débil, daría consigo mismo en tierra, y los fieles y personas sensatas no harían caso alguno de ella. Sin embargo, es una impiedad intolerable querer destruir la confianza de nuestra salvación bajo el pretexto de la doble justicia, que este demente ha querido forjar, y queremos hacer caminar por las nubes para apartamos de la tranquilidad de nuestra conciencia, que se apoya en la muerte de Jesucristo, impidiéndonos invocar a Dios con ánimo tranquilo y sosegado.
      Se burla Osiander de los que dicen que la palabra justificar se toma del lenguaje común de los tribunales y las audiencias, en los que se emplea como sinónimo de absolver; porque, según él, debemos ser' realmente justificados; y no hay cosa que más detestable le resulte, que afirmar que somos justificados por una gratuita imputación. Mas, si Dios no nos justifica absolviéndonos y perdonándonos, ¿qué es lo que quiere decir san Pablo al afirmar que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados"; porque "al que no conoció pecado, por nosotros le hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Coro 5, 19 .21)? Primeramente tengo por indiscutible que son tenidos por justos aquellos que son reconciliados con Dios. La manera de verificarse esto se expone diciendo que Dios justifica perdonando, como en otro pasaje, justificación se opone a acusación; oposición que claramente demuestra cómo el término justificar se toma del modo corriente de expresarse en los tribunales; por lo cual, no quiere decir sino que Dios, cuando le place, nos absuelve, como Juez nuestro que es. Ciertamente, cualquier persona de sano juicio medianamente ejercitada en la lengua hebrea, verá que tal expresión está tomada de ahí, y cuál es su alcance verdadero.
      Que me responda también Osiander. Cuando san Pablo dice que David describe la justicia de la fe sin obras con estas palabras: "Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas" (Rom.4, 7; Sal. 32, 1-2), ¿da con ello una definición perfecta y total, o simplemente parcial e imperfecta? Evidentemente el Apóstol no cita al Profeta como testigo de que una parte de nuestra justicia consiste en la remisión de los pecados, o que concurre y ayuda a la justificación del hombre; más bien incluye toda nuestra justicia en la gratuita remisión de nuestros pecados, por la cual Dios nos acepta. Declarando que es bienaventurado el hombre a quien Dios perdona sus iniquidades, y al cual no le imputa sus transgresiones, estima que la felicidad de este hombre no está en que sea realmente justo, sino en que Dios lo admita y reciba como tal.
      Replica Osiander que no sería propio de Dios; y se opondría a su naturaleza, que justifique a quienes en realidad siguen siendo impíos. Pero debemos recordar, según se ha dicho ya, que la gracia de justificar es inseparable de la regeneración, aunque sean realmente dos cosas distintas. Pero, como está bien claro por la experiencia, que siempre quedan en los justos reliquias del pecado, es necesario que sean justificados de manera muy distinta de aquella por la que son reformados en novedad de vida. Lo segundo lo comienza Dios en sus elegidos, y avanza poco a poco en la prosecución de su obra, no terminando de perfeccionarlos hasta el día de la muerte; de tal manera, que siempre, ante el tribunal de Dios, merecen ser sentenciados a muerte. Y no los justifica parcialmente, sino de tal forma que puedan aparecer en el cielo, por estar revestidos de la pureza de Cristo. Porque una parte de justicia no apaciguaría la conciencia, mientras no estuviéremos seguros de que agradamos a Dios, en cuanto que somos justos delante de Él absolutamente. De ahí se sigue que se pervierte totalmente y se destruye la doctrina de la justificación, cuando el entendimiento se queda en dudas, cuando la confianza de la salvación se tambalea, cuando se ponen estorbos y obstáculos a la libre y franca invocación a Dios; y, sobre todo, cuando al reposo y la tranquilidad no se añade un gozo espiritual. Y ésta es la razón de por qué san Pablo argumenta de las cosas contrarias para demostrar que la herencia no proviene de la Ley; porque si ello fuera así, la fe resultaría vana (Rom.4, 14; Gál. 3,18), ya que si dependiese de las obras carecería de todo valor, puesto que ni el más santo hallaría en ella de qué gloriarse. Esta diferencia entre justificar y regenerar, que Osiander confunde lamentablemente llamándolas la doble justicia, la describe admirablemente san Pablo. Hablando de la justicia real o actual - a la que Osiander llama justicia esencial - exclama entre gemidos: “¡ Miserable de mí!; ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom.7,24). Mas, acogiéndose a la justicia que se funda en la sola misericordia de Dios, con ánimo esforzado desprecia la vida, la muerte, las afrentas, el hambre, la espada, y todas las cosas del mundo. "¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica". Por lo cual estoy seguro de que nada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús (Rom. 8,33.38-39). Claramente afirma que está dotado de una justicia que basta perfectamente para la salvación delante de Dios; de tal manera que aquella mísera servidumbre, por cuya causa poco antes había deplorado su suerte, en nada suprime la confianza de gloriarse ni le sirve de impedimento alguno para conseguir su intento. Esta diversidad es bien conocida y familiar a todos los santos que gimen bajo el gran peso de sus iniquidades, y mientras no dejan de sentir una confianza triunfal, con la que superan todos sus temores y salen de cualquier duda.
      En cuanto a lo que objeta Osiander, que esto no es cosa propia de la naturaleza divina, el mismo argumento se vuelve en contra suya. Porque aunque él reviste a los santos con una doble justicia, como un forro, sin embargo se ve obligado a confesar que nadie puede agradar a Dios sin la remisión de los pecados; Si esto es verdad, necesariamente tendrá que conceder, por lo menos, que somos reputados justos en la proporción y medida en que Dios nos acepta, aunque realmente no somos tales. ¿Hasta qué punto ha de extender el pecador esta gratuita aceptación, en virtud de la cual es tenido por justo sin serlo? Evidentemente, permanecerá indeciso, sin saber a qué lado inclinarse, ya que no puede tomar tanta justicia como necesita para estar seguro de su salvación. ¡Menos mal que este presuntuoso, que querría dictar leyes al mismo Dios, no es árbitro ni juez en esta causa! A pesar de todo, permanece firme la afirmación de David: "(Serás) reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio" (Sal. 51,5). ¡Qué grande arrogancia condenar al que es Juez supremo, cuando Él gratuitamente absuelve! ¡Como si no le fuese lícito hacer lo que Él mismo ha declarado: "Tendré misericordia del que tendré misericordia; y seré clemente para con el que seré clemente" (Éx. 33, 19)! Y sin embargo, la intercesión de Moisés, a la que Dios respondió así, no pretendía que perdonase a ninguno en particular, sino a todos por igual, ya que todos eran culpables.
      Por lo demás, nosotros afirmamos que Dios entierra los pecados de aquellos a quienes Él justifica; y la razón es que aborrece el pecado y no puede amar sino a aquellos a quienes Él declara justos. Mas es una admirable manera de justificar que los pecadores, al quedar cubiertos con la justicia de Cristo, no sientan ya horror del castigo que merecen, y precisamente condenándose a sí mismos, sean justificados fuera de ellos mismos.

12. Cristo es para nosotros justicia en tanto que Mediador, y no por consideración a su sola naturaleza divina
Los lectores, sin embargo, han de estar muy sobre aviso para descubrir el gran misterio que Osiander se ufana de no querer encubrir. Después de haber ampliamente disertado acerca de cómo no alcanzamos favor ante Dios por la sola imputación de la justicia de Cristo, dando como razón que sería imposible que Dios tuviese por justos a aquellos que no lo son - me sirvo de sus mismas palabras -, al fin concluye que Jesucristo no nos ha sido dado como justicia respecto a su naturaleza divina; y que si bien esta justicia no es posible hallarla más que en la Persona del Mediador, sin embargo no le compete en cuanto hombre, sino en cuanto es Dios. Al expresarse de esta manera ya no entreteje su acuerdo con la doble justicia como antes lo hacía; simplemente priva a la naturaleza humana de Cristo del oficio y la virtud de justificar. Será muy oportuno exponer la razón con la que prueba su opinión.
      San Pablo, en el lugar antes citado, dice que Jesucristo "nos ha sido hecho sabiduría" (1 Cor. 1, 30). Según Osiander, esto no compete más que al Verbo Eterno; y de aquí concluye que Cristo en cuanto hombre no es nuestra justicia. A esto respondo que d Hijo Unigénito de Dios ha sido siempre su Sabiduría, pero que san Pablo le atribuye este título en otro sentido, en cuanto que después de revestirse de nuestra carne humana, todos los tesoros dé la sabiduría y de la ciencia están escondidos en Él (Col. 2, 3). Así que Él nos manifestó lo que tenía en su Padre; y por eso lo que dice san Pablo no se refiere a la esencia del Hijo de Dios, sino a nuestro uso, y se aplica perfectamente a la naturaleza de Cristo. Porque aunque la luz resplandecía en las tinieblas antes de que Él se revistiese de nuestra carne, sin embargo era una luz escondida hasta que Cristo mismo, sol de justicia, se manifestó en la naturaleza humana; y por esto se llama a sí mismo "luz del mundo" (Jn. 8,12).
      Tampoco es muy juiciosa su objeción de que la virtud de justificar excede con mucho la facultad de los ángeles y de los hombres, puesto que nosotros no disentimos acerca de la dignidad de ninguna criatura; simplemente afirmamos que esto depende del decreto y ordenación de Dios. Si los ángeles quisieran satisfacer por nosotros a Dios, no conseguirían nada; la razón es que no han sido destinados a esto. Este oficio es propio y peculiar de Cristo, quien se sometió a la Ley para libramos de la maldición de la Ley (Gál. 3, 13).
      Injustamente también calumnia a los que niegan que Cristo según su naturaleza divina sea nuestra justicia; afirma que no dejan en Cristo más que una parte; y -lo que es peor -les acusa de que hacen dos dioses; porque aunque confiesan que Dios habita en nosotros, sin embargo niegan que seamos justos por la justicia de Dios. Porque yo le respondo, que si bien llamamos a Cristo autor de la vida, en cuanto se ofreció a la muerte para destruir al que tenía su imperio (Heb. 2,14), no por eso le privamos del  honor que se, le debe en cuanto es Dios encarnado; simplemente nos limitamos a distinguir de qué manera la justicia de Dios llega a nosotros, para que podamos disfrutar de ella. En lo cual, Osiander ha tropezado a lo tonto. No negamos que lo que nos es dado manifiestamente en Cristo dimane de la gracia y virtud oculta de Dios; ni nuestra controversia tiene tampoco como razón de ser que neguemos que la justicia que Cristo nos da sea justicia de Dios y proceda de Él. Lo que de continuo e insistentemente afirmamos es que no podemos alcanzar justicia y vida sino en la muerte y resurrección de Cristo.
      Paso por alto el cúmulo de textos de la Escritura con que desvergonzada y neciamente molesta a los lectores. Según él, dondequiera que en la Escritura se hace mención de la justicia hay que entender la justicia esencial; así por ejemplo, cuando acomoda a su propósito lo que tantas veces repite David en sus salmos: que tenga a bien Dios socorrerle según su justicia. ¿Qué fundamento hay aquí, pregunto yo, para probar que tenemos la misma sustancia de Dios? Ni tiene más fuerza lo que aduce, que con toda propiedad y razón es llamada justicia aquella que nos incita a obrar rectamente.
      De que Dios es el que produce en nosotros el querer y el obrar (Flp. 2,13), concluye que no tenemos más justicia que la de Dios. Pero nosotros no negamos que Dios nos reforme por su Espíritu en santidad de vida y en justicia; el problema radica en si esto lo hace Dios inmediatamente por sí mismo, o bien por medio de su Hijo, en el cual ha depositado toda la plenitud de su Espíritu, para socorrer con su abundancia la necesidad de sus miembros. Además, aunque la justicia dimane y caiga sobre nosotros de la oculta fuente de la divinidad, aun así no se sigue que Cristo, quien por causa nuestra se santificó a sí mismo (Jn.17, 19) en carne, no sea nuestra justicia sino según su divinidad.
      No tiene mayor valor su aserto de que el mismo Cristo ha sido justo por la justicia divina; porque si la voluntad del Padre no le hubiera movido, no hubiera cumplido el deber que le había asignado. Aunque en otro lugar se dice que todos los méritos de Cristo dimanan de la pura benevolencia de Dios, como arroyos de su fuente, sin embargo ello no tiene importancia para confirmar la fantasía con que Osiander deslumbra sus ojos y los de la gente sencilla e ignorante. Porque, ¿quién será tan insensato que concluya con él que porque Dios es la fuente y el principio de nuestra justicia, por eso somos nosotros esencialmente justos, y que la esencia de la justicia de Dios habita en nosotros? Isaías dice que Dios, cuando redimió a su Iglesia, se vistió con Su justicia, como quien se pone la coraza. ¿Quiso con esto despojar a Cristo de sus armas, que le había asignado para que fuese un Redentor perfecto y completo? Mas el profeta simplemente quiso afirmar que Dios no tomó nada prestado por lo que se refiere al asunto de nuestra redención, y que no recibió ayuda de ningún otro (Is. 59,16-17). Esto lo expuso brevemente san Pablo con otras palabras, diciendo que Dios nos ha dado la salvación para manifestación de su justicia (Rom. 3, 24-25). Sin embargo, esto no se opone a lo que enseña en otro sitio: que somos justos por la obediencia de un hombre (Rom. 5,19).
      En conclusión, todo el que mezcle dos justicias, a fin de que las almas infelices no descansen en la pura y única misericordia de Dios, pone a Cristo una corona de espinas para burlarse de Él.

13. Impugnación de los sofismas de los teólogos romanos:
      1°. La justicia de la fe excluye la de las obras
Sin embargo, como la mayor parte de los hombres se imagina una
fe compuesta de fe y de obras, mostremos, antes de seguir adelante, que la justicia de la fe difiere de la justicia de las obras; que si se establece una, por fuerza se destruye la otra.
      El Apóstol confiesa que cuantas cosas eran para él ganancia, las estimó como pérdida por amor de Cristo a fin de ser hallado en Él, no teniendo su propia justicia, que es por la Ley, sino la que es de Dios por la fe (FIp. 3, 7-9). Vemos cómo en este lugar el Apóstol establece una comparación entre dos cosas contrarias, y muestra cómo el que quiere alcanzar la justicia de Cristo no ha de hacer caso alguno de su propia justicia.  Por eso dice en otro lugar que la causa de la ruina de los judíos fue que "ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se sujetaron a la justicia de Dios" (Rom. 10, 3). Si estableciendo nuestra propia justicia, arrojamos de nosotros la justicia de Dios, evidentemente para alcanzar la segunda debemos destruir por completo la primera. Lo mismo prueba el Apóstol cuando dice que el motivo de nuestra vanagloria queda excluido, no por la Ley, sino poda fe (Rom. 3,27). De donde se sigue que, mientras quede en nosotros una sola gota de la justicia de las obras, tenemos motivo de gloriamos. Mas, si la fe excluye todo motivo de gloria, la justicia de las obras no puede en manera alguna estar acompañada de la justicia de la fe. Demuestra esto san Pablo con tal evidencia mediante el ejemplo de Abraham, que no deja lugar a dudas. "Si Abraham", dice, "fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse". Mas luego añade: "Pero no para con Dios" (Rom. 4, 2). La conclusión es que no es justificado por las obras. Después se sirve de otro argumento, para probar esto mismo. Es como sigue: Cuando se da el salario por las obras, esto no se hace por gracia o merced, sino por deuda; ahora bien, a la fe se le da la justicia por gracia o merced; luego, no por los méritos de las obras. Es, pues, una loca fantasía la de quienes creen que la justicia consta de fe y de obras.

14. 2°. Incluso las obras hechas por la virtud del Espíritu Santo no son tenidas en cuenta para nuestra justificación
Los sofistas, a quienes poco les importa corromper la Escritura, y, según se dice, se bañan en agua de rosas cuando creen encontrarle algún fallo, piensan haber encontrado una salida muy sutil; pretenden que las obras de que habla san Pablo son las que realizan los no regenerados, que presumen de su libre albedrío; y que esto no tiene nada que ver con las buenas obras de los fieles, que son hechas por la virtud del Espíritu Santo. De esta manera, según ellos; el hombre es justificado tanto por la fe como por las obras, con tal que no sean obras suyas propias, sino dones de Cristo y fruto de la regeneración. Según ellos, san Pablo dijo todo esto simplemente para convencer a los judíos, excesivamente necios y arrogantes al pensar que adquirían la justicia por su propia virtud y fuerza, siendo así que sólo el Espíritu de Cristo nos la da, y no los esfuerzos que brotan del movimiento espontáneo de la naturaleza.
      Mas no consideran que en otro lugar, al oponer san Pablo la justicia de la Ley a la del Evangelio, excluye todas las obras, sea cual sea el título con que se las quiera presentar. Él enseña que la justicia de la Leyes que alcance la salvación el que hiciere lo que la Ley manda; en cambio, la Justicia de la fe es creer que Jesucristo ha muerto y resucitado (Gál. 3,11-12; Rom. 10,5.9). Además, luego veremos que la santificación y la justicia son beneficios y mercedes de Dios diferentes. De donde se sigue que cuando se atribuye a la fe la virtud de justificar, ni siquiera las obras espirituales se tienen en cuenta. Más aÚn, al decir san Pablo que Abraham no tiene de qué gloriarse delante de Dios, porque no es justo por las obras, no limita esto a una apariencia o un brillo de virtud, ni a la presunción que Abraham hubiera tenido de su libre albedrío; sino que, aunque la vida de este santo patriarca haya sido espiritual y casi angélica, sin embargo los méritos de sus obras no bastan para poder con ellos alcanzar justicia delante de Dios.

15. Los escolásticos dan de la fe y de la gracia definiciones erróneas
      Los teólogos de la Sorbona son algo más vulgares en la mezcla de sus preparados. Sin embargo, consiguen engañar a la gente sencilla e ignorante con un género de doctrina no menos dañina, sepultando so pretexto del Espíritu y de la gracia la misericordia de Dios, única que puede aquietar las pobres conciencias atemorizadas. Mas nosotros afirmamos con san Pablo, que quienes cumplen la Ley son justificados delante de Dios; pero como todos estamos muy lejos de poder cumplir la Ley, de aquí concluimos que las obras, que deberían valer para alcanzar la justicia, no nos sirven de nada, porque estamos privados de ellas.
      En lo que respecta a los de la Sorbona, se engañan doblemente en llamar fe a una certidumbre de conciencia con la que esperan de Dios la remuneración por sus méritos, y en que con el nombre de gracia de Dios no entienden la gratuita imputación de justicia, sino el Espíritu que ayuda a que vivamos bien y santamente. Leen en el Apóstol que "es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan" (Heb. 11,6); pero no consideran cuál es el modo de buscarlo.
      Que se engañan con el término de "gracia" se ve bien claro por sus mismos escritos. El Maestro de las Sentencias expone la justicia que tenemos por Cristo de dos maneras. Primeramente dice: "la muerte de Cristo nos justifica en cuanto engendra la caridad en nuestros corazones, por la cual somos hechos justos. En segundo lugar, que por ella se da muerte al pecado, por el cual el Diablo nos tenía cautivos; de tal manera que ya no tiene motivo para condenamos".  Por consiguiente, él considera principalmente, por lo que hace a la materia de la justificación, la gracia de Dios, en cuanto por la virtud del Espíritu Santo somos encaminados a obrar rectamente.
      Sin duda quiso seguir la opinión de san Agustín; pero lo hace de lejos, e incluso se aparta notablemente de él. En efecto, oscurece lo que san Agustín había expuesto claramente; y lo que no estaba del todo mal, lo corrompe por completo. Las escuelas sorbónicas fueron siempre de mal en peor, hasta caer en cierto modo en el error de Pelagio. Por lo demás, tampoco hemos de admitir sin más la opinión de san Agustín; o por lo menos no se puede admitir su manera de hablar. Pues, aunque con toda razón despoja al hombre de todo título de justicia, atribuyéndolo completamente a la gracia de Dios, sin embargo refiere la gracia, mediante la cual somos regenerados por el Espíritu a una nueva vida, a la santificación.

16. Enseñanza de la Escritura sobre la justicia, de la fe
     Ahora bien, la Escritura, cuando habla de la justicia de la fe, nos lleva por un camino muy diferente. Ella nos enseña que, desentendiéndonos de nuestras obras, pongamos únicamente nuestros ojos en la misericordia de Dios y en la perfección de Cristo. El orden de la justificación que en ella aparece es: primeramente Dios tiene a bien por su pura y gratuita bondad recibir al pecador desde, el principio, no teniendo en cuenta en el hombre cosa alguna por la cual haya de sentirse movido a misericordia hacia él, sino únicamente su miseria, puesto que lo ve totalmente desnudo y vacío de toda buena obra, y por eso el motivo para hacerle bien lo encuentra exclusivamente en Sí mismo. Después toca al pecador con el sentimiento de Su bondad, para que desconfiando de sí mismo y de todas sus obras, confíe toda su salvación a Su misericordia. Tal es el sentimiento de la fe, por el cual el pecador entra en posesión de su salvación, al reconocerse por la doctrina del Evangelio reconciliado con Dios, en cuanto por mediación e intercesión de Jesucristo, después de alcanzar el perdón de sus pecados, es justificado; y aunque es regenerado por el Espíritu de Dios, sin embargo no pone, su confianza- en, las buenas obras que hace, sino que está plenamente seguro de que su perpetua justicia consiste en la sola justicia de Cristo.
      Cuando hayamos considerado una por una todas estas cosas, permitirán ver con toda claridad la explicación que hemos dado; aunque será mejor exponerlas en un orden diferente del que hemos presentado. Sin embargo, esto poco importa con tal que se haga de tal manera, que la materia quede bien explicada y perfectamente comprendida.

17. Dos testimonios del apóstol san Pablo
      Hay que recordar aquí la correspondencia, que ya hemos señalado, entre la fe y el Evangelio; porque la causa por la cual se dice que la fe justifica, es que ella recibe y abraza la justicia que le es ofrecida en el Evangelio. Ahora bien, si la justicia se nos ofrece en el Evangelio, con ello queda excluida toda consideración de las obras. Es lo que san Pablo enseña clarísimamente en diversos lugares, pero principalmente en dos pasajes.

  a. Romanos 10,5.9-10. Porque en la Epístola a los Romanos, comparando la Ley con el Evangelio, habla de esta manera: ."De la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas. Pero la justicia que es por la fe dice así: ... si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo." (Rom.10, 5.9). Aquí vemos cómo él establece una diferencia entre la Ley y el Evangelio, en cuanto que la Ley atribuye la justicia a las obras; en cambio el Evangelio la da gratuitamente sin consideración alguna a las mismas. Ciertamente es un texto admirable, que puede desembarazamos de muchas dudas y dificultades, si entendemos que la justicia que se nos da en el Evangelio está libre de las condiciones de la Ley. Por esta razón opone tantas veces como cosas contrarias la promesa de la Ley: “Si la herencia”, dice, “es por la ley, ya no es por la promesa” (Gál. 3, 18); y el resto del capítulo se refiere a este propósito.
      Es cierto que la Ley también tiene sus promesas. Por tanto es necesario que en las promesas del Evangelio haya algo distinto y diferente, si no queremos decir que la comparación no es apta. ¿Y qué puede ser ello sino que las promesas del Evangelio son gratuitas y que se fundan exclusivamente en la misericordia de Dios, mientras que las promesas legales dependen, como condición, de las obras? Y no hay por qué argüir que san Pablo ha querido simplemente reprobar la justicia que los hombres presumen de llevar ante Dios, adquirida por sus fuerzas naturales y su libre albedrío; puesto que san Pablo, sin hacer excepción alguna, declara que la Ley no adelanta nada mandando, porque no hay quien la cumpla; y ello no solamente entre la gente corriente, sino también entre los más perfectos (Rom.8, 3). Ciertamente, el amor es el punto principal de la Ley, puesto que el Espíritu de Dios nos forma e induce a él. ¿Por qué, entonces, no alcanzamos justicia por este amor, sino porque es tan débil e imperfecto, aun en los mismos santos, que por sí mismo no merece ser tenido en ninguna estima?

18. b. Gálatas 3,11-12. El segundo texto es: "Que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley no es de fe, sino que dice: El que hiciere estas cosas vivirá por ellas" (Gál. 3, 11-12). Si fuese de otra manera, ¿cómo valdría el argumento, sin tener ante todo por indiscutible que las obras no se deben tener en cuenta, sino que deben ser dejadas a un lado? San Pablo dice que la Leyes cosa distinta de la fe. ¿Por qué? La razón que aduce es que para su justicia se requieren obras. Luego, de ahí se sigue que no se requieren las obras cuando el hombre es justificado por la fe. Bien claro se ve por la oposición entre estas dos cosas, que quien es justificado por la fe, es justificado sin mérito alguno de obras, y aun independientemente del mismo; porque la fe recibe la justicia que el Evangelio presenta. Y el Evangelio difiere de la Ley en que no subordina la justicia a las obras, sino que la pone únicamente en la misericordia de Dios.
     Semejante es el argumento del Apóstol en la Epístola a los Romanos, cuando dice que Abraham no tiene de qué gloriarse, porque la fe le fue imputada a justicia (Rom.4,2). Y luego añade en confirmación de esto, que la fe tiene lugar cuando no hay obras a las que se les deba salario alguno. "Al que obra", dice, "no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, ... su fe le es contada ,por justicia" (Rom.4,4-5). Lo que sigue poco después tiende también al mismo propósito: que alcanzamos la herencia por la fe, para que entendamos que la alcanzamos por gracia (Rom.4, 16); de donde concluye que la herencia celestial se nos da gratuitamente, porque la conseguimos por la fe. ¿Cuál es la razón de esto, sino que la fe, sin necesidad de las obras, se apoya toda ella en la sola misericordia de Dios?
      No hay duda que en este mismo sentido dice en otro lugar: "Ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas" (Rom. 3,21). Porque al excluir la Ley, quiere decir que no somos ayudados por nuestros méritos ni alcanzamos justicia por nuestras buenas obras, sino que nos presentamos vacíos a recibirla.

19.  3°. Somos justificados por la sola fe
      Ya pueden ver los lectores con qué ecuanimidad y justicia discuten los actuales sofistas nuestra doctrina de que el hombre es justificado por la sola fe. No se atreven a negar que el hombre es justificado por la fe, pues ven que la Escritura así lo afirma tantas veces; pero como la palabra "sola" no se halla nunca en la Escritura, no pueden sufrir que nosotros la añadamos. Mas, ¿qué responderán a estas palabras, con las que san Pablo prueba que la justicia no es por la fe, sino que es gratuita? ¿Qué tiene que ver lo gratuito con las obras? ¿Cómo podrán desentenderse de lo que el mismo Apóstol afirma en otro lugar: "En el evangelio la justicia de Dios se revela" (Rom. 1, l7)? Si la justicia se revela en el Evangelio, ciertamente que no se revela a trozos, ni a medias, sino perfecta e íntegra. Por tanto, la Ley nada tiene que ver con ella. Y su tergiversación no sólo es falsa, sino también ridícula, al decir que añadimos por nuestra cuenta la partícula "sola". ¿Es que al quitar toda virtud a las obras, no la atribuye exclusivamente a la fe? ¿Qué quieren decir, pregunto, expresiones como éstas: que la justicia se manifiesta sin la ley; que el hombre es gratuitamente justificado sin las obras de la ley (Rom. 3,21. 24)?

4°. Incluso las obras morales son excluidas de la justificación
      Recurren a un sutil subterfugio, que no han sido los primeros en inventar, pues lo recibieron de Orígenes y de otros antiguos escritores, aunque es bien fútil. Dicen que las obras ceremoniales son excluidas, pero no las obras morales. ¡Salen tan adelantados con tanta disputa en sus escuelas, que ni siquiera entienden los primeros rudimentos de la dialéctica! ¿Piensan ellos que el Apóstol delira y no sabe lo que dice, al citar en confirmación de lo que ha expuesto estos textos de la Escritura: "El que hiciere estas cosas vivirá por ellas" ; y: "maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley para hacerlas" (Gal. 3, 12. 10; Dt. 27, 26)? Si no están del todo fuera de sí, no podrán decir que se promete la vida a aquellos que guardan las ceremonias, y que solamente son malditos los que no las guardan. Si estos lugares hay que entenderlos de la Ley moral, no hay duda de que las obras morales quedan excluidas del poder de justificar. Al mismo fin tienden las razones que aduce, cuando dice: "por medio de la leyes el conocimiento del pecado" (Rom. 3,20); luego la justicia no lo es. "La ley produce ira" (Rom. 4, 15); luego no aporta la justicia. La ley no puede asegurar las conciencias (Rom. 5,1-2); luego tampoco puede dar la justicia. La fe es imputada a la justicia; luego la justicia no es el salario de las obras, sino que se da gratuitamente (Rom. 4,4-5). Por la fe somos justificados; por eso todo motivo de jactancia queda disipado (Rom. 3, 27). Si la Ley pudiese damos vida, la justicia procedería verdaderamente de la Ley; "mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes" (Gál. 3,22). Repliquen ahora:, si se atreven, que todo esto se dice de las ceremonias, y no de las obras morales. ¡Los mismos niños se burlarían de su desvergüenza!
Tengamos, pues, como incontrovertible que cuando se priva a la Ley de la virtud de poder justificar, ello debe entenderse de la Ley en su totalidad.

20. 5°. El valor de nuestras obras no se funda más que en la apreciación de Dios
Y si alguno se extraña de que el Apóstol haya querido añadir las obras "de la ley", no contentándose con decir simplemente "obras", la respuesta es bien clara. Porque para que no se haga tanto caso de las obras, éstas reciben su valor más bien de la apreciación de Dios, que de su propia dignidad. Porque, ¿quién se atreverá a gloriarse ante Dios de la justicia de sus obras, si no le fuere acepta? ¿Quién se atreverá a pedirle salario alguno por ellas, de no haberlo Él prometido? Por tanto, de la liberalidad de Dios depende que las obras sean dignas de tener el título de justicia y que merezcan ser galardonadas. Realmente todo el valor de las obras se funda en que el hombre se esfuerce con ellas en obedecer a Dios.
     Por esta causa el Apóstol, queriendo probar en otro lugar que Abraham no pudo ser justificado por las obras, alega que la Ley fue promulgada casi cuatrocientos treinta años después de tener lugar el pacto de gracia hecho con él (Gál. 3,17). Los ignorantes se burlarán de este argumento, pensando que antes de la promulgación de la Ley podía haber obras buenas. Mas él sabía muy bien que las obras no tienen más dignidad ni valor que el ser aceptas a Dios; por eso supone como cosa evidente, que no podían justificar antes de que fuesen hechas las promesas de la Ley. Vemos, pues, por qué el Apóstol expresamente nombra las obras de la Ley, queriendo  quitar a las obras la facultad de justificar; a saber, porque sólo acerca de ellas podía existir controversia. Aunque incluso a veces excluye simplemente y sin excepción alguna toda clase de obras, como al citar el testimonio de David, quien atribuye la bienaventuranza al hombre al cual Dios imputa la justicia sin obras (Rom. 4, 5). No pueden, pues, lograr con todas sus sutilezas, que no aceptemos la palabra exclusiva en toda su amplitud.

6°. Nuestra justificación no se apoya en nuestra caridad
     En vano arguyen también muy sutilmente, que somos justificados por la sola fe que obra por la caridad, queriendo dar con ello a entender que la justicia se apoya en la caridad. Desde luego admitimos con san Pablo que no hay otra fe que justifique sino "la que obra por el amor" (Gál. 5,6); pero no adquiere la virtud de justificar de esa eficacia de la caridad. La única razón de que justifique es que nos pone en comunicación con la justicia de Cristo. De otra manera de nada valdría el argumento de san Pablo, en el que insiste tan a propósito, diciendo: "Al que obra, no se le cuenta el salario por gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Rom.4, 4). ¿Podría por ventura hablar más claro que lo hace? No hay justicia alguna de fe, sino cuando no hay obras de ninguna clase a las que se deba galardón; la fe es imputada a justicia, precisamente cuando la justicia se da por gracia o merced, que de ningún modo se debe.

21. La justicia de la fe es una reconciliación con Dios, que consiste en la remisión de los pecados
Examinemos ahora cuánta es la verdad de lo que hemos dicho en
la definición expuesta: que la justicia de fe es una reconciliación con Dios, la cual consiste en la sola remisión de los pecados.
      Debemos recurrir siempre al principio de que la ira de Dios está preparada para caer sobre todos aquellos que perseveran en el pecado. Esto lo expuso admirablemente Isaías con estas palabras: "He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír" (Is. 59, 1-2). Vemos que el pecado es una división entre el hombre y Dios, y que es el que aparta el rostro de Dios del pecador y no puede ser de otra manera, porque muy lejos está de su justicia la familiaridad y el trato con el pecado. Y así dice el Apóstol que el hombre es enemigo de Dios hasta que es restituido por Cristo en su gracia (Rom. 5,8). Por tanto, al que el Señor recibe en su amistad, a éste se dice que lo justifica; porque no puede recibirlo en su gracia, ni unirlo a si, sin que de pecador lo haga justo.
    Añadimos que esto se hace por la remisión de los pecados. Porque si quienes el Señor ha reconciliado consigo son estimados por sus obras, se verá que todavía siguen siendo pecadores; y sin embargo tienen que estar totalmente puros y libres de pecado. Se ve, pues, claramente que quiénes Dios, recibe en su gracia, son hechos justos únicamente porque son purificados, en cuanto sus manchas son borradas al perdonarles Dios sus pecados; de suerte que esta justicia se puede llamar, en una palabra, remisión de pecados.

22. Testimonios de la Escritura y de los Padres
      Lo uno y lo otro se ve muy claro en las citadas palabras de san Pablo, que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación"; y luego añade el resumen de su embajada: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5,19-20). En este lugar pone indiferentemente justicia y reconciliación, a fin de damos a entender que lo uno encierra y contiene en si a lo otro recíprocamente.
     La manera de alcanzar esta justicia nos la enseña cuando dice que consiste en que Dios no nos impute nuestros pecados. Por tanto, que nadie dude ya en adelante del modo como Dios nos justifica, puesto que san Pablo dice expresamente que se realiza en cuanto el Señor nos reconcilia consigo no imputándonos nuestros pecados. Y en la Epístola a los Romanos prueba también con el testimonio de David, que al hombre le es imputada la justicia sin las obras, al proponer el Profeta como justo al hombre al cual le son perdonadas sus iniquidades y sus pecados cubiertos, y al cual Dios no le imputa sus delitos (Rom. 4, 6). Evidentemente David emplea en este lugar el término bienaventuranza, como equivalente al de justicia. Ahora bien; al afirmar que consiste en la remisión de los pecados, no hay razón para que nosotros intentemos definirla de otra manera. Y Zacarías, padre del Bautista, pone el conocimiento de la salvación en la remisión de los pecados (Lc.1, 77). De acuerdo con esta norma, concluye san Pablo su predicación en Antioquía, en que resume la salvación de esta manera: "Por medio de él (Jesucristo) se os anuncia perdón de pecados; y de todo aquello que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hch.13, 38-39). De tal manera junta el Apóstol la remisión con la justicia, que demuestra que son una misma cosa. Con toda razón, por lo tanto, argumenta que es gratuita la justicia que alcanzamos de la bondad de Dios.
      No debe extrañar esta manera de expresarse, .como si se tratara de algo nuevo, cuando afirmamos que los fieles son justos delante de Dios, no por sus obras, sino por gratuita aceptación; ya que la Escritura lo hace muy corrientemente, e incluso los doctores antiguos lo emplean a veces. Así, san Agustín dice: "La justicia de los santos mientras viven enceste mundo, más consiste en la remisión de los pecados, qué en la perfección de las virtudes"; con lo cual están de acuerdo estas admirables sentencias de san Bernardo: "No pecar es justicia de Dios; mas la justicia del hombre es la indulgencia y perdón que alcanza de Dios".  Y antes había afirmado que Cristo nos es justicia, al perdonamos; y por esta causa sólo son justos aquellos que son recibidos por pura benevolencia.

23. No somos justificados delante de Dios más que por la justicia de Cristo
      De aquí se sigue también que sólo por la intercesión de la justicia de Cristo alcanzamos ser justificados ante Dios. Lo cual es tanto como si dijéramos que el hombre no es justificado en sí mismo, sino porque le es comunicada por imputación la justicia de Cristo; lo cual merece que se considere muy atenta y detenidamente. Porque de este modo se destruye aquella vana fantasía, según la cual el hombre es justificado por la fe en cuanto por ella recibe el Espíritu-de Dios, con el cual es hecho justo. Esto es tan contrario a la doctrina expuesta, que jamás podrá estar de acuerdo con ella. En efecto, no hay duda alguna de que quien debe buscar la justicia fuera de sí mismo, se encuentra desnudo de su propia justicia. Y esto lo afirma con toda claridad el Apóstol al escribir que "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.5,21). ¿No vemos cómo el Apóstol coloca nuestra justicia, no en nosotros, sino, en Cristo, y que no nos pertenece a nosotros; sino en cuanto participamos de Cristo, porque en Él poseemos todas sus riquezas?
      No va contra esto lo que dice en otro lugar: "...condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros" (Rom. 8,3-4). Con estas palabras no se refiere sino al cumplimiento que alcanzamos por la imputación. Porque el Señor nos comunica su justicia de tal forma que de un modo admirable nos transfiere y hace recaer sobre nosotros su poder, en cuanto a lo que toca al juicio de Dios. Y que no otra cosa ha querido decir se ve manifiestamente por la sentencia que poco antes había expuesto: "Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos" (Rom. 5,19). ¿Qué otra cosa significa colocar nuestra justicia en la obediencia de Cristo, sino afirmar que sólo por Él somos tenidos por justos, en cuanto que la obediencia de Cristo es tenida por nuestra, y es recibida en paga, como si fuese nuestra?
      Por ello me parece que san Ambrosio ha tomado admirablemente como ejemplo de esta justificación la bendición de Jacob. Así como Jacob por sí mismo no mereció la primogenitura, y sólo la consiguió ocultándose bajo la  persona de su hermano; y poniéndose sus vestidos, que desprendían un grato olor, se acercó a su padre para recibir en provecho propio la bendición de otro; igualmente es necesario que nos ocultemos bajo la admirable pureza  de Cristo, nuestro hermano primogénito, para conseguir testimonio de justicia ante la consideración de nuestro Padre celestial. He aquí las palabras de san Ambrosio: "Que Isaac percibiera el olor celestial de los vestidos puede ser que quiera decir que no somos justificados por obras, sino por fe; porque la flaqueza de la carne es impedimento a las obras, mas la claridad de la fe, que merece el perdón de los pecados, hará sombra al error de las obras". Ciertamente, es esto gran verdad. Porque para comparecer delante de Dios, nuestro bien y salvación, es menester que despidamos aquel suavísimo perfume que de Él se desprende, y que nuestros vicios sean cubiertos y sepultados con su perfección.
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO TERCERO
www.iglesiareformada.com
Biblioteca