CAPÍTULO PRIMERO

LAS COSAS QUE ACABAMOS DE REFERIR RESPECTO A CRISTO NOS SIRVEN DE PROVECHO POR LA
ACCIÓN SECRETA DEL ESPÍRITU SANTO

l. Por el Espíritu Santo, Cristo nos une a Él y nos comunica sus gracias
Hemos de considerar ahora de qué manera los bienes que el Padre ha puesto en manos de su Unigénito Hijo llegan a nosotros, ya que Él no los ha recibido para su utilidad personal, sino para socorrer y enriquecer con ellos a los pobres y necesitados.
    Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y nosotros permanecemos apartados de Él, todo cuanto padeció e hizo por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, ni nos aprovecha lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicamos los bienes que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros. Por esta razón es llamado "nuestra Cabeza" y "primogénito entre muchos hermanos"; y de nosotros se afirma que somos "injertados en Él" (Rom. 8,29; 11, 17; Gá1.3, 27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos una sola cosa con Él.
    Si bien es cierto que esto lo conseguimos por la fe, sin embargo, como vemos que no todos participan indiferenciadamente de la comunicación de Cristo, que nos es ofrecida en el Evangelio, la razón misma nos invita a que subamos más alto e investiguemos la oculta eficacia y acción del Espíritu Santo, mediante la cual gozamos de Cristo y de todos sus bienes.
Ya he tratado por extenso de la eterna divinidad y de la esencia del Espíritu Santo. Baste ahora saber que Jesucristo ha venido con el agua y la sangre, de tal manera que el Espíritu da también testimonio, a fin de que la salvación que nos adquirió no quede reducida a nada. Porque como san Juan alega tres testigos en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu, igualmente presenta otros tres en la tierra: el agua, la sangre y el Espíritu (l Jn. 5,7-8).
    No sin motivo se repite el testimonio del Espíritu, que sentimos grabado en nuestros corazones, como un sello que sella la purificación y el sacrificio que con su muerte llevó a cabo Cristo. Por esta razón también dice san Pedro que los fieles han sido "elegidos en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo" (l Pe. 1,2). Con estas palabras nos da a entender que nuestras almas son purificadas por la incomprensible aspersión del Espíritu Santo con la sangre sacrosanta, que fue una vez derramada, a fin de que tal derramamiento no quede en vano. Y por esto también san Pablo, hablando de nuestra purificación y justificación, dice que gozamos de ambas en el nombre de Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios (1 Cor. 6,11).
    Resumiendo: el Espíritu Santo es el nudo con el cual Cristo nos liga firmemente consigo. A esto se refiere cuanto expusimos en el libro anterior sobre su unción.

2. En Cristo Mediador recibimos la plenitud de los dones del Espíritu Santo
       Mas, para que resulte claro este punto, singularmente importante, hemos de saber que Cristo vino lleno del Espíritu Santo de un modo nuevo y muy particular; a saber, para alejamos del mundo y mantenemos en la esperanza de la herencia eterna. Por esto es llamado "Espíritu de santificación" (Rom.1,4), porque no solamente nos alimenta y mantiene con su poder-general" que resplandece tanto en el género humano como en los demás animales, sino que es para nosotros raíz y semilla de la vida celestial. Y por eso los profetas engrandecen el reino de Cristo principalmente en razón de que había de' traer consigo un derramamiento más abundante de Espíritu. Admirable sobre todos es el texto de Joel: "Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, dice el Señor" (Jl.2,28). Porque aunque el profeta parece que restringe los dones del Espíritu Santo al oficio de profetizar, con todo, bajo esta figura da a entender que Dios por la Iluminación de su Espíritu haría discípulos suyos a los que antes eran ignorantes y no tenían gusto ni sabor alguno de la doctrina del delo. y como quiera que Dios Padre nos da su Espíritu por amor de su Hijo y sin embargo ha 'puesto en Él toda la plenitud, para que fuese ministro y dispensador de su liberalidad con nosotros, unas veces es llamado "Espíritu del Padre”, y otras “Espíritu del Hijo". "Vosotros”, dice san Pablo, "no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él" (Rom. 8,9). Y queriendo aseguramos la esperanza de la perfecta y entera renovación, dice- que "el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también nuestros cuerpos mortales por su Espíritu, que mora en nosotros" (Rom. 8,11). Y no hay absurdo alguno en atribuir al Padre la alabanza de los dones de los que es autor, y que se diga lo mismo del Hijo, pues estos mismos' dones le han sido confiados para que los reparta entre los suyos como le plazca. Y por eso llama a sí a todos los que tienen sed, para que beban (Jn. 7,37). Y san Pablo dice que "a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo" (Ef. 4, 7).
       Hemos también de saber que se llama Espíritu de Cristo, no solamente en cuanto es Verbo eterno de Dios unido por un .mismo Espíritu con el Padre, sino además en cuanto a su Persona de Mediador; pues sería en vano que hubiera venido, de no estar adornado con esta virtud. Y en este sentido es llamado segundo Adán, que procede del cielo en Espíritu vivificante (1 Cor.15,45). Con 10 cual san Pablo compara la vida singular que el Hijo de Dios inspira a sus fieles para que sean una cosa con Él, con la vida de los sentidos, que es también común a los réprobos. Igualmente,-cuando pide que la gracia del Señor Jesús y el amor de Dios sean con todos los fieles, añade también la comunión del Espíritu Santo (2 Cor.13, 14), sin la cual nadie gustará el favor paterno de Dios, ni los beneficios de Cristo. Como 10 dice en otro lugar, "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que ,nos fue dado" (Rom. 5,5).

3. Títulos que la Escritura atribuye al Espíritu
Es conveniente notar los títulos que la Escritura atribuye al Espíritu Santo, cuando se trata del principio y de la totalidad de la restauración de nuestra salvación.
       En primer lugar es llamado "Espíritu de adopción" (Rom. 8,15), porque nos es testigo de la gratuita buena voluntad con la que Dios Padre .nos ha admitido en su amado Hijo, para ser nuestro Padre y damos ánimo y confianza para invocarle; e-incluso pone en nuestros labios las palabras, para que sin temor' alguno le invoquemos: ¡Abba, Padre!
       Por la misma razón es llamado "arras" y "sello de nuestra herencia" (2 Cor.1,22); porque Él de tal manera vivifica desde el cielo a los que andamos peregrinando por este mundo y somos semejantes a los muertos, que estamos del todo ciertos de que nuestra salvaci6n está bien segura de todo peligro por hallarse bajo el amparo de Dios.
       De aquí también el título que se le da de "vida", a causa de su justicia (Rom. 8,10). Y porque derramando sobre nosotros su gracia ,nos hace fértiles para producir frutos de justicia, es llamado muchas veces "agua"; como en Isaías: "A todos los sedientos: Venid a las aguas" (Is.55,1). Y: "Derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida" (Is. 44,3). A lo cual hace eco la sentencia de Cristo poco antes aducida: "Si alguno tiene sed, venga a mí" (Jn.7,37). Sin embargo, a veces es llamado de esta manera por su fuerza y eficacia para lavar y limpiar; como en Ezequiel, cuando. el Señor promete agua limpia para lavar todas las inmundicias de su pueblo (Ez.36,25).
Como rociándonos con el bálsamo de su gracia restaura nuestras fuerzas y nos recrea, es llamado "aceite" y "unción" (1 Jn. 2, 20-27).
       Por otra parte, como de continuo quema nuestras viciosas concupiscencias y enciende nuestros corazones en el amor de Dios y en el ejercicio de la piedad, con toda razón es llamado "fuego" (Lc. 3,16).
       Finalmente, nos es presentado como "fuente" y "manantial", del cual corren hacia nosotros todas las riquezas celestiales; o como "la mano de Dios", con la cual ejerce Él su potencia (Jn.4, 14). Porque por su inspiración somos regenerados a una vida celestial, para no ser ya guiados por nosotros, sino regidos por su movimiento y operación; de manera que si algún bien hay en nosotros, es únicamente fruto de su gracia, y sin Él toda la apariencia y brillo de virtud que poseemos no es más que tinieblas y perversidad del corazón.
       Ya queda claramente explicado que Jesucristo está como inactivo mientras nuestra mente no está dirigida hacia el Espíritu; pues sin Él no haríamos más que contemplar a Jesucristo desde lejos, y fuera de nosotros, con una fría especulación. Mas sabemos que Cristo no beneficia más que a aquellos de quienes es Cabeza y Hermano, y que están revestidos de Él (Ef.4, 15; Rom.8,29; Gá1.3,27). Sólo esta unión hace que Él no se haya hecho en vano nuestro Salvador.
       A este mismo propósito tiende ese sagrado matrimonio por el que somos hechos carne de su carne y huesos de sus huesos, y hasta una misma cosa con Él (Ef. 5, 30). En cuanto a Él, no se une a nosotros sino por su Espíritu; y por la gracia y el poder del mismo Espíritu somos hechos miembros suyos, para retenernos junto a Él, y para que nosotros asimismo lo poseamos.

4. La fe es obra del Espíritu Santo
    Mas como la fe es la más importante de sus obras, a ella se refiere la mayor parte de cuanto leemos en la Escritura referente a su poder y operación. En efecto, solamente por la fe nos encamina a la luz de su Evangelio, como lo atestigua san Juan, al decir que a los que creen en Cristo les ha sido dado el privilegio de ser hijos de Dios, los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, sino de Dios (Jn.l,13). Porque al oponer Dios a la carne y la sangre, afirma que es un don sobrenatural y celestial que los elegidos reciban a Cristo, y que de otra manera hubieran permanecido en su incredulidad. Semejante es la respuesta de Cristo a Pedro: "No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt.16, 17). Trato brevemente estas cosas, porque ya las he expuesto por extenso. 1
    Está de acuerdo con esto lo que dice san Pablo, que los efesios fueron "sellados con el Espíritu Santo de la promesa" (Ef. 1, 13). Con ello quiere decir que el Espíritu Santo es el maestro interior y el doctor por medio del cual la promesa de salvación penetra en nuestra alma, pues de otra manera aquélla no haría sino herir el aire o sonar en vano en nuestros oídos. Asimismo cuando dice que a los tesalonicenses Dios los escogió "desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad" (2 Tes. 2, 13), en breves palabras nos advierte que el don de la fe solamente proviene del Espíritu. Y san Juan lo dice aún más claramente: "Sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado" (I Jn.3,24); y: "En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado su Espíritu" (I Jn.4,13). Por lo cual el Señor prometió a sus discípulos, para que fuesen capaces de la sabiduría celestial, "el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir" (Jn. 14,17); y le atribuye como oficio propio traer a la memoria y hacer comprender lo que les había enseñado. Porque, en vano se presentaría la luz a los ciegos, si aquel Espíritu de inteligencia no les abriera los ojos del entendimiento. Y por eso con justo título le podemos llamar la llave con la cual nos son abiertos los tesoros del reino del cielo; y su iluminación puede ser denominada la vista de nuestras almas.
    Por esta razón san Pablo encarece tanto el ministerio del Espíritu (2 Cor. 3, 6-8) - o lo que es lo mismo, la predicación con eficacia del Espíritu -, porque de nada aprovecharía la predicación de los que enseñan, si Cristo, el Maestro interior, no atrayese a sí a aquellos que le son dados por el Padre. Así pues, igual que, como hemos dicho, en la Persona de Jesucristo se encuentra la salvación perfecta, del mismo modo, para hacernos partícipes de Él, nos bautiza "en Espíritu Santo y fuego" (Lc. 3,16), iluminándonos en la fe de su Evangelio y regenerándonos de tal manera que seamos nuevas criaturas; y, finalmente, limpiándonos de todas nuestras inmundicias, nos consagra a Dios, como templos santos.

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POR JUAN CALVINO

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