CAPÍTULO IX

AUNQUE CRISTO FUE CONOCIDO POR LOS JUDÍOS BAJO LA LEY NO HA SIDO PLENAMENTE REVELADO MÁS QUE EN EL EV ANGELIO

1. Los patriarcas del Antiguo Testamento han contemplado y esperado a Cristo por la fe, pero más confusamente que nosotros
Como Dios no quiso testificar en vano antiguamente con las expiaciones y sacrificios, que Él era el Padre, y no sin motivo santificó para sí el pueblo que había elegido, no hay duda que ya entonces se dio a conocer en la misma imagen en la que con entera claridad se nos manifiesta en el día de hoy. Por esto Malaquías, después de haber ordenado a los judíos que observasen lo que la Ley de Moisés les mandaba - porque a su muerte tendría lugar una interrupción en el ministerio profético, - anuncia que luego nacería el Sol de justicia (Mal. 4,2); dando a entender con estas palabras que la Ley servía para mantener a los fieles en la esperanza del Mesías futuro, pero que deberían esperar mayor claridad con su venida. Por esto dice san Pedro que los profetas inquirieron y diligentemente indagaron acerca de la salvación que ahora se manifiesta en el Evangelio; y que se les ha revelado que ellos no para sí mismos, sino para nosotros administraban las cosas que ahora nos son anunciadas por el Evangelio (1 Pe. 1,10-l2). No que la doctrina de los profetas haya sido inútil para el pueblo de los judíos, ni les haya servido de nada, sino que no gozaron del tesoro que Dios nos ha enviado por su medio. Porque actualmente se ofrece ante nuestros ojos de una manera mucho más intima la gracia que ellos han testificado; y ellos solamente la probaron mientras que nosotros disfrutamos de ella con toda abundancia. Por esto Cristo, el cual afirma que tenía en su favor el testimonio de Moisés (Jn. 5,46), n deja de ensalzar la medida de la gracia en la que aventajamos a los judíos; pues hablando con sus discípulos dice: “Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron” (Mt.13,16-l7). No es pequeña alabanza de la revelación, que se nos da en el Evangelio, que Dios nos haya preferido a aquellos patriarcas que con tanta santidad le sirvieron. Y no se opone a esto lo que en otro lugar está escrito: "Abraham se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn. 8, 58). Porque la visión de la realidad, aunque era más oscura por estar muy lejana, no les faltó en nada para que tuviesen una esperanza cierta, de la cual nacía aquella alegría que acompañó siempre al santo patriarca hasta la hora de su muerte. Ni tampoco lo que dice san Juan: "A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1,18), excluye a los santos anteriormente fallecidos, de la inteligencia y claridad que resplandece en la persona de Cristo; pero comparando su condición  y estado con el nuestro, resulta evidente que lo que ellos contemplaban oscuramente y entre sombras, a nosotros se nos manifiesta ante nuestros ojos, como muy bien lo expone el autor de la carta a los Hebreos, que "Dios habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Heb.l, 1).
   Así pues, aunque el Unigénito, que actualmente es resplandor de la gloria y un vivo trasunto de la sustancia de Dios Padre, se haya manifestado antiguamente a los judíos; - como lo hemos visto por san Pablo - pues Él fue el guía del pueblo al salir de Egipto, sin embargo es muy verdad lo que dice el mismo Apóstol, que "Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo" (2 Cor. 4, 6). Porque al manifestarse en esta imagen, en cierta manera se hizo visible, en comparación de lo que antes era su rostro contemplado entre sombras. Y por ello, tanto mayor y más abominable es la ingratitud y malicia de los que entre tanta claridad andan a tientas como ciegos. Y por esto dice san Pablo, que Satanás ha oscurecido sus entendimientos para que no vean la gloria de Cristo, que resplandece en el Evangelio sin velo alguno que la cubra.

2. Definición del término "Evangelio”
   Entiendo por "Evangelio” una clara manifestación del misterio de Jesucristo. Convengo en que el Evangelio, en cuanto san Pablo lo llama "doctrina de fe" (1 Tim. 4, 6), comprende en sí todas las promesas de la Ley, sobre la gratuita remisión de los pecados por la cual los hombres se reconcilian con Dios. Porque san Pablo opone la fe a los horrores por los que la conciencia se ve angustiada y atormentada, cuando se esfuerza por conseguir la salvación por las obras. De donde se sigue que el nombre de Evangelio, en un sentido general, encierra en sí mismo los testimonios de misericordia y de amor paterno, que Dios en el pasado dio a los padres del Antiguo Testamento. Sin embargo, afirmo que hay que entenderlo por la excelencia de la promulgación de gracia que en Jesucristo se nos ha manifestado. Y esto no solamente por el uso comúnmente admitido, sino que también se funda en la autoridad de Jesucristo y de sus apóstoles. Por ello se le atribuye como cosa propia el haber predicado el Evangelio del reino (Mt. 4,17; 9,35). Y Marcos comienza su evangelio de esta manera: "Principio del evangelio de Jesucristo" (Mc. 1,1). Mas no hay por qué amontonar testimonios para probar una cosa harto clara y manifiesta.
   Jesucristo, pues, con su venida "sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio". Estas son las palabras de san Pablo (2 Tim. 1,10), por las cuales no entiende el Apóstol que los patriarcas hayan sido anegados en las tinieblas de la muerte, hasta que el Hijo de Dios se revistió de nuestra carne; sino que al atribuir esta prerrogativa de honor al Evangelio, demuestra que se ha tratado de una nueva y desacostumbrada embajada, con la cual Dios cumplió lo que había prometido; y esto, a fin de que la verdad de las promesas resplandeciese en la persona del Hijo. Porque, aunque los fieles han experimentado siempre la verdad de lo que dice san Pablo: "Todas las promesas de Dios son en él sí, y en él amén” (2 Cor. 1,20), porque ellas fueron selladas en sus corazones, sin embargo, como Él cumplió perfectamente en su carne toda nuestra salvación, con toda razón una demostración tan viva de estas cosas consiguió un título nuevo, y una singular alabanza. A lo cual viene lo que dice Jesucristo: "De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre (Jn. l,51). Porque, aunque parece que alude a la escala que en visión le fue mostrada al patriarca Jacob, no obstante quiere con esto ensalzar la excelencia de su venida, que nos ha abierto la puerta del cielo, para que podamos entrar fácilmente.

3. Un error de Miguel Servet
   Sin embargo, guardémonos de la diabólica invención de Servet, el cual queriendo ensalzar la grandeza de la gracia de Jesucristo, o simulando que lo pretende hacer, suprime totalmente las promesas, como si hubiesen terminado juntamente con la Ley. Y da como pretexto, que quepor la fe del Evangelio se nos comunica el cumplimiento de todas las promesas; como si no hubiese existido distinción alguna entre Cristo y nosotros. Hace poco he advertido que Jesucristo no dejó de cumplir ninguna de cuantas cosas se requerían para la totalidad de nuestra salvación; pero se concluiría sin fundamento de aquí, que gozamos ya de los beneficios, que para nosotros ha adquirido; como si no fuese verdad lo que dice san Pablo: "en esperanza fuimos salvos” (Rom. 8,24).
    Admito ciertamente que al creer en Cristo pasamos de la muerte a la vida; pero debemos recordar también lo que dice san Juan, que aunque sabemos que somos hijos de Dios, sin embargo aún no se ha manifestado (la plenitud de nuestra filiación divina), hasta que seamos semejantes a Él; a saber, cuando le veamos cara a cara tal cual es (1 Jn. 3,2). Por tanto, si bien Jesucristo nos presenta en el Evangelio un verdadero y perfecto cumplimiento de todos los bienes espirituales, el gozar de ellos sin embargo permanece guardado con la llave de la esperanza hasta que, despojados de esta carne corruptible, seamos transfigurados en la gloria de Aquel que nos precede.
    Entretanto el Espíritu Santo nos manda que descansemos confiadamente en las promesas, cuya autoridad debe reprimir los aullidos de ese perro. Porque, como lo atestigua san Pablo: "la piedad tiene promesa de esta vida presente y de la venidera" (1 Tim.4,8); y por esta razón se gloría de ser apóstol de Jesucristo, según la promesa de vida que es en Él (2 Tim. 1, l). Y en otro lugar nos advierte que tenemos las mismas promesas que antiguamente fueron hechas a los santos (2 Cor. 7, l). En conclusión, él pone la suma de la bienaventuranza en que estamos sellados con el Espíritu de la promesa; y de hecho no poseemos a Cristo, sino en cuanto lo recibimos y abrazamos revestido de sus promesas. De aquí que Él vive en nuestros corazones, y sin embargo estemos separados de Él, debido a que andamos por fe, no por vista (2 Cor. 5,7).
    Así pues, concuerdan muy bien entre sí estas dos cosas: que poseemos en Cristo todo cuanto se refiere a la perfección de la vida celestial, y que, sin embargo, la fe es la demostración de lo que no se ve (Heb. 11, l). únicamente hay que notar que la diferencia entre la Ley y el Evangelio consiste en la naturaleza o cualidad de las promesas; porque el Evangelio nos muestra con el dedo lo que la Ley prefiguraba en la oscuridad de las sombras.

4. Diferencia, pero no oposición entre la Ley y el Evangelio
Del mismo modo se convence también de error a los que, oponiendo la Ley al Evangelio, no admiten más diferencia entre ellos que la que existe entre los méritos de las obras y la gratuita imputación de la justicia con la que somos justificados.
    Es verdad que no hay que rechazar esta oposición sin más, pues muchas veces san Pablo entiende bajo el nombre de Ley la regla de bien vivir que Dios nos ha dado y mediante la cual exige de nosotros el cumplimiento de nuestros deberes para con Él, sin darnos esperanza alguna de salvación y de vida, si no obedecemos absolutamente en todo, amenazándonos, por el contrario, con la maldición si faltáremos en lo más insignificante. Con ello nos quiere enseñar que nosotros gratuitamente, por la pura bondad de Dios, le agradamos, en cuanto Él nos reputa por justos perdonándonos nuestras faltas y pecados; porque de otra manera la observancia de la Ley, a la cual se ha prometido la recompensa, jamás se daría en hombre alguno mortal. Muy justamente, pues, san Pablo, pone como contrarias entre sí la justicia de la Ley y la del Evangelio.
    Pero el Evangelio no ha sucedido a toda la Ley de tal manera que traiga consigo un modo totalmente nuevo de conseguir la justicia; sino más bien para asegurar y ratificar cuanto ella había prometido, y para juntar el cuerpo con las sombras, la figura con lo figurado. Porque cuando Jesucristo dice que "todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11, 13; Lc. 16,16), no entiende que los padres del Antiguo Testamento han estado bajo la maldición, de la que no pueden escapar los siervos de la Ley, sino que han sido mantenidos en los rudimentos y primeros principios, de tal manera que no han llegado a una instrucción tan alta como es la del Evangelio.
    Por esto san Pablo, al llamar al Evangelio "poder de Dios para salvación a todo aquel que cree", añade que tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 1, 16). Y al final de la misma epístola, aunque dice que el predicar a Jesucristo es una manifestación del misterio que había estado oculto desde toda la eternidad, luego para mejor exponer su intención, añade que este misterio ha sido manifestado por los escritos de los profetas. De donde concluimos que, cuando se trata de la totalidad de la Ley, el Evangelio no difiere de ella más que bajo el aspecto de una manifestación mayor y más clara.
    Por lo demás, como Jesucristo nos ha abierto en sí mismo una inestimable corriente de gracia, no sin razón se dice que con su venida ha sido erigido en la tierra el reino celestial de Dios.

5. El ministerio de Juan Bautista
Entre la Ley y el Evangelio fue puesto Juan, que tuvo como un cometido de intermediario entre ambos. Porque, bien que al llamar a Jesucristo "Cordero de Dios" y “sacrificio para expiar los pecados", comprendió la suma del Evangelio, sin embargo, como no explicó la incomparable gloria y virtud que al fin se manifestó en la resurrección, por esto Cristo afirma que no es igual que los apóstoles. Porque esto quieren decir sus palabras: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él" (Mt. 11, 1 l). Pues no se trata aquí de la alabanza personal, sino que después de haber preferido a Juan a todos los profetas, ensalza soberanamente el Evangelio, al cual, según su costumbre, llama reino de los cielos.
    En cuanto a lo que san Juan responde a los enviados de los escribas, que él no era más que una voz (Jn. 1,23), como si fuera inferior a los profetas, no lo hace por falsa humildad; más bien quiere mostrar que Dios no le había dado a él un mensaje particular, sino que simplemente desempeñaba el papel de precursor, como lo había antes profetizado Malaquías: "He aquí, yo os envío el profeta Ellas, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible" (Mal. 4,5). De hecho no hizo otra cosa en el curso de todo su ministerio, que preparar discípulos de Cristo; yprueba por Isaías que Dios le ha enconmendado esta misión (Is.40,3). En este sentido también le llamó Cristo "antorcha que ardía y alumbraba" (Jn. 5,35), porque no había llegado aún la plena claridad del día.
    Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predicadores del Evangelio, pues de hecho usó el mismo bautismo que luego fue confiado a los apóstoles. Mas lo que él comenzó no se cumplió hasta que Cristo, entrando en la gloria celestial, lo verificó con mayor libertad y progreso por medio de sus apóstoles.

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