CAPÍTULO VIII
(segunda parte)

EXPOSICIÓN DE LA LEY MORAL,
O LOS MANDAMIENTOS

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46. La verdadera observancia de este mandamiento
Obedeceremos, pues, debidamente este mandamiento si, satisfechos con nuestro estado y condición, no apetecemos más ganancia, que la que sea legítima y honesta; si no ansiamos enriquecernos con daño de los demás, ni intentamos despojar al prójimo de su hacienda, para que aumente la nuestra; si no ponemos nuestra diligencia en amontonar riquezas con la sangre, el trabajo y sudor ajenos; si por las buenas o por las malas, vengan de donde vinieren, no nos empeñamos en recoger riquezas por todos los medios posibles, para calmar nuestra avaricia o satisfacer nuestra prodigalidad. Por el contrario, tengamos siempre ante nuestros ojos como blanco, ayudar cuanto podamos y fielmente al prójimo, ya sea con nuestro consejo, o de obra, o ayudándole a conservar lo que tiene. Y si tenemos que tratar con gente mentirosa, falsa y engañadora, estemos preparados más bien a ceder de nuestro derecho, que a disputar con ellos con sus mismas mañas. Y no sólo esto; sino, cuando viéremos a alguno oprimido por la necesidad o la pobreza, socorrámosle y aliviemos su falta con nuestra abundancia. Finalmente, que cada uno considere la obligación que tiene de cumplir lealmente sus deberes para con los demás. De esta manera, el pueblo respetará y reverenciará a sus superiores, se someterá a ellos de corazón, obedecerá sus leyes y disposiciones, y no se negará a nada que pueda hacer sin ofender a Dios.
Por su parte, los superiores tengan cuidado del pueblo, conserven la paz pública, defiendan a los buenos, castiguen a los malos, y administren las cosas de tal manera, que puedan rendir cuentas con la conciencia tranquila a Dios, Juez supremo.
Los ministros de la Iglesia enseñen fielmente la Palabra de Dios, no adulteren ni corrompan la doctrina de vida, sino enséñenla al pueblo
cristiano limpia y pura. Y no solamente instruyan al pueblo con la buena doctrina, sino también con el ejemplo de su vida. En resumen, presidan como buenos pastores sobre sus ovejas. Por su parte, el pueblo recíbalos como embajadores y apóstoles de Dios, tributándoles la honra que el sumo Maestro tiene a bien conferirles; y provéanles de lo necesario para su subsistencia.
Que los padres cuiden de alimentar, dirigir y enseñar a sus hijos, pues así se lo encarga Dios; no los traten con excesivo rigor, sino con la dulzura y mansedumbre convenientes; y los hijos, como ya hemos dicho, que les den la reverencia y sumisión que les deben.
Los jóvenes honren a los ancianos, pues el Señor ha querido que se honre la ancianidad. Y los ancianos que procuren dirigir a los jóvenes con su prudencia y experiencia, suavizando la severidad con afabilidad y dulzura.
Que la servidumbre se muestre diligente y servicial en hacer lo que mandan los amos; y ello no solamente en apariencia, sino de corazón, como quien sirve a Dios. Los amos no se muestren duros e intratables con la servidumbre; no los opriman con un rigor excesivo, no les dirijan palabras injuriosas, sino más bien reconózcanlos como hermanos y compañeros en el servicio de Dios, a los cuales deben amar y tratar con toda humanidad,
En fin, que cada uno considere qué es, según su estado y vocación, lo que debe a su prójimo, y se conduzca en consecuencia.
Además de esto, hemos de poner siempre nuestros ojos en el Legislador, para recordar que esta regla se dirige, no menos al alma que al cuerpo, a fin de que cada uno aplique su voluntad a conservar y aumentar el bien y la utilidad de todos los hombres.

EL NONO MANDAMIENTO
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.

47. El fin de este mandamiento es que debemos decir la verdad sin fingimiento alguno, porque Dios, que es la Verdad, detesta la mentira. La
suma de todo será que no infamemos a nadie con calumnias, ni falsas acusaciones, ni le hagamos daño en sus bienes con mentiras; y, en fin, que no perjudiquemos a nadie, hablando mal de él o con burlas. A esta prohibición responde el mandamiento afirmativo, de que ayudemos en cuanto podamos al mantenimiento de la verdad, para conservar la hacienda del prójimo, o bien su fama.

Dios odia la mentira, la falsedad, la maledicencia. Parece claro que nuestro Señor quiso exponer este mandamiento en el capítulo veintitrés del Éxodo, versículos uno al siete, al decir: “No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso”. Y: “De palabra de mentira te alejarás”. Y en otro lugar, no sólo nos prohíbe que andemos con chismes y maledicencias, sino también que “ninguno engañe a su hermano”, porque Él expresamente prohíbe lo uno y lo otro (Lv. 19, 16).
Es indudable que, lo mismo que en los anteriores mandamientos corrigió la crueldad, la deshonestidad, y la avaricia, de la misma manera aquí reprime la falsedad y la mentira, que, como hemos dicho, tiene dos partes. Porque nosotros, o por malicia pecamos contra la fama del prójimo, o mintiendo y contradiciendo impedimos el bien y la comodidad de nuestros semejantes.
Y poco importa que se entienda este mandamiento del testimonio público y solemne que se da ante el juez, o del corriente y vulgar que se emplea entre particulares; pues siempre hemos de recurrir a lo que hemos dicho, que el Señor de cada clase de vicios nos propone una especie como ejemplo, a la cual hemos de referir todas las demás; y además, que escoge entre todas, aquella en la que más claramente se ve la fealdad del vicio. Aunque es necesario extender este mandamiento de un modo más general hasta incluir las calumnias y las murmuraciones perversas con las que se daña inicuamente al prójimo; pues el falso testimonio que se dice ante el juez, nunca se hace sin perjurio. Y ya en el tercer mandamiento quedan prohibidos los perjurios, en cuanto profanan y violan el nombre sacrosanto de Dios.

Dios ama la verdad y la justicia. Por tanto, la legítima manera de observar este mandamiento es que al afirmar la verdad, ello sirva para conservar la buena fama del prójimo, y también su fortuna. Cuán justo sea esto, está bien claro. Porque si la buena fama es mas preciosa que cuantos bienes existen, evidentemente no se hace menos daño a un hombre cuando se le priva de su buen nombre, que cuando se le despoja de su hacienda. Tanto más que, incluso para robarle la hacienda, a veces se sirven no menos de un falso testimonio que de sus propias manos.

48. Ni maledicencias, ni sospechas, ni adulaciones a expensas del prójimo
Sin embargo es cosa que maravilla con cuánta seguridad y sin darle importancia los hombres pecan a cada paso contra esto; de tal manera que resulta muy difícil encontrar quien no se halla notablemente afectado de esta dolencia. ¡Tan grande es la ponzoñosa dulzura que experimentamos en investigar y descubrir los vicios ajenos! Y no creamos que es excusa suficiente el que no mintamos; porque el que manda que no se manche la fama del prójimo con la mentira, quiere también que se la conserve sin detrimento alguno, y esto en cuanto se puede hacer dentro de la verdad. Porque, aunque Él no prohíbe más que el causar perjuicio mintiendo, sin embargo da con ello a entender que se preocupa de la honra y fama del prójimo. Y debe bastarnos para consevar íntegra la fama del prójimo ver que Dios se preocupa de ella.
Por lo cual, sin duda alguna en este lugar se condena totalmente la detracción y el vicio de hablar mal de otro. Entendemos por detracción, no la reprensión que se hace para castigar las faltas; ni la acusación o denuncia formuladas en el juicio, con la que se procura remediar el mal; ni la reprensión pública, hecha en vista a que los demás escarmienten; ni la admonición o advertencia acerca de la maldad de algún hombre, para que no sean engañados por ignorancia aquellos a los cuales conviene saberla; sino la odiosa acusación que procede de la mala voluntad y del deseo de maledicencia.
E incluso más allá se extiende este mandamiento; a saber, que no afectemos decir gracias y donaires, como farsantes, que mientras ríen muerden en lo más sensible, y con lo que los vicios ajenos, en son de broma, son referidos y puestos de manifiesto; como lo suelen hacer algunos, que se las dan de graciosos y chistosos, y que, como suele decirse, se bañan en agua de rosas, cuando consiguen avergonzar o afrentar a alguno; porque muchas veces queda la señal de esta afrenta en los que han sido sus víctimas.
Mas si ponemos los ojos en el Legislador, que tiene no menor señorío sobre los oídos y el corazón que sobre la lengua, comprenderemos sin lugar a dudas, que en este mandamiento prohíbe no menos oír y creer a la ligera los chismes y acusaciones, que el decirlas y ser autores de las mismas. Porque sería ridículo pensar que Dios aborrece el vicio de la maledicencia, y no lo condena en el corazón.
Por tanto, si hay en nosotros verdadero temor y amor de Dios, procuremos en cuanto sea posible y licito, y en cuanto la caridad lo requiera, no ocuparnos en decir u oír murmuraciones, denigraciones o gracias que molesten; y asimismo, no creer fácil y temerariamente las malas sospechas; sino que tomando en buen sentido los dichos y hechos de los demás, conservemos en el juzgar, como en el oír y en el hablar, íntegra y salva la honra y fama de cada uno.

EL DÉCIMO MANDAMIENTO
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciaras la mujer de tu prójimo, ni su
siervo; ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.

49. El fin de este mandamiento es que, como Dios quiere que toda nuestra alma esté llena y rebose de amor y caridad, debemos alejar de nuestro
corazón todo afecto contrario a la caridad. La suma del mismo será, que no concibamos pensamiento alguno, que suscite en nuestro corazón una concupiscencia perjudicial o propensa a causar daño a nuestro prójimo. A lo cual responde el precepto afirmativo de que cuanto imaginamos, deliberamos, queremos y ejercitamos, vaya unido al bien y provecho de nuestro prójimo.

Diferencia entre intento y concupiscencia. Pero en esto existe, al parecer, una gran dificultad. Porque, si es verdad lo que un poco más arriba hemos dicho, que bajo el nombre de fornicación y el de hurto se prohíbe el deseo de fornicar y la intención y propósito de hacer mal y de engañar, parece superfluo prohibir de nuevo el deseo de los bienes ajenos.
Sin embargo, podemos resolver fácilmente esta duda considerando la diferencia que existe entre intento y concupiscencia. Llamamos intento — según lo que hemos notado en los mandamientos anteriores — a un propósito deliberado de la voluntad, cuando el corazón del hombre es vencido y subyugado por la tentación. La concupiscencia o deseo puede existir sin tal deliberación o consentimiento, cuando el corazón es solamente incitado a cometer alguna maldad. Así como el Señor ha querido
en lo que hasta ahora hemos tratado, que nuestra voluntad y nuestros actos estuviesen regulados por la norma de la caridad, igualmente en esto desea que los pensamientos de nuestra inteligencia se sometan a la misma norma, a fin de que no haya nada que incite al corazón del hombre a seguir otro camino. Antes prohibió el Señor que el corazón se dejase llevar por la ira, el odio, la fornicación, el hurto y la mentira; el presente prohíbe que sea provocado o incitado a ello.

50. ¿Por qué exige Dios tal rectitud de corazón?
No sin motivo exige de nosotros tal rectitud. Porque, ¿quién negará que es justo que todas las potencias del alma se ejerciten en el servicio de la caridad? Y si alguna no se emplea en ello, ¿quién negará que es viciosa? ¿De dónde viene que haya en tu entendimiento deseos malos y perjudiciales a tu prójimo, sino de que prescindes de él y atiendes únicamente a ti mismo? Porque, ciertamente que si tu corazón estuviera por completo empapado de caridad no tendrían entrada en él en manera alguna tales imaginaciones. Por tanto, hay que afirmar que cuando admite tales pensamientos está vacío de caridad.
No faltará quien replique que, sin embargo, no es muy razonable que las fantasías que dan vueltas sin control en el entendimiento y al fin se desvanecen, sean condenadas como los deseos, que tienen su asiento en el corazón. A esto respondo que aquí se trata de aquella clase de fantasías, que además de radicar en el entendimiento punzan el corazón con su concupiscencia; pues jamás el entendimiento podrá apetecer algo sin que se alborote e inflame el corazón despertado por tal deseo.
Pide, pues, el Señor un admirable ardor de caridad, y quiere que no se vea retardado por el menor asomo de concupiscencia. Exige un corazón perfectamente bien regulado, y no quiere que se vea incitado contra la ley de la caridad por los más pequeños estímulos.
San Agustín fue el primero que me hizo ver el camino para llegar a entender así este mandamiento. Y lo confieso, para que nadie crea que soy el único en exponer de esta manera este mandamiento.
Bien que la intención del Señor fue prohibir la codicia pecaminosa, sin embargo puso como ejemplo aquellos objetos, que más corrientemente nos suelen atraer y engañar con su falsa apariencia de deleite, y de este modo no dejar en absoluto lugar a la codicia del hombre, pues Dios lo aparta de aquellas cosas que principalmente le fascinan y deleitan.
Los que dividen en dos este mandamiento, en el que se prohíbe la codicia, separan indebidamente lo que Dios unió, como lo podrá ver cualquier lector de mediano entendimiento, aunque yo no lo indicase. Poco importa que se repita dos veces: No desearás; porque el Señor, después de nombrar la casa, enumera sus partes, comenzando por la mujer; por donde se ve que todas estas cosas están ligadas entre si y que forman una sola cosa, como lo entienden los hebreos.
Manda, pues, en resumen Dios, que no solamente nos abstengamos de defraudar y hacer mal y que dejemos a cada uno poseer en paz sus bienes, sino además que no nos mueva la menor sombra de codicia, que incite nuestro corazón a hacer algún daño al prójimo.
He aquí, pues, la segunda Tabla de la Ley, en la cual se nos enseña
suficientemente por Dios nuestras obligaciones para con los hombres, y cómo debemos conducirnos respecto a ellos; y sobre la cual se funda la caridad. Por lo cual seria en vano inculcar cuanto en ella se enseña, si tal doctrina no estuviese apoyada en el temor y reverencia de Dios, como sobre su fundamento.

51. La Ley tiene como fin unir, mediante la santidad de vida, al hombre con su Dios
No será ahora difícil ver cuál es la intención y el fin de toda la Ley; a saber, una justicia perfecta, para que la vida del hombre esté del todo conforme con el dechado de la divina pureza. Porque de tal manera pintó en ella Dios su naturaleza y condición, que si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado, reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios. Y por ello Moisés, queriendo recordársela brevemente a los israelitas, decía: “Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?” (Dt. 10, 12). Y no cesaba de repetirles esto siempre que quería ponerles ante los ojos el fin para el que era dada la Ley. De tal manera tiene esto en cuenta la Ley, que une al hombre por la santidad de vida con Dios, y como dice en otra parte Moisés, le hace adherirse a El.

El amor es el resumen de la Ley. Ahora bien, la perfección de esta santidad consiste en los dos puntos que hemos mencionado. Que amemos al Señor Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Dt. 6,5; 11,13; Lv. 19,18; Mt. 22, 37-39).
Lo primero, pues, es que nuestra alma esté llena del amor de Dios; de este amor nacerá luego el amor al prójimo. Y así lo declara san Pablo, cuando escribe que el fin de los mandamientos es “el amor nacido del corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Tim. 1,5). ¿No veis cómo la buena conciencia y la fe, que en otras palabras quiere decir la verdadera piedad y el temor de Dios, son puestas en cabeza, y luego sigue la caridad?
Se engañaría, por tanto, el que pensase que en la Ley solamente se enseñan ciertos principios de justicia por los que los hombres comienzan, y que no se les instruye en el recto camino del bien obrar; pues no podríamos desear una perfección mayor que la encerrada en la sentencia de Moisés arriba citada, y la de san Pablo, que acabamos de exponer. Porque, ¿qué podrá buscar el que no se diere por satisfecho con esta doctrina en la cual se enseña al hombre el temor de Dios, el culto espiritual, la obediencia a los mandamientos, a seguir la rectitud del camino del Señor y, en fin, la pureza de conciencia y la sinceridad de la fe y de la caridad?
Todo esto confirma nuestra exposición, en la cual reducimos todo cuanto exigen la piedad y la caridad a los mandamientos de la Ley. Porque los que se aferran a ciertos principios vanos y sin importancia, como si la Ley enseñase a medias la voluntad de Dios, no entienden cuál es el fin de la misma, como lo dice el Apóstol.

52. Practicando la segunda Tabla es como se manifiesta el verdadero afecto del corazón para con Dios
Mas como Cristo y los apóstoles algunas veces al resumir la Ley no hacen mención de la primera Tabla es necesario decir algo al respecto, pues muchos se engañan, refiriendo a toda la Ley las palabras que solamente dicen relación a la mitad de ella.
Cristo dice en san Mateo que la Ley principalmente consiste en ‘la justicia, la misericordia y la fe” (Mt. 23,23). Con el nombre de fe no hay duda que entiende la veracidad que debe presidir las relaciones entre los hombres. Pero algunos, para extender esta sentencia a toda la Ley, entienden por este término la religión que se debe a Dios; aunque sin fundamento, porque Cristo habla en este lugar de las obras que el hombre ha de practicar para demostrar ser justo.
Si consideramos esto, no nos maravillaremos de que Cristo, preguntado en otro lugar por un joven cuáles son los mandamientos que debemos guardar para entrar en la vida eterna, respondiese únicamente: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, ama a tu prójimo como a ti mismo (Mt. 19,18); porque la observancia de la primera Tabla consistía casi exclusivamente o en el afecto interior del corazón, o en las ceremonias. El afecto del corazón no se ve; las ceremonias las practicaban asiduamente los hipócritas; en cambio, las obras de caridad son tales, que dan verdadero testimonio de la sólida y perfecta justicia.
Y esto ocurre con tanta frecuencia en los profetas, que al que está medianamente familiarizado con su doctrina le resultará del todo evidente. Pues casi siempre que exhortan a los pecadores a penitencia, dejan a un lado la primera Tabla y, sin hacer mención de ella, insisten en la fe — o veracidad en el trato entre los hombres —, el juicio, la misericordia y la equidad. Y al obrar así no se olvidan del temor de Dios; antes al contrario, por las señales que dan, exigen una viva aprobación del mismo. Está bien claro que, cuando tratan de la observancia de la Ley, la mayoría de las veces insisten en la segunda Tabla; y la causa es porque en ella se ve mucho mejor el deseo y el afecto de cada uno de cumplir la justicia. No es necesario aducir citas, pues cada uno puede comprobarlo con toda facilidad por si mismo.

53. La segunda Tabla de la Ley no es superior a la primera
Pero preguntará alguno: ¿es por Ventura de mayor importancia para conseguir la justicia vivir rectamente y sin hacer mal a nadie, que temer y honrar a Dios? Respondo que de ninguna manera. Mas como nadie puede guardar por completo la caridad si antes no teme de veras a Dios, de ahí que las obras de caridad sirvan también de testimonio de la piedad. Además, como Dios no puede recibir de nosotros beneficio alguno — como lo testifica el Profeta (Sal. 16,2) — no nos pide buenas obras para con I. sino que nos ejercitemos en ellas con nuestros prójimos. Por eso el Apóstol con toda razón pone la perfección de los santos en la caridad (Ef.3, 19; Col. 3, 14). Y en otro lugar la llama “cumplimiento de la ley”, diciendo que el que ama a su prójimo ha cumplido la Ley (Rom. 13,8). Y que “toda la Ley en esta sola palabra se cumple: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál. 5, 14). Y no enseña él con esto más que lo que Cristo mismo nos enseñó al decir; “todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, también haced vosotras con ellos, porque esto es la Ley y los Profetas” (Mt. 7, 12).
Es cosa cierta que tanto la Ley como los Profetas conceden el primer lugar a la fe y a cuanto se refiere al culto legítimo de Dios; y luego, ponen en segundo lugar la caridad; pero el Señor entiende que en la Ley se nos manda guardar solamente el derecho y la equidad con los hombres, para ejercitamos en testificar el verdadero temor de Dios que hay en nosotros.

54. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Estemos, pues, seguros de que nuestra vida estará del todo conforme con la voluntad de Dios y con las disposiciones de la Ley, cuando resulte provechosa de todas las formas posibles a nuestro prójimo. Por el contrario, en toda la Ley no se dice una sola palabra para dar normas al hombre sobre lo que debe hacer o dejar de hacer para su provecho particular.
Pues como los hombres por su misma naturaleza están mucho más inclinados de lo justo a amarse a si mismos, y por más que se aparten de la verdad siempre permanecen aferrados a este amor, no fue necesario darles ley alguna para inflamarlos más en este excesivo amor de si mismos. Por donde se ve manifiestamente que no es el amor de nosotros mismos, sino el amor de Dios y el del prójimo el cumplimiento de la Ley; y, por tanto, que el que vive recta y santamente, es el que vive lo menos posible para si mismo; y que nadie vive peor ni más desordenadamente que el que vive solamente para sí y no piensa más que en su provecho propio, y de esto sólo se cuida.
Incluso el Señor para mejor exponer el afecto y amor que debemos tener a nuestros prójimos nos remite al amor con que cada uno se ama a sí mismo, poniéndolo como regla y modelo, pues no hay afecto ni amor más vehemente que éste. Y debemos considerar diligentemente la fuerza de la expresión. Pues no debemos entenderla como lo hicieron algunos sofistas, los cuales pensaron que Dios mandaba que cada cual primeramente se amase a sí mismo sobre todas las cosas, y en segundo lugar amase a su prójimo; sino más bien ha querido transferir a los otros el amor que naturalmente nos tenemos a nosotros mismos. De aquí lo que dice el Apóstol; que la caridad “no busca lo suyo” (1 Cor. 13,5).
En cuanto a la regla que alegan, no vale nada; es a saber, que lo regulado es siempre de menos valor que la regla. Porque el Señor no constituye nuestro propio amor como regla a la cual se deba reducir el amor del prójimo como inferior, sino que en vez de residir nuestro propio amor en nosotros mismos por su perversa naturaleza, se derrame sobre los demás, a fin de que con no menor solicitud, alegría y entusiasmo estemos dispuestos y preparados para hacer bien al prójimo como a nosotros mismos.

55. ¿Quién es nuestro prójimo?
Habiendo mostrado Jesucristo en la parábola del samaritano que con este término de prójimo se debe entender cualquier persona por más extraña que sea, no hay por qué limitar el mandamiento de la caridad a aquellos con quienes tenemos parentesco o amistad. No niego que cuanto más unidos estamos a alguien, tanto más le debemos ayudar. Porque la misma razón humana pide que cuanto más íntimos son los lazos de parentesco o amistad que ligan a las personas, tanto más se ayuden los hombres entre sí; y ello sin ofensa de Dios, cuya providencia en cierta manera nos lleva a hacerlo así. Lo que afirmo es que debemos amar con un mismo afecto de caridad a toda clase de hombres sin excepción alguna, sin establecer diferencias entre griego y bárbaro, entre dignos e indignos, entre amigos y enemigos; pues todos deben ser considerados en Dios y no en sí mismos. Y cuando nos apartamos de esta consideración, no ha de causarnos maravilla si caemos en grandes errores.
Por lo tanto, si queremos seguir el recto camino de la caridad, no debemos fijarnos en primer Jugar en los hombres, cuya consideración más bien engendraría odio que amor, sino en Dios que nos manda que hagamos extensivo el amor que le tenemos a todos los hombres; de tal manera que debemos tener siempre corno regla, que se trate de quien se trate hemos de amarle, si es que de veías amamos a Dios.

56. Se rechaza la distinción escolástico entre mandamiento y consejo evangélico
Y por ello ha sido una perniciosa ignorancia o malicia el que los doctores escolásticos hayan hecho de los mandamientos de no desear la venganza y de amar a los enemigos, que fueron dados en general tanto a los judíos como a los cristianos, meros consejos, a los cuales se puede libremente obedecer o no. Y aseguraron que solamente los frailes estaban obligados a guardarlos, y que eran más perfectos que los demás cristianos, ya que por su propia voluntad se han obligado a guardar los consejos evangélicos, como los llaman. La razón que dan para no admitirlos como preceptos es que son muy difíciles y pesados, incluso a los cristianos que están bajo la ley de la gracia.
¿Es posible que se atrevan a anular y cancelar la ley eterna de amar al prójimo, que Dios nos ha dado? ¿Se encuentra por ventura en toda la Escritura distinción semejante, o más bien todo lo contrario; a saber, numerosos mandamientos con los que estrechamente se nos preceptúa amar a nuestros enemigos? Porque, ¿qué quiere decir que alimentemos a nuestro enemigo cuando tuviere hambre (Prov.25,2l); que encaminemos por el buen camino a sus asnos y bueyes cuando estuvieren extraviados, y que los pongamos de pie, si han caído bajo el peso de su carga (Éx. 23,4)? ¿Es que tenemos obligación de hacer el bien a las bestias de nuestros enemigos por ellos, y no deberemos amarlos a ellos mismos? ¿No es por ventura palabra eterna de Dios: “Mía es la venganza y la retribución” (Dt. 32,35)? Lo cual se dice más claramente aún en otro lugar: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo” (Lv. 19.118). Por tanto, o bien borren estos artículos de la Ley, o bien confiesen que el Señor ha querido ser legislador al mandar esto, y no un mero consejero.

57. Testimonios de la Escritura y de los Padres
Y ¿qué quieren decir, pregunto, estas palabras que ellos se han atrevido a falsificar con una glosa: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, orad por vuestros perseguidores; bendecid a los que os maldicen, a fin de que seáis hijos de vuestro padre, que esta en los cielos” (Mt. 5,44)? ¿Quién no concluirá con san Crisóstomo que resulta necesariamente evidente que no son exhortaciones, sino mandamientos? ¿Qué nos queda si el Señor nos borra del número de sus hijos? Mas según su doctrina, sólo los frailes serán hijos del Padre celestial; ellos únicamente se atreverán a invocar a Dios como Padre suyo. ¿Y qué será entretanto de la Iglesia? Atendiendo a esta razón se la contará en el número de los publicanos y los gentiles. Porque nuestro Señor dice: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?” (Mt. 5,46) ¡Bastante ganaríamos con tener el nombre y el título de cristianos, y ser despojados de la herencia del reino de los cielos! Y no tiene menos fuerza el argumento de san Agustín: “Cuando el Señor”, dice, “prohíbe fornicar, no menos prohíbe tocar a la mujer de nuestro enemigo que a la de nuestro amigo; cuando nos prohíbe hurtar, no menos prohíbe robar los bienes del enemigo que los del amigo. Y estos dos mandamientos, san Pablo los reduce al de la caridad; e incluso añade que están comprendidos bajo el mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom. 13,9). Por tanto, es necesario decir que san Pablo ha sido un falso intérprete de la Ley, o concluir necesariamente de aquí, que por mandamiento de Dios estamos obligados a amar tanto a nuestros enemigos como a nuestros amigos”. Tales son las palabras de San Agustín.
Verdaderamente estas gentes demuestran ser hijos de Satanás, pues tan atrevidamente rechazan el yugo que es común a todos los hijos de Dios. Realmente no sé si maravillarme más de su necedad o de su desvergüenza. Porque no hay ni uno entre los antiguos que no declare como cosa incontrovertible que todos éstos son verdaderos mandamientos.
En cuanto al argumento con que ellos lo prueban, carece de todo peso. Dicen que sería una carga muy pesada para los cristianos. ¡Como si se pudiera imaginar cosa más pesada ni difícil que amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas! No hay mandamiento que no resulte fácil en comparación con éste, sea que haya que amar a nuestros enemigos, o que tengamos que desarraigar de nuestros corazones todo deseo de venganza. Ciertamente todo cuanto se nos manda en la Ley, hasta el menor ápice de ella, es muy arduo y difícil para nuestra debilidad. Solamente por la virtud del Señor obramos bien. Dé El lo que manda, y mande lo que quiera.
Respecto a lo que alegan, que los cristianos viven. bajo la ley de la gracia, esto no quiere decir que deban caminar a rienda suelta sin ley alguna; sino que han sido injertados en Cristo, por cuya gracia están libres de la maldición de la Ley, y por cuyo espíritu tienen la Ley escrita en sus corazones. El Apóstol llamó "ley" a esta gracia, pero no en sentido estricto, sino aludiendo a la Ley de Dios, a la cual en aquella disputa él la oponía; pero estos doctores sin fundamento alguno ven un gran misterio en ese nombre de "ley".

58. Se rechaza la distinción romana entre pecados veniales y mortales
Semejante a esto es que hayan llamado pecado venial a la impiedad oculta, que va contrata primera Tabla, como a la manifiesta transgresión del último mandamiento. He aquí cómo lo definen ellos: "Pecado venial es un mal deseo sin consentimiento deliberado, que no arraiga mucho en el corazón". Pero yo digo, al contrario, que ningún mal deseo puede entrar en el corazón, sino por falta de alguna cosa que la Ley de Dios requiere. Se nos prohíbe que tengamos dioses ajenos. Cuando el alma tentada de desconfianza pone sus ojos en otra cosa diferente de Dios; cuando se siente impulsada por un deseo repentino a colocar su bienaventuranza en otro que Dios, ¿de dónde proceden estos movimientos, por ligeros que sean, sino de que hay algún vacío en el alma para admitir tales tentaciones? Y para no alargar más este argumento, se nos manda que amemos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todo nuestro entendimiento. Por tanto, si todas las facultades y potencias de nuestra alma no se aplican a amar a Dios, ya nos hemos apartado de la obediencia de la Ley. Porque las tentaciones - las cuales hacen la guerra a Dios - que se levantan en, el alma e impiden que se lleven a efecto los mandamientos que nos ha dado, muestran que el reino de Dios no está aún bien establecido en nuestra conciencia. Y ya hemos probado que el último mandamiento se refiere precisamente a esto. ¿Ha punzado algún mal deseo nuestro corazón? Ya somos culpables de concupiscencia, y por consiguiente, transgresores pe la Ley; porque el Señor no solamente prohíbe deliberar e inventar algo en perjuicio del prójimo, sino incluso que seamos instigados e incitados por la codicia. Ahora bien, donde quiera que hay transgresión de la Ley, está preparada la maldición de Dios. No hay, pues, fundamento para excluir de la sentencia de muerte a los deseos, por pequeños que sean.
Cuando se trata de pesar los pecados, dice san Agustín, no pongamos balanzas falsas, para pesar lo que queramos y conforme a nuestro antojo, diciendo: esto es pesado; esto, ligero; sino pesémoslo con la balanza de Dios, que son las santas Escrituras, que son el tesoro del Señor; pesemos con esta balanza, para saber cuál es más pesado o más ligero; o por mejor decir, no lo pesemos, sino admitamos el peso que Dios le ha asignado.

   Testimonio de la Escritura. ¿Y qué es lo que dice la Escritura? Ciertamente que cuando Pablo llama a la muerte "paga del pecado" (Rom. 6,23), muestra bien claramente que ignoraba esta distinción. Además, que estando nosotros más inclinados de lo que conviene a la hipocresía, no estaba bien atizar el fuego con tales distinciones, para adormecer las conciencias torpes.

59. ¡Ojalá se preocuparan de considerar bien lo que quiere decir esta sentencia de Cristo: "Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos" (Mt. 5, 19).¿No pertenecen ellos por ventura a este número, al atreverse a debilitar la transgresión de la Ley hasta el punto de no considerada digna de muerte? Ciertamente deberían considerar no sólo lo que se manda, sino quién es el que lo manda, porque en la mínima transgresión de la Ley que El ha establecido, es derogada su autoridad. ¿Es que ellos tienen en poco violar la majestad divina, aunque sea en lo más mínimo del mundo? Además, si Dios ha declarado en la Ley su voluntad, todo cuanto es contrario a esta Ley no le puede agradar. ¿Es que piensan que la ira de Dios se encuentra tan desarmada, que no se ha de seguir al momento la venganza? Pues el mismo Dios lo ha manifestado bien claramente, si es que quieren oír sus palabras, en vez de empañar con sus necias sutilezas la clara verdad. "El alma que pecare morirá" (Ez. 18,20). Y lo que acabo de citar de san Pablo, que "la paga del pecado es la muerte" (Rom. 6,23). Ellos confiesan que es pecado, pues no lo pueden negar; pero afirman que no es pecado mortal. Ya que tanto tiempo han mantenido esta falsa opinión, que al menos ahora aprendan a cambiar de parecer. Mas si todavía persisten en su locura, que los hijos de Dios no les hagan caso, y estén ciertos de que es pecado mortal, porque es una rebeldía contra la voluntad de Dios, lo cual necesariamente provoca la ira, pues es una prevaricación de la Ley, contra la cual sin excepción alguna se ha pronunciado sentencia de muerte.
   En cuanto a los pecados que cometen los santos y los fieles, sepan que son veniales, no por su naturaleza, sino porque por la misericordia de Dios son perdonados.

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POR JUAN CALVINO

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